17ª conferencia. El sentido de los síntomas
Señoras y señores: En la exposición anterior desarrollé la
idea de que la psiquiatría clínica hace muy poco caso de
la forma de manifestación y del contenido del síntoma individual,
pero que el psicoanálisis arranca justamente de ahí y
ha sido el primero en comprobar que el síntoma es rico en
sentido y se entrama con el vivenciar del enfermo. El sentido
de los síntomas neuróticos fue descubierto por Josef
Breuer; lo hizo mediante el estudio y la feliz curación de
un caso de histeria que desde entonces se ha hecho famoso
(1880-82). Es cierto que Pierre Janet aportó de manera
independiente la misma demostración; y aun al investigador
francés le corresponde la prioridad de publicación, pues
Breuer dio a conocer su observación, en el curso de su colaboración
conmigo (1893-95), más de un decenio después de
haberla realizado. Por lo demás, quizá sea bastante indiferente
averiguar de quién procede el descubrimiento, pues ustedes
saben que todo descubrimiento se hace más de una
vez, ninguno de una vez sola, y de todos modos el éxito no
siempre va aparejado al mérito. América no se llama así
por Colón. Antes de Breuer y de Janet, el gran psiquiatra
Leuret 1 había expresado la opinión de que aun los delirios
de los enfermos mentales, si se atinase a traducirlos, mostrarían
un sentido. Confieso que durante largo tiempo estuve
dispuesto a tasar en mucho el mérito de Janet en el esclarecimiento
de los síntomas neuróticos, porque él los concebía
como exteriorizaciones de idees inconscientes que dominaban
a los enfermos.^ Pero después Janet se ha expresado con
excesiva cautela, pretendiendo que lo inconsciente no ha sido
para él nada más que un giro verbal, un expediente, une
façon de parler {una manera de decir}; nada real ha mentado
con él.3 Desde entonces yo no comprendo los desarrollos
de Janet, pero opino que se ha empañado un gran mérito
sin necesidad alguna.
Los síntomas neuróticos tienen entonces su sentido, como
las operaciones fallidas y los sueños, y, al igual que estos, su
nexo con la vida de las personas que los exhiben. Ahora
querría- acercarles esa importante intelección mediante algunos
ejemplos. Que siempre y en todos los casos sea así,
sólo puedo aseverarlo, no demostrarlo. Quien se busque por
sí mismo experiencias, se convencerá de ello. Pero, por
ciertos motivos, no tomaré estos ejemplos de la histeria, sino
de otra neurosis, asombrosa en extremo, que en el fondo le
es muy próxima y sobre la cual tengo que decirles algunas
palabras introductorias. Esta, la llamada neurosis obsesiva,
no es tan popular como la histeria, de todos conocida; no
es, si se me permite expresarme así, tan estridente; se porta
más como un asunto privado del enfermo, renuncia casi por
completo a manifestarse en el cuerpo y crea todos sus síntomas
en el ámbito del alma. La neurosis obsesiva y la histeria
son las formas de contracción de neurosis sobre cuyo estudio
comenzó a construirse el psicoanálisis, y en cuyo tratamiento
nuestra terapia festeja también sus triunfos. Pero la neurosis
obsesiva, que no presenta ese enigmático salto desde lo anímico
a lo corporal, se nos ha hecho en verdad, por el empeño
psicoanalítico, más trasparente y familiar que la histeria, y
hemos advertido que manifiesta de manera más resplandeciente
ciertos caracteres extremos de las neurosis.
La neurosis obsesiva se exterioriza del siguiente modo:
los enfermos son ocupados por pensamientos que en verdad
no les interesan, sienten en el interior de sí impulsos que les
parecen muy extraños, y son movidos a realizar ciertas acciones
cuya ejecución no les depara contento alguno, pero
les es enteramente imposible omitirlas. Los pensamientos (representaciones
obsesivas) pueden ser en sí disparatados o
también sólo indiferentes para el individuo; a menudo son
lisa y llanamente necios, y en todos los casos son el disparador
de una esforzada actividad de pensamiento que deja
exhausto al enfermo y a la que se entrega de muy mala gana.
Se ve forzado contra su voluntad a sutilizar y especular,
como si se tratara de sus más importantes tareas vitales. Los
impulsos que siente en el interior de sí pueden igualmente
hacer una impresión infantil y disparatada, pero casi siempre
tienen el más espantable contenido, como tentaciones a cometer
graves crímenes, de suerte que el enfermo no sólo los
desmiente como ajenos, sino que huye de ellos, horrorizado,
y se protege de ejecutarlos mediante prohibiciones, renuncias
y restricciones de su libertad. Pero, con todo eso, jamás,
nunca realmente, llegan esos impulsos a ejecutarse; el resultado
es siempre el triunfo de la huida y la precaución. Lo
que el enfermo en realidad ejecuta, las llamadas acciones obsesivas,
son unas cosas ínfimas, por cierto, harto inofensivas,
las más de las veces repeticiones, floreos ceremoniosos sobre
actividades de la vida cotidiana, a raíz de lo cual, empero,
estos manejos necesarios, el meterse en cama, el lavarse, el
hacerse la toilette, el ir de paseo, se convierten en tareas en
extremo fastidiosas y casi insolubles. Las representaciones,
impulsos y acciones enfermizos en modo alguno se mezclan
por partes iguales en cada forma y caso singular de la neurosis
obsesiva. Más bien es regla que uno u otro de estos
factores domine el cuadro y dé su nombre a la enfermedad;
pero lo común a todas estas formas es harto inequívoco.
Y bien, se trata indudablemente de un penar estrafalario.
Creo que la fantasía psiquiátrica más desbocada sería incapaz
de construir algo parecido, y si no lo viéramos ante nosotros
todos los días no nos decidiríamos a creerlo. Ahora bien, no
piensen ustedes que podrían lograr algo con el enfermo
exhortándolo a distraerse, a no ocuparse de esos estúpidos
pensamientos y a hacer algo racional en vez de dedicarse a
tales jugueteos. Bien lo querría él, pues tiene perfectamente
claro el juicio de ustedes sobre sus síntomas obsesivos, lo
comparte y aun se los formula. Sólo que no puede hacer
otra cosa; lo que en la neurosis obsesiva se abre paso hasta
la acción es sostenido por una energía que probablemente no
tiene paralelo en la vida normal del alma. El enfermo sólo
puede hacer una cosa: desplazar, permutar, poner en lugar de
una idea estúpida otra de algún modo debilitada, avanzar
desde una precaución o prohibición hasta otra, ejecutar un
ceremonial en vez de otro. Puede desplazar la obsesión,
pero no suprimirla. La desplazabilidad de todos los síntomas
bien lejos de su conformación originaria es un carácter principal
de su enfermedad; además, salta a la vista que las
oposiciones (polaridades) de que está atravesada la vida del
alma [cf. pág. 275] se han aguzado particularmente en el
estado del obsesivo. Junto a la obsesión de contenido positivo
y negativo, se hace valer en el campo intelectual la duda,
que poco a poco corroe aun aquello de que solemos estar seguros
al máximo. El todo desemboca en una creciente indecisión,
en una falta cada vez mayor de energía, en una restricción
de la libertad. Y eso que el neurótico obsesivo ha
sido al principio un carácter de cuño muy enérgico, a menudo
de una testarudez extraordinaria, por regla general poseedor
de dotes intelectuales superiores a lo normal. Casi
siempre ha conseguido una loable elevación en el plano
ético, muestra una extremada conciencia moral, es correcto
más de lo habitual. Como ustedes imaginan, hace falta un
lindo trabajo para orientarse un poco en este contradictorio
conjunto de rasgos de carácter y de síntomas patológicos.
Por ahora no aspiramos sino a comprender algunos síntomas
de esta enfermedad, a poder interpretarlos.
Quizás ustedes, por referencia a nuestros coloquios anteriores,
quieran saber el modo en que la psiquiatría contemporánea
trata los problemas de la neurosis obsesiva. Ahora
bien, es un pobre capítulo. La psiquiatría da nombres a las
diversas obsesiones, y fuera de eso no dice otra cosa. En
cambio, insiste en que los portadores de tales síntomas son
«degenerados». Esto es poco satisfactorio, en verdad un juicio
de valor, una condena en vez de una explicación. Tal vez
deberíamos admitir que personas con esa clase de anormalidad
presentarán todas las extravagancias posibles. Y, en
efecto, creemos que las personas que desarrollan tales síntomas
tienen que ser de una condición natural diferente que
la de los demás hombres. Pero nos gustaría preguntar: ¿Acaso
son más «degenerados» que otros neuróticos, por ejemplo
los histéricos o los que han contraído psicosis? La
caracterización, evidentemente, es de nuevo demasiado general.
Y aun cabe poner en duda su justificación misma cuando
uno se entera de que tales síntomas se presentan también
en hombres descollantes, de una capacidad de rendimiento
particularmente elevada y significativa para la comunidad.
Es cierto: gracias a su propia discreción y a la mendacidad
de sus biógrafos, solemos saber muy poco de la intimidad de
los grandes hombres que elevamos a la condición de paradigmas
nuestros. Pero ocurre también que alguno, como
Emile Zola, sea un fanático de la verdad, y entonces nos
enteramos por él de los extravagantes hábitos obsesivos que
padeció a lo largo de su vida.4
La psiquiatría ha creado el expediente de hablar de dégénérés
supéricurs. Muy bien; pero por el psicoanálisis hemos
hecho la experiencia de que es posible eliminar duraderamente
estos extraños síntomas obsesivos, lo mismo que otras
enfermedades y lo mismo que en el caso de otros hombres
no degenerados. Yo lo he conseguido en repetidas oportunidades.5
Quiero comunicarles sólo dos ejemplos de análisis de un
síntoma obsesivo: uno de observación antigua, para el cual
no encuentro mejor sustituto, y uno que obtuve recientemente.
Me circunscribo a un número tan escaso porque en
una comunicación de esta índole es preciso extenderse mucho,
entrar en todos los detalles.
Una dama, cuya edad frisa en los 30 años, que padece de
las más graves manifestaciones obsesivas y a quien quizá yo
habría sanado si un alevoso accidente no hubiera echado por
tierra mi trabajo —tal vez les cuente todavía esto—, ejecutaba,
entre otras, la siguiente, asombrosa acción obsesiva
varias veces al día. Corría de una habitación a la habitación
contigua, se paraba ahí en determinado lugar frente a la mesa
situada en medio de ella, tiraba del llamador para que acudiese
su mucama, le daba algún encargo trivial o aun la despachaba
sin dárselo, y de nuevo corría a la habitación primera.
No era ese, por cierto, un síntoma patológico grave,
pero sí apto para despertar el apetito de saber. El esclarecimiento
vino también de la manera más impensada e inobjetable,
sin contribución alguna de parte del médico. Y yo no
sé cómo habría podido llegar a una conjetura sobre el sentido
de esta acción obsesiva, a barruntar su interpretación.
Toda vez que había preguntado a la enferma: «¿Por qué
hace eso? ¿Qué sentido tiene eso?», ella había respondido:
«No lo sé». Pero un día, después de que pude vencer en ella
un grueso reparo de principio, de pronto devino sabedora y
contó lo que importaba para la acción obsesiva. Hacía más
de diez años se había casado con un hombre mucho, pero
mucho mayor que ella, que en la noche de bodas resultó
impotente. Esa noche, él corrió incontables veces desde su
habitación a la de ella para repetir el intento, y siempre sin
éxito. A la mañana dijo, fastidiado: «Es como para que uno
tenga que avergonzarse frente a la mucama, cuando haga la
cama»; y cogió un frasco de tinta roja, que por casualidad
se encontraba en la habitación, y volcó su contenido sobre
la sábana, pero no justamente en el sitio que habría tenido
derecho a exhibir una mancha así. Al principio yo no entendí
la relación que este recuerdo podía tener con la acción obsesiva
en cuestión, pues sólo hallaba una concordancia con el
repetido correr-de-una-habitación-a-la-otra, y tal vez con la
entrada de la mucama. Entonces mi paciente me llevó frente
a la mesa de la segunda habitación y me hizo ver una gran
mancha que había sobre el mantel. Declaró también que se
situaba frente a la mesa de modo tal que a la muchacha no
pudiera pasarle inadvertida la mancha. Ahora no quedaba
nada dudoso sobre la íntima relación entre aquella escena
que siguió a la noche de bodas y su actual acción obsesiva,
pero sí restaban muchas cosas por aprender.
Ante todo, se aclara que la paciente se identifica con su
marido; en verdad representa su papel, puesto que imita su
corrida de una habitación a la otra. Entonces, si nos atenemos
a esa asimilación, nos vemos forzados a conceder que
ella sustituye la cama y la sábana por la mesa y el mantel.
Esto podría parecer arbitrario, pero no se dirá que hemos
estudiado el simbolismo onírico sin provecho. En el sueño,
de igual modo, hartas veces es vista una mesa que, empero,
ha de interpretarse como cama. Mesa y cama, juntas, significan
matrimonio,6 y entonces fácilmente una hace las veces
de la otra.
La prueba de que la acción obsesiva es rica en sentido ya
estaría aportada; parece ser una figuración, una repetición
de aquella significativa escena. Pero nada nos obliga a detenernos
en esta apariencia; si indagamos más a fondo la
relación entre ambas, con probabilidad obtendremos ilustración
sobre algo que va más allá, sobre el propósito de la acción
obsesiva. El núcleo de esta es, evidentemente, el llamado
a la mucama, a quien le pone la mancha ante los ojos,
por oposición a lo que dijo su marido ese día: «Es como
para que uno tenga que avergonzarse frente a la mucama».
El —cuyo papel ella actúa— no se avergüenza entonces
frente a la mucama; la mancha, consiguientemente, está en
el lugar justo. Vemos, pues, que la mujer no se limitó a repetir
la escena, sino que la prosiguió, y al hacerlo la corrigió,
la rectificó. Pero así corrigió también lo otro, lo que aquella
noche fue tan penoso e hizo necesario recurrir al expediente
de la tinta roja: la impotencia. La acción obsesiva dice entonces:
«No, eso no es cierto, él no tuvo de qué avergonzarse
frente a la mucama, no era impotente»; como lo haría
un sueño, figura este deseo como cumplido dentro de una
acción presente; sirve a la tendencia de elevar al marido por
sobre su infortunio de entonces.
A esto se suma todo lo otro que podría contarles de esta
señora; mejor dicho: todo lo que en otros respectos sabemos
de ella nos marca el camino hacia esta interpretación de su
acción obsesiva, en sí misma incomprensible. La señora vive
desde hace años separada de su marido, y se debate indecisa
con el propósito de obtener un divorcio por vía judicial.
Pero ni por asomo está libre de él; se ve compelida a permanecerá
fiel, rehúye todo contacto mundano para no caer
en tentación, disculpa y engrandece en su fantasía la persona
de él. Y aun el secreto más hondo de su enfermedad es que
por medio de ella resguarda a su marido de la maledicencia,
justifica el que vivan en lugares separados y le posibilita una
cómoda vida solitaria. Así, el análisis de una inocente acción
obsesiva lleva por el camino recto hasta el núcleo más íntimo
de un caso clínico, pero al mismo tiempo nos hace entrever
una pieza no desdeñable del secreto de la neurosis obsesiva.
De buena gana los hago demorarse en este ejemplo, pues
reúne condiciones que no podrían exigirse en todos los casos.
Aquí, la interpretación del síntoma fue hallada de golpe por
la enferma, sin guía ni intromisión del analista, y la obtuvo
por referencia a una vivencia que no había pertenecido, como
es lo corriente, a un período olvidado de la infancia, sino
que sucedió durante su vida madura y había permanecido
incólume en su recuerdo. Ninguna de las objeciones que la
crítica suele enderezar contra nuestras interpretaciones de
síntomas hace mella en este caso singular. No siempre habremos
de tener, sin duda, uno tan bueno.7
¡Y algo más todavía! (¡No les ha sorprendido el modo en
que esta acción obsesiva nimia nos introdujo en las intimidades
de la paciente? Una mujer no tiene muchas cosas más
íntimas para contar que la historia de su noche de bodas, y
el hecho de que justamente hayamos dado con intimidades de
la vida sexual, ¿se deberá al azar, o tendrá un alcance mayor?
Podría ser, sin duda, consecuencia de la elección que yo hice
esta vez. Pero no emitamos juicio demasiado rápido y volvámonos
al segundo ejemplo, que es de una clase por entero
diversa, una muestra de un género que suele presentarse a
menudo, a saber, un ceremonial de dormir.
Una muchacha de 19 años, lozana, bien dotada, hija única,
que aventaja a sus padres en materia de cultura y vivacidad
intelectual, fue, de niña, salvaje y traviesa; en el curso de los
últimos años, sin que mediase influencia exterior visible, se
ha convertido en una neurótica. En particular, se muestra
muy irritable con su madre; siempre insatisfecha, deprimida,
se inclina a la indecisión y a la duda y, por último, confiesa
que ya no puede ir más sola a plazas ni por calles importantes.
No nos explayaremos sobre su complicado estado patológico,
que requiere por lo menos de dos diagnósticos, el de
una agorafobia y el de una neurosis obsesiva; sólo nos detendremos
en el hecho de que esta muchacha ha desarrollado
también un ceremonial de dormir que aflige a sus padres.
En cierto sentido puede decirse que toda persona normal
tiene su ceremonial de dormir: cuida que se establezcan ciertas
condiciones cuyo incumplimiento le molesta para dormirse;
ha volcado dentro de ciertas formas el tránsito de la vida
de vigilia al estado del dormir, y cada noche las repite de la
misma manera. Pero todo lo que la persona sana requiere como
condición para dormir se deja comprender racionalmente,
y cuando las circunstancias exteriores le imponen un
cambio, se adecúa a él con facilidad y sin pérdida de tiempo.
Por el contrario, el ceremonial patológico es inflexible,
sabe imponerse aun a costa de los mayores sacrificios, se
cubre de igual modo con una fundamentación racional y, si
se lo considera superficialmente, parece apartarse de lo normal
sólo por cierta extremada precaución. Pero si se miran
las cosas más de cerca, puede notarse que esa cobertura le
queda demasiado estrecha, que el ceremonial comprende estipulaciones
que rebasan con mucho la fundamentación racional,
y otras que directamente la contradicen. Nuestra
paciente pretexta como motivo de sus precauciones nocturnas
que le hace falta silencio para dormir y tiene que eliminar
todas las fuentes de ruido. Con este propósito hace
dos cosas: El reloj grande de la habitación es detenido, y
todos los otros relojes se sacan de ella; ni siquiera tolera
sobre la mesa de noche su pequeñito reloj de pulsera. Floreros
y vasos son acomodados sobre su escritorio de suerte
que por la noche no puedan caerse, romperse y así turbarle
él dormir. Ella sabe que el imperativo del silencio sólo
puede dar una justificación aparente a estas medidas; el tictac
del reloj pequeño no se escucharía por más que lo dejara
sobre la mesita de noche, y todos hemos hecho la experiencia
de que el rítmico tictac de un reloj de péndulo nunca constituye
una perturbación para el dormir; más bien ejerce un
efecto adormecedor. Admite también que el temor de que
floreros y vasos puedan caerse y hacerse añicos durante la
noche si se los deja en su sitio es por completo infundado. El
imperativo del silencio no se invoca para otras estipulaciones
del ceremonial. Y aun su exigencia de que permanezcan entreabiertas
las puertas que comunican su dormitorio con el
de sus padres, cuyo cumplimiento se asegura arrimándoles
diversos objetos, parece, al contrario, activar una fuente de
ruidos perturbadores. Las estipulaciones más importantes se
refieren, empero, a la cama misma. La almohada de la cabecera
no puede tocar el travesaño. La almohadita más pequeña
en que apoya la cabeza no puede situarse sobre aquella
si no es formando un rombo; además, ella pone su cabeza
exactamente siguiendo la diagonal mayor del rombo. El
edredón {«Duchent», como decimos en Austria)8 tiene que
ser sacudido antes de que se meta en cama, de manera que
quede bien grueso a los pies; pero ella no deja de emparejar
de nuevo esta acumulación de plumas aplastándola.
Permítanme omitir los otros detalles de este ceremonial,
ínfimos muchos de ellos; no nos enseñarían nada nuevo y
nos apartarían mucho de nuestros propósitos. Pero no deben
pasar por alto que todo esto no se consuma tan fácilmente.
Siempre está presente la inquietud de que no todo se hizo en
el orden debido; es preciso reexaminarlo, repetirlo, la duda
recae ora sobre uno de los aseguramientos, ora sobre otro,
y el resultado es que se tarda de una a dos horas, durante las
cuales la muchacha misma no puede dormir y tampoco deja
que lo hagan los acobardados padres.
El análisis de estas mortificaciones no fue tan sencillo
como el de la acción obsesiva de nuestra paciente anterior.
Tuve que hacerle a la muchacha unos señalamientos y unas
propuestas de interpretación que en cada caso ella desautorizó
con un «no» terminante, o aceptó con duda desdeñosa.
Pero a esta primera reacción desautorizadora siguió una época
en que ella misma se ocupó de las posibilidades que le
eran presentadas, recogió ocurrencias sobre ellas, produjo recuerdos,
estableció nexos, hasta que hubo aceptado todas las
interpretaciones por su propio trabajo. En la medida en que
esto aconteció, cedió también en la ejecución de los recaudos
obsesivos, y antes de que terminase el tratamiento ya había
renunciado a todo el ceremonial. Tienen que saber ustedes,
por otra parte, que el trabajo analítico, tal como hoy lo practicamos,
excluye de plano la elaboración sistemática de un
solo síntoma hasta su final iluminación. Más bien es preciso
abandonar una y otra vez determinado tema, en la seguridad
de que se habrá de regresar de nuevo a él desde otros nexos.
Por tanto, la interpretación del síntoma que ahora les comunicaré
es una síntesis de resultados que se va alcanzando,
interrumpida por otros trabajos, a lo largo de semanas y
de meses.
Nuestra paciente aprendió poco a poco que si había proscrito
al reloj de sus aprontes para la noche fue como símbolo
de los genitales femeninos. El reloj, para el cual conocemos
también otras interpretaciones simbólicas,10 alcanza este papel
genital por su referencia a procesos periódicos e intervalos
idénticos. Una mujer, acaso, puede alabarse de que su menstruación
se comporta tan regularmente como un reloj. Ahora
bien, la angustia de nuestra paciente se dirigía en particular
a la posibilidad de ser turbada en su dormir por el tictac del
reloj. El tictac del reloj ha de equipararse con el latir del
clítoris en la excitación sexual.11 Y es el caso que, en efecto, los padres,
pero el aprovecharla le atrajo cierta vez un insomnio
que duró meses. No satisfecha con perturbar así a
los padres, impuso después, en cierto momento, que la dejasen
dormir en la cama matrimonial entre ambos. «Almohada
» y «respaldo» no pudieron entonces juntarse realmente.
Por último, cuando ya fue tan grande que físicamente no
podía hallar sitio cómodo en la cama entre los padres, consiguió,
mediante una simulación consciente de angustia, que
la madre trocase la cama con ella, cediéndole su puesto junto
al padre. Esta situación fue por cierto el disparador de
fantasías cuya repercusión se registra en el ceremonial.
Si una almohada era una mujer, tenía también un sentido
sacudir el edredón hasta que todas las plumas se agolparan
abajo y se provocase una hinchazón. Significaba preñar a
la mujer; pero ella no dejaba de volver a eliminar esa preñez,
pues durante años había vivido con el temor de que el
comercio sexual de los padres diera por fruto otro hijo y así
le deparara un competidor. Por otra parte, si la almohada
grande era una mujer, la madre, entonces la pequeña almohadita
de mano sólo podía representar a la hija. ¿Por
qué esta tenía que colocarse formando un rombo, y la cabeza
de ella coincidir exactamente con su diagonal mayor?
Con facilidad deja que se le recuerde: el rombo es el dibujo
de los genitales femeninos abiertos que se repite en
todas las paredes. Ella misma hacía entonces el papel del
hombre, el padre, y con su cabeza sustituía al miembro viril.
(Cotéjese con el simbolismo de la decapitación para la
castración. )12
Cosas escandalosas, dirán ustedes, unos íncubos había en la
cabeza de esta muchacha virgen. Lo concedo, pero no olviden
que no he creado yo estas cosas, sino que me he limitado
a interpretarlas. Un ceremonial de dormir como este
es también algo extraño,13 y no podrán ustedes desconocer
la correspondencia entre el ceremonial y las fantasías que
nos revela la interpretación. Para mí es más importante,
empero, que noten esto: en el ceremonial no se ha precipitado
una fantasía única, sino toda una serie de ellas, que,
por otra parte, tienen en algún lugar su punto nodal. También,
que los preceptos del ceremonial reflejan los deseos
sexuales ora positiva, ora negativamente, en parte como subrogación
de ellos y en parte como defensa contra ellos.
Del análisis de este ceremonial podríamos conseguir más
si lo presentáramos en su justo enlace con los otros síntomas
de la enferma. Pero nuestro camino no nos lleva ahí. Confórmense
con la indicación de que esta muchacha ha caído
en un vínculo erótico con el padre, cuyos comienzos se remontan
a su primera infancia. Quizá justamente por eso se
muestra tan inamistosa hacia su madre. No podemos desconocer
tampoco que el análisis de este síntoma nos ha remitido
de nuevo a la vida sexual de la enferma. Quizás ello
empiece a maravillarnos menos a medida que vayamos ganando
una intelección del sentido y el propósito de los síntomas
neuróticos.
Así, en dos ejemplos escogidos les he mostrado que los
síntomas neuróticos poseen un sentido, lo mismo que las
operaciones fallidas y los sueños, y que están en vinculación
íntima con el vivenciar del paciente. ¿Puedo esperar que
sobre la base de dos ejemplos me crean ustedes este enunciado,
de tan enorme importancia? No. Pero, ¿pueden ustedes
exigir que les cuente un número suficiente de ejemplos
para declararse convencidos? Tampoco, pues dada la
prolijidad con que yo trato cada caso singular, tendría que
consagrar un semestre íntegro, de cinco horas semanales, a
la elucidación de este único punto de la doctrina de las neurosis.
Por eso me conformo con haberles dado una muestra
de mi aseveración, y en cuanto a lo demás los remito a las
comunicaciones incluidas en la bibliografía, a las interpretaciones
clásicas de síntomas en el primer caso de Breuer (sobre
la histeria) ,13 a los brillantes esclarecimientos de síntomas
enteramente oscuros en la llamada dementia praecox por
obra de Cari Gustav Jung [1907], del tiempo en que este
investigador se limitaba a ser un psicoanalista y todavía no
quería ser profeta, y a todos los trabajos que desde entonces
han llenado nuestras revistas. Justamente en este tipo de
indagaciones no tenemos déficit alguno. El análisis, la interpretación
y la traducción de los síntomas neuróticos han
atraído tanto a los psicoanalistas, que por dedicarse a ellos
descuidaron al comienzo los otros problemas de la doctrina
de la neurosis.
Aquel de ustedes que se avenga a un esfuerzo como el
propuesto quedará sin duda fuertemente impresionado por
la acumulación de material probatorio. Pero también tropezará
con una dificultad. El sentido de un síntoma reside,
según tenemos averiguado, en un vínculo con el vivenciar
del enfermo. Cuanto más individual sea el cuño del síntoma,
tanto más fácilmente esperaremos establecer este nexo.
La tarea que se nos plantea no es otra que esta: para una
idea sin sentido y una acción carente de fin, descubrir aquella
situación del pasado en que la idea estaba justificada y
la acción respondía a un fin. La acción obsesiva de aquella
paciente nuestra que corría hasta situarse frente a la mesa
y llamaba a la mucama es, sin más, paradigmática respecto
de esta clase de síntomas. Pero los hay —y por cierto son
muy frecuentes— de un carácter por entero diverso. Es
preciso llamarlos síntomas «típicos» de la enfermedad; en
todos los casos son más o menos semejantes, sus diferencias
individuales desaparecen o al menos se reducen tanto que
resulta difícil conectarlos con el vivenciar individual del enfermo
y referirlos a unas situaciones vivenciadas singulares.
Volvamos de nuevo nuestra mirada a la neurosis obsesiva.
Ya el ceremonial de dormir de nuestra segunda paciente
tiene en sí mucho de típico, aunque también los suficientes
rasgos individuales como para posibilitar la interpretación
por así decir histórica. Pero todos estos enfermos obsesivos
tienen la inclinación a repetir, a ritmar ciertos manejos y
evitar otros. La mayoría de ellos se lavan con exceso. Los
enfermos que sufren de agorafobia (topofobia, angustia frente
al espacio) —a la que ya no consideramos una neurosis
obsesiva, sino que la designamos como histeria de angustia—
repiten a menudo en sus cuadros clínicos, con fatigante
monotonía, los mismos rasgos; sienten miedo a los espacios
cerrados,* a las plazas a cielo abierto, a las largas calles y
avenidas. Se creen protegidos si los acompaña gente conocida
o los sigue un coche, etc. Sobre este trasfondo de un
mismo tenor, empero, los enfermos singulares engastan sus
condiciones individuales, sus caprichos, podría decirse, que
en los diversos casos se contradicen directamente unos a
otros. A uno le horrorizan sólo las calles estrechas, a otro
sólo las amplias; uno solamente puede andar cuando en la
calle hay pocas personas, el otro, cuando hay muchas. De
igual manera la histeria, a pesar de su riqueza en rasgos individuales,
posee una plétora de síntomas comunes, típicos,
que parecen resistirse a una fácil reconducción histórica. No
olvidemos que justamente mediante estos síntomas típicos
nos orientamos para formular el diagnóstico. Si en un caso
de histeria hemos reconducido realmente un síntoma típico de
una vivencia o a una cadena de vivencias parecidas, por
ejemplo, un vómito histérico a una serie de impresiones de asco,
quedaremos desconcertados si, en otro caso de vómito,
el análisis nos descubre una serie de vivencias supuestamente
eficaces de índole por entero diversa. De pronto parece como
si los histéricos, por razones desconocidas, se vieran obligados
a manifestar vómitos, y que las ocasiones históricas que
el análisis brinda fueran sólo unos pretextos de que se vale
esa necesidad interior cuando por azar se presentan.
Esto nos lleva enseguida a una perturbadora intelección:
podemos, por cierto, esclarecer satisfactoriamente el sentido
de los síntomas neuróticos individuales por su referencia al
vivenciar, pero nuestro arte nos deja en la estacada respecto
de los síntomas típicos, con mucho los más frecuentes. A esto
se suma que todavía no los he familiarizado a ustedes con
todas las dificultades que surgen cuando se persigue de manera
consecuente la interpretación histórica del síntoma. Tampoco
quiero hacerlo; es verdad que me propongo no embellecerles
ni disimularles nada, pero no tengo derecho a dejarlos
desconcertados y confusos al comienzo mismo de nuestros
estudios en común. Sólo hemos dado un primer paso hacia
la comprensión del significado del síntoma. Pero queremos
atenernos a lo ganado y avanzar poco a poco hasta dominar
lo que aún no comprendemos. Por eso quiero consolarlos
con esta reflexión: es difícil suponer una diversidad fundamental
entre una y otra clase de síntomas. Si los síntomas
individuales dependen de manera tan innegable del vivenciar
del enfermo, pata los síntomas típicos queda la posibilidad
de que se remonten a un vivenciar típico en sí mismo,
común a todos los hombres. Otros de los rasgos que reaparecen
con regularidad en las neurosis podrían ser reacciones
universales que le son impuestas al enfermo por la naturaleza
de la alteración patológica, como el repetir o el dudar
en el caso de la neurosis obsesiva. En suma, no tenemos razón
alguna para acobardarnos por anticipado; ya veremos qué
habrá de resultar.
En la doctrina del sueño tropezamos con una dificultad
muy semejante, que no pude abordar en nuestros anteriores
coloquios sobre ese tema. El contenido manifiesto de los
sueños es variado en extremo y diferente según los individuos,
y hemos mostrado con prolijidad lo que a partir de
él puede obtenerse mediante el análisis. Pero junto a eso
hay sueños a los que se llama también «típicos», que aparecen
de igual manera en todos los hombres; sueños de contenido
uniforme que oponen a la interpretación aquellas mismas
dificultades. Son los sueños de caer, de volar, de flotar,.
de nadar, de estar inhibido, de estar desnudo, y ciertos otros
sueños de angustia, que en diversas personas reclaman ora
esta, ora estotra interpretación, sin que con ello encuentre
esclarecimiento su monotonía y su ocurrencia típica. También
en el caso de estos sueños, empero, observamos que un
trasfondo común es vivificado por añadidos que varían según
los individuos, y es probable que también ellos puedan
ser ensamblados en la comprensión de la vida onírica que
obtuvimos respecto de los otros sueños; se ensamblarán sin
violencia, a condición de que ensanchemos nuestras intelecciones.
Notas:
1 [Fransois Leuret (1797-1851). Véase Leuret (1834, pág. 131).]
2 [Véase, por ejemplo, Janet (1888).]
3 [Esto aparece, en lo esencial, en Janet (1913, pág. 39).]
4 E. Toulouse, Entile Zola: enquéte médico-psychologique, París,
5 [desde el comienzo y hasta el final de su carreta, Freud se
refirió a las neurosis obsesivas con más frecuencia que a cualquier
otro trastorno psíquico. Se hallará una lista con las referencias más
importantes en un «Apéndice» a su «A propósito de un caso de
neurosis obsesiva» (1909d), AE, 10, págs. 250-1.]
6 [En inglés existe análogamente la frase «bed and board-» {«cama
y comida»}, proveniente a su vez de una frase del bajo latín que
designaba la separación de los cónyuges: «separatio a mensa et toro».’]
7 [Freud había descrito este caso más sintéticamente, aunque con
inclusión de otros detalles, en su trabajo sobre «Acciones obsesivas
y prácticas religiosas» (1907é), AE, 9, págs. 104-5.]
8 [En otros lugares de habla alemana se impuso la palabra francesa
duvet.’i {En rigor, el duvet es el tipo de pluma con que se
rellena el edredón.}
9 [En el análisis del «Hombre de las Ratas» (1909¿), AE, 10,
pág. 181, se menciona otra de las razones por las cuales a los neuróticos
obsesivos les molestan los relojes.]
10 [Freud había establecido una comparación similar en «Un caso de paranoia contradice la teoría psicoanalítica» (1915/), AE, 14, pág., 270]
11 [Se hallará una referencia al «matrimonio por grupos» en Tótem y Tabú (1912-13), AE, 13, pág 17; el tema es examinado en «El tabú
de la virginidad» (1918a), AE,11, págs. 190-2 y n. 12.]
12 [En el trabajo que dedicó Freud al tema (1916c) se incluye
una breve referencia a este caso; cf. AE, 14, págs. 346-7.]
13 [Mucho tiempo atrás, en su segundo trabajo sobre las neuropsicosis
de defensa (1896b), AE, 3, pág. 173n., Freud había informado
acerca de un ceremonial del dormir casi tan minucioso como este.]
14 [El de Anna O., incluido en Estudios sobre la histeria (1895¿),
AE, 2, págs. 47 y sigs.]
* {Vale decir, la claustrofobia.}
15 [Véase la sección sobre los sueños típicos en La interpretación
de los sueños (1900ÍJ), AE, 4, págs. 252 y sigs.]
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