LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE
Con toda seguridad se puede escribir sin preguntarse por qué se escribe. ¿Acaso un escritor, que mira su pluma trazar letras, tiene el derecho de suspenderla para decirle: detente?, ¿qué sabes de ti misma?, ¿con vistas a qué avanzas?, ¿por qué no ves que tu tinta no deja huella, que vas en libertad hacia adelante, pero en el vacío, que si no encuentras obstáculo es porque nunca dejaste tu punto de partida? Y sin embargo escribes: escribes sin reposo, descubriéndome lo que te dicto y revelándome lo que sé; leyendo, los demás te enriquecen con lo que te toman y te dan lo que les enseñas. Ahora has hecho lo que no has hecho; lo que no has escrito, escrito está: estás condenada a lo imborrable.
Admitamos que la literatura empieza en el momento en que la literatura es pregunta. Esta pregunta no se confunde con las dudas o los escrúpulos del escritor. Si éste llega a interrogarse escribiendo, asunto suyo; que esté absorto en lo que escribe e indiferente a la posibilidad de escribirlo, que incluso no piense en nada, está en su derecho y así es feliz. Pero queda esto: una vez escrita, está presente en esa página la pregunta que, tal vez sin que lo sepa, no ha dejado de plantearse al escritor cuando escribía; y ahora, en la obra, aguardando la cercanía de un lector –de cualquier lector, profundo o vano– reposa en silencio la misma interrogación, dirigida al lenguaje, tras el hombre que escribe y lee, por el lenguaje hecho literatura.
Es posible tachar de fatuidad esta preocupación que la literatura tiene por sí misma. Insiste en hablar a la literatura de su nada, de su falta de seriedad, de su mala fe; en ello radica precisamente el abuso que se le reprocha. Se presenta como importante, considerándose objeto de duda. Se confirma despreciándose. Se busca: hace más de lo que debe. Pues tal vez sea de esas cosas que merecen encontrarse, pero no buscarse.
La literatura quizá no tenga derecho de considerarse ilegítima. Pero, hablando con propiedad, la pregunta que encierra no atañe a su valor o a su derecho. Si es tan difícil descubrir su sentido, es porque esta pregunta suele transformarse en un proceso contra el arte, contra sus poderes y contra sus fines. La literatura se levanta sobre esas ruinas: paradoja esta que es para nosotros un lugar común. Más aún, habría que investigar si esta impugnación del arte, que desde hace 30 años representa su parte más ilustre, no supone el deslizamiento, el desplazamiento de una fuerza que trabaja en el secreto de las obras y a la que le repugna salir a la luz, trabajo este en su origen muy distinto de cualquier menosprecio por la actividad o por la Cosa literaria.
Observemos que, como negación de sí misma, la literatura nunca ha significado la simple denuncia del arte o del artista como mistificación o como engaño. Que la literatura sea ilegítima, que en el fondo haya en ella impostura, sí, no cabe la menor duda. Pero algunos han descubierto más: la literatura no sólo es ilegítima, sino también nula y esa nulidad tal vez constituya una fuerza extraordinaria, maravillosa, con la condición de hallarse aislada en estado puro. Hacer de modo que la literatura fuese el descubrimiento de ese interior vacío, que toda ella se abriera a su parte de nada, que comprendiera su propia irrealidad, es una de las tareas que ha perseguido el surrealismo, de tal manera que es exacto reconocer en él a un poderoso movimiento negador, pero que no menos cierto es atribuirle la más grande ambición creadora, pues cuando la literatura coincide un instante con la nada e inmediatamente lo es todo, ese todo empieza a existir: ¡oh maravilla!
No se trata de maltratar a la literatura sino de comprenderla y de ver por qué sólo se la comprende menospreciándola. Con sorpresa se ha comprobado que la pregunta: “¿Qué es la literatura?” nunca había recibido sino respuestas insignificantes. Pero he aquí lo más extraño: en la forma de esa pregunta aparece algo que le quita toda seriedad. Se puede preguntar, y así se ha hecho: ¿qué es la poesía?, ¿qué es el arte?, incluso: ¿qué es la novela? Pero la literatura, que es poema y novela, parece el elemento de vacío, presente en todas esas cosas graves y hacia el cual, con su propia gravedad, la reflexión no puede volverse sin perder su seriedad. Si la reflexión imponente se acerca a la literatura, la literatura se constituye en una fuerza cáustica, capaz de destruir lo que en ella y en la reflexión podía ser imponente. Si la reflexión se aleja, entonces, en efecto, la literatura vuelve a ser algo importante, esencial, más importante que la filosofía, la religión y la vida del mundo a la que incluye. Pero que, asombrada ante esa influencia, la reflexión vuelva hacia ella y le pregunte lo que es, penetrada al punto por un elemento corrosivo y volátil, esa fuerza no puede sino despreciar una Cosa tan vana, tan vaga y tan impura, y en ese desprecio y esa vanidad consumirse a su vez, como lo ha demostrado a las claras la historia de Monsieur Teste.
Caería en un error el que hiciese que los fuertes movimientos negadores contemporáneos fueran responsables de esa fuerza volatilizadora y volátil en que al parecer se ha constituido la literatura. Hace alrededor de ciento cincuenta años, un hombre que tenía del arte la idea más alta que se pueda uno formar –puesto que veía que el arte puede ser religión y la religión, arte–, un hombre, decimos (llamado Hegel), describió todos los movimientos por los cuales aquel que escoge ser literato se condena a pertenecer al “reino animal del espíritu”. Desde su primer paso, dice poco más o menos Hegel, [I] el individuo que quiere escribir se ve detenido por una contradicción: para escribir, se necesitan dotes de escritor. Mas las dotes en sí no son nada. Mientras, no habiéndose sentado ante su mesa, no haya escrito una obra, el escritor no es escritor y no sabe si tiene capacidades para hacerlo. Sólo tiene dotes luego de haber escrito, pero las necesita para escribir.
Esta dificultad aclara, desde el principio, la anomalía que es esencia de la actividad literaria y que el escritor debe y no debe superar. El escritor no es un soñador idealista, no se contempla en la intimidad de su alma bella, no se hunde en la certidumbre interior de sus dotes. Las pone en acción, vale decir que precisa de la obra que produce para tener conciencia de ellas y de sí; antes de su obra no sólo ignora quién es sino que no es nada. Sólo existe a partir de la obra pero, entonces, ¿cómo puede la obra existir? “El individuo –dice Hegel– no puede saber lo que es mientras no se haya transportado, mediante la operación, hasta la realidad efectiva; entonces parece que no puede determinar la finalidad de su operación antes de haber operado; y, sin embargo, siendo consciente, antes debe tener frente a sí la operación como íntegramente suya, es decir como fin.” Ahora bien, lo mismo ocurre para cada nueva obra, pues todo vuelve a empezar a partir de nada. Y también ocurre lo mismo cuando realiza la obra parte por parte: si no tiene su obra ante sí en un proyecto ya formado por completo, ¿cómo puede fijárselo como fin consciente de sus actos conscientes? Mas si la obra ya está por entero presente en su espíritu y si esa presencia es lo esencial de la obra (las palabras se consideran aquí no esenciales), ¿por qué habría de realizarla más? O bien, como proyecto interior, es todo lo que será y, desde ese instante, el escritor sabe de ella todo lo que puede saber: por consiguiente la dejará reposar en su crepúsculo, sin traducirla a palabras, sin escribirla, pero, entonces, no escribirá, no será escritor. O bien, tomando conciencia de que la obra no puede ser proyectada sino sólo realizada, de que sólo tiene valor, verdad y realidad por las palabras que la desarrollan en el tiempo y la inscriben en el espacio, se pondrá a escribir, pero a partir de nada y con vistas a nada y, según una expresión de Hegel, como una nada que trabaja en la nada.
A decir verdad, nunca se podría superar este problema si el hombre que escribe esperara de su solución el derecho de ponerse a escribir. “Precisamente por ello –observa Hegel– debe éste empezar inmediatamente e inmediatamente pasar al acto, sean cuales fueren las circunstancias, y sin pensar más en el principio ni en el medio ni en el fin.” Así rompe el círculo, pues las circunstancias en que se pone a escribir son a sus ojos lo mismo que su talento y el interés que en ello encuentra, el movimiento que lo lleva adelante, lo incitan a reconocerlas como suyas, a ver en ellas su propio fin. Valéry nos ha recordado con frecuencia que sus mejores obras habían nacido de una orden fortuita y no de una exigencia personal. Más, ¿qué veía en ello de sorprendente? Si se hubiese puesto a escribir Eupalinos por sí mismo, ¿por qué razón lo habría hecho? ¿Por haber tenido en la mano un pedazo de concha? ¿O porque al abrir un diccionario una mañana leyó en La Gran Enciclopedia el nombre de Eupalinos? ¿O bien porque, deseando ensayar la forma del diálogo, por casualidad dispone de un papel que se presta para esa forma? Como punto de partida de la obra más grande se puede suponer la circunstancia más fútil: esa futilidad no compromete en nada: el movimiento por el cual el autor hace de ella una circunstancia decisiva basta para incorporarla a su genio y a su obra. En este sentido, la publicación Architectures, que le ordenó Eupalinos, es a las claras la forma en que originalmente Valéry tuvo el talento para escribirla: esa orden fue el principio de ese talento, fue ese talento mismo, pero hay que agregar también que la orden no cobró forma real, no fue un proyecto verdadero sino por la existencia, el talento de Valéry, sus conversaciones en el mundo y el interés que ya había mostrado por ese tema. Toda obra es obra de circunstancia: lo cual sólo quiere decir que esa obra tuvo un principio, que empezó en el tiempo y que ese momento del tiempo forma parte de la obra puesto que, sin él, ésta sólo habría sido un problema insuperable, tan sólo la imposibilidad de escribir.
Supongamos que la obra está escrita: con ella ha nacido el escritor. Antes, no había nadie para escribirla; a partir del libro existe un autor que se confunde con su libro. Cuando Kafka escribe al azar la frase: “Él miraba por la ventana”, se encuentra, según dice, en una especie de inspiración tal que esta frase ya es perfecta. Es que él es su autor; o, mejor dicho, gracias a ella él es autor: de ella obtiene su existencia, él la ha hecho y ella lo ha hecho, ella es él y él es por completo lo que ella es. De ahí su dicha, dicha sin mezcolanza, sin defecto. Sin importar lo que pudiera escribir, “la frase ya es perfecta”. Así es la certidumbre honda y extraña de la que el arte hace una meta. Lo que está escrito no está ni bien ni mal escrito, no es ni importante ni vano, ni memorable ni digno de olvidarse: es el movimiento perfecto mediante el cual lo que dentro no era nada ha surgido a la realidad monumental del exterior como algo necesariamente verdadero, como una traducción necesariamente fiel, puesto que aquello que traduce sólo existe por ella y en ella. Se puede decir que esta certidumbre es como el paraíso interior del escritor y que la escritura automática fue sólo un medio para hacer real esta edad de oro, lo que Hegel llama la dicha pura de pasar de la noche de la posibilidad al día de la presencia o incluso la certidumbre de que eso que surge a la luz no es otra cosa que lo que dormía en la noche. Más, ¿con qué resultado? En apariencia, al escritor que por entero se recoge y se encierra en la frase “El miraba por la ventana” no se le puede pedir ninguna justificación al respecto, puesto que para él nada existe sino ella. Pero al menos existe y si en verdad existe al grado de hacer de quien la ha escrito un escritor, es porque no sólo es su frase, sino la frase de otros hombres, capaces de leerla, una frase universal.
Empieza entonces una prueba desconcertante. El autor ve que los demás se interesan en su obra, pero el interés que les merece es un interés distinto del que había hecho de ella la pura traducción de sí mismo y ese interés distinto cambia la obra, la transforma en algo en donde él no reconoce la perfección primera. Para él, la obra ha desaparecido, es la obra de los demás, la obra donde ellos están y él no está, un libro que adquiere su valor de otros libros, que es original si no se les parece, que se comprende porque es su reflejo. Ahora bien, el escritor no puede pasar por alto esta nueva etapa. Ya lo hemos visto, él sólo existe en su obra, pero la obra sólo existe cuando es esa realidad pública, extraña, hecha y deshecha por el choque de las realidades. Así, él se encuentra desde luego en la obra, pero la obra en sí desaparece. Ese momento de la vivencia es particularmente crítico. Para superarlo entran en juego interpretaciones de todo tipo. Por ejemplo, el escritor quisiera proteger la perfección de la Cosa escrita manteniéndola tan alejada como sea posible de la vida exterior. La obra, lo que él ha hecho, no es ese libro comprado, leído, triturado, exaltado o aplastado por el devenir del mundo. Pero entonces, ¿dónde comienza, dónde termina la obra?, ¿en qué momento existe?, ¿por qué hacerla pública? Si es necesario proteger en ella el esplendor del yo puro, ¿por qué hacerla pasar al exterior, realizarla en palabras que son las de todos?, ¿por qué no retirarse a una intimidad cerrada y secreta, sin producir nada fuera de un objeto vacío y un eco moribundo? Otra solución, el escritor acepta suprimirse a sí mismo: en la obra sólo cuenta el que la ha leído. El lector hace la obra; leyéndola, la crea; él es su verdadero autor, es la conciencia y la sustancia viva de la Cosa escrita; así, el autor tiene sólo una meta, escribir para ese lector y confundirse con él. Tentativa esta sin esperanza. Pues el lector no quiere una obra escrita para él, sólo quiere una obra ajena, donde descubra algo desconocido, una realidad diferente, un espíritu separado que lo pueda transformar y que él pueda transformar en sí mismo. En verdad, el autor que escribe precisamente para un público no escribe: el que escribe es ese público y, por esta razón, ese público ya no puede ser lector; la lectura es sólo aparente, en realidad es nula. De ahí la insignificancia de las obras hechas para ser leídas, nadie las lee. De ahí el peligro de escribir para los demás, para despertar la palabra de los demás y descubrirlos para ellos mismos: es que los demás no quieren oír su propia voz, sino la voz de otro, una voz real, profunda, incómoda como la verdad.
El escritor no puede retirarse en sí mismo, de otro modo le será preciso renunciar a escribir. Escribiendo, no puede sacrificar la noche pura de sus posibilidades propias, pues la obra sólo vive si esa noche –y no otra– se hace día, si lo que hay en él de más singular y más alejado de la existencia ya revelada se revela en la existencia común. A decir verdad, el escritor puede tratar de justificarse, fijándose la obligación de escribir: la simple operación de escribir, hecha consciente para sí misma, independientemente de sus resultados. Ése, como se recordará, es el medio de salvación de Valéry. Admitámoslo. Admitamos que al escritor le interesa el arte como una simple técnica, la técnica como la sola búsqueda de los medios gracias a los cuales está escrito lo que hasta entonces no lo estaba. Mas, para ser verdadera, la vivencia no puede separar la operación de sus resultados y los resultados nunca son estables ni definitivos, sino infinitamente variados y engranados en un porvenir inaprensible. El escritor que afirma que sólo se interesa en la manera en que se hace la obra ve su interés hundirse en el mundo, perderse en la historia entera; pues la obra también se hace fuera de él y todo el rigor que había puesto en la conciencia de sus operaciones meditadas, de su retórica reflexionada, pronto se absorbe en el juego de una contingencia viva que no es capaz de dominar ni tampoco de observar. Sin embargo, su vivencia no es nula: escribiendo se ha puesto a prueba a sí mismo como una nada que trabaja y, tras haber escrito, prueba su obra como algo que desaparece. La obra desaparece, pero el hecho de desaparecer se mantiene, aparece como esencial, como el movimiento que permite a la obra realizarse entrando en el curso de la historia, realizarse desapareciendo. En esta experiencia, la meta propia del escritor ya no es la obra efímera, sino, más allá de la obra, la verdad de esa obra, donde parecen unirse el individuo que escribe, fuerza de negación creadora, y la obra en movimiento con la cual se afirma esa fuerza de negación y de superación.
Esta nueva noción, que Hegel llama la Cosa misma, desempeña un papel fundamental en la empresa literaria. No importa que adopte los significados más diversos: es el arte que está por encima de la obra, el ideal que ésta trata de representar, el Mundo tal como se esboza en ella, los valores en juego en el esfuerzo de creación, la autenticidad de este esfuerzo; es todo lo que, por encima de la obra en eterna disolución en las cosas, mantiene el modelo, la esencia y la verdad espiritual de esa obra tal como la libertad del escritor quiso manifestarla y puede reconocerla como suya. La finalidad no es lo que hace el escritor, sino la verdad de lo que hace. Por ello, merece que se llame conciencia honrada, desinteresada: el hombre de bien. Pero, cuidado: cuando en literatura entra en juego la probidad, allí está ya la impostura. La mala fe es aquí verdad y cuanto mayor sea la pretensión de moral y de seriedad, con mayor seguridad se imponen la mistificación y el engaño. Cierto, la literatura es el mundo de los valores, puesto que por encima de la mediocridad de las obras hechas se eleva sin cesar, como su verdad, todo lo que falta a esas obras. Pero, ¿cuál es el resultado? Un perpetuo señuelo, un extraordinario juego de escondidillas en que, con el pretexto de que su mira no es la obra efímera sino el espíritu de esa obra y de toda obra, haga lo que haga, independientemente de lo que haya podido hacer, el escritor se acomoda a ello y su conciencia honrada obtiene enseñanza y gloria. Escuchemos a esa conciencia; la conocemos, vela en cada cual. Si la obra ha fracasado no se aflige: hela ahí realizada cabalmente, se dice, pues su esencia es el fracaso, su desaparición es su realización, la hace feliz, la colma el fracaso. ¿Y si el libro no logra nacer siquiera, si se queda en nada pura? Pues entonces mejor aún: el silencio, la nada, es precisamente la esencia de la literatura, “la Cosa misma”. Cierto, el escritor con gusto atribuye el valor más alto al sentido que la obra tiene sólo para él. Por ello, poco importa si es buena o mala, célebre u olvidada. Si las circunstancias la pasan por alto, se felicita, pues sólo la escribió para negar las circunstancias. Pero si de un libro nacido al azar, producto de un momento de abandono y de hastío, sin valor ni significación, los acontecimientos hacen de pronto una obra maestra, ¿qué autor, desde el fondo de su espíritu, no se atribuiría la gloria, no vería en esa gloria sus propios méritos, en ese don de la fortuna su obra misma, el trabajo de su espíritu en concordancia providencial con su tiempo?
Continúa en ¨LA LITERATURA Y EL DERECHO A LA MUERTE (segunda parte)¨
Notas:
[I] En este planteamiento, Hegel considera la obra humana en general. Queda entendido que las observaciones siguientes se hallan muy lejos del texto de La fenomenología y no pretenden esclarecerlo. Ésta se puede leer en la traducción de La fenomenología que publicó Jean Hyppolite y seguir en su importante libro: Genèse et structure de la Phénomenologie de l’esprit de Hegel.