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El complejo, factor concreto de la psicología familiar
Se debe comprender a la familia humana en el orden original de realidad que constituyen las relaciones sociales. Para fundamentar este principio hemos recurrido a las conclusiones de la sociología, pese a que los hechos mediante los cuales lo ilustra desbordan nuestro tema; hemos procedido así debido a que el orden de realidad en cuestión es el objeto específico de esta ciencia. De ese modo, el principio se plantea en un plano en el que alcanza su plenitud objetiva. Como tal, permitirá juzgar de acuerdo con su verdadero alcance los resultados actuales de la investigación psicológica. En efecto, si esta investigación rompe con abstracciones académicas e intenta, tanto en la observación del behaviour como en la experiencia del psicoanálisis, dar cuenta de lo concreto, especialmente cuando se aplica a los hechos de «la familia como objeto y circunstancia psíquica», nunca objetiva instintos sino, siempre, complejos.
Este resultado no es el hecho contingente de una etapa reductible de la teoría; se debe reconocer en él, traducido en términos psicológicos, aunque conforme al principio anteriormente planteado, el siguiente carácter esencial del objeto estudiado: su condicionamiento por factores culturales, en detrimento de los factores naturales.
Definición general del complejo. El complejo, en efecto, une en una forma fija un conjunto de reacciones que puede interesar a todas las funciones orgánicas, desde la emoción hasta la conducta adaptada al objeto. Lo que define al complejo es el hecho de que reproduce una cierta realidad del ambiente; y lo hace en forma doble. 1° Su forma representa esta realidad en lo que tiene como objetivamente distinto en una etapa dada del desarrollo psíquico: esta etapa especifica su génesis. 2° Su actividad repite en lo vivido la realidad así fijada en toda oportunidad en la que se producen algunas experiencias que exigirían una objetivación superior de esta realidad; estas experiencias especifican el condicionamiento del complejo.
Esta definición, por si sola, implica que el complejo está dominado por factores culturales; en su contenido, representativo de un objeto; en su forma, ligada a una etapa vivida de la objetivación; por último, en su manifestación de carencia objetiva frente a una situación actual, es decir bajo su triple aspecto de relación [26]de conocimiento, de forma de organización afectiva y de prueba de confrontación con lo real, el complejo se comprende en su referencia al objeto. Ahora bien, toda identificación objetiva exige ser comunicable, es decir que se basa en un criterio cultural; por lo general, también, es comunicada por vías culturales. En lo que se refiere a la integración individual de las formas de objetivación, ella es el resultado de un proceso dialéctico que hace surgir toda nueva forma de los conflictos de la precedente con lo real. En este proceso, es necesario reconocer el carácter que especifica al orden humano, es decir, la subversión de toda rigidez instintiva, a partir de la cual surgen las formas fundamentales de la cultura, plenas de variaciones infinitas.
El complejo y el instinto. En su pleno ejercicio, el complejo corresponde a la cultura, consideración esencial para todo aquél que intenta explicar hechos psíquicos de la familia humana; no por ello, sin embargo, se debe considerar que no existe relación alguna entre el complejo y el instinto. Pero, curiosamente, debido a las oscuridades que contrapone el concepto de instinto a la crítica de la biología contemporánea, el concepto de complejo, aunque ha sido introducido recientemente, se adapta mejor a objetos más ricos; por ello, repudiando el apoyo que el inventor del complejo buscaba, según creía que debía hacerlo, en el concepto clásico del instinto, consideramos que, a través de una inversión teórica, es el instinto el que podría ser ilustrado actualmente por su referencia al complejo.
De ese modo, podríamos confrontar punto por punto: 1°, la relación de conocimiento que implica el complejo con la connaturalidad del organismo y el ambiente en el que se encuentran suspendidos los enigmas del instinto; 2°, la tipicidad general del complejo en relación con las leyes de un grupo social, con la tipicidad genérica del instinto en relación con la fijeza de la especie; 3°, el proteísmo de las manifestaciones del complejo que, bajo formas equivalentes de inhibición, de compensación, de desconocimiento, de racionalización, expresa el estancamiento ante un mismo objeto, con la estereotipia de los fenómenos del instinto, cuya activación, sometida a la ley del «todo o nada», permanece fija ante las variaciones de la situación vital. Este estancamiento en el complejo, al igual que esta rigidez en el instinto, mientras se los refiera solamente a los postulados de la adaptación vital, disfraz mecanicista del finalismo, nos condenan a convertirlos en enigmas; su problema exige la utilización de los conceptos más ricos que impone el estudio de la vida psíquica.
El complejo freudiano y la imago. Hemos definido al complejo en un sentido muy amplio que no excluye la posibilidad de que el sujeto tenga conciencia de lo que representa. Freud, sin embargo, lo definió en un primer momento como factor esencialmente inconsciente. En efecto, bajo esta forma su unidad es llamativa y se revela en ella como la causa de efectos psíquicos no dirigidos por la conciencia, actos fallidos, sueños, síntomas. Estos efectos presentan caracteres tan distintos y contingentes que obligan a considerar como elemento fundamental del complejo esta entidad paradójica: una representación inconsciente, designada con el nombre de imago. Complejo e imago han revolucionado a la psicología, en particular a la de la familia, que se reveló como el lugar fundamental de los complejos más estables y más típicos: la familia dejó de ser un tema de paráfrasis moralizante y se convirtió en objeto de un análisis concreto.
Sin embargo, se comprobó que los complejos desempeñan un papel de «organizadores »en el desarrollo psíquico; de ese modo dominan los fenómenos que en la conciencia parecen integrarse mejor a la personalidad; se encuentran motivadas así en el inconsciente no sólo justificaciones pasionales, sino también racionalizaciones objetivables. De ese modo, el alcance de la familia como objeto y circunstancia psíquica se vio incrementado.
Este progreso teórico nos incitó a proporcionar una fórmula generalizada del complejo, que permite incluir en él los fenómenos conscientes de estructura similar. Por ejemplo, los sentimientos a los que se debe considerar como complejos emocionales conscientes, y los sentimientos familiares, en particular, son, a menudo, la imagen invertida de complejos inconscientes. Por ejemplo, también, las creencias delirantes en las que el sujeto afirma un complejo como si se tratase de una realidad objetiva; lo demostraremos en particular en las psicosis familiares. Complejos, imagos, sentimientos y creencias serán estudiados en relación con la familia y en función del desarrollo psíquico que organizan, desde el niño educado en la familia hasta el adulto que la reproduce.
El complejo del destete:
El complejo del destete fija en el psiquismo la relación de la cría, bajo la forma parasitaria exigida por las necesidades de la primera edad del hombre; representa la forma primordial de la imago materna. De ese modo, da lugar a los sentimientos más arcaicos y más estables que unen al individuo con la familia. Abordamos en este caso el complejo más primitivo del desarrollo psíquico que se integra a todos los complejos ulteriores; llama la atención comprobar así que se encuentra determinado por completo por factores culturales y, de ese modo, que desde ese estadio primitivo es radicalmente diferente del instinto.
El destete como ablactación. Sin embargo, se asemeja al instinto en dos aspectos; el complejo del destete, por un lado, se produce con rasgos tan generales en toda la extensión de la especie que es posible, así, considerarle como genérico; por otra parte, representa en el psiquismo una función biológica ejercida por un aparato anatómico diferenciado: la lactancia. Se pueden comprender así las razones que llevaron a considerar como un instinto, incluso en el hombre, a los comportamientos fundamentales que unen la madre al niño, pero se omite de ese modo un carácter esencial del instinto: su regulación fisiológica, que se manifiesta a través del hecho de que el instinto maternal deja de actuar en el animal cuando se ha llegado al término de la cría.
En el hombre, por el contrario, el destete se encuentra condicionado por una regulación cultural. Esta se manifiesta como dominante, aún si se lo limita al ciclo de la ablactación propiamente dicha, al que corresponde, sin embargo, el período fisiológico de la glándula común a la clase de los mamíferos. Aunque sólo en las prácticas atrasadas -que no se encuentran todas en vía de desaparición- se observa en realidad una relación netamente contra-natura, sería ilusorio, sin embargo, buscar en la fisiología la base instintiva de esas reglas, más conformes a la naturaleza, que imponen al destete, al igual que al conjunto de las costumbres, el ideal de las culturas más avanzadas. En realidad, y a través de alguna de las contingencias operatorias que comporta, el destete es a menudo un trauma psíquico cuyos efectos individuales -anorexias llamadas mentales, toxicomanías por vía oral, neurosis gástrica- revelan sus causas al psicoanálisis.
El destete: crisis del psiquismo. Traumático o no, el destete deja en el psiquismo humano la huella permanente de la relación biológica que interrumpe. Esta crisis vital, en efecto, se acompaña con una crisis del psiquismo, la primera, sin duda, cuya solución presenta una estructura dialéctica. Por primera vez, según parece, una tensión vital se resuelve en intención mental. A través de esta intención el destete es aceptado o rechazado; la intención es indudablemente muy elemental, y no puede ser atribuida siquiera a un yo todavía rudimentario. Aceptación y rechazo no pueden concebirse como una elección, puesto que en ausencia de un yo que afirma o niega, no son contradictorios. Sin embargo, como polos coexistentes y opuestos, determinan una actitud ambivalente por esencia, aunque uno de ellos prevalece. En las crisis que caracterizan el desarrollo posterior, esta ambivalencia primordial se resolverá en diferenciaciones psíquicas de un nivel dialéctico cada vez más elevado v de una irreversibilidad creciente. En ellas, el predominio original cambiará muchas veces de sentido y mostrará diversos destinos; sin embargo se lo volverá a encontrar, tanto en el tiempo como en el tono, con características que impondrá a esas crisis y a las nuevas categorías proporcionadas por la experiencia vivida en cada una de ellas.
La imago del seno materno
El rechazo del destete es el que instaura lo positivo del complejo; nos referimos a la imago de la relación nutricia que tiende a reestablecer. El contenido de esta imago está dado por las sensaciones características de la primera edad, pero su forma no existe hasta el momento en que ellas se organizan mentalmente. Ahora bien, siendo este estadio anterior al advenimiento de la forma del objeto, no es probable que estos contenidos puedan representarse en la conciencia. Sin embargo se reproducen en las estructuras mentales que, como hemos dicho, modelan las experiencias psíquicas ulteriores. Serán evocados nuevamente por asociación, cuando se produzcan estas experiencias, aunque inseparables de los contenidos objetivos que habrán informado. Analicemos estos contenidos y estas formas.
El estudio del comportamiento de la primera infancia permite afirmar que las sensaciones extero, propio o interoceptivas, no están aún suficientemente coordinadas después del doceavo mes como para que se haya completado el reconocimiento del propio cuerpo y, correlativamente, la noción de lo que le es exterior.
Forma exteroceptiva: la presencia humana. Muy pronto, sin embargo, algunas sensaciones exteroceptivas se aíslan esporádicamente en unidades de percepción. Estos elementos de objetos corresponden, como se podría preveer, a los primeros intereses afectivos. Lo demuestran la precocidad y la efectividad de las reacciones del niño ante el acercamiento y el alejamiento de las personas que se ocupan de él. Sin embargo, se debe mencionar aparte, como un hecho de estructura, la reacción de interés que manifiesta el niño ante el rostro humano: es extremadamente precoz, ya que se observa desde los primeros días, antes incluso de que las coordinaciones motrices de los ojos se hayan desarrollado plenamente. No puede desligarse este hecho del progreso a través del cual el rostro humano asumirá su pleno valor de expresión psíquica. Aún siendo social, no se puede considerar que este valor sea convencional. El poder reactivado, a menudo bajo una forma inefable, que asume la máscara humana en los contenidos mentales de la psicosis, señala aparentemente el arcaísmo de su significación.
De todos modos, estas reacciones electivas permiten considerar que en el niño existe un cierto conocimiento muy precoz de la presencia que llena la función materna, y el papel de trauma causal que en ciertas neurosis y en ciertos trastornos del carácter puede desempeñar una sustitución de esta presencia. Este conocimiento, muy arcaico y al que parece adecuarse el juego de palabras de Claudel de «conaissance» [co-nacimiento, co-nocimiento] se distingue apenas de la adaptación afectiva. Permanece plenamente comprometido con la satisfacción de las necesidades correspondientes a la primera edad y en la ambivalencia típica de las relaciones mentales que se bosquejan en ella. Esta satisfacción aparece con los signos de la mayor plenitud con que puede colmarse al deseo humano, por poco que se considere al niño ligado al pecho.
Satisfacción propioceptiva: la fusión oral. Las sensaciones propioceptivas de la succión y de la prensión constituyen, evidentemente, la base de esta ambivalencia de la vivencia que surge de la situación misma: el ser que absorbe es plenamente absorbido y el complejo arcaico le responde en el abrazo materno. No hablaremos aquí, como lo hace Freud, de autoerotismo, ya que el yo no se ha constituido aún, ni de narcisismo, ya que no existe ninguna imagen del yo; ni menos aún de erotismo oral, ya que la nostalgia del seno nutricio, en relación con lo cual la escuela psicoanalítica se ha equivocado, se relaciona con el complejo del destete sólo a través de su reestructuración por parte del complejo de Edipo. «Canibalismo», pero canibalismo fusional, inefable, al mismo tiempo activo y pasivo, siempre presente en los juegos y palabras simbólicas que, aún en el amor más evolucionado, recuerdan el deseo de la larva (estos términos nos permitirán reconocer la relación con la realidad en la que reposa la imago materna).
Malestar interoceptivo: la imago prenatal. Esta base misma no puede ser desligada del caos de las sensaciones interoceptivas de la que emerge. La angustia, cuyo prototipo aparece en la asfixia del nacimiento, el frío, relacionado con la desnudez del tegumento, y el malestar laberíntico, que se corresponde con la satisfacción al ser acunado, organizan a través de su triada el tono penoso de la vida orgánica que, según lo señalan los mejores observadores, domina los primeros seis meses del hombre. La causa de estos malestares primordiales es siempre la misma: una insuficiente adaptación ante la ruptura de las condiciones de ambiente y de nutrición que constituyen el equilibrio parasitario de la vida intrauterina.
Esta concepción concuerda con la que el psicoanálisis encuentra en la experiencia como fondo último de la imago del seno materno. Bajo las fantasías del sueño, al igual que bajo las obsesiones de la vigilia, se dibujan con impresionante precisión las imágenes del hábitat intrauterino en el umbral anatómico de la vida extrauterina. Los datos de la fisiología y el hecho anatómico de la no-mielinización de los centros nerviosos superiores en el recién nacido determinan, sin embargo, que sea imposible considerar el nacimiento como un trauma psíquico, como lo hacen algunos psicoanalistas. Esta forma de la imago, entonces, seria un enigma si el estado postnatal del hombre no manifestase, a través de su propio malestar, que la organización postural, tónica, equilibradora, que caracteriza a la vida intrauterina, perdura con posteridad a ella.
El destete: prematuración específica del nacimiento
Debemos señalar que el retraso de la dentición y de la marcha, un retraso correlativo de la mayor parte de los aparatos y de las funciones, determinan en el niño una impotencia vital total que perdura más allá de los dos primeros años. ¿Se debe considerar a este hecho como concomitante de aquéllos que otorgan al desarrollo somático ulterior del hombre su carácter de excepción en relación con los animales de su clase: la duración del periodo de infancia y el retraso de la pubertad? Como quiera que sea, es indudable que la primera edad muestra una deficiencia biológica positiva, y que el hombre es un animal de nacimiento prematuro. Esta concepción explica las generalidades del complejo, y su independencia en relación con los accidentes de la ablactación. Ésta -destete en sentido estricto- otorga su expresión psíquica, la primera y también la más adecuada, a la imago. más oscura de un destete anterior, más penoso y de mayor amplitud vital; el que separa en el nacimiento al niño de la matriz, separación prematura en la que se origina un malestar que ningún cuidado materno puede compensar. Recordemos, en ese sentido, un hecho pediátrico conocido, el retraso afectivo muy particular que se observa en los niños nacidos antes de término.
El sentimiento de la maternidad. Así constituida, la imago del seno materno domina toda la vida del hombre. Por su ambivalencia, sin embargo, puede saturarse en la inversión de la situación que representa, lo que, estrictamente, sólo se realiza en oportunidad de la maternidad. En el amamantamiento, el abrazo y la contemplación del niño, la madre, al mismo tiempo, recibe y satisface el más primitivo de todos los deseos. Incluso la tolerancia ante el dolor del parto puede comprenderse como el hecho de una compensación representativa del primer fenómeno afectivo que aparece: la angustia, nacida con la vida. Sólo la imago que imprime en lo más profundo de la psiquis el destete congénito del hombre puede explicar la intensidad, la riqueza y la duración del sentimiento materno. La realización de esta imago en la conciencia garantiza a la mujer una satisfacción psíquica privilegiada, mientras que sus efectos en la conducta de la madre preservan al niño del abandono que le sería fatal.
Al contraponer el complejo al instinto, no negamos todo fundamento biológico al complejo, y al definirlo mediante algunas relaciones ideales, lo ligamos, sin embargo, a su base material. Esta base es la función que cumple en el grupo social; y este fundamento biológico se observa en la dependencia vital del individuo en relación con el grupo. Mientras el instinto tiene un soporte orgánico que sólo es la regulación de éste en la función vital, el complejo sólo eventualmente tiene una relación orgánica, cuando reemplaza una insuficiencia vital a través de la regulación de una función social. Es lo que ocurre en el caso del complejo del destete. Esta relación orgánica explica que la imago de la madre se relacione con las profundidades del psiquismo y que su sublimación sea particularmente difícil, como se comprueba en el apego del niño «a las faldas de su madre» y en la duración a veces anacrónica de ese vínculo.
Sin embargo, para que se introduzcan nuevas relaciones con el grupo social, para que nuevos complejos las integren al psiquismo, la imago debe ser sublimada. En la medida en que resiste a estas nuevas exigencias, que son las del progreso de la personalidad, la imago, beneficiosa en un principio, se convierte en un factor de muerte.
El apetito de muerte. El análisis demuestra en todos los niveles del psiquismo la realidad constituida por el hecho de que la tendencia a la muerte es vivida por el hombre como objeto de un apetito. El inventor del psicoanálisis reconoció el carácter irreductible de esta realidad; sin embargo, por seductora que sea la explicación que proporcionó en este sentido a través de un instinto de muerte, ésta, de todas formas, es contradictoria en sus términos; el genio mismo, en Freud, cede en efecto al prejuicio del biólogo que exige que toda tendencia se relacione con un instinto. Ahora bien, la tendencia a la muerte que especifica al psiquismo del hombre se explica en forma satisfactoria por la concepción que desarrollamos aquí, es decir, que el complejo, unidad funcional de este psiquismo, no corresponde a funciones vitales sino a la insuficiencia congénita de estas funciones.
Esta tendencia psíquica a la muerte, bajo la forma original que le otorga el destete, se revela en los suicidios muy especiales que se caracterizan como «no violentos», al mismo tiempo que aparece en ellos la forma oral del complejo: huelga de hambre de la anorexia mental, envenenamiento lento de algunas toxicomanías por vía bucal, régimen de hambre de las neurosis gástricas. El análisis de estos casos muestra que en su abandono ante la muerte el sujeto intenta reencontrar la imago de la madre. Esta asociación mental no es solamente mórbida; es genérica, tal como se la puede comprobar en la práctica de la sepultura, algunas de cuyas modalidades manifiestan claramente el sentido psicológico de retorno al seno materno; también la revelan las conexiones establecidas entre la madre y la muerte, tanto por las técnicas mágicas como por las concepciones de las teologías antiguas; como se la observa, por último, en toda experiencia psicoanalítica suficientemente profunda.
El vínculo doméstico. Aún sublimada, la imago del seno materno sigue desempeñando un papel psíquico importante para nuestro sujeto. Su forma más alejada de la conciencia, la del hábitat prenatal, encuentra un símbolo adecuado en la habitación y en su umbral, sobre todo en sus formas primitivas como la caverna o la choza.
De ese modo, todo lo que constituye la unidad doméstica del grupo familiar se convierte para el individuo, a medida que aumenta su capacidad de abstracción, en el objeto de una afección distinta de la que lo une a cada miembro del grupo. De ese modo, también, el abandono de las seguridades que comporta la economía familiar tiene el valor de una repetición del destete: así, por lo general, sólo en esa oportunidad el complejo es liquidado en forma suficiente. Todo retorno, aun parcial, a estas seguridades, puede suscitar en el psiquismo ruinas desproporcionadas con respecto al beneficio práctico de tal retorno.
Todo desarrollo pleno de la personalidad exige este nuevo destete. Hegel señala que el individuo que no lucha por ser reconocido fuera del grupo familiar nunca alcanza, antes de la muerte, la personalidad. El sentido psicológico de esta tesis aparecerá en el desarrollo de nuestro estudio. En materia de dignidad personal, la única que la familia logra para el individuo es la de las entidades nominales y sólo puede hacerlo en el momento de la sepultura.
La nostalgia del todo. La saturación del complejo funda el sentimiento materno; su sublimación contribuye al sentimiento familiar; su liquidación deja huellas en las que es posible reconocerlo; esta estructura de la imago permanece en la base de los procesos mentales que la han modificado. Si pretendiésemos definirla en la forma más abstracta en la que se la observa, la caracterizaríamos del siguiente modo: una asimilación perfecta de la totalidad al ser. Bajo esta fórmula de aspecto algo filosófico, se reconocerá una nostalgia de la humanidad: ilusión metafísica de la armonía universal, abismo místico de la fusión afectiva, utopía social de una tutela totalitaria. Formas todas de la búsqueda del paraíso perdido anterior al nacimiento y de la más oscura aspiración a la muerte.
El complejo de la intrusión. Los celos, arquetipo de los sentimientos sociales
El complejo de la intrusión representa la experiencia que realiza el sujeto primitivo, por lo general cuando ve a uno o a muchos de sus semejantes participar junto con él en la relación doméstica: dicho de otro modo, cuando comprueba que tiene hermanos. Sus condiciones, entonces, son sumamente variables ya que dependen, por un lado, de las culturas y de la extensión que otorgan al grupo doméstico y, por el otro, de las contingencias individuales. Así, de acuerdo al lugar que el destino otorga al sujeto en el orden de los nacimientos, según la ubicación dinástica, podemos decir que ocupa, con anterioridad a todo conflicto, el lugar del. heredero o del usurpador.
Los celos infantiles han llamado la atención desde hace mucho tiempo: «He visto con mis ojos, dice San Agustín, y observado a un pequeño dominado por los celos: todavía no hablaba y no podía mirar sin palidecer el espectáculo amargo de su hermano de leche» [Confesiones, 1, VIII]. El hecho aquí revelado para sorpresa del moralista fue reducido durante mucho tiempo al valor de un tema de retórica, utilizable con fines apologéticos.
Al demostrar la estructura de los celos infantiles, la observación experimental del niño y las investigaciones psicoanalíticas han permitido esclarecer su papel en la génesis de la sociabilidad y acceder así a su conocimiento como hecho humano. Digamos que el punto crítico revelado por esas investigaciones es el de que los celos, en su base, no representan una rivalidad vital sino una identificación mental.
Identificación mental. Si se confronta en parejas, sin presencia de un tercero y abandonados a su espontaneidad, niños entre 6 meses y 2 años, se puede comprobar el siguiente hecho: en esos niños aparecen reacciones de diverso tipo en las que parece manifestarse una comunicación. Entre esas reacciones se distingue una en la que es posible reconocer una rivalidad objetivamente definible: en efecto, implica entre los sujetos una cierta adaptación de las posturas y de los gestos, es decir, una conformidad en su alternancia, una convergencia en su serie, que los ordenan en provocaciones y respuestas y permiten afirmar, sin prejuzgar la conciencia de los sujetos, que perciben la situación como si tuviese un doble desenlace, como una alternativa. En la medida misma de esta adaptación, es posible considerar que desde ese estudio se bosqueja el reconocimiento de un rival, es decir de un «otro» como objeto. Ahora bien, esta reacción puede ser sumamente precoz, pero está determinada por una condición hasta tal punto dominante que aparece como unívoca: nos referimos a la de un limite que no puede ser superado en la diferencia de edad entre los sujetos. Este límite se reduce a dos meses y medio en el primer año del período considerado y permanece igualmente estricto cuando se extiende.
Sí esta condición no se cumple, las reacciones que se observan entre los niños confrontados tienen un valor absolutamente diferente. Examinemos las más frecuentes: las del alarde, la seducción, el despotismo. Aunque en ella figuren dos compañeros, la relación que caracteriza a cada una considerada por separado no es, como la observación lo demuestra, un conflicto entre dos individuos sino un conflicto en cada sujeto, entre dos actitudes contrapuestas y complementarias. Por otra parte, esta participación bipolar es constitutiva de la situación misma. Para comprender esta estructura, examinemos, por el momento, al niño que se ofrece como espectáculo y al que lo sigue con la mirada: ¿cuál de los dos es en mayor medida espectador? O sino obsérvese al niño que prodiga sus tentativas de seducción sobre otro. ¿Dónde está el seductor? Por último, al niño que goza [46] del dominio que ejerce y a aquél que se complace en someterse a él: ¿cuál de los dos es el más sojuzgado? En dichos casos, se realiza la siguiente paradoja: la de que cada compañero confunde la parte del otro con la suya propia y se identifica con él; pero también la de que puede mantener esa relación con una participación realmente insignificante de ese otro y vivir toda la situación por sí solo, como lo demuestra la discordancia, en algunos casos total, entre sus conductas. Se comprueba así, que en ese estadio la identificación específica de las conductas sociales se basa en un sentimiento del otro, que sólo se puede desconocer si se carece de una concepción correcta en cuanto a su valor totalmente imaginario.
La imago del semejante. ¿Cuál es, entonces, la estructura de esta imago? La condición que hemos señalado anteriormente como necesaria para una adaptación real entre compañeros, es decir la de una diferencia de edad muy reducida, nos proporciona una primera indicación. Si nos referimos al hecho de que este estadio se caracteriza por transformaciones de la estructura nerviosa lo suficientemente rápidas y profundas como para dominar las diferenciaciones individuales, se comprenderá que esta condición equivale a la exigencia de una semejanza entre los sujetos. Se comprueba que la imago del otro está ligada a la estructura del propio cuerpo, y más precisamente a sus funciones de relación, por una cierta semejanza objetiva.
La doctrina del psicoanálisis permite aprehender el problema con mayor profundidad. Nos muestra en el hermano, en el sentido neutro, al objeto electivo de las exigencias de la libido que, en el estadio que estudiamos, son homosexuales. Pero insiste también acerca de la confusión en este objeto de dos relaciones afectivas, amor e identificación, cuya oposición será fundamental en los estadios ulteriores.
Esta ambigüedad original se observa también en el adulto, en la pasión de los celos amorosos, que nos permite captarla en toda su plenitud. Se la debe reconocer, en efecto, en el enorme interés del sujeto en lo referente a la imagen del rival, interés que, aunque se afirma como odio, es decir como negativo, y aunque se origina en el objeto supuesto del amor, se muestra de todas maneras como cultivado por el sujeto en forma absolutamente gratuita y costosa -, a menudo, incluso, domina hasta tal punto al sentimiento amoroso que induce a interpretarlo como interés esencial y positivo de la pasión. Este interés confunde en sí mismo la identificación y el amor y, aunque aparezca oculto en el registro del pensamiento del adulto, de todas formas confiere a la pasión que sostiene algo irrefutable que la asemeja a la obsesión. La agresividad máxima que se observa en las formas psicóticas de la pasión está constituida en mucha mayor medida por la negatividad de este interés singular que por la rivalidad que parece justificarla.
El sentido de la agresividad primordial. La agresividad, sin embargo, se muestra como secundaria a la identificación, sobre todo en la situación fraterna primitiva. En relación con este punto, la doctrina freudiana es incierta: en efecto, el biólogo otorga un gran crédito a la idea darwiniana de que la lucha se encuentra en los orígenes mismos de la vida; pero, sin duda, se debe reconocer aquí el principio menos criticado de un énfasis moralizante que se transmite en vulgaridades tales como: homo homini lupus.
Es evidente, por el contrario, que el amamantamiento constituye para los niños, precisamente, una neutralización temporaria de las condiciones de la lucha por el alimento, y esta significación es más evidente aún en el hombre. La aparición de los celos en relación con el amamantamiento, de acuerdo con el tema clásico anteriormente ilustrado con la cita de San Agustín, debe interpretarse entonces con prudencia. Los celos, en realidad, pueden manifestarse en casos en los que el sujeto, sometido desde hace ya mucho tiempo al destete, no se encuentra en una situación de competencia vital con su hermano. El fenómeno, así, parece exigir como condición previa una cierta identificación con el estado del hermano. Por otra parte, al caracterizar como sadomasoquista la tendencia típica de la libido en ese mismo estadio, la doctrina analítica señala, sin duda, que la agresividad domina la economía afectiva, pero también que es, en todos los casos y al mismo tiempo, soportada y actuada, es decir, subtendida por una identificación con el otro, objeto de la violencia.
Recordemos que este papel de doble íntimo que desempeña el masoquismo en el sadismo ha sido puesto de relieve por el psicoanálisis y que lo que condujo a Freud a afirmar un instinto de muerte es el enigma constituido por el masoquismo en la economía de los instintos vitales.
Si se desea seguir la idea que hemos indicado anteriormente y designar, como lo hemos hecho, en el malestar del destete humano la fuente del deseo de muerte, se reconocerá en el masoquismo primario el momento dialéctico en el que el sujeto asume a través de sus primeros actos de juego la reproducción de ese malestar mismo y, de ese modo, lo sublima y lo supera. El ojo inteligente de Freud observó con ese criterio los juegos primitivos del niño: la alegría de la primera infancia al alejar un objeto fuera del campo de su mirada y luego, después de reencontrar al objeto, renovar en forma inagotable la exclusión, significa, efectivamente, que lo que el sujeto se inflige nuevamente es lo patético del destete, tal como lo ha soportado, pero en relación con el cual es ahora triunfador al ser activo en su reproducción.
La identificación con el hermano es lo que permite completar el desdoblamiento así esbozado en el sujeto: ella proporciona la imagen que fija uno de los polos del masoquismo primario. Así, la no-violencia del suicidio primordial engendra la violencia del asesinato imaginario del hermano. Esta violencia, sin embargo, no tiene relación alguna con la lucha por la vida. El objeto que elige la agresividad en los primitivos juegos de la muerte es en efecto, sonajero o desperdicio, biológicamente indiferente: el sujeto lo elimina gratuitamente, en cierto modo por placer; se limita a consumar así la pérdida del objeto materno. La imagen del hermano no sometido al destete sólo suscita una agresión especial porque repite en el sujeto la imago de la situación materna y, con ella, el deseo de la muerte. Este fenómeno es secundario a la identificación.
El estadio del espejo
La identificación afectiva es una función psíquica cuya originalidad ha sido establecida por el psicoanálisis especialmente en el complejo de Edipo, como lo veremos luego. Sin embargo, la utilización de este término en el estadio que estudiamos no ha sido definida con precisión en la doctrina: hemos intentado solucionar el problema a través de una teoría de esta identificación cuyo momento genético designamos con el término de estadio del espejo.
El estadio así considerado corresponde a la declinación del destete, es decir al término de los seis meses, momento en el que el predominio psíquico del malestar, originado en el retraso del crecimiento psíquico, traduce lo prematuro del nacimiento que, como ya hemos dicho, constituye la base específica del destete en el hombre. Ahora bien, el reconocimiento por parte del sujeto de su imagen en el espejo es un fenómeno doblemente significativo para el análisis de ese estadio. El fenómeno aparece después de los seis meses y su estudio en ese momento revela en forma demostrativa las tendencias que constituyen entonces la realidad del sujeto. La imagen especular, precisamente a causa de las afinidades con esa realidad, otorga un buen símbolo de ella; de su valor afectivo, ilusorio como la imagen, y de su estructura, reflejo, como ella, de la forma humana.
La percepción de la forma del semejante como unidad mental se relaciona, en el ser viviente, con un nivel correlativo de inteligencia y sociabilidad. En el animal de rebaño la imitación de la señal demuestra que es reducida, mientras que las estructuras mímicas, ecopráxicas, manifiestan su infinita riqueza en el mono y en el hombre. Ese es el sentido primario del interés que ambos manifiestan ante su imagen especular. Cabe señalar, sin embargo, que aunque sus conductas en relación con esta imagen, bajo las formas de intentos de aprehensión manual, aparentemente se asemejen, en el hombre se manifiestan sólo durante un momento, al final del primer año de vida; Bühler la denomina «edad del chimpancé», debido a que en ella el hombre accede a un nivel de inteligencia instrumental similar.
Potencia segunda de la imagen especular. Ahora bien, el fenómeno de percepción que se produce en el hombre desde el sexto mes se manifiesta desde ese momento bajo una forma totalmente diferente, característica de una intuición iluminativa, es decir, con el trasfondo de una inhibición atenta, revelación repentina del comportamiento adaptado (en este caso, gesto de referencia a alguna parte del propio cuerpo); luego, el derroche jubiloso de energía que señala objetivamente el triunfo; esta doble reacción permite entrever el sentimiento de comprensión bajo su forma inefable. En nuestra opinión, estas características traducen el sentido secundario que recibe el fenómeno de las condiciones libidinales que rodean a su aparición. Estas condiciones no son sino las tensiones psíquicas originadas en los meses de prematuración y que aparentemente traducen una doble ruptura vital: ruptura en relación con la inmediata adaptación al medio que define el mundo del animal por su connaturalidad; ruptura de la unidad de funcionamiento de lo viviente que en el animal somete la percepción a la pulsión.
La discordancia, en ese estadio del hombre, tanto de las pulsiones como de las funciones, es sólo consecuencia de la incoordinación prolongada de los aparatos. Ello determina un estadio constituido afectiva y mentalmente sobre la base de una propioceptividad que entrega el cuerpo como despedazado; por un lado, el interés psíquico desplaza a tendencias que buscan una cierta recomposición del propio cuerpo; por el otro, la realidad, sometida inicialmente a un despedazamiento perceptivo – cuyo caos afecta incluso sus categorías, «espacios», por ejemplo, tan disparatados como las estáticas sucesivas del niño -, se organiza reflejando las formas del cuerpo que constituyen en cierto modo el modelo de todos los objetos.
Se trata, en este caso, de una estructura arcaica del mundo humano, cuyos profundos vestigios han sido revelados por el análisis del inconsciente: fantasías de desmembramiento, de dislocación del cuerpo, de las que las fantasías de castración son sólo una imagen valorizada por un complejo particular; la imago del doble, cuyas objetivaciones fantásticas, que se manifiestan en diversos momentos de la vida y por diversas causas, revelan al psiquiatra el hecho de que evoluciona con el crecimiento del sujeto; por último, el simbolismo antropomórfico y orgánico de los objetos, cuyo prodigioso descubrimiento ha sido realizado por el psicoanálisis en los sueños y en los síntomas.
Desde un comienzo, la tendencia por la cual el sujeto restaura la unidad perdida de sí mismo surge en el centro de la conciencia. Ella constituye la fuente de energía de su progreso mental, progreso cuya estructura se encuentra determinada por el predominio de las funciones visuales. La búsqueda de su unidad afectiva da lugar en el sujeto a las formas en las que se representa su identidad, y la forma más intuitiva de ella está constituida en esta fase por la imagen especular. Lo que el sujeto saluda en ella, es la unidad mental que le es inherente. Lo que reconoce, es el ideal de la imago del doble. Lo que aclama, es el triunfo de la tendencia salvadora.
Estructura narcisista del yo. El mundo que caracteriza a esta fase es un mundo narcisista. Designándolo así no nos referimos solamente a su estructura libidinal mediante el término al que Freud y Abraham asignaron desde 1908 un sentido puramente energético de catexia de la libido sobre el propio cuerpo; queremos penetrar también su estructura mental con el pleno sentido del mito de Narciso, tanto si ese sentido indica la muerte -la insuficiencia vital de la que ha surgido ese mundo-, o la reflexión especular – la imago del doble que le es central-, o la ilusión de la imagen; de todas maneras y en todos esos casos, ese mundo, como lo veremos, no contiene al prójimo.
En efecto, la percepción de la actividad del otro no es suficiente para romper el aislamiento afectivo del sujeto. Mientras la imagen del semejante desempeña sólo su rol primario, limitado a la función de expresividad, suscita en el sujeto emociones y posturas similares, en la medida, al menos, en que la estructura actual de sus aparatos lo permite. Pero mientras sufre esa sugestión emocional. o motriz el sujeto no se distingue de la imagen misma. Más aún, en la discordancia característica de esta fase la imagen se limita a añadir la intrusión temporaria de una tendencia extraña. Designémosla como intrusión narcisista; de todas maneras, la unidad que introduce en las tendencias contribuirá a la formación del yo. Sin embargo, antes de que el yo afirme su identidad, se confunde con esta imagen que lo forma, pero que lo aliena de modo primordial.
Digamos que de este origen el yo conservará la estructura ambigua del espectáculo que, manifiesta en las situaciones anteriormente descritas del despotismo, de la seducción, de la ostentación, otorga su forma – sadomasoquista y escoptofílica (deseo de ver y de ser visto)- a pulsiones esencialmente destructivas del otro. Señalemos también que esta intrusión primordial permite comprender toda proyección del yo constituido, tanto si se manifiesta como mito-maníaca en el niño cuya identificación personal vacila aún, como si lo hace como transitivista en el paranoico cuyo yo regresa a un estadio arcaico, o como comprensiva cuando está integrada a un yo normal.
El drama de los celos: El Yo y El Otro
El yo se constituye al mismo tiempo que el otro en el drama de los celos. Para el sujeto se produce una discordancia que interviene en la satisfacción espectacular debido a la tendencia que ésta sugiere. Ello implica la introducción de un objeto tercero que reemplaza a la confusión afectiva y a la ambigüedad espectacular mediante la concurrencia de una situación triangular. De ese modo, apresado en los celos por identificación, el sujeto llega a una nueva alternativa en a que se juega el destino de la realidad la de reencontrar al objeto materno y aferrarse al rechazo de lo real y a la destrucción del otro; o sino, conducido a algún otro objeto, recibirlo bajo la forma característica del conocimiento humano como objeto comunicable, puesto que la concurrencia implica rivalidad y acuerdo a la vez; al mismo tiempo, sin embargo, reconoce al otro con el que se compromete la lucha o el contrato, es decir, en resumen, encuentra al mismo tiempo al otro y al objeto socializado. En este caso, una vez más, los celos humanos se distinguen de la rivalidad vital inmediata, ya que constituyen su objeto en mayor medida de lo que él los determina: se revelan así como el arquetipo de los sentimientos sociales.
El yo así concebido no alcanza antes de los tres años su constitución esencial; ésta coincide, como observamos, con la objetividad fundamental del conocimiento humano. Es notable que la riqueza y el poderío de este conocimiento se basen en la insuficiencia vital del hombre en sus orígenes. El simbolismo primordial del objeto favorece tanto su extensión fuera de los límites de los instintos vitales como su percepción como instrumento. Su socialización a través de la simpatía celosa instaura su permanencia y su sustancialidad.
Tales son los rasgos esenciales del rol psíquico [58] del complejo fraterno. He aquí algunas aplicaciones.
Condiciones y efectos de la fraternidad. El papel traumático del hermano en el sentido neutro está constituido así por su intrusión. El hecho y la época de su. aparición determinan su significación para el sujeto. La intrusión se origina en el recién llegado y afecta al ocupante; en la familia, y como regla general, se origina en un nacimiento y es el primogénito el que desempeña en principio el papel de paciente.
La reacción del paciente ante el trauma depende de su desarrollo psíquico. Sorprendido por el intruso en el desamparo del destete, lo reactiva constantemente al verlo: realiza entonces una regresión que, según los destinos del yo, será una psicosis esquizofrénica o una neurosis hipocondríaca o, sino, reacciona a través de la destrucción imaginaria del monstruo que dará lugar, también, a impulsos perversos o a una culpa obsesiva.
Si el intruso, por el contrario, aparece recién después del complejo de Edipo, se lo adopta, por lo general, en el plano de las identificaciones paternas, afectivamente más densas y de estructura más rica, como veremos. Ya no constituye para el sujeto el obstáculo o el reflejo, sino una persona digna de amor o de odio. Las pulsiones agresivas se subliman en ternura o en severidad.
Pero el hermano da lugar también al modelo arcaico del yo. En este caso, el papel de agente corresponde al mayor por estar más desarrollado. Cuanto más adecuado sea este modelo al conjunto de las pulsiones del sujeto, más feliz será la síntesis del yo y más reales las formas de la objetividad. ¿El estudio de los gemelos confirma esta fórmula? Sabemos que múltiples mitos les atribuyen el poderío del héroe, por el cual se restaura en la realidad la armonía del seno materno, aunque a costa de un fratricidio. Como quiera que sea, tanto el objeto como el yo se realizan a través del semejante; cuánto más pueda asimilar de su compañero más reafirma el sujeto su personalidad y su objetividad, garantes de su futura eficacia.
Sin embargo, el grupo de la fratria familiar, de edades y sexos diversos, favorece las identificaciones más discordantes del yo. La imago primordial del doble en la que el yo se modela parece dominada en un primer momento por las fantasías de la forma, como se lo comprueba en la fantasía, común a ambos sexos, de la madre fálica o en el doble fálico de la mujer neurótica. Ella tendrá así una mayor tendencia a la fijación en formas atípicas en las que pertenencias accesorias podrán desempeñar un papel tan importante como el de las diferencias orgánicas; y, de acuerdo con el impulso, suficiente o no, del instinto sexual, esta identificación de la fase [60] narcisista dará lugar a las exigencias formales de una homosexualidad o de algún fetichismo sexual o, sino, en el sistema de un yo paranoico, se objetivará en el tipo del perseguidor, exterior o íntimo.
Las conexiones de la paranoia con el complejo fraterno se manifiestan por la frecuencia de los temas de filiación, de usurpación o de expoliación, y su estructura narcisista se revela en los temas más paranoides de la intrusión, de la influencia, del desdoblamiento, del doble y de todas las trasmutaciones delirantes del cuerpo.
Estas conexiones se explican por el hecho de que el grupo familiar, reducido a la madre y a la fratria, da lugar a un complejo psíquico en el que la realidad tiende a mantenerse como imaginaria o, a lo sumo, como abstracta. La clínica demuestra, efectivamente, que el grupo así descompletado [decomplété] favorece en gran medida la eclosión de las psicosis y que en él se observan la mayor parte de los casos de delirios de a dos.
El complejo de Edipo
Freud elaboró el concepto de complejo al descubrir en el análisis de la neurosis los hechos edípicos. Dada la cantidad de relaciones psíquicas que afecta el Complejo de Edipo, expuesto en más de un lugar de esta obra, se impone aquí a nuestro estudio, ya que define más particularmente las relaciones psíquicas en la familia humana, tanto como a nuestra crítica, en tanto que Freud considera que este elemento psicológico constituye la forma específica de la familia humana y le subordina todas las variaciones sociales de la familia. El orden metódico aquí sugerido, tanto en la consideración de las estructuras mentales como en la de los hechos sociales, conducirá a una revisión del complejo que permitirá situar en la historia a la familia paternalista e ilustrar con mayor profundidad la neurosis contemporánea.
Esquema del complejo. El psicoanálisis ha revelado en el niño pulsiones genitales cuyo apogeo se sitúa en el 4° año. Sin extendernos aquí acerca de su estructura, digamos que constituyen una especie de pubertad psicológica, sumamente prematura, como podemos observar, en relación con la pubertad fisiológica. Al fijar al niño, a través de un deseo sexual, al objeto más cercano que le ofrecen normalmente la presencia y el interés (referidas al progenitor del sexo opuesto), estas pulsiones constituyen la base del complejo; su frustración forma su nódulo. Aunque es inherente a la esencia prematura de esas pulsiones, el niño relaciona esta frustración con un objeto tercero que las mismas condiciones de presencia y de interés le señalan normalmente como el obstáculo para su satisfacción: el progenitor del mismo sexo.
En efecto, la frustración que sufre se acompaña, por lo general, con una represión educativa cuyo objetivo es el de impedir toda culminación de estas pulsiones y, especialmente, su culminación masturbatoria. El niño, por otra parte, adquiere una cierta intuición de la situación prohibida, tanto a través de los signos discretos y difusos que revelan a su sensibilidad las relaciones parentales, como por los azares intempestivos que se las descubren. A través de este doble proceso, el progenitor del mismo sexo se le aparece simultáneamente al niño como el agente de la prohibición sexual y el ejemplo de su transgresión.
La tensión así constituida se resuelve, por un lado, a través de una represión de la tendencia sexual que permanecerá desde entonces latente hasta la pubertad -dejando lugar a intereses neutros, eminentemente favorables a las adquisiciones educativas- ; por el otro, a través de la sublimación de la imagen parental que perpetuará en la conciencia un ideal representativo, garantía de coincidencia futura de las actitudes psíquicas y de las actitudes fisiológicas en el momento de la pubertad. Este doble proceso tiene una importancia genética fundamental, ya que permanece inscrito en el psiquismo en dos instancias permanentes: la que reprime se llama Superyó; la que sublima, Ideal del yo. Ambas representan la culminación de la crisis edípica
Valor objetivo del complejo. Este esquema esencial del complejo corresponde a una gran cantidad de datos de la experiencia. En la actualidad la existencia de la sexualidad infantil es irrefutable; por otra parte, al haberse revelado históricamente a través de las secuelas de su evolución constituidas por las neurosis, es accesible a la observación más inmediata y su desconocimiento secular constituye una notable demostración de la relatividad social del conocimiento humano. Las instancias psíquicas que con el nombre de Superyó e Ideal del yo se han aislado en un análisis concreto de los síntomas de las neurosis, han mostrado su valor científico en la definición y la explicación de los fenómenos de la personalidad; existe allí un orden de determinación positiva que explica una gran cantidad de anomalías de la conducta humana y, al mismo tiempo, determina que en relación con estos trastornos las referencias al orden orgánico sean caducas, referencias éstas que aunque sólo sea por puro principio o simple mítica, aún son consideradas como método experimental por toda una tradición médica.
A decir verdad, el prejuicio que atribuye al orden psíquico un carácter de epifenómeno, es decir inoperante , se veía favorecido por un análisis insuficiente de los factores de este orden; estos accidentes de la historia del sujeto asumen la importacia que permite relacionarlos con los diversos rasgos individuales de su personalidad precisamente a la luz de la situación definida como edípica; se puede precisar, incluso, que cuando esos accidentes afectan como traumas la evolución de la situación edípidca, se puede precisar, incluso, que cuando esos accidentes afectan como traumas la evolución de la situación edípica, se repiten mas bien en los efectos del Superyó; si la afectan como atipias en su constitución , se reflejan sobre todo en las formas del Ideal del yo. De ese modo, como inhibiciones de la actividad creadora o como inversiones de la imaginación sexual, una gran número de trastornos, muchos de los cuales aparecen a nivel de las funciones somáticas elementales, han encontrado una reducción teórica y terapéutica.
La familia según Freud
El descubrimiento del hecho de que desarrollos tan importantes para el hombre como los de la represión sexual y el sexo psíquico se encontraban sometidos a la regulación y a los accidentes de un drama psíquico de la familia, proporcionó una preciosa contribución a la antropología del grupo familiar, en particular al estudio de las prohibiciones que este grupo formula universalmente y cuyo objeto es el comercio sexual entre algunos de sus miembros. Así, Freud llegó a elaborar muy pronto una teoría de la familia. Esta se basó en una disimetría, que se comprobó desde las primeras investigaciones, en lo referente a la situación de ambos sexos en relación con el Edipo. El proceso que va desde el deseo edípico hasta su represión aparece con la simplicidad con la que lo hemos señalado sólo en el niño varón. De ese modo, es este último el que es tomado constantemente como sujeto de las exposiciones didácticas del complejo.
El deseo edípico, en efecto, se manifiesta como mucho más intenso en el caso del niño y, así, hacia la madre. Por otra parte, en su mecanismo la represión revela rasgos que sólo parecen justificarse si en su forma típica se ejerce de padre a hijo. Es ello lo que corresponde al complejo de castración.
El complejo de castración. Esta represión se opera a través de un doble movimiento afectivo del sujeto: agresividad contra el progenitor frente al cual su deseo sexual lo ubica en postura de rival; temor secundario, experimentado como retorno de una agresión semejante. Ahora bien, estos dos movimientos se encuentran apuntalados por una fantasía tan notable, que ha sido individualizada gracias a ellos en un complejo llamado de castración. Este término se justifica por los fines agresivos y represivos que aparecen en ese momento del Edipo, pero se adecua escasamente a la fantasía que constituye su hecho original.
Esta fantasía consiste esencialmente en la mutilación de un miembro, es decir, en un tormento que sólo puede servir para castrar a un macho. Pero la realidad aparente de ese peligro, juntamente con el hecho de que su amenaza es realmente formulada por una tradición educativa, indujo a Freud a considerarlo primeramente por su valor real y a reconocer en un temor inspirado de hombre a hombre, en realidad por el padre, al prototipo de la represión edípica.
En esa dirección, Freud se vela apoyado por un dato sociológico; no sólo la prohibición del [67] incesto con la madre muestra un carácter universal, a través de las relaciones de parentesco infinitamente diferentes y a menudo paradójicas que las culturas primitivas marcan con el tabú del incesto sino que también, y cualquiera sea en una cultura el nivel de la conciencia moral esta prohibición es siempre formulada en forma expresa, y su transgresión se marca por una reprobación constante. Por ello, Frazer reconoció en el tabú de la madre la ley primordial de la humanidad.
El mito del parricidio original. Freud realiza así el salto teórico cuyo carácter abusivo hemos señalado en nuestra introducción: de la familia conyugal que observaba en sus sujetos a una hipotética familia primitiva concebida como una horda que un macho domina por su superioridad biológica acaparando las mujeres núbiles. Freud se basa en el vinculo que se comprueba entre los tabúes y las observancias en relación con el tótem, objeto alternativamente de inviolabilidad y de orgía sacrificial. Imagina un drama de asesinato del padre por parte de los hijos, seguido por una consagración póstuma de su poderío sobre las mujeres por los asesinos cautivos de una rivalidad insoluble: acontecimiento primordial de donde habría surgido, con el tabú de la madre, toda tradición moral y cultural.
Aún si esta construcción no se invalidase ya por las postulaciones que comporta – atribuir a un grupo biológico la posibilidad del reconocimiento de una ley que, precisamente, se debe instaurar -, sus premisas supuestamente biológicas, es decir la tiranía permanente ejercida por el jefe de la horda, se reducirían a una fantasía cada vez más incierta a medida que progresa nuestro conocimiento de los antropoides. Pero, sobre todo, las huellas universalmente presentes y la extendida supervivencia de una estructura matriarcal de la familia, la existencia en su área de todas las formas fundamentales de la cultura y especialmente de una represión a menudo muy rigurosa de la sexualidad, demuestran que el orden de la familia humana tiene fundamentos que son ajenos a la fuerza del macho.
Sin embargo, consideramos que la inmensa cantidad de hechos que ha sido posible objetivar desde hace alrededor de cincuenta años gracias al complejo de Edipo, puede esclarecer la estructura psicológica de la familia en mayor medida de lo que pueden hacerlo las intuiciones excesivamente apresuradas que acabamos de exponer.
Las funciones del complejo. Revisión psicológica
El complejo de Edipo caracteriza a todos los niveles del psiquismo; los teóricos del psicoanálisis, sin embargo, no han definido en forma clara las funciones que allí desempeña. Ello se debe a no haber distinguido en grado suficiente los planos de desarrollo en los que lo explican. Consideran al complejo, en efecto, como el eje frente al cual la evolución de la sexualidad se proyecta en la constitución de la realidad; sin embargo, estos planos divergen en el hombre por una incidencia especifica a la que, sin duda, reconocen como represión de la sexualidad y sublimación de la realidad, pero corresponde integrarla en una concepción más rigurosa de estas relaciones de estructura: sólo en forma aproximativa se puede considerar como paralelo el papel de maduración que desempeña el complejo en cada uno de esos planos.
Maduración de la sexualidad
El aparato psíquico de la sexualidad se revela inicialmente en el niño bajo las formas más aberrantes en relación con sus fines biológicos, y la sucesión de estas formas demuestra que la organización genital se conforma a través de una maduración progresiva. Esta maduración de la sexualidad condiciona el complejo de Edipo, constituyendo sus tendencias fundamentales, pero, inversamente, el complejo la favorece al dirigirla hacia sus objetos.
El movimiento del Edipo, en efecto, se opera a través de un conflicto triangular en el sujeto; hemos visto ya que el juego de las tendencias surgidas del destete producía una formación de este tipo; es también la madre, objeto primero de estas tendencias, como alimento a absorber e incluso como seno en el cual reabsorberse, la que se propone inicialmente al deseo edípico. Se comprende así que este deseo se caracterice mejor en el varón, pero también que proporcione una oportunidad muy singular revelando la reactivación de las tendencias del destete, es decir, a una regresión sexual. Estas tendencias, en efecto, no constituyen sólo un callejón sin salida psicológico; se contraponen además particularmente aquí a la actitud de exteriorización, conforme a la actividad del sexo masculino.
Muy por el contrario, en el otro sexo, en el que estas tendencias presentan un desenlace posible en el destino biológico del sujeto, el objeto materno, al desviar una parte del deseo edípico, tiende, sin duda, a neutralizar el potencial del complejo y, de ese modo, sus efectos de sexualización; pero, al imponer un cambio de objeto, la tendencia genital se libera en mayor medida de las tendencias primitivas, tanto más fácilmente cuanto que nunca se ve obligada a invertir la actitud de interiorización heredada de estas tendencias, que son narcisistas. De ese modo, se llega a la siguiente conclusión ambigua: la de que, de un sexo a otro, cuanto más acusada es la formación del complejo, más aleatorio parece ser su rol en la adaptación sexual.
Constitución de la realidad
Se observa aquí la influencia del complejo psicológico sobre una relación vital y es de ese modo que contribuye a la constitución de la realidad. Lo que aporta a ella no puede ser descrito en los términos de una psicogénesis intelectualista: se trata de una cierta profundidad afectiva del objeto. Dimensión que, al constituir el trasfondo de toda comprensión subjetiva, no se distinguiría como fenómeno si la clínica de las enfermedades mentales no la hiciere aprehender como tal al proponer a los límites de la comprensión toda una serie de degradaciones.
Al constituir, en efecto, una norma de lo vivido, esta dimensión sólo puede ser reconstruida a través de intuiciones metafóricas: densidad que confiere existencia al objeto, perspectiva que nos proporciona el sentimiento de su distancia y nos inspira el respeto al objeto. Ella se demuestra, sin embargo, en las vacilaciones de la realidad que fecundan al delirio: cuando el objeto tiende a confundirse con el yo y, al mismo tiempo, a reabsorberse en fantasía, cuando aparece descompuesto de acuerdo con uno de los sentimientos que constituyen el espectro de la irrealidad desde los sentimientos de extrañeza, de déjá vu, de jamais vu, pasando por los falsos reconocimientos, las ilusiones de sosías, los sentimientos de participación, de adivinación, de influencia, las intuiciones de significación, para culminar en el crepúsculo del mundo y en la abolición afectiva que en alemán se designa formalmente como pérdida del objeto (Objektverlust).
El psicoanálisis explica estas cualidades tan diversas de lo vivido por las variaciones de la cantidad de energía vital que el deseo catectiza en el objeto. Por verbal que pueda parecer la fórmula corresponde, para los psicoanalistas, a un dato de su práctica; cuentan con esa catexia en las «transferencias» operatorias de sus curas; la indicación del tratamiento debe basarse en los recursos que ofrece. De ese modo reconocieron en los síntomas anteriormente citados los índices de una catexia excesivamente narcisista de la libido, mientras la formación del Edipo aparecía como el momento y la prueba de una catexia suficiente para la «transferencia ».
Este papel del Edipo seria correlativo de una maduración de la sexualidad. La actitud instaurada por la tendencia genital cristalizaría según su tipo normal la relación vital con la realidad. Se caracteriza a esta actitud con los términos de don y de sacrificio, términos grandiosos, pero cuyo sentido es ambiguo y vacila entre la defensa y la renuncia. A través de ellos, una concepción audaz reencuentra el secreto bienestar del tema moralizante: en el pasaje de la captación a la oblación, se confunden en gran medida la prueba vital y la prueba moral.
Esta concepción puede definirse como psicogénesis analógica; se relaciona con el defecto más notable de la doctrina analítica: descuidar la estructura en beneficio del dinamismo. La experiencia analítica, sin embargo, aporta una contribución al estudio de las formas mentales al demostrar su relación – tanto de condiciones como de soluciones- con las crisis afectivas. La diferenciación del juego formal del complejo permite establecer, entre su función y la estructura del drama que le es esencial, una relación más estricta.
Represión de la sexualidad
El complejo de Edipo marca la culminación de la sexualidad infantil, pero constituye también el resorte de la represión que reduce sus imágenes al estado de latencia hasta la pubertad; determina una condensación de la realidad en el sentido de la vida, pero también es el momento de la sublimación que en el hombre abre a esta realidad su expresión desinteresada.
Las formas en las que se perpetúan estos efectos son designadas como Superyó e Ideal del yo según que sean inconscientes o conscientes para el sujeto. Ellas reproducen, se dice, la imago del progenitor del mismo sexo, y el Ideal del yo contribuye así al conformismo sexual del psiquismo. Pero en estas dos funciones, según la doctrina, la imago del padre tendría un papel prototípico debido al predominio del sexo masculino.
En lo referente a la represión de la sexualidad, esta concepción reposa, como lo hemos señalado, en la fantasía de castración. La doctrina la relaciona con una amenaza real debido a que, aunque genialmente dinámico para reconocer las tendencias, el atomismo tradicional sigue bloqueando a Freud el reconocimiento del concepto de autonomía de las formas; de ese modo, al observar la existencia de la misma fantasía en la niñita o de una imagen fálica de madre en ambos sexos, se ve compelido a explicar esos hechos por revelaciones tempranas del dominio del sexo masculino, revelaciones que conducirían a la niñita a la nostalgia de la virilidad y al niño a concebir a su madre como viril. Génesis que, aunque encuentra un fundamento en la identificación, requiere al ser utilizada mecanismos a tal punto sobrecargados que parece errónea.
Las fantasías de despedazamiento. Ahora bien, el material de la experiencia analítica sugiere una interpretación diferente; en efecto, la fantasía de castración es precedida por toda una serie de fantasías de despedazamiento del cuerpo que, regresivamente, van de la dislocación y el desmembramiento, pasando por la eviración hasta la devoración y el amortajamiento.
El examen de estas fantasías revela que su serie se inscribe en una forma de penetración con sentido destructivo e investigador a la vez que busca el secreto en el seno materno, mientras esa relación es vivida por el sujeto de acuerdo con una modalidad de ambivalencia proporcional a su arcaísmo. Sin embargo, los investigadores que han comprendido mejor el origen materno de estas fantasías (Mélanie Klein) se ocupan sólo de la simetría y de la extensión que aportan a la formación del Edipo, revelando, por ejemplo, la nostalgia de la maternidad en el niño varón. Su interés, en nuestra opinión, se basa en la evidente irrealidad de la estructura; el examen de esas fantasías que se observan en los sueños y en algunos impulsos permite afirmar que no se relacionan con cuerpo real alguno, sino con un maniquí heteróclito, con una muñeca barroca, con un trofeo de miembros en los que se debe reconocer al objeto narcisista cuya génesis hemos evocado anteriormente: condicionada por la precesión, en el hombre, de formas imaginarias del cuerpo sobre el dominio del cuerpo propio, por el valor de defensa que el sujeto otorga a estas formas contra la angustia del desgarramiento vital, hecho originado en la prematuración.
Origen materno del superyó arcaico. La fantasía de castración se relaciona con este mismo objeto. Su forma, originada con anterioridad a todo discernimiento del propio cuerpo, con anterioridad a toda distinción de amenaza del adulto, no depende del sexo del sujeto y determina en mayor medida de lo que sufre las fórmulas de la tradición educativa. Representa la defensa que el yo narcisista, identificado con el doble especular, contrapone al resurgimiento de la angustia que en el momento inicial del Edipo tiende a quebrantarlo; crisis que no es causada tanto por la irrupción del deseo sexual en el sujeto sino por el objeto que él reactualiza, es decir, la madre. El sujeto responde a la angustia despertada por este objeto reproduciendo el rechazo masoquista que le permitió superar su pérdida original, pero lo hace de acuerdo con la estructura que ha adquirido, es decir en una localización imaginaria de la tendencia.
Esa génesis de la represión sexual no carece, sin duda, de referencias sociológicas; se expresa en los ritos a través de los cuales los primitivos manifiestan que esta represión se imbrica con las raíces del vinculo social: ritos de fiesta que, para liberar a la sexualidad, designan mediante su forma orgiástica el momento de la reintegración afectiva en el Todo; ritos de circuncisión que, al sancionar la madurez sexual, manifiestan que la persona accede a ella sólo a costa de una mutilación corporal.
Para definir en el plano psicológico esta génesis de la represión, se debe reconocer en la fantasía de castración el juego imaginario que la condiciona, situar en la madre el objeto que la determina. Se trata de la forma radical de las contra pulsiones que se revelan en la experiencia analítica por constituir el núcleo más arcaico del Superyó y por representar la represión más masiva.
Esta fuerza se reinicia con la diferenciación de esta forma, es decir con el progreso a través del cual el sujeto realiza la instancia represiva en la autoridad del adulto; de no ser así, no se podría comprender el siguiente hecho que, aparentemente, se contrapone a la teoría: nos referimos a que el rigor con que el Superyó inhibe [78] las funciones del sujeto tiende a establecerse en razón inversa a la severidad real de la educación. Aunque ya a partir de la represión materna por sí sola (disciplina del destete y de los esfínteres) el Superyó recibe huellas de la realidad, sólo supera su forma narcisista en el complejo de Edipo.
Sublimación de la realidad
Se introduce aquí el papel de este complejo en la sublimación de la realidad. Para comprenderlo, se debe partir del momento en que la doctrina muestra la solución del drama, es decir, de la forma que ella ha descubierto en él, de la identificación. En efecto, el Superyó y el Ideal del yo pueden revelar a la experiencia rasgos conformes a las particularidades de esta imago debido a una identificación del sujeto con la imago del progenitor del mismo sexo.
La doctrina lo considera como un hecho originado en el narcisismo secundario; no distingue esta identificación de la identificación narcisista: también en este caso existe una asimilación del sujeto al objeto; la única diferencia que observa es la constitución, con el deseo edípico, de un objeto con una mayor dosis de realidad, contrapuesto a un yo mejor constituido. Según las constantes del hedonismo, la frustración de este deseo darla lugar al retorno del sujeto a su voracidad primordial de asimilación y, de la formación del yo, a una imperfecta introyección del objeto. Para imponerse al sujeto, la imago se yuxtapone solamente al yo en las dos exclusiones del inconsciente y del ideal.
Originalidad de la identificación edípica. Sin embargo, un análisis más estructural de la identificación edípica permite reconocerle una forma más distintiva. Lo que se comprueba, en primer lugar, es la antinomia de las funciones que desempeña en el sujeto la imago parental. por un lado, inhibe la función sexual, pero en forma inconsciente, ya que la experiencia demuestra que la acción del Superyó contra las repeticiones de la tendencia es tan inconsciente como reprimida es la tendencia. Por otra parte, la imago preserva esta función, aunque protegida por su desconocimiento, ya que es efectivamente la preparación de las vías de su retorno futuro lo que representa en la conciencia el Ideal del yo. De este modo, la tendencia se resuelve bajo las dos formas fundamentales inconsciencia, desconocimiento, en las que el análisis ha aprendido a reconocerla, mientras la imago aparece a su vez bajo dos estructuras cuyo intervalo define la primera sublimación de la realidad.
Sin embargo, no se subraya en grado suficiente que el objeto de la identificación no es en este caso el objeto del deseo, sino el que se le contrapone en el triángulo edípico. La identificación era mimética, pero se ha convertido en propiciatoria; el objeto de la participación sadomasoquista se separa del sujeto, se distancia de él en la nueva ambigüedad del temor y del amor. Sin embargo, en este paso hada la realidad, el objeto primitivo del deseo parece escamoteado.
Este hecho define para nosotros la originalidad de la identificación edípica: nos indica, aparentemente, que en el complejo de Edipo lo que erige al objeto en su nueva realidad no es el momento del deseo, sino el de la defensa narcisista del sujeto.
Al hacer surgir al objeto que su posición sitúa como obstáculo al deseo, ese momento lo presenta con la aureola de la transgresión a la que se siente como peligrosa; le aparece al yo al mismo tiempo como el sostén de su defensa y el ejemplo de su triunfo. Por ello, este objeto ocupa normalmente el lugar del doble con el que el yo se identificó inicialmente y a través del cual puede confundirse aún con el otro; le proporciona al yo una seguridad, al reforzar ese marco, pero, al mismo tiempo, se le contrapone como un ideal que, alternativamente, lo exalta y lo deprime.
Ese momento del Edipo constituye el prototipo de la sublimación, tanto por el papel de presencia enmascarada que desempeña en él la tendencia, como por la forma con la que reviste al objeto. En efecto, la misma forma es sensible en cada crisis en la que se produce, para la realidad humana, la condensación cuyo enigma hemos planteado anteriormente: esta luz de la sorpresa es la que transfigura un objeto al disolver sus equivalencias en el sujeto y lo propone no ya como un medio para la satisfacción del deseo, sino como polo para las creaciones de la pasión. La experiencia realiza toda su profundización al reducir nuevamente ese objeto.
Una serie de funciones antinómicas se constituye así en el sujeto a través de las crisis fundamentales de la realidad humana, ya que contiene las virtualidades indefinidas de su progreso. Aparentemente, la función de la conciencia parece expresar la angustia primordial; la de la equivalencia, refleja el conflicto narcisista; mientras la del ejemplo aparece como el aporte original del complejo de Edipo.
La imago del padre. Ahora bien, la estructura misma del drama edípico designa al padre para proporcionar a la función de sublimación su forma más eminente, por ser la más pura. La imago de la madre en la identificación edípica revela, en efecto, la interferencia de las identificaciones primordiales, marcando con sus formas y su ambivalencia tanto al Ideal del yo como al Superyó. En la niñita, del mismo modo en que la represión de la sexualidad impone más fácilmente a las funciones corporales el despedazamiento mental con que es posible definir la histeria, igualmente la sublimación de la imago materna tiende a convertirse en sentimiento de repulsión por su decadencia y en preocupación sistemática por la imagen especular.
A medida que predomina, la imago del padre polariza en los dos sexos las formas más perfectas del Ideal del yo, en relación !ton lo cual basta señalar que realizan el ideal viril en el hombre y el ideal virginal en la niña. Por el contrario, en las formas disminuidas de esta imago podemos señalar las lesiones físicas, especialmente aquéllas que la presentan como estropeada o enceguecida, para desviar la energía de sublimación de su dirección creadora y favorecer su reclusión en algún ideal de integridad narcisista. Cualquiera que sea la etapa de desarrollo en la que se produce, y según el grado de culminación del Edipo, la muerte del padre tiende también a agotar, inmovilizándolo, el progreso de la realidad. Al relacionar con esas causas un gran número de neurosis y su gravedad, la experiencia contradice así la orientación teórica que considera que su agente fundamental reside en la amenaza de la fuerza paterna.
El complejo y la relatividad sociológica
El análisis psicológico del Edipo señala que se lo debe comprender en función de sus antecedentes narcisistas; no queremos decir por ello que se instaura fuera de la relatividad sociológica. El resorte más decisivo de sus efectos psíquicos, en efecto, se origina en el hecho de que la imago del padre concentra en sí la función de represión con la de sublimación; pero se trata, en ese caso, de una determinación social, la de la familia paternalista.
Matriarcado y patriarcado
En las culturas matriarcales, la autoridad familiar no se encuentra representada por el padre sino, por lo común, por el tío materno. Un etnólogo, guiado por su conocimiento del psicoanálisis, Malinowsky, supo comprender las incidencias psíquicas de ese hecho: el tío materno ejerce el padrinazgo social de guardián de los tabúes familiares y de iniciador de los ritos tribales, mientras que el padre, aliviado de toda función represora, desempeña un rol de protección más familiar, de maestro de técnica y de tutor de la audacia en las empresas.
Esta separación de las funciones da lugar a un equilibrio diferente del psiquismo que, según el autor, puede ser demostrado por la ausencia de neurosis en los grupos que observó en las islas del noroeste de Melanesia. Este equilibrio demuestra en forma acabada que el complejo de Edipo es relativo a una estructura social, pero no otorga fundamento alguno a la ilusión paradisíaca, contra la que el sociólogo debe, cuidarse constantemente: a la armonía que comporta se le contrapone, en efecto, la estereotipia que caracteriza en las culturas de este tipo a las creaciones de la personalidad, desde el arte hasta la moral; ese reverso nos debe llevar a reconocer, conforme a la presente teoría del Edipo, cuán dominado por la represión social está el ímpetu de la sublimación, cuando estas dos funciones se encuentran separadas.
Por el contrario, la imago paterna proyecta la fuerza original de la represión en las sublimaciones mismas que deben superarla precisamente porque está investida por la represión; la fecundidad del complejo de Edipo se basa en el hecho de que articula en tal antinomia el progreso de esas funciones. Esa antinomia actúa en el drama individual, y veremos como se confirma en él a través de efectos de descomposición; pero sus efectos de progreso superan en mucho a ese drama, al estar integrados en el inmenso patrimonio cultural, ideales normales, estatutos jurídicos, inspiraciones creadoras. El psicólogo no puede descuidar esas formas que, al concentrar en la familia conyugal las condiciones del conflicto funcional del Edipo, reintegran en el progreso psicológico la dialéctica social engendrada por este conflicto.
Que el estudio de estas formas se refiera a la historia constituye ya un dato para nuestro análisis; en efecto, el hecho de que la luz de la traición histórica sólo se observe plenamente en los anales de los patriarcados, mientras que afecta solamente en sectores reducidos -precisamente aquéllos en los que se realiza la investigación de un Bachofen- a los matriarcados, subyacentes por doquier en la cultura antigua, se origina en un problema de estructura.
Apertura del vínculo social. El momento crítico que Bergson definió en los fundamentos de la moral se relaciona, en nuestra opinión, con este hecho. Sabemos que él reduce a su función de defensa vital ese «todo de la obligación» mediante el cual designa el vínculo que cierra al grupo humano en su coherencia; y que reconoce, en forma contrapuesta, un ímpetu trascendente de la vida en todo movimiento que abre ese grupo al universalizar ese vínculo: doble origen que descubre un análisis abstracto, que se vuelve, sin duda, contra sus ilusiones formalistas, pero que sigue limitado al alcance de la abstracción. Ahora bien, si a través de la experiencia tanto [86]el psicoanalista como el sociólogo pueden reconocer en la prohibición de la madre la forma concreta de la obligación primordial, igualmente pueden demostrar un proceso real de «apertura» del vínculo social en la autoridad paternalista y decir que, a través del conflicto funcional del Edipo, ella introduce en la represión un ideal de promesa.
Si se refieren a los ritos de sacrificio a través de los cuales las culturas primitivas, aún las que han alcanzado una concentración social elevada, realizan con el rigor más cruel -víctimas humanas desmembradas o sepultadas vivas- las fantasías de la relación primordial con la madre, podrán leer en más de un mito que al advenimiento de la autoridad paterna le corresponde el temperamento de la primitiva represión social. Este sentido, legible en la ambigüedad mítica del sacrificio de Abraham que, por otra parte, lo relaciona formalmente con la expresión de una promesa, aparece también en el mito de Edipo: para comprenderlo no se debe descuidar el episodio de la Esfinge, representación no menos ambigua de la emancipación de las tiranías matriarcales y de la declinación del rito del asesinato regio. Cualquiera que sea la forma, todos estos mitos se sitúan en el alba de la historia, muy lejos del nacimiento de la humanidad de la que los separan la duración inmemorial de las culturas matriarcales y el estancamiento de los grupos primitivos.
Según esta referencia sociológica, el hecho profético al que Bergson se refirió históricamente, en tanto que se produjo básicamente en el pueblo judío, se comprende por la situación de elegidos en la que se ubicó a este pueblo, como partidario del patriarcado entre grupos entregados a culturas maternas, a través de su lucha convulsiva por mantener el ideal patriarcal frente a la seducción irreprimible de esas culturas. A través de la historia de los pueblos patriarcales, se observa, de ese modo, como se afirma dialécticamente en la sociedad las exigencias de la persona y la universalización de los ideales: lo demuestra el progreso de las formas jurídicas que eternizan la misión que la Roma antigua vivió tanto en potencia como en conciencia y que se realizó a través de la extensión ya revolucionaria de los privilegios morales de un patriarcado a una plebe inmensa y a todos los pueblos.
El hombre moderno y la familia conyugal
Dos funciones de este proceso se reflejan en la estructura de la familia misma: la tradición, en los ideales patricios, de formas privilegiadas del matrimonio; la exaltación apoteótica que el cristianismo realiza en lo referente a las exigencias de la persona. La Iglesia integró esa tradición en la moral del cristianismo, al ubicar en el primer plano del vínculo del matrimonio la libre elección de la persona; de ese modo, determinó que la institución familiar franquease el paso decisivo hacia su estructura moderna; nos referimos a la secreta inversión de su preponderancia social en beneficio del matrimonio. Inversión que se produce en el siglo XV con la revolución económica de la que surgieron la sociedad burguesa y la psicología del hombre moderno.
En efecto, las relaciones de la psicología del hombre moderno con la familia conyugal son las que se proponen al estudio del psicoanalista; este hombre es el único objeto que ha sometido verdaderamente a su experiencia, y si el psicoanalista observa en él el reflejo psíquico de las condiciones más originales del hombre, ¿puede pretender la curación de sus flaquezas psíquicas sin comprenderlo en la cultura que le impone las más altas exigencias, sin comprender, del mismo modo, su propia posición frente a este hombre en el punto extremo de la actitud científica ?
Ahora bien, en esta época es más difícil que nunca comprender al hombre de la cultura occidental fuera de las antinomias que constituyen sus relaciones con la naturaleza y con la sociedad: no se puede comprender, fuera de ellas, ni la angustia que expresa en el sentimiento de una transgresión prometeica frente a las condiciones de su vida, ni las concepciones más elevadas en las que supera esa angustia, al reconocer que se crea a sí mismo y a sus objetos a través de crisis dialécticas.
Papel de la formación familiar. Este movimiento subversivo y crítico en el que se realiza el hombre encuentra su germen más activo en tres condiciones de la familia conyugal.
Para encarnar a la autoridad en la generación más cercana y bajo una figura familiar, la familia conyugal ubica esta autoridad al alcance inmediato de la subversión creadora. La observación más común puede comprobarlo a través de las inversiones que imagina el niño en el orden de las generaciones, en las que reemplaza mediante su persona al padre o al abuelo.
Por otra parte, el psiquismo se constituye tanto a través de la imagen del adulto como contra su coacción: este efecto opera mediante la transmisión del Ideal del yo, y por lo general, como ya hemos dicho, de padre a hijo. Comporta una selección positiva de las tendencias y de los dones, una progresiva realización del ideal en el carácter. Las familias de hombres eminentes se originan en ese proceso psicológico y no en la supuesta herencia que se debería reconocer en capacidades esencialmente relacionales.
Por último, y sobre todo, la evidencia de la vida sexual en los representantes de las coacciones morales, el ejemplo singularmente transgresor de la imago del padre en lo referente a la prohibición primordial, exaltan en grado sumo la tensión de la libido y el alcance de la sublimación.
El complejo de la familia conyugal crea los logros superiores del carácter, de la felicidad y de la creación, para realizar en la forma más humana el conflicto del hombre con su angustia más arcaica, para ofrecerle el recinto más leal en el que le sea posible confrontarse con los rigores más profundos de su destino, para poner al alcance de su existencia individual el triunfo más completo contra su servidumbre original.
Al proporcionar la mayor diferenciación a la personalidad antes del periodo de latencia, el complejo proporciona a las confrontaciones sociales de ese periodo su máximo de eficacia para la formación racional del individuo. En efecto, es posible considerar que la acción educativa en ese período reproduce en una realidad más cargada y bajo las sublimaciones superiores de la lógica y de la justicia, el juego de las equivalencias narcisistas, de las que ha surgido el mundo de los objetos. Cuanto más diversas y ricas sean las realidades inconscientemente integradas en la experiencia familiar, más formativo será para la razón el trabajo de su reducción.
De ese modo, si el psicoanálisis manifiesta en las condiciones morales de la creación un fermento revolucionario que sólo puede captarse en un análisis concreto, reconoce, para producirlo, que la estructura familiar posee una fuerza que supera toda racionalización educativa. Este hecho merece ser señalado a los teóricos -cualquiera que sea el campo al que pertenezcan- de una educación social con pretensiones totalitarias, para que cada uno concluya de acuerdo con sus deseos.
Declinación de la imago paterna. El rol de la imago del padre puede ser observado en forma notable en la formación de la mayor parte de los grandes hombres. Vale la pena señalar, así, su irradiación literaria y moral en la era clásica del progreso, desde Corneille hasta Proudhon; y los ideólogos que en el siglo XIX realizaron las críticas más subversivas contra la familia paternalista no fueron los menos marcados por ella.
Pero no somos de aquéllos que lamentan un supuesto debilitamiento del vínculo familiar. ¿No es acaso significativo que la familia se haya reducido a su grupo biológico a medida que integraba los más altos progresos culturales? Un gran número de efectos psicológicos, sin embargo, estan referidos, en nuestra opinión, a una declinación social de la imago paterna. Declinación condicionada por el retorno al individuo de efectos extremos del progreso social, declinación que se observa principalmente en la actualidad en las colectividades más alteradas por estos efectos: concentración económica, catástrofes políticas. ¿El hecho no ha sido formulado acaso por el jefe de un Estado totalitario como argumento contra la educación tradicional? Declinación más íntimamente ligada a la dialéctica de la familia conyugal, ya que se opera a través del crecimiento relativo, muy sensible por ejemplo en la vida norteamericana, de las exigencias matrimoniales.
Cualquiera que sea el futuro, esta declinación constituye una crisis psicológica. Quizás la aparición misma del psicoanálisis debe relacionarse con esta crisis. Es posible que el sublime azar del genio no explique por sí solo que haya sido en Viena -centro entonces de un Estado que era el melting-pot de las formas familiares más diversas, desde las más arcaicas hasta las más evolucionadas, desde los últimos agrupamientos agnáticos de los campesinos eslavos hasta las formas más reducidas del hogar pequeño burgués y hasta las formas más decadentes de la pareja inestable, pasando por los paternalismos feudales y mercantiles- el lugar en el que un hijo del patriarcado judío imaginó el complejo de Edipo. Como quiera que sea, las formas de neurosis predominantes a fines del siglo pasado son las que revelaron que dependían en forma estrecha de las condiciones de la familia.
Estas neurosis, desde la época de las primeras adivinaciones freudianas, parecen haber evolucionado en el sentido de un complejo caracterial, en el que, tanto por la especificidad de su forma como por su generalización (constituye el núcleo de la mayor parte de las neurosis), podemos reconocer la gran neurosis contemporánea. Nuestra experiencia nos lleva a ubicar su determinación principal en la personalidad del padre, carente siempre de algún modo, ausente, humillada, dividida o postiza. Es esta carencia la que, de acuerdo con nuestra concepción del Edipo, determina el agotamiento del ímpetu instintivo así como el de la dialéctica de las sublimaciones. Madrinas siniestras instaladas en la cuna del neurótico, la impotencia v la utopía recluyen su ambición, tanto si él sofoca en sí mismo las creaciones que espera el mundo al que llega, como si, en el objeto que propone a su rebelión, ignora su propio movimiento.