Es preciso que haya en este signo un noli me tangere bien singular para que, semejante al torpedo socrático, su posesión entumezca al interesado hasta el punto de hacerle caer en lo que se muestra sin equívoco como inacción. Pues al observar como lo hace el narrador desde la primera conversación que con el uso de la carta se disipa su poder, nos damos cuenta de que esta observación sólo apunta justamente a su uso con fines de poder, y por ello mismo que ese uso se hace forzoso para el Ministro. Para no poder desembarazarse de ella, es preciso que el Ministro no sepa qué otra cosa hacer con la carta. Pues ese uso lo pone en una dependencia tan completa de la carta como tal, que a la larga ni siquiera la concierne. Queremos decir que para que ese uso concerniese verdaderamente a la carta, el Ministro, que después de todo estaría autorizado a ello por el servicio del Rey su amo, podría presentar a la Reina reconvenciones respetuosas aún cuando hubiese de asegurarse de su efecto de rebote por medio de las garantías adecuadas, o bien introducir alguna acción contra el autor de la carta de quien el hecho de que permanezca fuera del juego muestra hasta qué punto no se trata aquí de la culpabilidad y de la falta, sino del signo de contradicción y de escándalo que constituye la carta, en el sentido en que el Evangelio dice que es necesario que le suceda sin consideración de la desgracia de quien se hace su portador, incluso someter la carta convertida en pieza de un expediente al «tercer personaje», calificado para saber si sacará de ello una Cámara Ardiente para la Reina o la desgracia para el Ministro. No sabremos por qué el Ministro no le da uno de estos usos, y conviene que no lo sepamos puesto que sólo nos interesa el efecto de ese no-uso; nos basta saber que el modo de adquisición de la carta no sería un obstáculo para ninguno de ellos. Pues está claro que si el uso no significativo de la carta es un uso forzoso para el Ministro, su uso con fines de poder no puede ser sino potencial, puesto que no puede pasar al acto sin desvanecerse de inmediato, desde el momento en que la carta no existe como medio de poder sino por las asignaciones últimas del puro significante: o sea prolongar su desviación para hacerla llegar a quien corresponde por un tránsito suplementario, es decir por otra traición cuyos rebotes se hacen difíciles de prever por la gravedad de la carta –o bien destruir la carta, lo cual sería la única manera, segura y por lo tanto proferida de inmediato por Dupin, de terminar con lo que está destinado por su naturaleza a significar la anulación de lo que significa. El ascendiente que el Ministro saca de la situación no consiste pues en la carta, sino, lo sepa él o no, en el personaje que hace de él. Y así las frases del jefe de la policía nos lo presenta como alguien dispuesto a todo, who dares all things, y se comenta significativamente: those unbecoming as well as those becoming a man, lo cual quiere decir: lo que es indigno tanto como lo que es digno de un hombre, y cuyo picante deja escapar Baudelaire traduciendo: lo que es indigno de un hombre tanto como lo que es digno de él. Pues en su forma original, la apreciación es mucho más adecuada a lo que interesa a una mujer. Esto deja aparecer el alcance imaginario de este personaje, es decir la relación narcisista en que se encuentra metido el Ministro, esta vez ciertamente sin saberlo. Está indicada también en el texto inglés desde la segunda página, por una observación del narrador cuya forma es sabrosa: «El ascendiente —nos dice— que ha tomado el Ministro dependería del conocimiento que tiene el hurtador del conocimiento que tiene la víctima de su hurtador», textualmente: the robber’s knowledge of the loser’s krnowledge of the robber. Términos cuya importancia subraya el autor haciéndolos repetir literalmente por Dupin inmediatamente después del relato, sobre el cual prosigue el diálogo, de la escena del rapto de la carta. Aquí también puede decirse que Baudelaire flota en su lenguaje haciendo al uno interrogar, al otro confirmar con estas palabras: «¿Sabe el ladrón?…», y luego «el ladrón sabe…» ¿Qué? «que la persona robada conoce a su robador». Pues lo que importa al ladrón no es únicamente que dicha persona sepa quién le ha robado, sino ciertamente con quien tiene que vérselas en cuanto al ladrón; es que lo crea capaz de todo, con lo cual hay que entender: que le confiera la posición que nadie está en medida de asumir realmente porque es imaginaria, la de amo absoluto. En verdad es una posición de debilidad absoluta, pero no para quien suele hacerse creer. Prueba de ello no es solo que la Reina tenga la audacia de recurrir a la policía Pues no hace sino conformarse a su desplazamiento de un engrane en el orden de la triada inicial, al encomendarse a la ceguera misma que es requerida para ocupar ese lugar: No more sagacious agent could, I suppose, ironiza Dupin, be desired or even imagined. No, si ha dado ese paso, es menos por verse empujada a la desesperación, driven to despair, como se nos dice, que al aceptar la carga de una impaciencia que debe imputarse más bien a un espejismo especular. Pues el Ministro tiene bastante tarea con mantenerse en la inacción que es su destino en ese momento. El Ministro en efecto no está absolutamente loco. Es una observación del jefe de la policía cuyas palabras son siempre oro puro: es cierto que el oro de sus palabras sólo corre para Dupin y sólo para de correr ante la competencia de los cincuenta mil francos que le costará, al cambio de ese metal en esa época, aún cuando no haya de ser sin dejarle un saldo favorable. El Ministro pues no está absolutamente loco en ese estancamiento de locura, y por eso debe comportarse según el modo de la neurosis. Al igual que el hombre que se ha retirado a una isla para olvidar, ¿qué? lo ha olvidado, así el Ministro por no hacer uso de la carta llega a olvidarla. Es lo que expresa la persistencia de su conducta. Pero la carta, al igual que el inconsciente del neurótico, no lo olvida. Lo olvida tan poco que lo transforma cada vez más a imagen de aquella que la ofreció a su sorpresa, y que ahora va a cederla siguiendo su ejemplo a una sorpresa semejante. Los rasgos de esta transformación son anotados, y bajo una forma bastante característica en su gratuidad aparente para conectarlos válidamente con el retorno de lo reprimido. Así nos enteramos en primer lugar de que a su vez el Ministro ha vuelto la carta, no por cierto con el gesto apresurado de la Reina, sino de una manera más aplicada, de la manera en que se vuelve del revés un vestido. Es así en efecto como hay que operar, según el modo en que en esa época se pliega una carta y se la lacra, para desprender el lugar virgen donde escribir una nueva dirección. Esa dirección se convertirá en la suya propia. Ya sea de su mano o ya de otra, aparecerá como de una escritura femenina muy fina y con un sello de lacre que pasa del rojo de la pasión al negro de sus espejos, sobre el que imprime su sello. Esta singularidad de una carta marcada con el sello de su destinatario es tanto más digna de notarse en su invención cuanto que articulada con fuerza en el texto, después ni siquiera es utilizada por Dupin en la discusión a la que somete la identificación de la carta. Ya sea intencional o involuntaria, esta omisión sorprenderá en la disposición de una creación cuyo minucioso rigor es bien visible. Pero en los dos casos, es significativo que la carta que a fin de cuentas el Ministro se dirige a sí mismo sea la carta de una mujer: como si se tratara de una fase por la que tuviese que pasar por una conveniencia natural del significante. Asimismo, el aura de indolencia que llega hasta adoptar las apariencias de la molicie, la ostentación de un hastío cercano al asco en sus expresiones, el ambiente que el autor de la filosofía del mobiliario sabe hacer surgir denotaciones casi impalpables como la del instrumento de música sobre la mesa, todo parece concertado para que el personaje cuyas expresiones todas lo han rodeado de los rasgos de la virilidad, exhale cuando aparece el odor di fémina más singular.
Que se trata de un artificio, es cosa que Dupin no deja efectivamente de subrayar mostrándonos detrás de esa falsía la vigilancia del animal de presa listo a saltar. Pero que se trata del efecto mismo del inconsciente en el sentido preciso en que enseñamos que el inconsciente es que el hombre esté habitado por el significante, ¿cómo encontrar de ello una imagen más bella que la que Poe mismo forja para hacernos comprender la hazaña de Dupin? Pues recurre, con este fin, a esos nombres toponímicos que una carta geográfica, para no ser muda, sobreimpone a su dibujo, y que pueden ser objeto de un juego de adivinanza que consiste en encontrar el que haya escogido la otra persona -haciendo observar entonces que el más propicio para extraviar a un principiante será el que, en gruesas letras ampliamente espaciadas en el campo del mapa, da, sin que a menudo se detenga siquiera en él la mirada, la denominación de un País entero. . . Así la carta robada, como un inmenso cuerpo de mujer, se ostenta en el espacio del gabinete del Ministro cuando entra Dupin. Pero así espera el ya encontrarla, y no necesita ya, con sus ojos velados de verdes anteojos, sino desnudar ese gran cuerpo. Y por eso, sin haber tenido la necesidad, como tampoco, comprensiblemente, la ocasión de escuchar en las puertas del profesor Freud, irá derecho allí donde yace y se aloja lo que ese cuerpo está hecho para esconder, en alguna hermosa mitad por la que la mirada se desliza, o incluso en ese lugar llamado por los seductores el castillo de Santángelo en la inocente ilusión con que se aseguran de que con él tienen en su mano a la Ciudad. ¡Vean! entre las jambas de la chimenea, he aquí el objeto al alcance de la mano que el ladrón no necesita sino tender. La cuestión de saber si lo toma sobre la campana de la chimenea, como traduce Baudelaire, o bajo la campana de la chimenea como dice el texto original puede abandonarse sin perjuicios a las inferencias de la cocina. Si la eficacia simbólica se detuviese ahí, ¿es que también ahí se habría extinguido la deuda simbólica? Si pudiésemos creerlo, nos advertirían de lo contrario dos episodios que habrá que considerar tanto menos como accesorios cuanto que parecen a primera vista detonar en la obra. Es en primer lugar la historia de la retribución de Dupin, que lejos de ser un colofón, se ha anunciado desde el principio por la muy desenvuelta pregunta que hace al jefe de la policía sobre el monto de la recompensa que le ha sido prometida, y cuya enormidad, aunque reticente sobre su cifra, éste no piensa en disimularle, insistiendo incluso más adelante sobre su aumento. El hecho de que Dupin nos haya sido presentado antes como un indigente refugiado en el éter parece de tal naturaleza como para hacernos reflexionar sobre el regateo que hace para la entrega de la carta, cuya ejecución queda alegremente asegurada por el check-book que presenta. No nos parece desatendible el hecho de que el hint sin ambages con que lo introdujo sea una «historia atribuida al personaje tan célebre como excéntrico», nos dice Baudelaire, de un médico inglés llamado Abernethy en la que se trata de un rico avaro que, pensando sonsacarle una consulta gratis, recibe la réplica de que no tome medicina sino que tome consejo. ¿No estaremos en efecto justificados para sentirnos aludidos cuando se trata tal vez para Dupin de retirarse por su parte del circuito simbólico de la carta, nosotros que nos hacemos emisarios de todas las cartas robadas que por algún tiempo por lo menos estarán con nosotros «en sufrimiento» (en souffrance) en la transferencia? ¿Y no es la responsabilidad que implica su transferencia la que neutralizamos haciéndola equivaler al significante más aniquilador que hay de toda significación, a saber el dinero? Pero no es eso todo. Este beneficio tan alegremente obtenido por Dupin de su hazaña, si bien tiene por objeto sacar su castaña del fuego, no hace sino más paradójico, incluso chocante, el ensañamiento y digamos el golpe bajo que se permite de repente para con el Ministro cuyo insolente prestigio parecería sin embargo bastante desinflado por la mala pasada que acaba de hacerle. Hemos mencionado los versos atroces que asegura no haber podido resistirse a dedicar en la carta falsificada por él, en el momento en que el Ministro, fuera de quicio por los infaltables desafíos de la Reina, pensará abatirla y se precipitará en el abismo: facilis descensus Averni sentencia, añadiendo que el Ministro no podrá dejar de reconocer su letra, lo cual, dejando sin peligro un oprobio implacable, parece, dirigido a una figura que no carece de méritos, un triunfo sin gloria, y el rencor que invoca además de un mal proceder sufrido en Viena (¿sería en el Congreso?) no hace sino añadir una negrura suplementaria. Consideremos sin embargo de más cerca esta explosión pasional, y especialmente en cuanto al momento en que sobreviene de una acción cuyo éxito corresponde a una cabeza tan fría. Viene justo después del momento en que, cumplido el acto decisivo de la identificación de la carta, puede decirse que Dupin detenta ya la carta en la medida en que se ha apoderado de ella, pero sin estar todavía en situación de deshacerse de ella. Es pues claramente parte interesada en la triada intersubjetiva. y como tal se encuentra en la posición media que ocuparon anteriormente la Reina y el Ministro. ¿Acaso, mostrándose en ella superior, irá a revelarnos al mismo tiempo las intenciones del autor? Si logró volver a colocar a la carta en su recto camino, todavía falta hacerla llegar a su dirección. Y esta dirección está en el lugar ocupado anteriormente por el Rey, puesto que es allí donde debía volver a entrar en el orden de la Ley. Ya hemos visto que ni el Rey ni la Policía que tomó su relevo en ese lugar eran capaces de leerla porque ese lugar implicaba la ceguera. Rex et augur, el arcaísmo legendario de estas palabras no parece resonar sino para hacernos sentir la irrisión de llamar a él a un hombre. Y las figuras de la historia no puede decirse que alienten a ello desde hace ya algún tiempo. No es natural para el hombre soportar él solo el peso del más alto de los significantes. Y el lugar que viene a ocupar si se reviste con él puede ser apropiado también para convertirse en el símbolo de la más enorme imbecilidad. Digamos que el Rey está investido aquí de la anfibología natural a lo sagrado, de la imbecilidad que corresponde justamente al Sujeto. Esto es lo que va a dar su sentido a los personajes que se sucederán en su lugar. No es que la policía pueda ser considerada como constitucionalmente analfabeta, y sabemos el papel de las picas plantadas en el campus en el nacimiento del Estado. Pero la que ejerce aquí sus funciones está completamente marcada por las formas liberales, es decir aquellas que le imponen amos poco inclinados a soportar sus inclinaciones indiscretas. Por eso a veces se nos dicen sin pelos en la lengua los atributos que se le reservan: «Sutor ne ultra crepidam, ocúpense ustedes de sus golfos.. Nos dignaremos incluso proporcionarles, para ello, medios científicos. Eso les ayudará a no pensar en las verdades que es mejor dejar en la sombra.» Es sabido que el alivio que resulta de tan prudentes principios no habrá durado en la historia sino el espacio de una mañana, y que ya la marcha del destino trae de nuevo desde todas partes, consecuencia de una justa aspiración al reino de la libertad, un interés hacia aquellos que la perturban con sus crímenes que llega hasta forjar sus pruebas llegado el caso. Puede verse incluso que ésta práctica que siempre fue bien vista por no ejercerse nunca sino en favor del mayor número, queda autentificada por la confesión pública de sus infundios por aquellos precisamente que podrían tener algo que alegar: última manifestación en fecha de la preeminencia del significante sobre el sujeto.
Queda el hecho de que un expediente de policía siempre ha sido objeto de una reserva que se explica uno difícilmente que desborde con amplitud el círculo de los historiadores. A este crédito evanescente la entrega que Dupin tiene intención de hacer de la carta al jefe de la policía va a reducir su alcance. ¿Qué queda ahora del significante cuando, aligerado ya de su mensaje para la Reina, lo tenemos ahora invalidado en su texto desde su salida de las manos del Ministro?
Precisamente no le queda sino contestar a esa pregunta misma: Qué es lo que queda de un significante cuando ya no tiene significación Pero esta pregunta es la misma con que la interrogó aquel que Dupin encuentra ahora en el lugar marcado por la ceguera.
Esta es en efecto la pregunta que condujo ahí al Ministro, si es el jugador que se nos ha dicho y que su acto denuncia suficientemente. Pues la pasión del jugador no es otra sino esa pregunta dirigida al significante, figurada por el (escritura en griego) automaton del azar. «¿Qué eres, figura del dado que hago girar en tu encuentro con mi fortuna? Nada, sino esa presencia de la muerte que hace de la vida humana ese emplazamiento conseguido mañana a mañana en nombre de las significaciones de las que tu signo es el cayado. Así hizo Sherezada durante mil y una noches, y así hago yo desde hace dieciocho meses experimentando el ascendiente de ese signo al precio de una serie vertiginosa de jugadas arregladas en el juego del par o impar.» Así es como, Dupin, desde el lugar en que está, no puede defenderse, contra aquel que interroga de esta manera, de experimentar una rabia de naturaleza manifiestamente femenina. La imagen de alto vuelo en que la invención del poeta y el rigor del matemático se conjugaban con la impasibilidad del dandy y la elegancia del tramposo se convierte de pronto para aquella misma persona que nos la hizo saborear en el verdadero monstrum horrendum, son sus propias palabras, «un hombre de genio sin principios». Aquí queda signado el origen de ese horror, y el que lo experimenta no necesita para nada declararse de la manera más inesperada «partidario de la dama» para revelárnoslo: es sabido que las damas detestan que se pongan en tela de juicio los principios, pues sus prendas deben mucho al misterio del significante. Por eso Dupin va a volver finalmente hacia nosotros la cara petrificante de ese significante del que nadie fuera de la Reina ha podido leer sino el reverso. El lugar común de la cita conviene al oráculo que esa cara lleva en su mueca, y también el que esté tomada de la tragedia:
…Un destin si funeste, S’il n’est digne d’Atrée, est digne de Thyeste.
[.. Un sino tan funesto, Si no es digno de Atreo, es digno de Tieste.]
Tal es la respuesta del significante más allá de todas las significaciones: «Crees actuar cuando yo te agito al capricho de los lazos con que anudo tus deseos. Así éstos crecen en fuerza y se multiplican en objetos que vuelven a llevarte a la fragmentación de tu infancia desgarrada. Pues bien, esto es lo que será tu festín hasta el retorno del convidado de piedra que seré para ti puesto que me evocas.» Para volver a un tono más temperado, digamos solamente la ocurrencia con la cual, junto con algunos de ustedes que habían acudido al Congreso de Zurich el año pasado, habíamos rendido homenaje a la consigna del lugar, de que la respuesta del significante a quien lo interroga es: «Cómete tu Dasein.» ¿Es esto pues lo que espera el Ministro en una cita fatídica? Dupin nos lo asegura, pero hemos aprendido también a defendernos de ser demasiado crédulos ante sus diversiones. Sin duda tenemos el audaz reducido al estado de ceguera imbécil, en que se encuentra el hombre con respecto a las letras de muralla que dictan su destino. Pero ¿qué efecto, para llamarlo a su encuentro, es el único que puede esperarse de las provocaciones de la Reina para un hombre como él? El amor o el odio. Uno es ciego y le hará rendir las armas. El otro es lúcido pero despertará sus sospechas. Pero si es verdaderamente el jugador que se nos dice, interrogará, antes de bajarlas, una última vez, sus cartas, y leyendo en ellas su juego, se levantará de la mesa a tiempo para evitar la vergüenza. ¿Es eso todo y habremos de creer que hemos descifrado la verdadera estrategia de Dupin más allá de los trucos imaginarios con que le era necesario despistarnos? Si, sin duda; pues si «todo punto que exige reflexión», como lo profiere al principio Dupin, «se ofrece al examen del modo más favorable en la oscuridad», podemos leer su solución ahora a la luz del día. Estaba ya contenida y era fácil de desprender en el título de nuestro cuento, y según la fórmula misma, que desde hace mucho tiempo sometimos a la discreción de ustedes, de la comunicación intersubjetiva: en la que el emisor, les decimos, recibe del receptor su propio mensaje bajo una forma invertida. Así, lo que quiere decir «la carta robada», incluso «en sufrimiento», es que una carta llega siempre a su destino. Guitrancourt, San Casciano, mediados de mayo, mediados de agosto de 1956.