¨Psicoanálisis y estructura de la personalidad¨.
Este texto está redactado sobre una grabación de una intervención a la que una salida en falso del aparato privó de su exordio. Tal es el accidente del que tomamos ocasión para retocar nuestro discurso de una manera que modifica sensiblemente su improvisación, Aun así es preciso indicar su intención, que es estrechar en su articulación de entonces una posición que sigue siéndonos esencial.
Esto nos llevó a suprimir más bien y precisamente lo que en el fuego de una actualización se adelanta a lo que sólo será desarrollado más tarde. Así desatendiendo nuestro gusto de autor, no hemos conservado el apólogo del tarro de mostaza cuyo recuerdo sin embargo no es anecdótico puesto que más tarde le dimos su pleno desarrollo.
Con la salvedad de que le aseguramos aquí su acta de nacimiento, con su motivo en los ágapes que nos lo proporcionaron por lo menos aparentemente, pero dejemos para nuestro auditorio el volver a encontrar el tarro de mostaza en filigrana en figuras más accesibles al lector como menos sometidas a los significantes de la presencia.
Por lo demás un texto que no ha sido comunicado previamente bajo ninguna forma documental no es atestiguable sino desde el momento de su redacción definitiva, o sea aquí pascuas de 1960.
I. La estructura del sujeto
El término estructura que va a dar al informe de Daniel Lagache su palabra clave es enunciado efectivamente al principio de muchas tendencias contemporáneas de la investigación sobre el hombre, si es este el sentido amplio que Lagache da, nos parece, al término antropología. La referencia a la sociología nos hubiera parecido mejor actualmente para situar en ella el estructuralismo.
Pues es objeto de un debate lo bastante vivaz como para que Claude Levi-Strauss no escape a los ataques que los estructuralistas se dirigen mutuamente, toda vez que la noción de estructura que tiene uno a tal otro no le parece ser sino aberración.
Como por nuestra parte hacemos del término estructura un empleo que creemos poder autorizar en el de Claude Lévi-Strauss, es para nosotros una razón personal, ésta es la ocasión de decirlo, no considerar ese empleo como generalmente confusionista. Estamos por ello tanto más interesados en someterlo a la prueba del desarrollo que Daniel Lagache ordena dentro de él.
La categoría de conjunto, para introducirla, encuentra nuestro acuerdo, por cuanto evita las implicaciones de la totalidad o las depura. Pero esto no es para decir que sus elementos no sean aislables, ni sumables: por lo menos, si buscamos en la noción de conjunto alguna garantía del rigor que tiene en la teoría matemática. «Que sus partes estén a su vez estructuradas» querrá decir entonces que ellas mismas son susceptibles de simbolizar todas las relaciones definibles para el conjunto, las cuales van mucho más allá de su distinción y de su reunión, no obstante inaugurales. Los elementos se definen allí efectivamente por la posibilidad de ser planteados en función de subconjuntos como recubriendo una relación cualquiera definida para el conjunto, posibilidad que tiene por rasgo esencial el no estar limitada por ninguna jerarquía natural.
Por eso el término: parte, nos parece deber apartarse en el principio, con mayor razón todo dato de campo que incluya incógnitas tan temibles como un organismo, puesto que ya al organizar lo que le rodea (con la famosa «situación» que nos cuelga de la nariz), un tal campo aporta a toda consideración de estructura esta limitación mínima que Daniel Lagache circunscribe de inmediato con toda pertinencia: la de ser geométrica.
Ahora bien, la estructura no es la forma, hemos insistido en eso en otro lugar, y precisamente la cuestión es avezar el pensamiento en una topología, que sólo la estructura necesita.
Pretendemos que la estética trascendental tiene que rehacerse para el tiempo en que la lingüística ha introducido en la ciencia su estatuto innegable: con la estructura definida por la articulación significante como tal.
Entonces, cuando Daniel Lagache parte de una elección que nos propone entre una estructura en cierto modo aparente (que implicaría la crítica de lo que el carácter descriptivo implica de natural) y una estructura de la que puede decir que esté a distancia de la experiencia (puesto que se trata del «modelo teórico» que él reconoce en la metapsicología analítica), esta antinomia descuida un modo de la estructura que no por ser tercero podría ser excluido, a saber, los efectos que la combinatoria pura y simple del significante determine en la realidad donde se produce. Pues el estructuralismo ¿es o no es lo que nos permite plantear nuestra experiencia como el campo donde «ello» habla? Si es así, «la distancia a la experiencia» de la estructura se desvanece, puesto que ésta opera en ella no como modelo teórico, sino como la máquina original que pone en ella en escena al sujeto.
Lo que Daniel Lagache pone en la cuenta del punto de vista económico-dinámico, o sea según él el material y su interpretación, es allí precisamente donde vemos esbozarse la incidencia de la estructura en nuestra experiencia, y es aIlí donde una investigación estructuralista debe perseguir sus efectos, toda vez que su alcance económico-dinámico se ilustra con una comparación que equivale a su razón: a saber lo que una turbina, o sea una máquina dispuesta según una cadena de ecuaciones, aporta a una cascada natural para la realización de la energía.
¿Cómo asombrarse entonces de que el criterio genético haya dado por saldo un fracaso en la puesta a prueba de las tópicas freudianas, en la medida misma en que sus sistemas son estructurales?
En cuanto al criterio de adaptación, tal vez haya que rechazar su empleo hasta nueva orden, la nueva orden que le haya aportado el psicoanálisis mismo: salvo que se tome el callejón sin salida llamado del, problema posrevolucionario.
En efecto, los sistemas en los cuales Daniel Lagache sabrá poner tan delicadamente en valor sus relaciones de interdependencia (propondríamos: paranomias), en cada una de las dos tópicas de Freud, distinguiéndolos en sus funciones, no son por ello la estructura en sentido estricto: como se ve en la especie de quiasmo que él no explica, según el cual es de la identidad de los pensamientos de la que el proceso primario (en cuanto que procede en el inconsciente) recibe su regla, y en la identidad de las percepciones donde el proceso secundario (en cuanto que ordena el primero para con la realidad) encuentra su criterio -mientras que la percepción es más primaria en la estructura en el sentido en que la entiende Lagache, y mas cercana al principio del placer con el que se asegura el reino de lo primario, que todo lo que por ser pensado parece repercutido de una conciencia esclarecida.
Por eso no es vano recordar que Freud negó, en principio, a todo sistema de ninguna de sus tópicas la menor realidad como aparato diferenciado en el organismo. Pues se olvida, al deducir este corolario, que nos rehusa a la vez el derecho a forzar ninguno de esos sistemas a entrar en la realidad fantasmada de una «totalidad» cualquiera del organismo. En pocas palabras, la estructura de que hablamos no tiene nada que ver con la idea de la «estructura del organismo», tal como la sostienen los hechos más fundados de la Gestalt. No es que la estructura en sentido propio no aproveche las hiancias de la Gestalt orgánica para sometérsela. Pero a partir de sus conjunciones que mostrarían ser de fisión o de fisuras, se afirma una heterogeneidad entre dos órdenes, que se intentará menos enmascarar para captar su principio. Así, si se la desconoce menos, la distribución tópica de la conciencia, tan notable en su dispersión que parecería desmembrada, nos conduce a considerar este hecho que Daniel Lagache tiene razón en recordarnos: es que apenas hemos avanzado en el problema de la naturaleza de la conciencia, desde que Freud, en su revisión que él había hecho necesaria, solo volvía a ella para quejarse de quedar detenido allí.
De todas maneras, no presenta dificultad el hecho de que el organismo deje plumas, dicho de otra manera ceda tal o cual de sus tentáculos más o menos amovibles en prenda a tal estructura, de prohibición social por ejemplo, en el que puede como individuo verse apresado.
Para entrar en el meollo del tema con Daniel Lagache, agradezcámosle que denuncie de pasada la simple falsificación que Heinz Hartmann intenta imponer a la historia al desconocer que en el período de la Introducción al narcisismo Freud se interesaba ciertamente en la instancia del Yo, la única, la misma que debía seguir promoviendo. En cuanto a la puesta en guardia con que dicho autor y sus acólitos, Kris y Loewenstein, creen deber precavernos contra una concepción calificada de antropomórfica de la segunda tópica, consideraremos con Daniel Lagache que su objeto no es más consistente que la estupidez, pura finta, que suponen en nosotros. Pero esto no es para aceptar la impertinencia de esa otra que nos imputan, bien real, al contar con nuestra gloria de ser de los que no se dejan engañar, para deslizarnos la carta forzosa de una concepción calificada de causal del Yo. ¿Y negará todavía Lagache la influencia nefasta de la antinomia de Jaspers, en este truco de cartas con que se pretende deslumbrarnos, haciendo espejear el lustro de la fisiología sobre la puerta de los desperdicios por donde vuelven a sacarnos, para explicar el Yo de Freud, ese maniquí cuyo retoño es el atolladero de toda experiencia psicológica, ese sujeto verbal dado como soporte a la síntesis de las funciones más heteróclitas? Daniel Lagache da su merecido más adelante a ese carnero de dos cabezas, a ese monstruo cuyas soldaduras representadas podrían evocar un collage sin arte, pero que concuerda con ese gabinete de curiosidades donde no resulta detonante el charlatán. ¿Qué tiene que hacer, efectivamente, esa concepción barroca con el psicoanálisis, si no es relajar su técnica hasta la explotación de los más oscuros prejuicios?
Queda el hecho de que, como lo observa con fuerza Daniel Lagache, la existencia misma de «enclaves animistas», incluso de alternancias vividas como personales en nuestro asentimiento, no estorba para nada la comprensión de la segunda tópica como un modelo teórico, ya que lo importante en efecto no es «que se puedan diferenciar los sistemas por sus «funciones», sino reconocer como lo hace él el hecho de «que el concepto de función no es un concepto exclusivamente fisiológico».
Lo que aportamos a este debate hará fácil de creer que pensamos que no se puede hablar con mayor excelencia.
Se ve sin embargo qué objeciones va a encontrar de nuestra parte la tentativa de Daniel Lagache por cuanto es a su formación en la intersubjetividad a la que pretende referir lo que llama la estructuración de la personalidad (es el título mismo de su cap. IV). A nuestro entender, su método no es bastante radical, y diremos en qué.
No es pecado, mientras tanto, consentir en la estocada que dirige contra el idealismo exorbitante que se ejerce al querer hacer derivar de la conciencia personal la génesis del mundo personal, o sea a la boga moderna de un psicoanálisis que no querría ya fundarse sino en la observación del niño. Pero también nos parece optimista cuando nos considera liberados de ese prejuicio: ¿olvida acaso que el señor Piaget nos habitúa a interrogar en la conciencia personal a la génesis del mundo común, hasta el punto de incluir a las categorías del pensamiento científico?
No menos encantados quedamos de su observación de que «antes de existir en sí mismo, por sí mismo y para sí mismo, el niño existe para y por el prójimo; que es ya un polo de esperas, de proyectos, de atributos». Pero esto no sería sino proponer una perogrullada si no pusiera el acento sobre el medio por el que tantas esperas y proyectos se hacen sentir en el inconsciente del niño cuando viene al mundo; pues ¿no es por esos atributos cuyo término, bastante insólito en semejante aposición, viene como a deslizarse en el movimiento de su frase en el momento en que se cierra? Atributos: detengo en ese pequeño vocablo a Daniel Lagache. ¿Esperaba que se me escapara? Si no, ¿por qué no darle él mismo su alcance? Un polo de atributos, tal es el sujeto antes de su nacimiento (y será tal vez bajo su amontonamiento como se asfixiará un dia). De atributos, es decir de significantes más o menos ligados en un discurso, tendremos que recordarlo dentro de un momento cuando se trate de la estructura del Ello.
Pero por el momento ¿no profesa Daniel Lagache lo mismo que lo que yo enseño cuando define el inconsciente como el discurso del Otro? Pues para que a «esa existencia para y por el prójimo», Daniel Lagache pueda, sobre la existencia del niño «en sí mismo, por sí mismo y para sí mismo», concederle, si no la preeminencia, por lo menos la anterioridad lógica -para eso no basta su relación enteramente futura con el entorno que le espera de sus semejantes y lo aboca al lugar que ocupa en sus proyectos. Pues en la imaginaria dimensión que se despliega allí, esa relación de existencia sigue siendo inversa, en cuanto que el nonato sigue estando más bien cerrado a su visión. Pero el lugar que el niño ocupa en la estirpe según la convención de las estructuras del porentesco, el nombre de pila [prénom en francés] que a veces lo identifica ya con su abuelo, los marcos del estado civil y aun lo que denotará su sexo, son cosas éstas que se preocupan bien poco de lo que él es en sí mismo: ¡que surja pues hermafrodita, a ver qué!
Esto, ya se sabe, va mucho más Iejos, tan lejos como la ley cubre al lenguaje, y la verdad a la palabra: ya su existencia es litigada, inocente o culpable, antes de que venga al mundo, y el hilo tenue de su verdad no puede dejar de coser ya un tejido de mentiras. Es por eso incluso, a grandes rasgos, por Io que habrá error sobre la persona, es decir sobre los méritos de sus padres, en su Ideal del Yo; mientras que en el viejo proceso de justificación en el tribunal de Dios, el nuevo monigote recurrirá a un expediente de antes de sus abuelos: bajo la forma del Superyo de ellos. Observación de Freud, recordada por Daniel Lagache, y en la que no habrá que buscar sino efecto y campo de la palabra y del lenguaje con los óptimos que podrían señalarse en un esquema topológico, viendo por añadidura que sólo estadisticamente pasan a la realidad.
Más profundamente aun aquí resuena, tenemos de ello una experiencia segura, el deseo de los padres. Pero es precisamente la cuestión que abrimos a nuestra vez, como lo saben aquí algunos, de la determinación del deseo por los efectos, en el sujeto, del significante.
Si el propio Daniel Lagache no hiciese resonar en ello mi promoción del Verbo, ¿estaría tan seguro de que su referencia tan bonita a la encarnación impresionaría al auditorio, cuando dice que «en el transcurso de la existencia prenatal, el ser para el prójimo se modifica y se enriquece por la encarnación»?
Si, «el ser para el prójimo», no dice el ser en sí, y continúa «hacia la mitad de la gestación». ¿No es que por «sus primeras manifestaciones de actividad, el feto»… empieza a hacer hablar de él? Sí, que se hable de él, eso es lo que define lo que Daniel Lagache llama aquí «esos primeros momentos de una existencia» (nosotros diríamos ex-sistencia), y de manera tanto más notable cuanto que la califica de «autónoma».
¿Por qué entonces no articular la anterioridad de la relación con el discurso del Otro sobre toda diferenciación primaria,. de la cual admite que el sujeto funciona en ella «sin existir en cuanto estructura cognoscitiva»? Arguye sin embargo siete líneas antes que «se niega la evidencia al pretender que el recién nacido no tiene experiencia consciente, siendo así que alterna entre el sueño y la vigilancia». Esa vigilancia observable, ¿baste para asegurarle «la existencia de un sujeto sin estructura cognoscitiva»?
Para nosotros, el hecho de la diferenciación primaria deja en suspenso su uso propiamente significante, del que depende el advenimiento del sujeto. Para definirla en sí misma, diríamos que es una relación de objeto en lo real, pensando dar con ello la prueba del carácter robusto, en su sencillez, de las distribuciones que utilizamos para situar nuestra experiencia entre simbólico, imaginario y real.
Es preciso que a la necesidad que sostiene esta diferenciación primaria se añada la demanda, para que el sujeto (antes de toda «estructura cognoscitiva») haga su entrada en lo real, a la vez que la necesidad se hace pulsión, por cuanto su realidad se oblitera al hacerse símbolo de una satisfacción de amor.
Estas exigencias categoriales, permítasenos señalarlo, tienen la ventaja entre otras de relegar detestables metáforas como la de la participación simbiótica del niño en la madre (¿forman acaso un liquen?), de dejarnos descontentos con una referencia desenfadada «al juego combinado de la maduración y del aprendizaje» para dar cuenta de «una identificación en el conflicto intersubjetivo», incluso si se tiene por seguro que «la predominancia de su pasividad hace que reciba su personaje temporal de la situación», de no considerarnos desembarazados de la diferenciación entre cuerpo y objetos con sólo connotarla como sincrética, porque esto es desatender la esencial disimetría entre proyección e introyección.
Sobre este punto Daniel Lagache sigue siendo clásico. Pero nos parece que no puede acentuar, como lo ha hecho aquí, la prematuración simbólica por la que el niño se inscribe en el ser para el prójimo (para nosotros, el discurso del Otro), y considerar el retraso formal que registra su aprendizaje de la sintaxis (el momento en que el niño habla de él como el prójimo le habla) como decisiva de lo que sea «en la conjunción que se opera entre el ser para el prójimo y el ser para sí». Pues lejos de que ese instante sea representativo de ello, diríamos que, puesto que se trata de discurso, esa conjunción es de siempre puesto que el discurso estaba ahí desde el principio, aunque fuese en su presencia impersonal.
El drama del sujeto en el verbo, es que en él pone a prueba su carencia de ser. y aquí es donde el psicoanálisis haría bien en precisar algunos de sus momentos, pues el psicólogo por su parte nada puede con sus cuestionarios, ni aun con sus grabaciones en las que esos momentos no aparecerán tan fácilmente, no antes de que una película haya captado la estructura de la carencia como constituyente del juego de ajedrez. Es porque remedia ese momento de carencia por lo que una imagen viene a la posición de soportar todo el precio del deseo: proyección, función de lo imaginario.
En el extremo opuesto viene a instalarse en el corazón del ser, para designar su agujero, un índice: introyección, relación con lo simbólico.
Los progresos observados de la objetivación en esos estadios precoces parecen efectivamente no tener otro interés, como Daniel Lagache lo da a entender, que el de enmascararnos los tiempos inconscientes de las proyecciones y de las introyecciónes en la continuidad de su desarrollo.
Nos detendremos en el mismo punto que Daniel Lagache para hacer el balance de nuestra divergencia. Está en la función misma que él da a la intersubjetividad. Pues ésta se define para él en una relación con el otro del semejante, relación simétrica en su principio, como se ve en el hecho de que Daniel Lagache formula que por el otro el sujeto aprende a tratarse como un objeto. Para nosotros, el sujeto tiene que surgir del dato de los significantes que lo recubren en un Otro que es su lugar trascendental: por lo cual se constituye en una existencia donde es posible el vector manifiestamente constituyente del campo freudiano de la experiencia: a saber lo que él llama el deseo.
Lejos pues de que sea preciso que el Yo-sujeto se esfuerce en hacer retroceder al Yo-objeto para hacérsele «trascendente», el verdadero, si es que no el buen sujeto, el sujeto del deseo, lo mismo en la iluminación del fantasma que en su guarida fuera de las sabiendas, no es otro que la Cosa, que está lo más próxima a él mismo a la vez que le escapa lo más posible.
Por eso precisamente los que me siguen sabrán también que ese equívoco de la noesis, por el cual Daniel Lagache hace desvanecerse el Yo-sujeto de lo que allí se piensa, no es lo que yo designo como el fading del sujeto, pues ese fading se produce en la suspensión del deseo, por eclipsarse el sujeto en el significante de la demanda -y en la fijación del fantasma, por convertirse el sujeto mismo en el corte que hace brillar el objeto parcial con su indecible vacilación.
lI. ¿Dónde ello?
La reconstrucción que Daniel Lagache lleva a cabo, sin embargo, debe seguirse sin perjuicio de las objeciones precedentes; pues si le vemos guiarse en ella por su postulado de la estructura personal, ese postulado, como es ordinario, no se iluminará sino por su uso.
Ese uso a primera vista es heurístico, toda vez que Daniel Lagache en cierto modo pide razón a cada uno de los sistemas (es su término): Ello, Yo y Superyó, de lo que le falta para ser una persona. En lo cual no se puede por menos de observar que la denominación de instancia es aportada, aunque, solidaria de la formulación por Freud de esta tópica, llamada la segunda, parezca a favor de lo que Daniel Lagache llama su estilo personalista.
Por este método vienen a componerse ante nuestros ojos, de heteronomias limitadas en autonomías relativas (sugerimos: en su paranomia), esos sistemas, sin que nada preconcebido les imponga resultar todas juntas en una persona completa: puesto que asimismo, y por qué no si tal es su fin, es en la técnica donde desemboca la investigación, y puesto que es al desprendimiento activo de uno de esos sistemas, el Yo, al que le toca hacer aparecer una unidad de ser sin duda, pero en una idealidad práctica, que de manera patente se confiesa más selectiva que estructural. En lo cual el postulado parece caer en un soborno dialéctico, que nos gustaría saber hasta que punto tiene el beneplácito del autor.
El capítulo donde Daniel Lagache interroga a la estructura del Ello no nos deja decepcionados, y suscribimos textualmente muchas de sus fórmulas. Nos parece sobresalir especialmente en su esfuerzo de situar allí al sujeto en la estructura.
¿Me atreveré a señalar a qué precio hubiera podido evitar el callejón sin salida con que tropieza tan brillantemente en sus fórmulas sobre la estructura misma en cuanto que fuese la del Ello? Es el de no rehusarse al golpe frontal de las paradojas, en lo cual Freud esta vez como tantas otras nos muestra la vía.
Es preciso que se mantengan juntas tres consideraciones poco concordantes ya entre sí, al parecer, y conseguirlo a partir; del propio escándalo que cada una en sí constituye.
La primera es que el Ello es inorganizado, circunstancia cuyo asombro no puede sino retenernos en el advenimiento, en el Es alemán, de esta instancia, si debe reunir en su perspectiva la indestructibilidad primeramente afirmada (y mantenida) de lo reprimido que encontramos en ella, con el automatismo últimamente cuestionado de la repetición que debe regresar de allí (concepto del Wiederholungszwang, establecido en el umbral del Más allá del principio de placer).
A esta consideración está ligada esta otra, reiterada constantemente por Freud en su ocasión. Concierne a los elementos mismos cuyas leyes ha articulado primero en el inconsciente, para componer más tarde en las pulsiones, hallando propiamente, su estructura: a saber que no incluyen la negación.
Sin duda esa preclusión fue corregida, desde La interpretación de los sueños, con el análisis de los rodeos que sostendrían su equivalente: la dilación temporal, la inhibición, la representación por lo contrario. Pero si se siguen los textos de Freud, se comprueba que se mantiene en ellos en la fórmula más apretada de que no hay, entre las pulsiones que habitan el Ello, contradicción que valga, es decir que reciba su efecto de la exclusión lógica.
La tercera consideración se desprende de los aforismos en cuya media luz termina el estudio sobre El «yo» y el «ello» (Das Ich und das Es), surgiendo bajo el término del silencio que las pulsiones de muerte harían reinar en el Ello.
Toda tentativa de referir a una diferenciación cualquiera, en el organismo, de las necesidades primarias, una estructura así descrita no puede sino multiplicar sus discordancias aparentes acrecentando cada vez más su peso. A esto es por cierto a lo que Daniel Lagache no ha podido escapar en esa vía.
En cuanto a nosotros, nos parece que las dificultades mismas con que aquí tropieza cada uno nos confirman en la imposibilidad en que se está de prescindir de la función del significante.
Tómese el significante con toda simpleza por la punta de materialidad irreductible que implica la estructura en cuanto que es la suya, evóquesele bajo la forma de una lotería, y aparecerá la evidencia de que no hay nada en el mundo salvo el significante que pueda sostener una coexistencia -que el desorden constituye (en la sincronía) – de elementos en los que subsiste el orden más indestructible al desplegarse (en la diacronía): ya que ese rigor de que es capaz, asociativo, en la segunda dimensión, se funda incluso en la conmutatividad que muestra por ser intercambiable en la primera.
Su subsistencia de connotación no podría suspenderse por ser afectada por signos contradictorios, puesto que una exclusión proveniente de esos signos como tales no puede ejercerse sino como condición de consistencia en una cadena por constituir; añadamos que la dimensión en la que se controla esta condición es únicamente la traducción de que semejante cadena es capaz.
Detengámonos un instante más en esa lotería. Para considerar que es la inorganización real gracias a la cual están mezclados sus elementos, en lo ordinal, al azar, la que de la ocasión de su salida nos hace sacar las suertes, mientras que es su organización de estructura la que, permitiéndoles al capricho del juego ser leídos como oráculo, deja que, de proseguir su extracción, pueda yo afirmar que faltan, en lo cardinal.
Es pues ciertamente hacia el sostén del significante hacia donde nos dirigen las proposiciones de Freud, y desde la primera. ¿Será necesario subrayar que los retornos en que se enmaraña la segunda marcan por los puntos de referencia siempre gramaticales que Freud da a sus recurrencias que se trata efectivamente de un orden de discurso?
A partir de aquí no dejará de impresionarnos la indiferencia combinatoria, que se demuestra de hecho por el desmontaje de la pulsión según su fuente, su dirección, su meta y su objeto. ¿Es tanto como decir que todo es allí significante? Sin duda que no, sino estructura. Por eso dejamos ahora de lado su estatuto energético. Basta con ello sin embargo para que podamos responder sobre el criterio de Lagache por el único sesgo geométrico en que pretende emprenderlo.
La imagen confusa del Ello como «depósito de las pulsiones», que le repele tan justamente por el asentimiento que recibe de un organicismo grosero, se endereza en efecto gracias al sentido que recibe en nuestra perspectiva.
Pensemos en el buzón, en la cavidad interior de algún ídolo baálico, pensemos en la bocca di Ieone que, por combinarlos, recibía en Venecia su función temible. Un depósito sí, si se quiere, eso es el Ello, e incluso una reserva, pero lo que allí se produce, de rogatoria o de denunciación misivas, viene de fuera, y si se amontona allí, es para dormir. Y aquí se disipa la opacidad del texto que enuncia del Ello que el silencio reina en él: en que no se trata de una metáfora, sino de una antítesis que ha de proseguirse en la relación del sujeto con el significante, que nos es expresamente designada como la pulsión de muerte.
Pero volvamos a Daniel Lagache en el eje de la pregunta sobre la persona, para concederle que, si Freud establece que no hay en el sistema del inconsciente «ni negación, ni duda, ni grado en la certidumbre», no es para hacernos imaginar que implica una certidumbre sin reservas, ni tampoco el grado cero de la certidumbre. ¿Cómo podríamos no hacerlo, cuando formulamos desde hace mucho tiempo que sólo la acción en el sujeto engendra la certidumbre?
Pero pensamos que el error de Lagache es aquí confundir la afirmación y la certidumbre. Por medio de lo cual, habiendo despachado a la segunda, cree haberse desembarazado de la primera por el mismo procedimiento, de fama poco segura sin embargo, al que se liga la imagen del bebé desesperado en el desagüe de la tina.
¿Pero cómo podría ser así, cuando de afirmación a certidumbre se establece ese nexo, si no de precedencia, por lo menos de anterioridad lógica, donde justamente toman su lugar las incertidumbres que engendra la acción en su estela de verificación?
¿Y no es echar en saco roto el cuidado, como de costumbre increíble en la presencia de pensamiento de que da testimonio, con que Freud puso aquí los puntos sobre las íes al articular expresamente la Bejahung como primer tiempo de la enunciación inconsciente, el que supone su mantenimiento en el tiempo segundo de la Verneinung, del que es sabido qué brillo hemos pretendido dar a su discusión en los comienzos de nuestro seminario?
Volvamos a hundir la mano en el saco de nuestra lotería. 58. . . Este número que ha salido tiene en sí mismo su alcance de afirmación, y hasta diré que provocadora. Y no se me oponga que se necesita la vigilancia de un sujeto, pues éste se encuentra allí, tan sólo por haberse introducido en ese número por la presencia decimal que totaliza en dos columnas lo que no es sino su cifra, mientras que la cantidad numérica sigue siendo en él indiferente, por ser entre otras cosas el doble de un número primo.
Por lo demás, para apreciar lo que esta cifra puede vehicular efectivamente del sujeto, consúltese, sobre la función exploradora en psicoanálisis de los números escogidos al azar, un capítulo demasiado olvidado de la Psicopatalogía de la vida cotidiana.
Tal es el ejemplo tomado como el menos favorable por su abstracción en que pretendemos mostrar que es en una duplicidad fundadora del significante donde el sujeto encuentra primeramente el arroyo cubierto por el que corre antes de surgir de él, vamos a ver por qué hendidura.
Pero si se nos permite recurrir en el extremo opuesto a la animación calurosa del Witz, lo ilustraremos en su mayor opacidad con el genio que guió a Jarry en el hallazgo de la condensación de un simple fonema suplementario en la interjección ilustre: merdre. Trivialidad refinada de lapsus, de fantasía y de poema, una letra ha bastado para dar a la jaculatoria más vulgar en francés, el valor «joculatorio», que llega a lo sublime, del lugar que ocupa en la epopeya de Ubu: la del Vocablo de antes del comienzo.
¿Hasta dónde no subiríamos con dos letras, cuando la ortografía: Meirdre nos entregaría por vía de gematría todo lo que de promesa jamás el hombre escuchará en su historia, y cuando Mairdre es el anagrama del verbo en que se funda lo admirable?.
No se ve en esta salida de tono en la seriedad de nuestras consideraciones sino nuestra preocupación de recordar que es al fool, oh Shakespeare, tanto en la vida como en las letras, a quien ha sido deparado el destino de mantener disponible a través de los siglos el lugar de la verdad que Freud debía sacar a luz.
Recuérdense ahora las dificultades que aporta al lingüista el estatuto de la frase interrogativa, para medir todo lo que Daniel Lagache plantea con la solo fórmula, impresionante por la justeza de expresión que no lo abandona en todo este texto, de «esa interrogación que pone al yo en cuestión, e incluso en la tortura [«á la question»]». Veo bien la sutileza por la cual es a «la emoción [I’émoi] pulsional que representa la pulsión en el Yo [le Moi]», a la que se encarga de hacer las veces de tenaza. Apruebo su prudencia tanto más cuanto que es sobradamente evidente que la pregunta no podría partir del Ello, sino que le responde. La mís característica emoción en el Yo, sabemos sin embargo, desde Hemmung, Symplom und Angst, que no es sino la señal de alerta que hace entrar en juego las defensas… contra la afirmación del Ello, no su pregunta.
En verdad, Daniel Lagache se toma aquí todo ese trabajo porque quiere que la función del juicio sea privilegio del Yo.
¿Puedo decirle que creo que todo movimiento de la experiencia freudiana se inscribe contra eso, y cuándo podré, texto en mano, demostrarle que el famoso Entwurf dedicado a Fliess, tiene como meta no accesoria establecer que en el nivel del sistema de las facilitaciones primeras del placer está ya constituida una forma fundamental del juicio, qué él designa propiamente con el término juicio primario?. No podemos, por nuestra parte, entender de otra manera la fórmula a la que Lagache confía el final de sus latines: que las pulsiones existen.
No es nunca en vano en efecto si deja uno que se le coma la lengua el gato cuando es una lengua viva. Que las pulsiones por su porte ex-sistan, tal vez en eso consiste todo: en que no están en su lugar, que se proponen en esa Entstellung, en esa de-posición, diríamos, o si se quiere, en esa barahúnda de personas desplazadas. ¿No está también ahí para el sujeto su oportunidad de existir un dia? En ese momento sin embargo esa oportunidad parece por lo menos comprometida. Pues tal como van las cosas, es harto sabido, cuando el lenguaje se inmiscuye, las pulsiones deben más bien abundar, y la cuestión (si hubiera alguien para plantearla) sería más bien saber cómo el sujeto encontrará en ellas un lugar cualquiera.
La respuesta felizmente viene de inmediato, en el agujero que él se hace en ellas.
Es con seguridad de una vuelta, que habrá de conectarse en la experiencia lingüística, a la que Freud abrió en su artículo sobre la negación, de la que debe esperarse el progreso de una nueva crítica del juicio, que tenemos por instaurada en este texto. Hasta ahora, quitando la publicación del diálogo de que hemos hecho mención, esta iniciativa, como ha sucedido en más de un caso, apenas se ha beneficiado de otra clase de comentario que si se hubiera tratado de una embriaguez de Noé.
Bien está tolerar al tío Freud que se las gaste con el juicio de atribución y el juicio de existencia, y hasta que dé al primero la ventaja de una antecedencia lógica sobre la negación en que se fundaría el segundo. No seremos nosotros en el psicoanálisis quienes iremos a exponernos a la mofa de los lógicos, ni aun a arriesgarnos en la enseñanza de Brentano, del que se sabe sin embargo que brillaba en Viena y que el propio Freud lo frecuentó.
El juicio de atribución lo concibe pues como instaurándose por la sola Bejahung. Su cadena desarrolla una primera condensación o sincretismo, en lo cual se manifiesta ya una estructura combinatoria que hemos ilustrado nosotros. Con esta especie de afirmación de yuxtaposición, ¿qué habrá de refutarse nunca sino por efecto de obstrucción?
Aquí es donde debería volverse al problema del origen de la negación, si es que no se entiende por tal cosa alguna pueril génesis psicológica, sino un problema de la estructura, que ha de abordarse en el material de la estructura.
Es sabido que las partículas tan diferenciadas en todas las lenguas para matizar la negación ofrecen a la lógica formal ocasíones de impar (oddities) que prueban perfectamente que participan de una distorsión esencial, o sea de otra traducción de la Entstellung, válida si la refiere a la topología del sujeto en la estructura significante.
La prueba de esto aparece cuando la lógica formal, por deber romper sus amarras con formas gramaticales que vehiculan esa distorsión, se arranca a la vez de la lingüística como de una amenaza dirigida a la parcialidad en que se sostiene, y que sin embargo sólo es referible a un campo de lenguaje, que ha de distinguirse como campo del enunciado.
Se comprenderá entonces una de las razones por las que el estudio de estas partículas no podría ser genético, cuando la psicología muestra volver a traer a él siempre la misma lógica, ya sea de clase o de relación, que se trataría de superar. Se mostrará además el ejemplo de lo que hay por suprimir para que una investigación propiamente estructural se sostenga en su nivel, cuando se vea el obstáculo que encuentra en un tan diminuto escollo como ese ne cuyo empleo en francés en «je crains qu’il ne vienne» («temo que venga») es calificado por las gramáticas de ne expresivo, sin que nunca nadie, por más que se arme de las más perfeccionadas gafas, haya podido desenmarañar de qué puede ser expresivo. Tras de lo cual unos gramáticos tan sagaces, tan desconfiados de toda autoridad otra que la del uso como los señores Bruhot y Bruneau en su Précis de grammaire historique (Masson, 1933, p. 587), consideran ese hueso duro de roer que ha dado a todos el tal ne como de «escaso interés», bajo el pretexto de que «las reglas que se han establecido sobre él son variables y contradictorias».
Quisiéramos que se estableciera un grafo de las zonas en que esas partículas subsisten en cierto modo en suspensión. Fomentamos este año uno de nuestro cuño, en el que creemos poder designar el lecho en que oscilan entre una cadena de la enunciación en cuanto que marca el lugar donde el sujeto esta implícito en el puro discurso (imperativo, voz en eco, epitalamio, llamado al fuego), y una cadena del enunciado en cuanto que el sujeto está designado en ella por los shifters (o sea: Yo [Je]todas las partículas y flexiones que fijan su presencia como sujetos del discurso, y con ella el presente de la cronología) .
En «je crains qu’il ne vienne», la infancia del arte analítico sabe sentir a través de ese giro el deseo constituyente de la ambivalencia propia del inconsciente (que cierta especie de abyección que hace estragos en la comunidad analítica confunde con la ambivalencia de los sentimientos en la que se enmohece de ordinario). ¿El sujeto de ese deseo es designado por el Yo [Je] del discurso? No pues, ya que éste no es sino el sujeto deI enunciado, el cual no articula más que el temor y su objeto, pues Je es allí obviamente el índice de la presencia que lo enuncia hic et nunc, o sea en postura de shifter. El sujeto de la enunciación en cuanto que su deseo se transparenta no está en otro sitio que en ese ne cuyo valor ha de encontrarse en un apresuramiento en lógica -así llamaremos a la función a la que corresponde su empleo en «avant qu’il ne vienne» («antes de que venga») Y dicha estructura no deja de tener correlativo energético, por cuanto lo que podemos definir como: la fatiga del sujeto, se manifiesta en la neurosis como distinto de la fatiga muscular.
Un bullebulle aquí se evoca objetando que no podría tratarse del inconsciente puesto que, como sabe cualquiera, éste ignora el tiempo. Que vuelva a la clase de gramática para distinguir el tiempo de la cronología, las «formas de aspecto» que apuntan en la enunciación a lo que en ella le sucede al sujeto, de las que sitúan el enunciado en la línea de los acontecimientos. No confundirá entonces al sujeto de lo cumplido con la presencia del pasado. Se despertará sin duda para Ia vislumbre de que la tensión implica un tiempo y que la identificación se hace al paso de una escansión.
Ese ne sin embargo en su caducidad incierta sugiere la idea de un rastro que se borra en el camino de una migración, más exactamente de un charco que hace aparecer su dibujo. El significante primitivo de la negación ¿no puede haber sido la elisión del significante, y su vestigio no está en una censura fonemática, de la cual, como de costumbre, será en Freud donde encontraremos el ejemplo memorable, en la Espe ([W]espe) del hombre de los lobos (Historía de una neurosis infantil), pero del que hay muchas otras formas lingüísticas que reagrupan en la experiencia, empezando por la elisión de la primera sílaba del nombre de pila, en la que se perpetúa la noble bastardía donde se origina una rama, en ruso, o sea precisamente en las estructuras sociolingüísticas bajo cuyo régimen nació el hombre de los lobos?
Sugerencia de trabajo: ¿los prefijos de negación no hacen sino indicar reocupándolo el lugar de esta ablación significante?
Lo callado de lo no-dicho resultaría así que en la homofonía del francés le excava su forma al tú del llamado [tu: «callado», tu: «tú»], bajo el cual el sujeto se enviará sus propias intimaciones.
Aventuramos aquí mucho, en un dominio donde no nos intimida ningún compromiso de especialista. Lo hacemos con plena conciencia, pues es por dar a entender en ello una estructura en la que no aventuramos nada, puesto que es incumbencia de la seriedad de nuestra experiencia. A saber la articulación de la defensa con la pulsión.
Del ajetreo alocado en que los autores se dan de frentazos entre sí, y aun de nalgadas, corriendo tras sus resortes, Daniel Lagache señala precisamente la penosa cacofonía. Sólo los psicoanalistas pueden apreciar la experiencia que sostiene esa literatura: y que puede buscarse la arista que se señala verdaderamente en tal callejón sin salida de ese discurso. Lo que Daniel Lagache subraya de la contradicción que hay en poner en la cuenta de una defensa su logro, deja en suspenso la cuestión de que es lo que puede lograr.
Distinguir las relaciones del sujeto con la estructura, concebida como estructura del significante, es restaurar la posibilidad misma de los efectos de la defensa. Nos imputan sostener el poder mágico del lenguaje. Muy al contrario profesamos que se oscurece ese poder si se le remite a una aberración supuestamente primitiva del psiquismo y que es hacerse cómplice de ello darle así la consistencia de un impensable hecho. No hay mayor traición de la propia praxis que aquella en que cae aquí el analista.
Decimos pues que ninguna supresión de significante, cualquiera que sea el efecto de desplazamiento que opere y aunque llegase a producir esa sublimación que traduce en alemán la Aufhebung, podría hacer más que liberar de la pulsión una realidad que, por magro que sea su alcance de necesidad, no será por ello menos resistente por ser un resto.
El efecto de la defensa procede por otra vía, modificando no la tendencia, sino al sujeto. El modo original de elisión significante que intentamos aquí concebir como la matriz de la Verneinung afirma al sujeto bajo el aspecto de negativo, escatimando el vacío donde encuentra su lugar. Propiamente, no es esto sino ampliación del corte donde puede decirse que reside en la cadena significante, por cuanto es su elemento más radical en su secuencia discontinua, y como tal el lugar desde donde el sujeto asegura su subsistencia de cadena.
No nos basta con que Daniel Lagache nos diga que el sujeto «no se distingue de la pulsión, de la meta y del objeto». Debe escoger en lo que él distingue por no querer distinguirlo del sujeto, y la prueba es que inmediatamente nos muestra a ese sujeto «desperdigado entre esas diferentes relaciones de objeto o sus agrupamientos». Subrayamos nosotros aquí para distinguir además la posibilidad de una multiplicidad sin agrupamiento: puro bullir de Todo-Unos que, por contar cada uno como una alternancia, no están todavía montados en ningún abanico.
Sea como sea, esa unión del sujeto con el objeto, podemos reconocerlo, es el ideal desde siempre evocado en el principio de una teoría del conocimiento clásica, fundada en la connaturalidad por la que el cognoscente en su proceso viene a conocer [o co-nacer: co-naître] en lo conocido. ¿Cómo no se ve que es precisamente contra esto contra lo que se alza toda la experiencia psicoanalítica: en esa fragmentación que revela como original en la combinatoria del inconsciente, y estructurante en la descomposición de la pulsión?
En pocas palabras, cuando Daniel Lagache llega más cercanamente a decir que «esa ausencia del sujeto coherente caracteriza del mejor modo la organización del Ello», diríamos que esa ausencia del sujeto que en el Ello inorganizado se produce en alguna parte es la defensa que puede llamarse natural, por muy marcado de artificio que esté ese redondel quemado en la maleza de las pulsiones, por el hecho de que ofrece a las otras instancias el lugar donde acampar para organizar allí las suyas.
Ese lugar es el mismo adonde toda cosa es llamada para ser lavada allí de la falta, que ese lugar hace posible por ser el lugar de una ausencia: es que toda cosa pueda no existir. Por esta matriz tan simple de la primera contradicción, ser o no ser, no basta comprobar que el juicio de existencia funda la realidad, hay que articular que no puede hacerlo sino alzándola de la postura en voladizo con que la recibe de un juicio de atribución que ya se ha afirmado.
Es la estructura de este lugar la que exige que el nada esté en eI principio de la creación, y que, promoviendo como esencial en nuestra experiencia la ignorancia en que está el sujeto de lo real de quién recibe su condición, impone al pensamiento psicoanalítico el ser creacionista, entendamos con ello el no contentarse con ninguna referencia evolucionista. Pues la experiencia del deseo en la que le es preciso desplegarse es la misma de la carencia de ser por la cual todo ente podría no ser o ser otro, dicho de otra manera es creado como existente. Fe que puede demostrar que está en el principio del desarrollo galileano de la ciencia.
Digamos únicamente que este lugar no invoca a ningún ser supremo, puesto que, lugar de Ya-Nadie, no puede ser sino de otra parte de donde se haga oír el est-ce del impersonal [en la fórmula interrogativa francesa], con que en su momento nosotros mismos articulamos la pregunta sobre el Ello. Esta pregunta cuyo significante puntúa el sujeto no encuentra más eco que el silencio de la pulsión de muerte, que ha sido necesario que entre en juego para provocar ese fondo de depresión, reconstituido por la señora Melanie Klein en ese genio que la guía al filo de los fantasmas.
O bien, si no, se redobla en el espanto de la respuesta de un Ulises más astuto que el de la fábula: aquel divino que se burla de otro Polifemo, bello nombre para el inconsciente, con una mofa superior, haciéndole reclamar no ser nada en el momento mismo en que clama ser una persona, antes de cegarle dándole un ojo.
Ill. De los ideales de la persona
El Yo, tal es ese ojo, diríamos para apresurar ahora los cuatro caminos de nuestra marcha, al revés de las perplejidades que Daniel Lagache decanta admirablemente en su texto, referentes a esa autonomía del Yo, intrasistémica según dice él, que nunca se manifiesta tanto como cuando sirve a la ley de otro, muy precisamente sufriéndola por defenderse de alla, a partir de desconocerla.
Es el laberinto donde desde siempre intento ayudar a los nuestros con un plano a vista de pájaro.
Digamos que por la gracia de las sugestiones de Daniel Lagache, le habré añadido algo aquí.
Pues esa distinción del lugar allanado para el sujeto sin que lo ocupe,.y del Yo que viene a alojarse en él, aporta la resolución de la mayoría de las aporías detalladas por Daniel Lagache -y aun la explicación de ciertos equívocos: como por ejemplo de la extrañeza que Daniel Lagache atribuye al inconsciente y de la que sabe sin embargo que no se produce sino en el encuentro del sujeto con la imagen narcisista; añadiré a la luz de lo que acabo de aportar: cuando el sujeto encuentra esa imagen en condiciones que le hacen aparecer que ella usurpa su lugar.
En el principio de las verdaderas resistencias con las que nos enfrentamos en los dédalos de lo que florece de teoría sobre el Yo en el psicoanálisis, está el simple rechazo de admitir que el Yo sea allí de derecho lo que manifiesta ser en Ia experiencia: una función de desconocimiento.
Esa resistencia se apoya en el hecho de que es preciso que conozcamos algo de la realidad para subsistir en ella, y que es una evidencia práctica que la experiencia acumulada en el Yo, especialmente en el Preconsciente, nos proporciona los puntos de referencia que muestran ser allí los más seguros. Se olvida solamente, y ¿no debemos extrañarnos de que sean psicoanalistas los que lo olvidan?, que ese argumento fracasa cuando se trata. . . de los efectos del Inconsciente. Ahora bien, esos efectos extienden su imperio sobre el propio Yo: incluso es para afirmar esto expresamente para lo que Freud introduce su teoría de las relaciones del Yo con el Ello: es pues para extender el campo de nuestra ignorancia, no de nuestro saber; y revalidar el poder del Yo, como lo hizo después, responde a una cuestión enteramente diferente.
En efecto, es porque y en cuanto que el Yo viene a servir en el lugar que ha quedado vacío para el sujeto, por lo que éste no puede sino aportar a éI esa distorsión que, por traducir al inglés la Entstellung de principio en toda pulsión, se ha convertido ahora en el sostén en nuestro vocabulario de otro error: el de creer que el problema del psicoanálisis consistiría en enderezar no se sabe qué curvatura del Yo. Pero no es del espesor más o menos grueso de la lente de lo que dependen las deformaciones que nos ocupan. Se necesita siempre una en efecto, puesto que de todas maneras el ojo desnudo la implica. Es de que la lente venga al lugar desde donde el sujeto podría mirar y se coloque allí sobre el portaobjetos que se encuentra de hecho ajustado cuando el sujeto mira de otro sitio, de que se sobreimprima pues, para gran perjuicio del conjunto, sobre lo que pueda llegar a ser mirado allí de reojo.
Puesto que es la suerte ejemplar de los esquemas, en cuanto que son geométricos, digámoslo, prestarse a las intuiciones del error precisamente yoico, partamos de lo que sostiene de indesarraigable la imprudente figuración a la que Freud dio curso de las relaciones del Yo con el Ello: la que llamaremos el oeuf-à-I’oeil [huevo al ojo]. Figura célebre para rellenar seseras, en las que recibe su favor por condensar con un significante sugestivo de no se sabe que dopaje lecitínico de la nutrición, la metáfora de la mancha embrionaria en la joroba misma que se supone que figura en todo esto la diferenciación, afortunadamente «superficial», aportada del mundo exterior. En lo cual queda halagado por las vías de sorpresa (en todos los sentidos de la palabra) propias del Inconsciente un genetismo donde se prolongan para un uso de primate las añagazas antiguas del conocimiento; de amor.
No es que hayamos de escupir sobre esas añagazas, por poco sostenibles que resulten en una ciencia rigurosa. Conservan después de todo su precio en el plano del artesanado, y del folklore, si puede decirse. Pueden incluso ser una ayuda muy apreciable en una cama. Necesitan sin embargo una puntualización cuya técnica deja poco que esperar de un acceso que les fuese natural: la pastoral de Longo está ahí para enseñarnos un cachito, así como los aprendizajes en general en que se forman los famosos habitus de la psicología escolástica.
Ajustémosle con todo su cuenta aI huevo cíclope. No es más que una concha, cuyo vacío asimismo está suficientemente indicado por la doble barra enchufada en su curva con la imagen de la hendidura que la reduce a la alcancía, con la que la identificábamos más arriba. En cuanto a la lupa, evocadora de tumescencia lavateriana, digamos que se pasea las más de las veces en el interior en oficio de cascabel, lo cual no deja de ofrecer recursos a un uso musical, generalmente ilustrado por el desarrollo histórico de la la psicología tanto literaria como científica. Sólo falta un engarce y algunos dijes para que nos encontremos provistos de la sonaja de los locos jurados, antídoto al humanismo, y que desde Erasmo se reconoce que le da su saber.
Es la rutina misma de nuestra enseñanza distinguir lo que la función del Yo impone al mundo en sus proyecciones imaginarias, de los efectos de defensa que reciben del hecho de amueblar el lugar donde se produce el juicio.
Y después de todo, ¿todo esto no está sabido y masticado desde siempre? ¿Y a qué tiene Freud que añadir su indicación de que un juicio debe venir en lugar de la represión, si no es porque la represión está ya en el lugar del juicio? Y cuando se impugna la función que definimos siguiendo a Freud como la de la Verwerfung (preclusión), ¿se piensa refutarnos observando que el verbo cuya forma nominal es ésa es aplicado por más de un texto al juicio? Sólo el lugar estructural donde se produce la exclusión de un significante varía entre esos procedimientos de una estimativa unificada por la experiencia analítica. Aquí es en la propia sínfisis del código con el lugar del Otro donde yace el defecto de existencia que todos los juicios de realidad en que se desarrolla la psicosis no llegarán a colmar.
Señalamos aquí la oportunidad de la revisión que hace Daniel Lagache de las relaciones del Inconsciente con el Preconsciente, para recordar únicamente a los que pretenden argüir contra nosotros el lazo que Freud establece del sistema preconsciente con los recuerdos verbales, que no hay que confundir la reminiscencia de los enunciados con las estructuras de la enunciación, los nexos de Gestalt, incluso vigorizados, con las tramas de la rememoración -finalmente que si las condiciones de representabilidad flexionan al Inconsciente según sus formas imaginarias, se necesita una estructura común para que un simbolismo, por muy primitivo que se lo suponga en el Inconsciente, pueda, y ése es su rasgo esencial, ser traducido en un discurso preconsciente (cf. la carta 52 a Fliess siempre recordada por nosotros) .
Tenemos finalmente que concentrar nuestras observaciones sobre la distinción magistral que introduce Daniel Lagache de las funciones del Yo Ideal y del Ideal del Yo. ¿No es ahí donde debe juzgarse lo bien fundado de la tesis por la que su estudio procede por una avenida personalista?
Si el psicoanálisis en efecto no aportase al problema de la persona alguna trarnsformación, ¿por qué tratar de encasillar sus datos en una perspectiva que después de todo apenas ha dado sus pruebas en el siglo?
Recordar aquí que la persona es una máscara, no es un simple juego de la etimología; es evocar la ambigüedad del proceso por el que su noción ha llegado a tomar el valor de encarnar una unidad que se afirmaría en el ser.
Ahora bien, es el primer dato de nuestra experiencia el mostrarnos que la figura de la máscara, no por estar demediada es simétrica -para decirlo en forma de imagen, que reúne dos perfiles cuya unidad sólo se sostiene por el hecho de que la máscara permanece cerrada, aunque su discordancia indica sin embargo que se la abra. ¿Pero qué hay con el ser, si detrás no hay nada? Y si hay sólo un rostro, ¿qué hay con la persona?
Observemos aquí que para diferenciar el Yo Ideal del Ideal del Yo en función, si no en estructura, Daniel Lagache tomó la vía que había descartado antes de una descripción «de lo que es observable en ello directamente», de un análisis clínico. Creemos permanecer fieles a su letra, de una finura muy atractiva, al parafrasearla así: que en la relación del sujeto con el otro de la autoridad, el Ideal del Yo, siguiendo la ley de gustar, lleva al sujeto a no gustarse al capricho del mandamiento; el Yo Ideal, a riesgo de no gustar, sólo triunfa si gusta a despecho del mandamiento.
Aquí se espera de Daniel Lagache que vuelva a su expresión de una estructura «a distancia de la experiencia». Pues en ninguna parte, si nos mantenemos en el fenómeno, es mayor el riesgo de confiar en espejismos, puesto que puede decirse que por lo menos en un aspecto esas instancias se dan por tales en lo vivido, el Ideal del Yo como modelo, el Yo ideal como aspiración, ¡oh sí!, para no decir más bien sueño. Es sin duda la ocasión de recurrir a lo que la experimentación analítica nos permite construir de metapsicología.
El hecho de que Freud distinga los dos términos de la manera más segura, puesto que se trata de una intervención que se produce en un mismo texto, si no por ello se llega a distinguir su empleo en ese texto, debería inquietar un poco -ya que el uso del significante no es, que se sepa, en Freud, pegajoso en lo más mínimo. ¿O bien hay que entender que su tópica no es personalista?
Paso por alto lo que las vislumbres de Nunberg por una parte, de Fromm por otra, tienen de más o menos estructural o personalista, como también el arbitraje de Fenichel, por encontrar, como de ordinario en estos debates mucha holgura, demasiada para mi gusto, es sabido.
Y voy a exponerme a mostrar mi propia insuficiencia al informar a Daniel Lagache de lo que el exceso de nuestras ocupaciones le ha dejado ignorar, a saber del «modelo» propiamente dicho con que yo mismo intenté en el primer año de mi seminario en Sainte-Anne hacer funcionar, en la estructura, las relaciones del Yo Ideal con el Ideal del Yo.
Es un modelo óptico para el que sin duda me autoriza el ejemplo de Freud, no sin motivarse para mí por una afinidad con los efectos de refracción que condiciona la división [clivaje] de lo simbólico y de lo imaginario.
Planteemos primero el aparato un poco complejo cuya analogía, como es la regla en estos casos, va a fundar el valor de uso como modelo.
Es sabido que un espejo esférico puede producir, de un objeto colocado en el punto de su centro de curvatura, una imagen que le es simétrica pero respecto de la cual lo importante es que es una imagen real. En ciertas condiciones, como las de uno de esos experimentos que sólo tenían precio gracias a un interés todavía inocente en el dominio del fenómeno, relegados como están ahora al rango de la física amena, esa imagen puede ser vista por el ojo en su realidad, sin el medio generalmente empleado de una pantalla. Es el caso de la ilusión llamada del ramo de flores invertido, que se encontrará descrita, para darle una referencia seria, en la Optique et photométrie dites géométriques (aquí está otra vez nuestra geometría), de Bouasse, figura por lo demás curiosa de la historia de la enseñanza, y obra que se consultará para nuestro fin en la página 86, sin perjuicio de que queden en las otras algunos gadgets que, aunque menos fútiles, serían igualmente propicios al pensamiento (4a. ed., Delagrave, 1947). Damos aquí la imagen reproducida de la página 87, de la que por todo comentario diremos que el ramo real escondido en la caja S, «para aumentar», como dice Bouasse, «el efecto de sorpresa», parece surgir para el ojo acomodado sobre el florero V colocado sobre la caja, precisamente en el cuello A’ de dicho florero, donde la imagen B’ se realiza con nitidez, a pesar de alguna deformación que la forma no regular del objeto debe hacer bastante tolerable.
Hay que retener en todo esto sin embargo que la ilusión para producirse exige que el ojo esté situado en el interior del cono bB’ formado por una generatriz que une cada uno de los puntos de la imagen B’ al contorno del espejo esférico, y que dada que para cada uno de los puntos de la imagen, el cono de rayos convergentes captados por el ojo es muy pequeño, resulta que la imagen será tanto más netamente situada en su posición cuanto mayor sea su distancia al ojo, ya que esta distancia da al ojo mayor campo para el desplazamiento lineal que, más aun que la acomodación, le permite situar esta posición a condición de que la imagen no vacile demasiado con el desplazamiento.
El cuidado que ponemos en la presentación de este aparato tiene por fin dar consistencia al montaje con que vamos a completarlo para permitirle funcionar como modelo teórico.
En este modelo, y hasta en su naturaleza óptica, no hacemos sino seguir el ejemplo de Freud, con la salvedad de que en nosotros no ofrece ni siquiera materia para prevenir contra una confusión posible con algún esquema de una vía de conducción anatómica.
Pues los nexos que van a aparecer en modo analógico se refieren claramente, como vamos a ver, a estructuras (intra-) subjetivas como tales, representando en ellas la relación con el otro y permitiendo distinguir la doble incidencia de lo imaginario y de lo simbólico. Distinción cuya importancia para la construcción del sujeto enseñamos, a partir del momento en que tenemos que pensar al sujeto como el sujeto donde «ello» puede hablar, sin que él se entere (e incluso del que hay que decir que nada sabe de ello en cuanto que habla).
Para esto hay que imaginar, conforme a la figura 2, 1º. que el florero esté en el interior de la caja y que su imagen real venga a rodear con su cuello el ramo de flores ya montado encima -eI cual desempeñará para un ojo eventual el papal de soporte de acomodación que acabamos de indicar como necesario para que se produzca la ilusión: que habrá de designarse ahora como la del florero invertido; 2do. que un observador colocado en algún lugar dentro del aparato, digamos entre las flores mismas, o, para la claridad de la exposición, sobre el borde del espejo esférico, en todo caso fuera de la posibilidad de percibir la imagen real (motivo por el cual no está representada, en la figura 2), trata de realizar su ilusión en la imagen virtual que un espejo plano, colocado en A, puede dar de la imagen real, cosa que es concebible sin forzar las leyes de la óptica.
Bastará; para que el sujeto S/ vea esa imagen en el espejo A, con que su propia imagen (en el espacio virtual que engendra el espejo, y sin que esté por ello obligado a verla si se encuentra mínimamente fuera de un campo ortogonal a la superficie del espejo -cf. la figura 2 y la línea punteada S/ S), con que su propia imagen, decíamos, venga en el espacio real (al que el espacio virtual engendrado por un espejo plano corresponde punto por punto) a situarse en el interior del cono que delimita la posibilidad de la ilusión (campo x’y’ en la figura 2).
El juego de este modelo por una parte recubre la función de desconocimiento que nuestra concepción del estadio del espejo sitúa en el principio de la formación del Yo. Permite enunciarlo bajo una forma que puede decirse generalizada, ligando mejor a la estructura los efectos de asumir la imagen especular, tal como hemos creído poder Interpretarlos en el momento jubiloso en que se observa efectivamente del 6o. al 18o. mes, fundándolas en una prematuración perceptiva inscrita en una discordancia del desarrollo neurológico.
Las relaciones de las imágenes i’ (a) e i (a) en nuestro modelo no han de tomarse a la letra de su subordinación óptica, sino como sosteniendo una subordinación imaginaria análoga.
En i’ (a), en efecto, no hay únicamente lo que el sujeto del modelo espera, sino ciertamente ya una forma del otro que su pregnancia, no menos que el juego de las relaciones de prestancia que se traban en ella, introduce como un principio de falso dominio y de enajenación radical en una síntesis que requiere una adecuación bien diferente.
Es para representar las condiciones de ésta en su anterioridad de principio para lo que hemos puesto la ilusión de la imagen i (a) en el punto de partida de nuestro modelo.
Si en efecto esta imagen corresponde a una subjetivación, es en primer lugar por las vías de autoconducción figuradas en el modelo por la reflexión en el espejo esférico (que puede considerarse a grandes rasgos como imagen de alguna función global de la corteza). Y lo que el modelo indica también por el florero escondido en la caja es el poco acceso que tiene el sujeto a la realidad de ese cuerpo, que pierde en su interior, en el límite en que, repliegue de folios coalescentes a su envoltura, y que viene a coserse a ella alrededor de los anillos orificiales, la imagina como un guante que se pudiera volver del revés. Hay técnicas del cuerpo en las que el sujeto intenta despertar en su conciencia una configuración de esa oscura intimidad. Aunque alejado de ellas, el proceso analítico, es sabido, esconde eI progreso libidinal con acentos puestos sobre el cuerpo como contingente y sobre sus orificios.
Además el análisis contemporáneo, más especialmente, liga la maduración de este progreso con algo a lo que designa como relación de objeto, y es de esto de lo que señalamos la función de guía, representándola con las flores a de nuestro modelo, o sea con los objetos mismos en que se apoya la acomodación que permite al sujeto percibir la imagen i (a).
Pero no sin que semejante modelo vele para preservarnos de los prejuicios a los que se inclinan las concepciones de esta relación más corrientes. Pues, tomando efecto de parábola, nos permite señalar lo poco de natural que implica el asimiento de un cuello de vasija, imaginario por añadidura, a unos elementos, los tallos, cuyo haz, enteramente indeterminado en su enlace no lo es menos en su diversidad.
Es que también la noción de objeto parcial nos parece lo más justo que el análisis ha descubierto aquí, pero al precio de postulados sobre una ideal totalización de ese objeto, en los que se disipa el beneficio de ese hallazgo.
Así no nos parece obvio que la fragmentación de las funciones de relación, que hemos articulado como primordial del estadio del espejo, sea la garantía de que la síntesis irá creciendo en la evolución de las tendencias. La fábula de Menenio Agripa nos ha parecido siempre dar testimonio, cualquiera que haya podido ser el éxito de su jerga, de que la armonía supuestamente orgánica para ordenar los deseos ha implicado siempre alguna dificultad. Y no creemos que Freud haya liberado nuestros puntos de vista sobre la sexualidad y sus fines para que el análisis añada sus propias chiquilladas a los esfuerzos seculares de los moralistas por reducir los deseos del hombre a las normas de sus necesidades.
Sea como sea, la antinomia de las imágenes i (a) e i’ (a), por situarse para el sujeto en lo imaginario, se resuelve en un constante transitivismo. Así se produce ese Yo-Ideal-Yo, cuyas fronteras, en el sentido en que las entiende Federn, han de tomarse como sosteniendo la incertidumbre y permitiendo la rectificación, como perpetuando el equívoco de circunscripciones diferentes según su estatuto, incluso como admitiendo en su complejo zonas francas y feudos enclavados.
Lo que nos retiene es que un psicoanálisis que juega en lo simbólico -lo cual es innegable si su proceso es de conquista sobre el inconsciente, de advenimiento de historia y de reconstrucción de significante, si no se niega simplemente que su medio sea de palabra-, que un psicoanálisis sea capaz de retocar el Yo así constituido en su estatuto imaginario.
Aquí, si el fenómeno de desvanecimiento, diremos de fading, con que Lagache dota al Yo-sujeto nos parece en efecto notable, no es para contentarnos como él con volver a encontrar en eso la dirección de una noesis abstracta, sino para connotarlo por el efecto de estructura en que intentamos constituir el lugar del sujeto en una elisión de significante.
El Ideal del Yo es una formación que viene a ese lugar simbólico. Y en esto es en lo que corresponde a las coordenadas inconscientes del Yo. Para decir lo cual Freud escribió su segunda tópica, y habiéndolo dicho, como queda perfectamente claro si se le lee, no lo es menos que no lo hacía para allanar el retorno del yo autónomo.
Pues la cuestión que abre en Psicología de las masas y análisis del Yo es la de cómo un objeto reducido a su realidad mas estúpida, pero puesto por cierto número de sujetos en una función de denominador común, que confirma lo que diremos de su función de insignia, es capaz de precipitar la identificación del Yo Ideal hasta ese poder débil de malaventura que muestra ser en su fondo. ¿Habrá que recordar, para dar a entender el alcance de la cuestión, la figura del Führer y los fenómenos colectivos que han dado a este texto su alcance de videncia en cl corazón de la civilización? Sin duda que si, puesto que, por un retorno de comedia de lo que Freud quiso aportar de remedio a su malestar, es en la comunidad a la que él legaba su cuidado donde la síntesis de un Yo fuerte se emite como consigna, en el corazón de una técnica donde el practicante se concibe como consiguiendo su efecto por el hecho de encarnar él mismo ese Ideal.
Sea como sea, estos dos ejemplos no están hechos para relegar la función de la palabra en los determinantes que buscamos para el resorte superior de la subjetivación.
Es sabido que ese resorte de la palabra en nuestra topología lo designamos como el Otro, connotado con una A mayúscula, y es a ese lugar al que responde en nuestro modelo el espacio real al que se superponen las imágenes virtuales «detrás del espejo» A (ya sea que nuestra convención dé acceso a él al sujeto por desplazamiento libre, o porque el espejo está sin azogue, se transparenta por consiguiente a su mirada, como regulando allí su posición por alguna I).
Sería error creer que el gran Otro del discurso pueda estar ausente de ninguna distancia tomada por el sujeto en su relación con el otro, que se opone a aquél como el pequeño, por ser el de la díada imaginaria. Y la traducción personalista que Daniel Lagache quiere proporcionar de la segunda tópica de Freud, si nos parece de todos modos no poder ser exhaustiva, es más desigual por el hecho de que se contenta con la distancia entre dos términos recíprocos como médium de la intersubjetividad de la que toma su principio.
Pues el Otro en el que se sitúa el discurso, siempre latente en la triangulación que consagra esa distancia, no lo es tanto como para que no se manifieste hasta en la relación especular en su más puro momento: en el gesto por el que el niño en el espejo, volviéndose hacia aquel que lo lleva, apela con la mirada al testigo que decanta, por verificarlo, el reconocimiento de la imagen del jubiloso asumir donde ciertamente estaba ya.
Pero ese ya no debe engañarnos sobre la estructura de la presencia que es aquí evocada como tercer término: no debe nada a la anécdota del personaje que la encarna.
No subsiste en ella sino ese ser cuyo advenimiento no se capta sino por no ser ya más. Tal lo encuentra el tiempo más ambiguo de la morfología del verbo en francés, el que se designa como el imperfecto. Estaba allí, contiene la misma duplicidad donde se suspende: un instante más, y la bomba estallaba, cuando, a falta de contexto, no puede deducirse de ello si el acontecimiento ocurrió o no.
Ese ser se pon sin embargo con la anterioridad de límite que le asegura el discurso, en esa reserva de atributos en la que decimos que el sujeto debe hacerse un lugar.
Si nuestros analistas de hoy desconocen, con esa dimensión, la experiencia que recibieron de Freud, hasta no encontrar en ella sino pretexto para renovar un genetismo que no puede ser sino siempre el mismo, puesto que es un error su falta de denuncia ya sólo por la resurgencia en sus teorías de viejos estigmas, como la muy famosa cenestesia en la que se señala la falta de ese punto tercero en lo que no es nunca finalmente más que un recurso cojo a la noesis. Pero nada sin duda podría enseñarles nada, cuando ni siquiera acusan el golpe que recibe su idea del desarrollo de los hechos llamados del hospitalismo, en los que sin embargo los cuidados de la casa-cuna no podrían revelar otra carencia que la del anonimato en que se distribuyen.
Pero ese lugar original del sujeto, ¿cómo lo recobraría en esa elisión que lo constituye como ausencia? ¿Cómo reconocería ese vacío como la Cosa más próxima, aun cuando lo excavara de nuevo en el seno del Otro, por hacer resonar en él su grito? Más bien se complacerá en encontrar en él las marcas de respuesta que fueron poderosas a hacer de su grito llamada. Así quedan circunscritas en la realidad, con el trazo del significante, esas marcas donde se inscribe la omnipotencia de la respuesta.
No es en vano si se llama insignes a esas realidades. Este término es aquí nominativo. Es la constelación de esas insignias la que constituye para el sujeto el Ideal del Yo.
Nuestro modelo muestra que es tomando como punto de referencia I como enfocará el espejo A para obtener entre otros efectos tal espejismo del Yo Ideal.
Es ciertamente esta maniobra del Otro la que opera el neurótico para renovar incesantemente esos esbozos de identificación en la transferencia salvaje que legitima nuestro empleo del término neurosis de transferencia.
No es éste, diremos por qué, todo el resorte subjetivo del neurótico. Pero podemos sacar partido de nuestro modelo interrogándolo sobre lo que ocurre con esa maniobra del Otro en el psicoanálisis mismo.
Sin hacernos ilusiones sobre el alcance de un ejercicio que sólo toma peso por una analogía grosera con los fenómenos que permite evocar, proponemos en la figura 3 una idea de lo que sucede por el hecho de que el Otro es entonces el analista, porque el sujeto hace de él el lugar de su palabra.
Puesto que el análisis consiste en lo que gana el sujeto por asumir como por su iniciativa propia su discurso inconsciente, su trayecto se transportará en el modelo de una translación de S/ a Ios significantes del del espacio «detrás del espejo». La función del modelo es entonces dar una imagen de cómo la relación con el espejo, o sea la relación imaginaria con el otro y la captura del Yo Ideal sirven para arrastrar al sujeto al campo donde se hipostasía en el Ideal del Yo.
Sin entar en unos detalles que parecerían un recuso forzado puede decirse que al borrarse progresivamente hasta una posición a 90 grados de su punto de partida, el Otro, como espejo en A, puede llevar al sujeto desde S/2 en I, desde sólo virtualmente tenía acceso a la ilusión del florero invertido en la figura 2; pero que en ese recorrido la ilusión debe desfallecer con la búsqueda a la que guía: en lo cual se confirma que los efectos de despersonalización comprobados en el análisis bajo aspectos diversamente discretos deben considerarse menos como signos de límites que como signos de franqueamiento.
Pues el modelo demuestra también que una vez que el ojo S/ ha alcanzado la posición I desde donde percibe directamente la ilusión del florero invertida, no por ello dejará de ver rehacerse en el espejo A ahora horizontal una imagen virtual i’ (a) del mismo florero, que invierte de nuevo, puede decirse, la imagen real oponiéndose a allá, como al árbol su reflejo en un agua, muerta o viva, le da unas raíces de sueño.
Juegos de la orilla con la onda, observémoslo, con que ha encantado siempre, de Tristan l’Hermite hasta Cyrano, el manierismo preclásico, no sin motivación inconsciente, puesto que la poesía no hacía con ello más que adelantarse a la revolución del sujeto, que se connota en filosofía por llevar a la existencia a la función de atributo primero, no sin tomar sus efectos de una ciencia, de una política y de una sociedad nuevas.
Las complacencias del arte que las acompañan, ¿no se explican en el precio atribuido en la misma época a los artificios de la anamorfosis? Del divorcio existencial en que el cuerpo se desvanece en la espacialidad, pues esos artificios que instalan en el soporte mismo de la perspectiva una imagen oculta revocan la sustancia que se ha perdido en ella. Así podríamos divertirnos en nuestro modelo, si fuese realizable, con que el jarro real en su caja, a cuyo lugar viene el reflejo del espejo A, contenga las flores a’ imaginarias, mientras que, aunque hecha de una imagen más real, sea la ilusión del jarro invertido la que contenga las flores a verdaderas.
Lo que figura así es el mismo estado que Michael Balint describe como la efusión narcisista en la que señala a su gusto el final del análisis. Su descripción sería mejor, efectivamente, si anotara en ella un entrecruzamiento análogo en el que la presencia misma, especular, del individuo ante el otro, aunque recubre su realidad, descubre su ilusión yoica a la mirada de una conciencia del cuerpo como transida, a la vez que el poder del objeto a, que al término de toda la maquinación centra esa conciencia, hace entrar en el rango de las vanidades su reflejo en los objetos a’ de la concurrencia omnivalente.
El paciente, en el estado de elación que resulta de ello, cree, según dice Michael Balint, haber intercambiado su yo con el del analista. Deseémosle que no haya nada de eso.
Pues incluso si es su término, no es el fin del análisis, y aun si se ve en ello el fin de los medios que el análisis ha empleado, no son los medios de su fin.
Es decir que nuestro modelo corresponde a un tiempo preliminar de nuestra enseñanza en que necesitábamos desbrozar lo imaginario como demasiado apreciado en la técnica. Ya no estamos en eso.
Volvemos a traer la atención hacia el deseo, respecto del cuaI se olvida que mucho más auténticamente que ninguna búsqueda de ideal es él quien regula la repetición significante del neurótico, como su metonimia. No es en esta observación donde, diremos cómo le es preciso sostener ese deseo como insatisfecho (y es el histérico), como imposible (y es el obsesivo).
Es que nuestro modelo no deja más esclarecida la posición del objeto a. Pues imaginando un juego de imágenes, no podría describir la función que ese objeto recibe de lo simbólico.
Esa misma que le da su uso de arma en el puesto avanzado fóbico, contra la amenaza de la desaparición del deseo; de fetiche en la estructura perversa, como condición absoluta del deseo.
a, el objeto del deseo, en el punto de partida donde lo sitúa nuestro modelo, es, desde el momento en que funciona allí… el objeto del deseo. Esto quiere decir que, objeto parcial, no es solamente parte, o pieza separada, del dispositivo que imagina aquí el cuerpo, sino elemento de la estructura desde el origen, y si así puede decirse en el reparto de cartas de la partida que se juega. En cuanto seleccionado en los apéndices del cuerpo como índice del deseo, es ya el exponente de una función, que lo sublima aun antes de que se ejerza, la de índice levantado hacia una ausencia de la que el est-ce no tiene nada que decir, salvo que es de allí donde «ello» habla.
Por eso precisamente, reflejado en el espejo, no da sólo a’ el patrón del intercambio, la moneda por medio de la cual el deseo del otro entra en el circuito de los transitivismos del Yo Ideal. Es restituido al campo del Otro en función de exponente del deseo en el Otro.
Esto es lo que le permitirá tomar en el término verdadero del análisis su valor electivo de figurar en el fantasma aquello delante de lo cual el sujeto se ve abolirse, realizándose como deseo.
Para llegar a este punto más allá de la reducción de los ideales de la persona, es como objeto a del deseo, como lo que ha sido para el Otro en su erección de vivo, como el wanted o el unwanted de su venida al mundo, como el sujeto está llamado a renacer para saber si quiere lo que desea… Tal es la especie de verdad que con la invención del análisis Freud traía al mundo.
Es este un campo donde el sujeto, con su persona, tiene que pagar sobre todo el rescate de su deseo. Y en esto es en lo que el psicoanálisis exige una revisión de la ética.
Es visible por el contrario que, para rehuir esta tarea, muchos están listos a todos los abandonos, incluso a tratar, como lo vemos ahora en obediencia freudiana, los problemas del asumir del sexo en términos de papel que desempeñar.
La función F del significante perdido, a la que el sujeto sacrifica su falo, la forma F (a) del deseo masculino, A/(j) del deseo de la mujer, nos llevan a ese fin del análisis cuya aporía nos ha legado Freud en la castración. Que Daniel Lagache deje su efecto fuera de su campo baste para mostrarnos los límites de lo que del sujeto del inconsciente puede comprenderse en términos personalistas.
IV. Para una ética
He reservado, para terminar, la estructura del Superyó. Es que sólo puede hablarse de él a condición de tomar desde más arriba el descubrimiento freudiano, a saber desde el punto de vista de la existencia; y de reconocer en ello hasta dónde el advenimiento del sujeto que habla relega al sujeto del conocimiento, aquel frente al cual la noción de intelecto agente basta para recordar que no es cosa de ayer el cuestionario en su dignidad de persona. No soy yo, lo hago observar, el responsable de arrastrar a quien sea a la encrucijada de la razón práctica.
Si se confirma en ello la proposición de Kant de que no hay más que dos instancias en las que el sujeto puede ver figurada la heteronomia de su ser si las contempla mínimamente «con asombro y respeto», y son «la ruta estrellada por encima de él, y la ley moral dentro de él», han cambiado sin embargo las condiciones desde las que esta contemplación es posible.
Los espacios infinitos han palidecido detrás de las letras minúsculas, más seguras para soportar la ecuación del universo, y la única vela en el entierro que podemos admitir fuera de nuestros sabios es la de otros habitantes que podrían dirigirnos signos de inteligencia -en lo cual el silencio de esos espacios no tiene ya nada de aterrador.
Y así, hemos empezado a vaciar en ellos nuestra basura, entiéndase a convertirlos en ese foso de desechos que es el estigma de la «hominización» en el planeta, desde la prehistoria, oh paleontólogo Teilhard, ¿lo ha olvidado usted?
Lo mismo sucede con la ley moral, y por la misma razón que nos hace caminar de lenguaje a palabra. Y descubrir que el Superyó en su íntimo imperativo es efectivamente «la voz de la conciencia», es decir una voz en primer lugar, y bien vocal, y sin más autoridad que la de ser la voz estentórea: la voz de la que por lo menos un texto de la Biblia nos dice que se hizo escuchar del pueblo acampado alrededor del Sinaí, no sin que este artificio sugiera que en su enunciación le devolvía su propio rumor, a la vez que Las Tablas de la Ley seguían siendo no menos necesarias para conocer su enunciado.
Ahora bien, en esas tablas nada está escrito para quién sabe leer salvo las leyes de la Palabra misma. Es decir que con la persona empieza efectivamente la persona, pero ¿dónde la personalidad? Se anuncia una ética, convertida al silencio, por la avenida no del espanto, sino del deseo: y la cuestión es saber cómo la vía de charla palabrera del psicoanálisis conduce a allá.
Nos callaremos aquí sobre su dirección práctica.
Pero teóricamente ¿es de veras el desbrozamiento del Yo lo que puede proponérsele como meta? ¿Y qué esperar de eso si sus posibilidades, para utilizar el término de Daniel Lagache, no ofrecen en verdad al sujeto sino la salida demasiado indeterminada que lo aporta de una vía demasiado ardua, aquella respecto de la cual puede pensarse que el secreto político de los moralistas ha consistido siempre en incitar al sujeto a desprender efectivamente algo: su castaña del fuego del deseo? El humanismo en este juego no es ya más que una profesión diletante.
Noscit, sabe, ¿lleva acaso la figura de una elisión de ignoscit, del que la etimología muestra que sólo tiene un falso prefijo, que además no quiere decir un no-saber, sino ese olvido que consuma el perdón?
Nescit entonces, modificándole una sola letra, ¿nos dejaría sospechar que solo contiene una negativa fingida a posteriori (nachträglich). Qué importa, puesto que, semejante a aquellas cuya constancia ha hecho sonreir en los objetos metafísicos, esa negación no es más que una máscara: de las primeras personas.