18ª conferencia. La fijación al trauma, lo inconsciente
Señoras y señores: La última vez dije que no queríamos
proseguir nuestro trabajo partiendo de nuestras dudas, sino
de nuestros descubrimientos. Todavía no hemos formulado
dos de las conclusiones más interesantes que se derivan de
los dos análisis que presentamos como paradigmas.
La primera: Las dos pacientes nos hacen la impresión de
estar fijadas a un fragmento determinado de su pasado; no
se las arreglan para emanciparse de él, y por ende están
enajenadas del presente y del futuro. Están metidas ahí,
dentro de su enfermedad, como antaño era costumbre retirarse
a un claustro para sobrellevar un aciago destino. Para
nuestra primera paciente, fue su casamiento, desistido en la
realidad, el que le deparó esa desventura. A través de sus
síntomas prosigue el proceso con su marido; aprendimos a
comprender aquellas voces que alegan en favor de él, lo disculpan,
lo enaltecen, lamentan su pérdida. Aunque ella es
joven y deseable para otros hombres, ha recurrido a todas
las precauciones reales e imaginarias (mágicas) para guardarle
fidelidad. No se muestra ante ojos ajenos, descuida su
aspecto. También es incapaz de levantarse con presteza de
un sillón en que se ha sentado,1 y se niega a firmar con su
nombre; no puede hacer regalos, para lo cual aduce la motivación
de que nadie debería recibir nada de ella.
En el caso de nuestra segunda paciente, la joven soltera,
fue un vínculo erótico con el padre, establecido en los años
anteriores a la pubertad, el que cumplió ese papel en su vida.
También había extraído para sí la conclusión de que no podía
casarse mientras estuviera tan enferma. Podemos conjeturar
que se puso tan enferma para no tener que casarse,
y permanecer junto al padre.
No tenemos derecho a esquivar esta pregunta: ¿Cómo, por
qué vías y en virtud de qué motivos se llega a una actitud
tan rara y desventajosa para la vida?, suponiendo, desde luego,
que esta conducta sea un carácter universal de la neurosis
y no una peculiaridad de estas dos enfermas. Pero, de
hecho, es un rasgo universal, y aun de notable importancia
práctica, de las neurosis. La primera paciente histérica de
Breuer [pág. 235] había quedado fijada, de manera similar,
a la época en que cuidaba a su padre gravemente enfermo.
Después, y a pesar de su restablecimiento, en cierto aspecto
permaneció segregada de la vida; quedó, por cierto, sana y
capaz de rendimiento, pero se apartó del destino normal en
la mujer.2 En cada uno de nuestros enfermos el análisis nos
permite discernir que, dentro de los síntomas de su enfermedad
y por las consecuencias que de estos dimanan, se han
quedado rezagados en cierto período de su pasado. Y en Ja
abrumadora mayoría de los casos han escogido una fase muy
temprana de la vida, una época de su infancia y hasta, por
risible que pueda sonar esto, de su período de lactancia.
La analogía más inmediata con esta conducta de nuestros
neuróticos la ofrecen enfermedades como las que la guerra
provoca ahora con particular frecuencia: las llamadas neurosis
traumáticas. Desde luego, también antes de la guerra
las hubo, luego de catástrofes ferroviarias y otros terribles
peligros mortales. Las neurosis traumáticas no son, en su fondo,
lo mismo que las neurosis espontáneas que indagamos
analíticamente y solemos tratar; todavía no hemos logrado
someterlas a nuestros puntos de vista; espero poder aclararles
alguna vez la raíz de esta restricción.3 Pero en un aspecto
nos es lícito destacar una concordancia plena. Las neurosis
traumáticas dan claros indicios de que tienen en su base una
fijación al momento del accidente traumático. Estos enfermos
repiten regularmente en sus sueños la situación traumática;4
cuando se presentan ataques histeriformes, que admiten
un análisis, se averigua que el ataque responde a un
traslado total [del paciente] a esa situación. Es como si estos
enfermos no hubieran podido acabar con la situación traumática,
como si ella se les enfrentara todavía a modo de una
tarea actual insoslayable;5 y nosotros tomamos esta concepción
al pie de la letra: nos enseña el camino hacia una consideración,
llamémosla económica, de los procesos anímicos [of. pág. 324].
Más: la expresión «traumática» no tiene otro
sentido que ese, el económico. La aplicamos a una vivencia
que en un breve lapso provoca en la vida anímica un exceso
tal en la intensidad de estímulo que su tramitación o finiquitación
{Aufarbeitung} por las vías habituales y normales
fracasa, de donde por fuerza resultan trastornos duraderos
para la economía energética.
Esta analogía no puede sino tentarnos a llamar traumáticas
también a aquellas vivencias a las que nuestros neuróticos
aparecen fijados. Esto nos prometería brindarnos una
condición simple para la contracción de neurosis. La neurosis
sería equiparable a una enfermedad traumática y nacería de
la incapacidad de tramitar una vivencia teñida de un afecto
hiperintenso. Y así rezaba, en realidad, la primera fórmula
con la cual Breuer y yo, en 1893-95, dimos razón teórica de
nuestras nuevas observaciones.^ Un caso como el de nuestra
primera paciente, el de la joven separada de su marido,
se adecúa muy bien a esta concepción. No ha podido consolarse
de la imposibilidad de consumar su matrimonio y quedó
pendiente de ese trauma. Pero ya nuestro segundo caso,
el de la muchacha fijada a su padre, nos enseña que la fórmula
no es suficientemente inclusiva. Por una parte, un enamoramiento
así de una niñita hacia su padre es algo tan
común y tan a menudo superable que la designación «traumático
» perdería todo su contenido; por otra parte, la historia
de la enferma nos enseña que esta primera fijación
erótica pareció al principio pasajera e inocua, y sólo varios
años más tarde volvió a salir a la luz en los síntomas de la
neurosis obsesiva. Prevemos entonces ahí unas complicaciones,
una mayor riqueza en las condiciones de contracción de
la enfermedad, pero entrevemos también que el punto de
vista traumático acaso no sea abandonado por erróneo; tendrá
que ser incluido en algún otro y subordinado a él.
Aquí abandonamos de nuevo el camino que habíamos emprendido.
Por ahora no nos lleva más lejos, y tenemos muchísimas
cosas que aprender antes de poder proseguirlo correctamente.»
Observemos todavía, sobre el tema de la fijación
a una determinada fase del pasado, que un hecho así
rebasa con mucho las neurosis. Toda neurosis contiene una
fijación de esa índole, pero no toda fijación lleva a la neurosis,
ni coincide con ella, ni se produce a raíz de ella. Un
modelo paradigmático de fijación afectiva a algo pasado es el
duelo, que además conlleva el más total extrañamiento del presente
y del futuro. Pero, a juicio de los legos, el duelo se
distingue tajantemente de la neurosis. No obstante, hay neurosis
que pueden definirse como una forma patológica del
duelo.8
Ocurre también que ciertos hombres, por obra de un suceso
traumático que conmueve los cimientos en que hasta
entonces se sustentaba su vida, caen en un estado de suspensión
que les hace resignar todo interés por el presente y
el futuro, y su alma queda atrapada en el pasado, ocupándose
de él como petrificada. Pero no necesariamente estos desventurados
devienen neuróticos. No concedamos, entonces,
importancia excesiva para la caracterización de la neurosis
a este solo rasgo, por regular y significativo que sea.
Pasemos ahora al segundo resultado de nuestros análisis;
a este no tendremos que imponerle una restricción con posterioridad.
De nuestra primera paciente comunicamos la acción
obsesiva carente de sentido que ejecutaba, así como el
recuerdo de su vida íntima, que contó a propósito de aquella.
Ahora bien, después indagamos el nexo entre ambas cosas
y colegimos, a partir de esta vinculación con el recuerdo,
el propósito de la acción obsesiva. Pero hay un factor que
dejamos por completo de lado, aunque merece toda nuestra
atención. Todo el tiempo en que repitió la acción obsesiva,
la paciente no sabía que esta la anudaba con aquella vivencia.
El nexo entre ambas permanecía oculto para ella; y en
verdad, no podía sino responder que no conocía las impulsiones
que la llevaban a hacer eso. Entonces, bajo la influencia
del trabajo de la cura, le sucedió de pronto descubrir aquel
nexo y poder comunicarlo. Pero todavía seguía sin saber
nada del propósito a cuyo servicio ejecutaba la acción obsesiva,
el propósito de corregir un fragmento penoso del pasado
y de poner al hombre a quien ella amaba en un pedestal
más alto. Costó bastante tiempo y mucho esfuerzo que ella
cayera en la cuenta y me concediera que un motivo así, y
sólo él, pudo haber sido la fuerza impulsora de la acción
obsesiva.
El nexo con la escena que siguió a la desdichada noche de
bodas y el tierno motivo de la enferma, conjugados, proporcionan
lo que hemos llamado el «sentido» de la acción obsesiva.
Pero este sentido, en sus dos direcciones (el «desde
dónde» y el «hacia dónde»), le era desconocido mientras
ejecutaba aquella acción [cf. pág. 260]. Por tanto, había
actuado en ella procesos anímicos cuyo efecto fue, justamente,
la acción obsesiva; había percibido este efecto dentro
de un estado anímico normal, pero ninguna de sus precondiciones
anímicas llegó a conocimiento de su conciencia. Se
había comportado en todo como aquel hipnotizado a quien
Bernheim impartió la orden de abrir un paraguas en la sala
del hospital cinco minutos después de despertarse; y despierto,
la cumplió, pero no supo indicar motivo alguno para
su acción.9 Un conjunto de circunstancias de esa índole es
el que tenemos en vista cuando hablamos de la existencia de
procesos anímicos inconscientes. Podemos lanzar un universal
desafío a que nos den una explicación científica más correcta
de ese conjunto de circunstancias; tan pronto como
alguien lo logre, de buena gana renunciaremos a suponer
la existencia de procesos anímicos inconscientes. Pero, hasta
entonces, nos atendremos a ese supuesto, y con un resignado
encogimiento de hombros tacharemos de inconcebible que se
pretenda objetarnos que lo inconsciente no es aquí nada real
en el sentido de la ciencia, sino un expediente, une façon de
parler. ¡Algo no real de lo cual surgen efectos tan realmente
palpables como una acción obsesiva! [Cf. pág. 235.]
En el fondo, con esto mismo nos topamos en el caso de
nuestra segunda paciente. Ella ha estatuido un mandato:
la almohada no debe entrar en contacto con el respaldo de la
cama; tiene que obedecerle, pero no sabe de dónde viene,
qué significa ni los motivos a que debe su imperio. En cuanto
a su ejecución, lo mismo da que ella lo considere como
algo indiferente, se rebele y se enfurezca contra él, o se proponga
transgredirlo. El mandato tiene que ser obedecido, y
en vano busca ella el porqué. Empero, es preciso admitirlo,
en estos síntomas de la neurosis obsesiva, en estas representaciones
e impulsos que emergen no se sabe de dónde,
que se muestran tan resistentes a todas las influencias de la
vida del alma, normal en lo demás; que hacen al enfermo
mismo la impresión de que serían unos huéspedes forzosos
oriundos de un mundo extraño, cosas inmortales que se han
mezclado en el ajetreo de los mortales; en ellos, entonces,
está nítidamente dada la referencia a una comarca particular
de la vida anímica, a una comarca separada de las otras. Desde
ellos parte un camino que infaliblemente lleva a convencerse
de la existencia de lo inconsciente dentro del alma, y
por eso mismo la psiquiatría clínica, que no conoce más
que una psicología de la conciencia, no sabe qué hacer con ellos,
si no es presentarlos como los indicios de un modo particular
de degeneración. Desde luego, las representaciones y los
impulsos obsesivos no son ellos mismos inconscientes, como
tampoco se sustrae de la percepción consciente la ejecución de
las» acciones obsesivas. No habrían devenido síntomas si no
hubiesen irrumpido hasta la conciencia. Pero sus precondiciones
psíquicas, que discernimos mediante el análisis, así como
los nexos dentro de los cuales los insertamos por vía
de la interpretación, son inconscientes, al menos hasta el momento
en que por el trabajo del análisis logramos que el enfermo
tome conciencia de ellos.
Agreguemos ahora que ese conjunto de circunstancias,
comprobado en nuestros dos casos, se corrobora en todos los
síntomas de todas las afecciones neuróticas; siempre y dondequiera,
el sentido de los síntomas es desconocido para el
enfermo, y el análisis muestra por lo regular que estos síntomas
son retoños de procesos inconscientes que, empero, bajo
diversas condiciones favorables, pueden hacerse consientes.
De tal modo, comprenderán ustedes que en el psicoanálisis
no podamos prescindir de lo anímico inconsciente y estemos
habituados a operar con ello como con algo sensorialmente
aprehensible. Pero al mismo tiempo comprenderán, quizá,
cuan inaptos para emitir juicio en esta materia son todos
aquellos que sólo conocen lo inconsciente como concepto, que
nunca lo han analizado, nunca han interpretado sueños ni
traspuesto síntomas neuróticos en un sentido y un propósito.
Formulémoslo de nuevo, atendiendo a nuestros fines:
La posibilidad de dar a los síntomas neuróticos un sentido
por medio de la interpretación analítica es una prueba inconmovible
de la existencia —o, si lo prefieren, de la necesidad
de suponer la existencia— de procesos anímicos inconscientes.
Pero esto no es todo. Gracias a un segundo descubrimiento
de Breuer, que me parece todavía de más rico contenido
[cf. pág. 235] y que él realizó sin colaboración de nadie,
aprendemos otra cosa sobre el vínculo entre lo inconsciente
y los síntomas neuróticos. El sentido de los síntomas es por
regla general inconsciente; pero no sólo eso: existe también
una relación de subrogación entre esta condición de inconsciente
y la posibilidad de existencia de los síntomas. Enseguida
comprenderán lo que quiero decir. Pretendo sostener,
con Breuer, lo siguiente: Toda vez que tropezamos con un
síntoma tenemos derecho a inferir que existen en el enfermo
determinados procesos inconscientes, que, justamente, contienen
el sentido del síntoma. Pero, para que el síntoma se
produzca, es preciso también que ese sentido sea inconsciente.
De procesos conscientes no se forman síntomas; tan pronto
como los que son inconscientes devienen conscientes, el síntoma
tiene que desaparecer. Aquí disciernen ustedes, de un
golpe, una vía de acceso a la terapia, un camino para hacer
desaparecer síntomas. Y de hecho, por este camino
Breuer restableció a su paciente histérica, vale decir, la liberó
de sus síntomas; halló una técnica para hacerle llevar
a la conciencia los procesos inconscientes. que contenían el
sentido del síntoma, y los síntomas desaparecieron.
Este descubrimiento de Breuer no fue el resultado de
una especulación, sino de una feliz observación, facilitada
por la colaboración de la enferma.10 Ahora no se atormenten
ustedes para comprenderlo reconduciéndolo a algo diverso,
ya conocido; deben reconocer en él un nuevo hecho fundamental,
con cuyo auxilio podrá alcanzarse la explicación de
muchas otras cosas. Permítanme, por eso, que les repita lo
mismo expresándolo de otras maneras.
La formación de síntoma es un sustituto de algo diverso,
que está interceptado. Ciertos procesos anímicos habrían debido
desplegarse normalmente hasta que la conciencia recibiese
noticia de ellos. Esto no ha acontecido, y a cambio de
ello, de los procesos interrumpidos, perturbados de algún
modo, forzados a permanecer inconscientes, ha surgido el síntoma.
Por tanto, ha ocurrido algo así como una permutación;
si se logra deshacerla, la terapia de los síntomas neuróticos
habrá cumplido exitosamente su tarea.
El hallazgo de Breuer es todavía hoy la base de la terapia
psicoanalítica. El enunciado según el cual los síntomas desaparecen
cuando se logra que se hagan conscientes sus precondiciones
inconscientes fue corroborado por toda la investigación
ulterior, si bien después, cuando se ensayó su aplicación
práctica, se tropezó con las más asombrosas e inesperadas
complicaciones. Nuestra terapia opera del siguiente modo:
muda lo inconsciente en consciente; y sólo produce efectos
cuando es capaz de ejecutar esta mudanza.
Debo hacer, y enseguida, una pequeña digresión para evitarles
el riesgo de que imaginen demasiado fácil este trabajo
terapéutico. De acuerdo con las puntualizaciones que hicimos
hasta aquí, la neurosis sería la consecuencia de una suerte de
ignorancia, del no saber sobre unos procesos anímicos acerca
de los que uno debería saber. Así nos acercaríamos mucho a
conocidas doctrinas socráticas según las cuales los vicios mismos
descansan en una ignorancia. Ahora bien, el médico experimentado
en el análisis colegirá por regla general muy fácilmente las mociones
anímicas que han permanecido inconscientes
en el individuo enfermo. Entonces, no podría serle
difícil curar al enfermo liberándolo de su ignorancia por la
comunicación de ese saber suyo. Al menos una parte del sentido
inconsciente de los síntomas se tramitaría con facilidad
de esa manera; del otro sector, del nexo de los síntomas
con las vivencias del paciente, él médico no puede colegir mucho,
es verdad: no conoce estas vivencias, tiene que esperar
hasta que el enfermo se acuerde de ellas y se las cuente.
Pero también para esto se hallaría en muchos casos un sustituto.
Sería posible averiguar estas vivencias entre los parientes
del enfermo, quienes muchas veces estarán en condiciones
de individualizar las que tuvieron eficacia traumática
y aun, quizá, de comunicar vivencias de las que el enfermo
nada sabe porque ocurrieron en años muy tempranos
de su vida. La conjunción de estos dos procedimientos, entonces,
prometería aventar la ignorancia patógena del enfermo
en breve tiempo y con poco trabajo.
¡Sí, cuando se puede! Hemos hecho sobre este punto experiencias
para las cuales al comienzo no estábamos preparados.
Hay saberes y saberes; existen diversas clases de saber
que en manera alguna pueden equipararse en lo psicológico.
«II y a fagots et fagots» {«Hay atados y atados de leña»}, se
dice en un pasaje de Moliere .^^ El saber del médico no es el
mismo que el del enfermo, y no puede manifestar los mismos
efectos. Cuando el médico trasfiere su saber al enfermo comunicándoselo,
esto no da resultado alguno. No; sería incorrecto
decirio así. No tiene el resultado de cancelar los síntomas,
sino este otro, el de poner en marcha el análisis Ji manifestaciones
de desacuerdo de parte del paciente son, a menudo,
los primeros indicios de que esto último ha ocurrido).
El enfermo sabe, entonces, algo que no sabía, el sentido de
su síntoma, y, no obstante, lo sabe tan poco como antes.
Aprendemos así que hay más de una clase de ignorancia.
Para ver dónde residen las diferencias tendremos que profundizar
un poco nuestros conocimientos psicológicos.13 Sin
embargo, sigue siendo correcto nuestro enunciado de que los
síntomas cesan tan pronto se sabe su sentido. Agreguemos,
únicamente, que ese saber tiene que descansar en un cambio
interior del enfermo, tal como sólo se lo puede producir mediante
un trabajo psíquico con una meta determinada. Tropezamos
en este punto con problemas que enseguida se nos
resumirán como los de una dinámica de la formación de síntoma.
¡Señores míos! Ahora tengo que hacerles esta pregunta:
¿No les suena acaso demasiado oscuro y complicado lo que
les digo? ¿No los confunde que tan a menudo me retracte
y haga salvedades, urda unos pensamientos para abandonarlos
enseguida? Me pesaría si así fuese. Pero siento fuerte
aversión por las simplificaciones que se hacen a costa de
sacrificar la verdad; no me parece malo que ustedes reciban
la impresión cabal de nuestro objeto en su múltiple y enrevesada
naturaleza; por otra parte, me digo, no es perjudicial
que sobre cada punto yo les comunique más de lo que ustedes
pueden apreciar por el momento. Bien sé que todo
oyente o lector corrige en su pensamiento lo que se le ofrece,
lo abrevia, lo simplifica y espiga lo que querría retener.
Hasta cierto punto es verdad que es más lo que queda cuando
hubo abundancia. Confío en que a pesar de todos los accesorios
hayan captado ustedes con claridad lo esencial de
mis comunicaciones acerca del sentido de los síntomas, acerca
de lo inconsciente y del vínculo entre ambos. Sin duda
han comprendido también que nuestro ulterior empeño marchará
en dos direcciones; apuntará a averiguar, en primer
lugar, cómo los hombres enferman, cómo pueden llegar a
esa actitud de vida que es la neurosis, lo cual constituye un
problema clínico; y en segundo lugar, cómo se desarrollan
desde las condiciones de la neurosis los síntomas patológicos,
lo cual sigue siendo un problema de la dinámica del alma.
Para esos dos problemas tiene que existir también, en alguna
parte, un punto de convergencia.
Por lo demás, hoy no proseguiré con esto. Pero como
nuestro tiempo no ha expirado todavía, me propongo llamar
la atención de ustedes sobre otro carácter de nuestros dos
análisis, cuya apreciación cabal, de nuevo, sólo más tarde
se alcanzará: las lagunas del recuerdo o amnesias. Dijimos
que la tarea del tratamiento psicoanalítico puede condensarse
en esta fórmula: trasponer en consciente todo lo inconsciente
patógeno. Ahora quizá les asombre enterarse de que esa fórmula
puede sustituirse también por esta otra: llenar todas
las lagunas del recuerdo del enfermo, cancelar sus amnesias.14
Es que vendría a significar lo mismo. Así, se atribuye considerable
importancia a las amnesias del neurótico para la
génesis de sus síntomas. Pero si ustedes consideran el caso
que motivó nuestros primeros análisis, no hallarán justificada
esta apreciación de la amnesia. La enferma no ha olvidado
la escena a que se anuda su acción obsesiva; al contrario.
conserva un vivido recuerdo de ella, y en la génesis de este
síntoma no hay en juego ninguna otra cosa olvidada. Menos
clara, aunque en un todo análoga, es la situación en el caso
de nuestra segunda paciente, la muchacha del ceremonial obsesivo.
En verdad, tampoco ella ha olvidado su comportamiento
de la infancia, el hecho de que se empecinaba en
que permaneciesen abiertas las puertas entre el dormitorio de
sus padres y el suyo, y el hecho de que desalojaba a su madre
de su lugar en la cama matrimonial; se acuerda de eso
con mucha nitidez, aunque vacilantemente y de mala gana.
Lo único llamativo para nosotros es que la primera paciente
no advirtió ni una sola vez, de las tantas que llevó a cabo
su acción obsesiva, su similitud con la vivencia consecuente a
la noche de bodas, y que este recuerdo tampoco le acudió
cuando fue exhortada, por preguntas directas, a que rebuscase
la motivación de su acción obsesiva. Lo mismo vale
para la muchacha, en quien el ceremonial y sus ocasiones,
por añadidura, iban referidos a una situación idéntica que se
repetía todos los días a la hora de acostarse.^* En ninguno
de los dos casos existe una amnesia genuina, una falta de
recuerdo, sino que se ha interrumpido la conexión que estaría
llamada a provocar la reproducción, la re-emergencia
en el recuerdo. Una perturbación así de la memoria basta
para la neurosis obsesiva; en el caso de la histeria las cosas
ocurren de otra manera. Esta última neurosis se singulariza
la mayoría de las veces por vastísimas amnesias. En general,
el análisis de todo síntoma histérico singular nos lleva hasta
una cadena íntegra de impresiones vitales; cuando estas
regresan, el paciente consigna de manera expresa que habían
sido olvidadas hasta ese momento. Esta cadena se remonta,
por una parte, a los primerísimos años de vida, de suerte
que la amnesia histérica se deja reconocer como prosecución
directa de la amnesia infantil que a nosotros, las personas
normales, nos oculta los comienzos de nuestra vida anímica.15
Por otra parte, nos enteramos de que también las vivencias
más recientes de los enfermos pueden caer en el olvido, y,
en particular, las ocasiones en que la enfermedad ha estallado
o se ha reforzado son roídas, cuando no tragadas del
todo, por la amnesia. Por lo común, del cuadro íntegro de
un recuerdo reciente de esa clase desaparecen detalles importantes
o son sustituidos por falseamientos del recuerdo.
Y aun sucede (también por lo común, repitámoslo) que poco
antes de la terminación de un análisis emerjan ciertos recuerdos
de vivencias recientes que se retuvieron hasta entonces y que
habían dejado sensibles lagunas dentro de ];i
trabazón.
Tales deterioros de la capacidad de recordar son, como
dijimos, característicos de la histeria; en esta se presentan,
en calidad de síntomas, estados (los ataques histéricos) que
no suelen dejar en el recuerdo huella alguna. Si en la neurosis
obsesiva las cosas son diversas, ustedes podrían inferir
que esas amnesias son un carácter psicológico de la alteración
histérica y no un rasgo universal de las neurosis. La
importancia de esta diferencia quedará restringida por la siguiente
consideración. En el «sentido» de un síntoma conjugamos
dos cosas: su «desde dónde» y su «hacia dónde» o
«para qué» [pág. 253], es decir, las impresiones y vivencias
de las que arranca, y los propósitos a que sirve. El «desde
dónde» de un síntoma se resuelve, pues, en impresiones
venidas del exterior, que necesariamente fueron una vez
concientes y después pueden haber pasado a ser inconscientes
por olvido. El «para qué» del síntoma, su tendencia, es todas
las veces, empero, un proceso endopsíquico que puede
haber devenido consciente al principio, pero también puede
no haber sido consciente nunca y haber permanecido desde
siempre en el inconsciente. Por eso no es muy importante
que la amnesia haya hecho presa también del «desde dónde»,
de las vivencias sobre las cuales se apoya el síntoma, como
acontece en el caso de la histeria; el «hacia dónde», la tendencia
del síntoma, que desde el comienzo puede haber sido
inconsciente, es lo que funda su dependencia respecto del inconsciente,
que, por cierto, no es menos sólida en la neurosis
obsesiva que en la histeria,
Ahora bien, al poner así de relieve lo inconsciente dentro
de la vida del alma, hemos convocado a los más malignos
espíritus de la crítica en contra del psicoanálisis. No se maravillen
ustedes, y tampoco crean que la resistencia contra
nosotros se afianza sólo en la razonable dificultad de lo inconsciente
o en la relativa inaccesibilidad de las experiencias
que lo demuestran. Yo opino que viene de algo más hondo.
En el curso de los tiempos, la humanidad ha debido soportar
de parte de la ciencia dos graves afrentas a su ingenuo
amor propio. La primera, cuando se enteró de que
nuestra Tierra no era el centro del universo, sino una ínfima
partícula dentro de un sistema cósmico apenas imaginable
en su grandeza. Para nosotros, esa afrenta se asocia al nombre de
Copérnico, aunque ya la ciencia alejandrina había
proclamado algo semejante. La segunda, cuando la investigación
biológica redujo a la nada el supuesto privilegio que se había
conferido al hombre en la Creación, demostrando
que provenía del reino animal y poseía una inderogable naturaleza
animal. Esta subversión se ha consumado en nuestros
días bajo la influencia de Darwin, Wallace y sus predecesores,
no sin la más encarnizada renuencia de los contemporáneos.
Una tercera y más sensible afrenta, empero, está
destinada a experimentar hoy la manía humana de grandeza
por obra de la investigación psicológica; esta pretende
demostrarle al yo que ni siquiera es el amo en su propia
casa, sino que depende de unas mezquinas noticias sobre lo
que ocurre inconscientemente en su alma. Tampoco fuimos nosotros,
los psicoanalistas, los primeros ni los únicos en hacer
este llamado a mirar dentro de la propia casa; pero parece
estarnos deparado sustentarlo con gran insistencia y corroborarlo
con un material empírico al alcance de cualquiera.
De ahí el rechazo general a nuestra ciencia, el descuido
por todos los miramientos de la urbanidad académica y el
hecho de que la oposición se haya sacudido todos los frenos
que impone la lógica imparcial;16 y a esto se suma, como
pronto escucharán ustedes, que estamos destinados a turbar la
paz de este mundo todavía de otras maneras.
Notas:
1 [Freud describió y explicó con más detalle el síntoma en otro
informe sobre este caso (1907b), AE, 9, pág. 104.]
2 [Anna O. no contrajo matrimonio. Cf. Jones (1953, págs. 247-8).]
3 [En la pág. 347 infra vuelve a hacerse referencia a las neurosis
traumáticas. Freud pudo luego esclarecer mejor las neurosis de guerra
(1919J).]
4 [Este punto, en particular, fue retomado por Freud en su primer
estudio sobre la «compulsión de repetición», pocos años después. Véase
Ras allá del principio de placer (1920g), AE, 18, págs. 13 y 22-3.]
5 [Esto ya había sido reconocido en la sección IV de Breuer y
Freud, «Sobre el mecanismo psíquico de fenómenos histéricos: comunicación
preliminar» (1893fl), AB, 2, pág. 40.]
6 [Véase ibid., en especial los dos últimos párrafos de la sección II,
AE, 2, pág. 37.]
7 [Este tema es retomado en la 22′ conferencia.]
8 [Véase sobre esto el trabajo metapsicológico «Duelo y melancolía
» (1917e), que se publicó luego de haber pronunciado la presente
conferencia pero había sido escrito dos años antes. Una breve
alusión a la melancolía aparece en la 26′ conferencia, págs. 388-9.]
9 [Fteud describió con mucho más detalle este episodio, al que
asistió personalmente, en su último trabajo, inconcluso, «Algunas lecciones
elementales sobre psicoanálisis» (1940*). Cf. también 15, págs.
10 [Breuer describe cómo aconteció el hecho al reseñar el caso de
Anna O., en Estudios sobre la histeria (1895), AE, 2, págs. 58-9.]
11 [Le médecin malgré luí, acto I, escena 5.]
12 [Se vuelve sobre esta cuestión en la 27ª conferencia, pág. 397.]
13 [ a . 15, págs. 183-4.]
14 [O sea, el hecho de que su padre y su madre durmieran juntos.]
15 [ a . 15, págs. 182-3.]
16 [Freud sé había explayado sobre este punto en «Una dificultad
del psicoanálisis» (1917J), AE, 17, págs. 131 y sigs.]