Obras de S. Freud: Construcciones en el análisis (1937)

Construcciones en el análisis (1937)

«Konstruktionen in der Analyse»

I

Un investigador muy meritorio, a quien le estoy siempre agradecido por haber tratado con

equidad al psicoanálisis en una época en que la mayoría de los otros no sentían el deber de

hacerlo, manifestó cierta vez, a pesar de ello, una apreciación tan mortificante como injusta

sobre nuestra técnica analítica. Dijo que cuando nosotros presentábamos a un paciente

nuestras interpretaciones procedíamos con él siguiendo el desacreditado principio de «Heads I

win, tails you lose(238)». O sea, si él nos da su aquiescencia, todo es correcto; pero si nos

contradice, entonces no es más que un signo de su resistencia, y por lo tanto igualmente es

correcto. De esta manera, siempre tenemos razón contra el pobre diablo inerme a quien

analizamos, sin que importe su conducta frente a nuestras propuestas. Ahora bien, como es

verdad que un «No» de nuestro paciente no nos mueve en general a resignar por desacertada

nuestra interpretación, semejante desenmascaramiento de nuestra técnica ha sido bienvenido

por los opositores al análisis. Por eso vale la pena exponer en profundidad cómo solemos

apreciar, en el curso del tratamiento analítico, el «Sí» y el «No» del paciente, la expresión de su

aquiescencia y de su contradicción. Por cierto que en esta justificación ningún analista

ejercitado aprenderá nada que ya no sepa (ver nota(239)).

El consabido propósito del trabajo analítico es mover al paciente para que vuelva a cancelar las

represiones -entendidas en el sentido más lato- de su desarrollo temprano y las sustituya por

unas reacciones como las que corresponderían a un estado de madurez psíquica. A tal fin debe

volver a recordar ciertas vivencias, así como las mociones de afecto por ellas provocadas, que

están por el momento olvidadas en él. Sabemos que sus síntomas e inhibiciones presentes son

las consecuencias de esas represiones, vale decir, el sustituto de eso olvidado. ¿Qué clase de

materiales nos ofrece, aprovechando los cuales podemos conducirlo al camino por el que ha de

reconquistar los recuerdos perdidos? Son de muy diversa índole: jirones de esos recuerdos en

sus sueños, en sí de incomparable valor, pero por regla general asaz desfigurados por todos los

factores que participan en la formación del sueño; ocurrencias que él produce cuando se

entrega a la «asociación libre», de las que podemos nosotros entresacar unas alusiones a las

vivencias reprimidas, retoños de las mociones de afecto sofocadas, así como de las reacciones

contra estas; por último, indicios de repeticiones de los afectos pertenecientes a lo reprimido en

las acciones más importantes o ínfimas del paciente, tanto dentro de la situación analítica como

fuera de ella Hemos hecho la experiencia de que la relación trasferencial que se establece

respecto del analista es particularmente apta para favorecer el retorno de tales vínculos

afectivos. Con esta materia prima -por así llamarla-, debemos nosotros producir lo deseado.

Y lo deseado es una imagen confiable, e íntegra en todas sus piezas esenciales, de los años

olvidados de la vida del paciente. Pero aquí somos advertidos de que el trabajo analítico consta

de dos piezas por entero diferentes, que se consuma sobre dos separados escenarios, se

cumple en dos personas, cada una de las cuales tiene un cometido diverso. Por un instante,

uno se pregunta por qué no fue llevado a notar hace ya mucho tiempo este hecho fundamental;

pero uno se dice enseguida que aquí nada le ha sido mantenido en reserva, pues se trata de un

dato de hecho por todos consabido, en cierto modo evidente, que sólo aquí, con un propósito

particular, es puesto de relieve y apreciado por sí mismo. Todos sabemos que el analizado

debe ser movido a recordar algo vivenciado y reprimido por él, y las condiciones dinámicas de

este proceso son tan interesantes que la otra pieza del trabajo, la operación del analista, pasa

en cambio a un segundo plano. El analista no ha vivenciado ni reprimido nada de lo que

interesa; su tarea no puede ser recordar algo. ¿En qué consiste, pues, su tarea? Tiene que

colegir lo olvidado desde los indicios que esto ha dejado tras sí; mejor dicho: tiene que

construirlo. Cómo habrá él de comunicar sus construcciones al analizado, cuándo lo hará y con

qué elucidaciones, he ahí lo que establece la conexión entre ambas piezas del trabajo analítico,

entre su participación y la del analizado.

Su trabajo de construcción o, si se prefiere, de reconstrucción muestra vastas coincidencias

con el del arqueólogo que exhuma unos hogares o unos monumentos destruidos y sepultados.

En verdad es idéntico a él, sólo que el analista trabaja en mejores condiciones, dispone de más

material auxiliar, porque su empeño se dirige a algo todavía vivo, no a un objeto destruido; y

quizá por otra razón además. Pero así como el arqueólogo a partir de unos restos de muros

que han quedado en pie levanta las paredes, a partir de unas excavaciones en el suelo

determina el número y la posición de las columnas, a partir de unos restos ruinosos restablece

los que otrora fueron adornos y pinturas murales, del mismo modo procede el analista cuando

extrae sus conclusiones a partir de unos jirones de recuerdo, unas asociaciones y unas

exteriorizaciones activas del analizado. Y es incuestionable el derecho de ambos a reconstruir

mediante el completamiento y ensambladura de los restos conservados. También muchas

dificultades y fuentes de error son las mismas para los dos. Una de las tareas más peliagudas

de la arqueología es, notoriamente, determinar la edad relativa de un hallazgo; si un objeto sale

a la luz en cierto estrato, ello a menudo no decide si pertenece a este o ha sido trasladado a esa

profundidad por una posterior perturbación. Bien se colige el correspondiente de esa duda en

las construcciones analíticas.

Hemos dicho que el analista trabaja en condiciones más favorables que el arqueólogo porque

dispone además de un material del cual las exhumaciones no pueden proporcionar

correspondiente alguno; por ejemplo, las repeticiones de reacciones que provienen de la edad

temprana y todo cuanto es mostrado a través de la trasferencia a raíz de tales repeticiones.

Pero cuenta, asimismo, el hecho de que el exhumador trata con objetos destruidos, de los que

grandes e importantes fragmentos se han perdido irremediablemente, sea por obra de fuerzas

mecánicas, del fuego o del pillaje. Por más empeño que se ponga, no se podrá hallarlos para

componerlos con los restos conservados. Uno se ve remitido única y exclusivamente a la

reconstrucción, que por eso con harta frecuencia no puede elevarse más allá de una cierta

verosimilitud. Diversamente ocurre con el objeto psíquico, cuya prehistoria el analista quiere

establecer. Aquí se logra de una manera regular lo que en el objeto arqueológico sólo sucede en

felices casos excepcionales, como los de Pompeya y la tumba de Tutankhamón.

Todo lo esencial se ha conservado, aun lo que parece olvidado por completo; está todavía

presente de algún modo y en alguna parte, sólo que soterrado, inasequible al individuo. Como

es sabido, es lícito poner en duda que una formación psíquica cualquiera pueda sufrir realmente

una destrucción total. Es sólo una cuestión de técnica analítica que se consiga o no traer a la

luz de manera completa lo escondido. Unicamente otros dos hechos obstan a este

extraordinario privilegio del trabajo analítico, a saber: que el objeto psíquico es

incomparablemente más complicado que el objeto material del exhumador, y que nuestro

conocimiento no está preparado en medida suficiente para lo que ha de hallarse, pues su

estructura íntima esconde todavía muchos secretos. Y en este punto termina nuestra

comparación entre ambos trabajos, pues la principal diferencia entre los dos reside en que para

la arqueología la reconstrucción es la meta y el término del empeño, mientras que para el

análisis la construcción es sólo una labor preliminar.

II

Labor preliminar, en verdad, no en el sentido de que deba ser tramitada primero en su totalidad

antes de comenzar con los detalles, como en la edificación de una casa, donde tienen que

levantarse todas las paredes y colocarse todas las ventanas antes que pueda uno ocuparse de

la decoración del interior. Todo analista sabe que en el tratamiento analítico las cosas suceden

de otro modo, que ambas modalidades de trabajo corren lado a lado, adelante siempre la una, y

la otra reuniéndosele. El analista da cima a una pieza de construcción y la comunica al

analizado para que ejerza efecto sobre él; luego construye otra pieza a partir del nuevo material

que afluye, procede con ella de la misma manera, y en esta alternancia sigue hasta el final. Si

en las exposiciones de la técnica analítica se oye tan poco sobre «construcciones», la razón de

ello es que, a cambio, se habla de «interpretaciones» y su efecto. Pero yo opino que

«construcción» es, con mucho, la designación más apropiada. «Interpretación» se refiere a lo

que uno emprende con un elemento singular del material: una ocurrencia, una operación fallida,

etc. Es «construcción», en cambio, que al analizado se le presente una pieza de su prehistoria

olvidada, por ejemplo de la siguiente manera: «Usted, hasta su año x, se ha considerado el

único e irrestricto poseedor de su madre. Vino entonces un segundo hijo y, con él, una seria

desilusión. La madre lo abandonó a usted por un tiempo, y luego nunca volvió a consagrársele

con exclusividad. Sus sentimientos hacia la madre devinieron ambivalentes, el padre ganó un

nuevo significado para usted», etc.

En este ensayo, nuestra atención se dirige únicamente a ese trabajo preliminar de las

construcciones. Entonces se nos plantea, antes que cualquier otra, esta pregunta: ¿Qué

garantías tenemos, durante nuestro trabajo con las construcciones, de que no andamos

errados y ponemos en juego el éxito del tratamiento por defender una construcción incorrecta?

Puede parecernos que esta pregunta no admitiría una respuesta universal, pero antes de pasar

a elucidarlo prestemos oídos a una consoladora noticia que nos de la experiencia analítica. Ella

nos enseña que no produce daño alguno equivocarnos en alguna oportunidad y presentar al

paciente una construcción incorrecta como la verdad histórica probable. Desde luego, ello

significa una pérdida de tiempo, y quien sólo sepa referir al paciente combinaciones erróneas no

le hará buena impresión ni obtendrá gran cosa en su tratamiento; pero tales errores aislados

son inofensivos (ver nota(240)). Lo que en tal caso sucede es, más bien, que el paciente queda

como no tocado, no reacciona a ello ni por sí ni por no. Es posible que esto sólo sea un retardo

de la reacción; pero si persiste, estamos autorizados a inferir que nos hemos equivocado, y en

la ocasión apropiada se lo confesaremos al paciente sin menoscabo de nuestra autoridad. Esa

ocasión se presenta cuando sale a la luz material nuevo que permite una construcción mejor y,

de tal suerte, rectificar el error. La construcción falsa cae fuera como sí nunca hubiera sido

hecha, y aun en muchos casos se tiene la impresión, para decirlo con Polonio, de haber

capturado uno de los esturiones de la verdad con ayuda del señuelo de la mentira. El peligro de

descaminar al paciente por sugestión, «apalabrándole» cosas en las que uno mismo cree, pero

que él no habría admitido nunca, se ha exagerado sin duda por encima de toda medida. El

analista tendría que haberse comportado muy incorrectamente para que pudiera incurrir en

semejante torpeza; sobre todo, tendría que reprocharse no haber concedido la palabra al

paciente. Puedo afirmar, sin jactancia, que un abuso así de la «sugestión» nunca ha

sobrevenido en mí actividad.

De lo que precede surge ya que en modo alguno estamos inclinados a descuidar los indicios

que derivan de la reacción del paciente a la comunicación de una de nuestras construcciones.

Tratemos a fondo este punto. Es correcto que no aceptemos como de pleno valor un «No» del

analizado, pero tampoco otorgamos validez a su «Sí»; es totalmente injustificado culparnos de

reinterpretar en todos los casos su manifestación como una corroboración. En la realidad las

cosas no son tan simples; no supongamos tan fácil la decisión.

El «Sí» directo del analizado es multívoco. Puede en efecto indicar que reconoce la

construcción oída como correcta, pero también puede carecer de significado, o aun ser lo que

podríamos llamar «hipócrita», pues resulta cómodo para su resistencia seguir escondiendo,

mediante tal aquiescencia, la verdad no descubierta. Este «Sí» sólo posee valor cuando es

seguido por corroboraciones indirectas; cuando el paciente produce, acoplados inmediatamente

a su «Sí», recuerdos nuevos que complementan y amplían la construcción. Sólo en este caso

reconocemos al «Sí» como la tramitación cabal del punto en cuestión (ver nota(241)).

El «No» del analizado es igualmente multívoco y, en verdad, todavía menos utilizable que su

«Sí». Rara vez expresa una desautorización justificada; muchísimo más a menudo exterioriza

una resistencia que es provocada por el contenido de la construcción que se ha comunicado,

pero que de igual manera puede provenir de otro factor de la situación analítica compleja. Por

tanto, el «No» del paciente no prueba nada respecto de la justeza de la construcción, pero se

concilia muy bien con esta posibilidad. Como toda construcción de esta índole es incompleta,

apresa sólo un pequeño fragmento del acaecer olvidado, tenemos siempre la libertad de

suponer que el analizado no desconoce propiamente lo que se le comunicó, sino que su

contradicción viene legitimada por el fragmento todavía no descubierto. Por regla general, sólo

exteriorizará su aquiescencia cuando se haya enterado de la verdad íntegra, y esta suele ser

bastante extensa. La única interpretación segura de su «No» es, por ende, que aquella no es

integral; la construcción, ciertamente, no se lo ha dicho todo.

Así pues, de las exteriorizaciones directas del paciente después que uno le comunicó una construcción, son pocos los puntos de apoyo que pueden obtenerse para saber si uno ha

colegido recta o equivocadamente. Más interesante es, por eso, que existan variedades

indirectas de corroboración, plenamente confiables. Una de ellas es el giro que uno oye de las

más diversas personas, con apenas algunas palabras cambiadas, como si se hubiesen puesto

de acuerdo: «No me parece» o «Nunca se me ha pasado» (o «No se me pasaría nunca») «por

la cabeza»(242). Sin vacilar, se puede traducir así esta exteriorización: «Sí, en este golpe acertó

usted con lo inconciente». Por desdicha, el analista oye esta tan deseada fórmula mucho más a

menudo tras interpretaciones de detalle que a raíz de comunicaciones más vastas. Una

confirmación igualmente valiosa, esta vez de expresión positiva, es que el analizado responda

con una asociación que incluya algo semejante o análogo al contenido de la construcción. En

vez de tomar de algún análisis un ejemplo para esto -fácil de hallar, pero de exposición prolija-,

referiré aquí una pequeña vivencia extraanalítica, que figura un estado de cosas así, con un

sesgo de efecto casi cómico. Se trataba de un colega que me había escogido -hace mucho

tiempo de esto- para una consulta médica. Pero un buen día me trajo a su joven esposa, quien

le estaba causando molestias, Bajo toda clase de pretextos le rehusaba el comercio sexual, y

evidentemente él esperaba de mí que la esclareciera sobre las consecuencias de su

inadecuado comportamiento, Condescendí, y le expliqué que era probable que su rehusamiento

al marido provocara lamentables perturbaciones a la salud de este, o unas tentaciones que

podrían llevar a la quiebra de su matrimonio, Estando en eso, él me interrumpió de pronto para

decirme: «El inglés en quien usted ha diagnosticado un tumor cerebral se ha muerto también».

El dicho pareció ininteligible al comienzo, y enigmático el «también» de la frase, pues no se

había hablado de ningún otro fallecido. Pero un ratito después comprendí. Era obvio que el

marido quería corroborarme, quería decir: «Sí, usted tiene toda la razón, su diagnóstico del

paciente se ha ratificado también». Era un cabal correspondiente de las confirmaciones

indirectas mediante asociaciones, que recibimos en los análisis. No he de poner en tela de juicio

que en la manifestación de mí colega hubieran participado además otros pensamientos, hechos

a un lado por él.

La confirmación indirecta mediante asociaciones adecuadas al contenido de la construcción,

que conllevan un parecido «también», proporciona al juicio nuestro unos valiosos asideros para

colegir sí esa construcción habrá de corroborarse en lo que resta del análisis. Es

particularmente impresionante el caso en que la confirmación se filtra en la contradicción directa

con ayuda de una operación fallida. Ya he publicado en otro lugar un buen ejemplo de esta

índole. En los sueños del paciente afloraba el apellido «Jauner», muy conocido en Viena, sin que

hallara suficiente esclarecimiento en sus asociaciones. Ensayé entonces la interpretación de

que cuando él decía «Jauner» quería decir «Gauner» {«pícaro»}, y el paciente respondió de

inmediato: «Esto me parece demasiado jewagt» {por «gewagt», «aventurado», permutando la

«g» por «j»(243)}. O bien el paciente quiere rechazar la idea de que determinado pago le parece

demasiado alto, con estas palabras: «Diez dólares no significan nada para mí», pero en vez de

«dólares» menciona la unidad monetaria inferior: «centavos».

Cuando el análisis está bajo la presión de factores intensos que arrancan una reacción

terapéutica negativa (ver nota(244)), como conciencia de culpa, necesidad masoquista de

padecimiento, revuelta contra el socorro del analista, la conducta del paciente luego de serle

comunicada la construcción suele facilitarnos mucho la decisión buscada. Si la construcción es

falsa no modifica nada en el paciente; pero si es correcta, o aporta una aproximación a la

verdad, él reacciona frente a ella con un inequívoco empeoramiento de sus síntomas y de su

estado general.

A modo de síntesis, podemos establecer que no merecemos el reproche de desdeñar la

posición que el analizado adopte ante nuestras construcciones. La tomamos en cuenta y a

menudo extraemos de ella valiosos puntos de apoyo. Pero estas reacciones del paciente son

las más de las veces multívocas y no consienten una decisión definitiva. Sólo la continuación

del análisis puede decidir si nuestra construcción es correcta o inviable. Y a cada construcción

la consideramos apenas una conjetura, que aguarda ser examinada, confirmada o

desestimada. No reclamamos para ella ninguna autoridad, no demandamos del paciente un

asentimiento inmediato, no discutimos con él cuando al comienzo la contradice. En suma, nos

comportamos siguiendo el arquetipo de un consabido personaje de Nestroy(245), aquel

mucamo que, para cualquier pregunta u objeción, tiene pronta esta única respuesta: «En el

curso de los acontecimientos todo habrá de aclararse».

III

Ni vale la pena exponer cómo sobreviene ello en la continuación del análisis, tampoco los

caminos por los cuales nuestra conjetura se muda en el convencimiento del paciente; es algo

que la experiencia cotidiana de todo analista vuelve notorio, y comprenderlo no ofrece dificultad

alguna. Sólo un punto reclama, en relación con esto, indagación y esclarecimiento. El camino

que parte de la construcción del analista debía culminar en el recuerdo del analizado; ahora

bien, no siempre lleva tan lejos. Con harta frecuencia, no consigue llevar al paciente hasta el

recuerdo de lo reprimido. En lugar de ello, sí el análisis ha sido ejecutado de manera correcta,

uno alcanza en él una convicción cierta sobre la verdad de la construcción, que en lo

terapéutico rinde lo mismo que un recuerdo recuperado. Bajo qué condiciones acontece esto, y

cómo es posible que un sustituto al parecer no integral produzca, no obstante, todo el efecto, he

ahí materia de una investigación ulterior.

Concluiré esta breve comunicación con algunas puntualizaciones que abren una perspectiva

más vasta. En algunos análisis noté en los analizados un fenómeno sorprendente, e

incomprensible a primera vista, tras comunicarles yo una construcción a todas luces certera.

Les acudían unos vívidos recuerdos, calificados de «hipernítido» por ellos mismos(246), pero

tales que no recordaban el episodio que era el contenido de la construcción, sino detalles

próximos a ese contenido; por ejemplo, los rostros -hipermarcados- de las personas allí

nombradas, los lugares donde algo semejante habría podido ocurrir o, un paso más allá, los

objetos que amoblaban tales lugares, de los cuales, como es natural, la construcción nuestra

no habría podido saber nada. Esto acontecía tanto en sueños, inmediatamente después de la

comunicación, cuanto en la vigilia, en unos estados parecidos al fantaseo. Nada seguía luego a

estos recuerdos; parecía verosímil concebirlos como resultado de un compromiso. La «pulsión

emergente» {«Aultrieb»} de lo reprimido, puesta en movimiento al comunicarse la construcción,

había querido trasportar hasta la conciencia aquellas sustantivas huellas mnémicas, y una

resistencia había conseguido, no por cierto atajar el movimiento, pero sí desplazarlo {descentrarlo} sobre objetos vecinos, circunstanciales.

Habría sido posible llamar «alucinaciones » a estos recuerdos de haberse sumado a su nitidez

la creencia en su actualidad. Ahora bien, esta analogía cobró significación cuando llamó mi

atención la ocasional ocurrencia de efectivas alucinaciones en otros casos, en modo alguno

psicóticos. La ilación de pensamiento prosiguió entonces: Acaso sea un carácter universal de la

alucinación, no apreciado lo bastante hasta ahora, que dentro de ella retorne algo vivenciado en

la edad temprana y olvidado luego, algo que el niño vio u oyó en la época en que apenas era

capaz de lenguaje todavía, y que ahora esfuerza su ascenso a la conciencia, probablemente

desfigurado y desplazado por efecto de las fuerzas que contrarían ese retorno. Y sí la

alucinación es referida de manera más próxima a formas determinadas de psicosis, nuestra

ilación de pensamiento puede dar un paso más. Quizá las formaciones delirantes en que con

gran regularidad hallamos articuladas estas alucinaciones no sean tan independientes, como de

ordinario suponíamos, de la pulsión emergente de lo inconciente y del retorno de lo reprimido.

En el mecanismo de una formación delirante sólo destacamos por lo común dos factores: el

extrañamiento respecto de la realidad y de sus motivos, por un lado, y el influjo del cumplimiento

de deseo sobre el contenido del delirio, por el otro. Ahora bien, ¿el proceso dinámico no podría

ser, en cambio, que la pulsión emergente de lo reprimido aprovechase el extrañamiento

respecto de la realidad objetiva para imponer su contenido a la conciencia, en lo cual las

resistencias excitadas por este proceso y la tendencia al cumplimiento de deseo compartieran

la responsabilidad por la desfiguración {dislocación} y el desplazamiento {descentramiento} de

lo vuelto a recordar? Y, en efecto, es este el consabido mecanismo del sueño, que una

antiquísima vislumbre ha equiparado al delirio.

Yo no creo que esta concepción del delirio sea nueva en todas sus partes, pero lo cierto es que

destaca un punto de vista que por lo corriente no es situado en el primer plano. Lo esencial en

ella es la afirmación de que no sólo hay método en la locura, como ya lo discernió el poeta(247),

sino que esta también contiene un fragmento de verdad histórico-vivencial {historisch}; lo cual

nos lleva a suponer que la creencia compulsiva que halla el delirio cobra su fuerza, justamente,

de esa fuente infantil. Hoy, para probar esta teoría, apenas dispongo de unas reminiscencias, no

de impresiones frescas. Probablemente valga la pena ensayar el estudio de los

correspondientes casos patológicos siguiendo las premisas aquí desarrolladas, y encaminar

también de acuerdo con ellas su tratamiento. Así se resignaría el vano empeño por convencer al

enfermo sobre el desvarío de su delirio, su contradicción con la realidad objetiva, y en cambio se

hallaría en el reconocimiento de ese núcleo de verdad un suelo común sobre el cual pudiera

desarrollarse el trabajo terapéutico. Este trabajo consistiría en librar el fragmento de verdad

histórico-vivencial de sus desfiguraciones y apuntalamientos en el presente real-objetivo, y

resituarlo en los lugares del pasado a los que pertenece. En efecto, este traslado de la

prehistoria olvidada al presente o a la expectativa del futuro es un suceso regular también en el

neurótico. Harto a menudo, cuando un estado de angustia le hace prever que algo terrible

sucederá, simplemente está bajo el influjo de un recuerdo reprimido que querría acudir a la

conciencia y no puede devenir conciente: el recuerdo de que ocurrió efectivamente algo terrible

en aquel tiempo. Opino que tales empeños con psicóticos habrán de enseñarnos mucho de

valioso, aunque el éxito terapéutico les sea denegado.

Yo sé que no es encomiable tratar de pasada, como aquí hemos hecho, un tema tan

importante. Pero es que me ha seducido una analogía. Las formaciones delirantes de los

enfermos me aparecen como unos equivalentes de las construcciones que nosotros

edificamos en los tratamientos analíticos, unos intentos de explicar y de restaurar, que, es

cierto, bajo las condiciones de la psicosis sólo pueden conducir a que el fragmento de realidad

objetiva que uno desmiente en el presente sea sustituido por otro fragmento que, de igual modo,

uno había desmentido en la temprana prehistoria. Tarea de una indagación en detalle será poner

en descubierto los vínculos íntimos entre el material de la desmentida presente y la represión de

aquel tiempo. Así como nuestra construcción produce su efecto por restituir un fragmento de

biografía {Lebengeschichte} «historia objetiva de vida»} del pasado, así también el delirio debe

su fuerza de convicción a la parte de verdad histórico-vivencial que pone en el lugar de la

realidad rechazada. De tal suerte, también al delirio se aplicará el aserto que yo hace tiempo he

declarado exclusivamente para la histeria, a saber, que el enfermo padece por sus

reminiscencias (ver nota(248)). Tampoco en aquella época esa breve fórmula pretendía poner

en tela de juicio la complicada causación de la enfermedad, ni excluir el efecto de tantísimos

otros factores.

Si uno toma a la humanidad como un todo y la pone en lugar del individuo humano aislado, halla

que también ella ha desarrollado formaciones delirantes inasequibles a la crítica lógica y que

contradicen la realidad efectiva. Si, no obstante, han podido exteriorizar un poder tan

extraordinario sobre los hombres, la indagación lleva a la misma conclusión que en el caso del

individuo: deben su poder a su peso de verdad históríco-vivencial, que ellas han recogido de la

represión de épocas primordiales olvidadas (ver nota(249)).

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