Esquema del psicoanálisis (1940 [1938])
Parte III – La ganancia teórica
El aparato psíquico y el mundo exterior
Todas las intelecciones y premisas generales que hemos expuesto en nuestro primer capítulo
se obtuvieron, desde luego, por medio de un laborioso y paciente trabajo de detalle, del cual
hemos dado una muestra en el capítulo precedente. Acaso nos tiente ahora examinar qué
enriquecimiento para nuestro saber hemos adquirido mediante ese trabajo y qué caminos para
un ulterior progreso se nos han abierto. Es lógico que nos sorprenda el hecho de que tan a
menudo nos viéramos precisados a aventurarnos más allá de las fronteras de la ciencia
psicológica. Los fenómenos que nosotros elaborábamos no pertenecen sólo a la psicología:
tienen también un lado orgánico-biológico, y, en consonancia con ello, en nuestros empeños en
torno de la edificación del psicoanálisis hemos hecho también sustantivos hallazgos biológicos
y no pudimos evitar nuevos supuestos en esa materia.
Pero permanezcamos, en principio, en la psicología: Hemos discernido que el deslinde de la
norma psíquica respecto de la anormalidad no se puede trazar científicamente, de suerte que a
ese distingo debe adjudicársele sólo un valor convencional, a despecho de su importancia
práctica. Con ello hemos fundado el derecho a comprender la vida anímica normal desde sus
perturbaciones, lo cual no sería lícito si esos estados patológicos, neurosis y psicosis, tuvieran
causas específicas que obraran al modo de unos cuerpos extraños.
El estudio de una perturbación del alma que sobreviene mientras se duerme, pasajera,
inofensiva, y que aun responde a una función útil, nos proporcionó la clave para entender las
enfermedades anímicas permanentes y dañinas para la vida. Y ahora, osemos aseverarlo: la
psicología de la conciencia no era más idónea para entender la función anímica normal que para
comprender el sueño. Los datos de la percepción conciente de sí, los únicos de que ella
disponía, se han revelado dondequiera insuficientes para penetrar la plenitud y la maraña de los
procesos anímicos, poner de manifiesto sus nexos y, así, discernir las condiciones bajo las
cuales son perturbados.
Nuestro supuesto de un aparato psíquico extendido en el espacio, compuesto con arreglo a
fines, desarrollado en virtud de las necesidades de la vida, aparato que sólo en un lugar preciso
y bajo ciertas condiciones da origen al fenómeno de la conciencia, nos ha habilitado para erigir
la psicología sobre parecidas bases que cualquier otra ciencia natural, por ejemplo la física. Aquí
como allí, la tarea consiste en descubrir, tras las propiedades del objeto investigado que le son
dadas directamente a nuestra percepción (las cualidades), otras que son independientes de la
receptividad particular de nuestros órganos sensoriales y están más próximas al estado de
cosas objetivo conjeturado. Pero a este mismo no esperamos poder alcanzarlo, pues vemos
que a todo lo nuevo por nosotros deducido estamos precisados a traducirlo, a su turno, al
lenguaje de nuestras percepciones, del que nunca podemos liberarnos. Ahora bien: esos son,
justamente, la naturaleza y el carácter limitado de nuestra ciencia. Como diríamos en física: si
tuviéramos una vista aguzadísima hallaríamos que los cuerpos en apariencia sólidos consisten
en partículas de tal y cual figura, magnitud y situación recíproca. Entretanto, ensayamos
acrecentar al máximo la capacidad de operación de nuestros órganos sensoriales mediante
unos recursos auxiliares artificiales, pero es lícita la expectativa de que al fin tales empeños no
harán variar la situación. Lo real-objetivo permanecerá siempre «no discernible». La ganancia
que el trabajo científico produce respecto de nuestras percepciones sensoriales primarias consiste en la intelección de nexos y relaciones de dependencia que están presentes en el
mundo exterior, que en el mundo interior de nuestro pensar pueden ser reproducidos o
espejados de alguna manera confiable, y cuya noticia nos habilita para «comprender» algo en el
mundo exterior, preverlo y, si es posible, modificarlo. De manera en un todo semejante
procedemos en el psicoanálisis. Hemos hallado el recurso técnico para llenar las lagunas de
nuestros fenómenos de conciencia, y de él nos valemos como los físicos de la
experimentación. Por este camino inferimos cierto número de procesos que en sí y por sí son
«no discernibles», los interpolamos dentro de los que nos son concientes y cuando decimos,
por ejemplo: «Aquí ha intervenido un recuerdo inconciente», esto quiere decir: «Aquí ha ocurrido
algo por completo inaprehensible para nosotros, pero que si nos hubiera llegado a la conciencia
sólo habríamos podido describirlo así y así».
Desde luego que en cada caso singular queda sujeto a la crítica averiguar con qué derecho y
con qué grado de certeza emprendemos tales inferencias e interpolaciones, y no se puede
desconocer que la decisión ofrece a menudo grandes dificultades, que se expresan en la falta
de acuerdo entre los analistas. Ha de hacerse responsable de ello a la novedad de la tarea,
también a la falta de capacitación, pero además a un factor particular inherente al asunto
mismo, a saber: que en la psicología no siempre se trata, como en la física, de cosas del
mundo que podrían despertar sólo un frío interés científico. Así, uno no se asombrará
demasiado si una analista que no está suficientemente convencida sobre su propio deseo del
pene no aprecia como es debido este factor en sus pacientes, Sin embargo, tales fuentes de
error, que provienen de la ecuación personal, no habrán de significar mucho en definitiva. Si uno
lee viejos manuales de microscopismo, se enterará con sorpresa de los requerimientos
extraordinarios que en aquel tiempo se hacían a la personalidad de quien observara por ese
instrumento, cuando esa técnica era todavía joven, mientras que hoy ni se habla de nada de
eso.
No podemos proponernos la tarea de esbozar aquí un cuadro completo del aparato psíquico y
sus operaciones; nos lo estorbaría también la circunstancia de que el psicoanálisis no ha tenido
tiempo aún de estudiar en igual medida todas las funciones. Por eso nos conformaremos con
repetir en detalle ciertos señalamientos de nuestro capítulo introductorio.
El núcleo de nuestro ser está constituido, pues, por el oscuro ello, que no comercia
directamente con el mundo exterior y, además, sólo es asequible a nuestra noticia por la
mediación de otra instancia. Dentro del ello ejercen su acción eficiente las pulsiones orgánicas,
ellas mismas compuestas de mezclas de dos fuerzas primordiales (Eros y destrucción) en
variables proporciones, y diferenciadas entre sí por su referencia a órganos y sistemas de
órgano. Lo único que estas pulsiones quieren alcanzar es la satisfacción, que se espera de
precisas alteraciones en los órganos con auxilio de objetos del mundo exterior. Pero una
satisfacción pulsional instantánea y sin miramiento alguno, tal como el ello la exige, con harta
frecuencia llevaría a conflictos peligrosos con el mundo exterior y al aniquilamiento. El ello no
conoce prevención alguna por la seguridad de la pervivencia, ninguna angustia; o quizá sería
más acertado decir que puede desarrollar, sí, los elementos de sensación de la angustia, pero
no valorizarlos. Los procesos que son posibles en los elementos psíquicos supuestos en el
interior del ello y entre estos (proceso primario) se distinguen en vasta medida de aquellos que
nos son consabidos por una percepción concíente dentro de nuestra vida intelectual y de
sentimientos; por otra parte, no valen para ellos las limitaciones críticas de la lógica, que
desestima y quiere anular {des-hacer} por inadmisible una parte de estos procesos.
El ello, cortado del mundo exterior, tiene su propio mundo de percepción. Registra con
extraordinaria agudeza ciertas alteraciones sobrevenidas en su interior -en particular, las
oscilaciones en la tensión de necesidad de sus pulsiones-, las que devienen concientes como
sensaciones de la serie placer-displacer. Desde luego que es difícil indicar los caminos por los
cuales se producen estas percepciones y los órganos terminales sensibles con cuyo auxilio
ocurren. Pero queda en pie que las percepciones de sí mismo -sentimientos generales y
sensaciones de placer-displacer- gobiernan, con despótico imperio, los decursos en el interior
del ello. El ello obedece al intransigente principio de placer. Pero no el ello solamente. Parece
que tampoco la actividad de las otras instancias psíquicas es capaz de cancelar el principio de
placer, sino sólo de modificarlo, y sigue siendo una cuestión de la más alta importancia teórica,
que en el presente no se puede responder, averiguar cuándo y cómo se logra en general vencer
al principio de placer. La reflexión de que el principio de placer demanda un rebajamiento, quizás
en el fondo una extinción, de las tensiones de necesidad (Nirvana), lleva a unas vinculaciones
no apreciadas todavía del principio de placer con las dos fuerzas primordiales: Eros y pulsión de
muerte.
La otra instancia psíquica que creemos conocer mejor y en la cual nos discernimos por
excelencia a nosotros mismos, el llamado yo, se ha desarrollado a partir del estrato cortical del
ello, que por su dispositivo para recibir estímulos y apartarlos permanece en contacto directo
con el mundo exterior (la realidad objetiva). Partiendo de la percepción conciente, ha sometido a
su influjo distritos cada vez más amplios, y estratos más profundos, del ello; y el vasallaje en
que se mantiene respecto del mundo exterior muestra el sello imborrable de su origen (como si
fuera su «made in Germany»). Su operación psicológica consiste en elevar los decursos del
ello a un nivel dinámico más alto (p. ej., en mudar energía libremente móvil en energía ligada,
como corresponde al estado preconciente); y su operación constructiva, en interpolar entre
exigencia pulsional y acción satisfaciente la actividad del pensar, que trata de colegir el éxito de
las empresas intentadas mediante unas acciones tentaleantes, tras orientarse en el presente y
valorizar experiencias anteriores, De esta manera, el yo decide si el intento desembocará en la
satisfacción o debe ser desplazado, o si la exigencia de la pulsión no tiene que ser sofocada por
completo como peligrosa (principio de realidad). Así como el ello se agota con exclusividad en la
ganancia de placer, el yo está gobernado por el miramiento de la seguridad. El yo se ha
propuesto la tarea de la autoconservación, que el ello parece desdeñar. Se vale de las
sensaciones de angustia como de una señal que indica los peligros amenazadores para su
integridad. Puesto que unas huellas mnémicas pueden devenir concientes lo mismo que unas
percepciones, en particular por su asociación con restos de lenguaje, surge aquí la posibilidad
de una confusión que llevaría a equivocar la realidad objetiva. El yo se protege contra esa
confusión mediante el dispositivo del examen de realidad, que puede estar ausente en el sueño
en virtud de las condiciones del estado del dormir. Al yo, que quiere afirmarse en un medio
circundante de poderes mecánicos hiperpotentes, le amenazan peligros, ante todo desde la
realidad objetiva, pero no sólo desde ahí. El ello propio es una fuente de parecidos peligros, y
con dos diversos fundamentos. En primer lugar, intensidades pulsionales hipertróficas pueden
dañar al yo de manera semejante que los «estímulos» hipertróficos del mundo exterior. Es
verdad que no son capaces de aniquilarlo, pero sí de destruir la organización dinámica que le es
propia, de mudar de nuevo al yo en una parte del ello. En segundo lugar, la experiencia puede
haber enseñado al yo que satisfacer una exigencia pulsional no intolerable en sí misma conllevaría peligros en el mundo exterior, de suerte que esa modalidad de exigencia pulsional
deviene ella misma un peligro. Así, el yo combate en dos frentes: tiene que defender su
existencia contra un mundo exterior que amenaza aniquilarlo, así como contra un mundo interior
demasiado exigente. Y contra ambos aplica los mismos métodos defensivos, pero la defensa
contra el enemigo interior es deficiente de una manera particular. A consecuencia de la
originaria identidad y de la posterior íntima convivencia, es difícil escapar de los peligros
interiores. Ellos perduran como unas amenazas, aunque temporariamente puedan ser
sofrenados.
Tenemos sabido que el yo endeble e inacabado de la primera infancia recibe unos daños
permanentes por los esfuerzos que se le imponen para defenderse de los peligros propios de
este período de la vida, De los peligros con que amenaza el mundo exterior, el niño es protegido
por la providencia de los progenitores: expía esta seguridad con la angustia ante la pérdida de
amor, que lo dejaría expuesto inerme a tales peligros. Este factor exterioriza su influjo decisivo
sobre el desenlace del conflicto cuando el varoncito cae en la situación del complejo de Edipo,
dentro de la cual se apodera de él la amenaza a su narcisismo por la castración, una amenaza
reforzada desde el tiempo primordial. Debido a la acción conjugada de ambos influjos, el peligro
objetivo actual y el peligro recordado de fundamento filogenético, el niño se ve constreñido a
emprender sus intentos defensivos -represiones {esfuerzos de desalojo y suplantación}-, que, si
bien son acordes al fin para ese momento, se revelan psicológicamente insuficientes cuando la
posterior reanimación de la vida sexual refuerza las exigencias pulsionales en aquel tiempo
rechazadas. El abordaje biológico no puede sino declarar, entonces, que el yo fracasa en la
tarea de dominar las excitaciones de la etapa sexual temprana, en una época en que su
inacabamiento lo inhabilita para lograrlo. En este retraso del desarrollo yoico respecto del
desarrollo libidinal discernimos la condición esencial de la neurosis, y no podemos eludir la
conclusión de que esta última se evitaría sí al yo infantil se lo dispensase de esa tarea, vale
decir, se consintiese libremente la vida sexual infantil, como acontece entre muchos primitivos.
Muy posiblemente, la etiología de la. contracción de neurosis sea más compleja de lo que
hemos consignado aquí, pero al menos extrajimos una pieza esencial del anudamiento
etiológico. No podemos olvidar tampoco los influjos filogenéticos, que de algún modo están
subrogados en el interior del ello en unas formas todavía no asibles para nosotros, y que sin
duda serán más eficaces sobre el yo en aquella época temprana que luego. Y, por otro lado,
vislumbramos la intelección de que un intento tan temprano de endicar la pulsión sexual, una
toma de partido tan decidida del yo joven en favor del mundo exterior por oposición al mundo
interior, como la que se produce por la prohibición de la sexualidad infantil, no puede dejar de
ejercer efecto sobre el posterior apronte del individuo para la cultura(193). Las exigencias
pulsionales, esforzadas a apartarse de una satisfacción directa, son constreñidas a internarse
por nuevas vías que llevan a la satisfacción sustitutiva, y en el curso de estos rodeos pueden
ser desexualizadas y aflojada su conexión con sus metas pulsionales originarias. Con ello
anticipamos la tesis de que buena parte de nuestro tan estimado patrimonio cultural fue
adquirido a expensas de la sexualidad, por limitación de unas fuerzas pulsionales sexuales.
Si hasta aquí tuvimos que insistir una y otra vez en que el yo debe su génesis, así como los
más importantes de sus caracteres adquiridos, al vínculo con el mundo exterior real, estamos
ya preparados para el supuesto de que los estados patológicos del yo, en los que él vuelve a
acercarse en grado máximo al ello, se fundan en una cancelación o en un aflojamiento de este
vínculo con el mundo exterior. Con esto armoniza muy bien lo que la experiencia clínica nos
enseña: la ocasión para el estallido de una psicosis es que la realidad objetiva se haya vuelto
insoportablemente dolorosa, o bien que las pulsiones hayan cobrado un refuerzo extraordinario,
lo cual, a raíz de las demandas rivales del ello y el mundo exterior, no puede menos que
producir el mismo efecto en el yo. El problema de la psicosis sería sencillo y trasparente si el
desasimiento del yo respecto de la realidad objetiva pudiera consumarse sin dejar rastros. Pero,
al parecer, esto sólo ocurre rara vez, quizá nunca. Aun en el caso de estados que se han
distanciado tanto de la realidad efectiva del mundo exterior como ocurre en una confusión
alucinatoria (amentia), uno se entera, por la comunicación de los enfermos tras su
restablecimiento, de que en un rincón de su alma, según su propia expresión, se escondía en
aquel tiempo una persona normal, la cual, como un observador no participante, dejaba pasearse
frente a sí al espectro de la enfermedad. No sé sí sería lícito suponer que es así en general, pero
puedo informar algo semejante sobre otras psicosis de trayectoria menos tormentosa. Me viene
a la memoria un caso de paranoia crónica en el que, tras cada ataque de celos, un sueño
anoticiaba al analista sobre su ocasión, figurándola de una manera correcta y por entero exenta
de delirio (ver nota(194)). Así resultaba una interesante oposición: si de ordinario colegimos a
partir de los sueños del neurótico los celos ajenos a su vida de vigilia, aquí, en el psicótico, el
delirio que lo gobernaba durante el día era rectificado mediante el sueño. Probablemente
tengamos derecho a conjeturar, con universal validez, que lo sobrevenido en tales casos es una
escisión psíquica. Se forman dos posturas psíquicas en vez de una postura única: la que toma
en cuenta la realidad objetiva, la normal, y otra que bajo el influjo de lo pulsional desaseal yo de
la realidad. Las dos coexisten una junto a la otra. El desenlace depende de la fuerza relativa de
ambas. Si la segunda es o deviene la más poderosa, está dada la condición de la psicosis. Si la
proporción se invierte, el resultado es una curación aparente de la enfermedad delirante. Pero
en la realidad efectiva ella sólo se ha retirado a lo inconciente, así como de numerosas
observaciones no se puede menos que inferir que el delirio estaba formado y listo desde largo
tiempo atrás, antes de advenir a la irrupción manifiesta.
El punto de vista que postula en todas las psicosis una escisión del yo no tendría títulos para
reclamar tanta consideración si no demostrara su acierto en otros estados más semejantes a
las neurosis y, en definitiva, en estas mismas. Me he convencido de ello sobre todo en casos de
fetichismo. Esta anormalidad, que es lícito incluir entre las perversiones, tiene su fundamento,
como es notorio, en que el paciente (masculino casi siempre) no reconoce la falta de pene de la
mujer, que, como prueba de la posibilidad de su propia castración, le resulta en extremo
indeseada. Por eso desmiente la percepción sensorial genuina que le ha mostrado la falta de
pene en los genitales femeninos, y se atiene a la convicción contraria. Pero la percepción
desmentida no ha dejado de ejercer influjo, pues él no tiene la osadía de aseverar que vio
efectivamente un pene. Antes bien, recurre a algo otro, una parte del cuerpo o una cosa, y le
confiere el papel del pene que no quiere echar de menos. Las más de las veces es algo que en
efecto ha visto en aquel momento, cuando vio los genitales femeninos, o algo que se presta
como sustituto simbólico del pene. Ahora bien, sería desacertado llamar «escisión del yo» a lo
que sobreviene a raíz de la formación del fetiche; es una formación de compromiso con ayuda
de un desplazamiento {descentramiento}, según se nos ha vuelto notorio por el sueño. Y
nuestras observaciones nos muestran algo más todavía. La creación del fetiche ha obedecido al
propósito de destruir la prueba de la posibilidad de la castración, de suerte que uno pudiera
escapar a la angustia de castración. Si la mujer posee un pene como otros seres vivos, no hace
falta que uno tiemble por la posesión permanente del pene propio. Sin embargo, encontramos
fetichistas que han desarrollado la misma angustia de castración que los no fetichistas, y reaccionaron frente a ella de igual manera. Por tanto, en su comportamiento se expresan al
mismo tiempo dos premisas contrapuestas. Por un lado, desmienten el hecho de su
percepción, a saber, que en los genitales femeninos no han visto pene alguno; por el otro,
reconocen la falta de pene de la mujer y de ahí extraen las conclusiones correctas. Las dos
actitudes subsisten una junto a la otra durante toda la vida sin influirse recíprocamente. Es lo
que se tiene derecho a llamar una escisión del yo. Este estado de cosas nos permite
comprender también que con tanta frecuencia el fetichismo alcance sólo una plasmación
parcial. No gobierna la elección de objeto de una manera excluyente, sino que deja espacio para
una extensión mayor o menor de conducta sexual normal, y aun muchas veces se retira a un
papel modesto o a la condición de mero indicio. Por tanto, los fetichistas nunca han logrado el
completo desasimiento del yo respecto de la realidad objetiva del mundo exterior.
No se crea que el fetichismo constituiría una excepción con respecto a la escisión del yo; no es
más que un objeto particularmente favorable para el estudio de esta. Recurramos a nuestro
anterior señalamiento: que el yo infantil, bajo el imperio del mundo real-objetivo, tramita unas
exigencias pulsionales desagradables mediante las llamadas represiones. Y completémoslo
ahora mediante esta otra comprobación: que el yo, en ese mismo período de la vida, con harta
frecuencia da en la situación de defenderse de una admonición del mundo exterior sentida
como penosa, lo cual acontece mediante la desmentida de las percepciones que anotician de
ese reclamo de la realidad objetiva. Tales desmentidas sobrevienen asaz a menudo, no sólo en
fetichistas; y toda vez que tenemos oportunidad de estudiarlas se revelan como unas medidas
que se tomaron a medias, unos intentos incompletos de desasirse de la realidad objetiva. La
desautorización es complementada en todos los casos por un reconocimiento; se establecen
siempre dos posturas opuestas, independientes entre si, que arrojan por resultado la situación
de una escisión del yo. También aquí, el desenlace dependerá de cuál de las dos pueda
arrastrar hacia sí la intensidad más grande. [Cf. AE, 23, pág. 166, n. 1.]
Los hechos de la escisión del yo que hemos descrito no son tan nuevos ni tan extraños como a
primera vista pudiera parecer, Que con respecto a una determinada conducta subsistan en la
vida anímica de la persona dos posturas diversas, contrapuestas una a la otra e independientes
entre sí, he ahí un rasgo universal de las neurosis; sólo que en este caso una pertenece al yo, y
la contrapuesta, como reprimida, al ello. El distingo entre ambos casos es, en lo esencial, tópico
o estructural, y no siempre resulta fácil decidir frente a cuál de esas dos posibilidades se está.
Ahora bien, lo importante que ambas tienen en común reside en lo siguiente: No interesa qué
emprenda el yo en su afán defensivo, sea que quiera desmentir un fragmento del mundo
exterior real y efectivo o rechazar una exigencia pulsional del mundo interior, el resultado nunca
es perfecto, sin residuo, sino que siempre se siguen de allí dos posturas opuestas, de las
cuales también la subyacente, la más débil, conduce a ulterioridades psíquicas. Para concluir,
sólo se requiere señalar cuán poco de todos estos procesos nos deviene consabido por
percepción conciente (ver nota(195)).
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