La etiología de la histeria. (1896) III
Señores, el problema cuyo planteo acabo de formular atañe al mecanismo de la formación de síntoma histérico. Pero nos vemos constreñidos a exponer la causación de estos síntomas sin considerar este mecanismo, lo cual conlleva inevitable menoscabo para el redondeo y la trasparencia de nuestra elucidación. Volvamos al papel de las escenas sexuales infantiles. Me temía que pudiera haberlos inducido a sobrestimar su fuerza formadora de síntomas. Por eso destaco otra vez que todo caso de histeria muestra unos síntomas cuyo determinismo no proviene de vivencias infantiles, sino de vivencias posteriores, a menudo recientes. Es cierto que otra parte de los síntomas se remonta a las más tempranas vivencias; son, por así decir, de la más vieja alcurnia. Entre ellos se cuentan, sobre todo, las tan numerosas y múltiples sensaciones y parestesias en los genitales y otras partes del cuerpo que simplemente corresponden al contenido de sensación de las escenas infantiles en una reproducción alucinatoria, a menudo también con doloroso refuerzo.
Otra serie de fenómenos histéricos frecuentísimos (el tenesmo vesical, la sensación de defecar, perturbaciones de la actividad intestinal, atragantamientos y vómitos, indisposiciones de estómago y asco a los alimentos) se pudieron discernir en mis análisis igualmente y por cierto con una sorprendente regularidad como derivados {Derivat} de esas mismas vivencias infantiles, y se explicaron sin trabajo a partir de unas propiedades constantes de ellas. En efecto, las escenas sexuales infantiles son enojosas propuestas para el sentimiento de un ser humano sexualmente normal; contienen todos los excesos consabidos entre libertinos e impotentes, en que se llega al empleo sexual abusivo de la cavidad bucal y el recto. El asombro que provocan deja sitio enseguida en el médico a una cabal inteligencia. De personas que no tienen reparos en satisfacer con niños sus necesidades sexuales no se puede esperar que se escandalicen por unos matices en la manera de esa satisfacción, y la impotencia que es propia de la niñez esfuerza infaltablemente a las mismas acciones subrogadoras a que el adulto se degrada en caso de impotencia adquirida. Todas las raras condiciones bajo las cuales la desigual pareja lleva adelante su relación amorosa -el adulto, que no puede sustraerse de participar en la recíproca dependencia que necesariamente surge de un vínculo sexual, pese a lo cual sigue armado de toda su autoridad y su derecho de reprimenda, y para la satisfacción desinhibida de sus caprichos permuta un papel por el otro; el niño, librado en su desvalimiento a esa voluntad arbitraria, despertado prematuramente a toda clase de sensibilidades y expuesto a todos los desengaños, a menudo interrumpido en el ejercicio de las operaciones sexuales a él impuestas por su imperfecto dominio sobre las necesidades naturales-, todas estas desproporciones grotescas, y al mismo tiempo trágicas, se imprimen sobre el futuro desarrollo del individuo y de su neurosis en un sinnúmero de efectos duraderos que merecerían el más exhaustivo estudio. Toda vez que la relación se juega entre dos niños, el carácter de las escenas sexuales sigue siendo empero repelente, pues en todos los casos supone una seducción previa de uno de los niños por un adulto. Las consecuencias psíquicas de tales relaciones infantiles son extraordinariamente profundas; las dos personas permanecen para el resto de su vida enlazadas entre sí por una atadura invisible, En ocasiones, son circunstancias colaterales de estas escenas sexuales infantiles las que en años posteriores Cobran poder determinador sobre los síntomas de la neurosis. Así, en uno de mis casos, la circunstancia de haber sido adiestrado el niño para excitar con su pie los genitales de la mujer adulta fue suficiente para fijar durante años la atención neurótica sobre las piernas y su función, y producir, en definitiva, una paraplejía histérica. En otro caso, habría permanecido enigmático por qué en sus ataques de angustia, que solían producirse en ciertas horas del día, la enferma no quería dejar que se fuera de su lado una determinada entre sus muchas hermanas, que así la tranquilizaba, si el análisis no hubiera averiguado que el perpetrador de les atentados preguntaba, en cada una de sus visitas de aquella época, si estaba en casa esa hermana, de quien no podía menos que temer ser estorbado.
Suele suceder que la fuerza determinadora de las escenas infantiles se esconde tanto que inevitablemente se la descuidará en un análisis superficial. En ese caso, uno cree haber hallado la explicación de cierto síntoma en el contenido de una de las escenas posteriores, y luego, en la trayectoria del trabajo, choca con el mismo contenido en una de las escenas infantiles, de suerte que en definitiva se ve precisado a decirse que la escena posterior debe su fuerza determinadora de síntomas a su concordancia con las escenas tempranas. No por eso supondré insignificantes las escenas posteriores; si mi tarea fuera elucidar ante ustedes las reglas de la formación de síntomas histéricos, tendría que reconocer como una de esas reglas la siguiente: se escoge como síntoma aquella representación cuyo realce es el efecto conjugado de varios factores, que es evocada simultáneamente desde diversos lados; es lo que en otro lugar he intentado formular mediante esta tesis: los síntomas histéricos son sobredeterminados.»
Una cosa aún, señores; antes dejé de lado, como un tema especial, la relación entre la etiología reciente y la infantil; no puedo, sin embargo, dar por terminado mi tratamiento de este asunto sin infringir ese designio siquiera con una puntualización. Me concederán que hay sobre todo un hecho capaz de desorientarnos en la inteligencia psicológica de los fenómenos histéricos, un hecho que parece advertirnos que no hemos de medir con el mismo rasero los actos psíquicos de histéricos y normales. Y es la desproporción que hallamos en los histéricos entre estímulo psíquicamente excitador y reacción psíquica; procuramos dar razón de ella mediante el supuesto de una irritabilidad anormal general y solemos empeñarnos en explicarla fisiológicamente, como si ciertos órganos cerebrales que sirven a la trasferencia se encontraran en los enfermos en cierto estado químico (como los centros espinales de la rana a la que se ha inyectado estricnina) o se hubieran sustraído del influjo de centros inhibidores superiores (como en el experimento con animales bajo vivisección). Ambas concepciones pueden estar por entero justificadas aquí y allí para explicar los fenómenos histéricos; yo no lo pongo en entredicho. Sin embargo, lo principal del fenómeno, la reacción histérica anormal, hipertrófica, admite una explicación diversa, que es sustentada por numerosos ejemplos tomados del análisis. Y esta explicación reza: La reacción de los histéricos es exagerada sólo en apariencia; tiene que aparecérsenos así porque nosotros sólo tenemos noticia de una pequeña parte de los motivos de los cuales brota.
En realidad, esta reacción es proporcional al estímulo excitador, vale decir, normal, y psicológicamente entendible. Lo inteligimos tan pronto como el análisis agrega a los motivos manifiestos, concientes para el enfermo, aquellos otros que obraban sin que el enfermo supiera nada de ellos y, por tanto, sin que nos los pudiera comunicar.
Podría pasar horas probando a ustedes esta importante tesis para todo el ámbito de la actividad psíquica de los histéricos, pero debo limitarme aquí a unos pocos ejemplos. Ustedes se acordarán de la «quisquillosidad» anímica, tan frecuente en los histéricos, que, al menor indicio de menosprecio, reaccionan como si se los hubiera afrentado mortalmente. Y bien, ¿qué pensarían si observaran esa extremada susceptibilidad a raíz de ocasiones nimias entre dos personas sanas, por ejemplo unos cónyuges? Sin duda inferirían que la escena conyugal de que han sido testigos no es el mero resultado de la última, ínfima ocasión, sino que durante largo tiempo se ha acumulado un material inflamable que ahora explota en toda su masa en virtud del último choque.
Les pido que trasfieran idéntica ilación de pensamiento a los histéricos. No es la última mortificación, mínima en sí, la que produce el ataque de llanto, el estallido de desesperación, el intento de suicidio, con desprecio por el principio de la proporcionalidad entre el efecto y la causa, sino que esta pequeña mortificación actual ha despertado y otorgado vigencia a los recuerdos de muchas otras mortificaciones, más tempranas e intensas, tras los cuales se esconde todavía el recuerdo de una mortificación grave, nunca restañada, que se recibió en la niñez. O bien: si una joven se hace los más terribles reproches por haber consentido que un muchacho le acariciara en secreto tiernamente la mano, y desde entonces es aquejada por la neurosis, bien pueden ustedes enfrentar ese enigma con el juicio de que ella es una persona hipersensible, de disposición excéntrica, anormal; pero cambiarán de parecer si el análisis les muestra que aquel contacto trajo a la memoria otro, semejante, ocurrido a muy temprana edad y que era un fragmento de un todo menos inocente, de modo que en verdad los reproches son válidos para aquella ocasión antigua. Y no es otro, en definitiva, el enigma de los puntos histerógenos; si ustedes tocan uno de esos lugares singularizados, hacen algo que no se proponían: despiertan un recuerdo capaz de desencadenar un ataque convulsivo, y como ustedes nada saben de ese eslabón psíquico intermedio, referirán el ataque, como efecto, directamente al contacto de ustedes como causa. Los enfermos se encuentran en esa misma ignorancia y por eso caen en errores semejantes: de continuo establecen «enlaces falsos» entre la ocasión última conciente y el efecto que depende de tantos eslabones intermedios.
Pero si al médico se le ha vuelto posible compaginar, para la explicación de una reacción histérica, los motivos concientes y los inconcientes, casi siempre tiene que reconocer esa reacción en apariencia desmedida como una reacción proporcionada, sólo que anormal por su forma.
Ahora objetarán ustedes, y con razón, a este modo de justificar la reacción histérica frente a un estímulo psíquico, que ella no es, empero, normal; preguntarán: ¿por qué los sanos se comportan de otro modo?; ¿por qué en ellos no todas las excitaciones hace tiempo trascurridas vuelven a cooperar con su efecto cuando es actual una excitación nueva? Es que se recibe la impresión de que en los histéricos guardan su virtud eficiente todas las vivencias antiguas frente a las cuales ya a menudo se reaccionó, y se reaccionó tormentosamente; como sí estas personas fueran incapaces de tramitar estímulos psíquicos. Y es así, señores; de hecho es preciso suponer verdadero algo de esa índole. No olviden que las vivencias antiguas de los histéricos exteriorizan su efecto en una ocasión actual como recuerdos inconcientes. Parece como si la dificultad para la tramitación, la imposibilidad de mudar una impresión actual en un recuerdo despotenciado, dependiera justamente del carácter de lo inconciente psíquico.
Como ustedes ven, el resto del problema es también aquí psicología, y una psicología para la cual los filósofos nos han preparado poco. A esa psicología que debemos crear en todas sus piezas para nuestras necesidades -a la futura psicología de las neurosis- me veo precisado a remitirlos si, para concluir, les hago una comunicación de la que ustedes al principio temerán que perturbe nuestra incipiente inteligencia sobre la etiología de la histeria. Debo declarar que el papel etiológico de las vivencias sexuales infantiles no se limita al campo de la histeria, sino que de igual manera rige para la asombrosa neurosis de las representaciones obsesivas, y aun quizá para las formas de la paranoia crónica y otras psicosis funcionales. En este punto mi pronunciamiento es menos terminante, porque el número de mis análisis de neurosis obsesivas aún es mucho menor que el de histerias; en cuanto a la paranoia, sólo dispongo de un único análisis completo y de algunos fragmentarios. Pero lo que ahí hallé me pareció confiable y me ha llenado de expectativas ciertas para otros casos. Quizá recuerden que aun antes de serme consabida la comunidad de la etiología infantil yo abogué por la reunión de histeria y representaciones obsesivas bajo el título de «neurosis de defensa». Ahora es preciso agregar -cosa que en verdad no se habría esperado de manera general- que todos mis casos de neurosis obsesiva permitieron discernir un trasfondo de síntomas histéricos, las más de las veces sensaciones y dolores, que se remontaban justamente a las más antiguas vivencias infantiles. Y entonces, ¿cómo se decide que de las escenas infantiles que permanecieron inconcientes haya de surgir luego una histeria o una neurosis obsesiva, o aun una paranoia, cuando se sumen los otros factores patógenos? Es que esta multiplicación de nuestros discernimientos parece menoscabar el valor etiológico de tales escenas, cancelandola especificidad de la relación etiológica.
Yo no estoy todavía en condiciones, señores, de dar una respuesta confiable a este problema.
No son suficientes para ello el número de mis casos analizados, ni la diversidad de las condiciones presentes en ellos. Hasta ahora llevo observado que, ante el análisis, las representaciones obsesivas por lo general se desenmascaran como unos encubiertos y mudados reproches a causa de agresiones sexuales en la infancia; por eso se las encuentra más a menudo en varones que en mujeres, y en los varones las representaciones obsesivas son más frecuentes que la histeria. Yo podría inferir de ahí que el carácter de las escenas infantiles, a saber, que se las haya vivenciado con placer o sólo pasivamente, tiene un influjo que comanda la elección de la posterior neurosis. Pero no me gustaría subestimar el influjo de la edad a que sobrevienen esas acciones infantiles, y otros factores. Sólo podrá esclarecernos sobre esto el examen de ulteriores análisis; ahora bien, si se llegan a averiguar los factores que gobiernan la decisión entre las formas posibles de las neuropsicosis de defensa, otra vez será un problema puramente psicológico conocer el mecanismo en virtud del cual se plasma cada forma singular.
He llegado por hoy al término de mis elucidaciones. Preparado como estoy a la contradicción y la incredulidad, me gustaría aducir un último argumento en defensa de mi causa. Comoquiera que tomen ustedes mis resultados, estoy autorizado a pedirles que no los consideren el fruto de una especulación fútil. Descansan en una laboriosa investigación de detalle en los enfermos, que en el caso más favorable me ha demandado cien y más horas de trabajo. Más aún que la apreciación que hagan ustedes de los resultados, me importa la atención que presten al procedimiento de que me he valido, procedimiento novedoso, de difícil manejo y, no obstante, indispensable para fines científicos y terapéuticos. Sin duda inteligen ustedes que no será lícito contradecir los resultados que arroja este método, de Breuer modificado si, pasándolo por alto, se recurre a los métodos habituales para el examen clínico. Sería como si se pretendiera refutar los hallazgos de la técnica histológica invocando la indagación macroscópica. Este nuevo método de investigación, en la medida en que nos abre amplio acceso a un elemento nuevo del acontecer psíquico, a saber, los procesos del pensar que han permanecido inconcientes -según la expresión de Breuer: «insusceptibles de conciencia»-, nos infunde la esperanza de obtener una nueva y mejor inteligencia de todas las perturbaciones psíquicas funcionales. No puedo creer que la psiquiatría demore mucho en servirse de esta nueva vía de conocimiento.
«Inhaltsangaben der wissenschafflichen Arbeiten des Privatdozenten Dr. Sigm. Freud, 1877-1897»