—Ahora usted es aclamado como el lógico sucesor de Sartre…
—Sartre no tiene sucesores, así como yo no tengo predecesores.
Su intelectualismo es de un tipo extremadamente inusual y particular.
Y hasta incomparable. Pero el mío no es de ese tipo. No
siento ninguna compatibilidad con el existencialismo tal como lo
definió Sartre. El hombre puede tener un control completo de
sus propias acciones y su propia vida, pero hay fuerzas capaces de
intervenir que no pueden ignorarse. Para serle franco, prefiero la
sensibilidad intelectual de R. D. Laing. En su ámbito de competencia,
Laing tiene algo que decir y lo vuelca en el papel con claridad,
espíritu e imaginación. Habla en función de su experiencia
personal, pero no hace profecías. ¿Por qué, entonces, habríamos
de formular profecías, cuando estas rara vez se cumplen? De la
misma manera, admiro a Chomsky. Tampoco él profetiza: actúa.
Participó activamente en la campaña norteamericana contra la
Guerra de Vietnam, con sacrificio de su trabajo pero en el marco
de su profesión de lingüista.
—Aparentemente, usted insiste mucho en la vida mental opuesta a la
vida física.
—La vida mental abarca todo. ¿No dice Platón más o menos esto:
“Jamás estoy tan activo como cuando no hago nada”? Hacía referencia,
desde luego, a las actividades intelectuales, que en el plano
físico casi no exigen, tal vez, otra cosa que rascarse la cabeza.
—¿Sus intereses siempre fueron filosóficos?
—Como mi padre, me incliné hacia la medicina. Pensaba especializarme
en psiquiatría, por lo cual trabajé tres años en el hospital
Sainte-Anne de París. Tenía veinticinco años, era muy entusiasta
–idealista, por así decirlo– y contaba con una buena cabeza y un
montón de grandes ideas. ¡Aun en ese momento! Fue entonces
cuando conocí a alguien a quien llamaré Roger, un internado de
veintidós años. Lo habían mandado al hospital porque sus padres
y amigos temían que se hiciese mal y terminara por autodestruirse
durante una de sus frecuentes crisis de angustia violenta. Nos hicimos
buenos amigos. Lo veía varias veces al día durante mis guardias
en el hospital, y empezó a caerme simpático. Cuanto estaba
lúcido y no tenía problemas, parecía muy inteligente y sensato,
pero en algunos otros momentos, sobre todo los más violentos,
era preciso encerrarlo. Lo trataban con medicamentos, pero ese
tratamiento demostraba ser insuficiente. Un día me dijo que nunca
lo dejarían irse del hospital. Ese horrible presentimiento provocaba
un estado de terror y este, a su vez, generaba angustia. La
idea de que podía morir lo inquietaba mucho y llegó a pedir que
le hicieran un certificado médico donde constara que nunca lo
dejarían morir; como está claro, la solicitud se consideró ridícula.
Su estado mental se deterioró y al final los médicos llegaron a la
conclusión de que, si no se intervenía con rapidez de la forma que
fuera, se mataría. Así, con el consentimiento de su familia, procedieron
a hacer una lobotomía frontal a ese joven excepcional,
inteligente, pero incontrolable… Por más que el tiempo pase, y
haga yo lo que haga, no consigo olvidar su rostro atormentado.
Muchas veces me pregunté si la muerte no era preferible a una no
existencia, y si no se nos debería brindar la posibilidad de hacer
lo que queramos con nuestra vida, sea cual fuere nuestro estado
mental. En mi opinión, la conclusión evidente es que aun el peor
dolor es preferible a una existencia vegetativa, porque la mente
tiene realmente la capacidad de crear y embellecer, incluso a partir
de la más desastrosa de las existencias. De las cenizas siempre
surgirá un fénix…
—Lo veo optimista.
—En teoría, pero la teoría es la práctica de la vida. En el fondo
de nosotros mismos sabemos que todos los hombres deben morir.
La meta inevitable hacia la cual nos dirigimos desde el momento
en que nacemos queda entonces demostrada. De todas formas, la
opinión común parece ser diferente: todos los hombres se sienten
inmortales. ¿Por qué, si no, seguirían los ricos abultando sus
cuentas bancarias y haciéndose construir suntuosas viviendas? La
inmortalidad parecería ser la preocupación del momento. Por
ejemplo, algunos científicos están muy atareados en calcular,
por medio de máquinas de alta tecnología, acontecimientos que
deberían verificarse dentro de millares de años. En los Estados
Unidos hay un interés creciente por la hibernación del cuerpo
humano, al que en una época ulterior debería volver a llevarse a
la temperatura normal. Cada año la preocupación por la inmortalidad
aumenta, aunque una cantidad cada vez más grande de personas
mueran de un infarto a causa del tabaco y la alimentación
excesiva. Los faraones nunca encontraron la solución al problema
de la inmortalidad, ni siquiera cuando se hicieron enterrar con
sus riquezas, que esperaban llevar consigo. Dudo mucho de que
seamos nosotros quienes resolvamos ese problema. Algunas palabras
bien escogidas pueden ser más inmortales que una masa de
ectoplasma congelado…
—Y estamos de nuevo hablando del poder…
—Alcanzar la inmortalidad es la máxima aspiración del poder. El
hombre sabe que es destructible y corruptible. Se trata de taras
que ni siquiera la mente más lógica podría racionalizar. Por eso el
hombre se vuelve hacia otras formas de comportamiento que lo
hacen sentirse omnipotente. A menudo son de naturaleza sexual.
—Usted ha hablado de ellas en el primer volumen de su Historia de la
sexualidad.
—Algunos hombres y algunas sociedades consideran que mediante
la imposición de controles a las manifestaciones sexuales y el
acto sexual es posible imponer el orden en general. Se me ocurren varios ejemplos. Hace poco, en China se propusieron lanzar
una campaña en las escuelas contra la masturbación de los
jóvenes, una iniciativa que invita a trazar una comparación con
la campaña que la Iglesia emprendió en Europa hace prácticamente
dos siglos. Me atrevería a decir que hace falta un Kinsey
chino para descubrir cuál fue el éxito obtenido. ¡Sospecho que
esto es como prohibirle a un pato acercarse al agua! En Rusia,
la homosexualidad es aún un gran tabú, y de ser sorprendido en
flagrante delito de violación de la ley uno termina en la cárcel y
en Siberia. De todas formas, en Rusia hay probablemente tanta
homosexualidad como en otros países, pero sigue encerrada en el
clóset. Objetivamente, es muy curioso que para desalentar la homosexualidad
se encierre a los culpables en la cárcel, en estrecho
contacto con otros hombres… Se dice que en la calle Gorki hay
tanta prostitución de ambos sexos como en la place Pigalle. Como
siempre, la represión no ha conseguido sino hacer más seductores
los encuentros sexuales, y aún más excitante el peligro cuando
se lo corre con éxito. La prostitución y la homosexualidad están
explotando tanto en Rusia como en las otras sociedades represivas.
Es poco común que sociedades como esas, sedientas de poder
como suelen serlo, tengan en esos ámbitos visiones intuitivas.
—¿Por qué elegir el sexo como chivo expiatorio?
—¿Y por qué no? El sexo existe y representa el noventa por ciento
de las preocupaciones de la gente durante gran parte de las
horas de vigilia. Es el impulso más fuerte que se conozca en el
hombre; en diferentes aspectos, más fuerte que el hambre, la sed
y el sueño. Disfruta incluso de cierta mística. Se duerme, se come
y se bebe con otros, pero el acto sexual –al menos en la sociedad
occidental– se considera como una cuestión del todo personal.
Por supuesto, en ciertas culturas africanas y aborígenes se lo trata
con la misma desenvoltura que a los demás instintos. La Iglesia
heredó los tabúes de las sociedades paganas, los manipuló y elaboró
doctrinas que no siempre se fundan en la lógica o la práctica.
Adán, Eva y al mismo tiempo la serpiente perversa se convirtieron
en imágenes en blanco y negro de comprensión inmediata, que podían constituir un punto de referencia aun para las mentes más
simples. El bien y el mal tenían una representación esencial. La
significación de “pecado original” pudo grabarse de manera indeleble
en las mentes. ¿Quién habría podido prever que la imagen
residual iba a sobrevivir durante tantos siglos?
—En Vigilar y castigar usted habló de la tortura como un medio de control,
pero en la Historia de la sexualidad puso en evidencia controles
mucho más sutiles.
—Los controles psicológicos son siempre más eficaces que los
controles físicos. También en ese ámbito la Iglesia fue precursora
con sus visiones del paraíso y el infierno y su promesa de un alivio
bendito y una gratificación en la confesión. ¿Y qué podría ser más
edificante que un alma lavada y blanqueada que deja el confesonario?
No es otra cosa que un refinamiento del viejo concepto
pavloviano de castigo y recompensa. Si se elige la puerta buena
–la del confesonario, claro está–, se obtiene como recompensa un
prontuario virgen hasta la semana siguiente. ¡Demasiado irresistible
para no aceptarlo!
—A pesar de que, de manera cada vez más débil, la Iglesia sigue, de todos
modos, controlando nuestros hábitos sexuales.
—También se siguen leyendo los cuentos de los Grimm, aunque
nadie los tome en serio. Cuando Pablo VI proclamó su oposición
a la contracepción, dudo mucho de que una multitud de católicas
practicantes hayan tirado sus cajas de píldoras. En París, al menos,
no vi muchas de esas cajas tiradas en la calle. La Iglesia perpetuó
sus fábulas sexuales, fundadas en conjeturas acerca de lo que
debe juzgarse normal. Nada más que a título de ejemplo: sólo la
posición convencional del coito disfruta de la aprobación de la
Iglesia. Por desdicha, no se toman en cuenta los pesos pesados, y
alguna señora imprudente puede terminar con una costilla quebrada.
La Iglesia insiste una y otra vez en su orientación machista.
Durante siglos se calificó de herejía todo acto sexual que ella no
aprobara. En el siglo XV quemaban en la hoguera a los sodomitas practicantes, y las lesbianas sufrían la misma suerte porque se
las consideraba brujas. Como sea, en nuestros días y en nuestra
sociedad de orientación psiquiátrica, se mira con benevolencia
cualquier cosa que pueda brindar placer al individuo. La psiquiatría
se ha convertido en la nueva religión.
—¿A qué o a quién atribuye usted la erosión de la influencia ejercida
por la Iglesia y la mayor comprensión hacia cualquier forma de práctica
sexual?
—No podemos subestimar la influencia de un señor que se llama
Freud. Sus teorías no siempre eran ciento por ciento correctas,
pero en cada una de ellas había una parte de verdad. Freud trasladó
la confesión de la rígida retórica barroca de la Iglesia al relajante
diván del psicoanalista. La imagen de Dios ya no vino a resolver los
conflictos: dejó su lugar al individuo mismo a través de la comprensión
de sus actos. Esa resolución ya no era algo que podía obtenerse
en cinco minutos de alguien que se declaraba superior porque
estaba al servicio de una fuerza más elevada. Freud jamás tuvo esas
pretensiones. El individuo debía ser su propio dios, por lo cual la
responsabilidad de la culpa recaía por entero sobre sus hombros. ¡Y
la responsabilidad siempre es lo más difícil de aceptar!
—¿No cree usted que el psicoanálisis se ha convertido en un instrumento
expiatorio fácil para nuestro problema?
—Esa tendencia existe, pero más preocupante es quizás el hecho
de que el psicoanálisis ya no sea un instrumento sino una fuente
de motivación. Freud elaboró una teoría relativa a la precoz naturaleza
sexual de los niños. Como es obvio, los psiquiatras no esperaban
que los niños se prestaran a verdaderos actos sexuales; de
todas maneras, no resultaba tan fácil explicar su manera de chupar
el pecho o la búsqueda automática de tal o cual parte erógena
de su propio cuerpo. Por desgracia, a continuación se llegaron a
connotar en términos sexuales hasta la comida del niño, las historietas
que leía o los programas de televisión que miraba. Sería fácil
concluir que en todo eso los psicoanalistas leían más de lo que
realmente había. Así, esos niños quedan hoy encuadrados por un
mundo sexualmente orientado –creado por accidente para ellos
y no por ellos–, un mundo que, en esta fase del desarrollo, les
ofrece bien pocas ventajas.
—En su último libro, Herculine Barbin llamada Alexina B., usted
despliega el tema del cambio de sexo.
—Estaba haciendo algunas investigaciones para la Historia de la
sexualidad en los archivos del departamento de Charente-Maritime
cuando me cayó en las manos la extraordinaria relación del
caso de una mujer cuyo estado civil debió rectificarse y a la que
hubo que anotar como hombre. Los casos de cambio de sexo son
corrientes en nuestra época, pero en general se trata de hombres
que se convierten en mujeres. Vienen a la mente de inmediato
ejemplos como el de Christine Jorgensen, que después fue actriz,
o el de la célebre Jan Morris.2 Como sea, la mayoría de las mujeres
transformadas en hombres tenían, al parecer, los órganos de los
dos sexos y la transformación estaba determinada por la preponderancia
de la hormona masculina o la hormona femenina. El
caso de Alexina B.3 fue extraordinario no sólo debido al aspecto
físico, sino también a la masa de documentos exhaustivos y de acceso
inmediato: esencialmente, informes de médicos y abogados.
En consecuencia, pude estudiarlo en sus grandes líneas. Alexina
B. descubrió la incongruencia de su propia personalidad cuando
se enamoró de otra mujer. Si se tiene en cuenta que esto sucedía
en el siglo XIX y, más aún, en una pequeña ciudad de provincia,
es interesante advertir que ella no procuró reprimir sus sentimientos
como desviaciones homosexuales y dejar todo como estaba.
De haber sido así, no habría nada que escribir sobre el tema…
—Al parecer, usted siente una fascinación intensa por la exposición cronológica
y el análisis de un acontecimiento real. También ha publicado
Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, mi hermana
y mi hermano…
—Medio siglo, pero pocos kilómetros, separan a Pierre Rivière de
Herculine Barbin. En cierto sentido, ambos reaccionaban contra
el medio y la clase social en los que habían nacido. No considero
que el acto de Pierre Rivière –si bien engloba un matricidio y tres
homicidios– sea la afirmación de una mente atormentada o criminal.
Es una manifestación de increíble violencia si se la compara
con la de Herculine, pero la sociedad campesina normanda en la
cual creció Pierre aceptaba la violencia y la degradación humanas
como un elemento de la vida cotidiana. Pierre era un producto
de su propia sociedad, así como Herculine lo era de su sociedad
burguesa y nosotros lo somos de nuestro medio sofisticado y mecanizado.
Después de cometido su crimen, Pierre podría haber
sido capturado con mucha facilidad por los demás habitantes de
la aldea, pero estos tenían la sensación de que no era un deber de
la colectividad administrar justicia por su propia cuenta. Estaban
convencidos de que era el padre de Pierre quien debía asumir el
papel de vengador y rectificar la situación. Algunos críticos consideraron
mi libro sobre Pierre Rivière como una reafirmación
de la teoría existencial, pero en mi opinión eso es absurdo. Veo a
Pierre como la imagen de la fatalidad de su tiempo, exactamente
como Herculine reflejaba el optimismo de fines del siglo pasado,
cuando el mundo era fluido y podía pasar cualquier cosa, cualquier
locura.
—Pero Pierre Rivière podría convertirse fácilmente en una ilustración clínica
extraída de la Historia de la locura en la época clásica…
—La psiquiatría contemporánea sostendría que Pierre se vio obligado
a cometer su horrible crimen. Pero ¿por qué debemos situarlo
todo en el límite entre salud mental y locura? ¿Por qué
no podríamos aceptar la idea de que hay personas totalmente
amorales que caminan por la calle y son absolutamente capaces
de cometer homicidios o infligir mutilaciones sin experimentar
sentimiento de culpa o escrúpulo de conciencia algunos? ¿Hasta
qué punto Charles Manson está loco, hasta qué punto los asesinos
de niños que deambulan en libertad por Inglaterra están locos?
O, en una escala mucho más grande, ¿cuál era el grado de locura
de Hitler? La psiquiatría puede llegar a conclusiones basadas en
tests, pero aun el mejor de estos puede falsificarse. Yo me limito a
sostener que todo debe juzgarse desde su propia perspectiva y no
en función de precedentes eventualmente verificados. En la Historia
de la locura traté, en sustancia, de investigar la aparición del
concepto moderno de enfermedad mental y de las instituciones
psiquiátricas en general. Me incliné a incorporar mis reflexiones
personales sobre la locura y sus relaciones con la literatura, sobre
todo cuando afectaba a grandes figuras como Nietzsche, Rousseau
y Artaud. ¿Puede una forma de locura originarse en la soledad impuesta
por la profesión literaria? ¿Es posible que la composición
química de un escritor estimule metabólicamente las raíces de la
locura? Estas no son, por cierto, preguntas que puedan encontrar
respuesta mediante una simple presión sobre el teclado de una
computadora IBM.
—¿Cuál es su posición con respecto a los diferentes movimientos de liberación
sexual?
—El objetivo fundamental que se proponen es digno de admiración:
producir hombres libres e ilustrados. Pero justamente el hecho
de que se hayan organizado con arreglo a categorías sexuales
–la liberación de la mujer, la liberación homosexual, la liberación
de la mujer en el hogar– es en extremo perjudicial. ¿Cómo se puede
liberar efectivamente a personas que están ligadas a un grupo
que exige la subordinación a ideales y objetivos específicos? ¿Por
qué el movimiento de liberación de la mujer sólo debe reunir a
mujeres? Para serle franco, ¡no estoy seguro de que aceptaran la
adhesión de los hombres! Muchas veces, las filiales locales de los
movimientos homosexuales son en la práctica clubes privados. La
verdadera liberación significa conocerse a sí mismo y con frecuencia
no puede alcanzarse por intermedio de un grupo, sea cual
fuere.
—Hasta ahora la acción de masas parece haber sido eficaz.
—De todas formas, el pensamiento individual puede mover montañas…
y hasta doblar cucharas. Y es el conocimiento el que estimula
el pensamiento. Por eso, en libros como Las palabras y las
cosas y La arqueología del saber traté de estructurar de manera orgánica
el saber en esquemas de comprensión y acceso inmediatos.
La historia es saber y, por lo tanto, los hombres pueden conocer
a través de ejemplos de qué manera, en el transcurso de épocas
pasadas, se afrontó la vida y se resolvieron sus problemas. La vida
misma es una forma de autocrítica, dado que, aun en las más mínimas
elecciones, es preciso efectuar una selección en función
de múltiples estímulos. En La arqueología del saber intenté analizar
el sistema de pensamiento que me es personal y el modo en que
llegué a él. Se trata, con todo, de una operación que no habría
podido llevar a cabo sin la ayuda de una buena cantidad de escritores
y filósofos que estudié a lo largo de los años.
—A pesar de sus vastos conocimientos, o quizás a causa de ellos, hay muchas
cosas que lo contrarían.
—Miro mi país, miro los demás países y llego a la conclusión de
que carecemos de imaginación sociológica y política, y ello en todos
los aspectos. En el plano social sentimos amargamente la falta
de medios para contener y mantener el interés no de intelectuales,
sino del común de los mortales. El conjunto de la literatura
comercial masiva es de una pobreza lamentable, y la televisión,
lejos de alimentar, aniquila. En el plano político hay en la hora actual
muy pocas personalidades que tengan gran carisma o imaginación.
¿Y cómo podemos pretender entonces que la gente haga
un aporte valedero a la sociedad, si los instrumentos que se le
proponen son ineficaces?
—¿Cuál sería la solución?
—Debemos empezar por reinventar el futuro, sumergiéndonos
en un presente más creativo. Dejemos de lado Disneylandia y pensemos
en Marcuse.
—No ha dicho nada de sí mismo, del lugar donde creció, el modo como se
desenvolvió su infancia.
—Querido amigo, los filósofos no nacen… son, ¡y con eso basta!
Notas:
1 Esta entrevista debió pasar por el filtro de dos traducciones (J. Bauer es un fotógrafo norteamericano, y la entrevista se tradujo en primer lugar al italiano), lo que explica las probables diferencias de estilo respecto de otros textos de Michel Foucault. [N. del E.]
2 George, convertido en Christine Jorgensen a raíz de la intervención
realizada en 1951 en Dinamarca por C. Hamburger, G. Stürup y
E. Dahl-Iversen, escribió más adelante su autobiografía: Christine
Jorgensen: Personal Autobiography, Nueva York, Paul Erikson, 1967. El
periodista James Morris, convertido en Jan Morris luego de operaciones
realizadas en Casablanca en 1972, presentó el relato de su
experiencia en Conundrum, Nueva York, Harcourt Brace Jovanovich,
1974 [trad. cast.: El enigma, Barcelona, RBA, 2011]. [N. del E.]
3 Véase Michel Foucault, “Présentation”, en Abel Barbin, Herculine
Barbin, dite Alexine B.: mes souvenirs, París, Gallimard, 1978, col. “Les vies parallèles”, reeditada en DE, vol. 2, núm. 223, p. 499 [trad. cast.: “Presentación”, en Herculine Barbin llamada Alexina B., Madrid, Revolución, 1985]. [N. del E.]
Volver al índice principal de « Michael Foucault. El poder, una bestia magnífica (Sobre el poder, la prisión y la vida)»