El estadio del espejo como formador de la función del «yo» [je] fue presentado en 1936 en el Congreso Internacional de Psicoanálisis sin encontrar otro eco que el timbre de E. dones interrumpiendo una comunicación demasiado larga. Retomado en París en 1947, no suscitó demasiado entusiasmo. Es verdad que esta tesis contraviene una tradición especulativa, en su origen platónica, que conjuga la búsqueda de la verdad con la de una identidad asumible por medio de la captación del ideal, o del ser. La afirmación del carácter paranoico de lo idéntico a sí no podía dejar de chocar con ella. Sin embargo, no se trata de una simple adición; su soporte es experimental y se inspira en los trabajos conducidos en el campo de la fisiología animal y humana sobre los efectos orgánicos inducidos por la percepción del semejante. Pero sobre todo ilustra (aunque eso permanece tácito) la captura precoz del niño en el lenguaje. Si el notable hallazgo del «estadio del espejo» no es deducible de la práctica analítica, debe sin embargo su soporte, su marco, a un análisis del lenguaje que, aun viniendo del lingüista, se experimenta en la cura, pero en tanto deducción retroactiva, si es verdad que la palabra articulada comienza con la iluminación de esta identificación sin poder decir más sobre sus condiciones ni sobre el orden de su génesis. Lo imaginario propio de esta fase está investido de tal carga libidinal, dirá Lacan, sólo porque funda con este ese soy yo [o aquí está yo] original- la protesta contra el déficit radical por medio del cual el lenguaje somete al «serhablante», es decir, al que plantea la cuestión del ser porque habla. Si el lenguaje es un sistema de elementos discretos que deben su pertinencia no a su positividad sino a su diferencia (de acuerdo con el análisis de F. de Saussure), este desnaturaliza al organismo biológico sometido a sus leyes, privándolo, por ejemplo; de un acceso a la positividad; salvo que este organismo tienda sobre el intervalo [entre-deux: entre dos; remite a una parte o hueco entre dos cosas. También existe en castellano como «entredós», pero es una expresión poco habitual, por ejemplo, para una tira de encaje bordada entre dos telas, o un mueble entre dos ventanas] de los elementos la pantalla iluminada de lo imaginario -su primera imagen fija: el yo- La práctica analítica es la puesta a prueba de los efectos de esta desnaturalización de un organismo por el lenguaje, cuerpo cuyas demandas son pervertidas por la exigencia de un objeto sin fundamentos y son así imposibles de satisfacer, cuyas necesidades son trasformadas por el hecho de no encontrar apaciguamiento sino sobre un fondo de insatisfacción; cuyas pulsiones mismas se manifiestan organizadas por un montaje gramatical; cuyo deseo se muestra articulado por un fantasma que desafía al yo y al ideal, violando su pudor a través de la búsqueda de un objeto cuya captura provocaría disgusto. El lugar desde donde este deseo toma su voz se llama inconsciente y el sujeto escapa a la psicosis bajo la condición de reconocer su voz como su propia voz. El lenguaje deviene así símbolo del pacto de aquello a lo que el sujeto renuncia: el dominio de su sexo, por ejemplo, a cambio de un goce del que deviene esclavo. Sí, pero, ¿cuál? En efecto, no hay relación sexual, dirá Lacan, para escándalo de sus seguidores como de sus detractores. Con esa fórmula (que choca porque contradice dos siglos de fe religiosa) recordaba que, si el deseo apunta al intervalo velado por la pantalla en la que se proyecta la forma excitante, la relación siempre se hace con una imagen: ¿Imagen de qué, si no es del instrumento que hace la significancia del lenguaje, es decir, el Falo (causa del pan erotismo que le fue reprochado a Freud)? Por eso una mujer se dedica a representarlo haciendo semblante de serlo (la mascarada femenina) mientras que el hombre, por su parte, hace semblante de tenerlo (lo cómico viril). Si tuviese que haber relación, se haría así, imaginariamente, con el Falo (verdad de experiencia para el homosexual), y no con la mujer, que no existe. El intervalo designa también, en efecto, el lugar Otro (Otro porque no puede haber ninguna relación con él), y en el cual, de mantenerse en ese lugar, una mujer no podría encontrar aquello que la fundase en su existencia e hiciese de ella la mujer. Es conocida, por otra parte, la inquietud habitual de las mujeres acerca de lo bien fundado de su existencia y la envidia que fácilmente dirigen hacia el varón que, sin necesidad alguna de rendir examen, se estima de entrada legitimado.