Tarde, sin embargo, Lacan volverá de esta esperanza de cientificidad (que justificó, por ejemplo, el anonimato de los artículos de Scilicet a semejanza de los libros de Bourbaki [grupo de matemáticos que inventó este nombre, como si fuera el de un solo autor, ocultando la identidad de sus miembros en el trabajo colectivo de la obra]), sin explicarse de otro modo que por medio de enunciaciones que antes hubiera repudiado, tales como: «Es con mi pedazo de inconsciente que he tratado de avanzar…». Una interpretación sin embargo es posible: si la ciencia, arrinconada entre el dogmatismo y el escepticismo, no tiene otra alternativa que dominar lo real (y forcluir la castración) y afirmar un incognoscible demostrado por la pluralidad de los modelos (se renuncia a la verdad en provecho de lo que es operatorio), otro abordaje de lo real se justifica, precisamente el psicoanalítico. Por eso la consistencia de lo real, lo simbólico y lo imaginario (R.S.I.) ya no se buscará en la asociación con el síntoma (que es una defensa frente a lo real), tradición que la ciencia prosigue, sino en otro campo: el campo físico-matemático del nudo borromeo (tres redondeles de hilo ligados de modo que el corte de cualquiera de ellos desanuda los otros dos), donde las tres categorías (R.S.I.) deben sostenerse juntas, ya no a través de un anudamiento por medio de un cuarto redondel (el del síntoma) sino por la propiedad borromea del nudo y su consistencia de cuerda. ¿La castración, o sea, lo que, causa la insatisfacción sexual y el malestar en la cultura, es un hecho de estructura o de cultura? ¿El Edipo, o sea, el culto del padre, es necesario o contingente? He aquí estas últimas reflexiones a propósito de la posibilidad de escribir el nudo con tres o bien cuatro redondeles, en cuyo caso el último es edípico y debe su consistencia al anudamiento por medio del redondel del síntoma. La afasia motriz, con la que Lacan tropezó [que sufrió él mismo al fin de su vida], silenció esta tentativa. Fuese cual fuese el visitante, Lacan le ofrecía siempre la condición previa de su interés y su simpatía: ¿no compartía acaso con él la suerte del «ser hablante», es decir, de aquel que plantea la cuestión del ser porque habla? A cambio, él esperaba que se privilegiase la honestidad intelectual: reconocer y decir lo que hay. A pesar de las decepciones repetidas con sus maestros, que lo desaprobaron, con sus amigos, bien discretos hacia él (¿Dónde lo citaron Lévi-Strauss o Jakobson?), con sus alumnos que quisieron venderlo, siempre mantenía lista una atención que no era nunca ni prevenida ni desconfiada. No por ello era un santo. Si el deseo es la esencia del hombre, como escribió Spinoza, Lacan no temía ir hasta el fin de sus impases, confrontando al mismo tiempo a estas y a los que se encontraban invitados a ellas. Pocos, parece, encontraron el hilo del laberinto: ya que no existe. Pero quejarse de haber sido seducido sigue siendo una ridiculez que es un aditamento de nuestra época; los procesos por posesión diabólica siempre son de actualidad. Faltaría todavía decir al menos una palabra sobre su estilo, considerado oscuro. Un día se percibirá que se trata de un estilo clásico de gran belleza, es decir, sin ornamento y regido por el rigor: es este último el difícil de captar. En cuanto a los juegos de palabras que pululan en sus proposiciones, estos prosiguen una tradición retórica que se remonta a los Padres de la Iglesia, en la época en que se sabía y se experimentaba el poder del Verbo. Después de un fin de agosto pasado a solas, Lacan muere el 9 de setiembre de 1981 y es enterrado con una discreción que impidió a numerosos de sus más cercanos alumnos rendirle el homenaje que le debían.