La ampliación de una conferencia pronunciada en la clínica neuropsiquiatría de viena el 7 de noviembre de 1955, aparecida en L´evolution Psychiatrique, 1956, n.1 A. Sylvia
Situación del tiempo y lugar de este ejercicio.
En estos días en que Viena, por hacerse escuchar de nuevo por la voz de la Opera, reanuda en una variante patética lo que fue su misión de siempre en un punto de convergencia cultural del que ella supo hacer el concierto, me parece que no está desplazado evocar la elección por la cual permanecerá ligada, esta vez para siempre, a una revolución del conocimiento a la medida del nombre de Copérnico: entiéndase el lugar eterno del descubrimiento de Freud, si se puede decir que gracias a éI el centro verdadero del ser humano no está ya en el mismo lugar que le asignaba toda una tradición humanista.
Sin duda incluso para los profetas ante quienes su país no fue totalmente sordo, debe venir un momento en que se observa en ellos su eclipse, aunque fuese después de su muerte. Al extranjero le cuadra alguna reserva en cuanto a las fuerzas que ponen en juego tal efecto de fase.
Por eso el retorno a Freud del que me hago aquí nuncio se sitúa en otro sitio: allí donde lo reclama suficientemente el escándalo simbólico que el doctor Alfred Winterstein, aquí presente, supo, como presidente de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, señalar cuando se consumaba, o sea en la inauguración de la placa memorial que designa la casa donde Freud elaboró su obra heroica, y que no consiste en que ese monumento no haya sido dedicado a Freud por sus conciudadanos, sino en que no se deba a la asociación internacional de los que viven de su padrinazgo.
Falla sintomática, porque traiciona una renegación que no viene de esta tierra donde Freud debido a su tradición no fue más que un huésped de paso, sino del campo mismo cuyo cuidado nos ha legado y de aquellos a quienes confió su custodia, quiero decir del movimiento del psicoanálisis donde las cosas, han llegado hasta el punto de que la consigna de un retorno a Freud significa una inversión.
Muchas contingencias se han anudado en esta historia, desde que el primer sonido del mensaje freudiano resonó con sus ecos en la campana vienesa para extender a lo lejos sus ondas. Estas parecieron ahogarse en los sordos desmoronamientos del primer conflicto mundial. Su propagación se reanudó con la inmensa desgarradura humana en que se fomentó el segundo, y que fue su más poderoso vehículo. Campanadas del odio y tumuIto de la discordia, soplo pánico de la guerra, sobre estos lados nos llegó la voz de Freud, mientras veíamos pasar la diáspora de los que eran sus portadores y en los que no por azar ponía su mira la persecución. Este impulso sólo debía detenerse en los confines de nuestro mundo, para repercutirse allí donde no es justo decir que la historia pierde su sentido puesto que es donde encuentra su límite; allí donde sería incluso erróneo creer que la historia está ausente, puesto que, anudada ya sobre varios siglos, no adquiere sino peso por el abismo que dibuja su horizonte demasiado corto; pero donde es negada en una voluntad categórica que da su estilo a las empresas: anhistorismo de cultura propio a los Estados Unidos de Norteamérica.
Este anhistorismo es el que define la asimilación requerida para ser reconocido en la sociedad constituida por esta cultura, Era a su intimación a la que tenía que responder un grupo de emigrantes que, para hacerle reconocer, no podían hacer valer sino su diferencia, pero cuya función suponía la historia en su principio, ya que su disciplina era la que había restablecido el puente que une al hombre moderno con los mitos antiguos. La coyuntura era demasiado fuerte, la ocasión demasiado seductora para no ceder a la tentación ofrecida: abandonar el principio para hacer reposar la función sobre la diferencia. Entendamos bien la naturaleza de esta tentación. No es la de la facilidad ni la del beneficio. Sin duda es más fácil borrar los principios de una doctrina que los estigmas de una proveniencia, más provechoso someter la función propia a la demanda; pero aquí reducir su función a su diferencia es ceder a un espejismo interno a la función misma, el que la funda sobre esta diferencia. Es regresar al principio reaccionario que recubre la dualidad del qué sufre y del que cura, con la oposición del que sabe con el que ignora. ¿Cómo no pedir disculpas por considerar esta oposición como verdadera cuando es real, como no deslizarse desde ahí hasta convertirse en los managers de las almas en un contexto social que requiere su oficio? El más corruptor de los conforts es el confort intelectual, del mismo modo que la peor corrupción es la del mejor.
Así es como la frase de Freud a Jung, de cuya boca la conozco, cuando, invitados los dos en la Clark University, tuvieron a la vista el puerto de Nueva York y la célebre estatua que alumbra al universo: «No saben que les traemos la peste», le es enviada de rebote como sanción de una hybris cuyo turbio resplandor no apagan la antífrasis y su negrura La Némesis, para agarrar en la trampa a su autor, sólo tuvo que tomarle la palabra. Podríamos temer que hubiese añadido un billete de regreso en primera clase,
En verdad, si tal cosa sucedió, sólo a nosotros mismos tenemos que reprochárnoslo. Porque Europa parece mas bien haberse sustraído a la preocupación lo mismo que al estilo, si no a la memoria, de los que salieron de ella, con la represión de sus malos recuerdos.
No los compadeceremos a ustedes por este olvido, si nos deja más libertad para presentarles el designio de un retorno a Freud, tal como algunos se lo proponen en la enseñanza de la Sociedad Francesa de Psicoanálisis. No se trata para nosotros de un retorno de lo reprimido, sino de apoyarnos en la antítesis que constituye la fase recorrida desde la muerte de Freud en el movimiento psicoanalítico, para demostrar lo que el psicoanálisis no es, y buscar junto con ustedes el medio de volver a poner en vigor lo que no ha dejado nunca de sostenerlo en su desviación misma, a saber el sentido primero que Freud preservaba en éI por su sola presencia y que se trata aquí de explicitar.
¿Cómo podría faltarnos ese sentido cuando nos está atestiguado en la obra más clara y más orgánica que existe? ¿Y como podría dejarnos vacilantes cuando el estudio de esta obra nos muestra que sus etapas y sus virajes están gobernados por la preocupación, inflexiblemente eficaz en Freud, de mantenerlo en su rigor primero?
Textos que se muestran comparables a aquellos mismos que la veneración humana ha revestido en otro tiempo de los más altos atributos, por el hecho de que soportan la prueba de esa disciplina del comentario, cuya virtud se redescubre al servirse de ella según la tradición, no sólo para volver a situar una palabra en el contexto de su tiempo, sino para medir si la respuesta que aporta a las preguntas que plantea ha sido o no rebasada por la respuesta que se encuentra en ella a las preguntas de lo actual.
¿Acaso les revelaré algo nuevo si les digo que esos textos a los que consagro desde hace cuatro años un seminario de dos horas todos los miércoles de noviembre a julio, sin haber puesto en obra hasta ahora más de una cuarta parte, suponiendo que mi comentario implique la totalidad, nos han dado, a mí como a los que me siguen, la sorpresa de verdaderos descubrimientos? estos van desde conceptos que han permanecido inexplotados hasta detalles clínicos abandonados al hallazgo de nuestra exploración, y que dan testimonio de cómo el campo que Freud experimentó rebasaba las avenidas que se encargó de disponer en él para nosotros, y hasta qué punto su observación, que produce a veces la impresión de ser exhaustiva, estaba poco sometida a lo que tenía que demostrar. ¿Quién no se ha sentido conmovido, entre los técnicos de disciplinas extrañas al análisis a los que conduje a leer estos textos, de esta búsqueda en acción: ya sea la que nos hace seguir en la Traumdeutung, en la observación del Hombre de los lobos o en Más allá del principio del placer ¡Qué ejercicio para formar espíritus, y qué mensaje para prestarle la propia voz! Qué control también del valor metódico de esa formación y del efecto de verdad de ese mensaje, cuando los alumnos a quienes lo transmite uno aportan el testimonio de una transformación, acaecida en ocasiones de la noche a la mañana, de su práctica, que se hace más simple y más eficaz antes aun de hacérselas más transparente. No podría darles a ustedes cuenta extensamente de este trabajo en la charla que debo a la amabilidad del señor profesor Hoff el poder dirigir a ustedes en este lugar de alta memoria, a la concordancia de mis puntos de vista con los del doctor Dozent Arnold el haber tenido la idea de presentarla ahora ante ustedes, a mis relaciones excelentes y ya de larga fecha con el señor Igor Caruso el saber qué acogida encontraría en Viena.
Pero no puedo olvidar tampoco a los oyentes que debo a la complacencia del señor Susini, director de nuestro Instituto francés de Viena. Y por eso en el momento de llegar al sentido de ese retorno a Freud del que hago profesión aquí, tengo que preguntarme si, aunque menos preparados a escucharme que los especialistas no corro aquí el riesgo de decepcionarlos.
Estoy seguro aquí de mi respuesta: -No en, absoluto, si lo que voy a decir es efectivamente lo que debe ser. El sentido de un retorno a Freud es un retorno al sentido de Freud. Y el sentido de lo que dijo Freud puede comunicarse a cualquiera porque, incluso dirigido a todos, cada uno se interesará en él: bastará una palabra para hacerlo sentir, el descubrimiento de Freud pone en tela de juicio la verdad, y no hay nadie a quien la verdad no le incumba personalmente.
Confesarán ustedes que es una idea bastante extraña la de espetarles esta palabra que suele considerarse casi de mala fama, proscrita de las buenas compañías. Pregunto sin embargo si no está inscrita en el corazón mismo de la práctica analítica, ya que ésta vuelve a ser constantemente el descubrimiento del poder de la verdad en nosotros y hasta en nuestra carne.
¿Por qué, en efecto, sería el inconsciente más digno de ser reconocido que las defensas que se oponen a él en el sujeto con un éxito que las hace aparecer no menos reales? No reanudo aquí el comercio de la pacotilla nietzscheana de la mentira de la vida, ni me maravillo de que se crea creer, ni acepto que baste tener buena voluntad para querer. Pero pregunto de dónde proviene esa paz que se establece al reconocer la tendencia inconsciente, si no es más verdadera que lo que la constreñía en el conflicto. Y no es que esta paz desde hace algún tiempo no se revele pronto como una paz fracasada, puesto que no contentos con haber reconocido como inconscientes las defensas que deben atribuirse al yo, los psicoanalistas identifican cada vez más sus mecanismos -desplazamiento en cuanto al objeto, inversión contra el sujeto, regresión de la forma- a la dinámica misma que Freud había analizado en la tendencia, la cual parece así continuarse en ella salvo por un cambio de signo ¿no se llega al colmo cuando se admite que la pulsión misma pueda ser llevada por la defensa a la conciencia para evitar que el sujeto se reconozca en ella?
Y aun así utilizo, para traducir la exposición de esos misterios en un discurso coherente, palabras que a pesar mío restablecen en el la dualidad que las sostiene. Pero no es que los árboles de la marcha técnica escondan la selva de la teoría lo que deploro, es que nos falte tan poco para creernos en el bosque de Bondy, exactamente lo que se esquiva detrás de cada árbol, que debe de haber árboles mas verdaderos que los otros, o, si lo prefieren ustedes, que todos los árboles no son bandidos A falta de lo cual preguntaría uno dónde están los bandidos que no son árboles. Así pues ese poco en que se decide todo en este caso merece tal vez que nos expliquemos sobre ello. Esa verdad sín la cual ya no hay modo de discernir el rostro de la máscara, y fuera de la cual parece no haber más monstruo que el laberinto mismo, ¿cuál es? Dicho de otra manera, ¿en qué se distínguen entre sí en verdad, si son todos de una igual realidad?
Aquí se adelantan los gruesos zuecos para calzar las patas de paloma sobre las cuales, como es sabido, camina la verdad, y engullirse ocasionalmente al pájaro mismo: nuestro criterio, exclaman, es simplemente económico, no ideólogo. Todos los arreglos de la realidad no son igualmente económicos. Pero en el punto a que ha llegado ya la verdad, el pájaro escapa y sale indemne con nuestra pregunta: -¿Económicos para quién?
Esta vez el asunto va demasiado lejos. El adversario se mofa: «Ya se ve lo que pasa. Al señor le da por la filosofía. Dentro de poco, entrada de Platón y de Hegel. Esas firmas nos bastan, Lo que avalan bien puede echarse a perros, y aun suponiendo que, como dijo usted eso Ie incumba a todo el mundo, no interesa a los especialistas que somos. Ni siquiera hay dónde clasificarlo en nuestra documentación.»
Pensarán ustedes que me burlo en este discurso. De ninguna manera: lo suscribo.
Si Freud no ha aportado otra cosa al conocimiento del hombre sino esa verdad de que hay algo verdadero, no hay descubrimiento freudiano. Freud se sitúa entonces en el linaje de los moralistas en quienes se encarna una tradición de análisis humanista, v;ía láctea en el cielo de la cultura europea donde Baltasar Gracián y La Rochefoucauld representan estrellas de primera magnitud y Nietzsche una nova tan fulgurante como rápidamente vuelta a las tinieblas. Ultimo en llegar entre ellos y como ellos estimulado sin duda por una preocupación propiamente cristiana de la autenticidad del movimiento del alma, Freud supo precipitar toda una casuística en una «carte du Tendre» en la que no viene a cuento una orientación para los oficios a que se la destina. Su objetividad está en efecto estrechamente ligada a la situación analítica, la cual entre los cuatro muros que limitan su campo puede muy bien prescindir de que, se sepa dónde está el norte, puesto que se confunde con el eje largo del diván, al que se considera dirigido hacia la persona del analista El psicoanálisis es la ciencia de los espejismos que se establecen en este campo. Experiencia única, por lo demás bastante abyecta, pero que no podría recomendarse demasiado a los que quieren introducirse en el principio de las locuras del hombre, porque, mostrándose emparentada con toda una gama de enajenaciones, las ilumina.
Este lenguaje es moderado, no soy yo quien lo inventa. Ha podido escucharse a un celoso defensor de un psicoanálisis pretendidamente clásico definirlo como una experiencia cuyo privilegio está estrictamente ligado con las formas que regulan su práctica y que no podrían cambiarse en una sola línea, porque, obtenidas por un milagro del azar, detentan la entrada a una realidad trascendente a los aspectos de la historia, y donde el gusto del orden y el amor de lo bello por ejemplo tienen tu fundamento permanente, a saber: los objetos de la relación preedípica, mierda y cuernos en el culo.
Esta posición no podria refutarse, puesto que las reglas se justifican en ella por sus resultados, los cuales son considerados como prueba de lo bien fundado de las reglas. Sin embargo nuestras preguntas se ponen a pulular una vez más. ¿Cómo se ha producido este prodigioso azar? ¿De dónde viene esa contradicción entre el merequetengue preedípico al que se reduce la relación analítica para nuestros modernos, y el hecho de que Freud no se sintiera satisfecho hasta haberla reducido a la posición del Edipo? ¿Cómo puede la especie de auscultación en estufa a que se confina este new look de la experiencia ser el último término de un progreso que parecía al principio abrir vías multiplicadas entre todos los campos de la creación -o la misma pregunta enunciada al revés? Si los objetos detectados de esta fermentación electiva han sido así descubiertos por otra vía que la psicología experimental, ¿se halla ésta habilitada para volverlos a encontrar con sus procedimientos?
Las respuestas que obtendremos de los interesados no dejan ninguna duda. El motor de la experiencia, incluso motivado en sus términos, no podría ser únicamente esa verdad de espejismo que se reduce al espejismo de la verdad. Todo partió de una verdad particular, de un develamiento que hizo que la realidad no sea ya para nosotros tal como era antes, y esto es lo que sigue colgando de lo vivo de las cosas humanas la cacofonía insensata de la teoría, como también impidiendo a la práctica degradarse al nivel de los desdichados que no logran salir de ella (entiéndase que empleo este término para excluir a los cínicos).
Una verdad, si hay que decirlo, no es fácil de reconocer después de que ha sido recibida una vez. No es que no haya verdades establecidas, pero se confunden entonces tan fácilmente con la realidad que las rodea, que para distinguirlas de ella durante mucho tiempo no se encontró otro artificio sino el de marcarlas con el signo del espíritu, y para rendirles homenaje, considerar Ias llegadas de otro mundo. No basta con atribuír a una especie de enceguecimiento del hombre el hecho de que la verdad no sea nunca para él tan hermosa muchacha como en el momento en que la luz elevada por su brazo en el emblema proverbial la sorprende desnuda. Y hay que hacerse un poco el tonto para fingir no saber nada de lo que sucede después. Pero la estupidez sigue siendo de una franqueza taurina al preguntarse dónde podría pues buscársela antes, ya que el emblema ayuda poco a indicar el pozo, lugar mal visto e incluso maloliente, más bien que el estuche en que toda forma preciosa debe conservarse intacta.
La cosa habla por si misma.
Pero he aquí que la verdad en la boca de Freud agarra al toro por los cuernos: «Soy pues para vosotros el enigma de aquella que se escabulle apenas aparecida, hombres que sois tan duchos en disimularme bajo los oropeles de vuestras conveniencias. No por ello dejo de admitir que vuestro azoro es sincero, porque incluso cuando os haceis mis heraldos, no valéis más para llevar mis colores que esos hábitos que son los vuestros y semejantes a vosotros mismos. Fantasmas, que eso es lo que sois. ¿Adónde voy pues cuando he pasado a vosotros, dónde estaba antes de ese paso? ¿Os lo diré acaso algún día? Pero para que me encontréis donde estoy, voy a enseñaros por qué signo se me reconoce. Hombres, escuchad, os doy el secreto. Yo, la verdad, hablo.
«¿Será preciso haceros observar que no lo sabíais todavía? Ciertamente algunos de entre vosotros, que se autorizarían por ser mis amantes, sin duda en virtud del principio de que en estas clases de jactancias nadie nos sirve nunca mejor que nosotros mismos, habían establecido de manera ambigua y no sin que la torpeza del amor propio que guiaba su interés apareciese, que Ios errores de la filosofía, entiéndase los suyos, no podrían subsistir sino por mis subsidios. Sin embargo, a fuerza de abrazar a esas hijas de su pensamiento, acabaron por encontrarlas tan sosas como eran vanas, y se pusieron otra vez a habérselas con las opiniones vulgares, según los usos de los antiguos sabios que sabían poner a estas últimas en su sitio, narradoras o litigiosas, artificiosas, incluso mentirosas, pero también buscarlas en su lugar, en el hogar y en el foro, en la forja o en la feria. Se dieron cuenta entonces de que, no siendo mis parásitas, estas parecían servirme mucho mejor, incluso, quién sabe, ser mi milicia, los agentes secretos de mi poder. Varios casos observados en el juego de pigeon-vole de mudas súbitas de errores en verdades, que no parecían deber nada-sino al efecto de la perseverancia, los pusieron en la pista de este descubrimiento. El discurso del error, su articulación en acto, podía dar testimonio de la verdad contra la evidencia misma. Fue entonces cuando uno de ellos intentó hacer pasar al rango de los objetos dignos de estudio la astucia de la razón. Era desgraciadamente profesor, y os sentisteis demasiado dichosos de volver contra sus expresiones las orejas de burro con que os coronaban en la escuela y que desde entonces hacen oficio de cornetes para aquellos de vosotros cuya hoja es un poco dura. Quedaos pues en vuestro vago sentido de la historia y dejad a los hábiles fundar sobre la garantía de mi firma por venir el mercado mundial de la mentira, el comercio de la guerra total y la nueva ley de la autocrítica. Si la razón es tan astuta como dijo Hegel, hará sin duda su obra sin vosotros.
«Pero no por eso habéis hecho caducos ni sin término vuestros emplazamientos para conmigo. Están fechados después de ayer y antes de mañana. Y poco importa que os abalanécis para hacerles honor o para sustraeros a ellos, porque en los dos casos os agarrarán por detrás. Ya huyáis de mí en el engaño o ya penséis alcanzarme en el error, yo os alcanzo en la equivocación contra la cual no tenéis refugio. Allí donde la palabra más cautelosa muestra un ligero tropiezo, es a su perfidia a quien falla, lo publico ahora, y desde ese momento será un poco más complicado hacer como si nada, en sociedad buena o mala. Pero no hay ninguna necesidad de que os canséis en vigilaros mejor. Incluso si las jurisdicciones conjuntas de la cortesía y de la política decretasen como inadmisible todo lo que se autorizase en mí para presentarse de manera tan ilícita, no quedaríais a mano con tan poca cosa, pues la intención mas inocente se desconcierta de no poder ya callar que sus actos fallidos son los más logrados y que su fracaso recompensa su voto más secreto. Por lo demás, ¿no es suficiente para juzgar vuestra derrota verme evadirme en primer lugar de la torre de la fortaleza donde creíais retenerme con mas seguridad, situándome no en vosotros sino en el ser mismo? Yo vagabundeo en lo que vosotros consideráis como lo menos verdadero por esencia: en el sueño, en el desafío al sentido de la agudeza más gongorina y el nonsense del juego de palabras más grotesco, en el azar, y no en su ley, sino en su contingencia, y no procedo nunca con más seguridad a cambiar la faz del mundo que cuando le doy el perfil de la nariz de Cleopatra.
«Podéis pues reducir el tráfico en las vías que os agotasteis en hacer irradiar de la conciencia, y que constituían el orgullo del yo, coronado por Fichte con las insignias de su trascendencia. El comercio de largo alcance de la verdad no pasa ya por el pensamiento: cosa extraña, parece que en lo sucesivo pase por las cosas: rébus, es por tí por quien me comunico, como Freud lo formula al final del primer párralo del sexto capítulo, consagrado al trabajo del sueño, de su trabajo sobre lo que el sueño quiere decir.
«Pero cuidado aquí: el trabajo que se tomó éste para hacerse profesor le ahorrará tal vez vuestra negligencia, si no vuestro extravío, prosigue la prosopopeya. Entended bien lo que éI dijo y, como lo dijo de mí, la verdad que habla, lo mejor para captarlo bien es tomarlo al pie de la letra. Sin duda aquí las cosas son mis signos, pero os lo repito, signos de mi palabra. La nariz de Cleopatra, si cambió; el curso del mundo, fue por haber entrado en su discurso, pues para cambiarlo según fuese larga o corta bastó; pero fue necesario que fuese una nariz hablante.
«Pero ahora tendréis que utilizar la vuestra, aunque para fines más naturales. Que un olfato más seguro que todas vuestras categorías os guíe en la carrera a la que os incito: pues si el ardid de la razón, por muy desdeñosa hacia vosotros que se muestre, permaneciese abierto a vuestra fe, yo, la verdad, seré contra vosotros la gran embustera, puesto que no sólo por la falsedad pasan mis caminos, sino por la grieta demasiado estrecha para encontrarla en la falla de la finta y por la nebulosa sin puertas del sueño, por la fascinación sin motivo de lo mediocre y el seductor callejón sin salida del absurdo. Buscad, perros, que en eso os habéis convertido escuchándome, sabuesos que Sófocles prefirió lanzar tras el rastro hermético del ladrón de ApoIo antes que en pos de los sangrantes talones de Edipo, seguro como estaba de encontrar con éI en la cita siniestra de Colona la hora de la verdad. Entrad en lid a mi llamada y aullad a mis voces. Estáis ya perdidos, me desmiento, os desafío, me destejo: decís que me defiendo.»
Pavoneo.
El retorno a las tinieblas que damos por descontado en este momento da la señal de un murder party iniciado por la prohibición de que nadie salga, puesto que cada uno desde ese momento puede esconder la verdad bajo sus ropas, incluso, como en la ficción galante de las «joyas indiscretas», en su vientre. La cuestión general es: ¿quién habla? y no carece de pertinencia. Desgraciadamente las respuestas son un poco precipitadas. La libido es acusada en primer lugar, lo cual nos lleva en la dirección de las joyas, pero hay que darse cuenta de que el yo mismo, si aporta trabas a la libido en trance de satisfacerse, a veces es objeto de sus empresas. Se siente en ese momento que se va a desmoronar de un minuto a otro, cuando un estrépito de trozos de vidrio hace que todos se den cuenta de que es al gran espejo del salón a quien acaba de sucederle el accidente, el golem del narcisismo, evocado a toda prisa para llevarle ayuda, habiendo hecho su entrada por allí. El yo desde ese momento es considerado generalmente como el asesino, a menos que se le considere como la víctima, por medio de lo cual los rayos divinos del buen presidente Schreber empiezan a desplegar su red sobre el mundo, y el sabbat de los instintos se complica seriamente.
La comedia que suspendo aquí al principio de su segundo acto es mas benevolente de lo que suele creerse, puesto que, refiriendo a un drama del conocimiento la bufonada que sólo pertenece a aquellos que representan este drama sin comprenderlo, restituye a estos últimos la autenticidad desde la cual decayeron cada vez más.
Pero si conviene una metáfora más grave al protagonista, es la que nos mostraría en Freud un Acteón perpetuamente soltado por unos perros despistados desde el comienzo, y que el se, empecina en volver a lanzar en su persecución, sin poder refrenar la carrera donde sólo su pasión por la diosa lo empuja. Lo empuja tan lejos que no puede detenerse sino en las grutas donde la Diana etoniana en la sombra húmeda que las confunde con la yacija emblemática de la verdad, ofrece a su sed, con la capa igual de la muerte, el límite casi místico del discurso más racional que haya habido en el mundo, para que nosotros reconozcamos en él el lugar donde el símbolo se sustituye a la muerte para apoderarse de la primera hinchazón de la vida.
Este límite y este lugar, como es sabido, están todavía lejos de ser alcanzados por sus discípulos, suponiendo que no se nieguen a seguirlo en ese camino, y el Acteón por lo tanto quede despedazado aquí no es Freud, sino ciertamente cada analista en la medida de la pasión que lo inflamó y que hizo, según la significación que un Giordano Bruno en sus Furores heróicos supo sacar de ese mito, de él la presa de los perros de sus pensamientos.
Para medir este desgarramiento, es preciso escuchar los clamores irreprimibles que se levantan de los mejores como de los peores, para intentar llevarlos de nuevo al punto de partida de la caza, con las palabras que la verdad nos dió allí como viático: «Yo hablo», para continuar: «No hay habla sino de lenguaje.» Su tumulto cubre lo que sigue.
»¡Logomaquia! tal es la estrofa de un lado. ¿Qué hacéis de lo preverbal, del gesto y de la mímica del tono, del aire de la canción, del humor y del con-tac-to a-fec-ti-vo?» A lo cual otros no menos animados dan esta antistrofa: «todo es lenguaje: lenguaje de mi corazón que late más fuerte cuando me agarra el cerote, y si mi enferma desfallece ante el rugido de un avión en su cenit, es para decir el recuerdo que conservó del último hombardeo. «-Si, águila del pensamiento, y cuando la forma del avión recorta la semejanza en el pincel que perfora a la noche del proyector, es la respuesta del cielo.
Al probar estas premisas, sin embargo, no se impugnaba el uso de ninguna forma de comunicación a la que cualquiera pudiese recurrir en sus hazañas, ni las señales, ni las imágenes, ni fondo ni forma, ninguno más que ninguna, aún cuando ese fondo fuese un fondo de simpatía, y sin discutir la virtud de ninguna buena forma.
Se trataba de ponerse a repetir únicamente siguiendo a Freud la frase de su descubrimiento: «ello» habla, y sin duda allí donde se lo esperaba menos, allí donde «ello» sufre. Si hubo un tiempo en que bastaba para responder a esto con escuchar lo que «ello» decía (porque escuchándolo la respuesta está allí), consideremos pues que los grandes de los orígenes, los gigantes del sillón fueron fulminados por la maldición prometida a las audacias titanescas, o que sus asientos dejaron de ser conductores de la buena palabra de los que estaban investidos por sentarse en ellos hasta entonces. Sea como sea, desde entónces entre el psicoanalistas y el psicoanálisis se multiplican los encuentros con la esperanza de que el ateniense sea alcanzado con la Atena que salió cubierta con sus armas del cerebro de Freud. ¿Diré la suerte celosa, siempre igual, que contrarió esas citas? Bajo la máscara en que cada uno debía encontrarse con su prometida, ¡ay! ¡tres veces ay! y grito de horror de sólo pensarlo, habiendo tomado otra el lugar de ella, el que estaba allí no era tampoco él.
Volvamos pues calmadamente a deletrear con la verdad lo que ella dijo de sí misma. La verdad dijo: «Yo hablo.» Para que reconozcamos a ese «yo» [je] porque habla, tal vez no era sobre el «yo» [je] sobre quien había que lanzarse, sino en las aristas del hablar donde debíamos detenernos. «No hay habla sino de lenguaje», esto nos recuerda que el lenguaje es un orden constituido por leyes, de las cuales podríamos aprender por lo menos lo que excluyen. Por ejemplo que el lenguaje es diferente de la expresión natural y que tampoco es un código. Que no se confunde con la información, metan las narices en la cibernética para saberlo; y que es tan poco reducible a una superestructura que hemos visto al materialismo mismo alarmarse de esa herejía, bula de Stalin citable aquí.
Si queréis saber mas, leed a Saussure, y como un campanario puede incluso tapar al sol, preciso que no se trata de la firma que se encuentra en psicoanálisis, sino de Ferdinand, al que puede llamarse el fundador de la lingüística moderna.
Orden de la cosa.
Un psicoanalista Debe fácilmente introducirse por allí hasta la distinción fundamental del significado y del significante, y empezar a ejercitarse con las dos redes que éstos organizan de relaciones que no se recubren.
La primera red, la del significante, es la estructura sincrónica del material del lenguaje en cuanto que cada elemento torna en ella su empleo exacto por ser diferente de los otros: tal vez el principio de distribución que es el único que regula la función de los elementos de la lengua en sus diferentes niveles, desde la pareja de oposición fonemática hasta las locuciones compuestas, de las que desentrañar las formas estables es la tarea de la más moderna investigación.
La segunda red, la del significado, es el conjunto discrónico de los discursos concretamente pronunciados, el cual reacciona históricamente sobre el primero, del mismo modo que la estructura de éste gobierna las vías del segundo. Aquí lo que domina es la unidad de significación, la cual muestra no resolverse nunca en una pura indicación de lo mal, sino remitir siempre a otra significación. Es decir que la significación no se realiza sino a partir de un asimiento de las cosas que es de conjunto.
Su resorte no puede captarse en el nivel donde se asegura ordinariamente por la redundancia que le es propia, pues siempre se muestra en exceso sobre las cosas que deja en ella flotantes.
Sólo el significante garantiza la coherencia teórica del conjunto como conjunto. Esta suficiencia se confirma por el desarrollo último de la ciencia, del mismo modo que en la reflexión se la encuentra implícita en la experiencia lingüística primaria.
Tales son las bases que distinguen el lenguaje del signo. A partir de ellas la dialéctica toma un nuevo filo.
Pues la observación sobre la que Hegel funda su crítica del «alma bella» y según la cual se dice que vive (en todos los sentidos, incluso económico, del: de qué se vive) precisamente del desorden que denuncia, no escapa a la tautología sino manteniendo la tauto-óntica del «alma bella» como mediación, no reconocida por ella misma, de ese desorden como primero en el ser.
Por muy dialéctica que sea, esta observación no podría hacer mella en el delirio de la presunción al que Hegel la aplicaba, ya que queda enredada en la trampa ofrecida por el espejismo de la conciencia al yo [je] infatuado de su sentimiento, que erige en ley del corazón.
Sin duda ese «yo» [je] en Hegel es definido como un ser legal, en lo cual a mas concreto que el ser real del que antes se pensaba poderlo abstraer: como aparece por el hecho de que comprende un estado civil y un estado contable.
Pero le estaba reservado a Freud devolver este ser legal responsable del desorden manifiesto al campo mas cerrado del ser real, concretamente en la seudototalidad del organismo.
Explicamos su posibilidad por la hiancia congénita que presenta el ser real del hombre en sus relaciones naturales, y por la reanudación para un uso a veces ideográfico, pero también fonético y a veces gramatical, de los elementos imaginarios que aparecen fragmentados en esta hiancia.
Pero no es necesaria esta génesis para que la estructura significante del síntoma quede demostrada. Descifrada, es patente y muestra impresa sobre su carne la omnipresencia para el ser humano de la función simbólica.
Lo que distingue a una sociedad que se funda en el lenguaje de una sociedad animal, incluso lo que permite percibir su retroceso etnológico: a saber, que el intercambio que caracteriza a tal sociedad tiene otros fundamentos que las necesidades aun satisfaciéndolas, lo que ha sido llamado el «don como hecho social total» -todo eso por consiguiente es transportado mucho mas lejos, hasta objetar la definición de esa sociedad como una colección de individuos, cuando la inmixión de los sujetos forma en ella un grupo de muy diferente estructura.
Es hacer entrar por una puerta muy diferente la incidencia de la verdad como causa e imponer una revisión del proceso de la causalidad. Cuya primera etapa parecería consistir en reconocer lo que la heterogeneidad de esta incidencia tendría en ella de inherente. Es extraño que el pensamiento materialista parezca olvidar que fué en ese recurso a lo heterogéneo donde tomó su impulso. Y entonces nos interesaríamos más en un rasgo mucho más impresionante que la resistencia opuesta a Freud por los pedantes, y es la connivencia que encontró en la conciencia común.
Si toda causalidad viene a dar testimonio de una implicación del sujeto, no hay duda de que todo conflicto de orden sea puesto en su cuenta.
Los términos para los que planteamos aquí el problema de la intervención psicoanalítica hacen sentir bastante, nos parece, que la ética no es individualista.
Pero su práctica en la esfera norteamericana se ha reducido tan sumariamente a un medio para obtener el «success» y a un modo de exigencia de la «happiness», que conviene precisar que es ésta la denegación del psicoanálisis, la que resulta entre demasiados de sus partidarios del hecho puro y radical de que no han querido saber nunca nada del descubrimiento freudiano y que no sabrán nunca nada, ni siquiera en el sentido de la represión: pues se trata en este efecto del mecanismo del desconocimiento sistemático en cuanto que simula el delirio, incluso en sus formas de grupo.
Una referencia más rigurosa de la experiencia analítica a la estructura general de la semántica en la que tiene sus raíces le hubiese permitido sin embargo convencerlos antes que tener que vencerlos.
Pues ese sujeto del que hablábamos hace un momento como del heredero de la verdad reconocida, no es justamente el yo perceptible en Ios datos mas o menos inmediatos del gozo consciente o de la enajenación laboriosa, Esta distinción de hecho es la misma que se encuentra desde el a del inconsciente freudiano en cuanto que está separado por un abismo de las funciones preconscientes, hasta el w, del testamento de Freud en la 31a. de sus Neue Vorlesungen: .».Wo Es war, soll Ich werden».
Fórmula donde la estructuración significante muestra bastante su prevalencia.
Analicémosla. Contrariamente a la forma que no puede evitar la traducción inglesa: «Where the id was, there the ego shall be», Freud no dijo: das Es, ni das ich, como lo hace habitualmente para designar esas instancias donde había ordenado desde hacía entonces diez años su nueva tópica, y esto, dado el rigor inflexible de su estilo, da a su empleo en esta sentencia un acento particular. De todas formas, sin tener siquiera que confirmar por la crítica interna de la obra de Freud que efectivamente escribió Das Ich und das Es para mantener esta distinción fundamental entre el sujeto verdadero del inconsciente y el yo como constituido en su núcleo por una serie de identificaciones enajenantes, aparece aquí que es en el lugar: Wo, donde Es, sujeto desprovisto de cualquier das o de otro artículo objetivante, war, estaba, es de un lugar de ser de lo que se trata, y que en este lugar: soll, es un deber en el sentido moral lo que allí se anuncia, como lo confirma la única frase que sucede a esta para cerrar el capítulo, Ich, yo [je] allí debo yo (del mismo modo que se anunciaba: «este soy» [ce suis-je], antes de que se dijese: «soy yo» [c’est moi]), werden, llegar a ser, es decir no sobrevenir, ni siquiera advenir, sino venir a la luz de ese lugar mismo en cuanto que es lugar de ser.
Así es como consentiríamos, contra los principios de economía significativa que deben dominar una traducción, en forzar un poco en francés las formas del significante para alinearlas con el peso que el alemán recibe mejor aquí de una significación aun rebelde, y para eso utilizar la homofonía del es alemán con Ia inicial de la palabra: sujeto Por este camino llegaríamos a una indulgencia por lo menos momentánea hacia la traducción primera que se dio de la palabra es por la palabra si [soi], ya que el ello [ça] que se le prefirió no sin motivos no nos parece mucho más adecuado, puesto que es al das alemán de: was ist das? al que responde en das ist, «es, ello es» [c’est]. Así eI c’ con apóstrofo elidido que aparecerá si nos atenemos en francés a la equivalencia recibida, nos sugiere la producción de un verbo francés: s’etre [«serse»], en el que se expresaría el modo de la subjetividad absoluta, por cuanto Freud la descubrió propiamente en su excentricidad radical: «Allí donde’ello’ era [c’etait], puede decirse, allí donde ‘se era’ [s’etait], quisiéramos hacer entender, mi deber es que yo venga a ser.»
Ustedes comprenden que no es en una concepción gramatical de las funciones en que aparecen donde se trata de analizar si el yo [ie] y el yo se distinguen y se recubren, y cómo, en cada sujeto particular.
Lo que la concepción lingüística que debe formar al trabajador en su iniciación de base le enseñara, es a esperar del síntoma que ponga a prueba su función de significante, es decir aquello por lo cual se distingue del índice natural que el mismo término designa corrientemente en medicina. Y para satisfacer esta exigencia metódica, se obligará a reconocer su empleo convencional en las significaciones suscitadas por el dialogo analítico, (Diálogo del que vamos a intentar describir la estructura.) Pero estas significaciones mismas juzgará que no pueden ser captadas con certidumbre sino en su contexto, o sea en la secuencia que constituyen para cada una la significación que remite a ella y aquella a la que remite en el discurso analítico.
Estos principios de base entran fácilmente en aplicación en la ténica, e iluminándola, disipan muchas de las ambigüedades que, manteniéndose incluso en los conceptos principales de la transferencia y de la resistencia, hacen ruinoso el uso a que se los destina en la práctica.
La resistencia a los resistentes.
De considerar únicamente la resistencia cuyo empleo se confunde cada vez mas con el de la defensa, y todo lo que implica en este sentido en cuanto a maniobras de reducción con las que no es posible cegarse más frente a la coerción que ejercen, es bueno recordar que la primera resistencia con la que tiene que habér-selas el análisis es la del discurso mismo en cuanto que es ante todo discurso de la opinión, y que toda objetivación psicológica se mostrara solidaria de ese discurso. Es esto en efecto lo que motivó la simultaneidad notable con que los burgraves del análisis llegaron a un punto muerto de su práctica hacia los años 1920: es que desde entonces sabían demasiado y no bastante, para hacer reconocer a sus pacientes, que apenas sabían un poco menos, la verdad.
Pero el principio adoptado desde entonces de la primacía que debe concederse al análisis de la resistencia esta lejos de haber conducido a un desarrollo favorable. Por la sencilla razón de que atribuir a una operación una urgencia suprema no basta para hacerle alcanzar su objetivo, si no se sabe bien en qué consiste éste.
Ahora bien, es precisamente hacia un refuerzo de la posición Objetivante en el sujeto hacia donde se ha orientado el análisis de la resistencia, hasta el punto de que esta directriz se ostenta ahora en los principios que deben darse a la conducción de una cura-tipo.
Lejos de tener que mantener al sujeto en un estado de observación, es preciso que se sepa que, de colocarlo en ese estado, se entra en el círculo de un malentendido que nada podrá romper en la cura, como tampoco en la crítica. Toda intervención en ese sentido sólo podría pues justificarse por un fin dialéctico, a saber: demostrar su valor de callejón sin salida.
Pero iré mas lejos y diré: no puede usted al mismo tiempo proceder usted mismo a esa objetivación del sujeto y hablarle como conviene. Y esto por una razón que no es únicamente la de que no se puede al mismo tiempo, como dice el proverbio inglés, comer el pastel y conservarlo: es decir tener con respecto a los mismos objetos dos conductas cuyas consecuencias se excluyen. Sino por el motivo más profundo que se expresa en la fórmula de que no se puede servir a dos amos, es decir conformar su ser a dos acciones que se orientan en sentido contrario.
Pues la objetivación en materia psicológica esta sometida en su principio a una ley de desconocimiento que rige al sujeto no solamente como observado, sino también como observador. Es decir que no es de éI de quien tienen ustedes que hablarle, pues éI mismo se basta para esta tarea, y al hacerlo; ni siquiera es a ustedes a quienes habla. Si es a él a quien tienen ustedes que hablar, es literalmente de otra cosa, es decir de una cosa otra que aquella de la que se trata cuando éI habla de sí mismo, y que es la cosa que les habla a ustedes; cosa que, diga lo que diga, le sería para siempre inaccesible, si no fuese porque, siendo una palabra que se dirige a ustedes, puede evocar en ustedes su respuesta y porque, habiendo escuchado el mensaje bajo esta forma invertida, pueden ustedes, al devolvérselo, darle la doble satisfacción de haberlo reconocido y de hacerle reconocer la verdad.
Esa verdad que conocemos así, ¿no podemos pues conocerla? Adacquatio rei et intellectus, tal se define el concepto de la verdad desde que hay pensadores y nos conducen por las vías de su pensamiento. Un intelecto como el nuestro estará sin duda a la altura de esa cosa que nos habla, incluso que habla en nosotros, y aun si se hurta detrás del discurso que no dice nada sino para hacernos hablar, sería bueno ver que no encuentra a quien hablar.
Esta es efectivamente la gracia que les deseo, y de lo que se trata ahora es de hablar de ella, y tienen la palabra los que ponen la cosa en práctica.
Intermedio.
No esperen aquí sin embargo demasiado, pues desde que la cosa psicoanalítica se convirtió en cosa aceptada y sus servidores van al manicurista, las migas que hacen se avienen a hacer sacrificios al buen tono, lo cual es bien cómodo para Ias ideas que nunca les han sobrado a los psicoanalistas: las ideas en barata para todos harán el saldo de lo que le falta a cada uno. Somos gentes bastante al corriente de las cosas para saber que el «cosismo» no será bien visto; y ahí tienen nuestra pirueta sacada de la manga.
«¿A qué va usted a buscar otra cosa que ese yo que usted distingue, prohibiéndonos a nosotros mirarlo?», se nos replica. «Nosotros lo objetivamos, de acuerdo. ¿Qué mal hay en ello?» Aquí los zapatos finos proceden a paso de lobo para lanzaros a la cara la bofetada siguiente: ¿cree usted pues que el yo pueda tomarse por una cosa? No somos nosotros quienes comulgamos con esa rueda de molino.
De treinta y cinco años de cohabitación con el yo bajo el techo de la segunda tópica freudiana, de los cuales diez de relaciones mas bien tormentosas, regularizada finalmente por el ministerio de la señorita Anna Freud en un matrimonio cuyo crédito social no ha cesado de ir en aumento, hasta el punto de que me aseguran que pronto pedirá la bendición de la iglesia, en una palabra como en ciento, de la experiencia más continuada de los psicoanalistas, no sacaran ustedes nada más que ese cajón.
Cierto que está lleno hasta los bordes de viejas novedades y de nuevas antiguallas cuyo amasijo no deja de ser divertido. El yo es una función, el yo es una síntesis, una síntesis de funciones, una función de síntesis. ¡Es autónomo! esa sí que es buena. Es el último fetiche introducido en el sancta sanctórum de la práctica que se autoriza por la superioridad de los superiores. Vale tanto como cualquier otro para este empleo, pues todos saben que para esa función, esta sí completamente real, es el objeto más pasado de moda, eI más sucio y.el más repulsivo el que llena siempre mejor ese cometido. Que éste le valga a su inventor la veneración que recoge allí donde está en servicio, pase; pero lo mas Iindo es que le confiere en los medios ilustrados el prestigio de haber hecho regresar al psicoanálisis a las leyes de la psicología general. Es como si S. E. el Aga Khan, no contento con recibir el famoso peso en oro que no menoscaba su estimación por parte de la sociedad cosmopolita, se viese atribuir el premio Nobel por haber distribuido a cambio a sus celadores el reglamento detallado de las apuestas del hipódromo.
Pero el último hallazgo es el mejor: el yo, como todo lo que manejamos desde hace algún tiempo en las ciencias humanas es una noción o-pe-ra-cio-nal.
Aquí recurro ante mis oyentes a ese «cosismo» ingenuo que los, mantiene tan bien puestos en esos bancos escuchándome a pesar del ballet de las llamadas del servicio, para que tengan a bien conmigo poner un stop a este o-pe.
¿En qué ese o-peracionalmente distingue lo que se hace con la noción del yo en análisis del uso corriente de cualquier otra cosa, de este pupitre, para tomar la primera que nos cae bajo la mano? En tan poca cosa que me comprometo a demostrar que los discursos que les conciernen, y esto es lo que esta en cuestión, coinciden punto por punto.
Porque este pupitre no es menos tributario que el yo del significante, o sea de la palabra que llevando su función a lo general junto al facistol de belicosa memoria y al mueble Tronchin de noble pedigree, hace que no sea sólo un poco de árbol cortado, serrado y pegado por el ebanista, para fines de comercio solidarios de las modas creadoras de necesidades que sostienen su valor de intercambio, bajo la condición de una dosificación que no lleve demasiado aprisa a satisfacer la menos superflua de esas necesidades mediante el uso último al que lo reduciría su desgaste: quiere decirse como leña para quemar.
Por otra parte, las significaciones a que remite el pupitre no tienen nada que pedirles en cuanto a dignidad a las que interesa el yo, y la prueba es que envuelven ocasionalmente al yo mismo, si es por las funciones que el señor Heinz Hartmann le atribuye de que uno de nuestros semejantes puede convertirse en nuestro pupitre: a saber, mantener una posición adecuada al consentimiento que pone en ello. Función operacional sin duda que permitirá a dicho semejante escalonar en él todos los valores posibles de la cosa que es este pupitre: desde el oneroso alquiler que mantuvo y mantiene todavía la cotización del jorobadito de la calle Quincampoix por encima de las vicisitudes y de la memoria misma del primer gran crack especulativo de los tiempos modernos, bajando por todos los oficios de comodidad familiar, de amueblamiento del espacio, de cesión venal o de usufructo, hasta el uso ¿por qué no?, también se ha visto semejante cosa, de combustible. No a esto todo, pues estoy dispuesto a prestar mi voz al verdadero pupitre para que sostenga un discurso sobre su existencia que, por muy utilitaria que sea, es individual; sobre su historia que, por muy radicalmente enajenada que nos parezca, ha dejado rastros memoriales a los que no les falta nada de lo que exige el historiador: documentos, textos, notas-de-proveedores; sobre su destino mismo que, inerte y todo, es dramático, puesto que un pupitre es perecedero, puesto que ha sido engendrado en el trabajo, puesto que tiene una suerte sometida a azares, a traspiés, a avatares, a prestigios, incluso a fatalidades, de las que éI se hace intersigno, y puesto que esta prometido a un fin del que no es necesario que sepa nada para que sea el suyo, puesto que es el fin que sabemos.
Pero aun así seguiría siendo trivial el que después de esta prosopopeya uno de ustedes sueñe que es ese pupitre dotado o no de la palabra, y como la interpretación de los sueños es ahora cosa conocida si no es que común, no habría por qué sorprenderse de que descifrando el empleo de significante que ese pupitre habrá tomado en el rébus en que el soñador habrá encerrado su deseo, y analizando la referencia más o menos equívoca que este empleo implica a las significaciones que en él habrá interesado la conciencia de ese pupitre, con o sin su discurso, tocamos lo que puede llamarse el preconsciente de este pupitre.
Aquí escucho una protesta que, anuque regulada como papel pautado, no sé bien cómo nombrar. Es que a decir verdad pertenece a lo que no tiene nombre en ninguna lengua, y que, anunciándose en general bajo la moción negro-blanco de la personalidad total, insume todo lo que se nos machaca en psiquiatría en cuanto a fenomenología a la violeta y en la sociedad en cuanto a progresismo estacionario. Protesta del «alma bella’: sin duda, pero bajo las formas que convienen al ser ni carne ni pescado, al aire medio chicha medio limonada, a los andares entre azul y buenas noches del intelectual moderno, ya sea de derecha o de izquierda. En efecto, es por ese lado por donde la protesta ficticia de los que pululan gracias al desorden encuentra sus parentescos nobles. Escuchemos más bien el tono de ésta.
Este tono es mesurado pero grave: el preconsciente, se nos hace observar, no es, como tampoco la conciencia, del pupitre, sino de nosotros mismos que lo percibimos y le damos su sentido, con tanto menos trabajo por lo demás cuanto que hemos fabricado la cosa, Pero si se hubiese tratado de un ser más natural, conviene no embutir nunca inconsideradamente en la conciencia la forma alta que, cualquiera que sea nuestra debilidad en el universo, nos asegura en él una imprescriptible dignidad, véase la palabra junco en el diccionario del pensamiento espiritualista.
Hay que reconocer que aquí Freud me invita a la irreverencia por la manera en que, en algún sitio, de pasada y como quien no quiere la cosa, se expresa sobre los modos de provocación espontánea que son la regla en la puesta en acción de la conciencia universal. Y esto me evita todo escrúpulo de proseguir mi paradoja.
¿Es pues tan grande la diferencia entre el pupitre y nosotros en cuanto a la conciencia, si aquél adquiere tan fácilmente la apariencia de este, si se le pone en juego entre ustedes y yo, que mis frases hayan permitido el equívoco? Así es como, colocado como uno de nosotros entre dos espejos paralelos, se le verá reflejarse indefinidamente, lo cual quiere decir que será mucho mas semejante al que mira de lo que se piensa, puesto que viendo repetirse de la misma manera su imagen, ésta también se ve efectivamente por los ojos de otro cuando se mira puesto que sin ese otro que es su imagen, no se vería verse.
Dicho de otra manera, el privilegio del yo en relación con las cosas debe buscarse en otro sitio que en esa falsa recurrencia al infinito de la reflexión que constituye el espejismo de la conciencia, y que a pesar de su perfecta inanidad, sigue cosquilleando lo suficiente a los que trabajan con el pensamiento como para que vean en ello un pretendido progreso de la interioridad, cuando es un fenómeno topológico cuya distribución en la naturaleza es tan esporádica como las disposiciones de pura exterioridad que lo condicionan, suponiendo que el hombre haya contribuido a propagarlas con una frecuencia inmoderada
Por otra parte, ¿cómo separar el término ,»preconsciente.» de las afectaciones de ese pupitre, o de las que se encuentran en potencia o en acto en alguna otra cosa, y que ajustándose tan exactamente a mis afecciones, vendrán a la conciencia con ellas?
Que el yo sea la sede de percepciones y el pupitre no, es cosa que estamos dispuestos a aceptar, pero refleja con ello la esencia de los objetos que percibe y no la suya en cuanto que la conciencia fuese su privilegio, puesto que esas percepciones son en su mayor parte inconscientes.
No sin motivo, por lo demás, descubríamos el origen de la protesta de la que debemos ocuparnos aquí en esas formas bastardas de la fenomenología que ahuman los análisis técnicos de la acción humana y especialmente las que se requerirían en medicina. Si su materia barata, para emplear ese calificativo que el señor Jaspers afecta especialmente a su estimación del psicoanálisis, es efectivamentc la que da a la obra de éste su estilo, así como su peso a su estatua de director de conciencia de hierro colado y de maestro de pensamiento de hojalata, no por eso carecen de uso, e incluso es siempre el mismo: distraer
Se las utiliza aquí por ejemplo para no ir al hecho de que el pupitre no habla, del que los defensores de la falsa protesta no quieren saber nada, porque de escucharme concedérsela, mi pupitre inmediatamente se haría parlante.
El discurso del Otro.
¿En qué pues prevalece por encima del pupitre que soy -les diría- ese yo que ustedes tratan en el análisis?
Pues si su salud se define por su adaptación a una realidad considerada buenamente como su medida, y si necesitan ustedes la alianza de ‘la parte sana del yo’ para reducir, en la otra parte sin duda, ciertas discordancias con la realidad, que no aparecen como tales sino para el principio de ustedes de considerar a la situación analítica como simple y anodina, y que ustedes no descansarán hasta hacerlas ver con la misma mirada que la de ustedes por el sujeto, ¿no está claro que no hay mas discriminación de la parte sana del yo del sujeto que su acuerdo con la óptica de ustedes que, suponiéndola sana, se convierte así en la medida de las cosas, del mismo modo que no hay otro criterio de la curación que la adopción completa por el sujeto de esa medida que es la de ustedes, lo cual confirma la confesión frecuente entre los autores graves de que el final del análisis se obtiene con la identificación con el yo del analista?
Con toda seguridad, la confesión que se ostenta tan tranquilamente, no menos que la acogida que encuentra, deja pensar que contrariamente al lugar común según el cual se impone uno a los ingenuos, es mucho mas fácil que los ingenuos se impongan, Y la hipocresía que se revela en la declaración cuyo arrepentimiento aparece con una regularidad tan curiosa en ese discurso, de que hay que hablar al sujeto ‘en su lenguaje’, da aún mas que pensar en cuanto a la profundidad de la ingenuidad. Pero hay que sobreponerse además a la náusea que levanta la evocación que sugiere del habla babyish, sin la cual ciertos padres advertidos no creerían poder inducir a sus altas razones a los pobres pequeñuelos a los que no hay mas remedio que mantener tranquilos. Simples miramientos que se consideran como debidos a lo que la imbecilidad analítica proyecta en la noción de la debilidad del yo de los neuróticos.
«Pero no estamos aquí para soñar entre la náusea y el vértigo. Queda el hecho de que, por muy pupitre que sea yo que les hablo, soy el paciente ideal, puesto que conmigo no hay que tomarse tanto trabajo, los resultados se logran de buenas a primeras, estoy curado de antemano. Puesto que se trata únicamente de sustituir a mi discurso el de ustedes, soy un yo perfecto, puesto que nunca tenido otro y puesto que me remito a ustedes para que me informen de las cosas a las cuales mis dispositivos de regulación no les permiten adaptarme directamente, a saber: todas aquellas que no son las dioptrías de ustedes, su talla y la dimensión de sus papeles.»
Muy bien dicho, me parece, para un pupitre. Sin duda estoy bromeando. En lo que ha dicho, a mi gusto, no tenía una palabra que decir. Debido a que era él mismo una palabra; era yo en cuanto sujeto gramatical ¡Hombre!, un grado ganado, y bueno para que lo recoja el soldado de ocasión en el foso de una reivindicación completamente erística, pero también para proporcionarnos una ilustración de la divisa freudiana que, si se expresase como «Allí donde estaba «ello», el yo [je] debe estar», confirmaría en provecho nuestro el carácter débil de la traducción que sustantiva el lch adornando con una t la palabra soll y fija el curso del Es a la tasa de la ce cedilla [ç], forma apostrofada del pronombre neutro [ça]. Queda el hecho de que el pupitre no es un yo, por muy elocuente que haya sido, sino un medio en mi discurso.
Pero después de todo, si se encara su virtud en el análisis, el yo también es un medio, y podemos compararlos.
Como el pupitre lo hizo observar pertinentemente, presenta sobre el yo la ventaja de no ser un medio de resistencia, y es sin duda por eso por lo que lo escogí para soportar mi discurso y aligerar otro tanto lo que una mayor interferencia de mi yo en la palabra de Freud hubiese provocado en ustedes de resistencia: satisfecho como lo estaría ya, si lo que debe quedarles a ustedes, a pesar de ese desvanecimiento, les hiciese encontrar lo que digo «interesante». Locución que no sin motivo designa en su eufemismo lo que sólo nos interesa moderadamente, y que encuentra la manera de cerrar su circuito en su antítesis por la cual se llama desinteresadas a las especulaciones de interés universal.
Pero vamos a ver un poco si lo que digo llega a interesarles, como suele decirse, para rellenar la antonomasia con el pleonasmo: personalmente, el pupitre estará pronto en pedazos para servirnos de arma.
Pues bien, todo esto se encuentra también en lo que se refiere al yo, con la única diferencia de que sus usos aparecen invertidos en su relación con sus estados. Medio de la palabra dirigida a ustedes por el inconsciente del sujeto, arma para resistir a su reconocimiento, fragmentado es como lleva la palabra, y entero es como sirve para no escucharla
En efecto, es en la desagregación de la unidad imaginaria que constituye el yo donde el sujeto encuentra el material significante de sus síntomas. Y es de la especie de interés que despierta en el yo de donde vienen las significaciones que desvían de éI su discurso.
La pasión imaginaria.
Este interés del yo es una pasión cuya naturaleza había sido ya entrevista por la estirpe de los moralistas entre los cuales se la llamaba amor propio, pero de la cual sólo la investigación psicoanalítica supo analizar la dinámica en su relación con la imagen del cuerpo propio. Esta pasión aporta a toda relación con esta imagen, constantemente representada por mi semejante, una significación que me interesa tanto, es decir que me hace estar en una tal dependencia de esa imagen, que acaba por ligar al deseo del otro todos los objetos de mis deseos, más estrechamente que al deseo que suscita en mi.
Se trata de los objetos en cuanto que esperamos su aparición en un espacio estructurado por la visión, es decir de los objetos característicos del mundo humano. En tanto al conocimiento del que depende el deseo de esos objetos, los hombres, están lejos de confirmar la locación según la cual no ven más allá de la punta de su nariz, pues su desdicha por el contrario consiste en que es a partir de la punta de su nariz donde comienza su mundo, y en que no puedan aprehender en él su deseo sino gracias al mismo expediente que les permite ver su nariz misma, es decir en algún espejo. Pero apenas han discernido esa nariz, se enamoran de ella, y esto es la primera significación por la cual el narcisismo envuelve las formas del deseo. No es la única, y la subida creciente de la agresividad en el firmamento de las preocupaciones analíticas permanecería oscura si se mantuviera en ella.
Es un punto que creo haber contribuido personalmente a esclarecer al concebir la dinámica llamada de estadio del espejo, como consecuencia de una prematuración del nacimiento, genérica en el hombre, de donde resulta en el momento señalado la identificación jubilosa del individuo todavía infans con la forma total en que se integra ese reflejo de nariz, o sea con la imagen de su cuerpo: operación que, aunque hecha a vista de nariz, podríamos decir, o sea más o menos de la índole de este ¡ajá! que nos esclarece sobre la inteligencia del chimpancé, maravillado, como lo estamos siempre de captar su milagro sobre el rostro de nuestros iguales, no deja de acarrear una deplorable consecuencia.
Como lo observa muy justamente un poeta ingenioso, el espejo haría bien en ser un poco más reflexivo antes de devolvernos nuestra imagen. Porque en ese momento el sujeto todavía no ha visto nada. Pero apenas la misma captura se reproduce ante la nariz de uno de sus semejantes, la nariz de un notario por ejemplo, Dios sabe adónde va a ser llevado el sujeto por la punta de la nariz, en vista de los lugares, en que esos, oficiales ministeriales tienen la costumbre de meter las suyas. Y así, como todo lo demás que tenemos, manos, pies, corazón, boca, incluso los, ojos, tiene repugnancia a seguir, se llega a la amenaza de una ruptura del tronco de tiro, cuyo anuncio en angustia no podría sino acarrear medidas de rigor. ¡Concentración!, es decir llamada al poder de esa imagen de la que se regocijaba la luna de miel del espejo, a esa unión sagrada de la derecha y de la izquierda que se afirma en ella, por muy trastrocada que aparezca si el sujeto se muestra con más miramientos.
Pero de esa unión, ¿qué modelo más bello que la imagen misma del otro, es decir del notario en su función? Así es como las funciones de dominio que llaman impropiamente funciones de síntesis del yo, instauran sobre el cimiento de una enajenación libidinal el desarrollo que es su consecuencia, y concretamente lo que en otra ocasión llamamos el principio paranoico del conocimiento humano, según el cual sus objetos están sometidos a una ley de reduplicación imaginaria, evocando la homologación de una serie indefinida de notarios, que no debe nada a su cámara sindical.
Pero la significación decisiva para nosotros de la enajenación constituyente del Urbild del yo, aparece en la relación de exclusión que estructura desde ese momento en el sujeto la relación dual de yo a yo. Pues si la captación imaginaria del uso al otro debería hacer que los papeles se distribuyesen de manera complementaria entre el notario y el notariado por ejemplo, Ia identificación precipitada del yo con el otro en el sujeto tiene como efecto que esta distribución no constituya nunca una armonía ni siquiera cinética, sino que se instituya sobre el «tú o yo» permanente de una guerra en que está en juego la existencia del uno o el otro de dos notarios en cada uno de los sujetos. Situación que está simbolizada en el «Eso lo será usted» de la disputa transitivista, forma original de la comunicación agresiva.
Se ve a qué se reduce el lenguaje del yo: la iluminación intuitiva, el mando recolectivo, la agresividad retorsiva del eco verbal. Añadamos lo que le corresponde de los desechos automáticos del discurso común: la palabrería educativa y el ritornello delirante, modos de comunicación que reproducen perfectamente objetos apenas más complicados que este pupitre, una construcción de feed back para los primeros, para los segundos un deseo de gramófono, de preferencia rayado en el lugar debido.
Sin embargo es en este registro en el que se profiere el análisis sistemático de la defensa. Se corrobora con las apariencias de la regresión. La relación de objeto proporciona las apariencias y ese forzamiento no tiene más salida que una de las tres que se muestran en la técnica en vigor. Ya sea el salto impulsivo a lo real a través del aro de papel de la fantasía: acting out en un sentido ordinariamente de signo contrario a la sugestión. Ya sea la hipomanía transitoria por eyección del objeto mismo, que está propiamente descrita en la embriaguez megalomaniática que nuestro amigo Michael Balint, con una pluma tan verídica que nos lo hace aún mas amigo, reconoce como el índice de la terminación del análisis en las normas actuales. Ya sea en la especie de somatización que es la hipocondría a mínima, teorizada púdicamente bajo el capítulo de la relación médico-enfermo.
La dimensión sugerida por Rickman de la two body psychology es la fantasía con que se cobija un two ego analysis tan insostenible como coherente en sus resultados.
La acción analítica.
Por eso enseñamos que no hay sólo en la situación analítica dos sujetos presentes, sino dos sujetos provistos cada uno de dos objetos que son el yo y el otro, dando a este otro [autre] el índice de una a minúscula inicial. Ahora bien, en virtud de las singularidades de una matemática dialéctica con las cuales habrá que familiarizarse, su reunión en el par de los sujetos S y A sólo cuenta en total con cuatro términos, debido a que la relación de exclusión que juega entre a y a’ reduce a las dos parejas así anotadas a una sola en la confrontación de los sujetos.
Con esta partida entre cuatro, el analista actuará sobre las resistencias significativas que lastran, frenan y desvían a la palabra, aportando el mismo al cuarteto el signo primordial de la exclusión que connota el «o bien – o bien» de la presencia o de la ausencia, que desentraña formalmente la muerte incluida en la Bildung narcisista. Signo que falta, observémoslo de pasada, en el aparato algorítmico de la lógica moderna que se intitula simbólica, y que demuestra en éI la insuficiencia diaIéctica que la hace todavía inepta para la formalización de las ciencias humanas.
Esto quiere decir que el analista interviene directamente en la dialética del análisis haciéndose el muerto, cadaverizando su posición, como dicen los chinos, ya sea por su silencio allí donde es el Otro [Autre], con una A mayúscula, ya sea anulando su propia resistencia allí donde es el otro [autre] con una a minúscula. En los dos casos, y bajo las incidencias respectivas de lo simbólico y de lo imaginario, presentifica la muerte.
Pero además conviene que reconozca, y por lo tanto distinga, su acción en uno y otro de esos dos registros para saber por qué interviene, en qué instante se ofrece la ocasión y cómo actuar sobre ello.
La condición primordial es que esté compenetrado de la diferencia radical del Otro al cual debe dirigirse su palabra, y de ese segundo otro que es el que ve y del cual y por el cual el primero le habla en el discurso que prosigue ante él. Porque es así como sabrá ser aquel a quien ese discurso se dirige.
El apólogo de mi pupitre y la práctica corriente del discurso de la convicción le mostrarán suficientemente, si lo piensa, que ningún discurso, sea cual sea la inercia en que se apoye o ta pasión a la que apele, se dirige nunca sino al buen entendedor al que lleva su saludo. Hasta el propio argumento que llaman ad hominem no es considerado por el que lo practica sino como una seducción destinada a obtener del otro en su autenticidad la aceptación de una palabra, palabra que constituye entre los dos sujetos un pacto, confesado o no, pero que se sitúa en un caso como en el otro más allá de las razones del argumento.
De ordinario, cada uno sabe que los otros, lo mismo que él, permanecerán inaccesibles a las constricciones de la razón, fuera de una aceptación de principio de una regla del debate que implica un acuerdo explícito o implícito sabre lo que se llama su fondo, lo cual equivale casi siempre a un acuerdo anticipado sobre lo que está en juego. Lo que llaman lógica o derecho no es nunca nada más que un cuerpo de reglas que fueron laboriosamente ajustadas en un momento de la historia debidamente fechado y situado por un sello de origen, ágora o foro, iglesia, incluso partido. No esperaré pues nada de esas reglas fuera de la buena fe del Otro, y en caso extremo no las utilizaré, sí lo juzgo apropiado o si me obligan a ello, sino para divertir a la mala fe.
El lugar de la palabra.
El Otro es pues el lugar donde se constituye el yo [je] que habla con el que escucha, ya que lo que uno dice es ya la respuesta, y el otro decide al escucharlo sí el uno ha hablado o no.
Pero a su vez, ese lugar se extiende en el sujeto tan lejos como reinan las leyes de la palabra, es decir mucho más allá del discurso que toma del yo sus consignas, desde que Freud descubrió su campo inconsciente y las leyes que lo estructuran.
No es en virtud de un misterio, que sería el de la indestructibilidad de ciertos deseos infantiles, como estas leyes del inconsciente determinan los síntomas analizables. El modelado imaginario del sujeto por sus deseos más o menos fijados o regresados en su relación con el objeto es insuficiente y parcial para dar su clave.
La insistencia repetitiva de esos deseos en la transferencia y su rememoración permanente en un significante del que se ha apoderado la represión, es decir donde lo reprimido retorna, encuentran su razón necesaria y suficiente, si se admite que el deseo del reconocimiento domina en esas determinaciones al deseo que queda por reconocer, conservándolo como tal hasta que sea reconocido.
Las leyes de la rememoración y del reconocimiento simbólico, en efecto, son diferentes en su esencia y en su manifestación de las leyes de la reminiscencia imaginaria, es decir del eco del sentimiento o de la impronta (Prägung) instintual, incluso si los elementos ordenados por las primeras como significantes han sido tomados del material al que las segundas dan su significación.
Para tocar la naturaleza de la memoria simbólica basta con haber estudiado una vez, como yo lo hice hacer en mi seminario, la continuidad simbólica mas simple, la de una serie lineal de signos que connotan la alternativa de la presencia o de la ausencia, habiendo escogido cada una al azar, ya se proceda bajo un modo puro o impuro. Apórtese entonces a esta continuidad la elaboración más simple, la de anotar en ella las frecuencias ternarias en una nueva serie, y se verán aparecer leyes sintácticas que imponen a cada término de ésta ciertas exclusiones de posibilidad hasta que se levanten las compensaciones que exigen sus antecedentes.
Fue el corazón de esta determinación de la ley simbólica lo que Freud alcanzó de buenas a primeras con su descubrimiento, pues en este inconsciente del que nos dice con insistencia que no tiene nada que ver con todo lo que había sido designado con ese nombre hasta entonces, reconoció la instancia de las leyes en que se fundan la alianza y el parentesco, instalando en ellas desde la Traumdeutung el complejo de Edipo como su motivación central. Y esto es lo que me permite ahora decirles por qué los motivos del inconsciente se limitan -punto sobre el cual Freud tomó partido desde el principio y nunca se desdijo- al deseo sexual En efecto, es esencialmente sobre el nexo sexual, y ordenándolo bajo la ley de las alianzas preferenciales y de las relaciones prohibidas, sobre el que se apoya la primera combinatoria de los intercambios de mujeres entre las estirpes nominales, para desarrollar en un intercambio de bienes gratuitos y en un intercambio de palabras clave el comercio fundamental y el discurso concreto que soportan las sociedades humanas.
El campo concreto de la conservación individual, en cambio, por sus nexos con la división no del trabajo, sino del deseo y del trabajo, ya manifestado desde la primera transformación que introduce en el alimento su significación humana hasta las formas mas elaboradas de la producción de bienes que se consumen, muestra suficientemente que se estructura en esa dialéctica del amo y del esclavo en la gue podemos reconocer la emergencia simbólica de la lucha a muerte imaginaria en la que hemos definido hace un momento la estructura esencial del yo: asi pues no hay por qué extrañarse de que ese campo se refleje exclusivamente en esa estructura. Dicho de otra manera, esto explica que el otro gran deseo genérico, el del hambre, no esté representado, como Freud lo sostuvo siempre, en lo que el inconsciente conserva para hacerlo reconocer.
Así se ilumina cada vez más la intención de Freud, tan legible para quien no se contente con hacer el tonto alrededor de su texto, en el momento en que promovió la tópica del yo, y que fue la de restaurar en su rigor la separación, hasta en su interferencia inconsciente, del campo del yo y el del inconsciente primeramente descubierto por él, mostrando la posición «de través» del primero en relación con el segundo, al reconocimiento del cual resiste por la incidencia de sus propias significaciones en la palabra.
Es ahí sin duda donde reside el contraste entre las significaciones de la culpabilidad cuyo descubrimiento en la acción del sujeto dominó la fase primera de la historia del análisis, y las significaciones de frustración afectiva, de carencia instintual y de dependencia imaginaria del sujeto que dominan su fase actual,
Que la preeminencia de las segundas, tal como se consolida actualmente en el olvido de las primeras, nos prometa una propedéutica de infantilización general, no es decir mucho, cuando el psicoanálisis permite ya que se autoricen en su principio prácticas de mistificación social en gran escala.
La deuda simbólica.
¿Nuestra acción irá pues a reprimir la verdad misma que arrastra en su ejercicio? ¿Pondrá a dormir a esta verdad, que Freud en la pasión del hombre de las ratas mantendría ofrecida para siempre a nuestro reconocimiento, incluso si tuviésemos que apartar cada vez más de ella nuestra vigilancia: a saber, que de las contrahechuras y de los vanos juramentos, de las faltas a la palabra y de las palabras en el aire cuya constelación presidió la venida al mundo de un hombre, está amasado el convidado de piedra que viene a turbar, en los síntomas, el banquete de sus deseos?
Pues la uva agraz de la palabra por la cual el niño recibe demasiado temprano de un padre la autentificación de la nada de la existencia, y el racimo de la ira que responde a las palabras de falsa esperanza con que su madre lo ha embaucado al alimentarlo con la leche de su verdadera desesperanza, le dan más dentera que el haber sido destetado de un gozo imaginario o incluso el haber sido privado de tales cuidados reales.
¿Escurriremos el bulto de lo simbólico por medio del cual la falta real paga el precio de la tentación imaginaria? ¿Desviaremos nuestro estudio de lo que sucede con la ley cuando, por haber sido intolerable a una fidelidad del sujeto, fue desconocida por él ya cuando era todavía ignorada, y del imperativo si, por haberse presentado a él en la impostura, es refutado en su fuero antes de ser discernido: es decir de los resortes que, en la malla rota de la cadena simbólica, hacen subir desde lo imaginario esa figura obscena y feroz en la que es preciso ver la significación verdadera del superyó?
Entiéndase aquí que nuestra crítica del análisis que pretende ser análisis de la resistencia y se reduce cada vez a la movilización de las defensas, no se refiere sino al hecho de que está tan desorientada en su práctica como en sus principios, para volverla a llamar al orden de sus fines legítimos.
Las maniobras de complicidad dual en las que se esfuerza para lograr efectos de felicidad y de éxito no podrían tomar valor a nuestros ojos sino aminorando la resistencia de los efectos de prestigio en los que el yo se afirma, en la palabra que se confiesa en tal momento del análisis que es el momento analítico.
Creemos que es en la confesión de esta palabra de la que la transferencia es la actualización enigmática donde el análisis debe recuperar su centro al mismo tiempo que su gravedad, y que nadie vaya a imaginar por nuestras afirmaciones de hace un momento que concebíamos esa palabra bajo algún modo místico evocador del karma. Pues lo que llama la atención en el drama patético de la neurosis, son los aspectos absurdos de una simbolización desconcertada cuyo quid pro quo cuanto más se le penetra mas irrisorio aparece.
Adaequatio rei et intellectus: el enigma homonímico que podemos hacer brotar del genitivo rei, que sin cambiar siquiera de acento puede ser el de la palabra reus, que quiere decir parte en un proceso, y más particularmente el acusado, y metafóricamente el que está en deuda por algo, nos sorprende dando finalmente su fórmula a la adecuación singular cuya cuestión planteábamos para nuestro intelecto y que encuentra su respuesta en la deuda simbólica de la que el sujeto es responsable como sujeto de la palabra.
La formación de los analistas futuros.
Por eso es a las estructuras del lenguaje, tan manifiestamente reconocibles en los mecanismos primordialmente descubiertos del inconsciente, a las que regresaremos para reanudar nuestro análisis de los modos bajo los cuales la palabra sabe recubrir la deuda que engendra.
Que la historia de la lengua y de las instituciones y las resonancias, atestiguadas o no en la memoria, de la literatura y de las significaciones implicadas en las obras de arte, sean necesarias para la inteligencia del texto de nuestra experiencia, es un, hecho del que Freud, por haber tomado éI mismo allí su inspiración, sus procedimientos de pensamiento y sus armas técnicas, da testimonio tan abrumadoramente que se lo puede palpar con sólo hojear las páginas de su obra. Pero no juzgó superfluo poner esa condición a toda institución de una enseñanza del psicoanálisis.
Que esa condición haya sido descuidada, y hasta en la selección de los analistas, es cosa que no podría ser extraña a los resultados que vemos, y que nos indica que es articulando técnicamente sus exigencias como únicamente podremos satisfacerla. De lo que debe tratarse ahora es de una iniciación a los métodos del lingüista, del historiador y yo diría que del matemático, para que una nueva generación de practicantes y de investigadores recobre el sentido de la experiencia freudiana y su motor. Encontrará también con qué preservarse de la objetivación psico-sociológica donde el psicoanalista en sus incertidumbres va a buscar la sustancia de lo que hace, siendo así que no puede aportarle sino una abstracción inadecuada donde su práctica se empantana y se disuelve.
Esa reforma será una obra institucional, pues no puede sostenerse sino por una comunicación constante con disciplinas que se definirían como ciencias de la intersubjetividad, o también por el término de ciencias conjeturales, término con el cual indico el orden de las investigaciones que están haciendo virar la implicación de las ciencias humanas.
Pero semejante dirección no se mantendrá sino gracias a una enseñanza verdadera, es decir que no cese de someterse a lo que se llama innovación, pues el pacto que instituye la experiencia debe tener en cuenta el hecho de que ésta instaura los efectos mismos que la capturan para apartarla del sujeto.
Así, denunciando el pensamiento mágico no se ve que es pensamiento mágico, y en verdad la coartada de los pensamientos de poder, siempre dispuestos a producir su rechazo en una acción que no se sostiene sino por su articulación con la verdad.
Es a esa articulación de la verdad a la que Freud se remite al declarar imposible de cumplir tres compromisos: educar, gobernar, psicoanalizar. ¿Por qué Io serían en efecto, sino porque el sujeto no puede dejar de estar en falta si se hila en el margen que Freud reserva a la verdad?
Pues la verdad se muestra allí compleja por esencia, humilde en sus oficios y extraña a la realidad, insumisa a la elección del sexo, pariente de la muerte y, a fin de cuentas, más bien inhumana, Diana tal vez…. Acteón demasiado culpable de acosar a la diosa, presa en que se prende, cazador, la sombra en que te conviertes, deja ir a la jauría sin que tu paso se apresure, Diana reconocerá por lo que valen a los perros…