Tesis III: Los resortes de agresividad deciden de las razones que motivan la técnica del análisis.
El diálogo parece en sí mismo constituir una renuncia a la agresividad; la filosofía desde Sócrates ha puesto siempre en él su esperanza de hacer triunfar la vía racional. Y sin embargo desde los tiempos en que Trasímaco hizo su salida demente al principio del gran diálogo de La República, el fracaso de la dialéctica verbal no ha hecho sino demostrarse con harta frecuencia.
He subrayado que el analista curaba por el diálogo, y locuras tan grandes como ésa ¿que virtud le añadió pues Freud?
La regla propuesta al paciente en el análisis le deja adelantarse en una intencionalidad ciega a todo otro fin que su liberación de un mal o de una ignorancia de la que no conoce ni siquiera los límites.
Su voz será la única que se hará oír durante un tiempo cuya duración queda, a discreción del analista. Particularmente le será pronto manifiesta, y además confirmada, la abstención del analista de responderle en ningún plan de consejo o de proyecto. Hay aquí una constricción que, parece ir en contra del fin deseado y que debe justificar algún profundo motivo.
Qué preocupación condiciona pues, frente a él, la actitud del analista? La de ofrecer al diálogo un personaje tan despojado como sea posible de características individuales; nos borramos, salimos del campo donde podría percibirse este interés, esta simpatía, esta reacción que busca el que habla en el rostro del interlocutor, Visitamos toda manifestación de nuestros gustos personales, ocultamos lo que puede delatarnos, nos despersonalizamos, y tendemos a esa meta que es representar para el otro un ideal de impasibilidad.
No expresamos solo en esto esa apatía que hemos tenido que realizar en nosotros mismos para estar en situación de comprender a nuestro sujeto, ni preparamos el relieve de oráculo que, sobre ese fondo de inercia, debe tomar nuestra intervención interpretante.
Queremos evitar una emboscada, que oculta ya esa llamada, marcada por el patetismo eterno de la fe, que el enfermo nos dirige. Implica un secreto » Echate encima -nos dicen- este mal que pesa sobre mis hombros; pero tal como te veo, ahíto, asentado y confortable, no puedes ser digno de llevarlo»
Lo que aparece aquí como reivindicación orgullosa del sufrimiento mostrará su rostro -y a veces en un momento bastante decisivo para entrar en esa «racción terapéutica negativa» que retuvo la atención de Freud- bajo la forma de esa resistencia del amor propio, para tomar este término en toda la profundidad que le dio La Rochefoucauld y que a menudo se confiesa así; «No puedo aceptar el pensamiento de ser liberado por otro que por mí mismo.»
Ciertamente, en una más insondable exigencia del corazón, es la participación en su mal lo que el enfermo espera de nosotros. Pero es la reacción hostil la que guía nuestra prudencia y la que inspiraba ya a Freud su puesta en guardia contra toda tentación de jugar al profeta. Sólo los santos están lo bastante desprendidos de la fé profunda de las pasiones comunes para evitar los contragolpes agresivos de la caridad.
En cuanto a ostentar el ejemplo de nuestras virtudes y de nuestros méritos, nunca he visto recurrir a ello sino a algún gran maestro. todo imbuido de una idea, tan austera como inocente, de su valor apostólico; pienso todavía en el furor que desencadenó.
Por lo demás, cómo asombrarnos de esas reacciones, nosotros que denunciamos los resortes agresivos escondidos en todas las actividades llamadas filantrópicas.
Debemos sin embargo poner en juego la agresividad del sujeto para con nosotros, puesto que esas intenciones, ya se sabe, forman la transferencia negativa que es nudo inaugural del drama analítico.
Este fenómeno representa en el paciente la transferencia imaginaria sobre nuestra persona de una de las imagos más o menos arcaicas que, por un efecto de subducción simbólica, degrada, deriva o inhibe el ciclo de tal conducta que, por un accidente de represión, ha excluido del control del yo tal función y tal segmento corporal, que por una acción de identificación ha dado su forma a tal instancia de la personalidad.
Puede verse que el mas azaroso pretexto basta para provocar la intención agresiva, que reactualiza la imago, que ha seguido siendo permanente en el plano de sobredeterminación simbólica que llamamos el inconsciente del sujeto, con su correlación intencional.
Semejante mecanismo se muestran menudo extremadamente simple en la histeria: en el caso de una muchacha atacada de astasia-abasia, que resistía desde hacía meses a las tentativas de sugestión terapéutica de los estilos mas diversos, mi personaje se encontró identificada de golpe a la constelación de los rasgos más desagradables que realizaba para ella el objeto de una pasión bastante marcada por lo demás por un acento delirante. La imago subyacente era la de su padre , respecto del cual bastó que yo hiciese observar que le había faltado su apoyo (carencia que yo sabía que había dominado efectivamente su biografía y en un estilo muy novelesco), para que se encontrase curada de su síntoma , sin que hubiera visto en él , podríamos decir, más que fuego, sin que la pasión mórbida por otra parte se encontrase afectada por ello.
Estos nudos son más difíciles de romper, es sabido, en la neurosis obsesiva, precisamente debido al hecho bien conocido por nosotros de que su estructura está particularmente destinada a camuflar, a desplazar, a negar , a dividir y a amortiguar la intención agresiva, y eso según un a descomposición defensiva, tan comparable en sus principios a la que ilustran la torre en estrella y el parapeto en zigzag, que hemos escuchado a varios de nuestros pacientes utilizar a propósito de ellos mismos una referencia metafórica a «fortificaciones al estilo de Vauban».
En cuanto al papel de la intención agresiva en la fobia , es por decirlo así manifiesto.
No es pues que sea desfavorable reactivar semejante intención en el psicoanálisis.
Lo que tratamos de evitar para nuestra técnica es que la intención agresiva en el paciente encuentre el apoyo de una idea actual de nuestra persona suficientemente elaborada para que pueda organizarse en esas reacciones de oposición, de denegación, de ostentación y de mentira que nuestra experiencia nos demuestra que son los modos característicos de la instancia del yo en el diálogo.
Caracterizo aquí esta instancia no por la construcción teórica que Freud da de ella en su metapsicología como del sistema percepción-conciencia, sino por la esencia fenomenológica que el reconoció como la mas constantemente suya en la experiencia, bajo el aspecto de la Verneinung, y cuyos datos nos recomienda apreciar en el índice más general de una inversión perjudicial.
En resumen, designamos en el yo ese núcleo dado a la conciencia pero opaco a la reflexión, marcado con todas las ambigüedades que, de la complacencia a la mala fe, estructuran en el sujeto humano lo vivido pasional; ese «yo» antepuesto al verbo [el je francés] que, confesando su facticidad a la crítica existencial, oponer su irreductible inercia de pretensiones y de desconocimiento a la problemática concreta de la realización del sujeto.
Lejos de atacarlo a fondo, la mayéutica analítica adopta un rodeo que equivale en definitiva a inducir en el sujeto una paranoia dirigida. En efecto, es sin duda uno de lo aspectos de la acción analítica operar Ia proyección de lo que Melanie Klein llama los malos objetos internos, mecanismo paranoico ciertamente, pero aquí bien sistematizado, filtrado en cierto modo y aislado a medida que se va produciendo.
Es el aspecto de nuestra praxis que responde a la categoría del espacio, si se comprende mínimamente en ella ese espacio imaginario donde se desarrolla esa dimensión de los síntomas, que los estructura como islotes excluídos, escotornas inertes o autonomismos parasitarios en las funciones de la persona.
A la otra dimensión, temporal, responde la angustia y su incidencia, ya sea patente en el fenómeno de la huída o de la inhibición, ya sea latente cuando no aparece sino con la imago motivante.
Y con todo, repitámoslo, esta imago no se revela sino en la medida en que nuestra actitud ofrece al sujeto el espejo puro de una superficie sin accidentes.
Pero imagínese, para comprendernos, lo que sucedería en un paciente que viese en su analista una réplica exacta de si mismo. Todo el mundo siente que el exceso de tensión agresiva constituiría tal obstáculo a la manifestación de la transferencia que su efecto útil solo podría producirse con la mayor lentitud, y es lo que sucede en ciertos análisis de finalidad didáctica. Si la imaginamos, en caso extremo, vivida según el modo de extrañeza propio de las aprehensiones del doble, esa situación desencadenaría una angustia incontrolable.