Hoc quod triginta tres per annos in ipso loco studui,
et Sanctae Annae Genio loci, et dilectae juventuti,
quae eo me sectata est, diligenter dedico.
[Dedico devotamente este trabajo al genio local de
Sainte-Anne en que me consagré al estudio durante
treinta y seis años y a la amada juventud que allí me
siguió. AS]
l. Hacia Freud
1. Medio siglo de freudismo aplicado a la psicología deja el problema todavía por pensarse de nuevo, dicho de otro modo en el statu quo ante.
Podría decirse que antes de Freud su discusión no se desprende de un fondo teórico que se presenta como psicología y no es sino un residuo «laicizado» de lo que llamaremos la larga cocción metafísica de la ciencia en la Escuela (con la E mayúscula que le debe nuestra reverencia).
Ahora bien, si nuestra ciencia, que concierne a la physis, en su matematización cada vez más pura, no conserva de esa cocina sino un relente tan discreto que podemos legitimamente preguntarnos si no habrá habido sustitución de persona, no sucede lo mismo en lo que concierne a la antiphysis (o sea al aparato vivo que se supone apto para tomar la medida de dicha physis), cuyo olor a refrito delata sin duda alguna la práctica secular en dicha cocina de la preparación de sesos.
Así, la teoría de la abstracción, necesaria para dar cuenta del conocimiento, se ha fijado en una teoría abstracta de las facultades del sujeto, que las peticiones sensualistas más radicales no han podido hacer más funcionales en lo que hace a los efectos subjetivos.
Las tentativas siempre renovadas de corregir sus resultados, por los contrapesos variados del afecto, deben efectivamente seguir siendo vanas mientras se omita preguntar si es efectivamente el mismo sujeto el que es afectado por ellos.
2. Es la pregunta que en las bancas de la escuela (con e minúscula), se aprende a eludir de una vez por todas: puesto que incluso admitiendo las alternancias de identidad del percipiens, su función constituyente de la unidad del perceptum no se discute. Desde ese momento la diversidad de estructura del perceptum solo afecta en el percipiens una diversidad de registro, en último análisis la de los sensoriums. De derecho esta diversidad es siempre superable, si el percipiens se mantiene a la altura de la realidad.
Por eso aquellos a quienes cabe el cargo de responder a la cuestión que plantea la existencia del loco no han podido evitar interponer entre ella y ellos esas bancas de la escuela, cuya muralla les ha parecido en esta ocasión propicia para mantenerlos al abrigo.
Nos atrevemos efectivamente a meter en el mismo saco, si puede decirse, todas las posiciones, sean mecanicistas o dinamistas en la materia, sea en ellas la génesis del organismo o del psiquismo, y la estructura de la desintegración o del conflicto, si, todas, por ingeniosas que se muestren, por cuanto en nombre del hecho, manifiesto, de que una alucinación es un perceptum sin objeto, esas posiciones se atienen a pedir razón al percipiens de ese perceptum, sin que a nadie se le ocurra que en esa pesquisa se salta un tiempo, el de interrogarse sobre si el percerptum mismo deja un sentido unívoco al percipiens aquí conminado a explicarlo.
Este tiempo debería parecer sin embargo legítimo a todo examen no prevenido de la alucinación verbal, por el hecho de que no es reductible, como vamos a verlo, ni a un sensorium particular ni sobre todo a un percipiens en cuanto que le daría su unidad.
Es un error en efecto considerarla como auditiva por su naturaleza, cuando es concebible en última instancia que no lo sea en ningún grado (en un sordomudo por ejemplo, o en un registro cualquiera no auditivo de deletreo alucinatorio), pero sobre todo si se considera que el acto de oír no es el mismo según que apunte a la coherencia de la cadena verbal, concretamente su sobredeterminación en cada instante por el efecto a posteriori de su secuencia, así como también la suspensión en cada instante de su valor en el advenimiento de un sentido siempre pronto a ser remitido – o según que se acomode en la palabra a la modulación sonora a tal fin de análisis acústico: tonal o fonético, incluso de potencia musical.
Estos recordatorios muy abreviados bastarían para hacer valer la diferencia de las subjetividades interesadas en la mira del perceptum (y cómo se la desconoce en el interrogatorio de los enfermos y la nosología de las «voces»). Pero podría pretenderse reducir esta diferencia a un nivel de objetivación en el percipiens.
No hay nada de esto sin embargo. Porque es en el nivel donde la «síntesis» subjetiva confiere su pleno sentido a la palabra donde el sujeto muestra todas las paradojas de que es paciente en esa percepción singular. Que estas paradojas aparecen ya cuando es el otro eI que profiere la palabra, es cosa que queda bastante manifiesta en el sujeto por la posibilidad de obedecer a ella en cuanto que gobierna su escucha y su puesta en guardia pues con sólo entrar en su audiencia, el sujeto cae bajo el efecto de una sugestión de la que sólo escapa reduciendo al otro a no ser sino el portavoz de un discurso que no es de él o de una intención que mantiene en éI en reserva.
Pero más notable aún es la relación del sujeto con su propia palabra, donde lo importante está más bien enmascarado por el hecho puramente acústico de que no podría hablar sin oírse. Que no pueda oírse sin dividirse es cosa que tampoco tiene nada de privilegiado en los comportamientos de la conciencia. Las clínicos han dado un paso mejor al descubrir la alucinación motriz verbal por detección de movimientos fonatorios esbozados. Pero no por ello han articulado dónde reside el punto crucial: es que, dado que el sensorium es indiferente en la producción de una cadena significante:
1o. ésta se impone por sí misma al sujeto en su dimensión de voz;
2o. toma como tal una realidad proporcional al tiempo, perfectamente observable en la experiencia, que implica su atribución subjetiva;
3o. su estructura propia en cuanto significante es determinante en esa atribución que, por regla, es distributiva, es decir con varias voces, y que pone pues, como tal, al percipiens, pretendidamente unificador, como equívoco.
3. Ilustraremos lo que acaba de enunciarse con un fenómeno desgajado de una de nuestras presentaciones clínicas del año l955-56, o sea el año mismo del seminario cuyo trabajo evocamos aquí. Digamos que semejante hallazgo no puede ser sino el precio de una sumisión completa, aún cuando sea enterada, a las posiciones propiamente subjetivas del enfermo, posiciones que son demasiado a menudo forzadas al reducirlas en el diálogo al proceso mórbido, reforzando entonces la dificultad de penetrarlas con una reticencia provocada no sin fundamento en el sujeto.
Se trataba en efecto de uno de esos delirios de dos cuyo tipo hemos mostrado desde hace mucho en la pareja madre-hija, y en el que el sentimiento de intrusión, desarrollado en un delirio de vigilancia, no era sino el desarrollo de la defensa propia de un binario afectivo, abierto como tal a cualquier enajenación.
Fue la hija la que, en el curso de nuestro examen, nos adelantó como prueba de las injurias con que las dos tropezaban de parte de sus vecinos un hecho referente al amigo de la vecina que se suponía que las hostigaba con sus ataques, después de que tuvieron que poner fin con ella a una intimidad acogida con complacencia al principio. Ese hombre, implicado por lo tanto en la situación de manera indirecta, y figura por lo demás bastante borrosa en las alegatas de la enferma, había lanzado, si habíamos de creerla, dirigido a ella, cuando se cruzaban en el pasillo, el término grosero: »¡Marrana!».
Ante lo cual nosotros, poco inclinados a reconocer en éI la retorsión de un «iCerdo!» demasiado fácil de extrapolar en nombre de una proyección que no representa nunca en semejante caso sino la del psiquiatra, le preguntamos por las buenas lo que en ella misma había podido proferir el instante anterior. No sin éxito: pues nos concedió con una sonrisa haber murmurado en efecto ante la vista del hombre estas palabras de las cuales, según ella, no tenía por qué ofenderse: «Vengo de la carnicería…»
¿A quién apuntaban? Le era bien difícil decirlo, y nos daba así derecho a ayudarla. En cuanto a su sentido textual, no podremos descuidar el hecho entre otros de que la enferma había dejado de la manera más repentina a su marido y a su familia política y dado así a un matrimonio reprobado por su madre un desenlace que quedó en lo sucesivo sin epílogo, a partir de la convicción a que había llegado de que esos campesinos se proponían, nada menos, para acabar con esa floja citadina, despedazarla concienzudamente.
Qué importa sin embargo que haya que recurrir o no al fantasma del cuerpo fragmentado para comprender cómo la enferma, prisionera de la relación dual, responde de nuevo aquí a una situación que la rebasa.
Para nuestro fin presente basta con que la enferma haya confesado que la frase era alusiva, sin que pueda con todo mostrar otra cosa sino perplejidad en cuanto a captar hacia quién de los copresentes o de la ausente apuntaba la alusión, pues, aparece así que el yo [je], como sujeto de la frase en estilo directo, dejaba en suspenso, conforme a su función llamada de shifter en lingüística, la designación del sujeto hablante mientras la alusión, en su intención conjuratoria sin duda, quedase a su vez oscilante. Esa incertidumbre llegó a su fin, una vez pasada la pausa, con la aposición de la palabra «marrana», demasiado pesada de invectiva, por su parte, para seguir isocrónicamente a la oscilación. Así es como el discurso acabó por realizar su intención de rechazo hacia la alucinación. En el lugar donde el objeto indecible es rechazado en lo real, se deja oír una palabra, por el hecho de que, ocupando el lugar de lo que no tiene nombre, no ha podido seguir la intención del sujeto sin desprenderse de ella por medio del guión de la réplica: oponiendo su antistrofa de depreciación al refunfuño de la estrofa restituida desde ese momento a la paciente con el índice del je (yo), y reuniéndose en su opacidad con las jaculatorias del amor, cuando, ante la escasez de significante para llamar al objeto de su epitalamio, usa para ello del expediente de lo imaginario mas crudo. «Te como… -¡Bombón!» «Te desmayas. . . -¡ Ratoncito! «.
4. Este ejemplo sólo se promueve aquí para captar en lo vivo que la función de irrealización no está toda en el símbolo. Pues para que su irrupción en lo real sea indudable, basta con que esta se presente, como es común, bajo forma de cadena rota .
Se toca en ello también ese efecto que tiene todo significante una vez percibido de suscitar en el percipiens un asentimiento hecho del despertar de la duplicidad oculta del segundo por la ambigüedad manifiesta del primero.
Por supuesto todo esto puede ser considerado como efectos de espejismo en la perspectiva clásica del sujeto unificador.
Es notable únicamente que esa perspectiva, reducida a sí misma, no ofrezca sobre la alucinación por ejemplo más que puntos de vista de una pobreza tal, que el trabajo de un loco, sin duda tan notable como muestra ser el Presidente Schreber en sus Memorias de un neurópata, puede, después de haber recibido la mejor acogida desde antes de Freud, por parte de los psiquiatras, ser considerado incluso después de él como un volumen digno de proponerse para iniciarse en la fenomenología de la psicosis, y no sólo al principiante.
En cuanto a nosotros, nos proporcionó la base de un análisis de estructura, cuando, en nuestro seminario del año l955-l956 sobre las estructuras freudianas en las psicosis, reanudamos siguiendo el consejo de Freud, su examen.
La relación entre el significante y el sujeto, que ese análisis descubre, se encuentra, como se ve en este exordio, desde el aspecto de los fenómenos, si, regresando de la experiencia de Freud, se sabe el punto adonde conduce.
Pero este arranque del fenómeno, convenientemente proseguido, volvería a encontrarse con ese punto, como fue el caso para nosotros cuando un primer estudio de la paranoia nos llevó hace treinta años al umbral del psicoanálisis.
En ningún sitio en efecto está más fuera de propósito la concepción falaz de un proceso psíquico en el sentido de Jaspers, del que el síntoma no sería sino el índice, que en el abordamiento de la psicosis, porque en ningún sitio el síntoma, si se sabe leerlo, está más claramente articulado en la estructura misma.
Lo cual nos impondrá definir este proceso por los determinantes mas radicales de la relación del hombre con el significante.
5. Pero no hace falta estar en esas para interesarse en la verdad bajo la cual se presentan las alucinaciones verbales en las Memorias de Schreber, ni para reconocer en ellas diferencias muy otras que aquellas en que se las clasifica «elásticamente», según su modo de implicación en el perecipiens (el grado de su creencia) o en la realidad de aqueste (la «auditivación»): a saber antes bien las diferencias que consisten en su estructura de palabra, en cuanto que esta estructura esta ya en el perceptum.
Si se considera únicamente el texto de las alucinaciones, se establece en ellas de inmediato una distinción para el lingüísta entre fenómenos de código y fenómenos de mensaje.
A los fenómenos de código pertenecen en este enfoque las voces que hacen uso de la Grundsprache, que traducimos por lengua de fondo, y que Schreber describe (S. 13-I) como «un alemán un tanto arcaico, pero siempre riguroso, que se señala muy especialmente por su gran riqueza en eufemismos». En otro lugar (S.167-Xll) se refiere con nostalgia «a su forma auténtica por sus rasgos de noble distinción y de sencillez»,
Esa parte de los fenómenos está especificada en locaciones neológicas por su forma (palabras compuestas nuevas, pero composición aquí conforme a las reglas de la lengua del paciente) y por su empleo. Las alucinaciones informan al sujeto sobre las formas y los empleos que constituyen eI neocódigo: el sujeto la debe, por ejemplo, en primer lugar, la denominación de Grundsprache para designarlo.
Se trata de algo bastante. vecino a esos mensajes que los lingüistas llaman autónimos por cuanto es el significante mismo (y no lo que significa) lo que constituye el objeto de la comunicación. Pero esta relación, singular pero normal, del mensaje consigo mismo se redobla aquí con el hecho de que esos mensajes se supone que están soportados por seres cuyas relaciones enuncian ellos mismos en modos que muestran ser muy análogos a las conexiones del significante. El término Nervenanhang que traducimos por: anexión-de-nervios, y que proviene también de esos mensajes, ilustra esta observación por cuanto pasión y acción entre esos seres se reducen a esos nervios anexados o des-anexados, pero también por cuanto éstos, al igual que los rayos divinos (Gottesstrablen), a Ios que son homogéneos, no son otra cosa sino la entificación de las palabras que soportan (S. 130-X: lo que las voces formulan: «No olvide que la naturaleza de los rayos es que deben hablar.»)
Relación aquí del sistema con su propia constitución de significante que habría que remitir al expediente de la cuestión del metalenguaje, y que tiende en nuestra opinión a demostrar la impropiedad de esa noción si apuntase a definir elementos diferenciados en el lenguaje.
Observamos por otra parte que nos encontramos aquí en presencia de esos fenómenos que han sido llamados erróneamente intuitivos, por el hecho de que el efecto de significación se adelanta en ellos al desarrollo de ésta. Se trata de hecho de un efecto del significante, por cuanto su grado de certidumbre (grado segundo: significación de significación) toma un peso proporcional al vacío enigmático que se presenta primeramente en el lugar de la significación misma.
Lo divertido en este caso es que en la misma medida en que para el sujeto esta alta tensión del significante llega a caer, es decir que las alucinaciones se reducen a estribillos, a monsergas, cuya vaciedad se imputa a seres sin inteligencia ni personalidad, incluso francamente borrados del registro del ser. que en la misma medida, decíamos, las voces manifiestan la Seelenauffassung, la concepción-de-las-almas (según la lengua fundamental), la cual concepción se manifiesta en un catálogo de pensamientos que no es indigno de un libro de psicología elásica. Catálogo ligado en las voces a una intención pedante, lo cual no impide al sujeto aportar a él los comentarios más pertinentes. Observemos que en esos comentarios la fuente de Ios términos es siempre cuidadosamente distinguida, por ejemplo que si el sujeto emplea la palabra Instanz (S. nota de 30-II, Conf. notas de 11 a 21-I), subraya en nota: esta palabra es mía.
Así, no se le escapa la importancia primordial de los pensamientos-de-memoria (Erinnerungsgedanken) en la economía psíquica, e indica inmediatamente la prueba de esto en el uso poético y musical del estribillo modulatorio.
Nuestro paciente que califica inapreciablemente esa «concepción de las almas» como «la representación un tanto idealizada que las almas se han formado de la vida y del pensamiento humano» (S. 104-XII), cree gracias a ella haber «logrado visiones sobre la esencia del proceso del pensamiento y del sentimiento en el hombre que muchos ,psicólogos podrían envidiarle» (S. 107-XII).
Se lo concedemos de buen grado, tanto más cuanto que a diferencia de ellos, estos conocimientos cuyo alcance él aprecia con tanto buen humor, no se imagina haberlos recibido de la naturaleza de las cosas, y que, si cree deber sacar ventaja de ellos, es, acabamos de indicarlo, a partir de un análisis semántico.
Pero para volver a tomar el hilo, pasemos a los fenómenos que opondremos a los precedentes como fenómenos de mensaje.
Se trata de los mensajes interrumpidos, en los que se sostiene una relación entre el sujeto y su interlocutor divino a la que dan la forma de un challenge o de una prueba de resistencia,
La voz del interlocutor limita en efecto los mensajes de que se trata a un comienzo de frase cuyo complemento de sentido no presenta por lo demás dificultad alguna para el sujeto, salvo por su lado hostigante, ofensivo, las más de las veces de una inepcia cuya naturaleza es como para desalentarlo. La valentía de que da pruebas para no desmayar en su réplica, incluso para desarmar las trampas a las que lo inducen, no es lo menos importante para nuestro análisis del fenómeno.
Pero nos detendremos aquí también en el texto mismo de lo que podríamos llamar la provocación (o mejor la prótasis) alucinatoria, De semejante estructura el sujeto nos da los ejemplos siguientes (S. 217-XVI): 1] Nun will ich mich (ahora me voy a…) 2] Sie sollen nämlich… (debe usted por su parte…); 3] Das will ich mir… (Voy a…), para atenernos a estos -a los cuales debe replicar con su suplemento significativo, para éI nada dudoso, a saber: 1o a rendirme al hecho de que soy idiota; 2o por su parte, ser expuesto (palabra de la lengua fundamental) como negador de Dios y dado a un libertinaje voluptuoso, para no hablar de lo demás; 3o. pensarlo bien.
Puede observarse que la frase se interrumpe en el punto donde termina el grupo de las palabras que podríamos llamar términos-índices, o sea aquellos a los que su función en el significante designa, según el término empleado más arriba, como shifters, o sea precisamente los términos que, en el código, indican la posición del sujeto a partir del mensaje mismo.
Después de lo cual la parte propiamente léxica de la frase, dicho de otro modo la que comprende las palabras que el código define por su empleo, ya se trate del código común o del código delirante, queda elidida.
¿No es notable la predominancia de la función del significante en esos dos órdenes de fenómenos, no incita incluso a buscar lo que hay en el fondo de la asociación que constituyen: de un código constituido de mensajes sobre el código, y de un mensaje reducido a lo que en el código indica el mensaje?
Todo esto necesitaría traducirse con el mayor cuidado en un grafo, en el que intentamos ese año mismo representar las conexiones internas al significante en cuanto que estructuran al sujeto.
Pues hay allí una topología que es enteramente distinta de la que podría haceraos imaginar la exigencia de un paralelismo inmediato de la forma de los fenómenos con sus vías de conducción en el neuroeje.
Pero esta topología, que está en la línea inaugurada por Freud, cuando emprendió, después de haber abierto con los sueños el campo del inconsciente, la descripción de su dinámica, sin sentirse ligado a ninguna preocupación de localización cortical, es precisamente lo que mejor puede preparar las preguntas con que se interrogará la superficie de la corteza.
Pues sólo después del análisis lingüístico del fenómeno de lenguaje puede establecerse legítimamente Ia, relación que constituye en el sujeto y con ello mismo delimitar el orden de las «máquinas» (en el sentido puramente asociativo que tiene este término en la teoría matemática de las redes) que pueden realizar ese fenómeno.
No es menos notable que sea la experiencia freudiana la que haya inducido al autor de estas lineas en la dirección aquí presentada. Pasemos pues a lo que aporta esa experiencia en nuestra cuestión.
II. Después de Freud
1. ¿Qué nos ha aportado Freud aquí? Entramos en materia afirmando que para el problema de la psicosis, esa aportación había desembocado en una recaída.
Es inmediatamente sensible en el simplismo de los resortes que se invocan en concepciones que se reducen todas a este esquema fundamental: ¿cómo hacer pasar lo interior a Io exterior? El sujeto en efecto podrá aquí englobar cuanto quiera un Ello opaco, de todos modos es en cuanto yo, es decir, de manera enteramente expresada en la orientación psicoanalítica presente, en cuanto ese mismo percipiens imbatible, como se le invoca en la motivación de la psicosis. Ese percipiens tiene completo poder sobre su correlativo no menos incambiado: la realidad, y el modelo de ese poder se toma en un dato accesible a la experiencia común, el de la proyección afectiva.
Pues las teorías presentes se recomiendan por el modo absolutamente incriticado en que ese mecanismo de la proyección se pone en uso en ellas. Todo lo objeta y nada lo apoya, y menos que nada la evidencia clínica de que no hay nada en común entre la proyección afectiva y sus pretendidos efectos delirantes, entre los celos del infiel y los del alcohólico por ejemplo.
Que Freud, en su ensayo de interpretación del caso del presidente Schreber, que se lee mal cuando se le reduce a las monsergas que siguieron, emplea la forma de una deducción gramatical para presentar en ella el empalme de la relación con el otro en la psicosis: sea los diferentes medios de negar la proposición: Lo amo, de donde se sigue que ese juicio negativo se estructura en dos tiempos: el primero, la inversión del valor del verbo: Lo odio, o de inversión del género del agente o del objeto: no soy yo, o bien no es él, es ella (o inversamente); el segundo de interversión de los sujetos: éI me odia, es a ella a quien ama, es ella quien me ama -los problemas Iógicos formalmente implicados en esa deducción no retienen la atención de nadie.
Es más: que Freud en ese texto deseche expresamente el mecanismo de la proyección como insuficiente para dar cuenta del problema, para entrar en ese momento en un larguísimo, detallado y sutil desarrollo sobre la represión, ofreciendo sín embargo asideros a nuestro problema, digamos únicamente que estos siguen perfilándose inviolados por encima del polvo removido del solar psicoanalítico.
2. Freud aportó más tarde la introducción al narcisismo. Ha sido utilizada para el mismo uso, para un bombeo, aspirante e impelente al capricho de los tiempos del teorema, de la libido por el percipiens, el cual es apto así para inflar y desinflar una realidad vejiga
Freud daba la primera teoría del modo según el cual el yo se constituye a partir del otro en la nueva economía subjetiva, determinada por el inconsciente: se respondía a esto aclamando en ese yo el reencuentro del buen viejo percipiens a toda prueba y de la función de síntesis.
¿Cómo asombrarse de que el único provecho que se haya sacado para la psicosis haya sido la promoción definitiva de la noción de pérdida de la realidad?
No es eso todo. En l924, Freud escribe un articulo incisivo: La pérdida de realidad en la neurosis y en la psicosis, en el que vuelve a llamar la atención sobre el hecho de que el problema no es el de la pérdida de la realidad, sino del resorte de lo que se sustituye a ella Discurso a los sordos, puesto que el problema esta resuelto; el almacén de los accesorios esta en el interior, y se los va sacando según las necesidades.
De hecho tal es el esquema con que incluso el señor Katan, en sus estudios en que vuelve tan atentamente a las etapas de la psicosis en Schreber, guiado por su preocupación de penetrar en la fase prepsicótica, se satisface, cuando muestra la defensa contra la tentación instintual, contra la masturbación y Ia homosexualidad en ese caso, para justificar el surgimiento de la fantasmagoría alucinatoria, telón interpuesto por la operación del percipiens entre la tendencia y su estimulante real.
¡Cómo nos hubiera aliviado esa simplicidad en una época, si hubiéramos estimado que debiera bastar para el problema de la creación literaria en la psicosis!
3. Sea como sea, ¿qué problema pondría todavía obstáculo tal discurso del psicoanálisis, cuando la implicación de una tendencia en la realidad responde de la regresión de su pareja?
¿Qué podría cansar a unos espíritus que se avienen a que les hablen de la regresión, sin que se distinga la regresión en la estructura, la regresión en Ia historia y la regresión en el desarrollo (distinguidas por Freud en cada ocasión como tópica, temporal o genética)?
Renunciamos a demorarnos aquí en el inventario de la confusión. Esta sabido para aquellos a quienes formamos y no interesaría a los otros. Nos contentaremos con proponer a su meditación común el efecto de extrañeza que produce, a la mirada de una especulación que se ha consagrado a dar vueltas en redondo entre desarrollo y entorno, la única mención de los rasgos que son sin embargo la armazón del edificio freudiano: a saber la equivalencia mantenida por Freud de la función imaginaria del falo en los dos sexos (desesperación durante mucho tiempo de los aficionados a las falsas ventanas «biológicas», es decir naturalistas), el complejo de castración encontrado como fase normativa del acto de asumir el sujeto su propio sexo, el mito del asesinato del padre hecho necesario por la presencia constituyente del complejo de Edipo en toda historia personal, y, last but not…, el efecto de desdoblamiento que lleva a la vida amorosa la instancia misma repetitiva del objeto reencontrable siempre en cuanto único. ¿Será necesario recordar además el carácter profundamente disidente de la noción de la pulsión en Freud, la disyunción de principio de la tendencia, de su dirección y de su objeto, y no sólo su «perversión» original, sino su implicación en una sistemática conceptual, aquella cuyo lugar marcó Freud, desde los primeros pasos de su doctrina, bajo el título de las teorías sexuales de la infancia?
¿No se ve que estamos desde hace mucho tiempo lejos de todo esto en un naturismo educativo que no tiene más principio que la noción de gratificación y su contrapartida: la frustración, no mencionada por ninguna parte en Freud?
Sin duda las estructuras reveladas por Freud siguen sosteniendo no sólo en su plausibilidad, sino en su maniobra los vagas dinamismos con que el psicoanálisis de hoy pretende orientar su flujo. Una técnica deshabitada se supone incluso que sería por ello mismo más capaz de «milagros» -si no fuese el conformismo por añadidura que reduce sus efectos a los de una mescolanza de sugestión social y de superstición psicológica.
4. Es incluso notable que nunca se manifieste una exigencia de rigor sino en personas a las que el curso de las cosas mantiene por algún lado fuera de este concierto, tal como la señora Ida Macalpine que nos pone en el predicamento de maravillarnos de encontrar, leyéndola, un espíritu firme.
Su crítica del cliché que se confina en el factor de la represión de una pulsión homosexual, por lo demás enteramente indefinida, para explicar la psicosis, es magistral, y lo demuestra a saciedad en el caso mismo de Schreber, La homosexualidad, supuesta determinante de la psicosis paranoica, es propiamente un síntoma articulado en su proceso.
Ese proceso está iniciado desde hace mucho tiempo en el momento en que su primer signo aparece en Schreber bajo el aspecto de una de esas ideas hipnopómpicas, que en su fragilidad nos presentan especies de tomografías del yo, idea cuya función imaginaria nos es suficientemente indicada en su forma: que sería bello ser una mujer que está sufriendo el acoplamiento.
La señora Ida Macacalpine, si abre aquí una justa crítica, acaba sin embargo por desconocer que Freud, si pone hasta ese punto el acento sobre la cuestión homosexual, es ante todo para demostrar que condiciona la idea de grandeza en el delirio, pero que más esencialmente Freud denuncia en ello el modo de alteridad según el cual se opera la metamorfosis del sujeto, dicho de otra manera el lugar donde se suceden sus «transferencias» delirantes. Más le hubiera valido fiarse de la razón por la que Freud también aquí se obstina en una referencia al Edipo que ella no encuentra de su agrado.
Esta dificultad la hubiera llevado a descubrimientos que nos hubieran esclarecido con seguridad, pues todo queda todavía por decir sobre la función de lo que se llama el Edipo invertido. La señora Macalpine prefiere rechazar aquí todo recurso al Edipo, para sustituirlo por un fantasma de procreación, que se observa en el niño de los dos sexos, y esto bajo la forma de fantasmas de embarazo, que ella considera además como ligados a la estructura de la hipocondría.
Este fantasma es en efecto esencial, y observaré incluso aquí que el primer caso en que obtuve ese fantasma en un hombre fue por una vía que marcó una fecha en ml carrera, y que no era ni un hipocondríaco, ni un histérico.
Ese fantasma siente ella incluso finamente, mirabile para los tiempos que corren, la necesidad de ligarlo a una estructura simbólica. Pero para encontrar ésta fuera del Edipo, va a buscar referencias etnográficas cuya asimilación medimos mal en su escrito. Se trata del tema «heliolítico», del que uno de los adalides mas eminentes de la escuela difusionista inglesa se ha hecho defensor. Conocemos el mérito de esas concepciones, pero no nos parece en absoluto que apoyen la idea que la señora Macalpine pretende dar de una procreación asexuada como de una concepción »primitiva».
El error de la señora Macalpine se juzga por lo demás, por el hecho de que llega al resultado más opuesto a lo que busca.
Al aislar un fantasma en una dinámica que ella califica de intrapsíquica, según una perspectiva que abre sobre la noción de la transferencia, llega al resultado de designar en la incertidambre del psicótico respecto de su propio sexo el punto sensible donde debe ejercerse la intervención del analista, oponiendo los felices efectos de esta intervención al otro, catastrófico, constantemente observado, en efecto, en los psicóticos, de toda sugestión en el sentido del reconocimiento de una homosexualidad latente.
Ahora bien, la incertidumbre en lo que hace al sexo propio es precisamente un rasgo banal en la histeria, cuyas usurpaciones en el diagnóstico denuncia la señora Macalpine.
Es que ninguna formación imaginaria es específica, ninguna es determinante ni en la estructura, ni en la dinámica de un proceso. Y por eso se condena uno a errar una y otra vez cuando con la esperanza de alcanzarlas mejor, se decide que importa un bledo la articulación simbólica que Freud descubrió al mismo tiempo que el inconsciente, y que le es efectivamente consustancial: es la necesidad de esta articulación la que nos significa en su referencia metódica al Edipo.
5. ¿Cómo imputar a la señora Macalpine la fechoría de este desconocimiento, puesto que, por no haber sido disipado, ha ido acrecentándose sin cesar en el psicoanálisis?
Esta es la razón de que por una parte los psicoanalistas se vean reducidos, para definir la escisión mínima, perfectamente exigible, entre la neurosis y la psicosis, a atenerse a la responsabilidad del yo para con la realidad: que es lo que nosotros llamamos dejar el problema de Ia psicosis en el status quo ante.
Un punto quedaba sin embargo designado muy precisamente como el puente de la frontera entre los dos dominios.
Han hecho incluso de él el caso mas desmesurado a propósito de la cuestión de la transferencia en la psicosis. Sería faltar a la caridad reunir aquí lo que se ha dicho sobre ese tema. Veamos únicamente en ello la ocasión de rendir homenaje al espíritu de la señora Ida Macalpine, cuando resume una posición perfectamente conforme con el genio que se despliega actualmente en el psicoanálisis en estos términos: en suma los psicoanalistas afirman estar en situación de curar la psicosis en todos los casos en que no se trata de una psicosis.
Este es el punto sobre el que Midas, legislando un día sobre las indicaciones del psicoanálisis, se expresó en estos términos:
«iEs claro que el psicoanálisis sólo es posible con un sujeto para quien hay un otro!» Y Midas atravesó el puente ida y vuelta confundiéndolo con un baldío. ¿Cómo hubiera podido ser de otro modo, puesto que no sabía que allí estaba el río?
El término otro, inaudito hasta entonces por el pueblo psicoanalista, no tenía para él otro sentido que el murmullo de juncos.
lll. Con Freud
1. Es de llamar la atención que una dimensión que se hace sentir como la de Otra-cosa en tantos experiencias que los hombres viven, netamente no sin pensar en ellas, antes bien pensando, pero sin pensar que piensan, y como Telémaco pensando en el gasto, no haya sido pensada nunca hasta ser dicha congruentemente por aquellos a quienes la idea de pensamiento les da Ia seguridad de pensar.
El deseo, el hastío, el enclaustramiento, la rebeldía, la oración, la vigilia (quisiera que se hiciese alto en ésta puesto que Freud se refiere a ella expresamente por la evocación en la mitad de su Schreber de un pasaje del Zaratustra de Nietzsche), el pánico en fin están ahí para darnos testimonio de la dimensión de ese Otro sitio, y para llamar sobre él nuestra atención, no digo en cuanto simples estados de ánimo que el piensalascallando puede poner en su sitio, sino mucho mas considerablemente en cuanto principios permanentes de las organizaciones colectivas, fuera de las cuales no parece que la vida humana pueda mantenerse mucho tiempo.
Sin duda no esta excluido que el piensa en-pensar más pensable, pensando ser el mismo esa Otra-cosa, haya podido siempre tolerar difícilmente esa eventual competencia.
Pero esa aversión se vuelve enteramente clara una vez hecha la juntura conceptual, en la que nadie había pensado todavía, de ese Otro sitio con el lugar, presente para todos y cerrado a cada uno, donde Freud descubrió que sin que se piense, y por lo tanto sin que ninguno pueda pensar en éI mejor que otro, «ello» piensa. «Ello» piensa mas bien mal, pero piensa duro: pues es en estos términos como nos anuncia el inconsciente: pensamientos que, si sus leyes no son del todo las mismas que las de nuestros pensamientos de todos los días nobles o vulgares, están perfectamente articulados.
No hay ya modo por lo tanto de reducir ese Otro sitio a la forma imaginaria de una nostalgia, de un Paraíso perdido o futuro, lo que se encuentra allí es el paraiso de los amores infantiles, donde ¡baudelérame Dios! pasa cada cosa…
Por lo demás, si nos quedara una duda, Freud nombró el lugar del inconsciente con un término que le había impresionado en Fechner (el cual no es de ninguna manera en su experimentalismo el realista que nos sugieren nuestros manuales): ein andere Schauplatz, otro escenario lo repite veinte veces en sus obras inaugurales.
Una vez que esta aspersión de agua fresca, así lo esperamos, ha reanimado a los espíritus, pasemos a la formulación científica de la relación con ese Otro del sujeto.
2. Aplicaremos, «para fijar las ideas» y las almas aquí en pena, aplicaremos dicha relación en el esquema £ ya presentado y aquí simplificado:
ESQUEMA: £
que significa que la condición del sujeto S (neurosis o psicosis) depende de lo que tiene lugar en el Otro A.* Lo que tiene lugar allí es articulado como un discurso (el inconsciente es el discurso del Otro), del que Freud buscó primero definir la sintaxis por los trozos que en momentos privilegiados, sueños, lapsus, rasgos de ingenio, nos llegan de él.
En ese discurso ¿cómo se interesaría el sujeto si no fuese parte, interesada? Lo es, en efecto, en cuanto que está estirado en los cuatro puntos del esquema: a saber S su inefable y estúpida existencia, a, sus objetos, a’, su yo, a saber lo que se refleja de su forma en sus objetos, y A el lugar desde donde puede planteársele la cuestión de su existencia.
Pues es una verdad de experiencia para el análisis que se plantea para el sujeto la cuestión de su existencia no bajo la especie de la angustia que suscita en el nivel del yo y que no es más que un elemento de su séquito, sino en cuanto pregunta articulada: «¿Qué soy ahí?», referente a su sexo y su contingencia en el ser a saber que es hombre o mujer por una parte, por otra parte que podría no ser ambas conjugando su misterio, y anudándolo en los símbolos de la procreación y de la muerte. Que la cuestión de su existencia baña al sujeto, lo sostiene, lo invade, incluso lo desgarra por todas partes, es cosa de la que las tensiones, los suspensos, los fantasmas con que el analista tropieza le dan fe y aun falta decir que es a título de elementos, del discurso particular como esa cuestión en el Otro se articula. Pues es porque esos fenómenos se ordenan en las figuras de ese discurso por lo que tienen fijeza de síntomas por lo que son legibles y se resuelven cuando son descifrados.
3. Hay que insistir pues en que esta cuestión no se presenta en el inconsciente como inefable, en que esa cuestión es allí un cuestionamiento, o sea: que antes de todo análisis está articulada allí en elementos discretos. Esto es capital, pues esos elementos son los que el análisis lingüístico nos ordena aislar en cuanto significantes, y que vemos captados en su función en estado puro en el punto a la vez más inverosímil y mas verosímil:
-el más inverosímil, puesto que sucede que su cadena subsiste en una alteridad respecto del sujeto, tan radical como la de los jeroglíficos todavía indescifrables en la soledad del desierto;
-el más verosímil, porque sólo allí puede aparecer sin ambigüedad su función de inducir en el significado la significación imponiéndose su estructura.
Pues ciertamente los surcos que abre el significante en el mundo real van a buscar para ensancharlas las hiancias que le ofrece como ente, hasta el punto de que puede subsistir una ambigüedad en cuanto a captar si el significante no sigue en ellas la ley del significado.
Pero no sucede igual en el nivel del cuestionamiento no del lugar del sujeto en el mundo, sino de su existencia en cuanto sujeto, cuestionamiento que, a partir de él, va a extenderse a su relación intramundana con los objetos, y a la existencia del mundo en cuanto que puede también ser cuestionada más allá de su orden.
4. Es capital comprobar en la experiencia del Otro inconsciente en la que nos guía Freud que la cuestión no encuentra sus lineamientos en protomorfas profusiones de la imagen, en intumescencias vegetativas, en franjas anímicas que irradiasen de las palpitaciones de la vida.
Esta es toda la diferencia de su orientación respecto de la escuela de Jung que se apega a tales formas: Wandlungen der libido. Esas formas pueden ser promovidas al primer plano de una mántica, pues pueden producirse por medio de las técnicas adecuadas (promoviendo las creaciones imaginarias: ensoñaciones, dibujos, etc.,) en un emplazamiento ubicable: esto se ve en nuestro esquema, tendido entre a y a’, o sea en el velo del espejismo narcisista, eminentemente apropiado para sostener con sus efectos de seducción y de captura todo lo que viene a reflejarse en el.
Si Freud rechazó esa mántica, fue en el punto en que ella desatendía a la función directora de una articulación significante, que toma su efecto de su ley interna y de un material sometido a la pobreza que le es esencial.
Del mismo modo que en la medida entera en que ese estilo de articulación se ha mantenido, por la virtud del verbo freudiano, incluso desmembrado, en la comunidad que se pretende ortodoxa, en esa medida subsiste una diferencia tan profunda entre las dos escuelas, aun cuando en el punto en que están las cosas, ninguna de las dos esté capacitada para formular su razón. Gracias a lo cual eI nivel de su práctica mostrará pronto reducirse a la distancia de los modos de ensoñación de los Alpes y del Atlántico.
Para volver a la fórmula que había gustado tanto a Freud en boca de Charcot, «esto no impide existir» al Otro en su lugar A.
Pues quitadlo de allí, y el hombre no puede ya ni siquiera sostenerse en la posición de Narciso. El ánima, como por el efecto de un elástico, vuelve a pegarse al animus y el animus al animal, el cual entre S y a sostiene con su Umwelt «relaciones exteriores» sensiblemente más estrechas que las nuestras, sin que pueda decirse por lo demás que su relación con el Otro sea nula, sino únicamente que no se nos presenta de otro modo que en esporádicos esbozos de neurosis.
5. La £ del cuestionamiento del sujeto en su existencia tiene una estructura combinatoria que no hay que confundir con su aspecto espacial. Como tal, es ciertamente el significante mismo que debe articularse en el Otro, y especialmente en su topología de cuaternario.
Para sostener esta estructura, encontramos los tres significantes en que podemos identificar al Otro en el complejo de Edipo. Bastan para simbolizar las significaciones de la reproducción sexuada, bajo los significantes de relación del amor y de la procreación.
El cuarto término está dado por el sujeto en su realidad, como tal precluida en el sistema y que sólo bajo el modo del muerto entra en el juego de los significantes, pero que se convierte en el sujeto verdadero a medida que ese juego de los significantes va a hacerle significar.
En efecto, ese juego de los significantes no es inerte, puesto que está animado en cada partida particular por toda la historia de la ascendencia de los otros reales que la denominación de los Otros significantes implica en la contemporaneidad del Sujeto. Más aun, ese juego, en cuanto que se instituye en regla más allá de cada partida, estructura ya en el sujeto las tres instancias: yo (ideal), realidad, superyó, cuya determinación será la obra de la segunda tópica freudiana.
El sujeto por otra parte entra en el juego en cuanto muerto, pero es como vivo como va a jugar, es en su vida donde tiene que tomar el color que anuncia ocasionalmente en él. Lo hará utilizando un set de figuras imaginarias, seleccionadas entre las formas innumerables de las relaciones anímicas, y cuya elección implica cierta arbitrariedad, puesto que para recubrir homológicamente el ternario simbólico, debe ser numéricamente reducido.
Para ello, la relación polar por la que la imagen especular (de la relación narcisista) está ligada como unificante al conjunto de elementos imaginarios llamado del cuerpo fragmentado, proporciona una pareja que no está solamente preparada por una conveniencia natural de desarrollo y de estructura para servir de homólogo a la relación simbólica Madre-Niño. La pareja imaginaria del estadio del espejo, por lo que manifiesta de contranatura, si hay que referirla a una prematuración específia del nacimiento en el hombre, resulta ser adecuada para dar al triángulo imaginario la base que la relación simbólica pueda en cierto modo recubrir. (Ver el esquema R.)
En efecto, es por la hiancia que abre esta prematuración en lo imaginario, y donde abundan los efectos del estadio del espejo, como el animal humano es capaz de imaginarse mortal, no que pueda decirse que lo podría sin su simbiósis con lo simbólico, sino más bien que sin esta hiancia que lo enajena a su propia imagen no hubiera podido producirse esa simbiósis con lo simbólico en la que se constituye, como sujeto a la muerte.
6. El tercer término del temario imaginario, aquel en el que el sujeto se identifica opuestamente con su ser de vivo, no es otra cosa que la imagen fálica cuyo develamiento en esa función no es el menor escándalo del descubrimiento freudiano.
Esquema R:
Inscribamos aquí desde ahora, a título de visualización conceptual de este doble temario, lo que llamaremos consiguientemente el esquema R. y que representa las Iíneas de condicionamiento del perceptum, dicho de otra manera del objeto, por cuanto estas líneas circunscriben el campo de la realidad, muy lejos de depender únicamente de él.
Así, si se consideran los vértices del triángulo simbólico: I como ideal del yo, M como el significante del objeto primordial, y P como la posición en A del Nombre-del-Padre, se puede captar cómo el prendido homológico de la significación del sujeto S bajo el significante del falo puede repercutir en el sostén del campo de la realidad, delimitado por el cuadrángulo MimI. Los otros dos vértices de éste, i, y m, representan los dos términos imaginarios de la relación narcisista, o sea el yo y la imagen especular.
Pueden situarse así de i a M, o sea en a, las extremidades de los segmentos Si, Sa1, Sa2, San., SM, donde colocar las figuras del otro imaginario en las relaciones de agresión erótica en que se realizan -igualmente de m a I, o sea en a’, las extremidades de segmentos Sm, Sa’1, Sa’2, Sa’n, SI, en Ias que el yo se identifica desde su Urbild especular hasta la identificación paternal del ideal del yo.
Quienes siguieron nuestro seminario del año l956-57 saben el uso que hicimos del ternario imaginario aquí planteado, con el que el niño en cuanto deseado constituye el vértice I, para devolver a la noción de Relación de objeto, un tanto desacreditada por la suma de necedades que se ha pretendido avalar estos últimos años bajo su rúbrica, el capital de experiencia que le va legítimamente ligada.
Este esquema en efecto permite demostrar las relaciones que se refieren no a los estadios preedípicos que por supuesto no son inexistentes, pero analíticamente impensables (como la obra vacilante pero guiada de la señora Melanie Klein lo pone suficientemente en evidencia), sino a los estadios pregenitales en cuanto que se ordenan en la retroacción del Edipo.
Todo el problema de las perversiones consiste en concebir cómo el niño, en su relación con la madre, relación constituida en el análisis no por su dependencia vital, sino por su dependencia de su amor, es decir por el deseo de su deseo, se identifica con el objeto imaginario de ese deseo en cuanto que la madre misma lo simboliza en el falo.
El falocentrismo producido por esta dialéctica es todo lo qué habremos de retener aquí. Está por supuesto enteramente condicionado por la intrusión del significante en el psiquismo del hombre, y es estrictamente imposible de deducir de ninguna armonía preestablecida de dicho psiquismo con la naturaleza a la que expresa.
Ese efecto imaginario que no puede experimentarse como discordancia sino en nombre del prejuicio de una normatividad propia del instinto, ha determinado sin embargo la larga querella, extinguida hoy pero no sin estragos, referente a la naturaleza primaria o secundaria de la fase fálica. Si no fuera por la extrema importancia de la cuestión, esa querella merecería nuestro interés por las hazañas dialécticas que impuso al doctor Ernest Jones para sostener con la afirmación de su entero acuerdo con Freud una posición diametralmente contraria, a saber la que lo convertía, con matices sin duda, en el campeón de las feministas inglesas avezadas en el principio de «a cada uno su»: a los boys el falo, a las girls el c…
7. Esta función imaginaria del falo Freud la develó pues cómo pivote del proceso simbólico que lleva a su perfección en los dos sexos el cuestionamiento del sexo por el complejo de castración.
La actual relegación en la sombra de esta función del falo (reducido al papel de objeto parcial) en el concierto analítico no es sino consecuencia de la mistificación profunda en la que la cultura mantiene su símbolo: esto se entiende en el sentido en que el paganismo mismo no lo producía sino al término de sus más secretos misterios.
Es en efecto en la economía subjetiva, tal como la vemos gobernada por el inconsciente, una significación que no es evocada sino por lo que llamamos una metáfora, precisamente la metáfora paterna.
Y esto nos trae de nuevo, puesto que es con la señora Macalpine con quien hemos escogido dialogar, a su necesidad de referencia a un «heliolitismo», con lo cual pretende ver codificada la procreación en una cultura preedípica, donde la función procreadora del padre sería eludida.
Todo lo que podremos adelantar en este sentido, sea bajo la forma que sea, no hará sino poner más en valor la función de significante que condiciona la paternidad.
Pues en otro debate de los tiempos en que los psicoanalistas se interrogaban todavía sobre la doctrina, el doctor Ernest Jones, con una observación más pertinente que antes, no aportó un argumento menos inadecuado.
En efecto, con respecto al estado de las creencias en alguna tribu australiana, se negó a admitir que ninguna colectividad de hombres pueda desconocer el hecho de experiencia de que, salvo excepción enigmática, ninguna mujer da a luz sin haber tenido un coito, ni siquiera ignorar el lapso requerido de ese antecedente. Ahora bien, ese crédito que nos parece concedido de manera por completo legítima a las capacidades humanas de observación de lo real es muy precisamente lo que no tiene en la cuestión la menor importancia.
Pues si lo exige el contexto simbólico, la paternidad no dejará por ello de ser atribuida al encuentro por la mujer de un espíritu en tal fuente o en tal monolito donde se supondrá que reside.
Esto es sin duda lo que demuestra que la atribución de la procreación al padre no puede ser efecto sino de un puro significante, de un reconocimiento no del padre real, sino de lo que la religión nos ha enseñado a invocar como el Nombre-del-Padre.
No hay por supuesto ninguna necesidad de un significante para ser padre, como tampoco para estar muerto, pero sin significante, nadie, de uno y de otro de esos estados de ser sabrá nunca nada.
Recuerdo aquí para uso de aquellos a quienes nada puede decidir a buscar en los textos de Freud un complemento a las luces que sus monitores les dispensan con que, insistencia se encuentra en ellos subrayada la afinidad de las dos relaciones significantes que acabamos de evocar, cada vez que el sujeto neurótico (el obsesivo especialmente) la manifiesta por la conjunción de sus temas.
Cómo no habría de reconocerla Freud, en efecto, cuando la necesidad de su reflexión le ha llevado a ligar la aparición del significante del Padre, en cuanto autor de la Ley, con la muerte, incluso con el asesinato del Padre -mostrando así que si ese asesinato es el momento fecundo de la deuda con la que el sujeto se liga para toda la vida con la Ley, el Padre simbólico en cuanto que significa esa Ley es por cierto el Padre muerto.
IV. Por el lado de Schreber
1. Podemos ahora entrar en la subjetividad del delirio de Schreber.
La significación del falo, hemos dicho, debe evocarse en lo imaginario del sujeto por la metáfora paterna.
Esto tiene un sentido preciso en la economía del significante del que sólo podemos aquí recordar la formalización, bien conocida de quienes siguen nuestro seminario de este año sobre las formaciones del inconsciente. A saber: fórmula de la metáfora, o de la sustitución significante:
S . $’ —–> 1
$’ x s
donde las S mayúsculas son significantes, x la significación de. conocida y s el significado inducido por la metáfora, la cual consiste en la sustitución en la cadena significante de S a S’. La elisión de S’, representada aquí por su tachadura, es la condición del éxito de la metáfora.
Esto se aplica así a la metáfora del Nombre-del-Padre, o sea a la metáfora que sustituye este Nombre en el lugar primeramente simbolizado por la operación de la ausencia de la madre.
Nombre-del-Padre . Deseo de la Madre Nombre-del-Padre A
Deseo de la Madre Significado al sujeto Falo
Tratemos de concebir ahora una circunstancia de la posición subjetiva en que, al llamado del Nombre-del-Padre responda, no la ausencia del padre real, pues esta ausencia es más que compatible con la presencia del significante, sino la carencia del significante mismo.
No es ésta una concepción a la que nada nos prepare. La presencia del significante en el Otro es en efecto una presencia cerrada al sujeto por lo general, puesto que por lo general es en estado de reprimido (verdrängt) como persiste allí, como de allí insiste para representarse en el significado por su automatismo de repetición (Wiederholungszwang).
Extraigamos de varios textos de Freud un término que está en ellos lo bastante articulado como para hacerlos injustificables si ese término no designa allí una función del inconsciente distinta de lo reprimido. Tengamos por demostrado lo que fue el corazón de mi seminario sobre las psicosis, a saber que este término se refiere a la implicación más necesaria de su pensamiento cuando se mide en el fenómeno de la psicosis: es el término Verwerfung.
Se artlcula en ese registro como la ausencia de esa Bejahung, o juicio de atribución, que Freud establece como precedente necesario de toda aplicación posible de la Verneinung, que le opone como juicio de existencia: a la vez que todo el artículo en el que destaca esa Verneinung como elemento de la experiencia analítica demuestra en ella la confesión del significante mismo que ella anula.
Es pues también sobre el significante sobre el que tiene efecto la Bejahung primordial, y otros textos permiten reconocerlo, y concretamente la carta 52 de la correspondencia con Fliess, donde es aislado expresamente en cuanto término de una percepción original bajo el nombre de signo, Zeichen.
La Verwerfung será pues considerada por nosotros como preclusión del significante. En el punto donde, ya veremos cómo, es llamado el Nombre-del-Padre, puede pues responder en el Otro un puro y simple agujero, el cual por la carencia del efecto metafórico provocará un agujero correspondiente en el lugar de la significación fálica.
Es la única forma en que nos es posible concebir aquello cuyo desenlace nos presenta Schreber como el de un daño que no está capacitado para develar sino en parte y en el que, nos dice, con los nombres de Flechsig y de Schreber, el término «asesinato de almas» (Seelenmord: S. 22-II) desempeña un papel esencial (texto).
Está claro que se trata aquí de un desorden provocado en la juntura más íntima del sentimiento de la vida en el sujeto, y la censura que mutila el texto antes de la adición que Schreber anuncia a las explicaciones bastante desviadas que intentó de su procedimiento deja pensar que asociaba en él al nombre de personas vivas, hechos cuya publicación difícilmente toleraban las convenciones de la época. Así, el capítulo siguiente falta por entero, y Freud, para ejercer su perspicacia, tuvo que contentarse con la alusión al Fausto, al Freischutz y al Manfredo de Byron, obra esta última (de la que supone estiá tomado el nombre de Ahriman, o sea de una de las apofanías de Dios en el delirio de Schreber) que le pareció recibir en esa referencia todo su valor de su tema: el héroe muere por la maldición que hace caer sobre él la muerte del objeto de un incesto fraterno.
En cuanto a nosotros, puesto que con Freud hemos escogido confiar en un texto que, con la salvedad de esas mutilaciones, sin duda lamentables, sigue siendo un documento cuyas garantías de credibilidad le igualan con las más elevadas, será en la forma más desarrollada del delirio con la que el libro se confunde en la que nos aplicaremos a mostrar una estructura que mostrará ser semejante al proceso mismo de la psicosis.
2. En esta vía, comprobaremos con el matiz de sorpresa en que Freud ve la connotación subjetiva del inconsciente reconocido, que el delirio despliega toda su tapicería alrededor del poder de creación atribuido a Ias palabras de las que los rayos divinos (Gottesstrahlen) son la hipóstasis.
La cosa empieza como un leit-motiv en el primer capítulo donde el autor primeramente se detiene en lo que el acto de hacer nacer una existencia de la nada tiene de chocante para el pensamiento por contrariar la evidencia que la experiencia le proporciona en las transformaciones de una materia en la que la realidad encuentra su sustancia.
Acentúa esa paradoja con su contraste con las ideas con que está mas familiarizado el hombre que nos certifica que a él, como si hiciera falta: un alemán gebildet de la época wilhelmianiana, alimentado de metacientificismo hacckeliano, en apoyo de lo cual proporciona una lista de lecturas, ocasión para nosotros de completar, remitiéndonos a él, lo que Gavarni llama en algún sitio una prepotente idea del Hombre.
Es incluso en esa paradoja sometida a reflexión de la intrusión de un pensamiento para el hasta entonces impensable donde Schreber ve la prueba de que ha debido pasar algo que no viene de su mente: prueba a la cual, al parecer, sólo las peticiones de principio destacadas mas arriba en la posición del psiquiatra nos dan derecho a resistir.
3. Dicho lo cual, atengámonos por nuestra parte a una secuencia de fenómenos que Schreber establece en su decimoquinto capítuIo (S. 204-215).
Sabemos en este momento que el sostén de su partida en el juego forzoso del pensamiento (Denkzwang) al que le constriñen las palabras de Dios (v. supra, I-5) tiene una prenda dramática que es que Dios, cuyo poder de desconocimiento veremos más adelante, considerando al sujeto como aniquilado, tirado o plantado (liegen lassen), amenaza sobre la que volveremos después.
Que el esfuerzo de réplica al que el sujeto queda pues suspendido así, en su ser de sujeto, llegue a faltar por un momento de Pensar-en-nada (Nichtsdenken), que parece ser ciertamente el más humanamente exigible de los reposos (Schreber dicit), y he, aquí lo que ocurre en él:
1- Lo que él llama el milagro de aullido (Brüllenwunder),grito arrancado de su pecho y que le sorprende más allá de toda advertencia, ya esté solo o ante una concurrencia horrorizada por la imagen que le ofrece de su boca de pronto abierta ante el indecible vacío, y a la que abandona el puro que un instante antes estaba fijo en ella;
2- La llamada de socorro («Hülfe» rufen), emitida desde los «nervios divinos desprendidos de la masa», y cuyo tono quejumbroso se motiva por el mayor alejamiento al que se retira Dios;
(dos fenómenos en que el desgarramiento subjetivo es bastante indiscernible de su modo significante, para que no insistamos más);
3- La eclosión próxima, o sea en la zona oculta del campo perceptivo, en el pasillo, en el cuarto vecino, de manifestaciones que, sin ser extraordinarias, se imponen al sujeto como producidas intencionalmente para él.
4- La aparición en el siguiente escalón de lo lejano, o sea fuera del alcance de los sentidos, en el parque, en lo real, de creaciones milagrosas, es decir recientemente creadas, creaciones de las que la señora Macalpine observa finamente que pertenece siempre a especies volantes: pájaros o insectos.
Estos últimos meteoros del delirio ¿no aparecen como el rastro de una estela, o como un efecto de franja, mostrando los dos tiempos en que el significante que se ha callado en el sujeto, de su noche hace brotar primero un fulgor de significación en la superficie de lo real, luego iluminarse a lo real con una fulguración proyectada desde debajo de su cimiento de nada?
Así, en la cúspide de los efectos alucinatorios, esas criaturas que, si quisiéramos aplicar con todo rigor el criterio de la aparición del fenómeno en la realidad, merecerían ellas solas el título de alucinación, nos recomiendan reconsiderar en su solidaridad simbólica el trío del Creador, de la Criatura y de lo Creado, que aquí se desprende.
4. Es de la posición del Creador, en efecto, de donde nos remontaremos a la de lo Creado, que subjetivamente la crea.
Unico en su Multiplicidad, Múltiple en su Unidad (tales son los atributos, que se unen a los de Heráclito, con que Schreber lo define), ese Dios, desmultiplicado en efecto en una jerarquía de reinos que, por sí sola, merecería un estudio, se degrada en seres birladores de identidades desanexadas.
Inmanente a esos seres, cuya captura por su inclusión en el ser de Schreber amenaza su integridad, Dios no deja de tener el soporte intuitivo de un hiperespacio, en el que Schreber ve incluso a las transmisiones significantes dirigirse a lo largo de hilos (Fäden), que materializan el trayecto parabólico según el cual entran en su cráneo por el occipucio (S. 3l5-P. S. v) .
A la vez, a la medida del tiempo, Dios deja bajo sus manifestaciones extenderse cada vez más lejos el campo de los seres sin inteligencia, de los seres que no saben lo qùe dicen, de los seres de vanidad, tales como esos pájaros tocados del milagro, esos pájaros parlantes, esos vestíbulos del cielo (Vorhöfe des Himmels), en que la misoginia de Freud detectó al primer vistazo las ocas blancas que eran las muchachas en los ideales de su época, para verlo confirmado por los nombres propios que el sujeto más lejos les da. Digamos solamente que son para nosotros mucho más representativas por el efecto de sorpresa que provocan en ellas la similaridad de los vocablos y las equivalencias puramente homofónicas a las que se confían para su empleo (Santiago = Carthago, Chinesenthum = Jesum Christum, etc., S. 2l0-xv).
En la misma medida, el ser de Dios en su esencia se retira cada vez más lejos en el espacio que lo condiciona, retirada que se intuye en la creciente lentitud de sus palabras, que llega hasta la escansión de un deletreo farfullante .(S. 223-XVI). De tal modo que con sólo seguir la indicación de este proceso, tendríamos a ese Otro único al que se articula la existencia del sujeto por adecuado sobre todo para despejar los lugares (S nota del l96-XIV) donde se despliega el susurro de las palabras, si Schreber no tuviese cuidado en informarnos por añadidura que ese Dios está precluido de todo otro aspecto del intercambio. Lo hace excusándose, pero, aun lamentándolo, no tiene mas remedio que comprobarlo: Dios no es solamente impermeable a la experiencia es incapaz de comprender al hombre vivo; solo la capta por el exterior (que parece ciertamente ser en efecto su modo esencial); toda interioridad le está cerrada. Un «sistema de notas» (Aufschreibesystem) donde se conservan actos y pensamientos recuerda, sin duda, de manera resbaladiza el carnet que llevaba el ángel de la guarda de nuestras infancias catequizadas, pero más allá observemos la ausencia de todo rastro de sondeo de los riñones o de los corazones (S. 20-I).
Así también después de que la purificación de las almas (Läuterung) haya abolido en ellas toda persistencia de su identidad personal, todo se reducirá a la subsistencia eterna de ese parloteo que es el único por el que son conocibles para Dios las obras mismas que construye la ingeniosidad de los hombres (S. 300-P. S. ll).
¿Cómo no observar aquí que el sobrino nieto del autor de las Novae species insectorum (Johann-Christian-Daniel Von Schreber) subraya que ninguna de las criaturas de milagro es de especie nueva -ni añadir que al revés de la señora Macalpine que reconoce en ellas a la Paloma que del regazo del Padre vehicula hacia la Virgen el mensaje fecundo del Logos, nos evocan más bien la que el ilusionista hace pulular desde la abertura de su chaleco o de su manga?
Por cuyo intermedio llegaremos finalmente a asombrarnos de que el sujeto presa de estos misterios no dude, por muy Creado que sea, ni de hacer frente con sus palabras a las emboscadas de una consternante estupidez de su Señor, ni de mantenerse ante y contra la destrucción, que le cree capaz de poner en obra para con el como para con cualquier otro, gracias a un derecho que le da fundamento para ello en nombre del orden del Universo (Weltordnung), derecho que, por estar de su lado, motiva este ejemplo único de la victoria de una criatura a la que una cadena de desórdenes ha hecho caer bajo el golpe de la «perfidia» de su creador. (‘Perfidia», la palabra soltada no sin reservas, está en francés: S. 226-XVI)
¿No es ésta una extraña contrapartida de la creación continuada de Malebranche, ésta de lo creado recalcitrante, que se mantiene contra su caída por el solo sostén de su verbo y por su fe en la palabra?
Bien valdría esto que se diera otra manita a los autores del bachillerato de filosofía, entre los cuales hemos desdeñado tal vez demasiado a los que están fuera de la línea de la preparación del monigote psicológico en el que nuestra época encuentra la medida de un humanismo, no le parece, tal vez un poco chato.
De Malebranche ou de Locke,
Plus malin le plus loufoque…
[Entre Malebranche y Locke,
Más listo el más chiflado…]
Si, pero ¿cuál es? Ahí está el hic, mi querido colega. Vamos, deje ese aire de empaque. ¿Cuando se sentirá pues a sus anchas allí donde está usted en su casa?
5. Tratemos ahora de referir la posición del sujeto tal como se constituye aquí en el orden simbólico sobre el ternario que la ubica en nuestro esquema R.
Nos parece por cierto entonces que lo Creado I asume en eI el lugar en P que ha quedado vacante de la Ley, el lugar del Creador se designa allí por ese liegen lassen, dejar plantado, fundamental, en el que parece desnudarse, por la preclusión del Padre, la ausencia que ha permitido construirse a la primordial simbolización M de la Madre.
Del uno al otro, una línea que culminaría en las Criaturas de la palabra, ocupando el lugar del niño negado a las esperanzas del sujeto (v. infra: Post-scriptum), se concebiría así como rodeando el agujero excavado en el campo del significante por la preclusión del Nombre-del-Padre (v. Esquema I, p. 553).
Alrededor de ese agujero donde el soporte de la cadena significante falta al sujeto, y que no necesita, como se ve, ser inefable para ser pánico, es donde se ha desarrollado toda la lucha en que el sujeto se ha reconstruido. Esa lucha la ha hecho con honor, y las vaginas del cielo (otro sentido de la palabra Vorhüfe, v. supra), las muchachas del milagro que asediaban los bordes del agujero con su cohorte, hicieron su glosa, en los cloqueos de admiración arrancados a sus gargantas de arpías: «Verfluchter Kerl! ¡Condenado muchacho!» Dicho de otra manera: es un caliente. Pero ¡ay!, era por antífrasis.
5. Pues ya y recientemente se había abierto para él en el campo de lo imaginario la hiancia que respondía allí al defecto de la metáfora simbólica, la que no podía encontrar cómo resolverse sino en el cumplimiento de la Entmannung (la emasculación).
Objeto de horror al principio para el sujeto, luego aceptado como un compromiso razonable (vernünftig, S. 177-XIII), desde ese momento decisión irremisible (S. nota de la p. 179-XIII), y motivo futuro de una redención que interesaría al universo.
Si no hemos despachado con tan poco el término Entmannung, nos azorará seguramente menos que a la señora Ida Macalpine en la posición que hemos dicho que es la suya. Sin duda piensa poner en eI orden sustituyendo la palabra unmanning a la palabra emasculation que el traductor del tomo III de los Colleted Papers había creído inocentemente que bastaría para traducirlo, y aun tomándose garantías contra el mantenimiento de esa traducción en la versión autorizada en preparación. Sin duda retiene alguna imperceptible sugerencia etimológica en ella, por la cual se diferenciarían estos términos, sujetos sin embargo a un empleo idéntico.
¿Pero para qué? La señora Macalpine, al rechazar como impropio que se ponga en tela de juicio un órgano que, si nos remitimos a las Memorias, sólo está según ella prometido a una reabsorción pacífica en las entrañas del sujeto, ¿pretende con eso representarnos la hurtadilla temerosa en que se refugia cuando tirita, o la objeción de conciencia en cuya descripción se demora con malicia el autor del Satirición?
¿O creerá acaso que se haya tratado alguna vez de una castración real en el complejo del mismo nombre?
Sin duda tiene fundamento para observar la ambiguedad que hay en considerar como equivalente la transformación del sujeto en mujer (Verweiblichung) y la eviración (pues tal es sin duda el sentido de Entmannung). Pero no ve que esa ambiguedad es la de la estructura subjetiva misma que la produce aquí: la cual implica que aquello que confina en el nivel imaginario con la transformación del sujeto en mujer sea precisamente lo que le haga caer de toda herencia de la que pudiese legltimamente esperar la afectación de un pene a su persona. Esto por la razón de que si ser y tener se excluyen en principio, se confunden, por lo menos en cuanto al resultado, cunando se trata de una carencia. Lo cual no impide que su distinción sea decisiva para lo que seguirá.
Como se percibe si se observa que no es por estar precluido del pene, sino por desear ser el falo por lo que el paciente estará abocado a convertirse en una mujer.
La paridad simbólica Mädchen = Phallus, o en inglés la ecuación Girl = Phallus, como se expresa el señor Fenichel, a quien da el tema de un ensayo meritorio aunque un poco embrollado, tiene su raíz en los caminos imaginarios, por los que el deseo del niño encuentra cómo identificarse con la carencia-de-ser de la madre, a la cual por supuesto ella a su vez fue introducida por la ley simbólica en que esta carencia esta constituida.
Es el mismo resorte el que hace que las mujeres en lo real sirvan, mal que les pese, de objetos para los intercambios que ordenan las estructuras elementales del parentesco y que se perpetúan ocasionalmente en lo imaginario, mientras que lo que se transmite paralelamente en el orden simbólico es el falo.
6. Aquí la identificación, cualquiera que sea, por la cual el sujeto ha asumido el deseo de la madre desencadena, si se tambalea, la disolución del tripié imaginario (notablemente es en el departamento de su madre en el que se ha refugiado donde el sujeto tiene su primer acceso de confusión ansiosa con rapto suicida: S. 39-40-IV).
Sin duda la adivinación del inconsciente ha advertido muy pronto al sujeto de que, a falta de poder ser el falo que falta a la madre, le queda la solución de ser la mujer que falta a los hombres.
Este es incluso el sentido de ese fantasma, cuya relación ha sido muy observada bajo su pluma y que hemos citado más arriba, del período de incubación de su segunda enfermedad, a saber la idea de «sería hermoso ser una mujer que está sufriendo el acoplamiento». Este atascadero de la literatura schreberiana esta en su lugar aquí prendido.
Esa solución sin embargo era entones prematura. Pues en cuanto a la Menschenspielerei (término aparecido en la lengua fundamental; o sea, en la lengua de nuestros días: rififí entre los hombres) que normalmente debía seguirse de ella, debe decirse que el llamado a los bravos debía caer en saco roto, por la razón de que éstos se hicieron tan improbables como el propio sujeto, o sea tan desprovistos como éI de todo falo. Es que era omitido en lo imaginario del sujeto, no menos para ellos que para él, ese rasgo paralelo al trazado de su figura que puede verse en un dibujo del pequeño Hans. y con el que están familiarizados los conocedores del dibujo del niño. Es que los otros no eran más que «imágenes de hombres pergeñadas a tontas y a locas», para unir en esta traducción de los flüchtig hinpmachte Männer, las observaciones del señor Niederland sobre los empleos de hinmachen al aletazo de Edouard Pichon en el uso del francés .
De suerte que el asunto estaba a punto de estancarse de manera bastante deshonrosa, si el sujeto no hubiera encontrado modo de rescatarlo brillantemente.
EI mismo articuló su solución (en noviembre de 1895, o sea dos años después del comienzo de su enfermedad) bajo el nombre de Versühnung: la palabra tiene el sentido de expiación, de propiciación, y, en vista de los caracteres de la lengua fundamental, debe empujarse aún más hacia el sentido primitivo de la Sühne, es decir hacia el sacrificio, mientras que se le acentúa en el sentido del compromiso (compromiso de razón, cf. p. 546, con que el sujeto motiva la aceptación de su destino).
Aquí Freud, yendo mucho más allá de la racionalización del propio sujeto, admite paradójicamente que la reconciliación (puesto que es el sentido insulso el que ha sido escogido en francés) de la que el sujeto se ocupa encuentra su resorte en la alcahuetería del copartícipe que implica, a saber en la consideración de que la esposa de Dios contrae en todo caso una alianza de tal naturaleza como para satisfacer el amor propio más exigente.
Creemos poder decir que Freud aquí faltó a sus propias normas y del modo más contradictorio, en el sentido de que acepta como momento de viraje del delirio lo que rechaza en su concepción general, a saber, hacer depender el tema homosexual de la idea de grandeza (abrimos a nuestros lectores el crédito de que conocen su texto).
Esta falla tiene su razón en la necesidad, o sea en el hecho de que Freud no había formulado todavía la Introducción al narcisismo.
7. Sin duda tres años más tarde (1911-1914) no se le hubiera escapado el verdadero resorte del vuelco de la posición de indignación, que provocaba primeramente en la persona del sujeto la idea de la Entmannung: es muy precisamente que entre tanto el sujeto había muerto.
Tal es por lo menos el acontecimiento que las voces siempre informadas en las mejores fuentes y siempre iguales a ellas mismas en su servicio de información, le hicieron reconocer después de sucedido con su fecha y el nombre del periódico donde había aparecido en la rúbrica necrológica (S. 81-VII).
En cuanto a nosotros, podemos contentarnos con el testimonio que nos aportan de ello los certificados médicos; dándonos en el momento conveniente el cuadro del paciente sumergido en el estupor catatónico.
Sus recuerdos de aquel momento, como es lo usual, no son escasos. Así, sabemos que, modificando la costumbre que quiere que entre uno en su deceso con los pies por delante, nuestro paciente, por no franquearlo más que en tránsito, se complació en mantenerse con los pies fuera, es decir sacándolos por la ventana bajo el tendencioso pretexto de buscar el fresco (S. 172-XII), renovando tal vez así (dejemos apreciar esto a quienes sólo se interesan aquí en el avatar imaginario) la presentación de su nacimiento.
Pero no es ésta una carrera que reanude uno a los cincuenta años pasados sin sentir al hacerlo algún sentimiento de extrañeza. De donde el retrato fiel que las voces, analistas [de ana les] decimos, le dieron de él mismo como de un «cadáver leproso que conduce otro cadáver leproso» (S. 92-VII), descripción muy brillante, preciso es admitirlo, de una identidad reducida a la confrontación con su doble psíquico, pero que además hace patente la regresión del sujeto, no genética sino tópica, al estadio del espejo, por cuanto la relación con el otro especuIar se reduce allí a su filo mortal.
Fue también el tiempo en que su cuerpo no era sino un agregado de colonias de «nervios» extraños, una especie de muladar para fragmentos desgajados de las identidades de sus perseguidores (S. XIV).
La relación de todo esto con la homosexualidad, sin duda manifiesta en el delirio, nos parece exigir una reglamentación más estrecha del uso que puede hacerse de esa referencia en la teoría. Su interés es grande, puesto que es seguro que el uso de este término en la interpretación puede acarrear daños graves, si no se ilumina por medio de relaciones simbólicas que consideramos aquí como determinantes.
8. Creemos que esta determinación simbólica se demuestra en la forma en que la estructura imaginaria viene a restaurarse. En este estadio, esta presenta dos aspectos que Freud mismo distinguió.
El primero es el de una práctica transexualista, en modo alguno indigna de ser comparada con la «perversión» cuyos rasgos han precisado desde entonces numerosas observaciones.
Más aún, debemos señalar lo que la estructura que destacamos aquí puede tener de esclarecedor sobre la insistencia tan singular que muestran los sujetos de estas observacianes en obtener para sus exigencias más radicalmente rectificantes la autorización, y aun si puede decirse las manos-en-la-masa, de su padre.
Sea como sea, vemos a nuestro sujeto abandonarse a una actividad erótica que, como él lo subraya, está estrictamente reservada a la soledad, pero cuyas satisfacciones confiesa sin embargo. Es a saber las que le da su imagen en el espejo, cuando. revestido de los tiliches del atuendo femenino, nada, nos dice, en lo alto de su cuerpo, le parece de un aspecto como para no poder convencer a todo aficionado eventual del busto femenino (S. 280-XXI).
Con lo cual conviene ligar, creemos, el desarrollo, alegado como percepción endosomatica, de los nervios llamados de la voluptuosidad femenina en su propio tegumento, concretamente en las zonas donde se supone que son erógenos en la mujer.
Una observación, la de que, ocupándose sin cesar en la contemplación de la imagen de la mujer, no desprendiendo nunca su pensamiento del soporte de algo femenino, la voluptuosidad divina no resultaría sino mejor colmada, nos hace virar hacia el otro aspecto de los fantasmas libidinales. Este liga la feminización del sujeto en la coordenada de la copulación divina.
Freud vio muy bien el sentido de mortificación poniendo de relieve todo lo que liga la «voluptuosidad de alma» (Seelenwollust) que se incluye en ella, con la «beatitud» (Seligkeit) en cuanto que es el estado de las almas difuntas (abschiedenen Wesen) .
Que la voluptuosidad ahora bendecida se haya convertido en la beatitud del alma es en efecto un viraje esencial, respecto del cual Freud -observémoslo, subraya su motivación lingüística, sugiriendo que la historia de su lengua podría tal vez esclarecerla .
Es únicamente cometer un error sobre la dimensión en que la letra se manifiesta en el inconsciente, y que, conforme a su instancia propia de letra, es mucho menos etimológica (precisamente diacrónica) que homofónica (precisamente sincrónica). No hay nada en efecto en la historia de la lengua alemana que permita hacer un paralelo entre selig y Seele ni entre la dicha que pone a los amantes «en los cielos», por cuanto es ésta la que Freud evoca en el aria que cita de Don Juan, y la que a las almas llamadas bienaventuradas promete la morada celeste. Los difuntos sólo son selig en alemán por préstamo del latín, y por el hecho de que en esa lengua fue llamada bienaventurada su memoria (beatae-memoriae, seliger Gedächtnis). Sus Seelen más bien tendrían algo que ver con los lagos (Seen) donde habitaron en un tiempo, que con un aspecto cualquiera de su beatitud. Queda el hecho de que el inconsciente se preocupa más del significante que del significado, y que «feu mon pére» («mi difunto padre») puede querer decir que este era el fuego (feu) de Dios, o incluso dar contra él la orden de: ¡fuego!
Pasada esta digresión, queda en pie que estamos aquí en un más allá del mundo, que se las arregla muy bien con una proposición, indefinida de la realización de su meta.
Con seguridad, en efecto, cuando Schreber haya terminado su transformación en mujer el acto de fecundación divina tendrá lugar, del que se sobreentiende (S. 3-Introd.) que Dios, no podría entregarse a él en un oscuro encaminamiento a través de unos órganos. (No olvidemos la aversión de Dios hacia el vivo.) Sería pues por una operación espiritual como Schreber sentirá despertarse en él el germen embrionario cuyo estremecimiento conoció ya en Ios primeros tiempos de su enfermedad.
Sin duda la nueva humanidad espiritual de las criaturas schreberianas será toda ella engendrada en sus entrañas, para que renazca la humanidad podrida y condenada de la edad actual. Es ésta sin duda una especie de redención, puesto que así se ha catalogado el delirio, pero que sólo apunta a la criatura por venir, pues la del presente está marcada por una corrupción correlativa de la captación de Ios rayos divinos por la voluptuosidad que los ata a Schreber (S. 5l-52-V).
En lo cual se dibuja la dimensión de espejismo, que subraya aún más el tiempo indefinido en que se aplaza su promesa, y que profundamente condiciona la ausencia de mediación de que da testimonio el fantasma. Pues puede verse que parodia la situación de la pareja de sobrevivientes postreros que, a consecuencia de una catástrofe humana, se encontraría, con el poder de volver a poblar la tierra, confrontada a lo que el acto de la reproducción animal implica de total en sí mismo.
Aquí también puede colocarse bajo el signo de la criatura el punto de viraje desde el cual la línea prosigue en sus dos ramas, la del goce narcisista y la de la identificación ideal. Pero es en el sentido en que su imagen es la añagaza de la captura imaginaria en la que se arraigan una y otra. Y allí también la Iínea gira alrededor de un agujero, precisamente aquel donde el «asesinato de almas» ha instalado a la muerte.
Este otro abismo, ¿se formó por el simple efecto en lo imaginario del llamado vano hecho en lo simbólico a la metáfora paterna? ¿O tendremos que concebirlo como producido en un segundo grado por la elisión del falo, que el sujeto remitiría para resolverla a la hiancia mortífera del estadio del espejo? Con seguridad el nexo esta vez genético de ese estadio con la simboIización de la Madre en cuanto que es primordial no podría dejar de evocarse para motivar esta solución.
¿Podemos ubicar los puntos geométricos del esquema R en un esquema de la estructura del sujeto al término del proceso psicótico? Lo intentamos en el esquema l, presentado aquí abajo.
Sin duda este esquema participa del exceso a que se obliga toda formalización que quiere presentarse en lo intuitivo.
Es tanto como decir que la distorción que manifiesta entre las funciones que identifican en él las letras tomadas del esquema R no puede apreciarse sino en su uso de rebote dialéctico. Señalemos solamente aquí en la doble curva de la hipérbola que dibuja, con la salvedad del deslizamiento de esas dos curvas a lo largo de una de las rectas directrices de su asíntota, el lazo
ESQUEMA I
hecho sensible, en la doble asíntota que une al yo delirante con el otro divino, de su divergencia imaginaria en el espacio y en el tiempo en la convergencia ideal de su conjunción. No sin señalar que de semejante forma Freud tuvo la intuición, puesto que introdujo el mismo el término: asymptotisch a este propósito.
Todo el espesor de la criatura real se interpone en cambio para el sujeto entre el goce narcisista de su imagen y la enajenación de la palabra donde el Ideal del yo ha tomado el jugar del Otro.
Este esquema demuestra que el estado terminal de la psicosis no representa el caos coagulado en que desemboca la resaca de un sismo, sino antes bien esa puesta al día de líneas de eficiencia, que hace hablar cuando se trata de un problema de solución elegante.
Materializa de manera significante lo que está en el principio de la fecundidad efectiva de la investigación de Freud; pues es un hecho que sin otro apoyo ni soporte que un documento escrito, no sólo testimonio, sino también producción de ese estado terminal de la psicosis, Freud arrojó sobre la evolución misma del proceso las primeras luces que permitieron iluminar su determinación propia, queremos decir la única organicidad que está esencialmente interesada en ese proceso: la que motiva la estructura de la significación.
Recogidas en la forma de este esquema, se desprenden las relaciones por las cuales los efectos de inducción del significante, actuando sobre lo imaginario, determinan ese trastorno del sujeto que la clínica designa bajo los aspectos del crepúsculo del mundo, que necesita para responderle nuevos efectos de significante.
Hemos mostrado en nuestro seminario que la sucesión simbólica de los reinos anteriores, luego de los reinos posteriores de Dios, lo interior y lo superior, Ahriman y Ormuzd, y los virajes de su «política» (palabra de la lengua de fondo) respecto del sujeto, dan justamente estas respuestas a las diferentes etapas de la disolución imaginaria, que los recuerdos del enfermo y los certificados médicos connotan por lo demás suficientemente, para restituir en ellas un orden del sujeto.
En cuanto a la cuestión que promovemos aquí sobre la incidencia enajenante del significante, retendremos en ella ese nadir de una noche de julio de 94 en que Ahriman, el Dios inferior, develándose a Schreber en el aparato más impresionante de su poder, lo interpeló con esta palabra simple y, según dice el sujeto, corriente en la lengua fundamental: Luder!
Su traducción merece algo mejor que el recurso al diccionario Sachs-Villatte con que se han contentado en francés. La referencia del señor Niederland al lewd inglés que quiere decir puta no nos parece aceptable en su esfuerzo por alcanzar el sentido de zorra o de arrastrada (o güila) que es el de su empleo de injuria sucia.
Pero si tenemos en cuenta el arcaismo señalado como característica de la lengua de fondo, nos creeremos autorizados a referir este término a la raíz del leurre francés, del lure: inglés, que es po cierto la mejor alocución ad hominem que pueda uno esperar viniendo de lo simbólico: el gran Otro de estas impertinencias.
Queda la disposición del campo R en el esquema, por cuanto representa las condiciones bajo las cuales, la realidad se ha restaurado para el sujeto: para él, especie de islote cuya consistencia le es impuesta después de la prueba por su constancia, para nosotros ligada a lo que se le hace habitable, pero también que la distorsiona, a saber retoques excéntricos de lo imaginario J y de lo simbólico S, que la reducen al campo del desnivel entre ambos.
La concepción subordinada que debemos hacernos de la función de la realidad en el proceso, en su causa como en sus efectos, es aquí lo importante.
No podemos extendernos aquí sobre la cuestión sin embargo de primer plano de saber lo que somos para el sujeto, nosotros a quienes se dirige en cuanto lectores, ni sobre lo que permanece de su relación con su mujer, a quien estaba dedicado el primer proyecto de su libro, cuyas visitas durante su enfermedad fueron siempre acogidas por la más intensa emoción, y hacia quien nos afirma, compitiendo con su confesión mas decisiva de su vocacion delirante, «haber conservado el antiguo amor».
El mantenimiento en el esquema I del trayecto Saa’ A simboliza en él la opinión, que hemos sacado del examen de este caso, de que la relación con el otro en cuanto con su semejante, e incluso una relación tan elevada como la de la amistad en el sentido en que Aristóteles hace de ella la esencia del lazo conyugal, son perfectamente compatibles con la relación salida de su eje con el gran Otro, y todo lo que implica de anomalía radical, calificada, impropiamente pero no sin algún alcance de enfoque, en la vieja clínica, de delirio parcial.
Más valdría sin embargo tirar a la papelera ese esquema si, como tantos otros, hubiera de ayudar a alguien a olvidar en una imagen intuitiva el análisis que la sostiene.
Piénsese tan sólo en ello, en efecto, y se verá cómo la interlocutora cuya auténtica reflexión saludamos una última vez, la señora Ida Macalpine, encontraría en éI lo que necesita con sólo desconocer lo que nos hizo constituirlo.
Lo que afirmamos aquí es que al reconocer el drama de la locura, la razón está en lo suyo, sua res agitur, porque es en la relación del hombre con el significante donde ese drama se sitúa.
El peligro que se evocará de delirar con el enfermo no es para intimidaros, como no lo fue para Freud.
Consideramos con él que conviene escuchar al que habla, cuando se trata de un mensaje que no proviene de un sujeto más allá del lenguaje, sino de una palabra más allá del sujeto. Porque es entonces cuando se escuchará esta palabra, que Schreber capta en el Otro, cuando de Ahriman a Ormuzd, del Dios maligno al Dios ausente, lleva la amonestación en que se articuIa la ley misma del significante: «Aller Unsinn hebt sich auf!», «!Todo Sinsentido se anula!» (S. 182-183-XIII y 312 -P. S. IV).
Punto en el que volvemos a encontrar (dejando a quienes se ocuparán de nosotros más tarde el cuidado de saber por qué lo hemos dejado en suspenso diez años) el decir de nuestro diálogo con Henri Ey. «El ser del hombre no sólo no puede comprenderse sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como el límite de su libertad.»
V. Post – scriptum
Enseñamos siguiendo a Freud que el Otro es el lugar de la memoria que él descubrió bajo el nombre de inconsciente, memoria a la que considera como el objeto de una interrogación que permanece abierta en cuanto que condiciona la indestructibilidad de ciertos deseos. A esa interrogación responderemos por la concepción de la cadena significante, en cuanto que una vez inaugurada por la simbolización primordial (que el juego: Fort! Da!’, sacado a luz por Freud en el origen del automatismo de repetición, hace manifiesta), esta cadena se desarrolla según los enlaces lógicos cuyo enchufe en lo que ha de significarse, a saber el ser del ente, se ejerce por los efectos de significante, descritos por nosotros como metáfora y como metonimia.
Es en un accidente de este registro y de lo que en él se cumple, a saber la preclusión del Nombre-del-Padre en el lugar del Otro, y en el fracaso de la metáfora paterna, donde designamos el efecto que da a la psicosis su condición esencial, con la estructura que la separa de la neurosis.
Esta consideración que aportamos aquí como cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis prosigue su dialéctica mas allá: Ia detenemos sin embargo aquí, diremos por qué.
Es en primer lugar que con nuestro alto vale la pena indicar lo que se descubre.
Una perspectiva que no aísle la relación de Schreber con Dios de su relieve subjetivo, la marca con rasgos negativos que la hacen aparecer más bien como mezcla que como unión del ser con el ser, y que, en la voracidad que en ella se une con el asco, en la compllcidad que sostiene su exacción, no muestra nada, para llamar a las cosas con su nombre, de la Presencia y de la Alegría que iluminan la experiencia mística: oposición no sólo demostrada, sino fundada por la ausencia asombrosa en esa relación del Du, queremos decir del Tú, cuyo vocablo en algunas lenguas (Thou) se reserva para el llamado de Dios y el llamado a Dios, y que es el significante del Otro en la palabra.
Conocemos los falsos pudores acostumbrados en la ciencia a este respecto, son compañeros de los falsos pensamientos de la pedantería cuando arguye lo inefable de la vivencia, o aun de la «conciencia mórbida», para desarmar el esfuerzo de que ella se dispensa, a saber el que se requiere en el punto donde justamente no es inefable puesto que «ello» habla, donde la vivencia, lejos de separar, se comunica, donde la subjetividad entrega su estructura verdadera, aquella donde lo que se analiza es idéntico a lo que se articula.
Por eso desde la misma atalaya adonde nos ha llevado la subjetividad delirante, nos volveremos también hada la subjetividad científica: queremos decir la que el científico que ejerce la ciencia comparte con el hombre de la civilización que la sostiene. No negaremos que en el punto del mundo donde residimos, hemos visto bastante sobre esto para interrogarnos sobre los criterios por los que el hombre con un discurso sobre la libertad que no hay más remedio que calificar de delirante (le hemos dedicado uno de nuestros seminarios), con un concepto de lo real donde el determinismo no es más que una coartada, pronto angustiosa si se intenta extender su campo al azar (se lo hicimos sentir a nuestro auditorio en una experiencia-test), con una creencia que lo reúne en la mitad por lo menos del universo bajo el símbolo de Santa Claus o el padre Noel, (cosa que a nadie se le escapa), nos disuadiría de situarlo, por una analogía legítima, en la categoría de la psicosis social -en la instauración de la cual, si no nos engañamos, Pascal nos habría precedido.
Que semejante psicosis se muestre compatible con lo que llaman el buen orden es cosa fuera de duda, pero no es tampoco lo que autoriza al psiquiatra, aunque fuese el psicoanalista, a confiar en su propia compatibilidad con ese orden para creerse en posesión de una idea adecuada de la realidad ante la cual su paciente se mostraría desigual.
Tal vez en esas condiciones haría mejor en elidir esa idea de su apreciación de los fundamentos de la psicosis: lo cual trae nuestra mirada al objetivo de su tratamiento.
Para medir el camino que nos separa de él, bástenos evocar el cúmulo de lentitudes con que lo han sembrado sus peregrinos. Todo el mundo sabe que ninguna elaboración, por sabia que sea sobre el mecanismo de la transferencia, ha logrado hacer que en la práctica no se le conciba como una relación puramente dual en sus términos y perfectamente confusa en su sustrato.
Introduzcamos aquí la cuestión de lo que, con sólo tomar la transferencia por su valor fundamental de fenómeno de repetición, debería repetir en los personajes persecutores en los que Freud designa aquí su efecto.
Respuesta blandengue que nos llega: de seguir los pasos de usted, una carencia paterna sin duda. En este estilo no se ha renunciado a escribir las duras y las maduras: y el «círculo» del psicótico ha sido objeto de un censo minucioso de todas las briznas de etiquetas biográficas y caracterológicas que la anamnesis permitiría despegar de los dramatis personae, incluso de sus «relaciones interhumanas».
Procedamos sin embargo según los términos de estructura que hemos desbrozado.
Para que la psicosis se desencadene, es necesario que el Nombre-del-Padre, verworfen, precluido, es decir sin haber llegado nunca al lugar del Otro, sea llamado allí en oposición simbólica al sujeto.
Es la falta del Nombre-del-Padre en ese lugar la que, por el agujero que abre en el significado, inicia la cascada de los retoques del significante de donde procede el desastre creciente de lo imaginario, hasta que se alcance el nivel en que significante y significado se estabilizan en la metáfora delirante.
Pero ¿cómo puede el Nombre-del-Padre ser llamado por el sujeto al único lugar de donde ha podido advenirle y donde nunca ha estado? Por ninguna otra cosa sino por un padre real, no en absoluto neceariamente por el padre del sujeto, por Un-padre.
Aun así es preciso que ese Un-padre venga a ese lugar adonde el sujeto no ha podido llamarlo antes. Basta para ello que ese Un-padre se sitúe en posición tercera en alguna relación que tenga por base la pareja imaginaria a-a’, es decir yo-objeto o ideal-realidad, interesando al sujeto en el campo de agresión erotizado que induce.
Búsquese en el comienzo de la psicosis esta coyuntura dramática. Ya se presente para la mujer que acaba de dar a luz en la figura de su esposo, para la penitente que confiesa su falta en la persona de su confesor, para la muchacha enamorada en el encuentro del «padre del muchacho», se la encontrará siempre, y se la encontrará mas fácilmente si se guía uno por las «situaciones» en el sentido novelesco de este término. Entiéndase aquí de pasada que esas situaciones son para el novelista su recurso verdadero, a saber el que hace brotar la «psicología profunda», al que ninguna mira psicológica podría darle acceso.
Para ir ahora al principio de la preclusión (Verwerfung) del Nombre-del-Padre, hay que admitir que el Nombre-del-Padre redobla en el lugar del Otro el significante mismo del ternario simbólico, en cuanto que constituye la ley del significante.
Ensayar esto no costaría nada, al parecer, a aquellos que en su búsqueda de las coordenadas de «ambiente» de la psicosis yerran como almas en pena de la madre frustrante a la madre hartante, no sin sentir que al dirigirse hacia el lado del padre de familia, se queman, como se dice en el juego del objeto escondido.
Además, en esa investigación a tientas sobre una carencia paterna, cuyo reparto no deja de inquietar entre el padre tonante, el padre bonachón, el padre todopoderoso, el padre humillado, el padre engolado, el padre irrisorio, el padre casero, el padre de picos pardos, no sería abusivo esperar algún efecto de descarga de la observación siguiente: a saber que los efectos de prestigio que están en juego en todo ésto, y en la que (¡gracias a Dios!) la relación ternaria del Edipo no está del todo omitida, puesto que la reverencia de la madre se ve allí como decisiva, se reducen a la rivalidad de los dos progenitores en lo imaginario del sujeto -o sea lo que se articula en la pregunta cuya formuIación manifiesta ser regular, para no decir obligatoria, en toda infancia que se respete: «¿A quién quieres más, a papá o a mamá?»
No pretendemos reducir nada con este paralelo: muy al contrario, pues esa pregunta, en la que el niño no deja nunca de concretar el asco que siente del infantilismo de sus padres, es precisamente aquella con la que esos verdaderos niños que son los padres (en ese sentido no hay otros sino ellos en la familia) pretenden enmascarar el misterio de su unión o de su desunión según los casos, a saber de lo que su vástago sabe muy bien que es todo el problema y que como tal se plantea.
Se nos dirá ante esto que se pone precisamente el acento en el lazo de amor y de respeto por el cual la madre pone o no al padre en su lugar ideal. Curioso, responderemos en primer lugar, que no se tengan muy en cuenta los mismos lazos en sentido inverso, en lo cual se manifiesta que la teoría participa del velo lanzado sobre el coito de los padres por la amnesia infantil.
Pero sobre lo que queremos insistir es sobre el hecho de que no es sólo de la manera en que la madre se aviene a la persona del padre de lo que convendría ocuparse, sino del caso que hace de su palabra, digamos el término, de su autoridad, dicho de otra manera del lugar que ella reserva al Nombre-del-Padre en la promoción de la ley.
Aún más allá, la relación del padre con esa ley debe considerarse en sí misma, pues se encontrará en ello la razón de esa paradoja por la cual los efectos devastadores de la figura paterna se observan con particular frecuencia en los casos en que el padre tiene realmente la función de legislador o se la adjudica, ya sea efectivamente de los que hacen las leyes o ya que se presente como pilar de la fe, como parangón de la integridad o de la devoción, como virtuoso o en la virtud o en el virtuosismo, como servidor de una obra de salvación, trátese de cualquier objeto o falta de objeto, de nación o de natalidad, de salvaguardia o de salubridad, de legado o de legalidad, de lo puro, de lo peor o del imperio, todos ellos ideales que demasiadas ocasiones le ofrecen de encontrarse en postura de demérito, de insuficiencia, incluso de fraude, y para decirlo de una vez de excluir el Nombre-del-Padre de su posición en el significante.
No se necesita tanto para lograr este resultado, y nadie de los que practican el análisis de niños negará que la mentira de la conducta sea por ellos percibida hasta la devastación, ¿Pero quién articula que la mentira así percibida implica Ia referencia a la función constituyente de la palabra?
Se demuestra así que un poco de severidad no esta de más para dar a la más accesible de las experiencias su sentido verídico. Las consecuencias que pueden esperarse de ello en el examen y la técnica se juzgan en otra parte.
Sólo damos aquí lo que es preciso para apreciar la torpeza con que los autores mejor inspirados manejan lo que encuentran de más válido al seguir a Freud en el terreno de la preeminencia que otorga a la transferencia de la relación con el padre en la génesis de la psicosis.
Niederland da notable ejemplo de ello al llamar la atención sobre la genealogía delirante de Flechsig, construida con los nombres de la estirpe real de Schreber, Gottfried, Gottlieb, Furchtegott, Daniel sobre todo que se transmite de padres a hijos y cuyo sentido en hebreo nos da, para mostrar en su convergencia hacia el nombre de Dios (Gott) una cadena simbólica importante para manifestar la función del padre en el delirio.
Pero por no distinguir en ello la instancia del Nombre-del-Padre, para reconocer la cual no basta evidentemente que sea visible a simple vista, deja escapar la ocasión de captar la cadena donde se traman las agresiones eróticas experimentadas por eI sujeto, y de contribuir con ello a poner en su lugar lo que es preciso llamar propiamente la homosexualidad delirante.
¿Cómo entonces se habría detenido en lo que la frase citada más arriba de las primeras Iíneas del segundo capitulo de Schreber oculta en su enunciado: uno de esos enunciados tan manifiestamente hechos para que no se los entienda, que deben retener el oído? ¿Qué quiere decir si la tomamos a la letra la igualdad de plano en que el autor reúne los nombres de Flechsig y de Schreber con el asesinato de almas para introducirnos, en el principio del abuso de que es víctima? Hay que dejar algo que penetrar a los glosadores del porvenir.
Igualmente incierto es el ensayo en que se ejercita el señor Niederland en el mismo artículo, de precisar a partir del sujeto esta vez, y ya no del significante (cuyos términos le son por supuesto ajenos), el papel de la función paterna en eI desencadenamiento del delirio.
Si pretende en efecto poder designar la ocasión de la psicosis en el simple asumir la paternidad por el sujeto, que es el tema de su ensayo, entonces es contradictorio considerar como equivalente la decepción anotada por Schreber de sus esperanzas de paternidad y su acceso a la Suprema Corte, en la que su título de Senatspräsident subraya la calidad de Padre (conscripto) que le asigna: esto en cuanto a la sola motivacíón de su segunda crisis, sin perjuicio de la primera que se explicaría de la misma manera por el fracaso de su candidatura al Reichstag,
Mientras que la referencia a la posición tercera adonde es llamado el significante de la paternidad en todos estos casos sería correcta y resolvería esa contradicción.
Pero en la perspectiva de nuestro propósito es la preclusión (Vermerfung) primordial la que lo domina todo con su problema, y las consideraciones que preceden no nos dejan aquí desprovistos.
Pues si nos remitimos a la obra de Daníel Gottlob Moritz Schreber, fundador de un instituto de ortopedia en la Universidad de Leipzig, educador, o mejor, para articularlo en inglés, «educacionalista», reformador social «con una vocación de apóstol para llevar a las masas la salud, la dicha y la felicidad» (sic, Ida Macalpine, loc. cit., p. I) por medio de la cultura física, iniciador de esos cachitos de verdor destinados a alimentar en el empleado un idealismo hortelano, que conservan todavía en Alemania el nombre de Schrebergärten, para no hablar de las cuarenta ediciones de la Gimnasia médica casera, cuyos monigotes «pergeñados a tontas y a locas» que la ilustran son como quien dice evocados por Schreber (S. 166-XII), podemos considerar como rebasados los límites en que lo nativo y lo natal van a la naturaleza, a lo natural, al naturismo, incluso a la naturalización, en que lo virtuoso resulta vertiginoso, el legado liga, la salvación saltación, en que lo puro bordea lo malempeorial, y en que no nos asombra que el niño, a la manera del grumete de la pesca célebre de Prévert, mande a paseo (verwerfe) a la ballena de la impostura, después de haber traspasado, según la ocurrencia de este trozo inmortal, su trama de padre a parte.
No cabe duda que la figura del profesor Flechsig, en su gravedad de investigador (el libro de la señora Macalpine nos da una foto que nos lo muestra perfilándose sobre la colosal ampliación de un hemisferio cerebral), logró suplir el vacío bruscamente vislumbrado de la Verwerfung inaugural («Kleiner Flechsig! ¡Pequeño Flechsig!», claman las voces ).
Por lo menos tal es la concepción de Freud, en cuanto que designa en la transferencia que el sujeto ha operado sobre la persona de Flechsig el factor que ha precipitado al sujeto en la psicosis.
Por medio de lo cual, unos meses después, las jaculatorias divinas harán oír su concierto en el sujeto para decirle al Nombre del Padre que vaya a j…se con el Nombre de D… en las nalgas y fundar al Hijo en su certidumbre de que al cabo de sus pruebas, nada mejor podría hacer que «hacerse». sobre el mundo entero (S. 226-XVI).
Así es como la última palabra con que la «experiencia interior» de nuestro siglo ha entregado su cómputo resulta estar articulada con cincuenta años de anticipación por la teodicea con la que se enfrenta Schreber: «Dios es una p…».
Término en el que culmina el proceso por el cual el significante se ha «desencadenado» en lo real, después de que se abrió la quiebra del Nombre-del-Padre -es decir del significante que en el Otro, en cuanto lugar del significante, es el significante del Otro en cuanto lugar de la ley.
Dejaremos aquí por ahora esta cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis, que introduce, como se ve, la concepción que hay que formarse de la maniobra, en este tratamiento, de la transferencia.
Decir lo que en este terreno podemos hacer sería prematuro, porque sería ir ahora «más allá de Freud», y la cuestión de superar a Freud ni se plantea siquiera cuando el psicoanálisis de después ha vuelto, como hemos dicho, a la etapa de antes.
Es por lo menos lo que nos aparta de todo otro objeto que el de restaurar el acceso de la experiencia que Freud descubrió.
Pues utilizar la técnica que el instituyó, fuera de la experiencia es la que se aplica, es tan estúpido como echar los bofes en el remo cuando el navío está en la arena.
Diciembre de l957-enero de l958.