Compréndase bien aquí nuestro pensamiento. No jugamos a la paradoja de negar que la ciencia tenga que conocer la verdad, pero tampoco olvidamos que la verdad es un valor que responde a la incertidumbre con la que la experiencia vivida del hombre se halla fenomenológicamente signada y que la búsqueda de la verdad anima históricamente, bajo la rúbrica de lo espiritual, los ímpetus del místico y las reglas del moralista, las orientaciones del asceta y los hallazgos del mistagogo.
Esa búsqueda, que le impone a toda una cultura la preeminencia de la verdad en el testimonio, ha creado una actitud moral que ha sido y sigue siendo para la ciencia una condición de existencia. Pero la verdad en su valor específico permanece extraña al orden de la ciencia: esta puede honrarse con sus alianzas con la verdad, puede proponerse como objeto su fenómeno y su valor, pero de ninguna manera puede identificarla como su fin propio.
Si hay en ello, al parecer, algún artificio, detengámonos un instante en los criterios vividos de la verdad y preguntémonos cuales son, entre estos, los mas concretos que subsisten en los vertiginosos relativismos a que han llegado la física y las matemáticas contemporáneas, ¿dónde están la certidumbre -prueba del conocimiento místico, la evidencia—fundamento de la especulación filosófica- y la no contradicción misma, mas modesta exigencia de la construcción empírico-racionalista? Más al alcance de nuestro juicio, ¿se puede decir que el científico se pregunta por ejemplo, si el arcoíris es verdadero? Únicamente le importa que este fenómeno sea comunicable en algún lenguaje (condición del orden mental), registrable de alguna forma (condición del orden experimental), y que logre insertarse en la cadena de las identificaciones simbólicas, en la que su ciencia unifica lo diverso de su objeto propio (condición del orden racional).
Hay que convenir en que la teoría físico-matemática a fines del siglo XIX aún recurrió a fundamentos demasiado intuitivos, posteriormente eliminados, para que pudiera hipostasiar en ellos su prodigiosa fecundidad y se le reconociera así la omnipotencia implicada en la idea de verdad. Por otra parte, los éxitos prácticos de aquella ciencia le conferían ante la multitud ese prestigio deslumbrante que no carece de relación con el fenómeno de la evidencia, de modo, pues, que se hallaba en buena posición para servir de último objeto a la pasión de la verdad, despertando en el vulgo esa prosternación ante el nuevo ídolo, llamado cicntificismo, y en el «intelectual» esa eterna pedantería que, por ignorar cuan relativa a las murallas de su torre es su verdad, mutila todo lo real de esta que le es dado captar. Al interesarse sólo por el acto del saber, por su propia actividad de científico, ésa es la mutilación que comete el psicólogo asociacionista, una mutilación que, debido a su índole especulativa, no deja de tener para el viviente y el humano crueles consecuencias.
Un punto de vista parecido le impone al médico su asombroso desprecio por la realidad psíquica, cuyo escándalo, perpetuado en nuestros días gracias a la conservación de toda una formación escolástica, se expresa tanto en la parcialidad de la observación como en la bastardía de concepciones como la del pitiatismo. Pero justamente por ser un médico, es decir, un práctico por excelencia de la vida íntima, en quien este punto de vista aparece, de la más sorprendente manera, como una negación sistemática, de un médico debía venir también la negación del punto de vista mismo. No la negación puramente crítica que por la misma época florece en especulación sobre los «datos inmediatos de la conciencia», sino una negación eficaz por el hecho de afirmarse en una nueva positividad. Freud dió ese paso fecundo, sin duda porque, tal cual lo atestigua en su autobiografía se vio determinado a ello por su preocupación de curar, esto es, por una actividad en la que, contra aquellos que se complacen en relegarla al rango secundario de «un arte», hay que reconocer la inteligencia misma de la realidad humana, en la medida en que se aplica a transformarla.