El paso por París, después de 1933, de los psicoanalistas berlineses en camino a los Estados Unidos le ofreció la ocasión de remitirse a R. Loewenstein antes que a A. Hesnard, a R. Laforgue, a E. Pichón, o a la misma princesa Bonaparte. Una carta que le dirigió a Loewenstein en 1953 durante sus dificultades con el Instituto de Psicoanálisis, y publicada mucho después, da testimonio de una relación confiada con su psicoanalista, fundada en una comunidad de rigor intelectual. Cosa que no impedirá por otra par -te a su corresponsal, entonces en Estados Unidos, desautorizarlo ante sus pares. El paisaje psicoanalítico francés de la preguerra estaba, como sus pueblos, organizado alrededor del campanario. No es injuriar a sus protagonistas decir que cada uno parecía haber sido delegado por su parroquia para controlar un producto importado de la Viena cosmopolita: Hesnard era médico de la Marina, Laforgue se comprometió en el camino del colaboracionismo, Pichón era maurrasiano [movimiento nacionalista de derecha francés]. Sólo Marie Bonaparte dio testimonio de un apego trasferencial por Freud que nunca se desmintió. Por otra parte fue la única visita de Freud, en camino a Londres, a su paso por París en 1939. Sea como fuere, este medio parecía esperar de un joven dotado y de buena familia que contribuyese a inventar un psicoanálisis bien a la francesa. Una vez más, la decepción debió ser recíproca. En la última edición de la Revue Française de Psychanalyse, la única aparecida en 1939, una crítica de Pichón reseña el artículo de Lacan sobre «La familia», publicado en la Encyclopédie Française a instancias de Anatole de Monzie, lamentando un estilo más marcado por los idiotismos [particularismosl alemanes que por la bien conocida claridad francesa. Después de la guerra se volverá a encontrar el rastro de Lacan en 1945 con un artículo publicado en elogio de «La psiquiatría inglesa durante la guerra». Parece decididamente difícil para Lacan encontrar una casa que pueda reconocer como propia. Después de 1920, Freud había introducido lo que llamará la segunda tópica: una tesis que hace del yo (al. das Ich) una instancia reguladora entre el ello (al. das Es; fuente de las pulsiones), el superyó (al. das Über-Ich; agente de las exigencias morales) y la realidad (lugar en el que se ejerce la actividad). Reforzar el yo para «armonizar» estas corrientes en el neurótico puede aparecer como una finalidad de la cura. Pues sucede que Lacan hace su entrada en el medio psicoanalítico con una tesis totalmente diferente: el yo [moi], escribe, se construye a imagen del semejante y en primer lugar de esa imagen que me es devuelta por el espejo -eso soy yo-. El investimento libidinal de esta forma primordial, «buena» porque suple la carencia de mi ser, será la matriz de las identificaciones futuras. El desconocimiento se instala así en el corazón de mi intimidad y, de quererlo forzar, me encontraré con otro, así como con una tensión de celos hacia ese intruso que, por su deseo, constituye mis objetos a la vez que me los sustrae, en el propio movimiento por el cual me sustrae a mí mismo. Justamente como otro me veo llevado a conocer el mundo: una dimensión paranoica es así normalmente constituyente de la organización del «je» [en francés, pronombre de la primera persona del singular. Véase yo ].