Si el psicoanálisis proporciona las luces -que hemos mencionado- a la objetivación psicológica del crimen y del criminal, ¿no tiene también algo que decir acerca de sus factores innatos?
Observemos ante todo la crítica a la que hay que someter la idea confusa en que confía mucha gente honesta, la que ve en el crimen una erupción de los «instintos» que echa abajo la barrera de las fuerzas morales de intimidación. Imagen difícil de extirpar, por la satisfacción que procura hasta a mentes graves, mostrándoles al criminal a buen recaudo y al gendarme tutelar, que ofrece, por ser característico de nuestra sociedad, una tranquilizante omnipresencia.
Porque si el instinto significa, en efecto, la irrebatible animalidad del hombre, no se ve por que ha de ser menos dócil si se halla encarnado en un ser de razón. La forma del adagio que reza: Homo homini lupus es engañosa respecto de su sentido y Baltasar Gracián forja, en un capítulo de El criticón, una fábula en la que muestra qué quiere decir la tradición moralista, al expresar que la ferocidad del hombre para con su semejante supera todo cuanto pueden los animales y que, ante la amenaza que representa para la naturaleza entera, hasta los carniceros retroceden horrorizados.
Pero esa misma crueldad implica la humanidad. A un semejante apunta, aunque sea en un ser de otra especie. Ninguna experiencia como la del análisis ha sondeado en la vivencia esta equivalencia de que nos advierte el patético llamamiento del Amor: a tí mismo golpeas. Y la helada deducción del Espíritu: en la lucha a muerte por puro prestigio se hace el hombre reconocer por el hombre.
Si en otro sentido se designa por instintos a conductas atávicas cuya violencia hubo de hacer necesaria la ley de la selva primitiva y si las que algún doblamiento fisiopatológico liberaría, a la manera de los impulsos mórbidos, del nivel inferior en que parecen contenidas, bien podemos preguntarnos por qué, desde que el hombre es hombre, no se revelan también impulsos de excavar, de plantar, de cocinar y hasta de enterrar a los muertos
Desde luego, el psicoanálisis contiene una teoría de los instintos, elaboradísima; a decir verdad, la primera teoría verificable que en el caso del hombre se haya dado. Pero nos los muestra empeñado en un metamorfismo en el que la fórmula de su órgano, de su dirección y de su objeto es un cuchillo de Jeannot de piezas indefinidamente intercambiables. Los Triebe, o pulsiones, que se aíslan en ella constituyen tan solo un sistema de equivalencias energéticas al que referimos los intercambios psíquicos, no en la medida en que se subordinan a alguna conducta ya del todo montada, natural o adquirida, sino en la medida en que simbolizan, y a veces hasta integran dialécticamente, las funciones de los órganos en que aparecen los intercambios naturales, esto a, los orificios: bucal, anal y genitor urinario.
De ahí que esas pulsiones sólo se nos presenten en relaciones muy complejas, en las que su propio torcimiento no puede llevar a prejuzgar acerca de su intensidad de origen. Hablar de un exceso de libido es una fórmula vacía de sentido.
Si hay, en rigor, una noción que se desprenda de un gran número de individuos capaces, tanto por sus antecedentes como por la impresión «constitucional» que se obtiene de su contacto y su aspecto, de dar la idea de «tendencias criminales», es más bien la noción de una falta que la de un exceso vital. Su hipogenitalidad es a menudo patente, y su clima irradia frialdad libidinal.
Si muchos individuos buscan y encuentran, en sus delitos, exhibiciones, robos, estafas, difamaciones anónimas y hasta en los crímenes de la pasión asesina, una estimulación sexual, ésta, sea lo que fuere en punto a los mecanismos que la acusan, angustia, sadismo o asociación situacional, no podría ser considerada como un efecto de desbordamiento de los instintos.
Seguramente es visible la correlación de gran número de perversiones en los sujetos que llegan al exámen criminológico, pero solo se la puede evaluar psicoanalíticamente en función de la fijación objetal, del estancamiento del desarrollo, de la implicación en la estructura del yo de las representaciones neuróticas que constituyen el caso individual.
Más congcreta es la noción con que nuestra experiencia completa la tópica psíquica del individuo, es decir, la del Ello, pero también, ¡cuánto más difícil de captar que las otras!
Hacer la suma de sus disposiciones innatas es una definición meramente abstracta y sin valor de uso.
Un término de constante situacional, fundamental dentro de lo que la teoría designa como automatismos de repetición, parece relacionarse con ellas, habiéndose efectuado la deducción de los efectos de lo reprimido y de las identificaciones del yo, y puede interesar los hechos de recidiva.
Sin duda, el ello también implica esas elecciones fatales, manifiestas en el matrimonio, la profesión o la amistad, y que a menudo aparecen en el crimen como una revelación de las figuras del destino.
Por otra parte, las «tendencias» del sujeto no dejan de mostrar deslizamientos vinculados al nivel de su satisfacción. Querríamos plantear el problema de los efectos que puede tener al respecto un cierto índice de satisfación criminal.
Pero acaso estamos en los límites de nuestra acción dialéctica, y la verdad que se nos ha dado, de reconocerlo con el sujeto, no podría ser reducida a la objetivación científica.
En la confesión que recibimos del neurótico o el perverso, del inefable goce que encuentran perdiéndose en la imagen fascinante, podemos medir el poder de un hedonismo que habrá de introducirnos en las ambiguas relaciones entre la realidad y el placer. Y si al referirnos a estos dos grandes principios describimos el sentido de un desarrollo normativo, ¿como no sentirse embargado de la importancia de las funciones fantasmática, en los motivos de ese progreso, y de cuán cautiva sigue la vida humana de la ilusión narcisista, acerca de la cual sabemos que teje sus mas «reales» coordenadas? Y por otra parte, ¿acaso no se lo ha pesado ya todo, junto a la cuna, en las balanzas inconmensurables de la Discordia y el Amor?
Más allá de tales antinomias, que nos conducen al umbral de la sabiduría, no hay crimen absoluto, y además existen pese a la acción policíaca extendida por nuestra civilización al mundo entero, asociaciones religiosas, vinculadas por una práctica del crimen, en las que sus adeptos saben recuperar las presencias sobrehumanas que en el equilibrio del Universo velan por la destrucción.
En cuanto a nosotros, dentro de los límites que nos hemos esforzado en definir como aquellos en los que nuestros ideales sociales reducen la comprensión del crimen y condicionan su objetivación criminológica, si podemos aportar una verdad de un más justo rigor, no olvidamos que lo debemos a la función privilegiada, cual es la del recurso del sujeto al sujeto, que inscribe nuestros deberes en el orden de la fraternidad eterna: su regla es también la regla de toda acción que nos esté permitida.