PRIMERA PARTE
V. LOS INSENSATOS
Las dos grandes formas de experiencia de la locura que se yuxtaponen en el
curso de la época clásica tienen, cada una, su índice cronológico. No en el
sentido en que una sería una experiencia elaborada, y la otra una especie de
conciencia burda y mal formulada; cada una está claramente articulada en una
práctica coherente; pero la una ha sido heredada y fue, sin duda, uno de los
datos más fundamentales de la sinrazón occidental; la otra —y es ésta la que
debemos examinar ahora— es una creación propia del mundo clásico.
Pese al placer tranquilizador que puedan encontrar los historiadores de la
medicina en reconocer en el gran libro del internamiento el rostro familiar, y
para ellos eterno, de las psicosis alucinantes, de las deficiencias intelectuales y
de las evoluciones orgánicas o de los estados paranoicos, no es posible repartir
sobre una superficie nosográfica coherente las fórmulas en nombre de las
cuales se ha encerrado a los insensatos. De hecho, las fórmulas de
internamiento no presagian nuestras enfermedades; revelan una experiencia
de la locura que nuestros análisis patológicos pueden atravesar, pero sin
poder, jamás, comprender en su totalidad. Al acaso, he aquí algunos
internados por «desorden del espíritu» de los que puede encontrarse mención
en los registros: «alegador empedernido», «el hombre más pleitista», «hombre
muy malvado y tramposo», «hombre que pasa noches y días aturdiendo a las
otras personas con sus canciones y profiriendo las blasfemias más horribles»,
«calumniador», «gran mentiroso», «espíritu inquieto, depresivo y turbio». Es
inútil preguntar si se trata de enfermos y hasta qué punto. Dejemos al
psiquiatra el trabajo de reconocer que el «turbio» es un paranoico o de
diagnosticar una neurosis obsesiva en este «espíritu desarreglado que se hace
una devoción a su modo». Lo que está designado en esas fórmulas no son
enfermedades, sino formas de locura percibidas como el caso extremo de
defectos. Como si, en el internamiento, la sensibilidad a la locura no fuera
autónoma, sino ligada a cierto orden moral en que sólo aparece como
perturbación. Si se leen todas esas menciones, colocadas ante el nombre de
insensato, se tiene la impresión de encontrarse aún en el mundo de Brant o de
Erasmo, mundo en que la locura dirige toda una ronda de defectos, la danza
insensata de las vidas inmorales. Y, sin embargo, la experiencia es distinta. En
1704 es internado en Saint-Lazare cierto abad Bargedé; tiene 70 años y ha
sido encerrado para «ser tratado como los otros insensatos»; «su principal
ocupación era prestar dinero con gran interés, y medrar con las usuras más
odiosas y más denigrantes para el honor del sacerdocio y de la Iglesia. Fue
imposible convencerlo de que se arrepintiera de sus excesos y de que creyera
que la usura es un pecado. Él considera un honor ser avaro». (354) Ha sido
completamente imposible «descubrir en él algún sentimiento de caridad».
Bargedé es insensato, pero no como los personajes embarcados en la Nave de
¡os locos, que lo son en la medida en que han sido arrastrados por la fuerza
viva de la locura. Bargedé es insensato no porque haya perdido el uso de la
razón sino porque, como hombre de iglesia, practica la usura, no demuestra
ninguna caridad ni siente ningún remordimiento, porque ha caído al margen
del orden moral que le es propio. En ese juicio, lo que se revela no es la
impotencia a expedir finalmente un decreto de enfermedad; tampoco es una
tendencia a condenar moralmente la locura, sino el hecho, sin duda esencial
para comprender la época clásica, de que la locura se vuelve perceptible para
él en la forma de la ética.
En sus límites, paradójicamente, el racionalismo podría concebir una locura
donde la razón ya no estuviera perturbada, pero que se reconociera en que
toda la vida moral estuviera falseada, en que la voluntad fuese mala. Es en la
calidad de la voluntad y no en la integridad de la razón donde reside,
finalmente, el secreto de la locura. Un siglo antes de que el caso de Sade
ponga en duda la conciencia médica de Royer-Collard (355) es curioso observar
que también el teniente d’Argenson se ha interrogado sobre un caso un tanto
análogo, cercano al genio: «Una mujer de 16 años cuyo marido se llama
Beaudoin… publica abiertamente que jamás amará a su marido, que no hay
ley que se lo ordene, que cada quien es libre de disponer de su corazón y de
su cuerpo como le plazca, y que es una especie de crimen dar el uno sin el
otro. » Y el teniente de policía añade: «Yo le he hablado dos veces, y aunque
acostumbrado desde hace varios años a los discursos impúdicos y ridículos, no
he podido dejar de sorprenderme de los razonamientos con que esta mujer
apoya su sistema. El matrimonio no es, propiamente, más que un ensayo, de
acuerdo con su idea (356) … «. A principios del siglo XIX, se dejará morir a Sade en
Charenton; aún se vacila, en los primeros años del siglo XVIII, antes de
encerrar a una mujer de quien hay que reconocer que tiene demasiado ingenio. El
ministro Pontchartrain hasta se niega a que d’Argenson la haga internar por
algunos meses en el Refugio: «Demasiado fuerte», observa, «hablarle
severamente. » Y sin embargo, d’Argenson no está lejos de hacer que la traten
como a los otros insensatos: «Por tantas impertinencias, me sentí movido a creerla
loca. » Estamos sobre la vía de lo que el siglo XIX llamará «locura moral»; pero lo
que es aún más importante es ver aparecer aquí el tema de una locura que, por
completo, reposa sobre una mala voluntad, sobre un error ético. Durante toda la
Edad Media, y durante largo tiempo en el curso del Renacimiento, la locura había
estado ligada al Mal, pero en forma de trascendencia imaginaria; en adelante, se
comunica con él por las vías más secretas de la elección individual y de la mala
intención.
No hay que asombrarse de la indiferencia que la época clásica parece mostrar
ante la separación de la locura y la falta, la alienación y la maldad. Esta
indiferencia no es la de un saber aún demasiado burdo, es de una equivalencia
elegida de manera concertada y planteada con conocimiento de causa. Locura
y crimen no se excluyen, pero no se confunden en su concepto indistinto; se
implican una y otro en el interior de una conciencia que se tratará bastante
razonablemente, y según lo que imponen las circunstancias, por la prisión o
por el hospital. Durante la guerra de Sucesión de España se había mandado a
la Bastilla a cierto conde de Albuterre, que en realidad se llamaba Doucelin. Él
afirmaba ser heredero de la corona de Castilla «pero por exagerada que sea su
locura, su habilidad y su maldad van aún más lejos; asegura bajo juramento
que la Santísima Virgen le aparece cada ocho días; que Dios le habla, a
menudo, frente a frente… Yo creo… que ese preso debe ser encerrado en el
hospital por toda su vida, como un insensato de los más peligrosos, o que se le
debe abandonar en la Bastilla como un canalla de primer orden; creo que esta
última solución es la más segura y, en consecuencia, la más conveniente».
(357) No hay exclusión entre locura y crimen, sino una implicación que los anuda.
El sujeto puede ser un poco más insensato, o un poco más criminal, pero,
hasta el final, la locura más excesiva estará rodeada de maldad. También a
propósito de Doucelin, d’Argenson observa después: «Cuanto más dócil parece,
más lugar hay para creer que en sus extravagancias hay mucho de simulación
o de malicia. » Y en 1709 «es mucho menos firme ante la refutación de sus
quimeras, y un poco más imbécil». Ese juego de complementariedad aparece
claramente en otro informe del teniente d’Argenson a propósito de Tadeo
Cousini «mal monje»; se le había puesto en Charenton; en 1715 «sigue siendo
impío cuando razona y absolutamente imbécil cuando deja de razonar. Así,
aunque la paz general debe tender a dejarlo libre como espía, la situación de
su espíritu y el honor de la religión no lo permiten». (358) Nos encontramos en el
extremo opuesto de la regla fundamental del derecho según la cual «la
verdadera locura lo excusa todo». (359) En el mundo del internamiento, la locura
no explica ni excusa nada: entra en complicidad con el mal, para multiplicarlo,
hacerle más insistente y peligroso, y prestarle rostros nuevos.
De un calumniador que está loco, nosotros diríamos que sus calumnias son un
delirio: hasta allí hemos tomado el hábito de considerar a la locura como
verdad a la vez última e inocente del hombre. En el siglo XVII, el desarreglo
del espíritu viene a sumarse a la calumnia en la totalidad misma del mal. Se
encierra en la Caridad de Senlis, por «calumnias y debilidad de espíritu», a un
hombre que es «de un carácter violento, turbulento y supersticioso, además de
gran mentiroso y calumniador». (360) En el furor, mencionado tan a menudo en
los registros del internado, la violencia no quita a la maldad lo que se deriva de
la locura, sino que su conjunto forma como la unidad del mal entregado a sí
mismo, en una libertad sin freno. D’Argenson exige el internamiento de una
mujer en el Refugio «no sólo por el desarreglo de sus costumbres, sino por
relación a su locura que a menudo llega hasta el furor, y que, según las
apariencias, la llevará o a deshacerse de su marido, o a matarse ella misma a
la primera ocasión». (361) Ocurre como si la explicación psicológica duplicara la
incriminación moral, siendo así que, desde hace bastante tiempo, nosotros
hemos tomado el hábito de establecer entre ellas una relación de resta.
La locura involuntaria, la que parece apoderarse del hombre a pesar de él,
aunque conspire espontáneamente con la maldad, apenas es diferente, en su
esencia secreta, de aquella fingida intencionalmente por sujetos lúcidos. Entre
ellas, en todo caso, hay un parentesco fundamental. El derecho, por el
contrario, trata de distinguir con el mayor rigor posible la alienación fingida de
la auténtica, puesto que no se condena a la pena que su crimen habría
merecido «a aquel que está verdaderamente tocado de locura«. (362) En el
internamiento, la distinción no se hace. La locura real no es mejor que la
locura fingida. En 1710 se había metido en Charenton a un muchacho de 25
años que se hacía llamar Don Pedro de Jesús y que pretendía ser hijo del rey
de Marruecos. Hasta entonces, se le considera como simplemente loco. Pero se
empieza a sospechar que finge serlo; no ha estado un mes en Charenton «sin
testimoniar que estaba en su buen juicio; conviene en que no es hijo del rey
de Marruecos; pero sostiene que su padre es un gobernador de provincia, y no
puede resolverse a abandonar sus quimeras». Locura real y demencia imitada
se yuxtaponen, como si las mentiras interesadas vinieran a completar las
quimeras de la sinrazón. En todo caso «para castigarlo por su impostura y su
afectada locura, creo yo«, escribe d’Argenson a Pontchartrain, «que convendría
llevarlo a la Bastilla». Finalmente, se le envía a Vincennes; cinco años después,
las quimeras parecen ser más numerosas que las mentiras; pero será
necesario que muera en Vincennes, entre los prisioneros: «Su razón está muy
perturbada; habla sin ilación, y a menudo es víctima de accesos de furor, el
último de los cuales estuvo a punto de costar la vida a uno de sus
compañeros; así, todo parece concurrir para continuar su detención. » (363) La
locura sin intención de parecer loco o la simple intención sin locura merece el
mismo tratamiento, quizá porque oscuramente tienen un mismo origen: el Mal,
o al menos, una voluntad perversa. Del uno a la otra, en consecuencia, el paso
será fácil, y se admite tranquilamente que uno se vuelve loco por el solo hecho
de haber querido estarlo. A propósito de un hombre «que tenía la locura de
querer hablar al rey sin haber querido jamás decir a un ministro lo que tenía
que decir al rey«, escribe d’Argenson, «tanto se fingió insensato, sea en la
Bastilla, sea en Bicêtre, que se volvió loco en efecto; sigue queriendo hablar al
rey en particular y cuando se le apremia a explicarse al respecto, se expresa
en los términos de quien no tiene la menor apariencia de razón». (364)
Puede verse cómo la experiencia de la locura que se expresa en la práctica del
internamiento, y que sin duda se forma también a través de ella, es ajena a la
que, desde el derecho romano de los juristas del siglo XIII, se encuentra
formulada en la conciencia jurídica. Para los hombres del derecho, la locura
atañe esencialmente a la razón, alterando así la voluntad, al hacerla inocente:
«Locura o extravagancia, es alienación de espíritu, desarreglo de la razón que
nos impide distinguir lo verdadero de lo falso y que, por una agitación continua
del espíritu, pone a quien está afectado fuera de la capacidad de poder dar
algún consentimiento. » (365) Lo esencial es, por tanto, saber si la locura es real, y
cuál es su grado; y cuanto más profunda sea, más será reputada inocente la
voluntad del sujeto. Bouchet informa de varias detenciones «que han ordenado
que gentes que en estado de furor habían dado muerte a sus parientes más
próximos no sean castigadas». (366) Por el contrario, en el mundo del
internamiento, poco importa saber si la razón ha sido afectada en realidad; de
ser así, y si su uso se encuentra encadenado, ello es, sobre todo, por una
flexión de la voluntad, que no puede ser totalmente inocente, puesto que no es
del orden de las consecuencias. Esta puesta en causa de la voluntad en la
experiencia de la locura tal como es denunciada por el internamiento
evidentemente no es explícita en los textos que se han podido conservar; pero
se traiciona a través de las motivaciones y los modos del internamiento. De lo
que se trata es de toda una relación oscura entre la locura y el mal, relación
que ya no pasa, como en tiempos del Renacimiento, por todas las potencias
sordas del mundo, sino por ese poder individual del hombre que es su
voluntad. Así, la locura se enraiza en el mundo moral.
Pero la locura es otra cosa que el pandemonio de todos los defectos y de todas
las ofensas hechas a la moral. En la experiencia que de ella tiene el clasicismo
y en el rechazo que le opone, no sólo es cuestión de reglas morales, sino de
toda una conciencia ética. Es ella, no una sensibilidad escrupulosa, la que vela
sobre la locura. Si el hombre clásico percibe su tumulto, no es a partir de la
ribera de una conciencia pura y simple, razonable, sino de lo alto de un acto de
razón que inaugura una opción ética.
Tomado en su formulación más sencilla, y bajo sus aspectos más exteriores, el
internamiento parece indicar que la razón clásica ha conjurado todas las
potencias de la locura, y que ha llegado a establecer una línea de separación
decisiva al nivel mismo de las instituciones sociales. En un sentido, el
internamiento parece un exorcismo bien logrado. Sin embargo, esta
perspectiva moral de la locura, sensible hasta en las formas del internamiento,
traiciona sin duda una separación aún poco firme. Demuestra que la sinrazón,
en la época clásica, no ha sido rechazada hasta los confines de una conciencia
razonable sólidamente cerrada sobre sí misma, sino que su oposición a la
razón se mantiene siempre en el espacio abierto de una opción y de una
libertad. La indiferencia a toda forma de distinción rigurosa entre la falta y la
locura indica una región más profunda, en la conciencia clásica, en que la
separación razón-sinrazón se realiza como una opción decisiva donde se trata
de la voluntad más esencial, y quizá la más responsable del sujeto. Es evidente
que esta conciencia no se encuentra enunciada explícitamente en las prácticas
del internamiento ni en sus justificaciones. Pero no ha permanecido silenciosa
en el siglo XVII. La reflexión filosófica le ha dado una formulación que nos
permite comprenderla por otro camino.
Hemos visto por qué decisión rodeaba Descartes, en la marcha de la duda, la
posibilidad de ser insensato; en tanto que todas las otras formas de error y de
ilusión rodeaban una región de la certidumbre, pero liberaban por otra parte
una forma de la verdad, la locura quedaba excluida, no dejando ningún rastro,
ninguna cicatriz en la superficie del pensamiento. En el régimen de la duda, y
en su movimiento hacia la verdad, la locura era de una eficacia nula. Ya es
tiempo, ahora, de preguntar por qué, y si Descartes ha evadido el problema en
la medida en que era insuperable, o si ese rechazo de la locura como
instrumento de la duda no tiene sentido al nivel del sentido de la historia de la
cultura, traicionando un nuevo estatuto de la sinrazón en el mundo clásico.
Diríase que si la locura no interviene en la economía de la duda, es porque, al
mismo tiempo, está siempre presente y siempre excluida en el propósito de
dudar y en la voluntad que lo anima desde la partida. Todo el camino que va
del proyecto inicial de la razón hasta los primeros fundamentos de la ciencia
sigue los límites de una locura de la que se salva sin cesar por un parti pris
ético que no es otra cosa que la voluntad resuelta a mantenerse en guardia, el
propósito de dedicarse «solamente a la búsqueda de la verdad». (367) Hay una
tentación perpetua de sueño y de abandono a las quimeras, que amenaza la
razón y que es conjurada por la decisión siempre renovada de abrir los ojos
ante la verdad: «Cierta pereza me arrastra insensiblemente en el tren de la
vida ordinaria. Y así como un esclavo que gozaba en sueños de una libertad
imaginaria, cuando empieza a sospechar que su libertad no es más que un
sueño, teme despertar… yo temo despertarme de este sopor. » (368) En el
camino de la duda inicialmente se puede apartar la locura, puesto que la duda,
en la medida misma en que es metódica, está rodeada de esta voluntad de
vigilia que es, a cada instante, arranque voluntario de las complacencias de la
locura. Así como el pensamiento que duda implica al pensamiento y al que
piensa, la voluntad de dudar ha excluido ya los encantos involuntarios de la
sinrazón, y la posibilidad nietzscheana del filósofo loco. Mucho antes del
Cogito, hay una implicación muy arcaica de la voluntad y de la opción entre
razón y sinrazón. La razón clásica no se encuentra con la ética en el extremo de su
verdad y en la forma de las leyes morales; la ética, como elección contra la
sinrazón, está presente en el origen de todo pensamiento concertado; y su
superficie, prolongada indefinidamente a todo lo largo de la reflexión, indica la
trayectoria de una libertad que es obviamente la iniciativa misma de la razón.
En la época clásica, la razón nace en el espacio de la ética. Y es esto, sin duda,
lo que da al reconocimiento de la locura en esta época —o como se quiere, a
su no-reconocimiento— su estilo particular. Toda locura oculta una opción,
como toda razón una opción libremente efectuada. Esto puede adivinarse en el
imperativo insistente de la duda cartesiana; pero la elección misma, ese
movimiento constitutivo de la razón, en que la sinrazón queda libremente
excluida, se revela a lo largo de la reflexión de Spinoza y los esfuerzos
inconclusos de la Reforma del entendimiento. La razón se afirma allí,
inicialmente, como decisión contra toda la sinrazón del mundo, con la clara
conciencia de que «todas las ocurrencias más frecuentes de la vida ordinaria
son vanas y fútiles»; se trata, pues, de partir en busca de un bien «cuyo
descubrimiento y posesión tuviesen por fruto una eternidad de alegría continua
y soberana»: especie de apuesta ética, que se ganará cuando se descubra que
el ejercicio de la libertad se realiza en la plenitud concreta de la razón que, por
su unión con la naturaleza en su totalidad, es el acceso a una naturaleza
superior. «¿Cuál es, pues, esta naturaleza? Mostraremos que es el
conocimiento de la unión que tiene el alma pensante con la naturaleza entera.
» (369) La libertad de la apuesta se logra entonces en una unidad en que
desaparece como elección y se realiza como necesidad de la razón. Pero esta
realización sólo ha sido posible sobre el fondo de la locura conjurada, y hasta
el final manifiesta su peligro incesante. En el siglo XIX, la razón tratará de
situarse, por relación con la sinrazón, en el suelo de una necesidad positiva, y
no en el espacio libre de una elección. Desde entonces, el rechazo de la locura
ya no será exclusión ética, sino distancia ya acordada; la razón no tendrá que
separarse de la locura, sino reconocerse como siempre anterior a ella, aun si le
ocurre alienarse de ella. Pero en tanto que el clasicismo mantenga esa elección
fundamental como condición del ejercicio de la razón, la locura surgirá a la luz
en el brillo de la libertad.
En el momento en que el siglo XVIII interna como insensata a una mujer que
«tenía una devoción a su modo» o a un sacerdote porque no se encuentra en él
ninguno de los signos de la caridad, el juicio que condena a la locura bajo esta
forma no oculta una presuposición moral; manifiesta tan sólo la separación
ética de la razón y de la locura. Sólo una conciencia «moral» en el sentido en
que la entenderá el siglo XIX podrá indignarse del trato inhumano que la época
precedente ha dado a los locos, o asombrarse de que no se les haya atendido
en los hospitales en una época en que tantos médicos escribían obras sabias
sobre la naturaleza y el tratamiento del furor, de la melancolía o de la histeria.
De hecho, la medicina como ciencia positiva no podía afectar la separación
ética de la que nacía toda razón posible. El peligro de la locura, para el
pensamiento clásico, no designa jamás el temblor, el pathos humano de la
razón encarnada, sino que remite a esta región donde el desgarramiento de la
libertad debe hacer nacer, con la razón, al rostro mismo del hombre. En la
época de Pinel, cuando la relación fundamental de la ética y la razón se habrá
invertido en un segundo nexo de la razón con la moral, y cuando la locura ya
no será más que un avatar involuntario llegado del exterior a la razón, se
descubrirá con horror la situación de los locos en los calabozos de los
hospicios. Habrá indignación al ver que los «inocentes» hayan sido tratados
como «culpables». Lo que no quiere decir que la locura haya recibido
finalmente su estatuto humano o que la evolución de la patología mental salga,
por vez primera, de su bárbara prehistoria; sino que el hombre ha modificado
su relación original con la locura, y que sólo lo percibe reflejado en la superficie
de sí mismo, en el accidente humano de la enfermedad. Entonces considerará
humano dejar morirse a los locos en el fondo de las casas correccionales, no
comprendiendo ya que, para el hombre clásico, la posibilidad de la locura es
contemporánea de una opción constitutiva de la razón y, por consiguiente, del
hombre mismo. Hasta tal punto que, hasta el siglo XVII o el XVIII, no puede
hablarse de tratar «humanamente» la locura, pues ésta, por derecho propio, es
inhumana, y forma por así decir el otro lado de una elección que abre al
hombre el libre ejercicio de su naturaleza racional. Los locos entre los
correccionarios: no hay ni ceguera ni confusión ni prejuicios, sino el propósito
deliberado de dejar hablar a la locura el idioma que le es propio.
Esta experiencia de una opción y de una libertad, contemporáneas de la razón,
establece con claridad evidente para el hombre clásico una continuidad que se
extiende sin ruptura a todo lo largo de la sinrazón: desarreglo de las
costumbres y desarreglo del espíritu, locura verdadera y simulada, delirios y
mentiras pertenecen, en el fondo, a la misma tierra natal, y tienen derecho al
mismo trato.
Sin embargo, es preciso no olvidar que los «insensatos» tienen, como tales, un
sitio particular en el mundo del confinamiento. Su estatuto no se reduce a ser
tratados como el resto de los miembros de la correccional. En la sensibilidad
general hacia la sinrazón, hay una especie de modulación particular tocante a
la locura propiamente dicha, y se dirige a los que se denomina, sin distinción
semántica precisa, insensatos, espíritus alienados o perturbados,
extravagantes, gente demente.
Esta manera particular de la sensibilidad dibuja el rostro propio de la locura en
el mundo de la sinrazón. A ella concierne en primer término el escándalo. En
su forma más general, el confinamiento se explica, o en todo caso se justifica,
por la voluntad de evitar el escándalo. Inclusive indica, por lo mismo, un
cambio importante en la conciencia del mal. El Renacimiento había dejado salir
en paz a la luz del día las formas de la sinrazón; la publicidad daba al mal
poder de ejemplo y de redención. Gilíes de Rais, acusado en el siglo XV de
haber sido «hereje, relapso, dado a sortilegios, sodomita, invocador de
espíritus malvados, adivinador, asesino de inocentes, apóstata de la fe,
idólatra y desviador de la fe», (370) termina por confesar sus crímenes («que son
suficientes para hacer morir a diez mil personas») en una declaración
extrajudicial; repite sus confesiones, en latín, frente al tribunal; después pide,
por propia iniciativa, que «la dicha confesión, hecha a todos y a cada uno de
los asistentes, la mayor parte de los cuales ignoraba el latín, fuese publicada
en lengua vulgar y expuesta a ellos, para mayor vergüenza de los delitos
perpetrados, y para así obtener más fácilmente la remisión de sus pecados, y
el favor de Dios para el perdón de los pecados por él cometidos». (371) En el
proceso civil, se le exige que haga la misma confesión ante el pueblo reunido:
«Le dijo Monseñor el Presidente que dijera su caso todo entero, y que la
vergüenza que sufriría le valdría para que se le aligerara en algo la pena que
debía sufrir por aquello. » Hasta el siglo XVII, el mal, con todo lo que puede
tener de más violento e inhumano, no puede compensarse ni castigarse si no
es expuesto a la luz del día. La confesión y el castigo del crimen deben hacerse
a plena luz, pues es la única forma de compensar la noche de la cual el crimen
surgió. Existe un ciclo de consumación del mal que debe pasar necesariamente
por la confesión pública, para hacerse manifiesto, antes de llegar a la
conclusión que lo suprime.
La internación, al contrario, denuncia una forma de conciencia para la cual lo
inhumano no puede provocar sino vergüenza. Hay aspectos en el mal que
tienen tal poder de contagio, tal fuerza de escándalo, que cualquier tipo de
publicidad los multiplicaría al infinito. Sólo el olvido puede suprimirlos. A
propósito de un caso de envenenamiento, Pontchartrain no prescribe el
tribunal público, sino el secreto de un asilo. «Como los informes implicaban a
una parte de París, el Rey no creyó que se debiera procesar a tantas personas,
de las cuales muchas, además, habían cometido los crímenes sin saberlo, y
otros se habían dejado arrastrar por la facilidad; Su Majestad lo determinó así,
con tanto más gusto cuanto que está persuadido de que existen ciertos
crímenes que sería preciso absolutamente olvidar. » (372) Fuera de los peligros del
ejemplo, el honor de las familias y el de la religión son suficientes para que se
recomiende internar a un sujeto. A propósito de un sacerdote que tratan de
enviar a Saint-Lazare: «Así, un eclesiástico como éste debe ser escondido con
harto cuidado por el honor de la religión y el sacerdocio. » (373) Bien entrado el
siglo XVIII, Malesherbes defenderá el confinamiento como un derecho de las
familias que quieren escapar del deshonor: «Aquello que se denomina una
bajeza, se halla en la misma altura que las acciones que el orden público no
puede tolerar… Se diría que el honor de una familia exige que se haga
desaparecer de la sociedad a quien, por sus costumbres viles y abyectas, hace
enrojecer a sus parientes. » (374) La orden de liberación, a su vez, se concede
cuando el peligro del escándalo queda apartado, o cuando el recluso no puede
ya deshonrar a la familia o a la Iglesia. El abate Bargedé estaba encerrado
desde hacía mucho; nunca, a pesar de sus peticiones, se había autorizado su
salida: pero he aquí que la vejez y la invalidez que lo afectan han vuelto
imposible el escándalo: «Por lo demás, su parálisis continúa —escribe
d’Argenson—. No puede ni escribir ni firmar; pienso que sería justo y caritativo
devolverle la libertad. » (375) Todas las formas del mal que se aproximen a la
sinrazón deben quedar guardadas en secreto. El clasicismo experimenta, pues,
ante lo inhumano un pudor que el Renacimiento jamás sintió.
Ahora bien, existe una excepción en esta actitud de secreto. Es lo que se le
reserva a los locos… (376) Exhibir a los insensatos, era sin duda una antiquísima
costumbre medieval. En algunos de los Narrtürmer de Alemania, había
ventanas con rejas, que permitían observar desde el exterior a los locos que
estaban allí encadenados. Eran también un espectáculo en las puertas de las
ciudades. Lo extraño es que esta costumbre no desapareciera cuando se
cerraban las puertas de los asilos, sino que al contrario se haya desarrollado y
adquirido en París y en Londres un carácter casi institucional. Todavía en 1815,
si aceptamos un informe presentado ante la Cámara de los Comunes, el
hospital de Bethlehem mostraba a los locos furiosos por un penny, todos los
domingos. Ahora bien, el ingreso anual que significaban esas visitas, llegaba a
400 libras, lo que supone la cifra asombrosamente elevada de 96 mil visitas al
año. (377) En Francia, el paseo a Bicêtre y el espectáculo de los grandes
insensatos fue una de las distracciones dominicales de los burgueses de la rive
gauche hasta la época de la Revolución. Mirabeau informa, en sus
Observations d’un voyageur anglais, que mostraban a los locos de Bicêtre
«como si fueran animales curiosos, al primer patán recién llegado que quisiera
pagar un ochavo». Se va a ver al guardián exhibiendo a los locos, como se va a
la feria de Saint-Germain a ver al juglar que ha amaestrado a los monos. (378)
Ciertos carceleros tenían gran reputación por su habilidad para hacer que los
locos realizaran mil piruetas y acrobacias mediante unos pocos latigazos. La
única atenuación que encontramos, a finales del siglo XVIII, es la de encargar
a los insensatos la tarea de exhibir a los locos, como si fuera obligación de la
locura exhibirse a sí misma. «No calumniemos a la naturaleza humana. El
viajero inglés tiene razón al considerar el oficio de exhibir a los locos como algo
que se encuentra por encima de la humanidad más aguerrida. Ya lo hemos
dicho. Hay remedio para todo. Son los mismos locos los que, en sus intervalos
de lucidez, están encargados de mostrar a sus compañeros, los cuales, a su
vez, les devuelven el mismo servicio. Así, los guardianes de estos desgraciados
disfrutan de los beneficios que el espectáculo les procura, sin tener que
adquirir una insensibilidad a la cual, sin duda, jamás podrían llegar. » (379) He aquí
a la locura convertida en espectáculo, por encima del silencio de los asilos, y
transformada, para gozo de todos, en escándalo público. La sinrazón se
escondía en la discreción de las casas de confinamiento; pero la locura
continúa presentándose en el teatro del mundo. Con mayor lustre que nunca.
Durante el Imperio, incluso se llegará a ciertos extremos que nunca alcanzaron
la Edad Media y el Renacimiento; la extraña cofradía del «navío Azul»
representaba en otro tiempo espectáculos donde se imitaba la locura; (380) ahora
es la propia locura, la locura de carne y hueso, la que hace la representación.
Coulmier, director de Charenton, organizó en los primeros años del siglo XIX
aquellos famosos espectáculos donde los locos hacían tanto el papel de actores
como el de espectadores observados. «Los alienados que asistían a estas
representaciones teatrales eran objeto de la atención, de la curiosidad, de un
público ligero, inconsecuente y en ocasiones malvado. Las actitudes grotescas
de estos desgraciados y sus ademanes provocaban la risa burlona, la piedad
insultante de los asistentes. » (381) La locura se convierte en puro espectáculo, en
un mundo sobre el cual Sade extiende su soberanía, (382) espectáculo que es
ofrecido como distracción a la buena conciencia de una razón segura de sí
misma. Hacia principios del siglo XIX, hasta la indignación de Royer-Collard,
los locos siguen siendo monstruos, es decir, seres o cosas que merecen ser
exhibidos. El confinamiento esconde la sinrazón y delata la vergüenza que ella
suscita; pero designa explícitamente la locura, la señala con el dedo. Si bien,
en lo que respecta a la primera, se propone antes que nada evitar el
escándalo, en la segunda lo organiza. Extraña contradicción: la época clásica
envuelve la locura en una experiencia global de la sinrazón; reabsorbe las
formas singulares, que habían sido tan bien individualizadas en la Edad Media
y en el Renacimiento. Y en una aprehensión general, aproxima con indiferencia
todas las formas de la sinrazón. Pero al mismo tiempo distingue a la locura por
un signo peculiar: no el de la enfermedad, sino el del escándalo exaltado. Sin
embargo, no hay nada en común entre esta exhibición organizada de la locura
del siglo XVIII y la libertad con la cual se mostraba en pleno día durante el
Renacimiento. Entonces estaba presente en todas partes y mezclada a cada
experiencia, merced a sus imágenes y sus peligros. Durante el periodo clásico
se la muestra, pero detrás de los barrotes; si se manifiesta, es a distancia,
bajo la mirada de una razón que ya no tiene parentesco con ella y que no se
siente ya comprometida por una excesiva semejanza. La locura se ha
convertido en una cosa para mirar: no se ve en ella al monstruo que habita en
el fondo de uno mismo, sino a un animal con mecanismos extraños, bestialidad
de la cual el hombre, desde mucho tiempo atrás, ha sido eximido. «Puedo
fácilmente concebir un hombre sin manos, sin pies y sin cabeza (pues es
únicamente la experiencia la que nos enseña que la cabeza es más importante
que los pies). Pero no puedo imaginar un hombre sin pensamiento: sería una
piedra o un bruto. » (383)
En su Informe sobre el servicio de los alienados, Desportes describe los locales
de Bicêtre, tal como eran a fines del siglo XVIII. «El infortunado tenía por único
mueble un camastro con paja, y encontrándose prensado contra el muro, por
la cabeza, los pies y el cuerpo, no podía disfrutar del sueño sin mojarse,
debido al agua que escurría por las piedras. » En lo que respecta a los cuartos
de la Salpêtrière, informaba que las habitaciones eran aún más «funestas y a
menudo mortales, ya que en invierno, cuando suben las aguas del Sena, los
cuartos situados al nivel de las alcantarillas se volvían no solamente
insalubres, sino además refugios de multitud de grandes ratas, que por la
noche atacaban a los desgraciados que estaban allí encerrados y los roían por
todas las partes que podían alcanzar; se han hallado locas con los pies, las
manos y el rostro desgarrados por mordiscos a menudo peligrosos que han
causado la muerte a más de uno». Pero son los calabozos reservados desde
mucho tiempo atrás a los alienados más peligrosos y agitados. Si son más
calmados y si nadie tiene nada que temer de ellos, se les hacina en celdas más
o menos grandes. Uno de los discípulos más activos de Tuke, Godfrey Higgins,
había obtenido el derecho, mediante el pago de 20 libras, de visitar el asilo de
York a título de inspector benévolo. Durante una visita, descubre una puerta
cuidadosamente disimulada, que da a una pieza que no llegaba a medir 8 pies
en cuadro (alrededor de 6 metros cuadrados), la cual acostumbraban ocupar
durante la noche 13 mujeres; por el día vivían en un cuarto apenas más
grande. (384)
En el caso contrario, cuando los insensatos son particularmente peligrosos, se
les mantiene bajo un sistema de constreñimiento que no es, indudablemente,
de naturaleza punitiva, pero que fija exactamente los límites físicos de la
locura rabiosa. Lo más común es encadenarlos a las paredes y a las camas. En
Bethlehem, las locas furiosas estaban encadenadas por los tobillos a la pared
de una larga galería; no tenían más ropa que un sayal. En otro hospital,
Bethnal Green, una mujer padecía violentas crisis de excitación: cuando le
llegaba una, la colocaban en una porqueriza, atada de pies y manos; cuando la
crisis pasaba, la ataban a su cama, cubierta sólo por una manta; cuando le
permitían dar unos pasos, le ajustaban entre las piernas una barra de hierro,
fija con anillos a los tobillos y unida a unas esposas por una corta cadena.
Samuel Tuke, en su Informe sobre la situación de las alienados indigentes,
detalla el laborioso sistema instalado en Bethlehem para contener a un loco
considerado furioso: estaba sujeto con una larga cadena que atravesaba la
pared, lo que permitía al guardián dirigirlo, tenerlo sujeto, por así decirlo,
desde el exterior; en el cuello le habían puesto una argolla de hierro, que
mediante una corta cadena se unía a otra argolla; ésta resbalaba por una
gruesa barra de hierro, vertical, sujeta por los extremos al suelo y al techo de
la celda. Cuando se inició la reforma de Bethlehem, se halló a un hombre que
llevaba doce años en esta celda, sometido al sistema descrito. (385)
Cuando alcanzan este paroxismo de violencia, resulta claro que dichas
prácticas no están ya animadas por la conciencia de un castigo que se debe
imponer, ni tampoco por el deber de corregir. La idea de «arrepentimiento» es
ajena por completo a este régimen. Es una especie de imagen de la animalidad
la que acecha entonces en los hospicios. La locura le cubre su rostro con la
máscara de la bestia. Los que están encadenados a los muros de las celdas no
son hombres que han perdido la razón, sino bestias movidas por una rabia
natural: es como si la locura, en este extremo, liberada de la sinrazón moral
cuyas formas más atenuadas son contenidas, viniera a juntarse, por un golpe
de fuerza, con la violencia inmediata de la animalidad. El modelo de animalidad
se impone en los asilos y les da su aspecto de jaula y de zoológico. Coguel
describe la Salpêtrière, a fines del siglo XVIII: «Las locas atacadas por excesos
de furor son encadenadas como perros a la puerta de su cuarto, y separadas de
los guardianes y de los visitantes por un largo corredor defendido por una verja de
hierro; se les pasan entre los barrotes la comida y la paja, sobre la cual se
acuestan; por medio de rastrillos se retira una parte de las suciedades que las
rodean. » (386) En el hospital de Nantes, el «zoológico» parece un conjunto de jaulas
individuales para bestias feroces. Esquirol nunca había visto «tal abundancia de
cerraduras, de candados, de barras de hierro para atrancar las puertas de los
calabozos… Unos ventanillos, a un lado de las puertas, tenían barras de hierro y
postigos. Muy cerca de la abertura colgaba una cadena fija a la pared, que llevaba
en el otro extremo un recipiente de hierro colado que tenía mucha forma de zueco,
y en el cual eran depositados los alimentos y pasados a través de los barrotes».
(387) Cuando Fodéré llega al hospital de Estrasburgo en 1814, encuentra que está
instalado, con mucho cuidado y habilidad, una especie de establo humano. «Para
los locos importunos y que se ensucian», se habían establecido al extremo de las
salas grandes «unas especies de jaulas o de armarios hechos con tablas, que
pueden, cuando más, dar cabida a un hombre de estatura mediana. » Las jaulas
tienen debajo una especie de claraboya que no reposa directamente sobre el
suelo, sino que está apartada de él unos quince centímetros. Sobre las tablas, se
ha arrojado un poco de paja, «sobre la cual duerme el insensato, desnudo o
semidesnudo, y también sobre ella toma sus alimentos y hace sus necesidades». (388)
Existe, por supuesto, todo un sistema de seguridad para defenderse de la
violencia de los alienados y el desencadenamiento de su furor. Este
desencadenamiento es considerado, antes que nada, como un peligro social.
Pero lo más importante es que se le considera bajo las especies de una libertad
animal. El hecho negativo de que «el loco no es tratado como un ser humano»,
posee un contenido muy positivo; esta especie de inhumana indiferencia tiene
en realidad valor de obsesión: está enraizada en los viejos temores que, desde
la Antigüedad y, sobre todo, la Edad Media, han dado al mundo animal
familiaridad extraña, maravillas amenazantes. Sin embargo, este miedo
animal, que acompaña, con todo su imaginario paisaje, a la percepción de la
locura, no tiene exactamente el mismo sentido que tuvieran los de dos o tres
siglos antes: la metamorfosis en animal no es ya señal visible de las potencias
infernales, ni resultado de la alquimia diabólica de la sinrazón. El animal en el
hombre no se considera como un indicio de algo que está más allá; se ha
tornado locura sin relación sino consigo misma: es la locura en el estado de
naturaleza. La animalidad que se manifiesta rabiosamente en la locura,
despoja al hombre de todo aquello que pueda tener de humano, pero no para
entregarlo a otras potencias, sino para colocarlo en el grado cero de su propia
naturaleza. La locura, en sus formas últimas, es para el clasicismo el hombre
en relación inmediata con su propia animalidad, sin otra referencia y sin
ningún recurso. (389)
1° Llegará un día en que esta presencia de la animalidad en la locura será
considerada, dentro de una perspectiva evolucionista, como el signo, más aún,
como la esencia misma de la enfermedad. En la época clásica, al contrario, la
animalidad expresa con singular esplendor precisamente el hecho de que el
loco no es un enfermo. La animalidad, en efecto, protege al loco contra todo lo
que pueda existir de frágil, de precario y de enfermizo en el hombre. La solidez
animal de la locura, y ese espesor que extrae del mundo ciego de la bestia,
endurece al loco contra el hambre, el calor, el frío y el dolor. Es notorio, hasta
fines del siglo XVIII, que los locos pueden soportar indefinidamente las
miserias de la existencia. Es inútil protegerlos; no hay necesidad ni de
cubrirlos, ni de calentarlos. Cuando en 1811, Samuel Tuke visita una
workhouse de los condados del sur, ve unas celdas adonde la luz del día llega
por ventanos enrejados que se han hecho en las puertas. Todas las mujeres
estaban completamente desnudas. Ahora bien, «la temperatura era
extremadamente rigurosa, y la noche anterior, el termómetro había marcado
18° bajo cero. Una de estas infortunadas mujeres estaba acostada sobre un
poco de paja, sin manta». Esta aptitud de los alienados para soportar, como los
animales, las peores intemperies, será aún, para Pinel, un dogma de la
medicina. Él admirará siempre «la constancia y la facilidad con que los
alienados de uno y otro sexo soportan el frío más riguroso y prolongado. En el
mes de Nivoso del año iii, en ciertos días en que el termómetro indicaba 10, 11
y hasta 16° bajo cero, un alienado del hospicio de Bicêtre no podía soportar la
manta de lana, y permanecía sentado sobre el entarimado helado de la celda.
Por la mañana, apenas le abrían la puerta, se le veía correr en camisón por los
patios, coger el hielo y la nieve a puñados, ponérselos sobre el pecho y
dejarlos derretir, con una especie de deleite». (390) La locura, con todo lo que
tiene de ferocidad animal, preserva al hombre de los peligros de la
enfermedad; ella lo hace llegar a una especie de invulnerabilidad, semejante a
aquella que la naturaleza, previsoramente, ha dado a los animales.
Curiosamente la confusión de la razón restituye el loco a la bondad inmediata
de la naturaleza, por las vías del retorno a la animalidad. (391)
2° En este punto extremo, por tanto, es donde la locura participa menos que
nunca de la medicina; tampoco puede pertenecer al dominio de la corrección.
Animalidad desencadenada, no puede ser dominada sino por la doma y el
embrutecimiento. El tema del loco-animal ha sido realizado efectivamente en
el siglo XVIII, en la pedagogía que se trata a veces de imponer a los alienados.
Pinel cita el caso de un «establecimiento monástico muy renombrado situado
en una de las partes meridionales de Francia», donde al insensato
extravagante se le intimaba «la orden precisa de cambiar»; si rehusaba
acostarse o comer, «se le prevenía que su obstinación en sus descarríos sería
castigada al día siguiente con diez azotes con nervios de buey». En cambio, si
era sumiso y dócil, se le hacía «tomar sus alimentos en el refectorio, al lado del
institutor», pero al cometer la más mínima falta, recibía romo advertencia «un
golpe de vara dado con fuerza en los dedos». (392) Así, por una curiosa dialéctica,
cuyo movimiento explica todas esas prácticas »inhumanas» de la internación, la
libre animalidad de la locura es gobernada solamente por esta doma cuyo
sentido no es el de elevar lo bestial hacia lo humano, sino de restituir al
hombre a aquello que pueda tener de puramente animal. La locura revela un
secreto de animalidad, que es su verdad y en el cual, de alguna manera, se
resorbe. Hacia mediados del siglo XVIII, un granjero del norte de Escocia tuvo
su momento de celebridad. Se le atribuía el arte de curar la manía. Pinel nota
de paso que este Gregory tenía una estatura de Hércules; «su método consistía
en dedicar a los alienados a los trabajos más penosos de la agricultura, a
emplearlos ya fuera como bestias de carga o como criados, a reducirlos, en fin,
a la obediencia con una paliza, a la menor rebelión». (393) En la reducción a la
animalidad, la locura encuentra a la vez su verdad y su curación: cuando el
loco se ha convertido en bestia, tal presencia del animal en el hombre, que era
la piedra de escándalo de la locura, se ha borrado: no porque el animal calle,
sino porque el hombre mismo ha dejado de existir. En el ser humano
convertido en bestia de carga, la abolición de la razón sigue la prudencia y su
orden: la locura está curada ahora, puesto que está alienada en algo que no es
sino su verdad; 3º Llegará un momento en que, de esta animalidad de la
locura, se deducirá la idea de una psicología mecanicista, y la tesis de que Se
pueden referir las formas de la locura a las grandes estructuras de la vida
animal. Pero en los siglos XVII y XVIII, la animalidad que presta su rostro a la
locura, no prescribe de ninguna manera a sus fenómenos un sentido
determinista. Al contrario, coloca a la locura en un espacio de imprevisible
libertad, donde se desencadena el furor. Si el determinismo hace presa de ella,
es como constreñimiento, castigo y doma. Merced al sesgo de la animalidad, la
locura no adquiere la figura de las grandes leyes de la naturaleza y de la vida,
sino más bien las mil formas de un bestiario. Diferente, sin embargo, de aquel
que recorría la Edad Media y que narraba, con tantos rostros simbólicos, las
metamorfosis del mal: ahora es un bestiario abstracto; el mal no aparece aquí
con su cuerpo fantástico; en él sólo se capta la forma más extrema, la verdad
carente de contenido de la bestia. Está despojado de todo aquello que podía
darle su riqueza de fauna imaginaria, para conservar un poder general de
amenaza: el sordo peligro de una animalidad que acecha y que de un golpe
convierte la razón en violencia y la verdad en el furor del insensato. A pesar
del esfuerzo contemporáneo para constituir una zoología positiva, la obsesión
de una animalidad contemplada como el espacio natural de la locura, no cesa
de poblar el infierno de la época clásica. Es que ella constituye el elemento
imaginario de donde han nacido todas las prácticas del confinamiento y los
aspectos más extraños de su salvajismo.
En la Edad Media, antes de los principios del movimiento franciscano, y largo
tiempo, sin duda, después de él y a pesar de él, la relación del ser humano con
la animalidad fue aquella, imaginaria, del hombre con las potencias
subterráneas del mal. En nuestra época, el hombre reflexiona en esa relación
en la forma de una positividad natural: a la vez jerarquía, ordenanza y
evolución. Pero el paso del primer tipo de relaciones al segundo se ha hecho,
justamente, en la época clásica, cuando la animalidad aún era percibida como
negatividad, pero natural; es decir, en el momento en que el hombre ya no ha
experimentado su relación con el animal más que en el peligro absoluto de una
locura que suprime la naturaleza del hombre en una indiferenciación natural.
Esta manera de concebir la locura es la prueba de que, aun en el siglo XVIII, la
relación de la naturaleza humana no era ni sencilla ni inmediata, y que pasaba
por las formas de negatividad más rigurosa. (394) Ha sido esencial, sin duda, para
la cultura occidental, el unir, como lo ha hecho, su percepción de la locura con
las formas imaginarias de la relación entre el hombre y el animal. Para
comenzar, no ha tenido por evidente que el animal participe de la plenitud de
la naturaleza, de su sabiduría y su orden: esta idea apareció tardíamente y
permaneció durante mucho tiempo en la superficie de la cultura; acaso no
haya penetrado aún en los espacios subterráneos de la imaginación. En
realidad, para quien desea abrir bien los ojos, pronto llega a ser claro el hecho
de que los animales pertenecen más bien a la contranaturaleza, a una
negatividad que amenaza el orden y pone en peligro, con su furor, la sabiduría
positiva de la naturaleza. La obra de Lautréamont es un testimonio al respecto.
El hecho de que el hombre occidental haya vivido dos mil años sobre su
definición de animal razonable, ¿significa necesariamente que haya reconocido
la posibilidad de un orden común que abarque la razón y la animalidad? ¿Por
qué sería preciso que hubiese expresado en tal definición su manera de
insertarse en la positividad natural? E independientemente de lo que
Aristóteles haya querido decir realmente, ¿no se puede apostar que el «animal
razonable» ha designado, mucho tiempo, para el mundo occidental, la manera
como la libertad de la razón conseguía moverse en el espacio de una sinrazón
desencadenada, y se separaba de él, hasta el extremo de convertirse en su
término contradictorio? A partir del momento en que la filosofía se convirtió en
antropología, en la cual el hombre ha intentado reconocerse en una plenitud
natural, el animal ha perdido su poder de negatividad, para constituir, entre el
determinismo de la naturaleza y la razón del hombre, la forma positiva de una
evolución. La fórmula del animal razonable ha cambiado totalmente de
sentido; la sinrazón que ella consideraba en el origen de toda razón posible, ha
desaparecido por completo. Desde entonces, la locura tuvo que obedecer al
determinismo del hombre, reconocido por ser natural en su animalidad misma.
En la época clásica, si bien es cierto que el análisis científico y médico de la
locura, como veremos más adelante, busca su inscripción en este mecanismo
natural, las prácticas reales concernientes a los insensatos son testimonio
suficiente de que la locura era aún considerada como violencia antinatural de la
animalidad.
De cualquier manera, es esta animalidad de la locura, la que exalta el
confinamiento, en la misma época en que se esfuerza por evitar el escándalo
de la inmoralidad de lo irrazonable. He aquí algo que hace notoria la distancia
que ha surgido en la época clásica, entre la locura y las otras formas de
sinrazón, aun cuando es verdad, desde cierto punto de vista, que han sido
confundidas o asimiladas. Toda una etapa de la sinrazón se reduce al silencio,
mientras que a la locura se le permite hablar libremente su lenguaje de
escándalo, ¿qué enseñanza puede transmitir ella, que no puede transmitir la
sinrazón en general? ¿Qué sentido tienen sus furores y toda la rabia del
insensato, que no se puedan encontrar en las palabras, más sensatas
probablemente, de los otros internados? ¿Qué cosa posee la locura, pues, que
sea más peculiarmente significativa?
A partir del siglo XVII, la sinrazón, en el sentido más lato, no aporta ninguna
enseñanza. La peligrosa reversibilidad de la razón que el Renacimiento sentía
aún tan próxima, debe ser olvidada y desaparecer junto con sus escándalos. El
vasto tema de la locura de la Cruz, que había acompañado tan de cerca a la
experiencia cristiana renacentista, comienza a desaparecer en el siglo XVII, a
pesar de Pascal y el jansenismo. O, más bien, subsiste, pero alterado en su
sentido, casi invertido. No es ya cosa de exigir a la razón humana que
abandone su orgullo y sus certidumbres para perderse en la gran sinrazón del
sacrificio. Cuando el cristianismo de la época clásica habla de la locura de la
Cruz, es solamente para humillar a una falsa razón y hacer brillar la luz eterna
de la verdadera; la locura de Dios hecho hombre es sólo una sabiduría que no
reconocen los hombres irrazonables que viven en este mundo: «Jesús
crucificado… fue escándalo del mundo y pareció ignorancia y locura a los ojos
del siglo. » Pero, convertido el mundo al cristianismo, el orden de Dios que se
revela a través de las peripecias de la historia y la locura de los hombres, son
suficientes para mostrar ahora que «Cristo se ha tornado el punto más elevado
de nuestra sabiduría». (395) El escándalo de la fe y de la humillación cristiana, que
conserva en Pascal su vigor y su valor de manifestación, no tendrá en breve
ningún sentido para el pensamiento cristiano, salvo quizás el de mostrar en
todas aquellas conciencias escandalizadas otras tantas almas obcecadas: «No
permitáis que vuestra cruz, que os ha sometido el universo, sea todavía locura
y escándalo de los espíritus soberbios. » Los propios cristianos rechazan ahora
la sinrazón de su creencia, y la relegan a los límites de la razón, que ha llegado
a ser idéntica a la sabiduría del Dios encarnado. Será necesario, después de
Port-Royal, esperar dos siglos —Dostoiewski y Nietzsche— para que Cristo
recupere la gloria de su locura, para que el escándalo tenga nuevamente un
poder de manifestación, para que la sinrazón deje de ser únicamente la
vergüenza pública de la razón.
Mas en el momento en que la razón cristiana se libera de una locura a la cual
había estado unida tanto tiempo, el loco, con la razón abolida y su rabia
animal, recibe un singular poder de demostración: es como si el escándalo,
expulsado de las regiones superiores del hombre, en las cuales se manifestaba
la Encarnación, reapareciera con la plenitud de su fuerza y con una enseñanza
nueva, en la región donde el hombre tiene relación con la naturaleza y con su
propia animalidad. El sentido práctico de la lección se ha trasladado hada las
bajas regiones de la locura. La cruz ya no debe ser considerada en su
escándalo; pero no hay que olvidar que el Cristo, durante toda su vida
humana, ha honrado la locura; la ha santificado, como ha santiticado la
invalidez curada, el pecado perdonado, o la pobreza, a la cual prometió las
riquezas eternas. A aquellos que deben vigilar en las casas de confinamiento a
los hombres dementes, les recuerda San Vicente de Paúl que su «regla en esto
es Nuestro Señor, el cual ha querido estar rodeado de lunáticos, de
demoniacos, de locos, de tentados, de posesos». (396) Estos hombres, presas de
las potencias de lo inhumano, forman alrededor de aquellos que poseen la
eterna Sabiduría, alrededor de quien la encarna, una perpetua ocasión de
glorificación, ya que a la vez exaltan, al rodearla, a la razón que les ha sido
negada, y le dan pretexto para humillarse, para reconocer que no es más que
una concesión de la gracia divina. Pero hay algo más: el Cristo no ha querido
solamente estar rodeado de lunáticos, sino que ha deseado pasar él mismo a
los ojos de todos por un demente, recorriendo así, en su encarnación, todas las
miserias de la humana caída: la locura se convierte así en la última forma, en
el último grado de humillación del Dios hecho hombre, antes de la
consumación y la liberación de la Cruz: «¡Oh mi Salvador! Vos habéis querido
ser el escándalo de los judíos y la locura de los gentiles; habéis querido
aparecer como fuera de Vos; sí, Nuestro Señor ha deseado pasar por
insensato, como consta en el Santo Evangelio, y que se creyese que se había
convertido en furioso. Dicebant quoniam in furorem versus est. Sus apóstoles
lo han mirado a veces como a un hombre del cual se ha apoderado la cólera, y
Él se ha manifestado de esta manera para que ellos fuesen testigos de que
había compadecido todas nuestras enfermedades y santificado todos nuestros
estados de aflicción, y para enseñarles a ellos, y a nosotros también, a tener
compasión por aquellos que sufren esas enfermedades. » (397) Al venir a este
mundo, Cristo aceptaba todas las características de la condición humana, e
inclusive los estigmas de la naturaleza caída; desde la miseria a la muerte, Él
siguió una ruta de Pasión, que es también la ruta de las pasiones, de la
sabiduría olvidada, y de la locura. Y por ser una de las formas de la Pasión —
en un cierto sentido la última, antes de la muerte—, la locura se ha de
convertir en objeto de respeto y compasión, para las personas que la sufren.
Respetar la locura no es lo mismo que descifrar en ella el accidente
involuntario e inevitable de la enfermedad, sino reconocer este límite inferior
de la verdad humana, límite no accidental, sino esencial. Así como la muerte
es el término de la vida humana desde el punto de vista del tiempo, así la
locura es el término desde el punto de vista de la animalidad; y así como la
muerte ha sido santificada por la muerte del Cristo, la locura, con todo lo que
tiene de más bestial, lo ha sido también. El 29 de marzo de 1654, San Vicente
de Paúl anunciaba a Jean Barreau, que era un congregacionista, que su
hermano acababa de ser internado como demente en Saint-Lazare: «Es preciso
honrar a Nuestro Señor en el estado en que se encontraba cuando quisieron
atarlo, diciendo quoniam in frenesim versus est, para santificar este estado en
aquellos a quienes su Divina Providencia a él ha entregado. » (398) La locura es el
punto más bajo de la humanidad al que haya llegado Dios durante su
Encarnación, queriendo mostrar con ello que no hay nada de inhumano en el
hombre que no pueda ser rescatado y salvado; el punto último de la caída ha
sido glorificado por la presencia divina: para el siglo XVII, esta lección
acompaña a cualquier especie de locura.
Así se comprende por qué el escándalo de la locura puede ser exaltado,
mientras que el suscitado por otras formas de la sinrazón debe ser escondido
con tanto cuidado. Este último no trae consigo más que el ejemplo contagioso
de la falta y de la inmoralidad; aquél enseña a los hombres hasta qué grado
tan próximo a la animalidad los puede conducir la caída, y al mismo tiempo,
hasta dónde pudo inclinarse la complacencia divina cuando consintió en salvar
a los hombres. Para el cristianismo del Renacimiento, todo el valor de
enseñanza de la sinrazón y de sus escándalos estaba en la locura de la
encarnación de un Dios hecho hombre; para el clasicismo, la encarnación no es
ya locura: la locura es la encarnación del hombre en la bestia que, como último
grado de la caída, es la señal más notoria de su culpabilidad; y al ser objeto
último de la complacencia divina, es el símbolo del perdón universal y de la
inocencia recuperada. De ahora en adelante, la lección de la locura y el vigor
de su enseñanza habrán de buscarse en esa región oscura, en los confines
inferiores de la humanidad, allá donde el hombre se articula con la naturaleza,
donde es al mismo tiempo última caída y absoluta inocencia. El cuidado de la
Iglesia por los insensatos, durante el periodo clásico, tal como lo simbolizan
San Vicente de Paúl y su Congregación, o las Hermanas de la Caridad, y todas
las órdenes religiosas que se preocupan por la locura, y la muestran al mundo,
¿no indican que la Iglesia encontraba en ella una enseñanza difícil, pero
esencial: la culpable inocencia del animal en el hombre? Es esta lección la que
debía leerse y comprenderse en todos aquellos espectáculos en que se
exaltaba en el loco la rabia de la bestia humana. Paradójicamente, esta
conciencia cristiana de la animalidad prepara el momento en el cual la locura
será tratada como un hecho de la naturaleza; entonces se olvidará
rápidamente lo que significaba «naturaleza» para el pensamiento clásico: no el
dominio siempre abierto a un análisis objetivo, sino la región donde nace en el
ser humano el escándalo, siempre posible, de una locura que es a la vez su
verdad última y la forma de su abolición.
Todos estos hechos, estas prácticas extrañas anudadas alrededor de la locura,
estos hábitos que la exaltan y la doman al mismo tiempo, que la reducen a la
animalidad sin dejarla de hacer portadora de la lección de la Redención,
colocan a la locura en una extraña situación en relación con el conjunto de la
sinrazón. En las casas de confinamiento, la locura se codea con todas las
formas de la sinrazón, que la rodean y que definen su verdad más general; y
sin embargo, está aislada, tratada de manera singular, manifiesta en aquello
que puede tener de único, como si, perteneciendo a la sinrazón, la atravesara
sin cesar, por un movimiento que le sería propio, llevándose a sí misma al
extremo más paradójico.
Ello no tendría apenas importancia para quien deseara hacer la historia de la
locura con un estilo de positividad. No es a través del internamiento de los
libertinos ni de la obsesión de la animalidad como ha podido lograrse el
reconocimiento progresivo de la locura en su realidad patológica; por el
contrario, librándose de todo lo que podía encerrarla en el mundo moral del
clasicismo es como ha llegado a definir su verdad médica: esto es, al menos, lo
que supone todo positivismo tentado a rehacer el diseño de su propio
desarrollo, como si toda la historia del conocimiento no actuara más que por la
erosión de una objetividad que se descubre poco a poco en sus estructuras
fundamentales, y como si no fuera justamente un postulado, admitir de
entrada, que la forma de la objetividad médica puede definir la esencia y la
verdad secreta de la locura. Quizás el hecho de que la locura pertenezca a la
patología deba considerarse, antes bien, como una confiscación, especie de
avatar que habría sido preparado, de antemano, en la historia de nuestra
cultura, pero no determinado, de ninguna manera, por la esencia misma de la
locura. Los parentescos que los siglos clásicos le reconocen con el libertinaje,
por ejemplo, y que consagra la práctica del internamiento, sugieren un rostro
de la locura que para nosotros se ha perdido por completo.
Actualmente hemos adquirido el hábito de ver en la locura una caída hacia un
determinismo donde desaparecen progresivamente todas las formas de
libertad; no nos muestra sino las regularidades naturales de un determinismo,
con el encadenamiento de sus causas y el movimiento discursivo de sus
formas; pues la amenaza de la locura para el hombre moderno consiste en el
retorno al mundo sombrío de las bestias y de las cosas, con su libertad
impedida. No es en este paisaje de naturaleza, donde los siglos XVII y XVIII
reconocen la locura, sino ante un fondo de sinrazón; no revela un mecanismo,
sino más bien una libertad que rabia en las formas monstruosas de la
animalidad. Ya no comprendemos actualmente la sinrazón sino a través de su
forma epitética: lo irrazonable, cuya presencia afecta las conductas o las
palabras, y denuncia a los ojos del profano la existencia de la locura y de todo
su cortejo patológico; lo irrazonable no es para nosotros más que uno de los
modos de aparición de la locura. Al contrario, la sinrazón, para el clasicismo,
tiene un valor nominal; cumple una especie de función sustancial. Es en
relación con ésta, y solamente así, como puede comprenderse la locura. Es el
soporte, o mejor dicho, es lo que define el espacio de su posibilidad. Para el
hombre clásico, la locura no es la condición natural, la raíz psicológica y
humana de la sinrazón; constituye más bien su forma empírica; y el loco, al
recorrer la curva de la caída humana, hasta llegar al furor de la animalidad,
revela ese fondo de sinrazón que amenaza al hombre y que envuelve desde
muy lejos a todas las formas de su existencia natural. No se trata de un
deslizamiento hacia un determinismo, sino de la abertura a una noche. Mejor
que cualquier doctrina, mejor en todo caso que nuestro positivismo, el
racionalismo clásico ha sabido velar, y percibir el peligro subterráneo de la
sinrazón, de ese espacio amenazante de una libertad absoluta.
Si el hombre contemporáneo, desde Nietzsche y Freud, encuentra en el fondo
de sí mismo el punto de respuesta de toda verdad, pudiendo leer en lo que hoy
sabe de sí mismo los indicios de fragilidad por donde nos amenaza la sinrazón,
el hombre del siglo XVII, por el contrario, descubre, en la presencia inmediata
de su pensamiento, la certidumbre en que se enuncia la razón bajo su primera
forma. Pero ello no quiere decir que el hombre clásico, en su experiencia de la
verdad, estuviera más alejado de la sinrazón de lo que podemos estarlo
nosotros. Verdad es que el Cogito es un comienzo absoluto; pero no olvidemos
que el genio maligno es anterior a él. Y el genio maligno no es el símbolo en
que están resumidos y llevados al sistema todos los peligros de esos
acontecimientos psicológicos que son las imágenes de los sueños y los errores
de los sentidos. Entre Dios y el hombre, el genio maligno tiene un sentida
absoluto: es, en todo su rigor, la posibilidad de la sinrazón y la totalidad de sus
poderes. Es más que la refracción de la finitud humana; designa el peligro que,
mucho más allá del hombre, podría impedir de manera definitiva acceder a la
verdad: el obstáculo mayor, no de tal espíritu, sino de tal razón. Y no es
porque la verdad que toma en el Cogito su iluminación termine por ocultar
enteramente las sombras del genio maligno por lo que se debe olvidar su
poder perpetuamente amenazante: hasta la existencia y la verdad del mundo
exterior, ese peligro sobrevolará el camino de Descartes. En esas condiciones,
¿cómo la sinrazón en la época clásica podría encontrarse a la escala de un
acontecimiento psicológico, o aun a la medida de un patetismo humano, siendo
así que forma el elemento en el cual nace el mundo a su propia verdad, el
dominio en el interior del cual la razón tendrá que responder de sí misma? Para el
clasicismo, la locura nunca podrá ser tomada por la esencia misma de la sinrazón,
ni aun por la más primitiva de sus manifestaciones; nunca una psicología de la
locura podrá pretender decir la verdad de la sinrazón. Por el contrario, hay que
volver a colocar la locura en el libre horizonte de la sinrazón, a fin de poder
restituirle las dimensiones que le son propias.
Si se mezclaba a los que nosotros llamaríamos «enfermos mentales» con
libertinos, con profanadores, con degenerados, con pródigos, no es porque se
atribuyera demasiado poco a la locura, a su determinismo propio y a su
inocencia; es porque aún se atribuía a la sinrazón la plenitud de sus derechos.
Librar a los locos, «liberarlos», de esas componendas, no es liberarse de viejos
prejuicios; es cerrar los ojos y abandonar, a cambio de un «sueño psicológico»,
esta vigilia sobre la sinrazón que daba su sentido más agudo al racionalismo
clásico. En esta confusión de hospicios que se desenvolverá solamente a
principios del siglo XIX, tenemos la impresión de que el loco no era reconocido
en la verdad de su perfil psicológico, sino en la medida misma en que se
reconocía en él su profundo parentesco con todas las formas de sinrazón.
Encerrar al insensato con el depravado o el hereje hace borrar el hecho de la
locura, pero revela la posibilidad perpetua de la sinrazón; y es esta amenaza
en su forma abstracta y universal la que trata de dominar la práctica del
internamiento.
Lo que es la caída a las formas diversas del pecado, lo es la locura a los otros
rostros de la sinrazón: el principio, el movimiento originario, la mayor
culpabilidad en su contacto instantáneo con la mayor inocencia, el más alto
modelo repetido sin cesar, de lo que habría que olvidar en la vergüenza. Si la
locura forma ejemplo en el mundo del internamiento, si se la manifiesta
mientras se reducen al silencio todos los otros signos de la sinrazón, es porque
lleva en ella toda la potencia del escándalo. Recorre todo el dominio de la
sinrazón, uniendo sus dos riberas opuestas, la de la elección moral, de la falta
relativa, de todas las flaquezas y la de la rabia animal, de la libertad
encadenada al furor, de la caída inicial y absoluta; la ribera de la libertad clara
y la ribera de la libertad sombría. La locura es, concentrada en un punto, el
todo de la sinrazón: el día culpable y la noche inocente.
Es ésta, sin duda, la paradoja mayor de la experiencia clásica de la locura; es
retomada y envuelta en la experiencia moral de una sinrazón que el siglo XVII
ha proscrito en el internamiento; pero también está ligada a la experiencia de
una sinrazón animal que forma el límite absoluto de la razón encarnada, y el
escándalo de la condición humana. Colocada bajo el signo de todas las
sinrazones menores, la locura se encuentra anexada a una experiencia ética, y
a una valoración moral de la razón; pero ligada al mundo animal, y a su
sinrazón mayor, toca su monstruosa inocencia. Experiencia contradictoria si se
quiere, y muy alejada de aquellas definiciones jurídicas de la locura que se
esfuerzan por hacer la separación de la responsabilidad y el determinismo, de
la falta y de la inocencia; alejada también de aquellos análisis médicos que, en la
misma época, prosiguen el análisis de la locura como fenómeno de naturaleza. Sin
embargo, en la práctica y la conciencia concreta del clasicismo, hay esta
experiencia singular de la locura, que recorre en un relámpago toda la distancia de
la sinrazón; fundada sobre una elección ética, e inclinada al mismo tiempo hacia el
furor animal. De esta antigüedad no saldrá el positivismo, aunque es cierto que él
la ha simplificado: ha retomado el tema de la locura animal y de su inocencia, en
una teoría de la alienación mental como mecanismo patológico de la naturaleza; y
al mantener al loco en esa situación de internamiento inventada por la época
clásica, lo mantendrá oscuramente, sin confesárselo, en el aparato de la coacción
moral y de la sinrazón dominada.
La psiquiatría positiva del siglo XIX, y también la nuestra, si bien han
renunciado a las prácticas, si han dejado de lado los conocimientos del siglo
XVIII, han heredado, en cambio, todos esos nexos que la cultura clásica en su
conjunto había instaurado con la sinrazón; los han modificado, los han
desplazado, han creído hablar de la única locura en su objetividad patológica;
a pesar suyo, tenían que vérselas con una locura habitada aún por la ética de
la sinrazón y el escándalo de la animalidad.
354 B. N. Fonds Clairambault, 986.
355 Carta a Fouché, citada supra, cap. III, p. 123.
356 Notes de René d’Argenson, París, 1866, pp. 111-112.
357 Arch. Bastille, Ravaisson, t. XI, p. 243.
358 Ibid., p. 199.
359 Dictionnaire de droit et de pratique, article Folie, t. I, p. 611. Cf. el título XXVIII, art. 1, de la
ordenanza criminal de 1670: «El furioso o insensato que carezca de toda voluntad no debe ser
castigado, pues ya lo es bastante por su propia locura. «
360 Arsenal, ms. 12707.
361 Notes de René d’Argenson, p. 93.
362 Cl.-J. de Ferrière, Dictionnaire de droit et de pratique, artículo Locura, t. I, p. 611, subrayado
por nosotros.
363 Archives Bastille, Ravaisson, t. XIII, p. 438.
364 Ibid., t. XIII, pp. 66-67.
365 Dictionnaire de droit et de pratique, artículo Locura, p. 611.
366 Bibliothèque de droit française, artículo furiosos.
367 Discours de la Méthode, IVe partie, Pléiade, p. 147. 15 Première méditation, Pléiade, p. 272.
16 Réforme de l’entendement. Trad. Appuhn, OEuvres de Spinoza, ed. Garnier, t. I, pp. 228-229.
368
369
370 Artículo 41 del acta de acusación, trad. fr. citada por Hernández, Le Procès inquisitorial de
Gilles de Rais, París, 1922.
371 Séptima sesión del proceso (en Procès de Gilles de Rais, París, 1959), p. 232.
372 Archives Bastille, Ravaisson, XIII, pp. 161-162.
373 B. N. Fonds Clairambault, 986.
374 Citado en Pietri, La Réforme de l’État, p. 257.
375 B. N. Fonds Clairambault, 986.
376 Muy tarde ocurrió, sin duda bajo la influencia de la práctica concerniente a los locos, que se
enseñaran también los enfermos venéreos. El padre Richard, en sus Mémoires, narra la visita
que les hizo el príncipe de Condé con el duque de Enghien «para inspirarle el horror al vicio» (fº
25).
377 Ned Ward, en London Spy cita la cifra de 2 peniques. No es imposible que en el curso del siglo
XVIII se haya reducido el precio de entrada.
378 «Todo el mundo era admitido antes a visitar Bicêtre, y, en los buenos tiempos, se veían llegar
al menos 2 mil personas diarias. Con el dinero en la mano, eran conducidas por un guía a la
división de los insensatos» (Mémoires de Père Richard, loc. cit., f° 61). Se visitaba a un
sacerdote irlandés «acostado sobre paja», a un capitán de barco a quien ponía furioso la vista de
los hombres, «pues era la injusticia de los hombres la que lo había vuelto loco», a un joven «que
cantaba de manera maravillosa» (ibid. ).
379 Mirabeau, Mémoires d’un voyageur anglais, 1788, p. 213, nota I.
380 Cf. supra, cap. I.
381 Esquirol, «Mémoire historique et statistique de la Maison Royale de Charenton», en Des
maladies mentales, II, p. 222.
382 Ibid.
383 Pascal, Pensées, ed. Brunschvicg, n. 339.
384 D. H. Tuke, Chapters on the History of the Insane, p. 151.
385 Se llamaba Norris. Murió un año después de ser libertado.
386 Coguel, La Vie parisienne sous Louis XVI, París, 1882.
387 Esquirol, Des maladies mentales, t. II, p. 481.ç
388 Fodéré, Traité du délire appliqué à la médecine, à la morale, à la législation, Paris, 1817, t. I,
pp. 190-191.
389 Esa relación moral, que se establece entre el hombre mismo y la animalidad, no como
potencia de metamorfosis, sino como límite de su naturaleza, está bien expresada en un texto
de Mathurin Le Picard: «Es un lobo por su rapacidad, por su sutileza un león, por su engaño y
astucia un zorro, por su hipocresía un mono, por la envidia un oso, por su venganza un tigre,
por sus blasfemias y detracciones un perro, una serpiente que vive de la tierra por su avaricia,
camaleón por inconstancia, pantera por herejía, basilisco por lascivia de los ojos, dragón que
siempre arde de sed por ebriedad, puerco por la lujuria» (Le Fouet des Paillards, Rouen. 1623, p.
175).
390 Pinel, Traité médico-philosophique, t. I, pp. 60-61.
391 Podría citarse, como otra expresión del mismo tema, el régimen alimenticio al que estaban
sometidos los insensatos de Bicêtre (ala de Saint-Prix): «Seis cuartas de un pan moreno diario,
sopa sobre el pan; una cuarta de carne el domingo, martes y jueves; un tercio de litron de
guisantes o de habas lunes y viernes, una onza de mantequilla el miércoles; una onza de queso
el sábado» (Archives de Bicêtre. Reglamento de 1781, cap. V, art. 6).
392 Pinel, loc. cit., p. 312.
393 Ibid.
394 Quien quiera tomarse la pena de estudiar la noción de naturaleza para Sade, y sus relaciones
con la filosofía del siglo XVIII, encontrará un movimiento de ese género, llevado a su pureza
más extrema.
395 Bossuet, Panégyrique de Saint Bernard. Preámbulo. OEuvres completes, 1861, I, p. 622.
396 Sermón citado en Abelly, Vie du vénérable serviteur de Dieu Vincent de Paul, Paris, 1664, t. I,
p. 199.
397 Cf. Abelly, ibid., p. 198. San Vicente alude aquí a un texto de San Pablo (I Cor., I, 23):
Judaeis quidem scandalum, Gentibus autem stutltitiam.
398 Correspondance de Saint Vincent de Paul, ed. Coste, t. V, p. 146.
Volver a ¨Obras de Michel Foucault¨