Esta experiencia constituye el elemento de la técnica terapéutica, pero el médico puede proponerse, a poco que posea el sentido teórico, definir lo que ella aporta a la observación. Tendrá entonces más de una oportunidad de maravillarse, si esa es la forma de asombro que responde en la investigación a la aparición de una relación tan simple que parece sustraerse al pensamiento.
Lo dado de la experiencia es de entrada lenguaje, un lenguaje; es decir, un signo. ¿Qué significa y cuan complejo es el problema cuando el psicólogo lo relaciona con el sujeto del conocimiento, esto es, con el pensamiento del sujeto? ¿Qué relación hay entre el pensamiento y el lenguaje? ¿No es más que un lenguaje, aunque secreto, o es sólo la expresión de un pensamiento puro, informulado? ¿Dónde hallar la medida común a los dos términos del problema, o sea, la unidad cuyo lenguaje es el signo? ¿Se encuentra contenida en la palabra, ya sea nombre, verbo o adverbio? ¿En la espesura de su historia? ¿Por qué no en los mecanismos que lo forman fonéticamente? ¿Como elegir en este Dédalo al que nos arrastran filósofos y lingüistas psicofísicos y fisiólogos? ¿Cómo escoger una referencia, que a medida que se la plantea de manera mas elemental se nos aparece más mítica?
Pero el psicoanalista, para no desligar la experiencia del lenguaje de la situación implicada por ella, cual es la del interlocutor, se atiene al sencillo hecho de que el lenguaje, antes de significar algo, significa para alguien. Por el mero hecho de estar presente y escuchar, ese hombre que habla se dirige a él, y, puesto que le impone a su discurso el no querer decir nada, queda en pie lo que ese hombre quiere decirle. En efecto, lo que dice puede «no tener sentido alguno»; lo que le dice encubre uno. El oyente lo experimenta en el movimiento de responder; al suspender éste, comprende el sentido del discurso. Entonces reconoce allí una intención entre aquellas que representan cierta tensión de la relación social: intención reivindicativa, intención punitiva, intención propiciatoria, intención demostrativa, intención puramente agresiva. Así comprendida la intención, obsérvese cómo la trasmite el lenguaje. De acuerdo con dos modos, cuyo análisis es rico de enseñanza, se la expresa, pero incomprendida por el sujeto, en lo que el discurso informa acerca de lo vivido, y ello tan lejos como el sujeto asuma el anonimato moral de la expresión: es la forma del simbolismo. Es concebida por el sujeto, pero negada por este, en lo que de lo vivido afirma el discurso, y ello tan lejos como el sujeto sistematice su concepción: es la forma de la denegación. Así pues, la intención revela ser, en la experiencia, inconsciente como expresada y consciente como reprimida (réprime) no obstante que el lenguaje, de abordárselo por su función de expresión social, revela a la vez su unidad significativa en la intención y su ambigüedad constitutiva como expresión subjetiva, declarando en contra del pensamiento, mentiroso como él. Observemos de paso que las relaciones, ofrecidas por la experiencia para la profundización fenomenológica, son ricas en directiva, para toda teoría de la «conciencia», especialmente mórbida, y que su reconocimiento incompleto vuelve caducas a casi todas estas teorías.
Pero prosigamos con la descomposición de la experiencia. El oyente entra, pues, en ella en situación de interlocutor. El sujeto solicita conservar este papel, primero implícitamente, y explícitamente luego. Silencioso, sin embargo, y sustrayendo hasta las reacciones de su rostro, poco advertido, por lo demás, en su persona, el psicoanalista se rehusa pacientemente. ¿No hay un umbral en el que esta actitud debe de hacer que el monólogo se detenga? Si el sujeto lo continúa, es en virtud de la ley de la experiencia; ¿pero se dirige siempre al oyente, presente de veras, o mas bien, ahora, a algún otro, imaginario, pero mas real: al fantasma del recuerdo, al testigo de la soledad, a la estatua del deber, al mensajero del destino?
Ahora bien en su reacción misma de rechazo del oyente, el sujeto va a traicionar la imagen que lo sustituye, Con su imploración, con sus imprecaciones, con sus insinuaciones, con sus provocaciones y sus ardides, con las fluctuaciones de la intención que le dirige y que el analista registra, inmóvil, pero no impasible, comunica a éste el dibujo de su imagen. Sin embargo, a medida que sus intenciones se tornan más expresas en el discurso, mézclanse a ellas testimonios con los que el sujeto las apoya, les da vigor, les hace retomar aliento: allí formula aquello. de lo que sufre y que quiere dejar otras, confía el secreto de sus fracasos y el éxito de sus designios, juzga su carácter y sus relaciones con el prójimo. De ese modo informa acerca del conjunto de su conducta al analista, quien, testigo a su vez de un momento de ésta, encuentra allí una base para su crítica. Ahora bien, lo que tras una crítica semejante esa conducta le muestra al analista es que en ella actúa permanentemente la imagen misma que éste ve surgir en lo actual. Pero el analista no está al tanto de su descubrimiento, ya que, a medida que la petición cobra forma de alegato, el testimonio se amplía con sus llamados al testigo; son relatos puros que parecen «fuera de tema» y que el sujeto saca ahora a flote su discurso los acontecimientos sin intención y los fragmentos de los recuerdos que constituyen su historia, y, entre los más desunidos, los que afloran de su infancia. Pero de pronto entre ellos el analista encuentra la misma imagen que el sujeto, con su juego, ha suscitado y cuya huella ha reconocido impresa en la persona de éste, esa imagen a la que sabía, desde luego, de esencia humana, puesto que provoca la pasión y ejerce la opresión, pero que sustraía a sus rasgos de la mirada del psicoanalista, como también éste lo hace respecto del sujeto. Ahora descubre esos rasgos en un retrato de familia: imagen del padre o de la madre, del adulto todopoderoso, tierno o terrible, bienhechor o castigador; imagen del hermano, niño rival, reflejo de sí o compañero.
Pero el sujeto ignora esa imagen que el mismo presenta con su conducta y que se reproduce incesantemente; la ignora en los dos sentidos de la palabra, a saber: que lo que repite en su conducta, lo tenga o no por suyo, no sabe que su imagen lo explica, y que desconoce la importancia de la imagen cuando evoca el recuerdo representado por ella.
Pese, con todo, a que el analista concluye por reconocer la imagen, el sujeto a su vez termina por imponerle su papel a través del debate que prosigue. De esa posición extrae el analista el poder del que va a disponer para su acción sobre el sujeto.
En adelante, efectivamente, el analista actúa de tal modo que el sujeto toma conciencia de la unidad de la imagen que se refracta en él en efectos extraños, según la represente, la encarne o la conozca. No hemos de describir aquí de qué manera procede el analista en su intervención. Opera en los dos registros de la elucidación intelectual, por la interpretación, y de la maniobra afectiva, por la transferencia; pero fijar sus tiempos es asunto de la técnica, que los define en función de las reacciones del sujeto, y regular su velocidad es asunto del tacto, merced al cual el analista advierte el ritmo de estas reacciones. Digamos tan sólo que, a medida que el sujeto prosigue la experiencia y el proceso vivido en que se reconstituye la imagen, la conducta deja de imitar la sugestión, los recuerdos recuperan su densidad real, y el analista ve el fin de su poder, inútil de allí en adelante debido al fin de los síntomas y a la consumación de la personalidad.