M. Foucault, VIGILAR Y CASTIGAR: Nacimiento de la prisión. PRISIÓN: ilegalismo y delincuencia

II. ILEGALISMOS Y DELINCUENCIA

A los ojos de la ley, la detención puede muy bien ser privación de libertad. La prisión que la garantiza ha implicado siempre un proyecto técnico. El paso de los suplicios, con sus rituales resonantes, su arte mezclado con la ceremonia del dolor, a unas penas de prisiones practicadas en arquitecturas masivas y guardadas por el secreto de las administraciones, no es el paso a una penalidad indiferenciada, abstracta y confusa, es el paso de un arte de castigar a otro, no menos sabio que él. Mutación técnica. De este paso, un síntoma y un resumen: la sustitución, en 1837, de la cadena de forzados por el coche celular.
La cadena, tradición que se remontaba a la época de las galeras, subsistía aún bajo la monarquía de Julio. La importancia que parece haber adquirido como espectáculo a principios del siglo XIX va ligada quizá al hecho de que unía en una sola manifestación los dos modos de castigo: el camino hacia la detención se desarrollaba como un ceremonial de suplicio. (1) Los relatos de la «última cadena» —de hecho, las que cruzaron el suelo de Francia, el verano de 1836— y de sus escándalos, permiten reconstruir su funcionamiento, bien ajeno a las reglas de la «ciencia penitenciaria». En el comienzo, un ritual de patíbulo: el remachado de las argollas o collares de hierro y de las cadenas, en el patio de Bicétre. El presidiario apoya la nuca sobre un yunque, como contra un tajo; pero esta vez el arte del verdugo, al descargar los martillazos, está en no aplastar la cabeza, habilidad inversa que sabe no dar la muerte. «El gran patio de Bicêtre exhibe los instrumentos del suplicio: varias hileras de cadenas con sus collares. Los artoupans (jefes de los guardas), herreros ocasionales, disponen el yunque y el martillo. Pegadas a la verja del camino de ronda, se ven todas las cabezas, con una expresión sombría u osada, que el operador va a remachar. Más arriba, en todos los pisos de la prisión, se distinguen piernas y brazos que cuelgan a través de los barrotes de las celdas, semejando un bazar de carne humana. Son los detenidos que acuden a presenciar el arreglo personal de sus camaradas de la víspera… Helos aquí en actitud de sacrificio. Están sentados en el suelo, emparejados al azar y según la estatura; los hierros, de los que cada uno de ellos debe llevar por su parte el peso de ocho libras, descansan sobre sus rodillas. El operador pasa revista, tomando medidas de las cabezas y adaptando los enormes collares, del grueso de una pulgada. Para remachar uno de ellos, se necesita el concurso de tres verdugos; uno sostiene el yunque, el otro mantiene unidas las dos ramas del collar de hierro y preserva con sus dos brazos extendidos la cabeza del paciente; el tercero descarga golpes redoblados y aplasta el extremo del perno bajo su martillo macizo. A cada golpe se estremece la cabeza y el cuerpo… Por lo demás, nadie piensa en el peligro que podría correr la víctima si se desviara el martillo; esta impresión es nula o más bien desaparece ante la impresión profunda de horror que se experimenta al contemplar a la criatura de Dios en tal envilecimiento.» (2) Después, la dimensión del espectáculo público; según la Gazette des tribunaux, más de 100 000 personas contemplan la partida de París de la cadena, el 19 de julio: «La bajada de la Courtille un Martes de Carnaval… » (3) El orden y la riqueza acuden para ver pasar de lejos la gran tribu nómada que han encadenado, esa otra especie, la «raza distinta que tiene el privilegio de poblar los presidios y las cárceles». En cuanto a los espectadores populares, como en los tiempos de los suplicios públicos, prosiguen con los condenados su intercambio ambiguo de injurias, de amenazas, de frases de aliento, de golpes, de señas de odio o de complicidad. Algo violento se levanta y no cesa de correr a lo largo de toda la procesión: cólera contra una justicia demasiado severa o demasiado indulgente; gritos contra unos criminales detestados; movimientos en favor de los presos que se conocen y a los que se saluda; enfrentamientos con la policía: «Durante todo el trayecto recorrido desde la barrera de Fontainebleau, unos grupos de enloquecidos han proferido gritos de indignación contra Delacollonge: Abajo el cura, decían; abajo ese hombre execrable; se hubiera debido hacer justicia con él. Sin la energía y la firmeza de la guardia municipal, hubieran podido cometerse graves desórdenes. En Vaugirard, eran las mujeres las más furiosas. Gritaban: ¡Abajo el mal sacerdote! ¡Abajo el monstruo Delacollonge! Los comisarios de policía de Montrouge, de Vaugirard y varios alcaldes y tenientes de alcalde acudieron, con el fajín desplegado, para hacer respetar la sentencia de la justicia. A poca distancia de Issy, como François distinguiera a M. Allard y a los agentes de la brigada, les arrojó su escudilla de madera. Entonces recordó alguien que la familia de algunos de los antiguos compañeros de dicho condenado vivían en Ivry. A partir de ese momento, los inspectores del servicio se escalonaron en el camino y siguieron de cerca la carreta de los forzados. Los del cordón de París, sin excepción, lanzaron cada uno su escudilla de madera a la cabeza de los agentes, alcanzando a algunos. En aquel momento, hubo un movimiento de gran alarma entre la multitud. Arrojáronse los unos sobre los otros.» (4) Entre Bicêtre y Sèvres parece que fueron saqueadas gran número de casas al paso de la cadena. (5)
En esta fiesta de los condenados que parten, hay un poco de los ritos del chivo expiatorio al que se hiere al echarlo, un poco de la fiesta de los locos en la que se practicaba la inversión de papeles, una parte de las viejas ceremonias de patíbulo en las que la verdad debía manifestarse a la luz del día, una parte también de esos espectáculos populares, en los que se reconoce a los personajes célebres o a los tipos tradicionales, juego de la verdad y de la infamia, desfile de la notoriedad y de la vergüenza, invectivas contra los culpables a los que se desenmascara, y, del otro lado, alegre confesión de crímenes. Se trata de recordar el rostro de los criminales que tuvieron su hora de gloria; las hojas sueltas recuerdan los crímenes de aquellos a quienes se está viendo pasar; los periódicos, de antemano, dan su nombre y cuentan su vida; a veces indican su señalización, y describen su vestido, para que su identidad no pase inadvertida: programas para los espectadores. (6) Se acude también a contemplar tipos de criminales, tratando de distinguir por la ropa o el rostro la «profesión» del condenado, si es asesino o ladrón: juego de máscaras y de fantoches, pero en el que, para las miradas más educadas, se desliza también algo así como una etnografía empírica del crimen. Espectáculos de tablado de feria con la frenología de Gall, se ponen en práctica, según el medio al que se pertenece, las semiologías del crimen de que se dispone: «Las fisonomías son tan variadas como los trajes: aquí, una cabeza majestuosa, como las figuras de Murillo; allá, un rostro vicioso de gruesas cejas, que revela una energía de criminal decidido. .. Acullá una cabeza de árabe se dibuja sobre un cuerpo de chiquillo. He aquí unas facciones femeninas y suaves: son unos cómplices; contémplense esas caras brillantes de libertinaje: son los preceptores.» (7) Los condenados responden por sí mismos a este juego, exhibiendo su crimen y ofreciendo la representación de sus fechorías: tal es una de las funciones del tatuaje, viñeta de su hazaña o de su destino: «Llevan sus insignias, ya sea una guillotina tatuada sobre el brazo izquierdo, ya sea en el pecho un puñal clavado en un corazón chorreando sangre.» Remedan al pasar la escena de su crimen, se burlan de los jueces o de la policía, se jactan de fechorías que no han sido descubiertas. François, el ex cómplice de Lacenaire, refiere que es el inventor de un método para matar a un hombre sin que grite, y sin derramar una gota de sangre. La gran feria ambulante del crimen tenía sus juglares y sus fantoches, cuya afirmación cómica de la verdad respondía a la curiosidad y a las invectivas. Una serie entera de escenas, en aquel verano de 1836, en torno de Delacollonge. Su calidad de sacerdote había dado mucha resonancia a su crimen (había cortado en pedazos a su amante encinta); asimismo le había permitido sustraerse al cadalso. Parece ser que lo perseguía un gran aborrecimiento popular. Ya en el carro que lo había conducido a París, en el mes de junio de 1836, había sido insultado, y no pudo contener las lágrimas; sin embargo, no quiso ser llevado en coche, por considerar que la humillación formaba parte de su castigo. A la salida de París, «no puede hacerse una idea de todo lo que la multitud ha derrochado de indignación virtuosa, de cólera moral y de cobardía sobre este hombre; ha sido cubierto de tierra y de lodo; las piedras llovían sobre él a la par que los gritos de la indignación pública… Era una explosión de furor inaudito; las mujeres sobre todo, convertidas en verdaderas fieras, mostraban una increíble exaltación de odio». (8) Para protegerlo, se le hace cambiar de ropa. Algunos espectadores, engañados, creen reconocerlo en François. Este, por juego, acepta el papel; pero a la comedia del crimen que no ha cometido, agrega la del sacerdote que no es; al relato de «su» crimen, mezcla oraciones y amplios gestos de bendición dirigidos a la multitud que lo insulta y ríe. A unos pasos de allí, el verdadero Delacollonge, «que parecía un mártir», sufría la doble afrenta de los insultos que no recibía pero que iban dirigidos a él, y de la irrisión que hacía reaparecer, bajo las especies de otro criminal, el sacerdote que él era y que hubiera querido ocultar. Representábase ante sus ojos su propia pasión, por un farandulero asesino a quien estaba encadenado.
A todas las ciudades por donde pasaba, la cadena de forzados llevaba su fiesta. Eran las saturnales del castigo; la pena se tornaba en ellas privilegio. Y por una tradición muy curiosa que parece sustraerse a los ritos ordinarios de los suplicios, provocaba menos entre los condenados las muestras obligadas del arrepentimiento, que la explosión de una alegría loca que negaba el castigo. Al adorno del collar de hierro y de las cadenas, los presidiarios, por sí mismos, agregaban el aderezo de cintas, de paja trenzada, de flores o de una lencería preciosa. La cadena es el corro y la danza; es también el apareamiento, el maridaje forzado en el amor prohibido. Bodas, fiesta y consagración bajo las cadenas: «Acuden al encuentro de los hierros con un ramillete en la mano; unas cintas o unas espigas adornan sus gorros y los más hábiles se han aderezado unos cascos con cimera… Otros llevan medias caladas bajo unos zuecos o un chaleco de fantasía bajo una blusa de trabajador.» (9) Y durante toda la tarde que seguía al aherrojamiento, la cadena formaba una gran farandola, que giraba sin descanso en el patio de Bicêtre: «Pobres de los vigilantes si la cadena los reconocía. Los envolvía y los ahogaba en sus anillos. Los forzados eran dueños del campo de batalla hasta que anochecía.» (10) El aquelarre de los condenados respondía al ceremonial de la justicia por los fastos que inventaba. Invertía los esplendores, el orden del poder y sus signos, las formas del placer. Pero no estaba lejos algo del aquelarre político. Había que ser sordo para no oír un poco de aquellos acentos nuevos. Los forzados cantaban canciones de marcha, cuya celebridad era rápida y que durante mucho tiempo se repitieron por doquier. En ellas se encuentra sin duda el eco de las jácaras que las hojas sueltas atribuían a los criminales: afirmación del crimen, heroificación negra, evocación de los castigos terribles y del odio general que los rodea: «Fama, hagamos sonar las trompetas… Valor, hijos, suframos sin temblar la suerte horrible que se cierne sobre nuestras cabezas… Pesados son nuestros hierros, pero los soportaremos. Por los forzados, no se eleva voz ninguna: aliviémoslos.» Sin embargo, hay en estos cantos colectivos otra tonalidad; el código moral al que obedecían en su mayor parte las viejas endechas está invertido. El suplicio, en lugar de incitar al remordimiento, agudiza el orgullo; se recusa la justicia que ha condenado, y se censura la multitud que acude a contemplar lo que ella cree arrepentimientos o humillaciones: «Si lejos de nuestros hogares, a veces, gemimos… Nuestras frentes siempre severas harán palidecer a nuestros jueces… Ávidas de desdichas, vuestras miradas quieren encontrar entre nosotros a una casta infamada que llora y se humilla. Pero nuestras miradas son altivas.» También se encuentra en ellas la afirmación de que la vida de presidio, con su camaradería, reserva unos placeres que no son conocidos en la libertad. «Con el tiempo encadenamos los placeres. Tras los cerrojos nacerán días de fiesta… Los placeres son trásfugas. Huirán los verdugos, siguen las canciones.» Y, sobre todo, el orden actual no durará siempre; no sólo los condenados serán liberados y recobrarán sus derechos, sino que sus acusadores vendrán a ocupar su lugar. Entre los criminales y sus jueces, vendrá el día del gran juicio rectificado: «Venga a nosotros, los forzados, el desprecio de los humanos. Venga a nosotros también todo el oro que deifican. Ese oro pasará un día a nuestras manos. Lo compramos a costa de nuestra vida. Otros tomarán de nuevo estas cadenas que hoy se nos hace llevar, y se convertirán en esclavos. Nosotros, rotas las trabas, veremos brillar el astro de la libertad para nosotros… Adiós, porque desafiamos vuestros hierros y vuestras leyes.» (11) El piadoso teatro que las hojas volantes imaginaban, y donde el condenado exhortaba a la multitud a no imitarlo jamás se está convirtiendo en una escena amenazadora en la que la multitud se ve conminada a elegir entre la barbarie de los verdugos, la injusticia de los jueces y la desdicha de los condenados vencidos hoy, pero que triunfarán un día.
Él gran espectáculo de la cadena se relacionaba con la vieja tradición de los suplicios públicos y también con esa múltiple representación del crimen que daban en la época los periódicos, las hojas sueltas, los charlatanes de plazuela, los teatros de bulevar; (12) pero se relacionaba también con unos enfrentamientos y unas luchas el eco de cuyo fragor se oye en él, y de los cuales es como el desenlace simbólico: el ejército del desorden vencido por la ley promete volver; lo que la violencia del orden ha ahuyentado aportará a su regreso el trastorno liberador. «Quedé espantado al ver reaparecer en aquella ceniza tantas centellas.» (13) La agitación que había rodeado siempre los suplicios entra en resonancia con unas amenazas precisas. Se comprende que la monarquía de Julio haya decidido suprimir la cadena por las mismas razones —pero más apremiantes— que exigieron, en el siglo XVIII, la abolición de los suplicios: «No va con nuestras costumbres conducir así a unos hombres; hay que evitar que en las ciudades que atraviesa el convoy se dé un espectáculo tan horrible, que por lo demás no ofrece enseñanza alguna a la población.» (14) Necesidad, pues, de romper con esos ritos públicos; de hacer que los traslados de los condenados sufran el mismo cambio que los propios castigos, y de colocarlos, a ellos también, bajo el signo del pudor administrativo.
Ahora bien, lo que, en junio de 1837, se adoptó para remplazar la cadena, no fue el simple carro cubierto de que se había hablado por un tiempo, sino un artefacto que había sido elaborado muy cuidadosamente. Se trataba de un coche concebido como una prisión con ruedas. Un equivalente móvil del Panóptico. Dividido en toda su longitud por un pasillo central, lleva, de una parte y de otra, seis celdas en las que los detenidos van sentados de frente. Se les hacen pasar los pies por unos anillos forrados interiormente de lana y unidos unos a otros por unas cadenas de 18 pulgadas; las piernas van también metidas en unas rodilleras de metal. El detenido va sentado sobre «una especie de embudo de zinc y de roble con el derrame a la vía pública». La celda no tiene ventana alguna al exterior, y está forrada por completo de chapa; únicamente un tragaluz, también de chapa horadada, da paso a «una corriente de aire regular». Por el lado del pasillo, la puerta de cada celda está provista de un ventanillo de doble compartimiento: uno para los alimentos, y el otro, enrejado, para la vigilancia. «La abertura y la dirección oblicua de los ventanillos están combinados de tal modo que los guardianes tienen incesantemente a los presos ante los ojos, y oyen sus menores palabras, sin que éstos puedan lograr verse u oírse entre ellos.» De tal modo que «el mismo coche puede, sin el menor inconveniente, llevar a la vez a un presidiario y a un simple detenido, a hombres y a mujeres, a niños y adultos. Cualquiera que sea la distancia, unos y otros llegan a su destino sin haber podido verse ni hablarse». En fin, la vigilancia constante de los dos guardianes que van armados con una pequeña maza de roble, «provista de gruesos clavos de cabeza de diamante romos», permite poner en juego un sistema entero de castigos, conformes con el reglamento interior del coche: régimen de pan y agua, empulgueras, privación del cojín que permite dormir, encadenamiento de ambos brazos. «Está prohibida toda lectura que no sea la de libros de moral.»
Sólo por su blandura y su rapidez, este artefacto «habría hecho honor a la sensibilidad de su autor»; pero su mérito es el de ser un verdadero coche penitenciario. Por sus efectos exteriores tiene una perfección completamente benthamiana: «En el paso rápido de esta prisión ambulante, que sobre sus costados silenciosos y oscuros no lleva más inscripción que estas palabras: Trasporte de Forzados, hay algo misterioso y lúgubre que Bentham pide a la ejecución de las sentencias criminales y que deja en el ánimo de los espectadores una impresión más saludable y más duradera que la visión de esos cínicos y alegres viajeros.» (15) También ofrece efectos interiores; ya en las escasas jornadas del trasporte (durante las cuales no se devuelve a los detenidos su libertad de movimientos un solo instante) funciona como un aparato de corrección. Los forzados salen de allí asombrosamente apaciguados: «Desde el punto de vista moral, este trasporte, a pesar de que no dura más de setenta y dos horas, es un suplicio espantoso cuyo efecto actúa durante largo tiempo, según parece, sobre el preso.» Los propios forzados lo atestiguan: «En el coche celular, cuando no se duerme, sólo se puede pensar. A fuerza de pensar, me parece que me provoca el pesar de lo que he hecho; a la larga, sépalo usted, tendría miedo de volverme mejor, y no quiero.» (16)
Pobre historia la del coche panóptico. Sin embargo, la manera en que sustituyó la cadena, y los motivos de esta sustitución, compendian todo el proceso por el cual en ochenta años la detención penal ha remplazado los suplicios: como una técnica pensada para modificar a los individuos. El coche celular es un aparato de reforma. Lo que ha remplazado el suplicio no es un encierro masivo, es un dispositivo disciplinario cuidadosamente articulado. En principio al menos.
Porque inmediatamente la prisión, en su realidad y sus efectos visibles, ha sido denunciada como el gran fracaso de la justicia penal. De una manera muy extraña, la historia del encarcelamiento no obedece a una cronología a lo largo de la cual se asistiera a la sucesión sosegada: primeramente, del establecimiento de una penalidad de detención, seguida del registro de su fracaso; después la lenta acumulación de los proyectos de reforma, que darían como resultado la definición más o menos coherente de técnica penitenciaria; luego, la utilización de este proyecto, y finalmente la comprobación de su éxito o de su fracaso. Ha habido de hecho un «telescopaje» o, en todo caso, una distribución distinta de esos elementos. Y como el proyecto de una técnica correctiva ha acompañado el principio de una detención punitiva, la crítica de la prisión y de sus métodos aparece muy pronto, en esos mismos años 1820-1845. Por lo demás, cristaliza en cierto número de formulaciones que —salvo las cifras— se repiten hoy casi sin ningún cambio.
Las prisiones no disminuyen la tasa de la criminalidad: se puede muy bien extenderlas, multiplicarlas o tras formarlas, y la cantidad de crímenes y de criminales se mantiene estable o, lo que es peor, aumenta: «Se calcula en Francia en unos 108 mil el número de individuos que se hallan en estado de hostilidad flagrante con la sociedad. Los medios de represión de que se dispone son: el patíbulo, la picota, 3 presidios, 19 casas centrales, 86 casas de justicia, 362 casas de detención, 2 800 cárceles de distrito, 2 238 calabozos en los puestos de gendarmería. No obstante esta serie de medios, el vicio conserva su audacia. El número de crímenes no disminuye; … el número de reincidencias aumenta más que decrece.» (17)
La detención provoca la reincidencia. Después de haber salido de prisión, se tienen más probabilidades de volver a ella; los condenados son, en una proporción considerable, antiguos detenidos; 38 % de los que salen de las casas centrales son condenados de nuevo y 33 % de los presidiarios; (18) de 1828 a 1834, de cerca de 35 000 condenados por crimen, 7 400 sobre poco más o menos eran reincidentes (o sea uno de cada 4.7 condenados); de más de 200 000 reclusos de correccionales, casi 35 000 lo eran igualmente (1 de cada 6); en total, un reincidente por cada 5.8 condenados; (19) en 1831, de 2 174 condenados por reincidencia, 350 habían salido de presidio, 1 682 de las casas centrales, y 142 de los 4 correccionales sometidos al mismo régimen que las centrales. (20) Y el diagnóstico se hace cada vez más severo a lo largo de toda la monarquía de Julio. En 1835, se cuentan 1 486 reincidentes de 7 223 condenados criminales; en 1839, 1 749 de 7 858; en 1844, 1 821 de 7 195. Entre los 980 detenidos de Loos, había 570 reincidentes y en Melun, 745 de 1 088 presos. (21) La prisión, por consiguiente, en lugar de devolver la libertad a unos individuos corregidos, enjambra en la población unos delincuentes peligrosos: «7 000 personas devueltas cada año a la sociedad… son 7 000 principios de crimen o de corrupción esparcidos en el cuerpo social. Y cuando se piensa que esta población crece sin cesar, que vive y se agita en torno de nosotros, dispuesta a aprovechar todas las ocasiones de desorden y a prevalerse de todas las crisis de la sociedad para probar sus fuerzas, ¿es posible permanecer impasible ante tal espectáculo?» (22)
La prisión no puede dejar de fabricar delincuentes. Los fabrica por el tipo de existencia que hace llevar a los detenidos: ya se los aisle en celdas, o se les imponga un trabajo inútil, para el cual no encontrarán empleo, es de todos modos no «pensar en el hombre en sociedad; es crear una existencia contra natura inútil y peligrosa»; se quiere que la prisión eduque a los detenidos; pero un sistema de educación que se dirige al hombre, ¿puede razonablemente tener por objeto obrar contra lo que pide la naturaleza? (23) La prisión fabrica también delincuentes al imponer a los detenidos coacciones violentas; está destinada a aplicar las leyes y a enseñar a respetarlas; ahora bien, todo su funcionamiento se desarrolla sobre el modo de abuso de poder. Arbitrariedad de la administración: «El sentimiento de la injusticia que un preso experimenta es una de las causas que más pueden hacer indomable su carácter. Cuando se ve así expuesto a sufrimientos que la ley no ha ordenado ni aun previsto, cae en un estado habitual de cólera contra todo lo que lo rodea; no ve sino verdugos en todos los agentes de la autoridad; no cree ya haber sido culpable: acusa a la propia justicia.» (24) Corrupción, miedo e incapacidad de los guardianes: «De 1 000 a 1 500 condenados viven bajo la vigilancia de 30 a 40 vigilantes que no mantienen cierta seguridad sino contando con la delación, es decir, con la corrupción que se cuidan de sembrar ellos mismos. ¿Quiénes son estos guardianes? Soldados liberados, hombres sin instrucción, sin inteligencia de su función, que tienen el oficio de guardar malhechores.» (25) Explotación por un trabajo penal, que no puede tener en estas condiciones ningún carácter educativo: «Se declama contra la trata de negros. Como ellos, los detenidos ¿no son vendidos por los empresarios y comprados por los confeccionadores… ? ¿Reciben los presos a este respecto lecciones de probidad? ¿No son todavía más desmoralizados por estos ejemplos de explotación abominable?» (26)
La prisión hace posible, más aún, favorece la organización de un medio de delincuentes, solidarios los unos de los otros, jerarquizados, dispuestos a todas las complicidades futuras: «La sociedad prohíbe las asociaciones de más de 20 personas… y constituye ella misma asociaciones de 200, 500, 1 200 condenados en las casas centrales, que se les construyen ad hoc y que dividen para su mayor comodidad en talleres, en patios, en dormitorios, en refectorios comunes… Y las multiplica sobre toda la superficie de Francia, de tal modo que allí donde hay una prisión hay una asociación… otros tantos clubes antisociales.» (27) Y en estos clubes es donde se educa al joven delincuente que se halla en su primera condena: «El primer deseo que va a nacer en él será el de aprender de los hábiles cómo se eluden los rigores de la ley; la primera lección se tomará de esa lógica ceñida de los ladrones que les hace considerar a la sociedad como una enemiga; la primera moral será la delación, el espionaje glorificado en nuestras prisiones, la primera pasión que se excitará en él vendrá a asustar su naturaleza juvenil por esas monstruosidades que han debido originarse en los calabozos y que la pluma se niega a nombrar… Ha roto en adelante con todo lo que lo ligaba a la sociedad.» (28) Faucher hablaba de los «cuarteles del crimen».
Las condiciones que se deparan a los detenidos liberados, los condenan fatalmente a la reincidencia: porque están bajo la vigilancia de la policía; porque tienen asignada o prohibida la residencia en determinados lugar o lugares; porque «no salen de la prisión sino con un pasaporte que deben mostrar en todos los sitios adonde van y que menciona la condena que han cumplido«. (29) El quebrantamiento de destierro, la imposibilidad de encontrar trabajo y la vagancia son los factores más frecuentes de la reincidencia.
La Gazette des tribunaux, pero los periódicos obreros también, citan regularmente casos, como el de aquel trabajador condenado por robo, sometido a vigilancia en Ruán, vuelto a aprehender por robo, y a quien los abogados renunciaron a defender; él mismo tomó entonces la palabra ante el tribunal, hizo la historia de su vida, explicó cómo, una vez fuera de la prisión y sometido a residencia forzosa, no pudo volver a su oficio de dorador, ya que además su calidad de ex recluso hacía que lo rechazaran en todas partes. La policía le negó el derecho de ir a buscar trabajo fuera, por lo que se encontró encadenado en Ruán para morir allí de hambre y de miseria a causa de la abrumadora vigilancia. Solicitó trabajo en el ayuntamiento, y estuvo ocupado ocho días en los cementerios por catorce cuartos al día: «Pero, agregó, soy joven, tengo buen apetito, y comía más de dos libras de pan a cinco cuartos la libra; ¿qué hacer con catorce cuartos para alimentarme, dar a lavar la ropa y alojarme? Me encontraba sumido en la desesperación, quería volver a ser hombre de bien; la vigilancia volvió a hundirme en la desdicha. Cuando todo me inspiraba ya repugnancia, conocí a Lemaître, que se hallaba también en la miseria; era preciso vivir, y el mal pensamiento de robar nos tentó de nuevo.» (30)
En fin, la prisión fabrica indirectamente delincuentes al hacer caer en la miseria a la familia del detenido: «La misma sentencia que envía a la prisión al jefe de familia, reduce cada día que pasa a la madre a la indigencia, a los hijos al abandono, a la familia entera a la vagancia y a la mendicidad. En este aspecto es en el que el crimen amenaza perpetuarse.» (31)
Hay que advertir que esta crítica monótona de la prisión se ha hecho constantemente en dos direcciones: contra el hecho de que la prisión no era efectivamente correctora y que la técnica penitenciaria se mantenía en ella en estado rudimentario, y contra el hecho de que al querer ser correctora, pierde su fuerza de castigo, (32) que la verdadera técnica penitenciaria es el rigor, (33) y que la prisión constituye un doble error económico: directamente por el costo intrínseco de su organización e indirectamente por el costo de la delincuencia que no reprime. (34) Ahora bien, la respuesta a estas críticas ha sido siempre la misma: el mantenimiento de los principios invariables de la técnica penitenciaria. Desde hace siglo y medio, se ha presentado siempre la prisión como su propio remedio; la reactivación de las técnicas penitenciarias como la única manera de reparar su perpetuo fracaso; la realización del proyecto correctivo como el único método para superar la imposibilidad de hacerlo pasar a los hechos.
Citemos en apoyo los levantamientos de reclusos, en estas últimas semanas, atribuidos al hecho de que la reforma definida en 1945 jamás se había llevado realmente a la práctica, y que era preciso, por lo tanto, volver a sus principios fundamentales. Ahora bien, estos principios, de los que todavía hoy se esperan tan maravillosos efectos, son conocidos: constituyen desde hará pronto 150 años las siete máximas universales de la buena «condición penitenciaria».
1)  La detención penal debe, por lo tanto, tener como función esencial la trasformación de comportamiento del individuo:   «La enmienda del condenado como fin principal de la pena, es un principio sagrado cuya aparición formal en el dominio de la ciencia y sobre todo en el de la legislación es muy reciente» (Congreso penitenciario de Bruselas, 1847). Y la comisión Amor, de mayo de 1945, repite fielmente: «La pena privativa de libertad tiene por fin esencial la  enmienda  y  la  readaptación  social  del  condenado.» Principio de la corrección.
2)  Los detenidos deben estar aislados o al menos repartidos según la gravedad penal de su acto, pero sobre todo según su edad, sus disposiciones, las técnicas de corrección que se tiene intención de utilizar con ellos y las fases de su trasformación. «Deben tenerse en cuenta, en el empleo de los medios modificadores, las grandes diferencias físicas y morales que implica el organismo de los condenados, su grado de perversión y las posibilidades desiguales de corrección que pueden ofrecer»   (febrero de 1850). 1945: «La distribución en los establecimientos penitenciarios de los individuos condenados a penas inferiores a un año tiene como base el sexo, la personalidad y el grado de perversión del delincuente.» Principio de la clasificación.
3)  Las penas, cuyo desarrollo debe poder modificarse de acuerdo con la individualidad de los detenidos, los resultados que se obtienen, los progresos o las recaídas. «Siendo el objeto principal de la pena la reforma del culpable, sería de desear que se pudiera poner en libertad a todo condenado cuando su regeneración moral se halla suficientemente garantizada» (Ch. Lucas, 1836). 1945: «Se aplica un régimen progresivo…   con el fin de adaptar el  tratamiento del  preso a su actitud y a su grado de enmienda.   Este régimen va del enceldamiento a la semilibertad… El beneficio de la libertad condicional se ha extendido a todas las penas temporales.» Principio de la modulación de las penas.
4)  El trabajo debe ser uno de los elementos esenciales de la tras-formación y de la socialización progresiva de los detenidos.   El trabajo penal «no debe ser considerado como el complemento y por decirlo así como una agravación de la pena, sino realmente como una dulcificación cuya privación ya no sería posible». Debe permitir aprender o practicar un oficio, y procurar recursos al detenido y a su familia (Ducpétiaux, 1857). 1945: «Todo condenado de derecho común está obligado al trabajo… Nadie puede ser obligado a permanecer ocioso.» Principio del trabajo como obligación y como derecho.
5)  La educación del detenido es, por parte del poder público, una precaución indispensable en interés de la sociedad a la vez que una obligación frente al detenido. «Sólo la educación puede servir de instrumento penitenciario.   La cuestión del  encarcelamiento penitenciario es una cuestión de educación» (Ch. Lucas, 1838). 1945: «El trato infligido al preso, al margen de toda promiscuidad corruptora… debe tender principalmente a su instrucción general y profesional y a su mejora.» Principio de la educación penitenciaria.
6)  El régimen de la prisión debe ser, por una parte al menos, controlado y tomado a cargo de un personal especializado que posea la capacidad moral y técnica para velar por la buena formación de los individuos. Ferrus, en 1850, a propósito del médico de prisión: «Su concurso es útil en todas las formas de encarcelamiento. .. nadie podría poseer más íntimamente que un médico la confianza de los detenidos, conocer mejor su carácter, ejercer una acción más eficaz sobre sus sentimientos, aliviando sus dolencias físicas y aprovechando este ascendiente como medio para hacerles escuchar palabras severas o estímulos útiles.» 1945: «En todo establecimiento penitenciario funciona un servicio social y médico-psicológico.» Principio del control técnico de la detención.
7)  La prisión debe ir seguida de medidas de control y de asistencia hasta la readaptación definitiva del ex detenido. Sería preciso no sólo vigilarlo a su salida de la prisión, «sino prestarle apoyo y ayuda»  (Boulet y Benquot en la Cámara de París). 1945: «Se presta asistencia a los presos durante la pena y después con objeto de  facilitar su readaptación.» Principio de las instituciones anejas. Palabra por palabra, de un siglo a otro, repítense las mismas proposiciones fundamentales. Y se consideran siempre como la formulación conseguida al fin, aceptada al fin, de una reforma siempre fallida hasta entonces. Las mismas frases o poco menos hubieran podido ser tomadas de otros períodos «fecundos» de la reforma: el final del siglo XIX, y el «movimiento de la defensa social»; o también esos años, tan recientes, de los motines de reclusos.
No se debe, pues, concebir la prisión, su «fracaso» y su reforma mejor o peor aplicada, como tres tiempos sucesivos. Hay que pensar más bien en un sistema simultáneo que históricamente se ha sobreimpuesto a la privación jurídica de libertad; un sistema de cuatro términos que comprende: el «suplemento» disciplinario de la prisión, elemento de sobrepoder; la producción de una objetividad, de una técnica, de una «racionalidad» penitenciaria, elemento del saber conexo; la prolongación de hecho, ya que no la acentuación de una criminalidad que la prisión debía destruir, elemento de la eficacia invertida; en fin, la repetición de una «reforma» que es isomorfa, no obstante su «idealidad», al funcionamiento disciplinario de la prisión, elemento del desdoblamiento utópico. Este conjunto complejo es lo que constituye el «sistema carcelario» y no sólo la institución de la prisión, con sus muros, su personal, sus reglamentos y su violencia. El sistema carcelario reúne en una misma figura unos discursos y unas arquitecturas, unos reglamentos coercitivos, y unas proposiciones científicas, unos efectos sociales reales y unas utopías invencibles, unos programas para corregir a los delincuentes y unos mecanismos que solidifican la delincuencia. ¿No forma parte entonces, el pretendido fracaso, del funcionamiento de la prisión? ¿No habrá que inscribirlo en esos efectos de poder que la disciplina y la tecnología conexa de la prisión han inducido en el aparato de justicia, más generalmente en la sociedad, y que pueden reagruparse bajo el título de «sistema carcelario»? Si la institución-prisión ha resistido durante tanto tiempo, y en una inmovilidad semejante, si el principio de la detención penal no ha sido sometido jamás seriamente a discusión, se debe sin duda a que tal sistema carcelario enraizaba profundamente y ejercía funciones precisas. De esta solidez sírvanos como testimonio un hecho reciente: la prisión modelo inaugurada en Fleury-Mérogis en 1969 no ha hecho sino imitar en su distribución de conjunto la estrella panóptica que diera en 1836 su fama a la Petite-Roquette. Es la misma maquinaria de poder la que toma cuerpo real y forma simbólica allí.   Pero ¿para desempeñar qué papel?
Admitamos que la ley esté destinada a definir infracciones, que el aparato penal tenga cómo función reducirlas y que la prisión sea el instrumento de esta represión. Entonces hay que levantar un acta de fracaso. O más bien —porque para establecerlo en términos históricos sería preciso poder medir la incidencia de la penalidad de detención sobre el nivel global de la criminalidad— hay que asombrarse de que desde hace 150 años la proclamación del fracaso de la prisión haya ido siempre acompañada de su mantenimiento. La única alternativa realmente considerada ha sido la deportación, que Inglaterra abandonó desde principios del siglo XIX y que Francia recogió bajo el segundo Imperio, aunque más bien como una forma a la vez rigurosa y lejana de prisión.
Pero quizá haya que darle la vuelta al problema y preguntarse de qué sirve el fracaso de la prisión; para qué son útiles esos diferentes fenómenos que la crítica denuncia continuamente:  pertinacia de la delincuencia, inducción de la reincidencia, trasformación del infractor ocasional en delincuente habitual, organización de un medio cerrado de delincuencia. ¿Quizá habrá que buscar lo que se oculta bajo el aparente cinismo de la institución penal que, después de haber hecho purgar su pena a los condenados, continúa siguiéndolos por toda una serie de mareajes (vigilancia que era de derecho en otro tiempo y que hoy es de hecho; pasaportes de los presidiarios antaño, y ahora el registro de penados y rebeldes) y que persigue así como «delincuente» a quien ha cumplido su castigo como infractor? ¿No se puede ver ahí más que una contradicción, una consecuencia? Sería preciso entonces suponer que la prisión, y de una manera general los castigos, no están destinados a suprimir las infracciones; sino más bien a distinguirlas, a distribuirlas, a utilizarlas; que tienden no tanto a volver dóciles a quienes están dispuestos a transgredir las leyes,  sino que tienden a organizar la trasgresión de las leyes en una táctica general de sometimientos.   La penalidad sería entonces una manera de administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad a algunos, y hacer presión sobre otros, de excluir a una parte y hacer útil a otra; de neutralizar a éstos, de sacar provecho de aquellos. En suma, la penalidad no «reprimiría» pura y simplemente los ilegalismos;  los «diferenciaría», aseguraría su «economía» general.  Y si se puede hablar de una justicia de clase no es sólo porque la ley misma o la manera de aplicarla sirvan los intereses de una clase, es porque toda la gestión diferencial de los ilegalismos por la mediación de la penalidad forma parte de esos mecanismos de dominación. Hay que reintegrar los castigos legales a su lugar dentro de una estrategia legal de los ilegalismos. El «fracaso» de la prisión puede comprenderse sin duda a partir de ahí.
El esquema general de la reforma penal se había inscrito a fines del siglo XVIII en la lucha contra los ilegalismos: un verdadero equilibrio de tolerancias, de apoyos y de intereses recíprocos, que bajo el Antiguo Régimen había mantenido, unos al lado de los otros, a los ilegalismos de diferentes capas sociales, fue roto. Entonces se formó la utopía de una sociedad universal y públicamente punitiva donde unos mecanismos penales siempre en actividad funcionarían sin retraso ni mediación ni incertidumbre; una ley, doblemente ideal por ser perfecta en sus cálculos y estar inscrita en la representación de cada ciudadano, bloquearía, desde su origen, todas las prácticas de ilegalidad. Ahora bien, en el viraje de los siglos XVIII y XIX, y contra los códigos nuevos, he aquí que surge el peligro de un nuevo ilegalismo popular. O más exactamente, quizá, los ilegalismos populares se desarrollan entonces según unas dimensiones nuevas: las que llevan consigo todos los movimientos que, desde los años 1780 hasta las revoluciones de 1848, entrecruzan los conflictos sociales, las luchas contra los regímenes políticos, la resistencia al movimiento de la industrialización, los efectos de las crisis económicas. Esquemáticamente, se pueden señalar tres procesos característicos. En primer lugar, el desarrollo de la dimensión política de los ilegalismos populares; y esto de dos maneras: unas prácticas hasta entonces localizadas y en cierto modo limitadas a sí mismas (como la negativa al pago del impuesto, a someterse a la conscripción, al pago de cánones y de tasas, la confiscación violenta de artículos acaparados; el saqueo de almacenes y la venta autoritaria de los productos a un «precio justo»; los enfrentamientos con los representantes del poder), pudieron dar por resultado durante la Revolución unas luchas directamente políticas, que tenían por objeto, no ya simplemente que cediera el poder o la supresión de una medida intolerable, sino el cambio del gobierno y de la estructura misma del poder. En cambio, ciertos movimientos políticos se apoyaron de manera explícita en formas existentes de ilegalismo (así como la agitación realista del oeste o del mediodía de Francia utilizó el rechazo campesino de las nuevas leyes sobre la propiedad, la religión, la conscripción); esta dimensión política del ilegalismo llegará a ser a la vez más compleja y más marcada en las relaciones entre el movimiento obrero y los partidos republicanos en el siglo XIX, en el paso de las luchas obreras (huelgas, coaliciones prohibidas, asociaciones ilícitas) a la revolución política. En todo caso, en el horizonte de estas prácticas ilegales —y que se multiplican con las legislaciones cada vez más restrictivas— se perfilan unas luchas propiamente políticas; no es el derrocamiento eventual del poder lo que las inspira a todas, ni mucho menos; pero una buena parte de ellas pueden capitalizarse como combates políticos de conjunto y a veces incluso llevar a ellos directamente.
Por otra parte, a través del rechazo de la ley o de los reglamentos, se reconocen fácilmente las luchas contra aquellos que las establecen de acuerdo con sus intereses: ya no se enfrentan con los arrendadores de contribuciones, los agentes del fisco, los del rey, los oficiales prevaricadores o los malos ministros, con todos los agentes de la injusticia, sino con la ley misma y la justicia que está encargada de aplicarla, con los propietarios que hacen valer los derechos nuevos; con los patronos que se entienden unos con otros, pero que hacen prohibir las coaliciones; contra los empresarios que multiplican las máquinas, rebajan los salarios, alargan los horarios de trabajo y hacen cada vez más rigurosos los reglamentos de las fábricas. Ha sido realmente contra el nuevo régimen de la propiedad territorial —instaurado por la burguesía que se aprovechaba de la Revolución— contra el que se ha desarrollado un verdadero ilegalismo campesino que sin duda revistió sus formas más violentas de Termidor al Consulado, pero no desapareció entonces; fue contra el nuevo régimen de la explotación legal del trabajo, contra el que se desarrollaron los ilegalismos obreros a comienzos del siglo XIX, desde los más violentos, como el destrozo de máquinas, o los más duraderos como la constitución de asociaciones, hasta los más cotidianos, como el ausentismo, el abandono de trabajo, la vagancia, los fraudes con las materias primas, con la cantidad y la calidad del trabajo terminado. Inscríbense una serie entera de ilegalismos en unas luchas en las que se sabe que se afronta a la vez la ley y la clase que la impuso.
En fin, si bien es cierto que en el curso del siglo XVIII se ha visto (35) cómo la criminalidad tendía a formas especializadas, se inclinaba cada vez más hacia el robo hábil, y pasaba a ser, por una parte, propia de marginados, aislados en medio de una población que les era hostil, se ha podido asistir en los últimos años del siglo XVIII a la reconstitución de ciertos vínculos o al establecimiento de nuevas relaciones; no en modo alguno, como decían los contemporáneos, porque los cabecillas de la agitación popular fueran criminales, sino porque las nuevas formas del derecho, los rigores de la reglamentación, las exigencias ya del Estado, ya de los propietarios, ya de los patronos, y las técnicas más estrechas de vigilancia, multiplicaban las ocasiones de delito, y hacían caer del otro lado de la ley a muchos individuos que, en otras condiciones, no habrían pasado al campo de la criminalidad especializada. Sobre el fondo de las nuevas leyes de la propiedad, sobre el fondo también de la conscripción rechazada es como se ha desarrollado un ilegalismo campesino en los últimos años de la Revolución, multiplicando las violencias, las agresiones, los robos, los saqueos y hasta las grandes formas del «bandidismo político»; sobre el fondo igualmente de una legislación o de reglamentos muy rigurosos (referentes al librete*, a los alquileres, a los horarios, a las ausencias) es como se ha desarrollado una vagancia obrera que se cruzaba a menudo con la delincuencia estricta. Una serie de prácticas ilegalistas que en el curso del siglo anterior habían tenido tendencia a decantarse y a aislarse unas de otras, parecían ahora establecer nuevas relaciones para constituir una amenaza nueva.
Triple generalización de los ilegalismos populares en el paso de dos siglos (y al margen mismo de una extensión cuantitativa que es problemática y quedaría por medir): se trata de su inserción en un horizonte político general; de su articulación explícita sobre unas luchas sociales; de la comunicación entre diferentes formas y niveles de infracciones. Estos procesos no han seguido sin duda un pleno desarrollo; no se ha formado ciertamente a principios del siglo XIX un ilegalismo masivo, político y social a la vez. Pero bajo su forma esbozada y a pesar de su dispersión, han estado suficientemente marcados para servir de soporte al gran temor de una plebe a la que se cree a la vez criminal y sediciosa, al mito de la clase bárbara, inmoral y fuera de la ley que, desde el Imperio a la monarquía de Julio, está siempre presente en el discurso de los legisladores, de los filántropos o de los investigadores de la vida obrera. Son estos procesos los que encontramos tras una serie entera de afirmaciones bien ajenas a la teoría penal del siglo XVIII: que el crimen no es una virtualidad que el interés o las pasiones hayan inscrito en el corazón de todos los hombres, sino la obra casi exclusiva de determinada clase social; que los criminales, que en otro tiempo se encontraban en todas las clases sociales, salen ahora «casi todos, de la última fila del orden social»; (36) que «las nueve décimas partes de homicidas, asesinos, ladrones y de hombres viles proceden de lo que hemos llamado la base social»; (37) que no es el crimen lo que vuelve ajeno a la sociedad, sino que el mismo se debe al hecho de que se está en la sociedad como un extraño, de que se pertenece a esa «casta bastardeada» de que hablaba Target, a esa «clase degradada por la miseria cuyos vicios oponen como un obstáculo invencible a las generosas intenciones que tratan de combatirla»; (38) que en esas condiciones sería hipócrita o ingenuo creer que la ley se ha hecho para todo el mundo en nombre de todo el mundo; que es más prudente reconocer que se ha hecho para algunos y que recae sobre otros; que en principio obliga a todos los ciudadanos, pero que se dirige principalmente a las clases más numerosas y menos ilustradas; que a diferencia de lo que ocurre con las leyes políticas o civiles, su aplicación no concierne por igual a todo el mundo, (39) que en los tribunales la sociedad entera no juzga a uno de sus miembros, sino que una categoría social encargada del orden sanciona a otra que está dedicada al desorden: «Recorred los lugares donde se juzga, donde se encarcela, donde se mata… Un hecho nos impresiona en todos ellos; en todos vemos dos clases de hombres bien distintas, de los cuales los unos se encuentran siempre en los sillones de los acusadores y de los jueces y los otros en los banquillos de los acusados y de los reos», lo cual se explica por el hecho de que estos últimos, por falta de recursos y de educación, no saben «mantenerse dentro de los límites de la probidad legal»; (40) a tal punto que el lenguaje de la ley, que quiere ser universal, es, por esto mismo, inadecuado; debe ser, si ha de ser eficaz, el discurso de una clase a otra, que no tiene ni las mismas ideas que ella, ni emplea las mismas palabras: «Ahora bien, con nuestras lenguas gazmoñas, desdeñosas, y trabadas por su etiqueta, ¿es fácil hacerse comprender por aquellos que jamás han oído otra cosa que el dialecto rudo, pobre, irregular, pero vivo, franco y pintoresco del mercado, de las tabernas y de la feria?… ¿De qué lengua, de qué método habrá que hacer uso en la redacción de las leyes para obrar sobre el espíritu inculto de quienes resisten menos a las tentaciones del crimen?» (41) Ley y justicia no vacilan en proclamar su necesaria asimetría de clase.
Si tal es la situación, la prisión, al «fracasar» aparentemente, no deja de alcanzar su objeto, cosa que logra, por el contrario, en la medida en que suscita en medio de los demás una forma particular de ilegalismo, al cual permite poner aparte, colocar a plena luz y organizar como un medio relativamente cerrado pero penetrable. Contribuye a establecer un ilegalismo llamativo, marcado, irreductible a cierto nivel y secretamente útil, reacio y dócil a la vez; dibuja, aisla y subraya una forma de ilegalismo que parece resumir simbólicamente todos los demás, pero que permite dejar en la sombra a aquellos que se quieren o que se deben tolerar. Esta forma es la delincuencia propiamente dicha. No se debe ver en ella la forma más intensa y más nociva del ilegalismo, la que el aparato penal debe tratar de reducir por la prisión a causa del peligro que representa; es más bien un efecto de la penalidad (y de la penalidad de detención) que permite diferenciar, ordenar y controlar los ilegalismos. Sin duda, la delincuencia es realmente una de las formas del ilegalismo; en todo caso, tiene en él sus raíces; pero es un ilegalismo que el «sistema carcelario», con todas sus ramificaciones, ha invadido, recortado, aislado, penetrado, organizado, encerrado en un medio definido, y al que ha conferido un papel instrumental, respecto de los demás ilegalismos. En suma, si bien la oposición jurídica pasa entre la legalidad y la práctica ilegal, la oposición estratégica pasa entre los ilegalismos y la delincuencia.
La afirmación de que la prisión fracasa en su propósito de reducir los crímenes, hay que sustituirla quizá por la hipótesis de que la prisión ha logrado muy bien producir la delincuencia, tipo especificado, forma política o económicamente menos peligrosa —en el límite utilizable— de ilegalismo; producir los delincuentes, medio aparentemente marginado pero centralmente controlado; producir el delincuente como sujeto patologizado. El éxito de la prisión: en las luchas en torno de la ley y de los ilegalismos, especificar una «delincuencia». Se ha visto cómo el sistema carcelario había sustituido el infractor por el «delincuente», y añadido así a la práctica jurídica todo un horizonte de conocimiento posible. Ahora bien, este proceso que constituye la delincuencia-objeto forma cuerpo con la operación política que disocia los ilegalismos y aisla su delincuencia. La prisión es el punto de unión de esos dos mecanismos; les permite reforzarse perpetuamente el uno al otro, objetivar la delincuencia tras la infracción, solidificar la delincuencia en el movimiento de los ilegalismos. Éxito tal que después de siglo y medio de «fracasos», la prisión sigue existiendo, produciendo los mismos efectos, y que cuando se trata de derribarla, se experimentan los mayores escrúpulos.
La penalidad de detención fabricaría, pues —de ahí sin duda su longevidad—, un ilegalismo cerrado, separado y útil. El circuito de la delincuencia no sería el subproducto de una prisión que al castigar no lograría corregir; sería el efecto directo de una penalidad que, para administrar las prácticas ilegalistas, introduciría algunas en un mecanismo de «castigo-reproducción» del que la prisión formaría uno de los elementos principales. Pero, ¿por qué y cómo la prisión sería llamada a desempeñar el trabajo de fabricación de una delincuencia a la cual se supone que combate?
El establecimiento de una delincuencia que constituye como un ilegalismo cerrado ofrece, en efecto, cierto número de ventajas. Es posible en primer lugar controlarla (señalando los individuos, operando infiltraciones en el grupo, organizando la delación mutua). Al hormigueo impreciso de una población que practica un ilegalismo ocasional, susceptible siempre de propagarse, o también a esas partidas indeterminadas de vagabundos que, al azar de sus correrías y de las circunstancias, van reclutando obreros sin empleo, mendigos y rebeldes, y que aumentan a veces —se vio a fines del siglo XVIII— hasta el punto de formar unas fuerzas terribles de saqueo y de rebelión, los sustituye un grupo relativamente restringido y cerrado de individuos sobre los cuales es posible efectuar una vigilancia constante. Además, puede orientarse a esta delincuencia replegada sobre sí misma hacia formas de ilegalismo que son las menos peligrosas: mantenida por la presión de los controles en el límite de la sociedad, reducida a unas condiciones de existencia precarias, sin vínculo con una población que hubiera podido sostenerla (como se hacía hasta no ha mucho con los contrabandistas o ciertas formas de bandidismo), (42) los delincuentes se vuelven fatalmente hacia una criminalidad localizada, sin poder de atracción, políticamente sin peligro y económicamente sin consecuencias. Ahora bien, este ilegalismo concentrado, controlado y desarmado es directamente útil. Puede serlo con relación a otros ilegalismos: aislado junto a ellos, replegado sobre sus propias organizaciones internas, concentrado en una criminalidad violenta cuyas primeras víctimas suelen ser las clases pobres, cercado por todas partes por la policía, expuesto a largas penas de prisión, y después a una vida definitivamente «especializada», la delincuencia, ese mundo distinto, peligroso y a menudo hostil, bloquea o al menos mantiene a un nivel bastante bajo las prácticas ilegalistas corrientes (pequeños robos, pequeñas violencias, rechazos o rodeos cotidianos de la ley), y les impide desembocar en formas amplias y manifiestas, algo así como si el efecto de ejemplo que en otro tiempo se le pedía a la resonancia de los suplicios se buscara ahora menos en el rigor de los castigos que en la existencia visible, marcada, de la propia delincuencia. Al diferenciarse de los otros ilegalismos populares, la delincuencia pesa sobre ellos.
Pero la delincuencia es además susceptible de una utilización directa. El ejemplo de la colonización acude al pensamiento. No es, sin embargo, el más convincente. En efecto, si la deportación de los criminales fue pedida repetidas veces bajo la Restauración, ya sea por la Cámara de Diputados, ya por los Consejos generales, era esencialmente para aliviar las cargas financieras exigidas por todo el aparato de la detención; y a pesar de todos los proyectos que pudieron hacerse bajo la monarquía de Julio para que los delincuentes, los soldados indisciplinados, las prostitutas y los niños expósitos pudieran participar en la colonización de Argelia, ésta fue formalmente excluida por la ley de 1854, que creaba los presidios coloniales. De hecho, la deportación a la Guayana o más tarde a Nueva Caledonia no tuvo importancia económica real, a pesar de la obligación para los condenados de permanecer en la colonia en que habían purgado su pena un número de años igual por lo menos al de su tiempo de detención (en algunos casos, debían incluso permanecer allí toda la vida). (43) De hecho, la utilización de la delincuencia como medio a la vez separado y manejable se ha realizado sobre todo en los márgenes de la legalidad. Es decir que allí se ha establecido también en el siglo XIX una especie de ilegalismo subordinado, y cuya organización en delincuencia, con todas las vigilancias que ello implica, garantiza la docilidad. La delincuencia, ilegalismo sometido, es un agente para el ilegalismo de los grupos dominantes. El establecimiento de los sistemas de prostitución en el siglo XIX es característico a este respecto: (44) los controles de policía y de sanidad sobre las prostitutas, su paso regular por la prisión, la organización en gran escala de las mancebías, la jerarquía puntual que se mantenía en el medio de la prostitución, su encuadramiento por los delincuentes-confidente; todo esto permitía canalizar y recuperar por una serie entera de intermediarios los enormes provechos sobre un placer sexual que una moralización cotidiana cada vez más insistente condenaba a una semiclandestinidad y volvía naturalmente costoso. En la formación de un precio del placer, en la constitución de un provecho de la sexualidad reprimida y en la recuperación de este provecho, el medio delincuente ha sido cómplice de un puritanismo interesado: un agente fiscal ilícito sobre prácticas ilegales. (45) Los tráficos de armas, los de alcohol en los países de prohibición, o más recientemente los de la droga demostrarían de la misma manera este funcionamiento de la «delincuencia útil»: la existencia de una prohibición legal crea en torno suyo un campo de prácticas ¡legalistas sobre el cual se llega a ejercer un control y a obtener un provecho ilícito por el enlace de elementos, ¡legalistas ellos también, pero que su organización en la delincuencia ha vuelto manejables. La delincuencia es un instrumento para administrar y explotar los ilegalismos.
Es también un instrumento para el ilegalismo que forma en torno suyo el ejercicio mismo del poder. La utilización política de los delincuentes —en forma de soplones, de confidentes, de provocadores— era un hecho admitido mucho antes del siglo XIX (46) Pero después de la Revolución, esta práctica ha adquirido unas dimensiones completamente distintas: la infiltración de los partidos políticos y de las asociaciones obreras, el reclutamiento de hombres de mano contra los huelguistas y los promotores de motines, la organización de una subpolicía —trabajando en relación directa con la policía legal y capaz en el límite de convertirse en una especie de ejército paralelo—, todo un funcionamiento extralegal del poder ha sido llevada a cabo de una parte por la masa de maniobra constituida por los delincuentes: policía clandestina y ejército de reserva del poder. Parece ser que en Francia haya sido en torno de la Revolución de 1848 y de la toma del poder por Luis Napoleón cuando esas prácticas llegaron a su pleno florecimiento. (47) Puede decirse que la delincuencia, solidificada por un sistema penal centrado sobre la prisión, representa una desviación de ilegalismo para los circuitos de provecho y de poder ilícitos de la clase dominante.
La organización de un ilegalismo aislado y cerrado sobre la delincuencia no habría sido posible sin el desarrollo de los controles policíacos. Vigilancia general de la población, vigilancia «muda, misteriosa, inadvertida… son los ojos del gobierno abiertos incesantemente y velando de manera indistinta sobre todos los ciudadanos, sin someterlos por eso a ninguna medida de coerción cualquiera… Esta vigilancia no necesita estar escrita en la ley». (48) Vigilancia particular y prevista por el Código de 1810 de los criminales liberados y de todos aquellos que, habiendo pasado ya ante la justicia por hechos graves, se presume legalmente que hayan de atentar de nuevo al reposo de la sociedad. Pero vigilancia también de medios y de grupos considerados como peligrosos por los soplones o los confidentes casi todos los cuales son antiguos delincuentes, controlados a tal título por la policía: la delincuencia, objeto entre otros de la vigilancia policíaca, es uno de sus instrumentos privilegiados. Todas estas vigilancias suponen la organización de una jerarquía en parte oficial, en parte secreta (era esencialmente en la policía parisiense el «servicio de seguridad» el que contaba, aparte de los «agentes ostensibles» —inspectores y brigadieres—, con los «agentes secretos» y con los confidentes a quienes mueve el temor del castigo o el señuelo de una recompensa). (49) Suponen también la disposición de un sistema documental cuyo centro lo constituyen la localización y la identificación de los criminales: señalización obligatoria unida a las órdenes de captura y a las sentencias de los tribunales, señalización consignada en los registros de encarcelamiento de las prisiones, copia de registros de audiencias y de tribunales correccionales enviada cada tres meses a los ministerios de Justicia y de la Policía general, organización algo más tarde en el ministerio del Interior de un «fichero» con repertorio alfabético que recapitula aquellos registros, utilización hacia 1833 según el método de los «naturalistas, de los bibliotecarios, de los comerciantes, de los hombres de negocios» de un sistema de fichas o boletines individuales, que permite integrar fácilmente los datos nuevos, y al mismo tiempo, con el nombre del individuo buscado, todos los datos que pudieran aplicársele. (50) La delincuencia, con los agentes ocultos que procura, pero también con el rastrillado generalizado que autoriza, constituye un medio de vigilancia perpetua sobre la población: un aparato que permite controlar, a través de los propios delincuentes, todo el campo social. La delincuencia funciona como un observatorio político. A su vez, los estadísticos y los sociólogos han hecho uso de él, mucho después que los policías.
Pero esta vigilancia no ha podido funcionar sino emparejada con la prisión. Porque ésta facilita un control de los individuos cuando quedan en libertad, porque ésta permite el reclutamiento de confidentes y multiplica las denuncias mutuas, porque ésta pone a los infractores en contacto unos con otros, precipita la organización de un medio delincuente cerrado sobre sí mismo, pero que es fácil de controlar; y todos los efectos de desinserción que provoca (desempleo, prohibición de residencia, residencia forzada, puestas a disposición) abren ampliamente la posibilidad de imponer a los antiguos detenidos las obligaciones que se les asignan. Prisión y policía forman un dispositivo acoplado; entre las dos garantizan en todo el campo de los ilegalismos la diferenciación, el aislamiento y la utilización de una delincuencia. En los ilegalismos, el sistema policía-prisión aisla una delincuencia manejable. Ésta, con su especificidad, es un efecto del sistema; pero pasa a ser también uno de sus engranajes y de sus instrumentos. De suerte que habría que hablar de un conjunto cuyos tres términos (policía-prisión-delincuencia) se apoyan unos sobre otros y forman un circuito que jamás se interrumpe. La vigilancia policíaca suministra a la prisión los infractores que ésta trasforma en delincuentes, que además de ser el blanco de los controles policíacos, son sus auxiliares, y estos últimos devuelven regularmente algunos de ellos a la prisión.
No hay una justicia penal destinada a perseguir todas las prácticas ilegales y que, para hacerlo, utilice la policía como auxiliar, y como instrumento punitivo la prisión, a costa de dejar como rastro de su acción el residuo inasimilable de la «delincuencia». Hay que ver en esta justicia un instrumento para el control diferencial de los ilegalismos. Respecto de él, la justicia criminal desempeña el papel de garantía legal y de principio de trasmisión. Es un enlace en una economía general de los ilegalismos, cuyos otros elementos son (no por bajo de ella, sino al lado de ella) la policía, la prisión y la delincuencia. El rebasamiento de la justicia por la policía, la fuerza de inercia que la institución carcelaria opone a la justicia no es cosa nueva, ni el efecto de una esclerosis o de un progresivo desplazamiento del poder; es una característica de estructura que marca los mecanismos punitivos en las sociedades modernas. Por más que digan los magistrados, la justicia penal con todo su aparato de espectáculo está hecha para responder a la demanda cotidiana de un aparato de control sumido a medias en la sombra que tiende a engranar, una con otra, policía y delincuencia. Los jueces son sus empleados apenas reacios. (51) Ayudan en la medida de sus medios a la constitución de la delincuencia, es decir, a la diferenciación de los ilegalismos, al control, a la colonización y a la utilización de algunos de ellos por el ilegalismo de la clase dominante.
De este proceso que se desarrolló en los treinta o cuarenta primeros años del siglo XIX, son testimonio dos figuras. Vidocq en primer lugar. Fue (52) el hombre de los viejos ilegalismos, un Gil Blas del otro extremo del siglo y que se desliza rápidamente hacia lo peor: turbulencias, aventuras, engaños, de los que con la mayor frecuencia fue víctima, riñas y duelos; alistamientos y deserciones en cadena, encuentros con el medio de la prostitución, del juego y de la ratería, y pronto del gran bandolerismo. Pero la importancia casi mítica que ha adquirido a los ojos mismos de sus contemporáneos no se debe a ese pasado, quizá embellecido; no se debe siquiera al hecho de que, por primera vez en la historia, un antiguo presidiario, rescatado o comprado, haya llegado a jefe de policía, sino más bien al hecho de que, en él, la delincuencia ha asumido visiblemente su estatuto ambiguo de objeto y de instrumento para un aparato de policía que trabaja contra ella y con ella. Vi-docq marca el momento en que la delincuencia, desgajada de los otros ilegalismos, se encuentra investida por el poder, y convertida. Entonces es cuando se opera el acoplamiento directo e institucional de la policía y la delincuencia. Momento inquietante en que la criminalidad se convierte en uno de los engranajes del poder. Una figura había llenado las épocas precedentes: la del rey monstruoso, fuente de toda justicia y, sin embargo, manchado de crímenes; otro temor aparece, el de un entendimiento misterioso turbio entre quienes hacen valer la ley y quienes la violan. Se acabó la época shakespeariana en que la soberanía se enfrentaba con la abominación en un mismo personaje; pronto comenzará el melodrama cotidiano del poder policíaco y de las complicidades que el crimen establece con el poder.
Frente a Vidocq, su contemporáneo Lacenaire. Su presencia marcada para siempre en el paraíso de los estetas del crimen es para sorprender: a pesar de toda su buena voluntad, de su celo de neófito, jamás ha podido cometer, y eso con bastante torpeza, más que algunos crímenes mezquinos, y llegó a sospecharse tanto de él que era de esos delatores a quienes se encierra con otros presos para que obtengan sus confidencias, que la administración tuvo que protegerlo contra los detenidos de la Force, que intentaban matarlo, (53) y fue la buena sociedad del París de Luis Felipe la que le organizó, antes de su ejecución, una fiesta al lado de la cual numerosas resurrecciones literarias no han sido después otra cosa que homenajes académicos. Su gloria no le debe nada a la amplitud de sus crímenes ni al arte de su concepción; es su balbuceo lo que asombra. Pero le debe mucho al juego visible, en su existencia y sus discursos, entre el ilegalismo y la delincuencia. Estafa, deserción, latrocinio, prisión, reconstitución de las amistades de celda, chantaje mutuo, reincidencias hasta la última tentativa frustrada de asesinato, Lacenaire es el tipo del «delincuente». Pero llevaba consigo, al menos en estado virtual, un horizonte de ilegalismos que, recientemente aún, habían sido amenazadores: aquel pequeño burgués arruinado, educado en un buen colegio, que sabia hablar y escribir, una generación antes, habría sido revolucionario, jacobino, regicida; (54) contemporáneo de Robespierre, su rechazo de las leyes hubiera podido hacer efecto en un campo inmediatamente histórico. Nacido en 1800, casi como Julien Sorel, lleva en sí el rastro de esas posibilidades; pero se han torcido para no pasar del robo, el asesinato y la denuncia. Todas estas virtualidades se han convertido en una delincuencia de bastante poca envergadura: en este sentido, Lacenaire es un personaje tranquilizador. Y si aquéllas reaparecen, es en el discurso que hace sobre la teoría del crimen. En el momento de su muerte, Lacenaire manifiesta el triunfo de la delincuencia sobre el ilegalismo, o más bien la figura de un ilegalismo confiscado por una parte a la delincuencia y desplazado por la otra hacia una estética del crimen, es decir, hacia un arte de las clases privilegiadas. Simetría de Lacenaire con Vidocq, quien por la misma época permitía cerrar el círculo de la delincuencia sobre sí misma, constituyéndola como medio cercado y controlable, y desplazando hacia las técnicas policíacas una práctica delincuente que se convierte en ilegalismo lícito del poder. El hecho de que la burguesía parisiense festejara a Lacenaire, de que su celda se abriera a visitantes famosos, de que fuera cubierto de homenajes durante los últimos días de su vida, él a quien la plebe de la Forcé, antes que sus jueces, había querido ajusticiar, él que había hecho lo posible, en la audiencia, para arrastrar a su cómplice François al cadalso, todo esto tiene una razón: se celebraba la figura simbólica de un ilegalismo asegurado en la delincuencia y trasformado en discurso —es decir convertido dos veces en inofensivo—; la burguesía se inventaba con ello un placer nuevo, del que está lejos todavía de haber agotado el ejercicio. No hay que olvidar que la muerte tan famosa de Lacenaire venía a bloquear la repercusión del atentado de Fieschi, el más reciente de los regicidios que representa la figura inversa de una pequeña criminalidad desembocando sobre la violencia política. No hay que olvidar tampoco que tuvo lugar meses antes de la salida de la última cadena y de las manifestaciones tan escandalosas que lo acompañaron. Estas dos fiestas se cruzaron en la historia; y por lo demás, François, cómplice de Lacenaire, fue uno de los personajes más destacados de la cadena del 19 de julio. (55) La una prolongaba los rituales antiguos de los suplicios a riesgo de reactivar en torno de los criminales los ilegalismos populares. Iba a ser prohibida, porque el criminal no debía seguir ocupando un lugar sino en el espacio apropiado de la delincuencia. La otra inauguraba el juego teórico de un ilegalismo de privilegiados; o más bien marcaba el momento en que los ilegalismos políticos y económicos que practica de hecho la burguesía iban a ir acompañados de la representación teórica y estética: la «Metafísica del crimen», como se decía a propósito de Lacenaire. El asesinato considerado como una de las Bellas Artes se publicó en 1849.
Esta producción de la delincuencia y su investidura por el aparato penal, hay que tomarlas por lo que son: no por unos resultados adquiridos de una vez para siempre sino como tácticas que se desplazan en la medida en que no alcanzan jamás del todo su objeto. La separación entre su delincuencia y los demás ilegalismos, el volverse contra ellos, su colonización por los ilegalismos dominantes, son otros tantos efectos que aparecen claramente en la manera en que funciona el sistema policía-prisión; sin embargo, no han cesado de encontrar resistencias; han suscitado luchas y provocado reacciones.  Levantar la barrera que habría de separar a los delincuentes de todas las capas populares de las que habían salido y con las cuales se mantenían unidos, era una tarea difícil, sobre todo sin duda en los medios urbanos.(56) Se ha tratado de hacerlo durante mucho tiempo y con obstinación. Se han utilizado los procedimientos generales de la «moralización» de las clases pobres, que ha tenido, por otra parte, una importancia capital tanto desde el punto de vista económico como político   (adquisición de lo que se podría llamar un «legalismo de base», indispensable desde el momento en que el sistema del código había remplazado las costumbres; aprendizaje de las reglas elementales de la propiedad y del ahorro; enseñanza de la docilidad en el trabajo, de la estabilidad del alojamiento y de la familia, etc.). Se han empleado procedimientos más particulares para mantener la hostilidad de los medios populares contra los delincuentes (utilizando a los antiguos detenidos como confidentes, soplones, rompehuelgas u hombres de mano). Se han confundido sistemáticamente los delitos de derecho común y esas infracciones a la copiosa legislación sobre libretes, huelgas, coaliciones, asociaciones, (57) respecto de las cuales pedían los obreros el reconocimiento de un estatuto político. Se ha acusado muy regularmente a los actos obreros de ser animados ya que no manipulados por simples criminales. (58) Se ha demostrado en los veredictos una severidad con frecuencia mayor contra los obreros que contra los ladrones. (59) Se han mezclado en las prisiones las dos categorías de condenados, y concedido un trato preferencial a los de derecho común, mientras que los periodistas y los políticos detenidos tenían derecho, la mayoría de las veces, a ser colocados aparte. En suma, una verdadera táctica de confusión cuyo fin era crear un estado de conflicto permanente.
A esto se agregaba una larga maniobra para imponer al concepto que se tenía de los delincuentes un enfoque bien determinado: presentarlos como muy cercanos, presentes por doquier y por doquier temibles. Es la función de la gacetilla que invade una parte de la prensa y que comienza por entonces a tener sus periódicos propios. (60) La crónica de sucesos criminales, por su redundancia cotidiana, vuelve aceptable el conjunto de los controles judiciales y policíacos que reticulan la sociedad; refiere cada día una especie de batalla interior contra el enemigo sin rostro, y en esta guerra, constituye el boletín cotidiano de alarma o de victoria. La novela criminal que comienza a desarrollarse en los folletones y en la literatura barata, asume un papel aparentemente inverso. Tiene sobre todo por función demostrar que el delincuente pertenece a un mundo totalmente distinto, sin relación con la existencia cotidiana y familiar. Esta índole extraña, comenzó por ser la de los bajos fondos (Los misterios de París, Rocambole), después de la locura (sobre todo en la segunda mitad del siglo), y finalmente la del crimen dorado, de la delincuencia de «altos vuelos» (Arsenio Lupin). La nota roja unida a la literatura policíaca ha producido desde hace más de un siglo una masa desmesurada de «relatos de crímenes» en los cuales aparece sobre todo la delincuencia a la vez como muy cercana y completamente ajena, perpetuamente amenazadora para la vida cotidiana, pero extremadamente alejada por su origen, sus móviles y el medio en que se despliega, cotidiana y exótica. Por la importancia que se le da y el fausto discursivo de que se acompaña, se traza en torno suyo una línea que, al exaltarla, la coloca aparte. En esta delincuencia tan temible, y venida de un cielo tan ajeno, ¿qué ilegalismo podría reconocerse?…
Esta táctica múltiple no ha quedado sin efecto: lo demuestran las campañas de los periódicos populares contra el trabajo penal; (61) contra el «confort de las prisiones»; para que se reserven a los detenidos los trabajos más duros y más peligrosos; contra el excesivo interés que la filantropía dedica a los delincuentes; contra la literatura que exalta el crimen; (62) pruébalo también la desconfianza que se experimenta en general en todo el movimiento obrero respecto de los antiguos condenados de derecho común. «Al despuntar el alba del siglo xx», escribe Michèle Perrot, «ceñida de desprecio, la más altiva de las murallas, la prisión acaba de cerrarse sobre una población impopular». (63)
Pero esta táctica está, sin embargo, lejos de haber triunfado, o en todo caso de haber obtenido una ruptura total entre los delincuentes y las capas populares. Las relaciones de las clases pobres con la infracción, la posición recíproca del proletariado y de la plebe urbana habría que estudiarlas. Pero hay una cosa cierta: la delincuencia y la represión se consideran, en el movimiento obrero de los años 1830-1850, como algo importante. Hostilidad contra los delincuentes, sin duda; pero batalla en torno de la penalidad. Los periódicos populares suelen proponer un análisis político de la criminalidad que se opone término por término a la descripción familiar a los filántropos (pobreza-disipación-pereza-embriaguez-vicio-robo-crimen). El punto de origen de la delincuencia no lo asignan al individuo criminal (que no es otra cosa que la ocasión o la primera víctima), sino a la sociedad: «El hombre que nos da la muerte no es libre de no dárnosla. La culpable es la sociedad, o para estar más en lo cierto es la mala organización social.» (64) Y esto, o bien porque no es apta para subvenir a sus necesidades fundamentales, o bien porque destruye o borra en él unas posibilidades, unas aspiraciones o unas exigencias que se manifestarán después en el crimen: «La falsa instrucción, las aptitudes y las fuerzas no consultadas, la inteligencia y el corazón comprimidos por un trabajo forzado en una edad demasiado tierna.» (65) Pero esta criminalidad de necesidad o de represión enmascara, por la resonancia que se le da y la desconsideración de que se la rodea, otra criminalidad que a veces es su causa, y siempre su amplificación. Es la delincuencia de arriba, ejemplo escandaloso, fuente de miseria y principio de rebelión para los pobres. «Mientras la miseria cubre vuestros pavimentos de cadáveres, y vuestras prisiones de ladrones y de asesinos, ¿qué estamos viendo en cuanto a los estafadores del gran mundo?… Los ejemplos más corruptores, el cinismo más indignante, el bandidaje más desvergonzado… ¿No teméis que el pobre a quien se lleva al banquillo de los criminales por haber arrancado un trozo de pan a través de los barrotes de una panadería, llegue a indignarse lo bastante, algún día, para demoler piedra a piedra la Bolsa, antro salvaje donde se roban impunemente los tesoros del Estado y la fortuna de las familias?» (66) Ahora bien, esta delincuencia propia de la riqueza se halla tolerada por las leyes y cuando cae bajo sus golpes está segura de la indulgencia de los tribunales y de la discreción de la prensa. (67) De ahí la idea de que los procesos criminales pueden llegar a ser ocasión de un debate político, y que hay que aprovechar los procesos de opinión o las acusaciones contra los obreros para denunciar el funcionamiento general de la justicia penal: «El recinto de los criminales no es ya únicamente como en otro tiempo un lugar de exhibición de las miserias y las lacras de nuestra época, una especie de marca adonde vienen a tenderse, unas al lado de otras, las tristes víctimas de nuestro desorden social; es un palenque en el que resuena el grito de los combatientes.» (68) De ahí también la idea de que los presos políticos, puesto que tienen, como los delincuentes, una experiencia directa del sistema penal, si bien ellos se encuentran en situación de hacerse oír, están en el deber de ser los portavoces de todos los detenidos. Ellos deben iluminar «al buen burgués de Francia que jamás se enteró de las penas que se infligen a través de las pomposas requisitorias de un fiscal general». (69)
En este replanteamiento del problema de la justicia penal y de la frontera que ésta traza cuidadosamente en torno de la delincuencia, es característica la táctica de lo que se podría llamar la «contra-nota roja». Se trata, para los periódicos populares, de invertir el uso que se hacía de los crímenes o de los procesos en los periódicos que, a la manera de la Gazette des tribunaux, se «abrevan de sangre», se «alimentan de prisión» y hacen representar cotidianamente «un repertorio de melodrama». (70) La contra-nota roja subraya sistemáticamente los hechos de la, delincuencia en la burguesía, demostrando que ésta es la clase sometida a la «degeneración física», a la «podredumbre moral»; sustituye los relatos de crímenes cometidos por la gente del pueblo por la descripción de la miseria en que la sumen quienes la explotan y que en sentido estricto la hacen padecer hambre y la asesinan; (71) demuestra en los procesos criminales contra los obreros qué parte de responsabilidad debe atribuirse a los empresarios y a la sociedad entera. En suma, se despliega un verdadero esfuerzo para invertir ese discurso monótono sobre el crimen que trata a la vez de aislarlo como una monstruosidad y de hacer que recaiga su escándalo sobre la clase más pobre.
En el curso de esta polémica antipenal, los fourieristas fueron sin duda más lejos que nadie. Elaboraron, los primeros quizás, una teoría política que es a la vez una valorización positiva del delito. Si, según ellos, hay un efecto de la «civilización», hay igualmente, y por lo mismo, un arma contra ella. Lleva en sí un vigor y un porvenir. «El orden social dominado por la fatalidad de su principio compresivo continúa matando por medio del verdugo o por las prisiones a aquellos cuya naturaleza robusta rechaza o desdeña sus prescripciones, a aquellos que, demasiado fuertes para permanecer envueltos en las ceñidas ropas del recién nacido, las rompen y las desgarran, hombres que no quieren seguir siendo niños.» (72) No hay, pues, una naturaleza criminal sino unos juegos de fuerza que, según la clase a que pertenecen los individuos, (73) los conducirán al poder o a la prisión: pobres, los magistrados de hoy poblarían sin duda los presidios; y los forzados, de ser bien nacidos, «formarían parte de los tribunales y administrarían la justicia». (74) En el fondo, la existencia del delito manifiesta afortunadamente una «incompresibilidad de la naturaleza humana»; hay que ver en él, más que una flaqueza o una enfermedad, una energía que se yergue, una «protesta resonante de la individualidad humana» que sin duda le da a los ojos de todos su extraño poder de fascinación. «Sin el delito que despierta en nosotros multitud de sentimientos adormecidos y de pasiones medio extinguidas, permaneceríamos mucho más tiempo en el desorden, es decir, en la atonía.» (75) Puede, por lo tanto, ocurrir que el delito constituya un instrumento político que será eventualmente tan precioso para la liberación de nuestra sociedad como lo fue para la emancipación de los negros; ¿se habría realizado ésta sin él? «El veneno, el incendio y a veces incluso la rebelión, son testimonio de las ardientes miserias de la condición social.» (76) ¿Los presos? La parte «más desdichada y más oprimida de la humanidad». La Phalange coincidía a veces con la estética contemporánea del delito, pero en un combate muy distinto.
De ahí una utilización de la nota roja que no tiene simplemente por objetivo volver contra el adversario el reproche de inmoralidad, sino hacer que aparezca el juego de fuerzas que se oponen entre sí. La Phalange analiza los casos penales como un enfrenta-miento codificado por la «civilización», los grandes crímenes no como monstruosidades sino como la reacción fatal y la rebelión de lo reprimido, (77) y los pequeños ilegalismos no como los márgenes necesarios de la sociedad sino como el fragor central de la batalla que se desarrolla.
Coloquemos ahí, después de Vidocq y Lacenaire, un personaje más. Éste no ha hecho más que una breve aparición; su notoriedad apenas si ha durado más de un día. No era sino la figura pasajera de los ilegalismos menores: un niño de trece años, sin domicilio ni familia, inculpado de vagancia y a quien una sentencia de dos años de correccional colocó por largo tiempo sin duda en los circuitos de la delincuencia. Habría indudablemente pasado sin dejar rastro, de no haber opuesto al discurso de la ley que lo convertía en delincuente (en nombre de las disciplinas más todavía que según los términos del código) el discurso de un ilegalismo que se mantenía reacio a estas coerciones. Y que hacía valer la indisciplina de una manera sistemáticamente ambigua como el orden desordenado de la sociedad y como la afirmación de derechos irreductibles. Todos los ilegalismos que el tribunal codifica como infracciones, el acusado los reformuló como la afirmación de una fuerza viva: la ausencia de habitat como vagabundeo, la ausencia de amo como autonomía, la ausencia de trabajo como libertad, la ausencia de empleo del tiempo como plenitud de los días y de las noches. Este enfrentamiento del ilegalismo con el sistema disciplina-penalidad-delincuencia fue percibido por los contemporáneos o más bien por el periodista que se encontraba allí como el efecto cómico de la ley criminal frente a frente de los hechos menudos de la indisciplina. Y era exacto: el caso mismo y el veredicto que siguió se hallan realmente en el corazón del problema de los castigos legales en el siglo XIX. La ironía por la cual trata el juez de envolver la indisciplina en la majestad de la ley y la insolencia por la cual reinscribe el acusado la indisciplina en los derechos fundamentales constituyen para la penalidad una escena ejemplar.
Lo cual nos ha valido sin duda la información de la Gazette des tribunaux: (78) «El presidente: Se debe dormir en casa. Béasse: ¿Acaso tengo yo casa? —Vive usted en una vagancia perpetua. —Trabajo para ganarme la vida. —¿Cuál es su profesión? —Mi profesión … En primer lugar tengo treinta y seis por lo menos, pero no trabajo en casa de nadie. Hace ya algún tiempo que trabajo para mí. Tengo mis profesiones de día y de noche. Así, por ejemplo, de día, distribuyo pequeños impresos gratis a los transeúntes; corro detrás de las diligencias, a su llegada, para llevar los paquetes; me paseo por la avenida de Neuilly; por la noche, tengo los espectáculos; abro las portezuelas, vendo contraseñas; estoy bastante ocupado. —Más le valdría estar colocado en una buena casa y hacer en ella su aprendizaje. —Caramba, una buena casa, un aprendizaje… ¡Es muy fastidioso! Además, el señor de la casa siempre está gruñendo, y luego no hay libertad. —¿No lo reclama a usted su padre? —No hay tal padre. —¿Y su madre? —Tampoco, ni parientes, ni amigos: libre e independiente.» Al oír su sentencia a dos años de correccional, Béasse «hace una mueca muy fea, y después, recobrando su buen humor: ‘Dos años no son, después de todo, más que veinticuatro meses. En marcha.’ «
Esta escena es la que La Phalange ha reproducido. Y la importancia que le concede, el desmontaje muy lento, muy escrupuloso que hace de ella, demuestra que los fourieristas veían en un caso tan cotidiano un juego de fuerzas fundamentales. De un lado la de la «civilización», representada por el presidente, «legalidad viva, espíritu y letra de la ley». Tiene su sistema de coerción que parece ser el Código y que de hecho es la disciplina. Es preciso tener un lugar, una localización, una inserción coactiva: «Se duerme en casa, dice el presidente; porque en efecto, para él, todo debe tener un domicilio, una morada espléndida o ínfima, poco le importa; no está encargado de ocuparse de ello; de lo que está encargado es de obligar a ello a todo individuo.» Es preciso además tener una profesión, una identidad reconocible, una individualidad fijada de una vez para siempre: «¿Cuál es su profesión? Esta pregunta es la expresión más simple del orden que se establece en la sociedad; la vagancia le repugna y la perturba; es preciso tener una profesión estable, continua, de larga duración, pensamientos de porvenir, de establecimiento futuro, para tranquilizarla contra todo ataque.» Es preciso en fin tener un amo, hallarse inserto y situado en el interior de una jerarquía; no se existe sino fijo en unas relaciones definidas de dominación: «¿En casa de quién trabaja usted? Es decir, puesto que no es usted amo, preciso es que sea servidor, cualesquiera que sean las condiciones; no se trata de la satisfacción de la persona de usted; se trata del orden que hay que mantener.» Frente a la disciplina con rostro de ley, se tiene el ilegalismo que se hace pasar por un derecho; más que por la infracción, es por la indisciplina por lo que ocurre la ruptura. Indisciplina del lenguaje: la incorrección de la gramática y el tono de las réplicas «indican una escisión violenta entre el acusado y la sociedad que por medio del presidente se dirige a él en términos correctos». Indisciplina que es la de la libertad nativa e inmediata: «Comprende que el aprendiz, el obrero es esclavo y que la esclavitud es triste … Esta libertad, esta necesidad de movimiento de que está poseído, comprende que no seguiría gozando de ella en el orden ordinario… Prefiere la libertad, aunque fuera desorden; ¿qué le importa? Es la libertad, es decir el desarrollo más espontáneo de su individualidad, desarrollo salvaje, y por consiguiente brutal y limitado, pero desarrollo natural e instintivo.» Indisciplina en las relaciones familiares: poco importa que el niño perdido haya sido abandonado o se haya liberado voluntariamente, porque «no ha podido tampoco soportar la esclavitud de la educación en casa de los padres o de unos extraños». Y a través de todas estas pequeñas indisciplinas, es finalmente, la «civilización» entera la que se encuentra recusada, y el «salvajismo» lo que sale a la luz: «Es trabajo, es holgazanería, es despreocupación, es libertinaje: es todo, excepto el orden; salvo la diferencia de las ocupaciones y de los excesos, es la vida del salvaje, al día y sin un mañana.»  
Indudablemente los análisis de La Phalange no pueden ser considerados como representativos de las discusiones que los periódicos populares tenían entabladas en aquella época respecto de los crímenes y la penalidad. Pero se sitúan, no obstante, en el contexto de dicha polémica. Las lecciones de La Phalange no han sido perdidas por completo. Ellas son las que fueron despertadas por el eco muy amplio que respondió a los anarquistas cuando, en la segunda mitad del siglo XIX, y tomando como punto de ataque el aparato penal, plantearon el problema político de la delincuencia; cuando pensaron reconocer en ella la forma más combativa del rechazo de la ley; cuando intentaron menos heroificar la rebelión de los delincuentes que desanexionar la delincuencia con relación a la legalidad y al ilegalismo burgués que la habían colonizado; cuando quisieron restablecer o constituir la unidad política de los ilegalismos populares.

Notas:
1- Faucher observaba que la cadena era un espectáculo popular «sobre todo desde -que se habían suprimido casi los patíbulos».
2- Revue de Paris, 7 de junio de  1836.   Esa parte del espectáculo, en  1836, no era ya pública; sólo se admitía, a algunos espectadores privilegiados.   El relato del aherrojamiento que se encuentra en la Revue de Paris está conforme exactamente —a veces con las mismas palabras— con el del Dernier jour d’un condamné,  1829.
3- Gazette des tribunaux, 20 de julio de 1836.
4- Ibid.
5- La Phalange, 1 de agosto de 1836.
6- La Gazette des tribunaux publica regularmente estas listas y estas noticias «criminales». Ejemplo de señalización para reconocer bien a Delacollonge: «Un pantalón de paño, viejo, que llega a cubrir un par de botas, una gorra del mismo tejido, provista de una visera, una blusa gris… un abrigo de paño azul» (6 de junio de 1836). Mas tarde, deciden disfrazar a Dellacollonge para sustraerlo a las violencias de la multitud. La Gazette des tribunaux señala al punto el disfraz: «Un pantalón a rayas, una blusa de lienzo azul, un sombrero de paja» (20 de julio).
7- Revue de París, junio de 1836. Cf. Claude Gueux: «Palpad todos esos cráneos… cada uno de esos hombres caído por bajo de sí mismo hasta su tipo bestial… He aquí el lince, he aquí el gato, he aquí el mono, he aquí el buitre, he aquí la hiena.»
8- La Phalange, 1  de agosto de  1836.
9- Revue de Paris, 7 de junio de 1836. Según la Gazette des tribunaux, el capitán Thorez, que mandaba la cadena del 1 de julio, quiso hacer que se quitaran esos adornos: «Es impropio que, yendo a presidio a expiar vuestros crímenes, llevéis la desvergüenza hasta el punto de adornar vuestros gorros, como si se tratara para vosotros de un día de bodas.»
10- Revue de Paris, 7 de junio de 1836. En esta fecha, la cadena había sido reducida para impedir esta farandola, y unos soldados habían quedado encargados de mantener el orden hasta la partida de la cadena. El aquelarre de los presidiarios está descrito en el Dernier jour d’un condamné. «Por más que la sociedad se hallaba allí, representada por los carceleros y los curiosos asustados, el crimen se burlaba de ella un poco, y convertía el castigo horrible en una fiesta de familia.»
11- La Gazette des tribunaux del 10 de abril de 1836 cita una canción del mismo género, que se cantaba con la música de la Marsellesa. El canto de la guerra patriótica se convierte en ella claramente en el canto de la guerra social: «¿Qué quiere de nosotros ese pueblo imbécil, que viene a insultar a la desgracia? Nos contempla con una mirada tranquila. Nuestros verdugos no le causan horror.»
12-  Hay una clase de escritores que «se ha dedicado a utilizar a malhechores dotados de una asombrosa habilidad para la glorificación del crimen, que les hace desempeñar el papel principal y los entrega a los agentes de la autoridad como victimas de sus agudezas, de sus burlas y de su mofa mal disfrazada. Quien haya visto representar la Auberge des Adrets o Robert Macaire, drama famoso entre el pueblo, reconocerá sin trabajo la exactitud de mis observaciones.   Es el triunfo, es la apoteosis de la audacia y del crimen.   La gente de bien y la fuerza pública quedan burladas en esas obras del principio al fin» (H. A. Fregier, Les classes dangereuses, 1840, II, pp. 187-188).
13-  I.e dernier jour d’un  condamné.
14- Gazette des tribunaux, 19 de julio de 1836.
15- Gazette des tribunaux, 15 de junio de 1837.
16- Gazette des tribunaux, 23 de julio de 1837. El 9 de agosto, refiere la Gazette, el coche se volcó cerca de Guingamp. En lugar de amotinarse, los presos «ayudaron a sus guardianes a levantar de nuevo su vehículo común». Sin embargo, el 30 de octubre, la misma Gazette señala una evasión en Valence.
17- La Fraternité, num. 10, febrero de 1842.
18-  Cifra citada por G. de la Rochefoucauld en el curso de la discusión sobre la reforma del Código penal, 2 de diciembre de 1831, Archives parlementaires, t. LXXII, pp. 209-210.
19- E. Ducpétiaux, De la reforme pénitentiaire, 1837, t. III, pp. 276ss.
20- E. Ducpétiaux, ibid.
21- G. Ferrus, Des prisonniers, 1850, pp. 363-367.
22- E. de Beaumont y A. de Tocqueville, Note sur le système pénitentiaire, 1831, pp. 22-23.
23- Ch. Lucas, De la reforme des prisons, I, 1836, pp. 127 y 130.
24- F. B. Préameneu, Rapport au conseil général de la société des prisons, 1819.
25- La Fraternité, marzo de 1842.
26- Texto dirigido a L’Atelier, octubre de 1842, año 3, núm. 3, por un obrero preso por asociación ilegal. Pudo publicar esta protesta en una época en que el mismo periódico hacía una campaña contra la competencia del trabajo penal. En el mismo número, aparece una carta de otro obrero sobre el mismo tema. Cf. igualmente La Fraternité, marzo de 1842, año 1, núm. 10.
27- L. Moreau-Christophe, De la mortalité et de la folie dans le régime pénitentiaire. 1839, p. 7.
28- L’Almanach populaire de la France,  1839, firmado D., pp. 49-56.
29- F. de Barbé Marbois, Rapport sur l’état des prisons du Calvados, de l’Eure, la Manche et la Seine-Inférieure, 1823, p. 17.
30- Gazette des tribunaux, 3 de diciembre de 1829. Cf., en el mismo sentido, Gazette des tribunaux, 19 de julio de 1839; la Ruche populaire, agosto de 1840, La Fraternité, julio-agosto de 1847.
31- Charles Lucas, De la réforme des prisons, II, 1838, p. 64.
32-  Esta campaña ha sido muy viva antes y después de la nueva reglamentación de las centrales en 1839.  Reglamentación severa (silencio, supresión del vino y del tabaco, disminución de la venta de alimentos),  que fue seguida de motines.  El Moniteur del 3 de octubre de 1840: «Era escandaloso ver a los detenidos atiborrarse de vino, de carne, de caza, de golosinas de todo género y confundir la prisión con un hospedaje cómodo en el que se procuraban todos los deleites que solía negarles el estado de libertad.»
33- En 1826, muchos Consejos generales piden que se sustituya por la deportación un encarcelamiento constante y sin eficacia.   En 1842, el Consejo general de Hautes-Alpes solicita que las prisiones se conviertan en «realmente expiatorias»; lo mismo piden el de Drôme, Eure-et-Loir, Nièvre, Rhône y Seine-et-Oise.
34- Según una información llevada a cabo en 1839 entre los directores de centrales. El director de Embrun: «El exceso de bienestar en las prisiones contribuye realmente en mucho al aumento espantoso de las reincidencias.» Eysses: «El régimen actual no es lo bastante severo, y si hay un hecho cierto es el de que para muchos detenidos la prisión ofrece atractivos y encuentran en ella unos goces depravados que lo son todo para ellos.» Limoges: «El régimen actual de las casas centrales, que de hecho no son, para los reincidentes, otra cosa que verdaderos pensionados, no es en modo alguno represivo.» (Cf. L. Moreau-Christophe, Polémiques pénitentiaires, 1840, p. 86.) A comparar con las declaraciones hechas en el mes de julio de 1974, por los responsables de los sindicatos de la administración penitenciaria, a propósito de los efectos de la liberalización en la prisión.
35- Cf., supra, pp. 79 ss.
*- Librete: el que la policía daba a los artesanos, que también les servía de pasaporte, y en el cual iban escritas sus propias señas, y los talleres en que habían trabajado. [T.]
36- Ch. Comte, Traite de législation, p. 49.
37- H. Lauvergne, Les forçats, 1841, p. 337.
38- E. Buré, De la misère des classes laborieuses en Angleterre et en France, 1840, H, p. 391.
39- P. Rossi, Traité de droit pénal,  1829, I, p. 32.
40- Ch. Lucas, De la réforme des prisons, II, 1838, p. 82.
41- P. Rossi, loc. cit., p. 33.
42- Cf.  E. J. Hobsbawm, Les  bandits, trad, francesa, 1972.
43- Sobre el problema de la deportación, cf. F. de Barbé-Marbois (Observations sur les votes de 41 conseils généraux) y la discusión entre Blosseville y La Pilorgerie (a propósito de Botany Bay). Buré, el coronel Marengo y L. de Carné, entre otros, han hecho proyectos de colonización de Argelia con los delincuentes.
44- Uno de los primeros episodios fue la organización bajo el control de la policía de las casas de prostitución (1823), lo cual rebasaba ampliamente las disposiciones de la ley del H de julio de 1791, sobre la vigilancia de dichas casas. Cf. a este respecto las recopilaciones manuscritas de la Prefectura de policía (20-26). En particular, esta circular del Prefecto de policía, del 14 de junio de 1823: «El establecimiento de las casas de prostitución debería naturalmente desagradar a todo hombre que se interese por la moralidad pública; no me asombra en absoluto que los señores Comisarios de policía se opongan con todo su poder al establecimiento de estas casas en sus diferentes distritos… La policía creería haber puesto mucho cuidado en el mantenimiento del orden público, si hubiera conseguido circunscribir la prostitución a unas casas toleradas sobre las cuales su acción pudiera ser constante y uniforme, y que no pudieran sustraerse a la vigilancia.»
45- El libro de Parent-Duchatelet sobre la Prostitution à Paris, 1836, puede ser leído como el testimonio de este empalme, patrocinado por la policía y las instituciones penales, del medio delincuente sobre la prostitución. El caso de la Maffia italiana trasplantada a los Estados Unidos y utilizada conjuntamente para la obtención de ganancias ilícitas y para fines políticos es un buen ejemplo de la colonización de un ilegalismo de origen popular.
46- Sobre este papel de los delincuentes en la vigilancia policiaca y sobre todo política, cf. la memoria redactada por Lemaire. Los «denunciadores» son individuos que «esperan indulgencia para ellos mismos»; «son por lo general unas malas personas que sirven para descubrir a otras que lo son más. Por lo demás, por poco que cualquiera se encuentre una sola vez inscrito en el registro de la Policía, desde ese momento ya no se le pierde de vista».
47- K. Marx, Le 18-Brumaire de Louis Napoléon Bonaparte.
48- A.   Ronneville,  Des   institutions   complémentaires   du  système   pénitencier, 1847, pp. 397-399.
49- Cf. H. A. Fregier, Les classes dangereuses, 1840, I, pp. 142-148.
50- A. Boinneville, De la recidive, 1844, pp. 92-93. Aparición de la ficha y constitución de las ciencias humanas: otra invención que los historiadores celebran poco.
51- De la resistencia de los hombres de leyes a ocupar un lugar en este funcionamiento, tenemos testimonios muy precoces, desde la Restauración (lo que demuestra bien, que no es un fenómeno, ni una reacción tardía). En particular,  la  liquidación o más bien la  reutilización de  la  policía  napoleónica  ha planteado problemas.   Pero las dificultades se han prolongado.   Cf. cl discurso con el que Belleyme inaugura en  1825 sus funciones y trata de diferenciarse de sus predecesores: «Las vías legales están abiertas para nosotros…   Educado en la escuela de leyes, instruido en la escuela de una magistratura tan digna… somos  los auxiliares de la justicia» (cf.  Histoire de  l’administration  de  M.  de Belleyme); véase también el folleto muy interesante de Moléne, De la liberté.
52- Véanse tanto sus Memorias, publicadas con su nombre, como la Histoire de   V’idocq  racontée  par  lui-même.
53- La acusación ha sido repetida formalmente por Canler, Mémoires (redi-tadas en 1968), p. 15.
54- Sobre lo que hubiera podido ser Lacenaire, según sus contemporáneos, véase el expediente establecido por M. Lebailly en su edición de las Mémoires de Lacenaire, 1968, pp. 297-304.
55- La ronda de los años 1835-36: Fieschi, que concernía a la pena común de los parricidas y de los regicidas, fue uno de los motivos por los cuales Rivière, el parricida, fue condenado a muerte a pesar de una memoria cuya índole asombrosa quedó sin duda oscurecida por el escándalo de Lacenaire, de BU proceso y de sus escritos, que se publicaron gracias al jefe de la Seguridad (no sin algunas censuras), a comienzos de 1836, meses antes de que su cómplice François diera, con la cadena de Brest, uno de los últimos grandes espectáculos populares del crimen. Ronda de los ilegalismos y de las delincuencias, ronda de los discursos del crimen y sobre el crimen.
56- A fines del siglo XVIII, Colquhoun da una idea de la dificultad de la tarea para una ciudad como Londres. Traité de la police de Londres, traducido al francés en 1807. I, pp. 32-34, 299-300.
57- «Ninguna otra clase está sometida a una vigilancia de este género; se ejerce casi de la misma manera que la de los condenados liberados; parece colocar a los obreros en la categoría que se llama ahora la clase peligrosa de la sociedad» (L’Atelier, año 5, num. 6, marzo de 1845, a propósito del librete).
58- Cf. por ejemplo J. B. Monfalcon, Histoire des insurrections de Lyon, 1834, p. 142.
59- Cf. L’Atelier, octubre 1840, o también La Fraternité, julio-agosto de 1847.
60- Además de la Gazette des tribunaux y del Courrier des tribunaux, el Journal des concierges.
61- Cf. L’Atelier, junio de 1844, petición a la Cámara de París para que se empleen los detenidos en los «trabajos insalubres y peligrosos»; en abril de 1845, cita el periódico la experiencia de Bretaña, donde un número bastante grande de condenados militares ha muerto de fiebre realizando trabajos de canalización. En noviembre de 1845, ¿por qué no trabajan los presos el mercurio o el blanco de plomo?… Cf. igualmente la Démocratie politique de los años 1844-1845.
62- En L’Atelier, de noviembre de 1843, un ataque contra Los misterios de París, porque dedican la mejor parte a los delincuentes, a su pintoresquismo y a su vocabulario, y porque se subraya demasiado en ellos el carácter fatal de la inclinación al crimen. En La Ruche populaire se encuentran ataques del mismo género a propósito del teatro.
63- Délinquance et système pénitentiaire de France au XIXe siècle (texto inédito).
64- L’Humanitaire, agosto de 1841.
65- La Fraternité, noviembre de 1845.
66- La Ruche populaire, noviembre de 1842.
67- Cf. en La Ruche populaire (dic. de 1839), una réplica de Vincard a un articulo de Balzac en Le Siècle. Decía Balzac que una acusación de robo debía ser hecha con prudencia y discreción cuando se trataba de un rico cuya menor falta de probidad se conoce al punto: «Decid, señor, con la mano sobre la conciencia, si no es lo contrario lo que ocurre todos los días, si, con una gran fortuna y un rango elevado en el mundo, no se encuentran mil soluciones, mil medios para echar tierra a un asunto desagradable.»
68- La Fraternité, noviembre de 1841.
69-Almanach populaire de la France, 1839, p. 50.
70- Pauvre Jacques, año  1, num. 3.
71- En La Fraternité, marzo de 1847, se trata del caso Drouillard y alusivamente de los robos en la administración de marina en Rochefort. En junio de 1847, artículo sobre el proceso Boulmy y sobre el caso Cubière-Pellaprat; en julio-agosto de 1847, sobre el caso de concusión Benier-Lagrange-Jussieu.
72- La Phalange, 10 de enero de 1837.
73- «La prostitución patentada, el robo material directo, el robo con fractura, el asesinato y el bandidaje para las clases inferiores; mientras que las es-poliaciones hábiles, el robo indirecto y refinado, la explotación inteligente del ganado humano, las traiciones de alta táctica, las marrullerías trascendentes, en fin todos los vicios y todos los delitos realmente lucrativos, elegantes y a los que la ley está demasiado bien educada para atacarlos, siguen siendo el monopolio de las clases superiores» (1 de diciembre de 1838).
74- La Phalange, 1 de diciembre de 1838.
75- La Phalange, 10 de enero de 1837.
76- Ibid.
77- Cf. por ejemplo lo que La Phalange dice de Delacollonge o de Elirabi-de, 1 de agosto de 1836 y 2 de octubre de 1840.
78- Gazette des tribunaux, agosto de 1840.

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