El joven postmoderno no entiende de discursos y razonamientos, pero si de afectos. Se atiende mucho al corazón a los sentimientos, a como uno se siente respecto a las
circunstancias. Se valora la autoestima y la asertividad, mientras que en otro tiempo se
penalizaba éstas a favor de la humildad y la docilidad. Lo que no entra por los sentidos
no tiene relevancia. Nadie escucha ya un discurso más largo de 10 minutos, sin
embargo, estamos bajo el asedio de la publicidad que utiliza todos sus instrumentos
para tocar nuestras emociones. Lo afectivo está muy en relación con la hegemonía de
lo audiovisual frente a lo discursivo. Los mensajes se transmiten mediante flash con
fuerte componente plástico que duran muy poco tiempo y que van dirigidos a nuestra
emotividad de una forma casi agresiva.
Este predominio de lo afectivo a veces encierra a la persona en una búsqueda
desenfrenada de experiencias relevantes. La propia biografía no se concibe como una
historia personal, sino como una sucesión de experiencias afectivamente gratificantes,
sin hilo conductor entre unas y otras.
El postmoderno es una persona que privilegia las relaciones interpersonales más que
las formas y protocolos sociales. Compartir con los demás se convierte en un objetivo y
los jóvenes pasan mucho tiempo simplemente en relación y en grupo, aunque a veces
estas relaciones son excesivamente endógenas y los grupos se cierran en sí mismos sin
proyección hacia el resto de la sociedad.
Otro peligro de la postmodernidad es la negación de lo racional a favor de un
afectivismo que le da excesiva importancia a la emotividad.
Como aspectos positivos: la emotividad, en otras épocas negada, ha recuperado su lugar. La
afectividad es la parte más importante de la persona.
Como aspectos negativos: lo afectivo no es lo único. Hay que recuperar la racionalidad
porque es la que controla y orienta la afectividad. El exceso de afectivismo crea
personas excesivamente dependientes de su estado emocional.