K. Horney. La personalidad neurótica de nuestro tiempo: Cultura y Neurosis

CULTURA Y NEUROSIS
El análisis de todo individuo ofrece siempre nuevos problemas, inclusivé
para el analista de mayor experiencia. En cada paciente se enfrenta con
dificultades que nunca vio antes, con actitudes difíciles de reconocer y
aún más de explicar, con reacciones muy distantes de ser transparentes
a primera vista. Semejante variedad en los casos no nos sorprenderá si
recordamos la complejidad de la estructura del carácter neurótico tal
como ha sido descrita en los capítulos anteriores, y si tomamos en
consideración los múltiples factores implícitos. La diversidad de herencia
y las diferentes experiencias que una persona ha sufrido en su vida,
particularmente en su infancia, producen casi ilimitadas variantes en la
combinación de los factores involucrados.
Sin embargo, como ya dijimos al comienzo, no obstante todas estas
variaciones individuales los conflictos básicos alrededor de los cuales se
organiza una neurosis prácticamente son siempre los mismos, y por lo
general también son similares a aquellos a que está sometido todo
individuo sano de nuestra cultura. Quizá sea un truismo insistir en la
imposibilidad de establecer una distinción neta entre lo neurótico y lo
normal, pero convendrá señalarlo una vez más, pues muchos lectores,
ante los conflictos y las actitudes que observan en su propia experiencia,
podrán preguntarse así mismos: «¿Soy neurótico o no?». El criterio más
certero para discernirlo es si el individuo se siente, o no, perturbado por
sus conflictos, si puede afrontarlos y superarlos directamente.
Habiendo reconocido así que los neuróticos de nuestra cultura se hallan
dominados por los mismos conflictos subyacentes que, si bien en menor
grado, sufre el individuo normal, nuevamente nos encontramos ante la
cuestión ya planteada al empezar: ¿qué condiciones de nuestra cultura
son responsables de que las neurosis estén centradas en torno a los
mentados conflictos y no a otros cualesquiera? Freud sólo dedicó escasa
atención a este problema, pues el reverso de su orientación biológica era
una falta de criterio sociológico, y, en consecuencia, propendía a atribuir
primordialmente los fenómenos sociales a factores psíquicos, y a su vez
éstos a otros biológicos (teoría de la libido). Semejante inclinación movió
a algunos analistas a creer, por ejemplo, que las guerras son causadas
por la acción del instinto de muerte; que nuestro actual sistema
económico se basa en tendencias anal-eróticas; que la razón por la cual
la era de las máquinas no comenzó hace dos mil años es el narcisismo
reinante en aquellos tiempos.
Freud no concibe la cultura como resultado de un complejo proceso
social, sino, fundamentalmente, como producto de tendencias biológicas
reprimidas o sublimadas, con el efecto de que se erigen formaciones
reactivas contra ellas. Cuanto de modo más radical se supriman estas
tendencias, tanto mayor será el desarrollo cultural alcanzado. Dado que
la capacidad de sublimación es limitada, y que la intensa supresión de
las tendencias primitivas, sin sublimación alguna, puede conducir a la
neurosis, el desarrollo de toda civilización debe entrañar de un modo
inevitable un incremento de las neurosis. Ellas constituyen el precio que
la humanidad se ve obligada a pagar por la evolución cultural.
La premisa teórica subyacentemente implícita en esta manera de pensar
reside en la aceptación de una naturaleza humana biológicamente
determinada, o, con mayor precisión, en la creencia duque los impulsos
orales, anales, genitales y agresivos se dan en todos los seres humanos,
en cantidades más o menos iguales. Las variaciones de la integración
del carácter en los distintos individuos y en las diferentes culturas
obedecerían, entonces, a la mudable intensidad de la supresión
requerida, agregándose a ello que esta supresión no afecta en idéntico
grado a los impulsos de diversa especie.
Las comprobaciones históricas y antropológicas no confirman que exista
semejante relación directa entre el nivel de cultura alcanzado y la
supresión de las tendencias sexuales o agresivas. El error consiste,
capitalmente, en aceptar una relación cuantitativa en lugar de la
cualitativa. En efecto, la vinculación no se entabla entre la magnitud de la
supresión de los instintos y la magnitud de la cultura lograda, sino entre
la cualidad de los conflictos individuales y la cualidad de las dificultades
culturales. Cierto es que no se puede descartar el factor cuantitativo,
pero sólo debe apreciárselo en el contexto de la estructura global.
Ciertas dificultades típicas. inherentes a nuestra cultura se reflejan a
modo de conflictos psíquicos en la vida de todo individuo y, al
acumularse, pueden conducir a la formación de neurosis. Dado que no
somos especialistas en sociología, nos limitaremos a señalar someramente
los rasgos culturales básicos que influyen sobre el problema
de la neurosis y la cultura.
El principio de la competencia individual es el fundamento económico de
la cultura moderna. El individuo aislado debe luchar con otros individuos
del mismo grupo, procurando superarlos y, muchas veces, apartarlos de
su camino. La ventaja de unos suele significar la desventaja de otros, y
como consecuencia psíquica de esta situación establécese una difusa
tensión hostil entre los individuos. Cada uno es el competidor real o
potencial de todos los demás, situación que claramente se manifiesta
entre los miembros de un mismo grupo profesional, tengan o no
inclinación a la decencia en sus actos, o a disfrazarlos con una amable
deferencia hacia los otros. Ello no obstante, ha de destacarse que la
competencia, y la hostilidad potencial que ésta encierra, saturan todas
las relaciones humanas y constituyen, por cierto, factores predominantes
en los contactos sociales. Dominan los vínculos entre hombre y hombre,
entre mujer y mujer, y coartan profundamente la posibilidad de crear
amistades sólidas, sea su objeto la popularidad, la competencia, el don
de gentes o cualquier otro valor social. Como ya indicamos, perturban
asimismo las relaciones entre hombres y mujeres, no sólo en lo atinente
a la elección de la pareja, sino en la lucha con ésta por alcanzar la
superioridad. Saturan también la vida escolar, y lo que acaso sea de
mayor significado, minan la situación familiar, de modo tal que, poro común,
se le inocula al niño este germen desde el comienzo mismo de su
vida. La rivalidad entre padre e hijo, madre e hija y entre hermanos no es
un fenómeno humano general, sino una respuesta a estímulos
culturalmente condicionados. Uno de los relevantes méritos de Freud
consiste en haber descubierto el papel de la rivalidad en Ia familia,
expresándolo en su concepto del complejo de Edipo y otras hipótesis
similares. Cabe agregar, empero, que esta rivalidad no se halla, a su
vez, biológicamente condicionada; antes bien, deriva de circunstancias
culturales determinadas, y, además, que no sólo la situación familiar es
susceptible de desencadenar la rivalidad; pues asimismo los estímulos
de competencia obran desde la cuna hasta la tumba.
La potencial tensión hostil entre los individuos constantemente engendra
temor a la posible hostilidad de los demás, reforzado por el temor de que
éstos se venguen de la propia hostilidad. Otra importante fuente del
miedo en el individuo normal es la perspectiva del fracaso; en efecto, el
miedo al fracaso tiene carácter realista, pues en general las
probabilidades de fracasar superan sobradamente a las de tener éxito, y
en una sociedad competitiva los fracasos entrañan la frustración real de
las necesidades personales. No sólo implican reveses económicos,, sino
también pérdida de prestigio y toda suerte de frustraciones emocionales.
Otro motivo por el cual el éxito es un fantasma tan seductor estriba en su
repercusión sobre,la autoestima. No son únicamente los. demás quienes
nos valoran de acuerdo con el grado de nuestro éxito, también nuestra
propia autoestima se ajusta a idéntico patrón. De conformidad con las
ideologías prevalecientes, los triunfos se deben a nuestros méritos
intrínsecos o, en términos religiosos, representan signos visibles de la
gracia de Dios; pero en verdad dependen de toda una serie de factores
inaccesibles a nuestro dominio: circunstancias fortuitas,
inescrupulosidad, y otros por el estilo. No obstante, bajo la presión de la
ideología imperante, hasta la persona más normal se ve constreñida a
sentirse valiosa cuando tiene éxito, y a menospreciarse cuando fracasa.
Sobra decir que esto constituye una base muy endeble para la
autovaloración.
Tomados en conjunto todos estos factores -el sentido de competencia y
su hostilidad potencial entre los semejantes, los temores, ta disminución
del autoaprecio-, dan por resultado psicológico el sentimiento del
aislamiento personal. Aunque el individuo tenga múltiples contactos con
sus semejantes, aunque disfrute una feliz vida conyugal, en toda ocasión
se hallará afectivamente aislado. El aislamiento emocional es difícil de
soportar para cualquiera, pero tórnase una verdadera calamidad cuando
coincide con aprensiones e incertidumbres respecto de sí mismo.
Es esta situación la que en el individuo normal de nuestro tiempo
provoca una intensa necesidad de obtener cariño para aliviarse. La
consecución de afecto le hace sentirse menos aislado, menos amenazado
por la hostilidad y menos-incierto acerca de sí. En esta forma, el
amor es sobrevalorado en nuestra cultura, pues responde en ella a una
exigencia esencial, convirtiéndose en un verdadero fantasma -como el
éxito- y lleva consigo la ilusión de que con él todos los problemas pueden
resolverse. Intrínsecamente, el amor no es una ilusión -aunque en
nuestra cultura casi siempre sea una pantalla para satisfacer deseos que
en nada le atañen-, pero lo hemos transformado en una ilusión al
aguardar de él mucho más de lo que acaso podría darnos. A su vez, el
valor ideológico que prestamos al amor contribuye a encubrir los factores
que engendran nuestra exagerada necesidad de obtenerlo. De este
modo, el individuo (seguimos hablando del individuo normal) se
encuentra preso en el dilema de requerir apreciable cantidad de afecto y
de tropezar con las más arduas dificultades al conseguirlo.
Hasta aquí, tal situación sirve de fértil terreno para el desarrollo de las
neurosis. Los mismos factores culturales que influyen en la persona
normal, precipitándola en un autoaprecio vacilante, en la hostilidad
potencial, en la aprensión, en el afán de competencia que implica
temores, hostilidades y odios, en la exaltada necesidad de tener
relaciones personales satisfactorias, afectan al neurótico en grado más
acentuado aún, produciendo en él consecuencias que son
reproducciones intensificadas de las anteriores: aniquilamiento de la
autóestima, destructividad, angustia, desmedido afán de competencia
que acarrea mayor ansiedad e impulsos destructivos, y desmesurada
necesidad de lograr cariño. Si recordamos que en toda neurosis existen
tendencias contradictorias que el neurótico es incapaz de conciliar,
planteásenos la cuestión de si en nuestra cultura no existirán igualmente
ciertas incompatibilidades definidas, en las que se basan los típicos
conflictos neuróticos. Sería tarea del sociólogo estudiar y describir tales
antagonismos culturales, pero bástenos señalar en forma breve y
esquemática algunas de las tendencias contradictorias cardinales en la cultura.
La primera contradicción que cabe mencionar es la que se da entre la
competencia y el éxito, de un lado, y el amor fraterno y la humildad, del
otro. Por una parte se hace todo lo posible a fin de impulsarnos hacia el
éxito, lo cual significa que no sólo debemos tratar de imponernos, sino
también de ser agresivos y capaces de apartar a los demás de nuestro
camino. Por la otra, estamos profundamente imbuidos de los ideales
cristianos, que condenan como egoísta el querer algo para uno mismo,
que nos ordena ser humildes, ofrecer la segunda mejilla a la bofetada y
ser condescendientes con el prójimo. Dentro de los límites de lo normal
existen sólo dos soluciones para tal contradicción: tomar en serio una de
estas tendencias y desentenderse de la restante, o bien considerar las
dos, con la consecuencia de que el individuo se inhibirá gravemente en
ambos sentidos.
La segunda contradicción se plantea entre la estimulación de nuestras
necesidades y las frustraciones reales que sufrimos al cumplirlas. Por
razones económicas, en nuestra cultura acicatéanse de continuo las
necesidades dél individuo mediante recursos como la propaganda, el
«consumo ostentoso», el afán de «guardar el buen tono» y de seguir la
moda. Sin embargo, la efectiva satisfacción de estas necesidades está
muy restringida para la mayoría de las personas, lo que tiene para el
individuo la consecuencia psíquica de que sus deseos se hallan
constantemente en discordancia con las satisfacciones.
Aún existe otra contradicción entre la presunta libertad del individuó y
sus restricciones reales. La sociedad le dice al individuo que es libre e
independiente, que puede ordenar su vida conforme a su libre albedrío,
que «el gran juego de la vida» se encuentra a su entera disposición y
que, si es eficaz y enérgico, logrará cuanto quiera. No obstante, todas
estas posibilidades están en la práctica muy limitadas para la mayoría de
la gente. Lo que se dice en tono de broma acerca de la imposibilidad de
escoger los propios padres, es asimismo aplicable a la vida en general, a
la elección profesional y al éxito en ella, a la elección de las diversiones y
del cónyuge. Resultado de todo ello para el individuo es una incesante
fluctuación entre el sentimiento de ilimitado poderío para determinar su
propio destino y el sentimiento de encontrarse totalmente inerme e indefenso.
Estas condiciones arraigadas en nuestra cultura constituyen, precisamente,
los conflictos que el neurótico pugna por reconciliar: sus
tendencias a la agresividad con sus impulsos a la condescendencia; sus
excesivas demandas, con su temor de no poder lograr jamás nada; su
afán de autoexaltación con su sentimiento de indefensión personal. La
diferencia respecto del individuo normal es meramente cuantitativa, pues
mientras éste es capaz de superar todas estas dificultades sin que su
personalidad sufra daño alguno, en el neurótico todos los conflictos se
hallan acrecentados, a punto tal que le impiden alcanzar cualquieí
desenlace satisfactorio.
A lo que parece, el ser humano predispuesto a la neurosis es quien más
intensamente ha experimentado todas estas dificultades culturales, sobre
todo a través de sus experiencias infantiles, siendo, por lo tanto, incapaz
de resolverlas, o logrando solucionarlas sólo a costa de grave perjuicio
para su personalidad. Bien podríamos llamarle, pues, un hijastro de nuestra cultura.

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