ANGUSTIA Y HOSTILIDAD
Al estudiar la diferencia entre el miedo y la angustia establecimos, como
primero de nuestros resultados, que la angustia es un miedo que entraña
esencialmente un factor subjetivo. ¿Cuál es, pues, la naturaleza de dicho factor?
Comencemos por describir la experiencia del individuo que sufre
angustia. Tiene éste el sentimiento de un peligro poderoso e ineludible
ante el cual se halla totalmente inerme. Cualesquiera fueren las
manifestaciones de la angustia, trátese de un temor hipocondríaco al
cáncer, de una ansiedad frente a las tormentas, de una fobia a las
alturas o de cualquier otra aprensión similar, siempre descubriremos los
dos factores: un peligro abrumador y la indefensión frente al mismo. A
veces impresiona como si la fuerza ante la cual se siente desvalido
procediera del exterior (tormentas, cáncer, accidentes y peligros
similares); otras, lo riesgoso parece amenazar desde sus propios
impulsos indómitos (miedo de tener que precipitarse al vacío o de herir a
alguien con un puñal); por fin, en ocasiones el peligro es completamente
vago e intangible, como suele ocurrir en los accesos de angustia.
Estos sentimientos, empero, no constituyen por sí solos características
exclusivas de la angustia, dado que pueden ser exactamente iguales en
cualquier circunstancia que presente un peligro real abrumador y una
indefensión no menos real y objetiva frenta a éste. Imaginaínos que la
experiencia subjetiva de personas expuestas a un terremoto o de un niño
menor de dos años que es objeto de malos tratos, en nada difiere de la
del que padece ansiedad ante las tormentas. En el caso del miedo, el
peligro existe concretamente, y el sentimiento de encontrarse desarmado
también es condicionado por la realidad; pero en el de la angustia, el
peligro es determinado o magnificado por factores intrapsíquicos y la
indefensión se halla configurada por la propia actitud del sujeto.
Así, el problema del factor subjetivo que interviene en la angustia se
reduce a una pregunta más precisa: ¿cuáles son las condiciones
psíquicas que crean el sentimiento de un poderoso peligro inminente y la
actitud de indefensión frente al mismo? Tal es, de cualquier manera, la
cuestión que debe plantearse el psicólogo. En efecto, el hecho de que
ciertas condiciones químicas del organismo son asimismo susceptibles
de promover la sensación y las manifestaciones somáticas de la
angustia, es tan ajeno a los problemas psicológicos como el de que los
factores químicos pueden producir la excitación o el sueño.
Como en tantos otros puntos, también en este problema de la angustia
fue Freud quien nos señaló el camino a seguir, mediante su fundamental
descubrimiento de que el factor subjetivo implícito en la angustia reside
en nuestros propios impulsos instintivos. En otras palabras, tanto el
peligro anticipado por la angustia cuanto el sentimiento de indefensión
respecto de él, son desencadenados por la fuerza explosiva de nuestros
propios impulsos. Al final de este capítulo examinaremos más
detalladamente los conceptos de Freud, apuntando asimismo en qué
sentido nuestras conclusiones difieren de las suyas.
En principio, cualquier impulso tiene la capacidad potencial de provocar
angustia, siempre que su descubrimiento o su realización impliquen la
violación de otros intereses o necesidades vitales y toda vez que sea
suficientemente imperativo o apasionado. En épocas en que existían
estrictos y precisos tabúes sexuales, como en la era victoriana, el ceder
a los impulsos eróticos a menudo significaba un verdadero peligro. Una
muchacha soltera, por ejemplo, veíase expuesta al peligro real del
remordimiento o del ostracismo social, y quienes cedían a los impulsos
masturbatorios debían encarar el riesgo no menos real de las amenazas
de castración o la terrible prevención de que sufrirían fatales daños
físicos o enfermedades mentales. Otro tanto ocurre hoy con ciertos
impulsos sexuales perversos, como los exhibicionistas o los pederastas.
En nuestra época, empero, y en lo referente a los impulsos sexuales
«normales», nuestra actitud se ha tornado tan indulgente que su
admisión o su cumplimiento práctico sólo en pocas circunstancias
significan exponerse gravemente, de ahí que hayan disminuido mucho
las razones objetivas para atemorizarse a causa de ellos.
El cambio de la posición cultural frente al sexo puede ser responsable,
en gran medida, de que, según hemos comprobado, únicamente en
casos excepcionales se demuestre que los impulsos sexuales
constituyen la fuerza dinámica de la angustia. Este aserto puede dar la
impresión de exagerado, pues es indudable que a primera vista la
angustia parecería estar vinculada a los deseos sexuales. En efecto, a
menudo se comprueba que los neuróticos sufren angustia en relación
con la actividad sexual, o tienen inhibiciones en ésta como consecuencia
de aquélla. No obstante, el análisis realizado con mayor detenimiento
prueba que por lo común el fundamento de la angustia no radica en los
impulsos sexuales en sí, sino en impulsos hostiles vinculados a ellos,
como la tendencia a herir o humillar al compañero mediante la propia relación sexual.
En rigor, los impulsos hostiles de las más diversas especies constituyen
la fuente principal de la mayoría de las neurosis. Otra vez tememos que
también esta afirmación parezca una ilícita generalización de un hecho
que podría ser cierto en algunos casos; pero los casos que revelan la
conexión directa entre la hostilidad y la angustia provocada por aquélla
no son la única base de nuestras palabras. Como bien se sabe, todo
impulso hostil agudo puede ser una causa directa de angustia si su
realización contraría los intereses del propio sujeto. Sirva un ejemplo
para ilustrar muchos otros. Un joven, F., emprende una excursión alpina
con una muchacha, María, de la cual se halla profundamente prendado.
No obstante, siente violento furor contra ella por un motivo cualquiera
que ha despertado sus celos. Al recorrer un peligroso sendero sufre un
grave acceso de angustia, con respiración débil y palpitaciones, pues
acaba de experimentar el impulso consciente de empujar a la joven al
precipicio. Las angustias de esta especie tienen la misma estructura que
las emanadas de fuentes sexuales: obedecen a un impulso compulsivo
que, de realizarse, significaría una catástrofe para el propio sujeto.
Sin embargo, en la gran mayoría de las personas la conexión causal
directa entre la hostilidad y la angustia neurótica está lejos de ser
evidente. Así, para demostrar por qué los impulsos hostiles representan
la principal fuerza psicológica productora de angustia en las neurosis de
nuestro tiempo, será menester estudiar ahora, con algún detalle, las
consecuencias psicológicas de la represión de la hostilidad.
Reprimir la hostilidad significa «fingir» que todo anda bien, absteniéndose
de esta manera de luchar cuando se debería o, por lo menos,
cuando se desearía hacerlo. De ahí que la primera consecuencia
inevitable de tal represión sea la de generar un sentimiento de
indefensión o, para ser más exactos, la de reforzar un sentimiento
preexistente de absoluta carencia de defensa. Si la hostilidad es
reprimida cuando los intereses del sujeto realmente son atacados, éste
quedará a merced de los demás, que así podrán aprovecharse de él.
La experiencia de un químico, C., es un testimonio cotidiano de esta
especie. C. sufría lo que se juzgaba un agotamiento nervioso a
consecuencia del exceso de trabajo. Era una persona extraordinariamente
dotada y muy ambiciosa, aunque sin reconocerlo. Por motivos que
pasaremos por alto, había reprimido sus anhelos ambiciosos, pareciendo,
por consiguiente, muy modesto. Cuando ingresó en el laboratorio
de una gran fábrica química, un colega, G., algo mayor en años
y superior en jerarquía, lo tomó bajo su tutela y le ofreció toda su
amistad. A causa de una serie de factores personales -dependencia del
cariño ajeno, intimidaciones sufridas ante observaciones críticas previas,
ignorancia de su propia ambición, incapacidad de reconocerla en los
demás-, C. sintióse muy feliz aceptando estas muestras de amistad, sin
advertir que a G. en realidad sólo le preocupaba su carrera. Además, ni
siquiera notó que en cierta ocasión G. había presentado como suya una
idea valiosa para un posible invento, que en verdad era de C., quien se
la había transmitido en el curso de una plática amistosa. Por un instante
fugaz, C. sintió desconfianza, pero como su propia ambición despertaba
su intensa hostilidad, inmediatamente la reprimió, y, con ella, también la
legítima crítica y desconfianza. Por eso quedó persuadido de que G.
continuaba siendo su mejor amigo. Así; al aconsejarle éste que abandonara
cierta investigación, aceptó el consejo como bien intencionado, y al
producir G. el invento que C. podía haber logrado, simplemente creyó
que las dotes y la inteligencia de aquél eran muy superiores a las
propias, quedando muy feliz de contar con un amigo tan admirable. Por
lo tanto, habiendo reprimido su recelo y hostilidad C. no pudo percibir
que en asuntos capitales G. era más bien su enemigo que su amigo.
Además, al aferrarse a la ilusión de ser querido, abandonó toda
precaución de eficaz defensa de sus propios intereses. Ni siquiera pudo
comprender que se lo atacaba en una importante posición, y por
consiguiente tampoco le fue dable combatir para defenderla, dejando así
que el otro explotara su debilidad.
Los temores que la represión permite superar también pueden ser
solucionados manteniendo el dominio consciente de la hostilidad: mas la
opción de dominarla o reprimirla no se halla a nuestro alcance, pues la
represión es un proceso de tipo reflejo que se produce siempre que en
una situación particular nos resulta insoportable admitir que nos anima
un impulso hostil. En tal caso, desde luego, no tenemos posibilidad
alguna de dominio consciente. Las principales razones que tornan
intolerable la conciencia de la hostilidad estriban en que se puede amar o
necesitar a una persona a quien al mismo
tiempo se odia; que no se quieren ver los motivos de esta hostilidad,
como, por ejemplo, la envidia y la codicia; o bien, que acaso sea, temible
reconocer en uno mismo la hostilidad para con el prójimo. En
circunstancias semejantes, la represión es el camino más corto y breve
para recuperar de inmediato la seguridad y la calma. Gracias a la
represión, la aterrorizante hostilidad desaparece de la conciencia o es
mantenida lejos de ella. Quisiéramos repetir esto en otras palabras,
pues, con toda su simpleza, constituye una de aquellas afirmaciones
psicoanalíticas que sólo rara vez son bien comprendidas: al reprimir la
hostilidad, el sujeto ya carece de toda noción de que es hostil.
Sin embargo, la vía más rápida hacia el confortamiento y la seguridad no
es, necesariamente, la que en última instancia ofrece mayor seguridad.
Gracias al proceso de la represión, la hostilidad -para señalar su carácter
dinámico haríamos mejor en hablar aquí de «rabia»- es excluida de la
percepción consciente, aunque no por ello abolida. Separada del
contexto de la personalidad y sustraída así del dominio del individuo, se
agita en éste como un afecto muy explosivo, presto a la erupción y
tendiente a descargarse. La intensidad del carácter detonante del afecto
reprimido se debe a que su mismo aislamiento le hace asumir
dimensiones mayores y, muchas veces, fantásticas.
Mientras el sujeto tenga conciencia de la animosidad, su expansión
queda restringida en tres sentidos. Primero, el examen de las
circunstancias dadas en determinada situación le demuestra qué puede
hacer y qué no frente a un enemigo real o supuesto. Segundo, si la rabia
concierne a alguien que por otra parte el sujeto admira, necesita o gusta,
aquélla tarde o temprano se integrará en la totalidad de sus sentimientos.
Por último, en la medida en que el hombre ha desarrollado cierto sentido
de lo lícito y de lo que no lo es, este factor también coartará sus impulsos hostiles.
Al reprimir la rabia, queda cerrado el acceso a estas posibilidades de
restricción, con el resultado de que los impulsos hostiles trasgreden las
restricciones interiores y exteriores, aunque sólo en la fantasía. Si el
mencionado químico hubiese cedido a sus impulsos, habría relatado a
los demás cómo su presunto amigo abusó de su amistad, o bien
insinuado a sus superiores que aquél le sustrajo su idea, o, por fin, le
habría impedido la posibilidad de explotarla. En cambio, una vez
reprimida, su rabia se disoció y expandió, manifestándose acaso en sus
sueños; en efecto, es muy verosímil que el sujeto haya soñado que
asesinaba a alguien en forma simbólica o que se convertía en un genio
admirado, mientras los demás fracasaban en forma lastimosa.
Precisamente en virtud de esta disociación, la hostilidad reprimida suele
intensificarse, con el tiempo, desde el exterior. Por ejemplo, si un
empleado tiene reacciones de rabia contra su jefe porque adopta ciertas
disposiciones sin consultarle antes, si aquél persiste en reprimirla y no se
atreve a protestar, éste seguramente continuará actuando con
prescindencia de él. Así es evidente que sin cesar se originarán nuevas
reacciones de rabia (20).
Otra consecuencia de la represión de la hostilidad es que el sujeto
registra en sí mismo la presencia de un afecto muy violento que escapa
a sus posibilidades de dominio. Pero antes de considerar estas
derivaciones hemos de plantear un problema similar. Por definición, al
reprimir un afecto o impulso el individuo deja de percatarse de su
existencia, a tal punto que en su psiquismo consciente ya no sabe que
guarda el menor sentimiento hostil contra alguien. ¿Cómo podemos
decir, entonces, que «registra» en sí mismo la existencia del afecto
reprimido? La respuesta estriba en el hecho de que entre lo consciente y
lo inconsciente no hay una relación exclusiva y estricta, pues, según
señaló H. S. Sullivan en una conferencia, hay diversos niveles de
conciencia. El impulso reprimido no sólo continúa siendo eficaz, como lo
estableció Freud en uno de sus descubrimientos básicos, sino que,
además, en un nivel profundo de conciencia, el sujeto tiene noción de
que ese impulso pervive en él. Reducido a sus términos más simples,
esto significa que, fundamentalmente no podemos engañarnos; pues en
realidad nos observamos mucho mejor de lo que creemos, como en
general también observamos a los demás mucho mejor de lo que
suponemos (según lo demuestra, por ejemplo, la certeza de la primera
impresión que nos causa una persona); sin embargo, podemos tener
decisivas razones para no tomar conocimiento de nuestras
observaciones. Con el objeto de evitar repetidas explicaciones, en
adelante utilizaremos el término «registrar» para describir el
conocimiento de algo que acontece en nosotros sin que nos percatemos de ello.
Tales consecuencias de la represión de la hostilidad pueden bastar, por
sí solas, para engendrar angustia, siempre que la hostilidad y su
eventual peligro para los demás intereses del individuo sean suficientemente
grandes. De tal modo es factible que se establezcan
estados de angustia vagos e inciertos; pero con mayor frecuencia el
proceso no se detiene aquí, pues el individuo tiene la imperiosa
necesidad de eliminar el afecto peligroso que desde el interior amenaza
sus intereses y su seguridad. Así se inicia un segundo proceso reflejo: el
sujeto «proyecta» sus impulsos hostiles hacia el mundo exterior. La
primera «ficción», la represión, entraña una segunda: el sujetó «finge»
que los impulsos destructivos no surgen de su interior, sino de alguna
otra persona o cosa exteriores. Lógicamente; la persona sobre la cual se
proyectarán estos impulsos hostiles será aquella.contra quien estaban
dirigidos en su origen. Como resultado de tal proceso, esa persona
asumirá de esta suerte enormes proporciones en la mente del sujeto, en
parte a causa de que éste le atribuye la misma crueldad que poseen sus
impulsos reprimidos, y en parte, asimismo, porque en toda situación de
peligro el grado de potencia conque se la enfrenta no sólo depende de
las condiciones reales, sino también de la actitud que el sujeto adopta
frente a ellas. Cuanto más inerme se encuentra uno, tanto mayor parece el peligro (21).
Además, la proyección le brinda igualmente al individuo la posibilidad de
autojustificarse, pues al intervenir ese proceso, no es él quien quiere
engañar, robar, explotar y humillar a los demás, sino éstos quienes se
proponen hacerle víctima de semejantes maldades. Una esposa que
ignore sus propios impulsos de arruinar al marido y esté subjetivamente
convencida de que es la más abnegada de las mujeres, en virtud de
dicho mecanismo puede considerar a su esposo como un bruto que no
desea otra cosa sino dañarla.
Finalmente, el proceso de la proyección puede ser reforzado, o no, por
otro mecanismo que persigue el mismo objetivo: nos referimos al miedo
ante la venganza ajena, susceptible de saturar el impulso reprimido.
Cuando ello ocurre, un sujeto que desea herir, engañar o defraudar a los
demás, podría temer que éstos le hagan otro tanto. No decidiremos
ahora en qué grado el miedo al desquite es una característica general
arraigada en la naturaleza humana, hasta qué punto brota de las
primitivas experiencias de pecado y castigo, y hasta dónde presupone la
existencia dé un impulso a la venganza personal. Sea como fuere, es
indudable que constituye un factor de primordial cuantía en la mentalidad del neurótico.
Estos procesos emanados de la hostilidad reprimida tienen por
consecuencia la angustia. En efecto, la represión ocasiona precisamente
aquel estado característico de la ansiedad; un sentimiento de
encontrarse desarmado frente a algo percibido por el sujeto como un
peligro insuperable que le amenaza desde afuera.
Aunque en principio son muy simples las etapas que conducen a la
angustia, en la práctica suele ser difícil comprender las condiciones bajo
las cuales se presenta. Uno de los factores que complican su aparición
es que los impulsos hostiles reprimidos con frecuencia no son
proyectados a la persona que realmente es su objeto, sino a algún otro
personaje sustitutivo. Así, por ejemplo, en uno de los historiales clínicos
de Freud, el de Juanito, este niño no produjo un estado de angustia
frente a sus padres, sino miedo a los caballos blancos (22). Una paciente
nuestra, muy sensible en otros sentidos, después de haber reprimido
impulsos hostiles contra el esposo, repentinamente fue víctima de
angustia ante los reptiles, que según presumía existirían en su pileta de
natación. Claro está, desde los gérmenes microbianos hasta las
tormentas, nada es demasiado remoto para convertirse en objeto de la
angustia. Las razones de tal tendencia a desconectar la angustia de la
persona objeto de ella son harto comprensibles, pues si llega a
vincularse a uno de los padres, el cónyuge. a un amigo o a otro ser
querido, es inevitable que el sujeto resulte víctima de la incompatibilidad
entre sus sentimientos hostiles y los lazos previos de autoridad, amor o
respeto. En tales casos se ajusta a la máxima de negar de modo rotundo
su hostilidad. Reprimiéndola, consigue negar su existencia en sí mismo,
y al proyectar luego la hostilidad así reprimida -verbigracia, a las
tormentas- también niega su existencia en los demás. Muchos
matrimonios ilusoriamente felices reposan sobre esa política del avestruz.
El hecho de que la represión de la hostilidad lleve con inexorable lógica a
la producción de angustia, no implica que también ésta deba
manifestarse cada vez que dicho proceso tiene lugar. De hecho, la
ansiedad puede ser eliminada instantáneamente por uno de los mecanismos
defensivos que ya hemos considerado o que expondremos
más adelante. Así, en tal situación al sujeto le es dable protegerse
mediante recursos como, por ejemplo, el de experimentar una desmesurada
necesidad de dormir o el de entregarse a la bebida.
Son. infinitamente variables las formas de angustia a las que puede
llevar la represión de la hostilidad. Con el propósito de facilitar la
comprensión de las situaciones resultantes, a continuación bosquejaremos
las distintas posibilidades de ese proceso.
A: El sujeto siente que el peligro proviene de sus propios impulsos.
B: Lo percibe como de origen exterior.
Considerando las consecuencias de reprimir la hostilidad, el grupo A
parece representar el resultado directo de la represión; mientras que en
el grupo B interviene, además, la proyección. Tanto aquél cómo éste son
susceptibles de subdividirse en dos subgrupbs:
I: El peligro se considera dirigido contra uno mismo.
II: El peligro se considera dirigido contra los demás.
Tendríamos así cuatro grupos principales de angustia:
A. I: Se percibe que el peligro proviene de los propios impulsos y que
se dirige contra uno mismo. En este grupo, la hostilidad se
orienta secundariamente contra el sujeto mismo, proceso éste
que examinaremos más abajo.
Ejemplo: fobia al impulso de precipitarse al vacío desde las alturas.
A. II: El peligro se conceptúa originado en los propios impulsos y
dirigido contra los demás.
Ejemplo: fobia al impulso de herir a alguien con un puñal.
B. I: El peligro se juzga originado en el exterior y dirigido contra uno mismo.
Ejemplo: miedo a las tormentas.
B. II: El peligro se juzga originado en el exterior y dirigido contra los
demás. En este grupo, la hostilidad se proyecta hacia el mundo
exterior, conservándose su objeto primitivo. Ejemplo: la ansiedad
de las madres excesivamente preocupadas por pretendidos
peligros que amenazarían a sus hijos.
Es innecesario decir que tal clasificación tiene limitado valor, pues si bien
puede tener la utilidad de ofrecer una rápida orientación panorámica, en
modo alguno enuncia todas las contingencias posibles. Así, por ejemplo,
no sería dable deducir que las personas con angustia del tipo A jamás
proyectarán su hostilidad reprimida, sino sólo colegirse que en esta
forma específica de la ansiedad suele faltar el mecanismo de la proyección.
La relación entre la hostilidad y la angustia no se constriñe únicamente a
la tendencia de aquélla a producir ésta. En efecto, el proceso también
podrá ocurrir a la inversa: la angustia, cuando obedece al sentimiento de
amenaza de un peligro, puede a su vez desencadenar con facilidad una
reacción defensiva de hostilidad. Al respecto, la angustia no difiere en
nada del miedo, que igualmente puede provocar una agresión.
Asimismo, la hostilidad reactiva es capaz de producir angustias, si es
reprimida, creándose de tal manera un verdadero círculo vicioso. Esta
interacción entre la hostilidad y la angustia, que sin cesar se generan y
refuerzan mutuamente, nos permite entender por qué en las neurosis
nos encontramos con tan enormes contenidos de implacable hostilidad (23);
la misma influencia recíproca es también la razón fundamental de que
los neuróticos graves empeoren tan a menudo, sin que en el mundo
exterior se presenten dificultades manifiestas. No importa cuál sea el
factor primitivo, la angustia o la hostilidad: lo esencial para el dinamismo
de la neurosis es que la angustia y la hostilidad están indisolublemente entrelazadas.
El concepto de la angustia que sustentamos ha sido desarrollado, en
general, por métodos esencialmente psicoanalíticos. Se basa en el
dinamismo de las fuerzas inconscientes y en procesos como la regresión
y la proyección. Empero, si ahondamos en el estudio, repararemos que
diverge en varios sentidos del punto de vista adoptado por Freud.
Éste formuló sucesivamente dos concepciones de la angustia. En
síntesis, según la primera, la angustia resultaría de la represión de
impulsos; proceso que atañe en forma exclusiva a los impulsos sexuales,
representando una interpretación puramente fisiológica al fundarse en la
creencia de que si se obstruye la descarga de la energía sexual se
producirá un estado de tensión física en el organismo que a su vez se
transformará en angustia. En cambio, de acuerdo con la segunda, la
angustia (o lo que Freud denomina «angustia neurótica») respondería al
miedo ante aquellos impulsos cuyo descubrimiento u realización
expondrían al sujeto a un peligro exterior (24). Esta segunda interpretación
psicológica no se refiere sólo a los impulsos sexuales, sino también a los
agresivos. En ella Freud ya no se preocupa de la represión o no
represión de los impulsos, sino únicamente del temor que despiertan
aquellos impulsos cuya realización entrañaría un peligro exterior.
Nuestro propio concepto se asienta en la presunción de que, para
penetrar el problema en su totalidad, ambas interpretaciones de Freud
deben integrarse. Con tal fin, hemos eliminado las premisas netamente
fisiológicas de la primera concepción, combinándola luego con la
segunda. En general, la angustia no resulta del temor a nuestros
impulsos, sino más bien del temor a nuestros impulsos reprimidos,
Según nuestra opinión, aunque Freud basaba su primer concepto en una
ingeniosa observación psicológica, no pudo aplicarlo provechosamente
por la simple razón de que le dio una interpretación fisiológica en lugar
de plantear el problema psicológico de lo que sucede en la psique de
una persona cuando reprime un impulso.
Un segundo desacuerdo con Freud reviste menor importancia teórica,
pero tanto mayor valor práctico. Concordamos enteramente con él en
que todo impulso cuya expresión acarrearía un peligro exterior puede
producir angustia. Es evidente que los impulsos sexuales caen dentro de
esta categoría, pero sólo en tanto haya estrictos tabúes individuales y
sociales que los tornen peligrosos (25). Desde tal punto de vista, la
probabilidad de que los impulsos sexuales promuevan angustia depende,
en buena parte, de la actitud cultural reinante respecto de la sexualidad.
No atinamos a concebir que la sexualidad pueda ser, por sí sola, una
fuente específica de angustia, mientras aceptamos, por el contrario, que
la hostilidad -o, mejor, los impulsos hostiles reprimidos- son
efectivamente motivos de ansiedad. Formulemos, pues, en términos
simples y prácticos el concepto expuesto en este capítulo. Cada vez que
hallamos angustia o manifestaciones de ella, debemos plantearnos dos
sencillas cuestiones: ¿qué punto sensible ha sido herido, generando la
consiguiente hostilidad?; ¿qué factores explican la necesidad de la
represión? Conforme a nuestra experiencia, un estudio orientado en
estos sentidos suele llevar a la cabal comprensión de la angustia.
Un tercer motivo de disparidad con Freud es su hipótesis de que la
angustia sólo podría ser engendrada en la infancia, desde la pretendida
angustia del nacimiento hasta la angustia de castración, en tanto que
toda ansiedad ulterior obedecería a reacciones que continúan siendo
infantiles. «No cabe la menor duda de que los denominados neuróticos
permanecen infantiles en su actitud frente al peligro y no han logrado
superar las antiguas condiciones de su angustia» (26).
Consideremos sucesivamente los elementos que componen esta
interpretación. Freud asegura que en la infancia somos más propensos a
reaccionar con angustia, hecho indiscutible y abonado por sólidas y
comprensibles razones, que radican en la desvalidez relativa del niño
ante las circunstancias desfavorables. En efecto, todas la neurosis del
carácter permiten advertir que la formación de la angustia comienza en la
primera infancia o que, por lo menos, en esa época quedan echados los
cimientos de lo que llamamos «angustia básica». Pero Freud acepta,
además, que la angustia de los neuróticos adultos permanece ligada a
las condiciones que originalmente la ocasionaron. Esto significa, por
ejemplo, que un hombre adulto se hallará tan dominado por la angustia
de castración como lo estuvo en su infancia, aunque bajo otras formas.
Es incuestionable que en raros casos una reacción infantil de ansiedad
puede emerger de nuevo, sin modificación alguna, en períodos ulteriores
de la vida (27), toda vez que intervengan factores desencadenantes
eficaces. Mas lo que sucede de ordinario no es, en suma, una repetición,
sino una evolución. En los casos cuyo análisis faculta comprender más o
menos plenamente el desarrollo de la neurosis, nos es dable repasar
toda una serie ininterrumpida de reacciones, desde la angustia precoz
hasta las peculiaridades del adulto. Por consiguiente, la angustia ulterior
contendrá, entre otros, los elementos condicionados por los conflictos
específicos de la infancia. Pero, en su totalidad, la angustia no es una
reacción infantil, y reputarla como tal significaría confundir dos cosas
diferentes, interpretando como actitud infantil una actitud que solamente
ha sido generada en la infancia. Resultaría tan correcto calificar a la
angustia de actitud prematura y adulta en un niño precoz, como
calificarla de reacción infantil en el hombre.
Notas:
20- F. Künkel, en su obra Einfuehrung in die Charakterkunde (Introducción a la
caracterología), señaló que las actitudes neuróticas provocan en el ambiente reacciones
que a su turno las refuerzan, con la consecuencia de que el sujeto se halla cada vez más
preso en las mismas, encontrando crecientes dificultades para escaparles. A este
fenómeno Künkel le llama Teufelskreis (círculo diabólico).
21- En el libro Autoritaet und Familie (Autoridad y familia), editado por Max Horkheimer, del
International Institute for Social Research. Erich Fromm ha establecido claramente que la
angustia con la cual reaccionamos frente a un peligro no depende en forma directa de la
magnitud real de este peligro: «Un individuo que haya desarrollado una actitud de
indefensión y pasividad reaccionará con angustia frente a peligros relativamente
pequeños».
22- Sigmund Freud, «Obras completas» , tomo XV
23- Si se llega a comprender que la hostilidad puede ser intensificada por la angustia, ya no
será preciso buscar una fuente biológica especial de los impulsos destructivos como hizo
Freud en su teoría del instinto de muerte.
24- Freud, Nuevas aportaciones al psicoanálisis, capítulo acerca de «La angustia y la vida
instintiva». «Obras completas», tomo XVII, pág. 97.
25- En una sociedad como la que Samuel Butler describió en Erewhon, donde todas las
enfermedades orgánicas son severamente castigadas, hasta la tendencia a caer enfermo
podría desencadenar angustia.
26- S. Freud, Nuevas aportaciones al psicoanálisis, capítulo acerca de «La angustia y, la
vida instintiva». «Obras completas», tomo XVII, pág. 97.
27- En su obra Neurose, Lebensnot, Eerztliche Pflicht (La neurosis, la miseria humana y el
deber médico), J. H. Schultz describe un caso de esta clase. Cierto empleado cambiaba de
puesto con frecuencia porque determinados jefes le causaban reacciones de rabia y
angustia. El psicoanálisis demostró que sólo le enfurecían los que usaban cierto tipo de
barba, comprobándose así que su reacción repetía exactamente la que había
experimentado frente a su padre, a los tres años, en ocasión de haber agredido éste a la madre.
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