CAPÍTULO V – LO INCONSCIENTE PERSONAL Y LO INCONSCIENTE
SOBREPERSONAL O COLECTIVO
Aquí empieza la cuarta etapa de nuestro proceso de investigación. Habíamos
proseguido la resolución analítica de las fantasías infantiles, hasta el punto en
que se le aparece bastante claro al paciente que de su médico ha hecho padre
y madre, tío, tutor y maestro, o como quiera que se denominen todas las
autoridades familiares. Pero surgen otras fantasías, como la experiencia
enseña, que representan al medico cual un salvador o un ser divino.
Naturalmente, en completa contradicción con la razón sana y consciente.
Sucede incluso que estos atributos divinos rebasan notablemente el marco de
la concepción cristiana, en que todos nos hemos criado, y toman formas
paganas, por ejemplo, con mucha frecuencia, formas de animales.
La trasposición no es en sí misma otra cosa que una proyección de contenidos
inconscientes. Al principio se proyectan los llamados contenidos superficiales
de lo inconsciente. En este estado el médico es interesante como posible
amador (algo así como el joven italiano de nuestro caso). Luego aparece ya
más bien como el padre, un padre bondadoso o tonante, según las cualidades
que el verdadero padre del paciente tuviera para él. A veces, el médico se le
aparece también al paciente en forma maternal, cosa que indica ya algo
extravagante, pero que, de todos modos, entra en el marco de lo posible.
Todas estas proyecciones de la fantasía están apoyadas por reminiscencias personales.
Luego se presentan formas de fantasía, que tienen un carácter visionario e
imposible (11). El médico aparece entonces de pronto como dotado de
cualidades siniestras, algo así como un mago o un criminal diabólico, o como
la misma bondad, como un salvador. Más tarde todavía aparece como una
mezcla incomprensible de ambos aspectos. Entiéndase bien: el médico no se
aparece así a la conciencia del paciente, sino que afloran a la superficie
fantasías que representan así al médico. Cuando, como ocurre con frecuencia,
el paciente no puede advertir que esta forma en que el médico le aparece es
una proyección de su inconsciente propio, gesticula algo locamente. En este
estadio hay muchas veces grandes dificultades que vencer, y por ambas
partes resulta necesaria muy buena voluntad y gran paciencia. Es más, hay
incluso casos excepcionales de pacientes que no pueden contenerse y
empiezan a difundir las más disparatadas patrañas acerca del médico. A tales
pacientes no les cabe en la cabeza que sus fantasías procedan de ellos mismos
y no tengan que ver nada, o muy poco, con el carácter del médico. Este
contumaz error proviene de que no existen fundamentos de reminiscencias
personales para esta clase de proyecciones. Se puede, a veces, comprobar que
semejantes fantasías fueron ya, en cierta época de la niñez, aplicadas al padre
o a la madre, aunque ni el padre ni la madre daban ocasión para ellas.
Freud ha demostrado, en un pequeño estudio, que Leonardo da Vinci, en los
últimos años de su vida, estuvo influido por el hecho de haber tenido dos madres.
El hecho de las dos madres o de la doble procedencia era real en
Leonardo; pero también en otros artistas desempeña su papel. Así,
Benvenuto Cellini tuvo también la fantasía de la doble procedencia. Es
también un tema mitológico. Muchos héroes tienen en la leyenda dos madres.
Esta fantasía no proviene del hecho real de que los héroes tengan dos madres,
sino que es una imagen «primordial», generalmente extendida, que pertenece
al orden de los arcanos de la historia general humana del espíritu y no al
campo de las reminiscencias personales.
En cada individuo, aparte de las reminiscencias personales, existen las
grandes imágenes «primordiales», como Jacobo Burckhardt las ha llamado
atinadamente; son posibilidades de humana representación, heredadas en la
estructura del cerebro, y que producen remotísimos modos de ver. El hecho
de esta herencia explica el increíble fenómeno de que ciertas leyendas estén
repetidas por toda la tierra en forma idénticas. Explica también por qué
nuestros enfermos mentales pueden reproducir exactamente las mismas
imágenes y relaciones que conocemos por textos antiguos. He dado algunos
ejemplos de esta clase en mi libro sobre Transformaciones y símbolos de la libido.
No afirmo con esto, en modo alguno, la herencia de las representaciones, sino
solamente de la posibilidad de la representación cosa que es muy distinta.
En este segundo estadio de la transposición, en que se reproducen esas
fantasías no basadas ya en reminiscencias personales, trátase de la
manifestación de las capas más profundas de lo inconsciente, donde
dormitan las imágenes primordiales de carácter universal humano (12).
Este descubrimiento conduce a la cuarta etapa de la nueva interpretación, a
saber: el conocimiento de dos capas en lo inconsciente. Debemos, en efecto,
distinguir un inconsciente personal (13) y un inconsciente impersonal o
sobrepersonal. Designamos también a este último con el nombre de
inconsciente colectivo, precisamente por que está desprendido del personal y
es completamente general, puesto que sus contenidos pueden encontrarse en
todas las cabezas, cosa que no sucede, naturalmente, con los contenidos personales.
Las imágenes primordiales son los pensamientos más antiguos, generales y
profundos de la humanidad. Tienen tanto de sentimientos como de
pensamientos; es más, poseen algo así como una vida propia e independiente,
como aquella especie de alma parcial, que podemos ver fácilmente en todos los
sistemas filosóficos o gnósticos, que se basan en la percepción de lo inconsciente
como manantial de conocimiento (así, por ejemplo, la Ciencia
antroposófica del espíritu, de Steiner). La representación de ángeles, arcángeles,
de tronos y dominaciones, en San Pablo, de los arcontes y reinos de la luz, en
los gnósticos, de la celestial jerarquía en Dionisio Areopagita, etc., procede de
la percepción de la relativa independencia de los arquetipos (o dominantes del inconsciente colectivo).
Con esto hemos encontrado el objeto, que la libido elige, después de haber
superado la forma personal infantil de trasposición. La libido ahonda entonces
más en lo profundo de lo inconsciente y anima allí lo que dormitaba desde las
edades primarias. Descubre el tesoro sepultado del que la humanidad ha ido
sacando sus dioses y demonios y todos esos pensamientos, fuertes y poderosos, sin los
cuales el hombre deja de ser hombre. Tomemos, por ejemplo, uno de los más
grandes pensamientos que el siglo XIX ha dado a luz: la idea de la
conservación de la energía. Roberto Mayer es el verdadero creador de esta idea.
Era Mayer un medico y no un físico o filósofo naturalista, a cuyo alcance hubiera
estado más fácilmente la creación de semejante idea. Y es importante
saber que la idea de Roberto Mayer no fue creada, propiamente hablando.
Tampoco resultó por la confluencia de representaciones entonces existentes o
de hipótesis científicas, sino que se formó en su creador y le condicionó por
completo. Roberto Mayer escribía lo siguiente a Grietsinger en 1844: «Yo no
he imaginado la teoría en la mesa de escritorio». (Y luego informa sobre
ciertas observaciones fisiológicas que había hecho siendo medico de barco en
1840-1841). «Si queremos explicarnos —prosigue en su carta— ciertos puntos
fisiológicos, es imprescindible el conocimiento de los procesos físicos, a no ser
que se prefiera resolver el asunto por el lado metafísico, cosa que a mí me
disgusta enormemente. Así, pues, me atuve a la física y me apliqué al asunto
con tal predilección, que no me preocupaba apenas del mundo lejano, aunque
alguien pueda reírse, sino que sentía el mayor gusto en permanecer a bordo,
donde podía trabajar incesantemente, y donde me sentía a ciertas horas, por
decirlo así, inspirado, como no recuerdo haberlo estado nunca, ni antes ni
después. Estando en la rada de Surabaja, cruzaron por mi mente unos
relámpagos, que perseguí luego con solicitud, y me llevaron a nuevos objetos.
Aquellos tiempos han pasado, pero la tranquila contrastación de lo que
entonces emergió en mí me ha enseñado que es una verdad, no sola sentida
subjetivamente, sino que puede también ser demostrada objetivamente;
prescindo, naturalmente, de que esto pueda hacerse por un hombre tan
escasamente conocedor de la física».
Helm expone en su Energética la opinión de que «el nuevo pensamiento de
Roberto Mayer no se desprendió lentamente de los conceptos tradicionales de
fuerza mediante profunda meditación sobre ellos, sino que es una de esas ideas
percibidas por intuición, que naciendo en oirás regiones de la naturaleza espiritual, se
apoderan, por decirlo así, del pensamiento y le obligan a transformar los conceptos tradicionales».
Pero la cuestión es ésta: ¿De dónde procede la nueva idea, que con fuerza tan
elemental avasalla la conciencia? ¿Y de dónde toma esa fuerza, que de tal
manera puede señorear la conciencia, que la abstraiga de las variadísimas
impresiones de un primer viaje a los Trópicos? No es fácil contestar a estas
preguntas. Pero si aplicamos nuestra teoría a este caso, encontraremos esta
explicación: La idea de la energía y de su conservación tiene que ser una imagen
primordial que dormitaba en el inconsciente colectivo. Esta conclusión nos obliga,
naturalmente, a demostrar que esa idea existió en efecto y ha obrado durante
milenios en la historia del espíritu. Esta prueba se puede aducir
efectivamente sin dificultades mayores. Las religiones más primitivas en las
distintas partes de la tierra se fundan en esta imagen. Son las llamadas religiones
dinámicas, cuyo pensamiento exclusivo y eficaz es que existe una fuerza
mágica (14) , generalmente extendida, en torno a la cual gira todo. Taylor, el
conocido investigador inglés, y también Frazer, interpretaron mal esta idea,
llamándola animismo. En realidad, los primitivos no piensan, con su
concepto de fuerza, almas ni espíritus, sino, efectivamente, algo que el
investigador americano Lovejoy (15) ha designado acertadamente con el nombre
de primitive energetics. Este concepto corresponde a la representación de alma,
espíritu, Dios, salud, fuerza vital, fecundidad, poder mágico, influencia,
potencia, ascendiente, medicina, así como a ciertos estados de ánimo, que se
caracterizan por la eliminación de los afectos. Entre ciertos polinesios, el
«mulungu» (el concepto primitivo de la energía) es espíritu, alma, ser
diabólico, fuerza mágica, ascendiente; y cuando ocurre algo asombroso, las
gentes exclaman «mulungu». Este concepto de la fuerza es también la primera
fórmula del concepto de Dios entre los primitivos. La imagen se ha
desarrollado en variaciones siempre nuevas, a través de la historia. En el
Antiguo Testamento resplandece la fuerza mágica en la zarza ardiente y en la
cara de Moisés; en los Evangelios se muestra en la infusión del Espíritu Santo
desde el cielo, en forma de lenguas de fuego. En Heráclito aparece como
energía cósmica, como «fuego eternamente vivo». Entre los persas es el
resplandor ígneo del «haoma», de la gracia divina. Entre los estoicos es la
«heirmarmene», la fuerza del destino. En la leyenda medieval aparece como el
aura, el nimbo de los Santos, y tiembla, como alta llama, sobre el tejado de la
choza donde el Santo está en éxtasis. En sus caras ven los santos el sol de esta
fuerza, la plenitud de la luz. El alma misma es esta fuerza según la antigua
concepción; en la idea de su inmortalidad va inclusa su conservación, y en la
interpretación budista y primitiva de la metempsícosis (trasmigración de las
almas) está contenida su ilimitada capacidad de transformación en constante conservación.
Esta idea está, pues, grabada en el cerebro humano desde hace muchos eones.
Por eso se oculta en lo inconsciente de cada uno. Sólo necesita de ciertas
condiciones para volver a manifestarse. Estas condiciones se cumplieron
manifiestamente en Roberto Mayer. Los más altos y mejores pensamientos de
la humanidad se forman sobre estas imágenes primordiales, que son antiquísimo
patrimonio de la humanidad (16) .
Después de haber tratado este ejemplo, referente a la producción de nuevas
ideas partiendo del tesoro de las imágenes primordiales, reanudaremos el
estudio del proceso de trasposición. Hemos visto que la libido ha buscado su
nuevo objeto precisamente en aquellas fantasías aparentemente
extravagantes y absurdas; es decir, en los contenidos del inconsciente
colectivo. Como ya he dicho, la proyección inadvertida de las imágenes
primordiales en el medico es un peligro no despreciable para el tratamiento
ulterior. Porque esas imágenes contienen, no sólo lo más bello y grande que
la humanidad ha pensado y sentido, sino también las peores vergüenzas y
diabluras de que los hombres han sido capaces. Ahora bien, si el paciente no
puede distinguir entre la personalidad del médico y estas proyecciones, se
pierde toda posibilidad de comprensión, y la relación humana se hace
imposible. Pero si el paciente logra salvar esta Caribdis, viene a caer en el
Escila de la introyección de estas imágenes; es decir, atribuye sus cualidades,
no al médico, sino a sí mismo. Este peligro no es menos temible. En la
proyección oscilaba el enfermo entre una divinización arrebatada y enfermiza
y un desprecio rencoroso de su médico. En la introyección incurre en una
ridícula divinización de sí mismo, o en una laceración moral de su propio Yo.
El error que en ambos casos comete consiste en atribuirse personalmente los
contenidos del inconsciente colectivo. Así se considera a sí mismo como Dios
y como diablo. Esta es la causa psicológica por la que los hombres necesitaron
siempre de demonios y nunca pudieron vivir sin dioses, exceptuando
algunos ejemplares, particularmente listos, del homo occidentalis de ayer y de
anteayer, superhombres, para quienes Dios ha muerto, porque ellos mismos
se han hecho dioses, o más bien diosecillos racionalistas con cráneos de
gruesas paredes y corazones fríos. El concepto de Dios es una función
psicológica, absolutamente necesaria, de naturaleza irracional, que no tiene
nada que ver con la cuestión de la existencia de Dios. Pues a esta última
cuestión, el entendimiento humano no puede contestar nunca; y mucho
menos puede dar prueba alguna de Dios. Además, sería enteramente
superflua semejante prueba; porque la idea de un ser divino todopoderoso se
encuentra en todas partes, si no consciente, por lo menos inconsciente,
porque es un arquetipo. Hay siempre algo en nuestra alma que tiene un
poder superior. Si no es conscientemente un dios, es, por lo menos, el
«vientre», como dice San Pablo. Por eso considero más avisado reconocer
conscientemente la idea de Dios, pues de lo contrario convertimos en Dios
cualquiera otra cosa, por lo general algo muy insuficiente y necio, fraguado,
acaso, por una conciencia «ilustrada». Nuestro entendimiento sabe ya de antiguo
que no podemos concebir a Dios adecuadamente, y mucho menos aún
representarnos la forma en que realmente existe; del mismo modo que no
podemos pensar un proceso que no este condicionado causalmente.
Teóricamente no puede haber contingencia; esto es claro de una vez para
siempre. Y, sin embargo, en la vida práctica tropezamos constantemente con
la contingencia. Así sucede también con la existencia de Dios: constituye
definitivamente un problema imposible. Pero el común consenso de las
gentes habla de dioses desde hace muchos eones, y seguirá hablando de ellos
durante otros muchos. Por bella y perfecta que el hombre pueda considerar
su razón, ha de estar muy cierto también de que es solamente una de las
posibles funciones espirituales, y corresponde solamente a una faceta de los
fenómenos del mundo. En todas partes se encuentra lo irracional, lo
discordante con la razón. Y este elemento irracional es también una función
psicológica; es precisamente lo inconsciente colectivo, mientras que la función
de la conciencia consiste esencialmente en la razón. La conciencia ha de tener
la razón, para descubrir en el caos de los caos individuales desordenados del
universo, un orden, y también para crearlo, por lo menos en la esfera
humana. Poseemos la laudable, y útil inclinación a exterminar el caos de lo
irracional en nosotros y fuera de nosotros. Este proceso lo hemos llevado, sin
duda, bastante lejos. Un loco me dijo en una ocasión: «Doctor, esta noche he
desinfectado el cielo con sublimado, y no he descubierto ningún dios». Algo
así nos ha sucedido a nosotros. El viejo Heráclito, que verdaderamente era un
gran sabio, descubrió la más admirable de todas las leyes psicológicas, a
saber: la función reguladora de los contrastes. La llamó enantiodromia (o contracorriente),
término por el cual daba a entender que todo marcha hacia su
contrario. (Recuérdese aquí el caso del hombre de negocios americano,
hermoso ejemplo de enantiodromia). Así, la actitud racional civilizada
marcha, necesariamente, hacia su contrario, es decir, al asolamiento irracional
de la civilización (17). No debemos identificarnos con la razón, pues el hombre
no es simplemente racional, ni puede serlo, ni lo será nunca. Esto debieran
advertirlo todos los domines de la cultura. Lo irracional, ni puede ni debe ser
extirpado. Los dioses no pueden ni deben morir. Antes dije que parece como
si hubiera en el alma humana una especie de fuerza superior, y que si esta
fuerza no es la idea de Dios, es el vientre. Con esto quise expresar el hecho de
que, según mi parecer, hay siempre un instinto o complejo representativo que
reúne en sí la mayor suma de energía psíquica, sometiendo a su servicio al
Yo. Generalmente, el Yo es atraído por este foco de energía, hasta el punto de
identificarse con él; cree entonces no desear ni necesitar otra cosa. De esta
manera surge una manía, una obsesión, una parcialidad firmísima, que pone
en grave riesgo el equilibrio psíquico. Sin duda, la capacidad para semejante
parcialidad es el secreto del éxito, por lo cual nuestra cultura ha procurado
celosamente fomentar tales parcialidades. El apasionamiento, es decir, la acumulación
de energía oculta en tales monomanías es lo que los antiguos
llamaban un dios, y todavía nuestro lenguaje actual hace lo mismo. No
decimos: «¿Se forja un dios de esto o de lo otro?» Piensa el hombre que
todavía quiere y elige libremente, y no advierte que ya está poseso, que su
propio interés es ya su dueño, habiendo acaparado la fuerza. Estos intereses
son una especie de dioses que, cuando son reconocidos por muchos,
constituyen poco a poco una iglesia y agrupan en torno suyo un ejército de
creyentes. Llamamos a esto una organización. El Estado, el ejército, el dinero,
son trampantojos semejantes; de aquí la reacción anarquista, que a su vez
quiere echar al diablo para poner a Belcebú. La enantiodromia, que siempre
amenaza cuando un movimiento se ha constituido en fuerza indudable, no
ofrece solución alguna al problema; es tan ciega en su desorganización como en su organización.
De la feroz ley de la enantiodromia sólo escapa quien sabe desprenderse de lo
inconsciente, no reprimiéndolo (pues entonces se verá cogido por la espalda),
sino afrontándolo resueltamente como algo distinto de sí mismo.
Con esto se ha dado la solución al problema de Escila y Caribdis, que arriba
quedó descrito. El paciente ha de saber distinguir lo que en sus pensamientos
es Yo y lo que es no-Yo, es decir, psique colectiva. Así conquista el elemento
contra el que ha de luchar por largo tiempo desde este instante. Con eso, su
energía, que antes tomaba formas inservibles y patológicas, encuentra su
propia esfera. La distinción entre el Yo psicológico y el no-Yo psicológico
implica que el hombre, en su función del Yo, camine con pie firme, es decir,
cumpla enteramente sus deberes frente a la vida, de suerte que sea por todos conceptos
un miembro útil de la sociedad humana. Todo lo que descuide en este sentido
pasa a lo inconsciente y refuerza la posición de lo inconsciente; de modo que
existe el peligro de ser absorbido por lo inconsciente, cuando la función del
Yo no está afianzada. Esto acarrea graves penas. Como indica el antiguo
Sinesio, el «alma perespiritualizada» (pneumatiké psyché) se trueca en Dios y en
demonio, y padece en este estado los castigos divinos, a saber, el desgarramiento
interior del Zagreus, que también Nietzsche experimentó al principio
de su enajenación, cuando en el Ecce Homo le asaltó por la espalda Dios, ese
Dios contra quien se defendiera desesperadamente antes. La enantiodromia
es la dislocación interior, en la pareja de los contrarios que pertenecen a Dios,
y también al hombre divinizado, el cual debe su divinización a la victoria
sobre sus dioses. Mientras hablamos de lo inconsciente colectivo, nos
encontramos en una esfera y en una zona del problema que no entra en
consideración para el análisis práctico de personas jóvenes o de personas que
han permanecido largo tiempo infantiles. En los casos en que aún es posible
la trasposición del padre y de la madre, cuando todavía hay que conquistar
un sector de la vida externa, el que naturalmente posee el promedio de los
hombres, más vale no hablar en absoluto del inconsciente colectivo y del
problema de la oposición. Pero cuando las trasposiciones paternas y las
ilusiones juveniles han sido vencidas, o por lo menos, están en sazón de
vencimiento, entonces conviene hablar del problema de la oposición y del
inconsciente colectivo. Aquí nos encontramos ya fuera del radio en que valen
las ideas de Freud y de Adler. Ya no nos ocupa la cuestión de cómo podemos
eliminar todo aquello que impide a un hombre el ejercicio de una profesión o
del matrimonio o de cualquiera otra cosa que signifique ampliación de la
vida; sino que nos hallamos frente al problema de encontrar un sentido que
haga posible la continuación de la vida, en cuanto que ésta ha de ser algo más
que simple resignación y lastimera retrospección.
Nuestra vida es como el curso del sol. Por la mañana el sol va ganando en
fuerza, y llega radiante y ardiente al cénit del mediodía. Pero luego viene la
enantiodromia. Su constante movimiento progresivo no significa ya aumento,
sino disminución de fuerza. Así, nuestro problema es distinto en el hombre
joven y en el hombre maduro. En el primero basta con eliminar todos los
obstáculos que estorban la dilatación y la ascensión vital; en el segundo,
hemos de estimular todo aquello que sirva de apoyo al descenso. Algún
inexperto acaso piense que más vale prescindir de los viejos, los cuales nada
pueden dar de sí, puesto que tienen a la espalda su vida y sólo sirven de
apoyos fósiles del pasado. Pero es un gran error suponer que el sentido de la
vida se agote en la fase de juventud sexual y expansiva; que una mujer, por
ejemplo, esté «agotada» con la menopausia. El otoño de la vida humana es tan
rico de sentido como la primavera, aunque su sentido y su propósito son
completamente diversos. El hombre tiene un doble fin: el primero es el fin
natural, la generación de la descendencia y todos los menesteres anexos a la
protección de la prole, entre los que se cuentan la adquisición de dinero y la
posición social. Cumplido este fin, comienza otra fase: la del fin cultural. Para
obtener el primer fin nos ayuda la naturaleza y además la educación; para
obtener el último fin, hay poco o nada que nos ayude. Pero en muchos
domina la falsa ambición de ser de viejos lo mismo que de jóvenes, o, por lo
menos, de hacer lo mismo, aun cuando internamente no puedan ya tener la
fe. De aquí que para muchos sea el tránsito de la fase natural a la fase cultural
sumamente difícil y amargo. Muchos se agarran a la ilusión de la juventud o,
por lo menos, a sus hijos, para de esta manera salvar todavía un poco de
ilusión. Se advierte esto especialmente en las madres, que ponen el único
sentido de su vida en sus hijos y creen caer en un vacío sin fondo cuando
tienen que abandonarlos. No es de admirar, por lo tanto, que muchas graves
neurosis se presenten al empezar el otoño de la vida. Es una especie de segunda
pubertad o segundo período de lucha, que suele sobrevenir
acompañado por todas las tormentas de la pasión («edad peligrosa»). Pero los
problemas que se plantean en esta edad no se han de resolver según las
antiguas fórmulas. La aguja de este reloj no da vuelta hacía atrás; lo que la
juventud encontró y hubo de encontrar fuera, debe encontrarlo dentro el
hombre llegado a su otoño. Aquí nos hallamos ante nuevos problemas que
muchas veces producen al médico no flojos quebraderos de cabeza.
La transición de la primavera al otoño es una inversión de los antiguos
valores. La necesidad nos obliga entonces a considerar el valor de lo opuesto
a nuestros primeros ideales, a comprobar el error de nuestras convicciones
anteriores, a reconocer la falsedad de nuestras anteriores verdades y a sentir
cuánto odio latía en lo que antes nos parecía amor. No pocos de los que caen
en los conflictos planteados por el problema de la oposición, echan por la
borda todo lo que antes les pareció bueno y apetecible, y tratan de seguir
viviendo en lo contrario de su yo anterior. Cambios de profesión, disidencias,
conversiones religiosas, apostasías de todo género, son los síntomas de esta
oscilación hacia lo contrario. El peligro de las radicales conversiones es que
toda la vida anterior queda reprimida y con ello se produce un estado de
desequilibrio, como el que existía cuando los contrarios de las virtudes y
valores conscientes estaban todavía reprimidos y eran inconscientes. Si antes
existían acaso perturbaciones neuróticas, causadas por la inconsciencia de las
fantasías contrarias, ahora surgen perturbaciones acaso peores, causadas por
la represión de los antiguos ídolos. Naturalmente, es un gran error el creer
que cuando descubrimos el sinvalor de un valor o la falsedad de una verdad,
queden anulados ese valor y esa verdad. Lo único que sucede es que se han
hecho relativos. Todo lo humano es relativo, porque todo descansa en oposición
interna, puesto que todo es fenómeno energético. Pero la energía se basa, necesariamente,
en una oposición preexistente, sin la cual no puede haber energía
alguna. Ha de haber primeramente lo alto y lo bajo, lo caliente y lo frío, etc.,
para que pueda tener lugar el proceso de equilibrio, que es energía. Todo lo
viviente es energía, y descansa, por lo tanto, en la oposición. De aquí que la
inclinación a negar todos los valores anteriores en favor de sus contrarios, sea
tan enfermiza como la primera parcialidad. Y si son valores generalmente
reconocidos e indudables los que ahora se rechazan, viene entonces una
pérdida fatal, evidentemente. El que así procede, echa por la borda no sólo
sus valores, sino a sí mismo también, como lo comprendió el propio Nietzsche.
Lo conveniente es, pues, no rechazar en absoluto los anteriores valores, sino
conservarlos, pero al mismo tiempo reconocer sus contrarios. Esto significa,
naturalmente, conflicto y disensión consigo mismo. Se comprende que el
hombre sienta horror ante esa lucha intestina, tanto filosófica como
moralmente. De ahí que, a veces, en lugar de convertirse a lo contrario, se
aferren algunos a una contumaz permanencia en el primer punto de vista.
Hay que reconocer que este fenómeno —por cierto muy antipático— que se
da en hombres maduros, no deja de tener cierto mérito; por lo menos no se
convierten en renegados, permanecen en pie, no caen en la indeterminación
ni en la inmundicia; no se declaran en quiebra, sino que acaban simplemente
como árboles secos o, dicho más suavemente, «testigos del pasado». Pero los
síntomas concomitantes, la rigidez, la petrificación, la limitación, la
inadaptabilidad de los laudatores temporis acti, son desagradables y hasta
perjudiciales; pues la manera como ellos abogan por una verdad o cualquier
otro valor, es de tal manera rígida y violenta, que repele más de lo que atrae
el valor; con lo cual consiguen lo contrario de lo que pretenden con buena
intención. Lo que les hace rígidos es, en el fondo, la angustia ante el problema
de la oposición, el siniestro hermanito de Medardo, al que presienten y en
secreto temen. Por esta razón no ha de haber sino una verdad y que sea
absoluta, pues, de lo contrario, no prestaría protección alguna contra el
trastorno inminente, que por todas partes presienten, salvo en ellos mismos.
Pero en nuestra propia alma es donde llevamos todos al revolucionario más
peligroso; y esto debe saberlo todo el que desee pasar inmune a la segunda
mitad de la vida. Con esto cambiamos sin duda la aparente seguridad de que
antes disfrutábamos, por un estado de inseguridad, de discordia, de
convicciones contradictorias. Lo malo, en este estado, es que aparentemente
no ofrece salida. Tertium non datur —dice la lógica.
Las necesidades prácticas del tratamiento de los enfermos nos han obligado a
buscar medios y vías para salir de este estado insoportable. Cuando el
hombre se encuentra frente a un obstáculo psicológico aparentemente
invencible, retrocede (reculer pour mieux sau-ter); hace —hablando
técnicamente— una represión. Vuelve a los tiempos pasados, en que se
encontraba en situación semejante, y trata de aplicar los medios que entonces
le sirvieron. Pero lo que sirvió en la juventud es inútil en la vejez. ¿De qué le
sirvió a aquel hombre de negocios americano el tornar al trabajo primero? Ya
no andaba la máquina. Entonces la regresión se prosigue hasta la niñez (de
ahí el aniñamiento de muchos neuróticos ancianos) y acaba por llegar al
tiempo anterior a la niñez. Parecerá esto muy extravagante; pero, en realidad, se
trata de algo que no sólo es lógico, sino perfectamente posible. Ya hicimos
constar antes que lo inconsciente tiene en cierto modo dos capas: primero, la
personal, y segundo, la colectiva. La capa personal termina con los primeros
recuerdos infantiles; en cambio, lo inconsciente colectivo se extiende a la
época preinfantil, es decir, a los restos de la vida ancestral. Mientras que las
imágenes memorativas de lo inconsciente personal están en cierto modo
henchidas porque fueron vividas, las huellas memorativas de lo inconsciente
colectivo, están flaccidas, porque son formas que individualmente no han
sido vividas. Cuando la regresión de la energía psíquica, retrocediendo ante
un obstáculo insuperable, rebasa la época preinfantil, y llega a las huellas y
sedimentos de la vida ancestral, entonces despiertan las imágenes
mitológicas; descúbrese un mundo espiritual interior, del que nada
sospechábamos antes, y aparecen núcleos que están acaso en vigoroso contraste
con nuestras concepciones habituales. Estas imágenes poseen tal
intensidad, que nos parece muy comprensible que millones de hombres
ilustrados incurran en la teosofía y en la antroposofía. Esto sucede
simplemente porque estos modernos sistemas gnósticos responden a la
necesidad de expresar y formular tales estados interiores inexplicables,
mucho mejor que cualesquiera formas existentes de la religión cristiana, sin
excluir el catolicismo. Nuestra conciencia está ya de tal modo saturada de
cristianismo —y aun puede decirse que Creada por el cristianismo—, que la
posición contraria inconsciente no puede encontrar en él ninguna acogida.
Esta posición busca más bien un contrario del cristianismo y lo encuentra,
sobre todo, en las regiones orientales del budismo, del bramanismo y del
taoísmo. El enorme sincretismo de la teosofía (mezcla y combinación)
responde ampliamente a esta necesidad, y así se explica su dilatado éxito
numérico. De esta suerte, la experiencia individual es sustituida por imágenes
y palabras, tomadas de una psicología extraña; por concepciones, ideas y
formas que no brotan en nuestro suelo y, sobre todo, que no se enlazan con
nuestro corazón, sino simplemente con la cabeza, que ni siquiera puede
concebirlas distintamente, porque no las ha inventado. Es un fruto robado,
que no aprovecha. De ahí que el resultado sea el entontecimiento y la
enajenación. Dicho sucedáneo convierte a los hombres en sombras irreales,
que colocan palabras vacías en el lugar de las realidades vivas, y escapan al
dolor de la oposición íntima, refugiándose en un mundo pálido, esquemático,
de dos dimensiones, donde toda fecundidad vital se marchita y perece.
Los mudos episodios que se producen en la regresión a la época preinfantil
no exigen sustitución, sino conformación individual en la vida y en la obra de
cada uno. Esas imágenes provienen de la vida, del dolor y de la alegría de los
antepasados, y quieren volver a la vida, como vivencias y también como
hechos. Por su oposición a la conciencia no pueden, empero, ser trasladadas
inmediatamente a nuestro mundo. Hay que buscar, pues, un camino que abra
comunicación entre la realidad consciente y la inconsciente.
Notas:
11 * He de notar que estas fantasías no suelen presentarse en neurosis juveniles sin complicación, sino sólo en adultos, para quienes el médico no puede ya normalmente desempeñar el oficio de padre.
12 * Acaso estas imágenes primordiales pudieran llamarse también arquetipos.
13 * Lo inconsciente personal, que yo llamaría también subconsciente (por oposición a lo inconsciente absoluto o colectivo) contiene recuerdos perdidos, representaciones penosas reprimidas (deliberadamente olvidadas), percepciones subliminales, es decir, percepciones sensibles que no fueron lo bastante fuertes para alcanzar estado de conciencia, y, por último, contenidos que todavía no han llegado amadurez consciente.
14 * El llamado mana. Véase Soderblom: Das Werden des Gottetglauben (La evolución de la creencia en Dios).
15 * The Monist, vol. XVI, pág. 363.
16 * Muchas veces se me ha preguntado de dónde proceden estos arquetipos o imágenes
primordiales (los eidola de Platón). Me parece que su origen no puede explicarse sino suponiendo
que son sedimentos de experiencias constantemente repelidas por la humanidad. Una de las
experiencias más generales, y al mismo tiempo más impresionantes, es el curso aparente y diario
del sol. Ciertamente no podemos descubrir nada de esto en lo inconsciente, por cuanto se trata de
un fenómeno físico conocido. En cambio, encontramos el mito del héroe solar en todas sus innumerables transformaciones. Este mito constituye el arquetipo del sol y no el fenómeno físico. Lo mismo puede decirse de las fases de la luna. El arquetipo es una especie de predisposición a reproducir siempre las mismas o semejantes representaciones míticas. Parece, pues, que lo que se graba en lo inconsciente es exclusivamente la representación subjetiva de la fantasía excitada por el hecho físico. Pudiera, según esto, suponerse que los arquetipos son las huellas, muchas veces repetidas, de reacciones subjetivas. Pero esta hipótesis elude naturalmente el problema sin
resolverlo. Nada impide suponer que ciertos arquetipos existen ya en los animales, y que por tanto
se fundan en el carácter propio del sistema viviente y son simplemente expresión de la vida. Pero
su naturaleza no puede explicarse.
17 * Esta cláusula fue escrita durante la guerra europea. Pero, aunque la guerra pasó, la he
conservado en su forma primitiva, porque contiene una verdad que se ha de confirmar más de una
vez en el curso de la historia.
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