And bring him out that is but woman’s son
Can trace me in the tedious ways of art,
And hold me pace in deep experiments.
(Enrique IV, 1ra.. parte, III-I, 45-47.)
(traducción: ¨y traed al sobreviviente que, no siendo hijo de mujer, pueda seguirme por los diferentes senderos del arte y sostener la competencia conmigo en profundos experimentos¨, trad. L. Astrana Marin, O.C., Madrid, Aguilar, p. 452. En la edición The Oxford Shakespeare complete work son los versos 47 a 49.AS)
Lejos de la pompa funeraria con que nuestro colega desaparecido ha sido honrado según su rango, le consagraremos aquí el memorial de nuestra solidaridad en el trabajo analítico.
Si es el homenaje que conviene a la posición de nuestro grupo, no eludiremos la emoción que se suscita en nosotros al recuerdo de relaciones más personales.
Para puntualizarlas en tres momentos, cuya contingencia refleja a un hombre muy diverso en su vivacidad: la imperiosidad sin miramientos para el novato que éramos en Marienbad, o sea en el último de nuestros concilios antes de que el vacío viniese a caer sobre el área vienesa, relación epidérmica cuya punzada se confiesa todavía después de la guerra en uno de nuestros escritos; -la familiaridad de una visita al Llano de EIsted, donde entre las cartas de Freud extendidas sobre una inmensa mesa para el primer volumen de la biografía en proceso de composición, lo vimos trémulo de hacernos compartir las seducciones de su labor, hasta que la hora de la cita de una paciente conservada en la jubilación le puso un fin cuya prisa, en su nota de compulsión, nos produjo la impresión de ver la marca de un collar indeleble; -la grandeza finalmente de esa carta de julio de 1957, en la que la excusa por faltarnos en nuestra casa de campo no argüía de un mal estoicamente explorado sino aceptándolo como la señal de una competencia altiva, con la muerte pisando los talones a la obra par acabar.
El órgano que es el International Journal of Psycho-analysis y que le debe todo a Ernest Jones, desde su duración hasta su tono, no deja en su número de septiembre-octubre de 1958 de hacer surgir entre ciertas de sus líneas esa sombra con que parece siempre ensombrecerse un poder largamente ejercido cuando la noche lo ha alcanzado: tinta súbita para acusar lo que con su edificio obliteró de luz.
Ese edificio nos solicita. Pues, por metafórico que sea, está indudablemente hecho para recordarnos lo que distingue a la arquitectura del edificio: o sea un poder lógico que ordena la arquitectura más allá de lo que el edificio soporta de posible utilización. Por eso ningún edificio, a menos que se reduzca a barraca, puede prescindir de ese orden que lo emparienta con el discurso. Esa lógica no se armoniza con la eficacia sino dominándola, y su discordia no es, en el arte de la construcción, un hecho solamente eventual.
Se mide con esto hasta qué punto esa discordia es mucho más esencial en el arte del psicoanálisis cuyo campo lo determina una experiencia de verdad: de memoria y de significación, mientras que los fenómenos que se descubren en él como los más significantes siguen siendo piedras de escándalo para los fines de utilidad en que se autoriza todo poder.
Por eso ninguna consideración de poder, aunque fuese la más legitima que concierna a la construcción profesional, podría intervenir en el discurso del analista sin afectar el propósito mismo de su práctica al mismo tiempo que su médium.
Si Ernest Jones es quien más ha hecho par asegurar a los valores analíticos cierta aceptación oficial, y hasta un estatuto reconocido por los poderes públicos, ¿no podemos proponernos interrogar la inmensa apología que es su obra teórica para medir su dignidad?
Esto sólo puede operarse al nivel de una muestra de su trabajo, y escogemos el artículo publicado en octubre de 1916, en el British Journal of Psychology (IX, 2, pág. 181, 229): sobre la teoría del simbolismo y reproducido después en cada una de las ediciones, muy diferentemente compuestas, como se sabe, que se sucedieron, de sus Papers.
Ningún compromiso en ese trabajo aparece. Su abordamiento del problema se sostiene a su altura, y si no resuelve su dificultad, la desbroza.
Cae de bruces la malicia de quienes quisieran hacernos ver como burlado por el maestro a este benjamín de los fieles ligados no sólo por el talismán de los siete anillos, sino por las implicaciones de un ejecutivo secreto.
Que a él, el único goy en aquel círculo imbuido de especificidad judía, le estuviese reservada la palma de elevar al Maestro el monumento que sabemos, será cosa que se comparará sin duda con el hecho de que ese monumento confirma el Iímite que no quiso abrir sobre su vida privada el hombre que abrió un nuevo campo de la confesión para el universo.
Más valdría no pasar por alto la reflexión que merece la resistencia del discurso de la biografía al análisis del caso princeps que constituye no tanto el inventor como la invención del análisis mismo.
Sea como sea, la referencia tomada en Rank y en Sachs en el artículo que examinamos, por los criterios que propusieron del simbolismo analítico, es edificante.
Los que ellos ponen en la cabeza, destacadamente el criterio de un sentido constante y de una independencia de las intervenciones individuales, engendran contradicciones que Jones señala en los hechos, y la reverencia que sigue manifestando a esos autodidactas de las profundidades no impide que se sienta la ventaja que le da un racionalismo seguro de su método, por, ser asimismo exclusivo en sus principios.
«Si se considera», empieza Jones «el progreso del espíritu humano en su génesis, puede verse que consiste, no como se cree comúnmente, sólo en la acumulación de lo que adquiere, sumándose desde fuera, sino en los dos procesos siguientes: por una parte, de la extensión y de la transferencia del interés y de la comprensión, de ideas más precoces, más simples y más primitivas, etc.» a otras más difíciles y más complejas que, en cierto sentido, son la continuación de las primeras y las simbolizan, y por otra parte, por el desenmascaramiento constante de simbolismos previos; en lo cual se reconoce que éstos, si fueron pensados primeramente como literalmente verdaderos, muestran no ser realmente sino aspectos o representaciones de la verdad, los únicos de que nuestros espíritus, por razones afectivas o intelectuales, resultaban en aquel tiempo capaces.»
Tal es el tono en que se inician las cosas e irán estrechando cada vez más lo que esta salida abre de ambigüedad.
Muchos, en nuestros días, seguramente no concederán a lo que va a seguir sino un interés histórico, o aun prehistórico. Tememos que ese desdén oculte un callejón sin salida en el que se han adentrado.
De lo que se trata para Jones es de señalar en cuanto al simbolismo la divergencia fundamental de Jung, sobre la cual Freud se alarmó desde 1911, rompió en 1912, y publicó la puntualización de su «historia del movimiento analítico» en 1914.
Una y otra manera de utilizar el simbolismo en la interpretación son decisivas en cuanto a la dirección que dan al análisis; van a ilustrarse aquí con un ejemplo que bien puede decirse original, pero no inusitado, por cuanto la serpiente no es simplemente la figura que conservan el arte y la fábula de una mitología o de un folklore deshabitados. El antiguo enemigo no está tan lejos de nuestros espejismos, que revisten todavía los rasgos de la tentación, los engaños de la promesa, pero también el prestigio del círculo que ha de franquearse hacia la sabiduría en ese repliegue, cerrando la cabeza sobre la cola, con que pretende rodear al mundo.
Cabeza cautiva bajo el pie de la Virgen, ¿qué vamos a ver de la que se repite en el otro extremo del cuerpo de la anfisbena?. Una gnosis montañesa, cuyas herencias locales sería un error ignorar, ha vuelto a empuñarla sacándola de las convenciones lacustres donde, según dice Jung hablándonos a nosotros mismos, de los secretos de su cantón, está todavía enrollada en espiral.
Figuración de la libido: así es como un discípulo de Jung interpretará la aparición de la serpiente en un sueño, en una visión o un dibujo, manifestando sin saberlo que si la seducción es eterna, también es siempre la misma. Pues tenemos allí al sujeto al alcance de la captura por un eros autístico que, por muy remozado que esté su aparato, tiene un aire de Viejo Conocimiento.
Dicho de otra manera, el alma, ciega lúcida, lee su propia naturaleza en los arquetipos que el mundo le reverbera: ¿cómo no retornaría a creerse el alma del mundo?
Lo extraño es que en su prisa de tomar bajo su cura esa alma, los pastores calvinistas hayan sido engañados .
Hay que decir que haber tendido esa pértiga al alma bella desde el refugio helvético es para un discípulo de Brücke, progenitura de Helmholtz y de Du Bois-Reymond, un éxito más bien irónico.
Pero es también la prueba de que no hay compromiso posible con la psicología, y que si se admite que el alma conoce, con un conocimiento de alma, es decir inmediato, su propia estructura -aúnque fuese en ese momento de caída en el sueño en el que Silberer nos ruega reconocer en una paleta para pastel que se desliza en un hojaldre el «simbolismo funcional» de las capas del psiquismo-, nada puede ya separar al pensamiento de la ensoñación de las «nupcias químicas».
No es fácil sin embargo captar el corte tan audazmente trazado por Freud en su teoría de la elaboración del sueño, salvo rechazando pura y simplemente la ingenuidad psicológica de los fenómenos puestos en valor por el talento observador de Silberer, y es ciertamente esta la triste salida a la que se resuelve Freud en la discusión que le dedica en la edición de 1914 de la Traumdeutung cuando acaba por proferir que los mentados fenómenos son sólo cosa de las «cabezas filosóficas, inclinadas a la percepción endopsíquica, y aun al delirio de observación» de metafísicos de alma sin duda, sería la ocasión de decirlo -sobre lo que abunda Jones, en efecto, subiendo un tono la nota de aversión que permite mostrar en ello.
Alegrémonos de que por esa puerta no hayan vuelto a entrar las jerarquías espirituales con las materiales, las neumáticas, las psíquicas y tutti quanti, si no se ve en ello la fuente de la infatuación de los que se creen «psicoanalistas natos».
No es éste sin embargo argumento utilizable aquí, y Jones no piensa en tal cosa.
En cuanto a la serpiente, rectifica que es símbolo no de la libido noción energética que, como idea, sólo se desprende a un alto grado de abstracción, sino del falo, en cuanto que éste le parece característico de una «idea más concreta», incluso concreta hasta el último término.
Pues esta es la vía que escoge Ernest Jones para remediar el peligroso retorno que el simbolismo parece ofrecer a un misticismo, que le parece, una vez desenmascarado, excluirse por sí mismo en toda consideración científica.
El símbolo se desplaza desde una idea más concreta (por lo menos así es como él se expresa de ella), en la que tiene su aplicación primaria, a una idea más abstracta, con la que se relaciona secundariamente, lo cual quiere decir que ese desplazamiento no puede tener lugar sino en un solo sentido.
Detengámonos aquí un instante:
Para convenir en que si la alucinación del despertar hace que la histérica princeps del análisis, con el brazo entumecido bajo el peso de su cabeza sobre su hombro, presionado como estuvo sobre el respaldo desde donde se tendía, cuando se adormeció, hacia su padre velado en sus estertores mortales, lo prolongue, ese brazo, por una serpiente, y hasta por tanta serpiente como dedos tiene, es del falo y de ninguna otra cosa de lo que esa serpiente es símbolo. Pero a quién pertenece «concretamente» ese falo, esto es lo que será menos fácil de determinar en ese registro del psicoanálisis de hoy tan lindamente etiquetado por Raymond Queneau como la «liquette ninque». Que ese falo sea reconocido en efecto como una pertenencia que da envidia al sujeto, por muy mujer que sea, no arregla nada, si se piensa que sólo surge tan inoportunamente por estar claramente allí en presente, ya sea en la mencionada camisa, o simplemente en la cama donde chapotea con el moribundo.
Incluso es este el problema en el que Ernest Jones, once años más tarde, dará un trozo digno de la antología por la figure de patinaje dialéctico que demuestra en él al desarrollar la contrapartida de las posiciones tomadas por Freud sobre la fase fálica por la única vía de afirmaciones reiteradas de concordar con ella enteramente. Pero sea lo que sea lo que deba pensarse de ese debate desgraciadamente abandonado, puede plantearse a Ernest Jones la pregunta: el falo, si es efectivamente el objeto de la fobia o de la perversión, a las que refiere sucesivamente la fase fálica, ¿ha permanecido en estado de «idea concreta»?
En cualquier caso tendrá que reconocer que el falo toma en esto una aplicación «secundaria». Pues es eso efectivamente lo que dice cuando se dedica a distinguir muy hábilmente las fases proto y deutero-fálica. Y el falo, de una a otra de estas fases, como idea concreta de los símbolos que lo van a sustituir, no puede ligarse a sí mismo sino por una similitud tan concreta como esa idea, pues de otro modo esa idea concreta no sería sino la abstracción clásica de la idea general o del objeto genérico, lo cual dejaría a nuestros símbolos un campo de regresión que es el que Jones pretende refutar. En resumen, nos anticipamos, como se ve, a la única noción que permite concebir el simboIismo del falo, y es la particularidad de su función como significante .
A decir verdad no deja de ser patético seguir la especie de rodeo de esta función que impone a Jones su deducción. Pues ha reconocido de buenas a primeras que el simbolismo analítico sólo es concebible si se le relaciona con el hecho lingüístico de la metáfora, el cual le sirve de pasamanos de punta a punta de su desarrollo.
Si falla en encontrar en esto su vía, es muy aparentemente en dos tiempos donde reside el defecto de su punto de partida, en nuestra opinión, en esa muy insidiosa inversión en su pensamiento, por la cual su necesidad de seriedad para el análisis se autoriza, sin que lo analice, con la seriedad de la necesidad.
De lo cual da testimonio esta frase de su controversia con Silberer: «Si hay una verdad cualquiera en el psicoanálisis, o, simplemente, en una psicología genética, entonces los complejos primordiales que se manifiestan en el simbolismo deben ser las fuentes permanentes de la vida mental y propiamente lo contrario de puras figuras de estilo» Observación que apunta a cierta contingencia que Silberer anota muy justamente tanto en la aplicación de los símbolos como en las repeticiones a las que dan consistencia para oponerle la constancia de las necesidades primordiales en el desarrollo (necesidades orales por ejemplo, cuya promoción creciente seguirá Jones).
Para lo que sirve ese remontarse en la metáfora por el que Jones pretende comprender el simbolismo es para alcanzar estos dates originales.
Es pues en cierto modo caminando hacia atrás y para las necesidades de su polémica como entró en la referencia lingüística, pero está tan cerca de su objeto que basta para rectificar su mira.
Encuentra en ella el mérito de articular su propio mentís al dar la lista de esas ideas primarias de las que observa con justeza que son en pequeño número y constantes, al contrario de los símbolos, siempre abiertos a la adjunción de nuevos símbolos que se apilan sobre esas ideas. Son, según dice, «las ideas de sí y de los parientes inmediatamente consanguíneos y los fenómenos del nacimiento, del amor y de la muerte». «Ideas» todas ellas lo más concreto de las cuales es la red del significante en la que es preciso que el sujeto esté ya atrapado para que pueda constituirse en ellas: como sí, como en su lugar en un parentesco, como existente, como representante de un sexo, hasta como muerto, pues esas ideas no pueden pasar por primarias sino abandonando todo paralelismo con el desarrollo de las necesidades.
Que esto no sea observado no puede explicarse sino par una huida ante la angustia de los orígenes, y no le debe nada a ese apresuramiento cuya virtud conclusiva hemos mostrado cuando está fundada en la lógica .
Ese rigor lógico, lo menos que puede exigírsele al analista ¿no es que lo mantenga en esa angustia, dicho de otra manera que no ahorre la angustia a aquellos a quienes enseña, incluso para asegurar sobre ellos su poder?
Ahí es donde Jones busca su vía, pero donde lo traiciona su mejor recurso, pues los retóricos en el transcurso de las edades han puesto mala cara a la metáfora, quitándole la oportunidad de rectificar con ella su propio acceso hacia el símbolo. Lo cual aparece en el hecho de que plantee la comparación (simile en inglés) como origen de la metáfora, tomando «Juan es tan bravo como un león» por el modelo lógico de «Juan es un león».
Se asombra uno de que su sentido tan vivo de la experiencia analítica no le advierta de la mayor densidad significativa de la segunda enunciación, es decir de que, reconociéndola más concreta, no le devuelva su primacía.
Por falta de ese peso, no llega a formular lo que la interpretación analítica hace sin embargo casi evidente, y es que la relación de lo real con lo pensado no es la del significado con el significante, y la primacía que lo real tiene sobre lo pensado se invierte del significante al significado. Lo cual se superpone a lo que pasa en verdad en el lenguaje donde los efectos de significado son creados por las permutaciones del significante.
Así, si Jones percibe que es en cierto modo la memoria de una metáfora la que constituye el simbolismo analítico, el hecho llamado de la declinación de la metáfora le oculta su razón. No ve que es el león como significante el que se ha desgastado haste el yon, y aun hasta el yon-yon cuyo gruñido bonachón sirve de indicativo a los ideales ahítos de la Metro-Goldwyn—y su clamor, horrible todavía para los extraviados de la jungla, atestigua mejor los orígenes de su empleo para fines de sentido.
Jones cree por el contrario que el significado se ha hecho más poroso, que ha pasado a lo que los gramáticos llaman un sentido figurado.
Así se le escapa esa función a veces tan sensible en el símbolo y el síntoma analítico, la de ser una especie de regeneración del significante.
Se pierde por el contrario en la repetición de una falsa ley de desplazamiento del semantema según la cual iría siempre de una significación particular a una más general, de una concreta a una abstracta, de una material a una más sutil que llaman figurada, incluso moral. Como si el primer ejemplo que pueda uno pescar en las noticias del día no mostrase su caducidad, ya que la palabra lourd [«pesado»], puesto que es ésa la que se ofrece a nosotros, está atestiguado que significó primero el desgarbado, incluso el aturdido [étourdi] (en el siglo XIII), por lo tanto que tuvo un sentido moral antes de aplicarse, no mucho antes del siglo XVIII, nos informan Bloch y van Wartburg, a una propiedad de la materia -de la cual, para no detenernos en tan bello camino, hay que observar que es engañosa por cuanto que, por oponerse a lo ligero, conduce a la tópica aristotélica de una gravedad cualitativa. Para probar la teoría, ¿llegaremos hasta dar al uso común de las palabras el crédito de un presentimiento de la poca realidad de semejante física?
Pero ¿qué decir precisamente de la aplicación que nos proporcionó esa palabra, a saber la nueva unidad de la reforma monetaria francesa: qué perspectiva abriremos de vértigo o de gravedad, a qué trance del espesor recurrir, para situar este nuevo aletazo de lo propio a lo figurado? ¿No sería más simple aceptar aquí la evidencia material, que no hay otro resorte del efecto metafórico sino la sustitución de un significante a otro como tal? Cuando menos sería no quedar como un pesado (en dialecto del Franco Condado se dice lourdeau) a favor de este ejemplo, en el que el franco llamado «pesado» [lourd] no podría serlo para ningún juicio sensato… salvo por sus consecuencias: pues éstas se inscriben aquí en términos contables, o sea puramente significantes.
No es de desatenderse sin embargo el que un efecto de significado, que se muestra, aquí como en el resto, extrapolado a la sustitución del significante, sea de preverse, y esperado en efecto: por el cual todo francés sentirá más pesada su billetera, a igualdad de peso de los papeles, si bien se sentirá a la vez menos torpe [étourdi] en la manipulación de su numerario, a igualdad de gusto. Y quién sabe la ponderación que adquirirá por ello su porte en las peregrinaciones turísticas, pero también los efectos imprevisibles que tendrá sobre las jaulas de sus inversiones o sobre sus utensilios de prestigio el deslizamiento metafórico de sus simpatías desde la chatarra hacia la industria pesada y los aparatos de peso . Pregunta: si lo cómico se desprecia al llamársele pesado, ¿por qué la Gracia divina no se descalifica con eso?
Este error sobre la función del lenguaje vale la pena de insistir en él, pues es primordial en las dificultades que Jones no llega a resolver en lo que se refiere al simbolismo.
Todo gira, efectivamente, en ese debate alrededor del valor de conocimiento que conviene o no conceder al simbolismo. La interferencia del símbolo en las acciones más explícitas o más adaptadas a la percepción toma el alcance de informarnos sobre una actividad más primitiva en el ser.
Lo que Silberer llama el condicionamiento negativo del simbolismo, a saber la puesta en estado de latencia de las funciones discriminativas más extremas en la adaptación a lo real, va a tomar valor positivo por permitir ese acceso. Pero se caería en el pecado de círculo si se dedujera de ello que es una realidad más profunda, incluso calificada de psíquica, la que se manifiesta en eso.
Todo el esfuerzo de Jones apunta precisamente a negar que el menor valor pueda preservarse a un simbolismo arcaico a los ojos de una aprehensión científica de la realidad. Pero como sigue refiriendo el símbolo a las ideas, entendiendo con esto los soportes concretos que se supone que le aporta el desarrollo, no puede a su vez dejar de conservar hasta el final la noción de un condicionamiento negativo del simbolismo, lo cual le impide captar su función de estructura.
Y sin embargo, cuántas pruebas no nos da de su justeza de orientación por lo afortunado de los encuentros que realiza en el camino: así, cuando se detiene en la referencia que hace el niño del «cuac» que aísla como significante del grito del pato no sólo al pato del que es atributo natural, sino a una serie de objetos que comprenden a las moscas, al vino, e incluso a una moneda de cinco céntimos, usando esta vez el significante como metáfora.
¿Por qué tiene que ver en esto sólo una nueva atribución fundada sobre la apercepción de una similitud volátil, incluso si la, autoridad con que se cubre en su préstamo y que es nada menos que Darwin se contenta con que la moneda esté acuñada con el troquel del águila para hacerla entrar en ella? Pues por muy complaciente que sea la noción de la analogía para extender la movilidad del volátil hasta la dilución del fluído, tal vez la función de la metonimia en cuanto sostenida por la cadena significante recubre mejor aquí la contigüidad del pájaro con el líquido en el que chapotea.
¿Cómo no lamentar aquí que el interés manifestado en el niño por el análisis desarrollista no se detenga en este momento, en la linde misma del uso de la palabra, donde el niño que designa por un gua-gua lo que en ciertos casos se ha insistido en no llamar para él más que con el nombre de perro transfiere ese gua-gua sobre casi cualquier cosa -y luego en ese momento ulterior en que declare que el gato hace gua-gua y que el perro hace miau, mostrando con sus sollozos, si se pretende corregir su juego, que en todo caso ese juego no es gratuito?
Jones, de retener estos momentos, siempre manifiestos, no caería en el error eminente con que concluye que «no es el pato como un todo lo que es por el niño denominado ‘cuac’, sino sólo ciertos atributos abstractos, que entonces siguen llamándose con el mismo nombre».
Se le aparecería entonces que lo que busca, a saber el efecto de la sustitución significante, es precisamente lo que el niño primeramente encuentra, o sea [en francés] trouve, vocablo que debe tomarse literalmente en las lenguas romances donde trouver viene de: tropo, pues es por el juego de la sustitución significante como el niño arranca las cosas a su ingenuidad sometiéndolas a sus metáforas.
Con lo cual, entre paréntesis, el mito de la ingenuidad del niño parece por cierto haberse rehecho por estar todavía ahí y por refutarse.
Hay que definir la metáfora por la implantación en una cadena significante de otro significante, con lo cual aquel al que suplanta cae al rango de significado, y como significante latente perpetúa allí el intervalo en que otra cadena significante puede enchufarse. Entonces encontramos las dimensiones mínimas en las que Jones se esfuerza en poner en su sitio el simbolismo analítico.
Pues gobiernan la estructura que Freud da a los síntomas y a la represión. Y fuera de ellas no es posible restaurar la desviación que el inconsciente, en el sentido de Freud, ha sufrido por la mistificación del simbolo, que es la meta de Jones.
Ciertos enfoques erróneos deben para este fin ventilarse, como su observación, falaz por fascinar con su referencia al objeto, de que si el campanario de iglesia puede simbolizar el falo, nunca el falo simbolizará el campanario.
Pues no es menos cierto que en un sueño, aunque fuese el de una contrahechura irónica de Cocteau, se puede de manera enteramente legítima, según el contexto, interpretar la imagen del negro que, con la tizona al aire, se precipita sobre la soñadora, como el significante del olvido que tuvo de su paraguas durante su úItima sesión de análisis. Incluso es esto lo que los analistas más clásicos llamaron la interpretación «hacia la salida» si se nos permite traducir así el término introducido en inglés: reconstruction upward .
Para decirlo, la calidad de lo concreto en una idea no es más decisiva de su efecto inconsciente que la de lo pesado en un cuerpo grave lo es de la rapidez de su caída.
Hay que establecer que es la incidencia concreta del significante en la sumisión de la necesidad a la demanda la que al reprimir al deseo en posición de desconocido da al inconsciente su orden.
Que de la lista de los símbolos, ya considerable, subraya Jones, observe contra una aproximación que aun así no es la más grosera de Rank y Sachs (tercer carácter del símbolo: independencia de las determinaciones individuales) que permanece por el contrario abierta a la invención individual, añadiendo únicamente que una vez promovido, un símbolo no cambia ya de destino -es ésta una observación muy iluminadora si regresamos al catálogo meritoriamente establecido por Jones de las ideas primarias en el simbolismo, permitiéndonos completarlo.
Pues esas ideas primarias designan los puntos donde el sujeto desaparece bajo el ser del significante; ya se trate, en efecto, de ser uno mismo, de ser un padre, de ser un nacido, de ser amado o de ser un muerto, ¿cómo no ver que el sujeto, si es el sujeto el que habla, no se sostiene en ello sino por el discurso?
Aparece entonces que el análisis revela que el falo tiene la función de significante de la carencia de ser que determina en el sujeto su relación con el significante. Lo cual da su alcance al hecho de que todos los símbolos de que se ocupa el estudio de Jones son símbolos fálicos.
Entonces, de esos puntos imantados de la significación que sugiere su observación diremos que son los puntos de umbilicación del sujeto en los cortes del significante: cortes de los que el más fundamental es la Urverdrängung sobre la que Freud insistió siempre, o sea la reduplicación del sujeto que provoca el discurso, si permanece enmascarada por la pululación de lo que evoca como ente.
El análisis nos ha mostrado que es con las imágenes que cautivan su eros de individuo vivo con lo que el sujeto llega a abastecer su implicación en la secuencia significante.
Claro que el individuo humano no deja de presentar alguna complacencia en esa fragmentación de sus imágenes -y la bipolaridad del autismo corporal a la que favorece el privilegio de la imagen especular, dato biológico, se prestará singularmente a que esa implicación de su deseo en el significante tome la forma narcisista.
Pero no son las conexiones de necesidad, de las que están desprendidas esas imágenes, las que sostienen su incidencia perpetuada, sino ciertamente la secuencia articulada en que se han inscrito, la que estructura su insistencia como significante.
Es por eso efectivamente por lo que la demanda sexual, con sólo tener que presentarse oralmente, ectopiza en el campo del deseo «genital» imágenes de introyección. La noción del objeto oral en que se convertiría por ello eventualmente el copartícipe, no por instalarse cada vez más en el corazón de la teoría analítica deja de ser una elisión, fuente de error.
Pues lo que se produce en el extremo es que el deseo encuentra su soporte fantasmático en lo que llaman una defensa del sujeto ante el copartícipe tomado como significante de la devoración cumplida. (Pésense aquí nuestros términos.)
Es en la reduplicación del sujeto por el significante donde está el resorte del condicionamiento positivo cuya búsqueda prosigue Jones para lo que él llama el verdadero simbolismo, el que el análisis descubrió en su constancia y redescubre siempre de nuevo al articularse en el inconsciente.
Pues basta con una composición mínima de la batería de los significantes para que ésta baste para instituir en la cadena significante una duplicidad que recubre su reduplicación del sujeto, y es en ese redoblamiento del sujeto de la palabra donde el inconsciente como tal encuentra ocasión de articularse: a saber en un soporte que sólo se percibe si es percibido como tan estúpido como una criptografía que no tuviera cifra.
Aquí yace esa heterogeneidad del «verdadero simbolismo» que Jones trata en vano de asir, y que se le escape precisamente en la medida en que conserva el espejismo del condicionamiento negativo, que falsamente deja al simbolismo, en todos los «niveles» de su regresión, confrontado a lo real.
Si, como decimos, el hombre se encuentra abierto a desear tantos otros en sí mismo como nombres tienen sus miembros fuera de él, si ha de reconocer tantos miembros dislocados de su unidad, perdida sin haber sido nunca, como entes hay que son la metáfora de esos miembros -se ve también que está resuelta la cuestión de saber qué valor de conocimiento tienen los símbolos, puesto que son esos miembros mismos los que le vuelven después de haber errado por el mundo bajo una forma enajenada. Ese valor, considerable en cuanto a la praxis, es nulo en cuanto a lo real.
Es muy impresionante ver el esfuerzo que cuesta a Jones establecer esta conclusión, que su posición exige desde su principio, por las vías que ha escogido. La articula por una distinción entre el «verdadero simbolismo», que él concibe en definitiva como el productor de símbolos, y los «equivalentes simbólicos» que produce, y cuya eficacia sólo se mide en el control objetivo de su asimiento de lo real.
Se puede observar que esto equivale a requerir de la experiencia analítica que dé su estatuto a la ciencia, y por lo tanto a alejarse mucho de ella. Reconózcase cuando menos que no somos nosotros quienes tomamos aquí el cargo de desviar por éste camino a nuestros prácticos, sino Jones a quien nadie ha reprochado nunca que haga metafísica.
Pero creemos que se equivoca. Pues la historia de la ciencia es la única que puede dirimir aquí, y es palmaria en demostrar, en el nacimiento de la teoría de la gravitación, que sólo a partir de la exterminación de todo simbolismo de los cielos pudieron establecerse los fundamentos en la tierra de la física moderna, a saber: que de Giordano Bruno a Kepler y de Kepler a Newton, fue mientras se mantuvo alguna exigencia de atribución a las órbitas celestes de una forma «perfecta» (en cuanto que implicaba por ejemplo la preeminencia del círculo sobre la elipse), como esta exigencia obstaculizó la llegada de las ecuaciones clave de la teoría.
No hay qué objetar a que la noción cabalista de un Dios que se hubiese retirado a sabiendas de la materia para abandonarla a su movimiento haya podido favorecer la confianza otorgada a la experiencia natural como algo que debe descubrir las huellas de una creación lógica. Pues tal es el rodeo habitual de toda sublimación, y puede decirse que fuera de la física este rodeo no está acabado. Se trata de saber si el acabamiento de ese rodeo puede llegar a algo de otra manera que siendo eliminado.
Aquí también, a pesar de este error, hay que admirar cómo en su labor -si nos permitimos utilizar este vocablo con el mismo efecto de metáfora a que responden los términos working through y durcharbeiten de uso en el análisis-, nuestro autor labra su campo con un arado verdaderamente digno de lo que debe en efecto al significante el trabajo analítico.
Así, para dar el último giro a su consideración sobre el tema del símbolo, se enfrenta a lo que resulta de la hipótesis, que se supone admitida por ciertos autores sobre puntos de referencia lingüísticos y mitológicos, de que la agricultura fue en el origen la transposición técnica de un coito fecundante. ¿Puede decirse legítimamente de la agricultura en aquella época ideal que simbolice la copulación?
Está bien claro que la cuestión no es de hecho, ya que nadie aquí tiene que tomar partido sobre la existencia real en el pasado de semejante etapa, interesante de todos modos para verterla en el expediente de la ficción pastoral en la que el psicoanalista tiene mucho que aprender sobre sus horizontes mentaIes (para no hablar del marxista).
La cuestión es sólo de la conveniencia de la aplicación aquí de la noción del simbolismo, y Jones responde, sin parecer preocuparse del consentimiento que pueda esperar, por la negativa, lo cual quiere decir que la agricultura representa entonces un pensamiento adecuado (o una idea concreta), o incluso un modo satisfactorio ¡del coito! Pero si se tiene a bien seguir la intención de nuestro autor, se observa que resulta de ello que sólo por cuanto semejante operación técnica se encuentra prohibida, porque es incompatible con tal efecto de las leyes de la alianza y del parentesco, en el hecho por ejemplo de que éste toca al usufructo de la tierra, que sólo en esa medida la operación sustituida a la primera se hace propiamente simbólica de una satisfacción sexual -entrada en la represión sólo a partir de allí-, a la vez que se ofrece a sostener concepciones naturalistas, de naturaleza tal que obvian al reconocimiento científico de la unión de los gametos en el principio de la reproducción sexuada.
Lo cual es estrictamente correcto en cuanto que el simbolismo es considerado como solidario de la represión.
Se ve que en este grado de rigor en la precisión paradójica puede uno preguntarse legítimamente si el trabajo de Ernest Jones no cumplió lo esencial de lo que podía hacer en su momento, si no fue tan lejos como podía ir en el sentido de la indicación que señaló en Freud, citándola de la Traumdeutung: «Lo que hay está ligado simbólicamente estaba probablemente unido en los tiempos primordiales por una identidad conceptual y lingüística. La relación simbólica parece ser un signo residual y una marca de esa identidad de antaño.»
Y sin embargo, qué no hubiera ganado, para captar el verdadero lugar del simbolismo, de haber recordado que no ocupaba ningún lugar en la 1a. edición de la Traumdeutung, lo cual implica que el análisis, en los sueños, pero también en los síntomas, no ha de hacer caso de él sino como subordinado a los resortes mayores de la elaboración que estructura al inconsciente, a saber la condensación, y el desplazamiento en primer lugar -y nos atenemos a estos dos mecanismos porque hubieran bastado a suplir el defecto de información de Jones en lo que hace a metáfora y metonimia como efectos primeros del significante.
Tal vez hubiera evitado entonces formular contra su propia elaboración cuyas líneas esenciales creemos haber seguido, y contra la advertencia expresa del propio Freud, que lo que es reprimido en el receso metafórico del simbolismo es el afecto . Formulación en la que no quisiéramos ver sino un lapsus, si no hubiera debido desarrollarse más tarde en una exploración extraordinariamente ambigüa de la ronda de los afectos, en cuanto que se sustituirían unos a otros como tales .
Cuando la concepción de Freud, elaborada y aparecida en 1915 en la Internationale Zeitschrift, en los tres artículos sobre: las pulsiones y sus avatares, sobre: la represión y sobre: el inconsciente, no deja ninguna ambigüedad sobre este punto; es el significante el que es reprimido, pues no hay otro sentido que dar en estos textos al vocablo: Vorstellungsrepräsentanz. En cuanto a los afectos, formula expresamente que no son reprimidos, ya que sólo se puede decir de ellos tal cosa gracias a una tolerancia, y articula que, simples Ansätze o apéndices de lo reprimido, señales equivalentes a accesos histéricos fijados en la especie, son solamente desplazados, como lo atestigua este hecho fundamental, en cuya apreciación se da a reconocer un analista: por el cual un sujeto está en la necesidad de «comprender» tanto mejor sus afectos cuanto menos motivados realmente están.
Puede concluirse con el ejemplo que Ernest Jones tomó como punto de partida y que desplegó con la erudición que es su privilegio: el simbolismo de Polichinela. ¿Cómo no retener en él la dominancia del significante, manifiesta bajo su especie más materialmente fonemática? Pues, más allá de la voz de falsete y de las anomalías morfológicas de ese personaje heredero del Sátiro y del Diablo, son ciertamente las homofonías las que, por condenarse en sobreimpresiones, a la manera del rasgo de ingenio y del lapsus, nos denuncian con mayor seguridad que es el falo lo que simboliza. Polecenella napolitano, pequeño pavo, pulcinella, pollito, pullus, palabra de ternura legada por la pederastia romana a los módicos desahogos de las modistillas en nuestras primaveras, helo aquí recubierto por el punch del inglés, para recobrar, convertido en punchinello, la daga, el taco, el instrumento rechoncho que disimula, y que le franquea el camino por donde descender, hombrecito, a la tumba del cajón, donde los hombres de la mudanza, domésticos del pudor de la Henriette, fingirán, fingirán no ver nada, antes de que él vuelva a salir, resucitado en su valentía.
Falo alado, Parapilla, fantasma inconsciente de las imposibilidades del deseo masculino, tesoro en que se agota la impotencia infinita de la mujer, ese miembro para siempre perdido de todos aquellos, Osiris, Adonis, Orfeo, cuyo cuerpo despedazado debe reunir la ternura ambigua de la Diosa-Madre, nos indica, reapareciendo bajo cada ilustración de esta larga búsqueda sobre el simbolismo, no sólo la función eminente que desempeña en él, sino cómo lo ilumina.
Porque el falo, como lo hemos mostrado en otra parte, es el significante de la pérdida misma que el sujeto sufre por el despedazamiento del significante y en ninguna parte aparece de manera más decisiva la función de contrapartida a que un objeto es arrastrado en la subordinación del deseo a la dialéctica simbólica.
Aquí volvemos a encontrar la secuencia indicada más arriba, y por la cual Ernest Jones ha contribuido esencialmente a la elaboración de la fase fálica, adentrándose en ella un poco más en el recurso al desarrollo. ¿No es la linde del dédalo donde parece haberse embrollado la propia clínica, y del regreso a un desconocimiento reforzado del alcance esencial del deseo, que ilustra una cura de contención imaginaria, fundada sobre el moralismo delirante de los ideales de la pretendida relación de objeto? La extraordinaria elegancia del arranque dada por Freud: a saber la conjugación en la niña de la reivindicación contra la madre y de la envidia del falo, sigue siendo la roca en esta materia, y se concibe que hayamos hecho partir de ella nuevamente la dialéctica en la que mostramos que se separan la demanda y el deseo.
Pero no introduciremos más adelante una elaboración que es la muestra en un estudio que no podría sino inclinarse -de atenerse tan sólo al trabajo al que se extiende- ante la exigencia dialéctica obstinada, la altura de las perspectivas, el sentimiento de la experiencia, la noción del conjunto, la información inmensa, la inflexibilidad de la meta, la erudición sin fallas, el peso finalmente, que dan a la obra de Ernest Jones su lugar sin pareja.
¿Es acaso un menos digno homenaje que este encaminamiento sobre el simbolismo nos haya llegado tan cerca de ese destino del hombre de ir al ser por no poder convertirse en uno? Pastor del ser, profiere el filósofo de nuestro tiempo, a la vez que acusa a la filosofía de haber hecho de él el mal pastor. Respondiéndole con otro cantar, Freud para siempre hace borrarse al buen sujeto del conocimiento filosófico, el que encontraba en el objeto un estatuto tranquilizador, ante el mal sujeto del deseo y de sus imposturas.
¿No es de ese mal sujeto del que Jones en ese cenit todavía de su talento se muestra defensor cuando concluye, conjugando la metáfora al simbolismo: «La circunstancia de que la misma imagen pueda emplearse para una y otra de esas funciones no debe cegarnos sobre las diferencias que hay entre ellas. La principal de éstas es que con la metáfora, el sentimiento por expresar es sobresublimado (oversublimated), mientras que con el simbolismo, es subsublimado (under-sublimated, sic); la una se refiere a un esfuerzo que ha intentado algo más allá de sus fuerzas, el otro a un esfuerzo que se ve impedido de cumplir lo que quisiera»?
Sobre estas líneas fue sobre las que, con un sentimiento de regresar a la luz, el recuerdo nos trajo de vuelta la división inmortal que Kierkegaard promovió para siempre en las funciones humanas, tripartita, como todos saben, de los despenseros, de las mucamas y de los deshollinadores -y que, si sorprendiese a algunos, por resultarles nueva, tiene su mérito iluminado ya aquí por la mención del edificio donde se inscribe evidentemente.
Pues, más por el recuerdo de los orígenes galeses de Ernest Jones, más que por su corta estatura, por su aire tenebroso y su destreza, es seguramente por haberlo seguido, hasta el grado de la evocación, en este encaminamiento como de una chimenea en la muralla, por lo que al volver así como entre un hollín evocador de diamantes, nos sentimos de pronto seguros, y por mucho que puedan deberle las representaciones de los dos primeros oficios en la comunidad internacional de los analistas, y particularmente en la Sociedad británica, por verlo tomar eternamente su lugar en el cielo de los deshollinadores, de los que nadie dudará que para nosotros es el más excelso.
¿Pues a quién -se lee en el Talmud- de dos hombres que salen uno después del otro de una chimenea al salón, se le ocurrirá, cuando se miran, limpiarse la cara?. La sabiduría decide aquí por encima de toda sutileza para deducir a partir de la negrura de los rostros que se presentan recíprocamente y de la reflexión que, en cada uno, diverge; concluye expresamente: cuando dos hombres se encuentran al salir de una chimenea, los dos tienen la cara sucia.
Guitrancourt, enero-marzo de 1959