Una estructura es constituyente de la praxis llamada psicoanálisis. Esta estructura no podría ser indiferente a un auditorio como éste al que se supone filosóficamente enterado.
Que ser filósofo quiere decir interesarse en aquello en lo que se interesa todo el mundo sin saberlo, es una afirmación interesante por ofrecer la particularidad de que su pertinencia no implica que sea decidible. Puesto que sólo puede resolverse a condición de que todo el mundo se convierta en filósofo.
Digo: su pertinencia filosófica, puesto que tal es a fin de cuentas el esquema que Hegel nos ha dado de la Historia en la Fenomenología del espíritu.
Resumirlo así tiene el interés de presentarnos una mediación fácil para situar al sujeto: en una relación con el saber.
Fácil tambien de demostrar la ambigüedad de semejante relación. la misma ambiguedad que manifiestan los efectos de la ciencia en el universo contemporáneo.
El sabio que hace la ciencia es sin duda un sujeto él también, e incluso particularmente calificado en su constitución, como lo demuestra el que la ciencia no haya venido al mundo sola (que el parto no haya carecido de vicisitudes, y que haya sido precedido de algunos fracasos: aborto o prematuración).
Ahora bien, ese sujeto que debe saber lo que hace, o por lo menos es lo que se supone, no sabe lo que de hecho en los efectos de la ciencia interesa ya a todo el mundo. Por lo menos tal parece en el universo contemporáneo: donde todo el mundo se encuentra pues a su nivel sobre este punto de ignorancia.
Ya sólo esto merece que se hable de un sujeto de la ciencia. Tema al que pretende igualarse una epistemología de la que puede decirse que muestra en ello más pretensión que éxito.
De donde, sépase aquí, la referencia totalmente didáctica que hemos tomado de Hegel para dar a entender para las finalidades de formación que son las nuestras, lo que hay en cuanto a la cuestión del sujeto tal como el psicoanálisis la subvierte propiamente.
Lo que nos califica para proceder en este camino es evidentemente nuestra experiencia de esa praxis, lo que nos ha decidido a esto, aquellos que nos siguen darán fe de ello, es una carencia de la teoría sumada a un número de abusos en su transmisión, que, por no carecer de peligro para la praxis misma, resultan tanto la una como los otros en una ausencia total de estatuto científico. Plantear la cuestión de las condiciones mínimas exigibles para semejante estatuto no era tal vez un punto de partida deshonesto. Se ha demostrado que lleva lejos.
No nos remitimos aquí a la amplitud de un alegato social: para ser precisos, a la constancia de las conclusiones que hemos debido adoptar contra las desviaciones notorias en Inglaterra y América de la praxis que se autoriza en el nombre de psicoanálisis.
Es propiamente la subversión lo que vamos a intentar definir, excusándonos ante esta asamblea cuya calidad acabamos de invocar de no poder hacer más en su presencia que fuera de ella, a saber tomarla en cuanto tal como pivote de nuestra demostración, tomando a nuestra cuenta justificarnos aquí de lo exiguo de ese margen respecto de ella.
Recurriendo sin embargo a su favor para considerar como concedido que las condiciones de una ciencia no podrían ser el empirismo.
Encontrándose en un segundo tiempo lo que de etiqueta científica se ha constituido ya bajo el nombre de psicología.
Que nosotros recusamos. Precisamente porque, como vamos a demostrar, la función del sujeto tal como la instaura la experiencia freudiana descalifica desde su raíz lo que bajo este título, cuaIquiera que sea la forma en que se vistan sus premisas, no hace sino perpetuar un cuadro académico.
Su criterio es la unidad del sujeto que es, sobre presupuestos de esa clase de psicología, y debe incluso considerarse como sintomático el hecho de que su tema se aísle cada vez más enfáticamente, como si se tratase del retorno de cierto sujeto del conocimiento o como si lo psíquico tuviese que hacerse valer como revistiendo el organismo.
Hay que tomar aquí como patrón la idea en que confluye todo un pensamiento tradicional de habilitar el término no sin fundamento de estado del conocimiento. Ya se trate de los estados de entusiasmo en Platón, de los grados del samadhi en el budismo, o del Erlebnis, experiencia vivida de lo alucinógeno, conviene saber lo que autentifica de ello una teoría cualquiera.
Autentifica de ello en el registro de lo que el conocimiento supone de connaturalidad.
Es claro que el saber hegeliano, en la Aufhebung logicizante sobre la que se funda, hace tan poco caso de esos estados en cuanto tales como la ciencia moderna, que puede reconocer en ellos un objeto de experiencia en cuanto ocasión de definir ciertas coordenadas, pero en ningún caso una ascesis que sería, digamos, epistemógena o noófora.
En eso por cierto es en lo que su referencia es para nosotros pertinente.
Pues suponemos que se está bastante informado de la praxis freudiana para darse cuenta de que semejantes estados no desempeñan en ella ningún papel; pero una cosa cuya importancia no es apreciada, es el hecho de que esa pretendida psicología. de las profundidades no piensa en obtener de ellas una iluminación por ejemplo, ni siquiera les afecta una cotización en la parte de recorrido que dibuja.
Pues tal es el sentido, sobre el cual no se hace insistencia, de ese apartamiento al que precede Freud con respecto a los estados hipnoides, cuando se trata de explicar así incluso únicamente los fenómenos de la histeria. Este es el hecho enorme: que les prefiere el discurso de la histérica. Lo que hemos llamado «momentos fecundos» en nuestra ubicación del conocimiento paranoico no es una referencia freudiana.
Nos topamos con algunas dificultades para hacer entender en un medio infatuado del más increíble ilogismo lo que supone el hecho de interrogar al inconsciente como lo hacemos, es decir hasta que dé una respuesta que no sea del orden del arrebato, o del derribamiento, sino que más bien «diga por qué».
Si llevamos al sujeto a alguna parte, es a un desciframiento que supone ya en el inconsciente esta clase de lógica: donde se reconoce por ejemplo una voz interrogativa, o incluso la marcha de una argumentación.
Toda la tradición psicoanalítica está ahí para sostener que la nuestra no podría intervenir sino entrando por la buena entrada, y que de adelantarse a allá, no obtiene sino su clausura.
En otros términos, el psicoanálisis que se apoya en su filiación freudiana no podría en ningún caso hacerse pasar por un rito de paso a una experiencia arquetípica o de alguna manera inefable: el día en que alguien dé a entender algo de ese orden que no sea un minus, será que todo límite ha sido abolido. De lo cual estamos todavía lejos.
Esto no es sino acercarnos a nuestro tema. Pues se trata de estrechar de más cerca lo que Freud mismo en su doctrina articula de constituir un paso «copernicano».
¿Basta para ello que un privilegio sea relegado, en este caso el que pone a la tierra en el lugar central? la destitución subsecuente del hombre de un lugar análogo por el triunfo de la idea de la evolución, da el sentimiento de que habría en ello una ganancia que se confirmaría por su constancia.
¿Pero es tan seguro que sea ésta una ganancia o un progreso esencial? ¿Algo acaso hace aparecer que la otra verdad, si llamamos así a la verdad revelada, haya sufrido seriamente por ello? ¿No creeremos que el heliocentrismo no es, por exaltar el centro, menos ilusorio que ver en él a la tierra, y que el hecho de la eclíptica daba sin duda un modelo más estimulante de nuestras relaciones con lo verdadero, antes de perder mucho de su interés por no ser ya sino tierra que dice sí a todo?
En todo caso, no por causa de Darwin los hombres se juzgan menos en lo alto de la escalera entre las criaturas, puesto que es precisamente de eso de lo que los convence.
El empleo del nombre de Copérnico para una sugestión de lenguaje tiene recursos más ocultos que tocan justamente a lo que acaba de deslizársenos de la pluma como relación con lo verdadero : a saber el surgimiento de la elipse como no indigno del lugar del que toman su nombre las verdades llamadas superiores. La revolución no es menor por alcanzar solamente a las «revoluciones celestes».
Desde ese momento detenerse en ella no tiene únicamente el sentido de revocar una tontería de la tradición religiosa que, cómo se ve claramente, sigue tan campante, sino el de anudar más íntimamente el régimen del saber con el de la verdad
Pues si la obra de Copérnico, como otros lo han hecho observar antes que nosotros, no es tan copernicana como suele creerse, es por el hecho de que la doctrina de la doble verdad sigue dando en ella abrigo a un saber que hasta entonces, preciso es decirlo, tenía todas las apariencias de contentarse con ello
Henos aquí pues interesados en esa frontera sensible de la verdad y del saber de la que puede decirse después de todo que nuestra ciencia, a primera vista, parece ciertamente haber regresado a la solución de cerrarla.
Si no obstante la historia de la Ciencia al entrar en el mundo es todavía para nosotros lo bastante abrasadora como para que sepamos que en esa frontera algo se ha movido, es tal vez allí donde el psicoanálisis se señala por representar un nuevo sismo al sobrevenir en ella.
Volvamos a tomar en efecto por este sesgo el favor que esperamos de la fenomenología de Hegel. Es el de señalar una solución ideal, la de un revisionismo permanente, si así puede decirse, en que la verdad está en reabsorción constante en lo que tiene de perturbador, no siendo en sí misma sino lo que falta para la realización del saber. La antinomia que la tradición escolástica planteaba como principal, aquí se la supone resuelta por ser imaginaria. La verdad no es otra cosa sino aquello de lo cual el saber no puede enterarse de que lo sabe sino haciendo actuar su ignorancia. Crisis real en la que lo imaginario se resuelve, para emplear nuestras categorías, engendrando una nueva forma simbólica. Esta dialéctica es convergente y va a la coyuntura definida como saber absoluto. Tal como es deducida, no puede ser sino la conjunción de lo simbólico con un real del que ya no hay nada que esperar. ¿Qué es esto sino un sujeto acabado en su identidad consigo mismo? En lo cual se lee que ese sujeto esté ya perfecto allí y que es la hipótesis fundamental de todo este proceso. Es nombrado en efecto como su sustrato, se llama el Selbstbewusstsein, el ser de sí consciente, omniconsciente.
Ojalá fuese así, pero la historía misma de la ciencia, queremos decir de la nuestra y desde que nació, si colocamos su primer nacimiento en las matemáticas griegas, se presenta más bien en desviaciones que satisfacen muy poco ese inmanentismo, y las teorías, no nos dejemos engañar sobre eso por la reabsorción de la teoría restringida en la teoría generalizada, de hecho no embonan en absoluto según la dialéctica tesis, antítesis y síntesis.
Por lo demás, algunos crujidos expresándose muy confusamente en las grandes conciencias responsables de algunos cambios cardinales en la física, no dejan de recordarnos que después de todo, para este saber como para los otros, es en otro sitio donde debe sonar la hora de la verdad.
¿Y por qué no habríamos de ver que los asombrosos miramientos de que goza la charlatanería psicoanalítica en la ciencia puede deberse a lo que indica de una esperanza teórica que no sea únicamente de desaliento?
No nos referimos por supuesto a esa extraordinaria transferencia lateral, gracias a la cual regresan a bañarse en el psicoanálisis las categorías de una psicología que revigoriza con ello sus bajos empleos de explotación social. Por la razón que hemos expresado, consideramos que la suerte de la psicología está sellada sin remisión.
Sea como sea, nuestra doble referencia al sujeto absoluto de Hegel y al sujeto abolido de la ciencia da la iluminación necesaria para formular en su verdadera medida el dramatismo de Freud: regreso de la verdad al campo de la ciencia, con el mismo movimiento con que se impone en el campo de su praxis: reprimida, retorna.
¿Quién no ve la distancia que separa la desgracia de la conciencia de la cual, por muy poderoso que sea su burilamiento en Hegel, puede decirse que sigue siendo suspensión de un saber -del malestar de la civilización en Freud, aun cuando sólo sea en el soplo de una frase como desautorizada donde nos señala lo que, leyéndolo, no puede articularse sino como la relación oblicua (en inglés se diría: skew) que separa al sujeto del sexo?
En nuestro sesgo para situar a Freud, nada pues que se ordene por la astrología judiciaria en que está sumida la psicología. Nada que proceda de la calidad, o incluso de lo intensivo, ni de ninguna fenomenología con la que pueda tranquilizarse el idealismo. En el campo freudiano, a pesar de las palabras, la conciencia es un rasgo tan caduco para fundar el inconsciente sobre su negación (ese inconsciente data de santo Tomás) como es inadecuado el afecto para desempeñar el papel del sujeto
protopático, puesto que es un servicio que no tiene allí titular. El inconsciente, a partir de Freud, es una cadena de significantes que en algún sitio (en otro escenario escribe él) se repite e insiste para interferir en los cortes que le ofrece el discurso efectivo y la cogitación que él informa.
En esta fórmula, que sólo es nuestra por conformarse tanto al texto freudiano como a la experiencia que él abrió, el término decisivo es el significante, reanimado de la retórica antigua por la lingüística moderna, en una doctrina cuyas etapas no podemos señalar aquí, pero en la que los nombres de Ferdinand de Saussure y de Roman Jakobson indicarán su aurora y su actual culminación, recordando que la ciencia piloto del estructuralismo en Occidente tiene sus raíces en Rusia donde floreció el formalismo. Ginebra 1910, Petrogrado 1920 dicen suficientemente por qué su instrumento faltó a Freud. Pero esta falta de la historia no hace sino más instructivo el hecho de que los mecanismos descritos por Freud como los del proceso primario, en que el inconsciente encuentra su régimen, recubran exactamente las funciones que esa escuela considera para determinar las vertientes más radicales de los efectos del lenguaje, concretamente la metáfora y la metonimia, dicho de otra manera Ios efectos de sustitución y de combinación del significante en las dimensiones respectivamente sincrónica y diacrónica donde aparecen en el discurso.
Una vez reconocida en el inconsciente la estructura del lenguaje, ¿qué clase de sujeto podemos concebirle?
Puede intentarse aquí por un prurito de método, partir de la definición estrictamente lingüística del Yo [Je] como significante: en la que no es nada sino el shifter o indicativo que en el sujeto del enunciado designa al sujeto en cuanto que habla actualmente.
Es decir que designa al sujeto de la enunciación, pero que no lo significa. Como resulta evidente por el hecho de que todo significante del sujeto de la enunciación puede faltar en el enunciado, aparte de que los hay que difieren del Yo [Je], y no únicamente Io que llamamos insuficientemente los casos de la primera persona del singular, aunque se adjuntase su alojamiento en la invocación plural, incluso en el Sí Mismo de la autosugestión.
Pensamos por ejemplo haber reconocido al sujeto de la enunciación en el significante que es el ne francés que los gramáticos llaman ne expletivo, término en el que se anuncia ya la opinión increíble de algunos entre los mejores que consideran su forma como entregada al capricho. Ojalá que la carga que le damos los haga retractarse, antes de que se verifique [qu’il ne soit avéré] que no comprenden nada ([en francés], si retiramos ese ne, el enunciado pierde su valor de ataque pues Yo [Je] me elide en lo impersonal). Pero temo así que acaben [qu’ils n’en viennent] por excluirme ([en francés] deslicémonos sobre esa n’ y su ausencia, reduciendo el temor alegado por la opinión de mi repugnancia a una aseveración tímida, reduce el acento de mi enunciación a situarme en el enunciado).
Pero si empleando [en francés] el verbo matar, digo «tue», puesto que me apabullan, ¿dónde me sitúa sino en el tú con el cual los mido?
No lo tomen a mal, evoco al sesgo lo que me resisto a cubrir con el mapa forzado de la clínica.
A saber, la manera justa de contestar a la pregunta: ¿Quién habla? cuando se trata del sujeto del inconsciente. Pues esta respuesta no podría venir de él, si él no sabe lo que dice, ni siquiera que habla, como la experiencia del análisis entera nos lo enseña.
Por lo cual eI lugar del inter-dicto, que es lo intra-dicho de un entre-dos-sujetos, es el mismo donde se divide la transparencia del sujeto clásico para pasar a los efectos de fading que especifican al sujeto freudiano con su ocultación por un significante cada vez más puro: que estos efectos nos llevan a los confines donde lapsus y chiste en su colusión se confunden, o incluso adonde la elisión es hasta tal punto la más alusiva para reducir a su reducto a la presencia, que se asombra uno de que la caza del Dasein no la haya aprovechado más.
Para que no sea vana nuestra caza, la de los analistas, necesitamos reducirlo todo a la función de corte en el discurso; el más fuerte es el que forma una barra entre el significante y el significado. Aquí se sorprende al sujeto que nos interesa, puesto que al anudarse en la significación, lo tenemos ya alojado bajo la égida del preconsciente. Por donde se llegaría a la paradoja de concebir que el discurso en la sesión analítica no vale sino porque da traspiés o incluso se interrumpe: si la sesión misma no se instituyese como una ruptura en un falso discurso, digamos en lo que el discurso realiza al vaciarse como palabra, al no ser ya sino la moneda de cuño desgastado de que habla MaIlarmé, que la gente se pasa de mano en mano «en silencio».
Este corte de la cadena significante es el único que verifica la estructura del sujeto como discontinuidad en lo real. Si la lingüística nos promueve el significante al ver en él el determinante del significado, el análisis revela la verdad de esta relación al hacer de los huecos del sentido los determinantes de su discurso.
Es la vía donde se cumple el imperativo que Freud aplica a lo sublime de la gnómica presocrática: Wo Es war, soll Ich werden, que hemos comentado más de una vez y que dentro de un momento daremos a entender de otra manera.
Contentándonos con dar un paso en gramática: allí donde eso estuvo… ¿qué quiere decir? Si no fuese sino «ello» que hubiese estado (en aoristo), ¿cómo llegar allí mismo para hacerme ser allí, por el hecho de enunciarlo ahora?
Pero el francés dice: Là oú c’était… [allí donde estaba]. Utilicemos el favor que nos ofrece de un imperfecto distinto. Allí donde estaba en este mismo momento, allí donde por poco estaba, entre esa extinción que luce todavía y esa eclosión que se estrella, Yo [Je] puedo venir al ser desapareciendo de mi dicho.
Enunciación que se denuncia, enunciado que se renuncia, ignorancia que se disipa, ocasión que se pierde, ¿qué queda aquí sino el rastro de lo que es precise que sea para caer del ser?
Un sueño referido por Freud en su artículo: Los dos principios del suceder psíquico, nos entrega, unida al patetismo con que se sostiene la figura de un padre difunto por ser la de un fantasma, la frase: El no sabía que estaba muerto.
La cual nos ha servido ya de pretexto para ilustrar la relación del sujeto con el significante, por una enunciación cuyo ser tiembla con la vacilación que recibe de su propio enunciado.
Si la figura sólo subsiste porque no se le diga la verdad que ignora, ¿qué sucede pues con el Yo [je] del que depende esa subsistencia?
EI no sabía. .. Un poco más y sabía, ¡ah!, ¡que esto no suceda nunca! Antes que él lo sepa, que Yo [Je] muera. Sí, así es como Yo [Je] vengo allí, allí donde eso estaba: ¿quién sabía pues que Yo [Je] estaba muerto?
Ser de no-ente, es así como adviene Yo [Je] como sujeto que se conjuga por la doble aporía de una subsistencia verdadera que queda abolida por su saber y de un discurso donde es la muerte la que sostiene a la existencia.
¿Pondremos a este ser como contrapartida del que Hegel forjó como sujeto, por ser el sujeto que sostiene sobre la historia del discurso del saber absoluto? Recuérdese que él nos da fe de haber experimentado con eso la tentación de la locura. ¿Y no es acaso nuestra vía la que la supera, por ir hasta la verdad de la vanidad de este discurso?
No adelantemos aquí nuestra doctrina de la locura. Pues esta excursión escatológica sólo está aquí para señalar la hiancia que separa a esas dos relaciones, la freudiana y la hegeliana, del sujeto con el saber.
Y que no hay raíz suya más segura que los modos con que se distingue allí la dialéctica del deseo.
Pues en Hegel, es al deseo, a la Begierde, a quien se remite la carga de ese mínimo de nexo que es preciso que el sujeto conserve con el antiguo conocimiento para que la verdad sea inmanente a la realización del saber. La astucia de la razón quiere decir que el sujeto desde el origen y hasta el final sabe lo que quiere.
Es aquí donde Freud vuelve a abrir, a la movilidad de donde salen las revoluciones, la juntura entre verdad y saber.
En el siguiente punto: que el deseo se anuda en ella al deseo del Otro, pero que en ese lazo se aloja el deseo de saber.
El biologismo de Freud no tiene nada que ver con esa abyección sermoneadora que nos llega por bocanadas de la oficina psicoanalítica.
Y era necesario hacerles vivir el instinto de muerte que allí abominan, para ponerlos a tono con la biología de Freud. Pues eludir el instinto de muerte de su doctrina es desconocerla absolutamente.
Desde el enfoque que hemos dispuesto en ella, reconozcan en la metáfora del retorno a lo inanimado con que Freud afecta a todo cuerpo vivo ese margen más allá de la vida que el lenguaje asegura al ser por el hecho de que habla, y que es justamente aquel donde ese ser compromete en posición de significante no sólo lo que de su cuerpo se presta a ello por ser intercambiable, sino ese cuerpo mismo. En donde aparece pues que la relación del objeto con el cuerpo no se define en absoluto como una identificación parcial que tuviese que totalizarse en ella, pues lo que, por el contrario, ese objeto es el prototipo de la significancia del cuerpo como lo que está en juego del ser.
Recogemos aquí el guante del desafío que se nos dirige al traducir con el nombre de instinto lo que Freud llama Trieb: lo cual se traduciría bastante bien por drive en inglés, cosa que se evita, y por ello la palabra dérive («deriva») sería en francés nuestra solución desesperada, en caso de que no lográsemos dar a la bastardía de la palabra pulsión su punto de acuñación.
Y de ahí que insistamos en promover que, dado o no en la observación biológica, el instinto, entre los modos de conocimiento que la naturaleza exige de lo vivo para que satisfaga sus necesidades, se define como aquel conocimiento en el que admiramos el no poder ser un saber. Pero de lo que se trata en Freud es de otra cosa, que es ciertamente un saber, pero un saber que no comporta el menor conocimiento, en cuanto que está inscrito en un discurso del cual, a la manera del esclavo-mensajero del uso antiguo, el sujeto que lleva bajo su cabellera su codicilo que le condena a muerte no sabe ni su sentido ni su texto, ni en qué lengua está escrito, ni siquiera que lo han tatuado en su cuero cabelludo rasurado mientras dormía.
Este apólogo fuerza apenas la nota de lo poco de fisiología interesada por el inconsciente.
Ello se apreciará por la contraprueba de la contribución que el psicoanálisis ha aportado a la fisiología desde que existe: esta contribución es nula, ni siquiera en lo que se refiere a los órganos sexuales. Ninguna fabulación prevalecerá contra este balance.
Pues el psicoanálisis implica por supuesto lo real del cuerpo y de lo imaginario de su esquema mental. Pero para reconocer el alcance en la perspectiva que se autoriza en él por el desarrollo, hay que darse cuenta primero de que las integraciones más o menos parcelarías que parecen constituir su ordenación, funcionan allí ante todo como los elementos de una heráldica, de un blasón del cuerpo. Como se confirma por el uso que se hace de ellas para leer los dibujos infantiles.
Aquí se encuentra el principio, volveremos sobre ello, del privilegio paradójico, que sigue siendo el del falo en la dialéctica inconsciente, sin que baste para explicarlo la teoría producida del objeto parcial.
Tendremos que decir ahora que si se concibe qué clase de apoyo hemos buscado en Hegel para criticar una degradación del psicoanálisis tan inepta que no encuentra otro motivo para interesar sino el de ser el de hoy, es inadmisible que se nos impute estar engañados por un agotamiento puramente dialéctico del ser. y que no podríamos considerar a cierto filósofo como irresponsable cuando autoriza este malentendido.
Pues lejos de ceder a una reducción logicizante, allí donde se trata del deseo, encontramos en su irreductibilidad a la demanda el resorte mismo de lo que impide igualmente reducirlo a la necesidad. Para decirlo elípticamente: que el deseo sea articulado, es precisamente la razón de que no sea articulable. Entendemos: en eI discurso que le conviene, ético y no psicológico.
Tenemos entonces que llevar mucho más allá ante nosotros la topología que hemos elaborado para nuestra enseñanza durante este ultimo lustro, o sea introducir cierto grafo a propósito del cual avisamos que no garantiza sino el empleo entre otros que vamos a darle, habiendo sido construido y perfeccionado a los cuatro vientos para ubicar en su nivelación la estructura más ampliamente práctica de los datos de nuestra experiencia. Nos serviría aquí para presentar dónde se sitúa el deseo en relación con un sujeto definido a través de su articulación por el significante.
He aquí lo que podría decirse que es su célula elemental (cf. grafo 1). Se articula allí lo que hemos llamado el punto de basta por el cual el significante detiene el deslizamiento, indefinido si no, de la significación .Se supone que la cadena significante está soportada por el vector S. S’. Sin entrar siquiera en la fineza de la dirección retrógada en que se produce su cruzamiento redoblarlo por el vector A. S/ véase únicamente en este último el pez que engancha, menos propio para figurar lo que hurta a la captación en su nado vivo que la intención que se esfuerza en ahogarlo en la onda del pre-texto a saber la realidad que se imagina en el esquema etológico del retorno de la necesidad
La función diacrónica de este punto de basta debe encontrarse en la frase, en la medida en que no cierra su significación sino con su último término, ya que cada término está anticipado en la construcción de los otros, e inversamente sella su sentido por su efecto retroactivo.
Pero la estructura sincrónica está más escondida, y es ella la que nos lleva al origen. Es la metáfora en cuanto que en ella se constituye la atribución primera, la que promulga «el perro hacer miau, el gato hacer gua gua», con lo cual el niño de golpe, desconectando a la cosa de su grito, eleva el signo a la función del significante, y a la realidad a la sofística de la significación, y, por medio del desprecio de la verosimilitud, abre la diversidad de las objetivaciones por verificarse de la misma cosa.
¿Exige esa posibilidad la topología de un juego de las cuatro esquinas? He aquí el tipo de pregunta que no parece gran cosa y que sin embargo puede dar alguna zozobra si de ella debe depender la construcción subsecuente.
Les ahorraremos a ustedes sus etapas dándoles de buenas a primeras la función de los dos puntos de cruzamiento en este grafo primario. Uno connotado A, es el lugar del tesoro del significante, lo cual no quiere decir del código, pues no es que se conserve en él la correspondencia unívoca de un signo con aIgo, sino que el significante no se constituye sino de una reunión sincrónica y numerable donde ninguno se sostiene sino por el principio de su oposición a coda uno de los otros. El otro, connotado s (A), es lo que puede llamarse la puntuación donde la significación se constituye como producto terminado.
Observemos la disimetría del uno que es un lugar (sitio más bien que espacio) con respecto al otro que es un momento (escansión más bien que duración).
Los dos participan de esa oferta al significante que constituye el agujero en lo real, uno como hueco de recelo, el otro como perforación para la salida.
La sumisión del sujeto al significante, que se produce en el circuito que va de s (A) a A para regresar de A a s (A), es propiamente un círculo en la medida en que el aserto que se instaura en él, a falta de cerrarse sobre nada sino su propia escansión, dicho de otra manera a falta de un acto en que encontrase su certidumbre, no remite sino a su propia anticipación en la composición del significante, en sí misma insignificante.
La cuadratura de ese círculo, para ser posible, no exige sino la «completud» de la batería significante instalada en A simbolizando desde ese momento el lugar del Otro. En lo cual se ve que ese Otro no es nada sino el puro sujeto de la moderna estrategia de los juegos. como tal perfectamente accesible al cálculo de la conjetura, en la medida en que el sujeto real, para regular el suyo, no tiene que tener en cuenta para nada ninguna aberración llamada subjetiva en el sentido común, es decir psicológica, sino la solo inscripción de una combinatoria cuyo agotamiento es posible.
Esa cuadratura es sin embargo imposible, pero sólo por el hecho de que el sujeto no se constituye sino sustrayéndose a ella y descompletándola esencialmente por deber a la vez contenerse en ella y no llenar en ella otra función que la de falta.
El Otro como sede previa del puro sujeto del significante ocupa allí la posición maestra, incluso antes de venir allí a la existencia, para decirlo con Hegel y contra él, como Amo absoluto. Pues lo que se omite en la chatura de la moderna teoría de la información es que no se puede ni siquiera hablar de código si no es ya el código del Otro, pero es ciertamente de otra cosa de lo que se trata en el mensaje, puesto que es por él como el sujeto se constituye, por lo cual es del Otro de quien el sujeto recibe incIuso el mensaje que emite. Y están justificadas las notaciones A y s (A).
Mensajes de código y códigos de mensaje se distinguirán en formas puras en el sujeto de la psicosis, el que se basta por ese Otro previo.
Observemos entre paréntesis que ese Otro distinguido como Iugar de la Palabra no se impone menos como testigo de la Verdad. Sin la dimensión que constituye, el engaño de la Palabra no se distinguiría del fingimiento que, en la lucha combativa o la ceremonia sexual, es sin embargo bien diferente. Desligándose en la captura imaginaria, el fingimiento se integra en el juego de acercamiento y de ruptura que constituye la danza originaria, en que esas dos situaciones vitales encuentran su escansión, y los participantes que ordenan según ella lo que nos atreveremos a llamar su dancidad. El animal por lo demás se muestra capaz de esto cuando está acosado; llega a despistar iniciando una carrera que es de engaño. Esto puede ir tan lejos como para sugerir en las presas la nobleza de honrar lo que hay de ceremonia en la caza. Pero un animal no finge fingir. No produce huellas cuyo engaño consistiría en hacerse pasar por falsas siendo las verdaderas, es decir las que darían la buena pista. Como tampoco borra sus huellas, lo cual sería ya para él hacerse sujeto del significante.
Todo esto no ha sido articulado sino de manera confusa por filósofos sin embargo profesionales. Pero es claro que la Palabra no comienza sino con el paso de la ficción al orden del significante y que el significante exige otro lugar -el lugar del Otro, el Otro testigo, el testigo Otro que cualquiera de los participantes- para que la Palabra que soporta pueda mentir, es decir plantearse como Verdad.
Así, es de un lugar otro que la Realidad a la que concierne de donde la Verdad saca su garantía: es de la palabra. Como es también de ella de quien recibe esa marca que la instituye en una estructura de ficción.
Lo dicho primero decreta, legisla, «aforiza», es oráculo, confiere al otro real su oscura autoridad.
Tomemos solamente un significante como insignia de esa omnipotencia, lo cual quiere decir de ese poder todo en potencia, de ese nacimiento de la posibilidad, y tendremos el trazo unario que, por colmar la marca invisible que el sujeto recibe del significante, enajena a ese sujeto en la identificación primera que forma el ideal del yo.
Lo cual queda inscrito por la notación I (A) que debemos sustituir en este estadio a la S/, S tachada del vector retrógrado, haciéndonosla trasladar de su punta a su punto de partida (cf. grafo 2).
Efecto de retroversión por el cual el sujeto en cada etapa se convierte en lo que era como antes y no se anuncia: habrá sido, sino en el futuro anterior.
Aquí se inserta la ambigüedad de un desconocer [méconnaître]. esencial al conocerme [me connaître]. Pues todo lo que el sujeto puede dar por seguro, en esa retrovisión, es, viniendo a su encuentro, la imagen, anticipada, que tomó de sí mismo en su espejo. No volveremos aquí a la función de nuestro «estadio del espejo», punto estratégico primero alzado por nosotros como objeción al favor concedido en la teoría al pretendido yo autónomo, cuya restauración académica justificaba el contrasentido propuesto de su reforzamiento en una cura desviada ya hacia un éxito adaptativo: fenómeno de abdicación mental, conectado con el envejecimiento del grupo en la diáspora de la guerra, y reducción de una practica eminente a una etiqueta adecuada para la explotación del American way of life.
Sea como sea, lo que el sujeto encuentra en esa imagen alterada de su cuerpo es el paradigma de todas las formas del parecido que van a aplicar sobre el mundo de los objetos un tinte de hostilidad proyectando en él el avatar de la imagen narcisista, que, por el efecto jubilatorio de su encuentro en el espejo, se convierte, en el enfrentamiento con el semejante, en el desahogo de la más íntima agresividad.
Es esta imagen, yo ideal, la que se fija desde el punto en que el sujeto se detiene como ideal del yo. El yo es desde ese momento función de dominio, juego de prestancia, rivalidad constituida. En la captura que experimenta de su naturaleza imaginaria, enmascara su duplicidad, a saber que la conciencia en que se asegura de una existencia innegable (ingenuidad que se muestra en la meditación de un Fénelon) no le es en absoluto inmanente, sino trascendente puesto que se apoya en el trazo unario del ideal del yo (cosa que el cogito cartesiano no desconoce). Por lo cual el ego trascendental mismo se encuentra reIativizado, implicado como lo está en el desconocimiento en que se inauguran las identificaciones del yo.
Este proceso imaginario que de la imagen especular [i (a)] va a la constitución del yo por el camino de la subjetivación por el significante, está significado en nuestro grafo, por el vector i (a). m de sentido único, pero articulado doblemente, una primera vez en cortocircuito sobre S/ I (A), una segunda vez en la vía de regreso sobre S.s(A). lo cual demuestra que el yo sólo se acaba al articularse no como Yo [Je] del discurso, sino como metonimia de su significación (lo que Damourette y Pichón toman por la persona «densa» [étoffée] que oponen a la persona sutil; está última no es otra cosa que la función más arriba designada como shifter) .
La promoción de la conciencia como esencial al sujeto en la secuela histórica del cogito cartesiano es para nosotros la acentuación engañosa de la transparencia del Yo [Je] en acto a expensas de la opacidad del significante que lo determine, y el deslizamiento por el cual el Bewusstsein sirve para cubrir la confusión del Selbst, viene precisamente a demostrar, en la Fenomenología del espíritu, por el rigor de Hegel, la razón de su error.
El movimiento mismo que saca de su eje al fenómeno del espíritu hacia la relación imaginaría con el otro (con el otro [autre] es decir con el semejante que debe connotarse con una a minúscula), saca a luz su efecto: a saber la agresividad que se convierte en el fiel de la balanza alrededor del cual va a descomponerse el equilibrio del semejante con el semejante en esa relación del Amo con el Esclavo, preñada de todas las astucias por las que la razón va a poner en marcha su reino impersonal.
Esta servidumbre inaugural de los caminos de la libertad, mito sin duda más que génesis efectiva, podemos mostrar aquí lo que esconde precisamente por haberlo revelado como nunca antes.
La lucha que la instaura es llamada con razón de puro prestigio, y lo que está en juego, pues va en ello la vida, apropiado para hacer eco a ese peligro de la prematuración genérica del nacimiento, ignorado por Hegel y del que hemos hecho el resorte dinámico de la captura especular.
Pero la muerte, justamente por ser arrastrada a la función de la puesta en juego -apuesta más honesta que la de Pascal aunque se trate también de un póker, puesto que aquí la puja es limitada- muestra a la vez lo que queda eludido de una regla previa tanto como del reglamento conclusivo. Pues a fin de cuentas es preciso que el vencido no perezca para que se convierta en esclavo. Dicho de otra manera, el pacto es siempre previo a la violencia antes de perpetuarla, y lo que llamamos lo simbólico domina lo imaginario, en lo cual puede uno preguntarse si el asesinato es efectivamente el Amo absoluto.
Pues no basta decidirlo por su efecto: la Muerte. Se trata además de saber qué muerte, la que la vida lleva o la que lleva a ésta.
Sin querer achacar a la dialéctica hegeliana un veredicto de insolvencia, discutido desde hace mucho tiempo sobre la cuestión del nexo de la sociedad de los amos, sólo queremos subrayar aquí lo que, a partir de nuestra experiencia, salta a la vista como sintomático, es decir como instalación en la represión. Es propiamente el tema de la Astucia de la razón cuyo error designado más arriba no aminora su aIcance de seducción. El trabajo, nos dice, al que se ha sometido el esclavo renunciando al goce por temor de la muerte, será justamente la vía por la que realizará la libertad. No hay engaño más manifiesto políticamente, y por ello mismo psicológicamente. El goce es fácil aI esclavo y dejará al esclavo en servidumbre.
La astucia de la razón seduce por lo que en ella resuena de un mito individual bien conocido del obsesivo, cuya estructura, como es sabido, no es rara en la intelligentsia. Pero por poco que éste escape a la mala fe del profesor, difícilmente se engañará creyendo que es su trabajo el que habrá de volver a abrirle la puerta del goce. Rindiendo un homenaje propiamente inconsciente a la historia escrita por Hegel, encuentra a menudo su coartada en la muerte del Amo, ¿Pero qué hay de esa muerte? Simplemente él la espera.
De hecho, es desde el lugar del Otro donde se instala, de donde sigue el juego, haciendo inoperante todo riesgo, especialmente el de cualquier justa, en una «conciencia-de-sí» para la cual sólo esté muerto de mentiritas.
Así pues, que los filósofos no crean poder deshacerse fácilmente de la irrupción que fue la palabra de Freud referente al deseo.
Y esto bajo el pretexto de que la demanda, con los efectos de la frustración, ha sumergido todo lo que les llega de una práctica caída en una banalidad educativa que ni siquiera sus blanduras levantan ya.
Sl, los traumatismos enigmáticos del descubrimiento freudiano ya no son más que ganas aguantadas. El psicoanálisis se alimenta de la observación del niño y de la niñería de las observaciónes. Ahorrémonos sus reseñas, cuantas son, tan edificantes.
Y tales que el humorismo ya está siempre mal visto.
Sus autores se preocupan ahora demasiado de una posición honorable para seguir concediendo el menor lugar al lado irremediablemente estrafalario que el inconsciente mantiene por sus raíces lingüísticas.
Imposible sin embargo, para los que pretenden que es por la acogida dada a la demanda por donde se introduce la discordancia en las necesidades que se suponen en el origen del sujeto, descuidar el hecho de que no hay demanda que no pase de una manera o de otra por los desfiladeros del significante.
Y si la ananké somática de la impotencia del hombre para moverse, a fortiori para valerse, algún tiempo después de su nacimiento, le asegura su suelo a una psicología de la dependencia, ¿cómo eludirá el hecho de que esa dependencia se mantiene por un universo de lenguaje, justamente en el hecho de que por él y a través de él, las necesidades se han diversificado y desmultiplicado hasta el punto de que su alcance aparece como de un orden totalmente diferente, según que se le refiera al sujeto o a la política? Para decirlo todo: hasta el punto de que esas necesidades han pasado al registro del deseo, con todo lo que nos impone confrontar a nuestra nueva experiencia, de sus paradojas de siempre para el moralista, de esa marca de infinitud que señalan en él los teólogos, incluso de la precariedad de su estatuto, tal como se enuncia en el último grito de su fórmula, lanzado por Sartre: el deseo, pasión inútil.
Lo que el psicoanálisis nos demuestra referente al deseo en su función que podemos llamar más natural puesto que es de ella de la que depende el mantenimiento de la especie, no es únicamente que está sometido en su instancia, su apropiación, su normalidad para decirlo todo, a los accidentes de la historia del sujeto (noción del traumatismo como contingencia), es además que todo esto exige el concurso de elementos estructurales que, para intervenir, prescinden perfectamente de esos accidentes, y cuya incidencia inarmónica, inesperada, difícil de reducir, parece sin duda dejar a la experiencia un residuo que pudo arrancar a Freud la confesión de que la sexualidad debía de llevar el rastro de alguna rajadura poco natural.
Haríamos mal en creer que el mito freudiano del Edipo dé eI golpe de gracia sobre este punto a la teología. Pues no se basta por el hecho de agitar el guiñol de la rivalidad sexual. Y convendría más bien leer en él lo que en sus coordenadas Freud impone a nuestra reflexión; pues regresan a la cuestión de donde él mismo partió: ¿qué es un Padre?
-Es el Padre muerto, responde Freud, pero nadie lo escucha, y en la medida en que Lacan lo prosigue bajo el capítulo de Nombre-del-Padre, puede lamentarse que una situación poco científica le deje siempre privado de su auditorio normal.
La reflexión analítica ha girado sin embargo vagamente alrededor del desconocimiento problemático entre algunos primitivos de la función del genitor, incluso se ha polemizado, bajo la bandera de contrabando del «culturalismo», sobre las formas de una autoridad en cuanto a la cual ni siquiera puede decirse que ningún sector de la antropología haya aportado una definición de alguna amplitud.
¿Deberá alcanzarnos la práctica, que tal vez algún día tendrá la fuerza de la costumbre, de inseminar artificialmente a las mujeres en sedición fálica con el esperma de un gran hombre, para que saquemos de nosotros mismos sobre la función paternal un veredicto?
El Edipo sin embargo no podría conservar indefinidamente el estrellato en unas formas de sociedad donde se pierde cada vez más el sentido de la tragedia.
Partamos de la concepción del Otro como lugar del significante. Todo enunciado de autoridad no tiene allí más garantía que su enunciación misma, pues es inútil que lo busque en otro significante, el cual de ninguna manera podría aparecer fuera de ese lugar. Lo que formulamos al decir que no hay metalenguaje que pueda ser hablado, o más aforísticamente: que no hay un Otro del Otro. Es como impostor como se presenta para suplirlo el legislador (el que pretende erigir la ley).
Pero no la ley misma, como tampoco el que se autoriza en ella.
Que el Padre pueda ser considerado como el representante original de esa autoridad de la ley, es algo que exige especificar bajo que modo privilegiado de presencia se sostiene más allá del sujeto que se ve arrastrado a ocupar realmente el lugar del Otro, a saber de la Madre. Se hace pues retroceder la cuestión.
Parecerá extraño que, abriéndose allí el espacio desmesurado que implica toda demanda: el ser petición del amor, no dejemos más libre juego a dicha cuestión.
Sino que la concentremos sobre lo que se cierra más acá, por el efecto mismo de la demanda, para dar propiamente su lugar al deseo.
Es en efecto de un modo muy simple, y vamos a decir en que sentido, en cuanto deseo del Otro, como el deseo del hombre encuentra forma, pero en primer lugar no conservando sino una opacidad subjetiva para representar en ella la necesidad.
Opacidad de la que vamos a decir gracias a qué sesgo constituye en cierta forma la sustancia del deseo.
El deseo se esboza en el margen donde la demanda se desgarra de la necesidad: margen que es eI que la demanda, cuyo llamado no puede ser incondicional sino dirigido al Otro, abre bajo la forma de la falla posible que puede aportarle la necesidad, por no tener satisfacción universal (lo que suele llamarse: angustia). Margen que, por más lineal que sea, deja aparecer su vértigo, por poco que no esté recubierto por el pisoteo de elefante del capricho del Otro. Es ese capricho sin embargo el que introduce el fantasma de la Omnipotencia no del sujeto, sino del Otro donde se instala su demanda (sería hora de que ese cliché imbécil fuese, de una vez por todas, y para todos, colocado en su lugar), y con ese fantasma la necesidad de su refrenamiento por la ley.
Pero nos detenemos aquí también para regresar al estatuto del deseo que se presenta como autónomo con relación a esa mediación de la ley, por la razón de que es por el deseo por el que se origina, en el hecho de que por una simetría singular, invierte lo incondicional de la demanda de amor, donde el sujeto permanece en la sujeción del Otro, para llevarlo a la potencia de la condición absoluta (donde lo absoluto quiere decir también desasimiento).
Por la ganancia obtenida sobre la angustia para con la necesidad, este desasimiento es un logro ya desde su modo más humilde, aquél bajo el cual lo entrevió cierto psicoanalista en su práctica del niño, nombrándolo: el objeto transicional, dicho de otra manera: la hilacha de pañal, el trozo de cacharro amado que no se separan ya del labio, ni de la mano.
Digámoslo, esto no es más que emblema; el representante de la representación en la condición absoluta está en su lugar en el inconsciente, donde causa el deseo según la estructura de la fantasía que vamos a extraer de él.
Pues aquí se ve que la nesciencia en que queda el hombre respecto de su deseo es menos nesciencia de lo que pide [demande], que puede después de todo cernirse, que nesciencia de dónde desea.
Y a esto es a Io que responde nuestra fórmula de que el inconsciente es el discurso del Otro, en la que hay que entender el «de» en el sentido del de latino (determinación objetiva): de Alio in oratione (complétese: tua res agitur).
Pero también añadiendo que el deseo del hombre es el deseo del Otro, donde el «de» da la determinación llamada por los gramáticos subjetiva, a saber la de que es en cuanto Otro como desea (lo cual da el verdadero alcance de la pasión humana).
Por eso la cuestión de el Otro que regresa al sujeto desde el lugar de donde espera un oráculo, bajo la etiqueta de un Che vuoi? ¿qué quieres?, es la que conduce mejor al camino de su propio deseo, si se pone a reanudar, gracias al savoir-faire de un compañero llamado psicoanalista, aunque fuese sin saberlo bien, en el sentido de un: ¿Qué me quiere?
Es este piso sobreimpuesto de la estructura el que va a empujar a nuestro grafo (cf. grafo 3) hacia su forma completada, por introducirse en ella en primer lugar como el dibujo de un punto de interrogación plantado en el círculo de la A mayúscula del Otro [Autre], simbolizando con una homografía desalentadora la pregunta que significa.
¿De qué fresco es éste el abridor? ¿De qué respuesta el significante, clave universal?
Observemos que puede encontrarse un indicio en la clara enajenación que deja al sujeto el favor de tropezar sobre la cuestión de su esencia, en la medida en que puede no desconocer que lo que desea se presenta a él como lo que no quiere, forma asumida de la negación donde se inserta singularmente el desconocimiento de sí mismo ignorado, por el cual transfiere la permanencia de su deseo a un yo sin embargo evidentemente intermitente, e inversamente se protege de su deseo atribuyéndole esas intermitencias mismas.
Claro que puede uno sorprenderse de la extensión de lo que es accesible a la conciencia-de-sí, a condición de que se haya sabido por otros caminos. Lo cual es sin duda el caso aquí.
Pues para volver a encontrar la pertinencia de todo esto, es preciso que un estudio bastante profundizado, y que no puede situarse sino en la experiencia analitica, nos permita completar la estructura de la fantasía ligando esencialmente en ella, cualesquiera que sean sus elisiones ocasionales, a la condición de un objeto (respecto del cual no hemos hecho más arriba sino rozar por la diacronía su privilegio), el momento de un fading o eclipse del sujeto, estrechamente ligado a la Spaltung o escisión que sufre por su subordinación al significante.
Es lo que simboliza la sigla (S/ (a) que hemos introducido a título de algorirmo que no por casualidad rompe el elemento fonemático que constituye la unidad significante hasta su átomo literal. Pues está hecho para permitir veinte y cien lecturas diferentes, multiplicidad admisible hasta el límite en que lo hablado permanece tomado en su álgebra.
Este algoritmo y sus análogos utilizados en el grafo no desmienten en efecto en modo alguno lo que hemos dicho de la imposibilidad de un metalenguaje. No son significantes trascendentes; son los índices de una significación absoluta, noción que, sin otro comentario, aparecerá, así lo esperamos, adecuada a la condición de la fantasía.
El grafo inscribe que el deseo se regula sobre la fantasía así establecida, homólogo a lo que sucede con el yo con respecto a la imagen del cuerpo, con la salvedad de que señala además la inversión de los desconocimientos en que se fundan respectivamente uno y otro. Así se cierra la vía imaginaria, por la que debo advenir en el análisis, allí donde el inconsciente se estaba.
Digamos, para proseguir la metáfora de Damourette y Pichon sobre el yo gramatical, aplicándola a un sujeto al que está mejor destinada, que la fantasía es propiamente «paño» de ese Yo [Je] que se encuentra primordialmente reprimido, por no ser indicable sino en el fading de la enunciación.
He aquí ahora en efecto nuestra atención solicitada por el estatuto subjetivo de la cadena significante en el inconsciente, o mejor en la represión primordial (Urverdrängung).
Se concibe mejor en nuestra deducción que haya habido que interrogarse sobre la función que sostiene al sujeto del inconsciente, al observar que es difícil designarlo en ninguna parte como sujeto de un enunciado, por consiguiente como articuliándolo, cuando no sabe ni siquiera que habla. De donde el concepto de la pulsión donde se le designa por una ubicación orgánica, oral, anal, etc., que satisface esa exigencia de estar tanto más lejos del hablar cuanto más habla.
Pero si nuestra gráfica completa nos permite situar a la pulsión como tesoro de los significantes, su notación como (S/ ( D) mantiene su estructura ligándola a la dincronía. Es Io que adviene de la demanda cuando el sujeto se desvanece en ella.
Que la demanda desaparece también, es cosa que se sobreentiende, con la salvedad de que queda el corte, pues éste permanece presente en lo que distingue a la pulsión de la función orgánica que habita: a saber su artificio gramatical, tan manifiesto en las reversiones de su articulación con la fuente tanto como con el objeto (Freud en este punto es inagotable).
La delimitación misma de la «zona erógena» que la pulsión aísla del metabolismo de la función (el acto de la devoración interesa a otros órganos aparte de la boca, pregúntenselo al perro de Pavlov) es el hecho de un corte favorecido por el rasgo anatómico de un margen o de un borde: labios, «cercado de los dientes», margen del ano, surco peniano, vagina, hendidura palpebral, incluso cornete de la oreja (evitamos aquí las precisiones embriológicas). La erogeneidad respiratoria está mal estudiada, pero es evidentemente por el espasmo como entra en juego.
Observemos que este rasgo del corte prevalece con no menos claridad en el objeto que describe la teoría analítica: pezón, escíbalos, falo (como objeto imaginario), flujo urinario. (lista impensable si no se le añade con nosotros el fonema, la mirada, la voz -el nada).
Pues ¿no se ve acaso que el rasgo: parcial, subrayado con justicia en los objetos, no se aplica al hecho de que formen parte de un objeto total que sería el cuerpo, sino al de que no representan sino parcialmente la función que los produce?
Un rasgo común a esos objetos en nuestra elaboración: no tienen imagen especular, dicho de otra manera, de alteridad. Es lo que les permite ser «el paño», o para ser más precisos el forro, sin ser por ello su envés, del sujeto mismo que se considera sujeto de la conciencia. Pues el sujeto que cree poder tener acceso a sí mismo designándose en el enunciado no es otra cosa que un objeto tal. Interrogad al angustiado de la página blanca, os dirá quién es la boñiga de su fantasma.
Es a ese objeto inasible en el espejo al que la imagen especular da su vestimenta. Presa capturada en las redes de la sombra, que, robada de su volumen que hincha la sombra, vuelve a tender el señuelo fatigado de ésta con un aire de presa.
Lo que el grafo nos propone ahora se sitúa en el punto en que toda cadena significante se honra en cerrar el círculo de su significación. Si hay que esperar semejante efecto de la enunciación inconsciente, aquí será en S (A/), y se leerá: significante de una falta en el Otro, inherente a su función misma de ser el tesoro del significante: Esto en la medida en que al Otro se le pide (che vuoi) que responda del valor de ese tesoro, es decir que responda sin duda desde su lugar en la cadena inferior, pero en los significantes constituyentes de la cadena superior, dicho de otra manera en términos de pulsión.
La falta de que se trata es ciertamente lo que hemos formulado ya: que no hay un Otro del Otro. Pero este rasgo de la No-Fe de la verdad, ¿es en efecto la última palabra válida para dar a la pregunta?: ¿qué me quiere el Otro? ¿.Su respuesta, cuando nosotros, analistas, somos su portavoz? -Seguro que no, y justamente en la medida en que nuestro oficio no tiene nada de doctrinal. No tenemos que responder de ninguna verdad última, especialmente ni pro ni contra ninguna religión.
Ya es mucho que tengamos que colocar aquí, en el mito freudiano, al Padre muerto. Pero un mito no se basta por no sostener ningún rito, y el psicoanálisis no es el rito del Edipo, observación que habrá de desarrollarse más tarde.
Sin duda el cadáver es por cierto un significante, pero la tumba de Moisés está tan vacía para Freud como la de Cristo para Hegel. Abraham no ha entregado su misterio a ninguno de los dos.
En cuanto a nosotros, partiremos de lo que articula la sigla S (A/): ser en primer lugar un significante. Nuestra definición del significante (no hay otra) es: un significante es lo que representa aI sujeto para otro significante Este significante será pues el significante por el cual todos lo otros significantes representan al sujeto: es decir que a falta de este significante todos los otros no representarían nada. Puesto que nada es representado sino para.
Ahora bien puesto que la batería de los significantes, en cuanto que es, está por eso mismo completa, este significante no puede ser sino un trazo que se traza de su círculo sin poder contarse en él. Simbolizable por la inherencia de un ( -1) al conjunto de los significantes.
Es como tal impronunciable, pero no su operación, pues esta es lo que se produce cada vez que un nombre propio es pronunciado. Su enunciado se iguala a su significación.
De donde resulta que al calcular ésta, según el álgebra que utilizamos, a saber:
S (significante)
—————— = s (el enunciado), con S= ( – 1),
s (significado)
tenemos:
s= (raíz cuadrada de)Ö- 1.
Es lo que falta al sujeto para pensarse agotado por su cogito, a saber lo que es impensable. ¿Pero de dónde proviene ese ser que aparece como faltando en el mar de los nombres propios?
No podemos preguntárselo a ese sujeto en cuanto Yo [Je]. Para saberlo le falta todo, puesto que si ese sujeto, Yo estuviese muerto, ya lo hemos dicho, no lo sabría. Y que por consiguiente no me sabe vivo. ¿Cómo pues me lo probaré Yo [Je]?
Pues puedo en rigor probar al Otro que existe, no por cierto con las pruebas de la existencia de Dios cuyos siglos lo matan, sino amándolo, solución aportada por el kerigma cristiano.
Por lo demás, es una solución demasiado precaria para que pensemos siquiera en fundar sobre ella un camino desviado hacia lo que es nuestro problema, a saber: ¿Qué soy Yo [Je]?
Soy en el lugar desde donde se vocifera que «el universo es un defecto en la pureza del No Ser».
Y esto no sin razón, pues de conservarse, ese lugar hace languidecer al Ser mismo. Se- llama el Goce, y es aquello cuya falta haría vano el universo.
¿Está pues a mi cargo? -Sin duda que sí. Ese goce cuya falta hace inconsistente al Otro, ¿es pues el mío? la experiencia prueba que ordinariamente me está prohibido, y esto no únicamente, como lo creerían los imbéciles, por un mal arreglo de la sociedad, sino, diría yo, por la culpa del Otro si existiese: como el Otro no existe, no me queda más remedio que tomar la culpa sobre Yo [Je], es decir creer en aquello a lo que la experiencia nos arrastra a todos, y a Freud el primero: al pecado original. Pues incluso si no tuviésemos la confesión de Freud tan expresa como desolada, quedaría el hecho de que el mito, el último que ha nacido en la historia, que debemos a su pluma, no puede servir a nada más que el de la manzana maldita, con la salvedad, que no se inscribe en su activo de mito, de que, más sucinto, es sensiblemente menos cretinizante.
Pero lo que no es un mito, y lo que Freud formuló sin embargo tan pronto como el Edipo, es el complejo de castración.
Encontramos en este complejo el resorte mayor de la subversión misma que intentamos articular aquí con su dialéctica. Pues, propiamente desconocido hasta Freud, que lo introdujo en la formación del deseo, el complejo de castración no puede ya ser ignorado por ningún pensamiento sobre el sujeto.
En el psicoanálisis sin duda, lejos de haberse intentado llevar más allá su articulación, es muy precisamente a no dar explicaciones a lo que se ha dedicado mucho esfuerzo. Por eso ese gran cuerpo, exactamente como Sansón, se ve reducido a mover la rueda de molino para los filisteos de la psicología general.
Sin duda alguna hay aquí lo que se llama un hueso. Por ser justamente lo que adelantamos aquí: estructural del sujeto, constituye esencialmente ese margen que todo pensamiento ha evitado, saltado, rodeado o taponado a la vez que logra aparentemente sostenerse con un círculo: ya sea dialéctico o matemático.
Por eso llevamos de buen grado a los que nos siguen a los lugares donde la lógica se desconcierta por la disyunción que estalla de lo imaginario a lo simbólico, no para complacernos en las paradojas que allí se engendran, ni en ninguna pretendida crisis del pensamiento, sino para reducir por el contrario su falso brillo a la hiancia que designan, siempre para nosotros muy simplemente edificante, y sobre todo para tratar de forjar en ellos el método de una especie de cálculo cuyo secreto sería revelado por la inadecuación como tal.
Así ese fantasma de la causa, que hemos perseguido en la más pura simbolización de lo imaginario por la alternancia de lo semejante con lo desemejante.
Observemos bien por consiguiente lo que se opone a que se confiera a nuestro significante S (A/) el sentido del Mana o de cualquiera de sus congéneres. Es que no podemos contentarnos con articularlo por la miseria del hecho social aunque fuese acosado hasta un pretendido hecho total
Sin duda Claude Lévi-Strauss, comentando a Mauss ha querido reconocer en él el efecto de un símbolo cero. Pero en nuestro caso nos parece que se trata más bien del significante de la falta de ese símbolo cero. Y por eso hemos indicado a reserva de incurrir en alguna desgracia hasta donde hemos podido llevar la desviación del algoritmo matemático para nuestro uso:
el símbolo Ö (raíz cuadrada) de -1 que también se escribe i en la teoría de los números complejos, sólo se justifica evidentemente no aspirado a ningún automatismo en su empleo subsiguiente.
A lo que hay que atenerse es a que el goce está prohibido a quién habla como tal, o también que no puede decirse sino entre líneas para quienquiera que sea sujeto de la ley, puesto que la Iey se funda en esa prohibición misma.
En efecto, aun si la ley ordenase: Goza, el sujeto sólo podría contestar con un: Oigo, donde el goce ya no estaría sino sobreentendido.
Pero no es la ley misma la que le cierra al sujeto el paso hacia el goce, ella hace solamente de una barrera casi natural un sujeto tachado. Pues es el placer el que aporta al goce sus límites, el placer como nexo de la vida, incoherente, hasta que otra prohibición, ésta no impugnable, se eleve de esa regulación descubierta por Freud como proceso primario y ley pertinente del placer.
Se ha dicho que Freud en este punto no hizo sino seguir la vía por la que avanzaba ya la ciencia de su tiempo, o incluso la tradición de un largo pasado. Para medir la verdadera audacia de su paso, baste con considerar su recompensa, que no se hizo esperar: la caída sobre lo heteróclito del complejo de castración.
Es la mera indicación de ese goce en su infinitud la que implica la marca de su prohibición, y, por constituir esa marca, implica un sacrificio: el que cubre en un único y mismo acto con la elección de su símbolo: el falo.
Esta elección es permitida por el hecho de que el falo, o sea la imagen del pene, es negatividad en su lugar en la imagen especular. Esto es lo que predestina al falo a dar cuerpo al goce, en la dialéctica del deseo.
Hay que distinguir pues del principio del sacrificio, que es simbólico, la función imaginaria que se consagra a él, pero que lo vela al mismo tiempo que le da su instrumento.
La función imaginaria es la que Freud ha formulado que preside a la carga del objeto como narcisista. Es sobre este punto sobre el que hemos vuelto por nuestra parte, demostrando que la imagen especular es el canal que toma la transfusión de la libido del cuerpo hacia el objeto. Pero en la medida en que queda preservada una parte de esta inmersión, concentrando en ella lo más íntimo del autoerotismo, su posición «en punta» en la forma la predispone a la fantasía de caducidad en el que viene a acabarse la exclusión en que se encuentra de la imagen especular y del prototipo que constituye para el mundo de los objetos.
Es así como el órgano eréctil viene a simbolizar el sitio del goce, no en cuanto él mismo, ni siquiera en cuanto imagen, sino en cuanto parte faltante de la imagen deseada: por eso es igualable al Ö-1 de la significación más arriba producida, del goce al que restituye por el coeficiente de su enunciado a la función de falta de significante: (-1).
Si le es dada anular así la interdicción del goce, no por ello es debido a esas razones de forma, sino que es ciertamente que su rebasamiento significa lo que reduce todo goce codiciado a la brevedad del autoerotismo: las vías perfectamente trazadas por la conformación anatómica del ser hablante, a saber la mano del mono perfeccionada aun, no han sido desdeñadas en efecto en cierta ascesis filosófica como vías de una sabiduría abusivamente calificada de cínica. Algunos en nuestros días, obsesionados sin duda por ese recuerdo, han creído, hablando a nuestra persona, poder hacer descender a Freud mismo de esta tradición: técnica del cuerpo, como dice Mauss. Queda el hecho de que la experiencia analítica nos enseña el carácter original de la culpabilidad que engendra su práctica.
Culpabilidad ligada al recordatorio del goce de que falta el oficio devuelto al órgano real, y consagración de la función del significante imaginario para imponer a los objetos la prohibición.
Tal es en efecto la función radical para la que una época más salvaje del análisis encontraba causas más accidentales (educativas), del mismo modo que inclinaba hacia el traumatismo las otras formas en las que tenía el mérito de interesarse, de sacralización del órgano (circuncisición).
El paso de la (-j) (fi minúscula) de la imagen fálica de uno a otro lado de la ecuación de lo imaginario a lo simbólico, lo hace positivo en todo caso, incluso si viene a colmar una falta. Por muy sostén que sea del (-1), se convierte allí en F (Fi mayúscula), el falo simbólico imposible de hacer negativo, significante del goce. Y es este carácter de la F el que explica tanto las particularidades del abordamiento de la sexualidad por la mujer, como lo que hace del sexo masculino el sexo débil respecto de la perversión.
No abordaremos aquí la perversión en la medida en que apenas acentúa la función del deseo en el hombre, en cuanto que instituye la dominancia, en el sitio privilegiado del goce, del objeto a del fantasma que sustituye al A. La perversión añade una recuperación de la j que apenas parecería original si no interesase al Otro como tal de manera muy particular. Solo nuestra fórmula de la fantasía permite hacer aparecer que el sujeto aquí se hace instrumento del goce del Otro.
Interesa más a los filósofos captar la pertinencia de esta fórmula en el neurótico, justamente porque él la falsea.
El neurótico en efecto, histérico, obsesivo o más radicalmente fóbico, es aquel que identifica la falta del Otro con su demanda, F con D.
Resulta de ello que la demanda del Otro toma función de objeto en su fantasma, es decir que su fantasma (nuestras fórmulas permiten saberlo inmediatamente) se reduce a la pulsión: (S/ (D). Por eso el catálogo de las pulsiones ha podido establecerse en el neurótico.
Pero esta preeminencia dada por el neurótico a la demanda, que para un análisis que cae en la facilidad ha hecho deslizarse a toda la cura hacia el manejo de la frustración, oculta su angustia del deseo del Otro, imposible de desconocer cuando sólo está cubierta por el objeto fóbico, más difícil de comprender para los otros dos neuróticos, cuando no se tiene el hilo que permite establecer la fantasía como deseo del Otro. Se encuentran entonces sus dos términos como hendidos: uno en el obsesivo en la medida en que niega el deseo del Otro al formar su fantasma acentuando lo imposible del desvanecimiento del sujeto, el otro en el histérico en la medida en que el deseo sólo se mantiene por la insatisfacción que aporta allí escabulléndose como objeto.
Estos rasgos se confirman por la necesidad, fundamental, que tiene el obsesivo de presentarse como aval del Otro, así como por el lado de No-Fe de la intriga histérica.
De hecho la imagen del Padre ideal es una fantasía de neurótico. Más allá de la Madre, Otro real de la demanda que se quisiera que calmase el deseo (es decir su deseo), se perfila la imagen de un padre que cerrase los ojos sobre los deseos. Con lo cual queda marcada, más aun que revelada, la verdadera función del Padre que en el fondo es la de unir (y no la de oponer) un deseo a la ley.
El Padre deseado por el neurótico es claramente, como se ve, el Padre muerto. Pero igualmente un Padre que fuese perfectamente dueño de su deseo, lo cual valdría otro tanto para el sujeto.
Se ve aquí uno de los escollos que debe evitar el analista, y el principio de la transferencia en lo que tiene de interminable.
Por eso una vacilación calculada de la «neutralidad» del analista puede valer para una histérica más que todas las interpretaciones, a riesgo del alocamiento que puede resultar de ello. Claro que a condición de que ese alocamiento no acarree la ruptura y de que el desarrollo ulterior convenza al sujeto de que el deseo del analista no entraba para nada en el asunto. Esta observación no es por supuesto un consejo técnico, sino un punto de vista abierto sobre la cuestión del deseo del analista para aquellos que no podrían de otro modo tener idea de él: cómo debe preservar el analista para el otro la dimensión imaginaria de su no dominio, de su necesaria imperfección, es algo que resulta tan importante regular como la consolidación en él voluntaria de su nesciencia en cuanto a cada sujeto que viene a él en análisis, de su ignorancia siempre nueva para que ninguno sea un caso.
Para volver a la fantasía, digamos que eI perverso se imagina ser el Otro para asegurar su goce, y que esto es lo que revela el neurótico imaginando ser un perverso: él para asegurarse del Otro.
Lo cual da el sentido de la pretendida perversión colocada como principio de la neurosis. Está en el inconsciente del neurótico en cuanto fantasía del Otro. Pero esto no quiere decir que en el perverso el inconsciente esté a cielo abierto. El también se defiende a su manera con su deseo. Pues el deseo es una defensa, prohibición [défense] de rebasar un límite en el goce,
El fantasma, en su estructura definida por nosotros, contiene el ( – j), función imaginaria de la castración bajo una forma oculta y reversible de uno de sus términos al otro. Es decir que a la manera de un número complejo, imaginariza (si se nos permite este término) aIternativamente uno de esos términos en relación con el otro.
Incluido en el objeto a, es el agalma el tesoro inestimable que Alcibíades proclama estar encerrado en la caja rústica que forma para él el rostro de Sócrates. Pero observemos que lo es afectado del signo ( – ). Es porque no ha vista la cola de Sócrates, se nos permitirá decirlo después de Platón que no nos escatima los detalles, por lo que Alcibíades el seductor exalta en el agalma, Ia maravilla que hubiese querido que Sócrates le cediese confesando su deseo: confesándose abiertamente con esta ocasión la división del sujeto que lleva en sí mismo.
Tal es la mujer detrás de su velo: es la ausencia de pene la que la hace falo, objeto del deseo. Evocad esa ausencia de una manera más precisa haciéndole llevar un lindo postizo bajo un disfraz de baile, y me diréis qué tal, o más bien me lo dirá ella: el efecto está garantizado 100 %, queremos decir ante hombres sin ambages.
Así es como al mostrar su objeto como castrado, Alcibiades se ostenta como deseante -la cosa no se le escapa a Sócrates- para otro presente entre los asistentes, Agathón, que Sócrates precursor del análisis, y también seguro de su negocio en este bello mundo, no vacila en nombrar como objeto de la transferencia, sacando a la luz de una interpretación el hecho que muchos analistas ignoran todavía: que el efecto amor-odio en la situación psicoanalítica se encuentra fuera.
Pero Alcibiades no es en modo alguno un neurótico. Es incluso por ser el deseante por excelencia, y el hombre que va tan lejos como se puede en el goce, por lo que puede así (salvo el apresto de una embriaguez instrumental) producir ante la mirada de todos la articulación central de la transferencia, pues en presencia de objeto adornado con sus reflejos.
No por ello es menos cierto que ha proyectado a Sócrates en el ideal del Maestro perfecto, que, por la acción de (-j), lo ha imaginarizado completamente.
En el neurótico. el (-j) .se desliza bajo Ia S/ del fantasma favoreciendo la imaginación que le es propia, la del yo. Pues la castración imaginaria el neurótico la ha sufrido en el punto de partida, es ella la que sostiene ese yo fuerte, que es el suyo, tan fuerte, puede decirse, que su nombre propio lo importuna, el neurótico es en el fondo un Sin-Nombre
Sí, ese yo que algunos analistas escogen reforzar todavía más, es aquello bajo lo cual el neurótico encubre la castración que niega.
Pero a esa castración, contra esa apariencia, se aferra.
Lo que el neurótico no quiere, y lo que rechaza con encarnizamiento hasta el final del análisis, es sacrificar su castración al goce del Otro, dejándola servir para ello.
Y claro que no está errado, pues aun cuando sienta en el fondo de sí lo mis vano que hay en existir, una Carencia de ser o un De-Más, ¿por qué sacrificaría su diferencia (todo menos eso) al goce de Otro que, no lo olvidemos, no existe? Si, pero si por azar existiese, gozaría de ello. Y a eso lo que el neurótico no quiere. Pues se figura que el Otro pide su castración.
Lo que la experiencia analítica atestigua es que la castración es en todo caso lo que regula el deseo, en el normal y en el anormal.
A condición de que oscile en alternar de S/ a a en la fantasía la castración hace de la fantasía esa cadena flexible e inextensible a la vez por la cual la detención de la carga objetal, que no puede rebasar ciertos límites naturales, toma la función trascendental de asegurar el goce del Otro que me pone esa cadena en la ley.
A quien quiere verdaderamente enfrentarse a ese Otro, se le abre la via de experimentar no su demanda, sino su voluntad. Y entonces: o de realizarse como objeto, hacerse la momia de tal iniciación budista, o de satisfacer la voluntad de castración inscrita en el Otro, lo cuál desemboca en el narcisismo supremode la Causa perdida (es la vía de lo trágico griego, que Claudel vuelve a encontrar en un cristianismo de desesperación).
La castración quiere decir que es preciso que el goce sea rechazado, para que pueda ser alcanzado en la escala invertida de la ley del deseo.
No iremos más lejos aquí.
Este artícuo aparece por primera vez: una penuria inesperada de los fondos que ordinaríamente se prodigan para la publicación, y por entero, de estas clases de coloquios, lo dejó en la estacada con el conjunto de bellas cosas que fueron de éste el ornato.
Anotemos para el buen gobierno que el desarrollo «copernicano» es un añadido, y que el final sobre la castración no tuvo tiempo de ser dicho, sustituido además por algunos rasgos sobre la máquina en el sentido moderno, con que puede materializarse la relación del sujeto con el significante.
De la simpatía natural a toda discusión no queremos excluir la que nos inspiró un desacorde. No habiéndonos afligido en modo alguno el término de ahumano con que alguien quiso señalar nuestras ideas, sintiéndonos más bien halagados por lo que importa de novedad en la categoría por haberle dado ocasión de nacer, no registramos con menor interés el chisporroteo, que le siguió prestamente, de la palabra «infierno», puesto que la vez que lo llevaba, declarándose marxista, le daba cierto relieve. Hay que confesar que somos sensibles al humanismo cuando viene de un lado donde, aunque su uso no es menos astuto que en cualquier otro, por lo menos resuena con una nota cándida: «Cuando el minero regresa a la casa, su mujer le da fricciones…» En este punto nos mostramos sin defensa.
Fue durante una conversación personal cuando una de las personas que nos son cercanas nos preguntó (ésta fue la forma de su pregunta) si hablar para la pizarra implicaba una fe en un escriba eterno. No es necesario, Ie fue contestado, a quienquiera que sepa que todo discurso toma sus efectos del inconsciente.