Obras de S. Freud: Inhibición, síntoma y angustia, CAPÍTULO IV
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IV
Como primer caso, consideremos el de una zoofobia histérica infantil; sea, por ejemplo, el de la fobia del pequeño Hans a los caballos [1909b], indudablemente típico en todos sus rasgos principales. Ya la primera mirada nos permite discernir que las constelaciones de un caso real de neurosis son mucho más complejas de lo que imaginábamos mientras trabajábamos con abstracciones. Hace falta algún trabajo para orientarse y reconocer la moción reprimida, su sustituto-síntoma, y el motivo de la represión.
El pequeño Hans se rehusa a andar por la calle porque tiene angustia ante el caballo. Esta es nuestra materia en bruto. Ahora bien, ¿cuál es ahí el síntoma: el desarrollo de angustia, la elección del objeto de la angustia, la renuncia a la libre movilidad o varias de estas cosas al mismo tiempo? ¿Dónde está la satisfacción que él se deniega? ¿Por qué tiene que denegársela?
Se estará tentado de responder que yendo al caso mismo las cosas no son tan enigmáticas. La incomprensible angustia frente al caballo es el síntoma; la incapacidad para andar por la calle, un fenómeno de inhibición, una limitación que el yo se impone para no provocar el síntoma-angustia. Se intelige sin más que la explicación del segundo punto es correcta, y esa inhibición se dejará fuera de examen para lo que sigue. Pero el primer conocimiento fugitivo que tomamos del caso ni siquiera nos enseña cuál es la expresión efectiva del supuesto síntoma. Se trata, como lo averiguamos tras escuchar más detenidamente, no de una angustia indeterminada frente al caballo, sino de una determinada expectativa angustiada: el caballo lo morderá. Ocurre que este contenido procura sustraerse de la conciencia y sustituirse mediante la fobia indeterminada, en la que ya no aparecen más que la angustia y su objeto. ¿Será este contenido el núcleo del síntoma?
No avanzamos un solo paso mientras no nos decidimos a considerar toda la situación psíquica del pequeño, tal como se nos reveló en el curso del trabajo analítico. Se encuentra en la actitud edípica de celos y hostilidad hacia su padre, a quien, empero, ama de corazón toda vez que no entre en cuenta la madre como causa de la desavenencia. Por tanto, un conflicto de ambivalencia, un amor bien fundado y un odio no menos justificado, ambos dirigidos a una misma persona. Su fobia tiene que ser un intento de solucionar ese conflicto. Tales conflictos de ambivalencia son harto frecuentes, y conocemos otro desenlace típico de ellos. En este, una de las dos mociones en pugna, por regla general la tierna, se refuerza enormemente, mientras que la otra desaparece. Sólo que el carácter desmesurado y compulsivo de la ternura nos revela que esa actitud no es la única presente, sino que se mantiene en continuo alerta para tener sofocada a su contraria, y nos permite construir un proceso que describimos como represión por formación reactiva (en el interior del yo). Casos como el del pequeño Hans no presentan nada parecido a una formación reactiva; es evidente que hay diversos caminos para salir de un conflicto de ambivalencia.
Entretanto, hemos discernido con certeza algo más. La moción pulsional que sufre la represión es un impulso hostil hacia el padre. El análisis nos brindó la prueba de ello mientras se empeñaba en pesquisar el origen de la idea del caballo mordedor. Hans ha visto rodar a un caballo, y caer y lastimarse a un compañerito de juegos con quien había jugado al «caballito». Así nos dio derecho a construir en Hans una moción de deseo, la de que ojalá el padre se cayese, se hiciera daño como el caballo y el camarada. Referencias a una partida de viaje observada permiten conjeturar que el deseo de hacer a un lado al padre halló también expresión menos tímida. Ahora bien, un deseo así tiene el mismo valor que el propósito de eliminarlo a él mismo: equivale a la moción asesina del complejo de Edipo.
Pero hasta ahora no hay camino alguno que lleve desde esa moción pulsional reprimida hasta su sustituto, que conjeturamos en la fobia al caballo. Simplifiquemos la situación psíquica del pequeño Hans, removiendo el factor infantil y la ambivalencia; sea, por ejemplo, un sirviente joven enamorado de la dueña de casa y que goza de ciertas muestras de favor de parte de ella. Va de suyo que odia al amo de la casa, más fuerte que él, y le gustaría verlo eliminado; en un caso así, la consecuencia más natural es que tema la venganza de su amo, que su actitud frente a él sea la de un estado de angustia -semejante en todo a la fobia del pequeño Hans frente al caballo-. Vale decir que no podemos designar como síntoma la angustia de esta fobia; si el pequeño Hans, que está enamorado de su madre, mostrara angustia frente al padre, no tendríamos derecho alguno a atribuirle una neurosis, una fobia. Nos encontraríamos con una reacción afectiva enteramente comprensible. Lo que la convierte en neurosis es, única y exclusivamente, otro rasgo: la sustitución del padre por el caballo. Es, pues, este desplazamiento {descentramiento} lo que se hace acreedor al nombre de síntoma. Es aquel otro mecanismo que permite tramitar el conflicto de ambivalencia sin la ayuda de la formación reactiva. Tal desplazamiento es posibilitado o facilitado por la circunstancia de que a esa tierna edad todavía están prontas a reanimarse las huellas innatas del pensamiento totemista. Aún no se ha admitido el abismo entre ser humano y animal; al menos, no se lo destaca tanto como se hará después. El varón adulto, admirado pero también temido, se sitúa en la misma serie que el animal grande a quien se envidia por tantas cosas, pero ante el cual uno se ha puesto en guardia porque puede volverse peligroso. El conflicto de ambivalencia no se tramita entonces en la persona misma; se lo esquiva, por así decir, deslizando una de sus mociones hacia otra persona como objeto sustitutivo.
Hasta aquí lo vemos claro, pero en otros puntos el análisis de la fobia del pequeño Hans nos ha traído un total desengaño. La desfiguración en que consiste el síntoma no se emprende en la agencia representante {Repräsentanz} (el contenido de representación) de la moción pulsional por reprimir, sino en otra por entero diversa, que corresponde sólo a una reacción frente a lo genuinamente desagradable. Nuestra expectativa se satisfaría mejor si el pequeño Hans hubiera desarrollado, en lugar de su angustia frente al caballo, una inclinación a maltratarlos, golpearlos, o hubiera dejado traslucir de manera nítida su deseo de verlos caer, hacerse daño y, llegado el caso, reventar dando respingos (el hacer barullo con las patas). Es verdad que algo de esa índole surgió efectivamente durante el análisis, pero no ocupaba un lugar muy destacado en la neurosis, y, cosa rara, si de hecho él hubiera desarrollado como síntoma principal una hostilidad así, dirigida sólo al caballo en lugar del padre, no habríamos formulado el juicio de que padecía de una neurosis. Por lo tanto, hay algo que no está en orden, ya sea en nuestro modo de concebir la represión o en nuestra definición de síntoma. Una cosa nos salta a la vista desde luego: Si el pequeño Hans hubiera mostrado de hecho una conducta así hacia los caballos, el carácter de la moción pulsional agresiva, chocante, no habría sido alterado en nada por la represión; sólo habría mudado de objeto.
Está comprobado que hay casos de represión cuyo único resultado es ese; en la génesis de la fobia del pequeño Hans, empero, ha ocurrido algo más. Colegimos ese tanto en más a partir de otro fragmento de análisis.
Ya dijimos que el pequeño Hans indicaba como el contenido de su fobia la representación de ser mordido por el caballo. Ahora bien, después hemos podido echar una mirada a la génesis de otro caso de zoofobia, en que era el lobo el animal objeto de angustia, pero al mismo tiempo tenía el significado de un sustituto del padre. A raíz de un sueño que el análisis pudo volver trasparente, se desarrolló en este muchacho la angustia de ser devorado por el lobo como uno de los siete cabritos del cuento. El hecho de que el padre, como pudo demostrarse, hubiera jugado al «caballito» con el pequeño Hans fue sin duda decisivo para la elección del animal angustiante; de igual modo, se pudo establecer al menos con mucha probabilidad que el padre de mi paciente ruso, a quien analicé sólo en la tercera década de su vida, había imitado al lobo en los juegos con el pequeño, amenazándolo en broma con devorarlo. Después me he topado con un tercer caso, el de un joven norteamericano que, es cierto, no había plasmado zoofobia alguna, pero justamente por esa ausencia ayuda a comprender los otros casos. Su excitación sexual se había. encendido a raíz de una historia infantil fantástica que le leyeron; se refería a un jeque árabe que daba caza, para devorarla, a una persona que consistía en una sustancia comestible (el Gingerbreadman). El mismo se identificó con este hombre comestible; en el jeque se reconocía fácilmente un sustituto del padre, y esta fantasía pasó a ser el primer sustrato de su actividad autoerótica.
Ahora bien, la representación de ser devorado por el padre es un patrimonio infantil arcaico y típico; las analogías provenientes de la mitología (Cronos) y de la vida animal son universalmente conocidas. A pesar de tales hechos concurrentes, este contenido de representación nos resulta tan extraño que sólo con incredulidad lo atribuiríamos al niño. Tampoco sabemos si significa efectivamente lo que parece enunciar, y no comprendemos cómo puede convertirse en tema de una fobia. Pero es el caso que la experiencia analítica nos proporciona las informaciones requeridas. Nos enseña que la representación de ser devorado por el padre es la expresión, degradada en sentido regresivo, de una moción tierna pasiva: es la que apetece ser amado por el padre, como objeto, en el sentido del erotismo genital. Si rastreamos la historia del caso, no subsistirá ninguna duda acerca de lo correcto de esta interpretación. Es verdad que la moción genital ya no deja traslucir nada de su propósito tierno cuando se la expresa en el lenguaje de la fase de transición, ya superada, que va de la organización libidinal oral a la sádica. Y por otra parte, ¿se trata sólo de una sustitución de la agencia representante {Repräsentanz} por una expresión regresiva, o de una efectiva y real degradación regresiva de la moción orientada a lo genital en el interior del ello? No parece fácil decidirlo. El historial clínico de mi paciente ruso, el «Hombre de los Lobos», se pronuncia terminantemente en favor de la segunda posibilidad, más seria; en efecto, a partir del sueño decisivo se comporta como un niño «díscolo», martirizador, sádico, y poco después desarrolla una genuina neurosis obsesiva. De cualquier modo, obtenemos la -intelección de que la represión no es el único recurso de que dispone el yo para defenderse de una moción pulsional desagradable. Si el yo consigue llevar la pulsión a la regresión, en el fondo la daña de manera más enérgica de lo que sería posible mediante la represión. Es verdad que, en muchos casos, tras forzar la regresión la hace seguir por una represión.
El estado de las cosas en el «Hombre de los Lobos», que era algo más simple en el pequeño Hans, da lugar todavía a muy diversas reflexiones. Pero desde ahora obtenemos dos intelecciones inesperadas. No cabe duda de que la moción pulsional reprimida en estas fobias es una moción hostil hacia el padre. Puede decirse que es reprimida por el proceso de la mudanza hacia la parte contraria {Verwandlung ins GegenteiI}; en lugar de la agresión hacía el padre se presenta la agresión -la venganza- hacia la persona propia. Puesto que de todos modos una agresión de esa índole arraiga en la fase libidinal sádica, sólo le hace falta todavía cierta degradación al estadio oral, que en Hans es indicada por el ser-mordido y en mi paciente ruso, en cambio, se escenifica flagrantemente en el ser-devorado. Pero, aparte de ello, el análisis permite comprobar con certeza indubitable que simultáneamente ha sucumbido a la represión otra moción pulsional, de sentido contrario: una moción pasiva tierna respecto del padre, que ya había alcanzado el nivel de la organización libidinal genital (fálica). Y hasta parece que esta otra moción hubiera tenido mayor peso para el resultado final del proceso represivo; es la que experimenta la regresión más vasta, y cobra el influjo determinante sobre el contenido de la fobia. Por tanto, donde pesquisábamos sólo una represión de pulsión, tenemos que admitir el encuentro de dos procesos de esa índole; las dos mociones pulsionales afectadas -agresión sádica hacia el padre y actitud pasiva tierna frente a él- forman un par de opuestos; y más aún: si apreciamos correctamente la historia del pequeño Hans, discernimos que mediante la formación de su fobia se cancela también la investidura de objeto-madre tierna, de lo cual nada deja traslucir el contenido de la fobia. En Hans se trata -en mi paciente ruso es mucho menos nítido- de un proceso represivo que afecta a casi todos los componentes del complejo de Edipo, tanto a la moción hostil como a la tierna hacia el padre, y a la moción tierna respecto de la madre.
He ahí unas complicaciones indeseadas para nosotros, que sólo queríamos estudiar casos simples de formación de síntoma a consecuencia de una represión, y con este propósito nos habíamos dirigido a las más tempranas, y en apariencia más trasparentes, neurosis de la infancia. En lugar de una única represión, nos encontramos con una acumulación de ellas, y además nos topamos con la regresión. Acaso contribuimos a aumentar la confusión pretendiendo liquidar de un solo golpe los dos análisis de zoofobias disponibles -el del pequeño Hans y el del «Hombre de los Lobos»-. Ahora bien, nos saltan a la vista ciertas diferencias entre ambos; sólo acerca del pequeño Hans puede enunciarse con exactitud que tramitó mediante su fobia las dos mociones principales del complejo de Edipo, la agresiva hacia el padre y la hipertierna hacia la madre; es cierto que también estuvo presente la moción tierna hacia el padre: desempeña su papel en la represión de su opuesta, pero ni puede demostrarse que fue lo bastante intensa como para provocar una represión, ni que resultó cancelada en lo sucesivo. Hans parece haber sido un muchachito normal con el llamado complejo de Edipo «positivo». Es posible que los factores que echamos de menos hayan cooperado también en su caso, pero no podemos ponerlos en descubierto; aun en los análisis más ahondados el material es siempre lagunoso y nuestra documentación queda incompleta. En el caso del ruso, la falta se sitúa en otro lugar; su vínculo con el objeto femenino fue perturbado por una seducción prematura, el aspecto pasivo, femenino, se plasmó en él con intensidad, y el análisis de su sueño de los lobos no revela gran cosa de una agresión deliberada hacia el padre; a cambio de ello, aporta las más indubitables pruebas de que la represión afecta a la actitud pasiva, tierna, hacia el padre. También en su caso pueden haber participado los otros factores, pero no se presentan en escena. Y si a pesar de estas diferencias entre los dos casos, que llegan a estar casi en una relación de oposición, el resultado final de la fobia es aproximadamente el mismo, la explicación de ello tiene que venirnos de otro lado; y nos viene de la segunda conclusión a que arribamos en nuestra pequeña indagación comparativa. Creemos conocer el motor de la represión en ambos casos, y vemos corroborado su papel por el curso que siguió el desarrollo de los dos niños. Es, en los dos, el mismo: la angustia frente a una castración inminente. Por angustia de castración resigna el pequeño Hans la agresión hacia el padre; su angustia de que el caballo lo muerda puede completarse, sin forzar las cosas: que el caballo le arranque de un mordisco los genitales, lo castre. Pero también el pequeño ruso renuncia por angustia de castración al deseo de ser amado por el padre como objeto sexual, pues ha comprendido que una relación así tendría por premisa que él sacrificara sus genitales, a saber, lo que lo diferencia de la mujer. Ambas plasmaciones del complejo de Edipo, la normal, activa, así como la invertida, se estrellan, en efecto, contra el complejo de castración. Es verdad que la idea angustiante del ruso -ser devorado por el lobo- no contiene alusión alguna a la castración; es que se ha distanciado demasiado de la fase fálica por vía de regresión oral. Pero el análisis de su sueño vuelve superflua cualquier otra prueba. El hecho de que el texto de la fobia ya no contenga referencia alguna a la castración se debe por cierto a un acabado triunfo de la represión.
Y ahora, la inesperada conclusión: En ambos casos, el motor de la represión es la angustia frente a la castración; los contenidos angustiantes -ser mordido por el caballo y ser devorado por el lobo- son sustitutos desfigurados {dislocados} del contenido «ser castrado por el padre». Fue en verdad este último contenido el que experimentó la represión. En el ruso, era expresión de un deseo que no pudo subsistir tras la revuelta de la masculinidad; en Hans, expresaba una reacción que trasmudó la agresión hacia su parte contraria {die Aggression in ihr Gegenteil umwandelte}. Pero el afecto-angustia de la fobia, que constituye la esencia de esta última, no proviene del proceso represivo, de las investiduras libidinosas de las mociones reprimidas, sino de lo represor mismo; la angustia de la zoofobia es la angustia de castración inmutada, vale decir, una angustia realista, angustia frente a un peligro que amenaza efectivamente o es considerado real. Aquí la angustia crea a la represión y no -como yo opinaba antes- la represión a la angustia.
No es grato reparar en esto, pero de nada vale desmentirlo: a menudo he sustentado la tesis de que por obra de la represión la agencia representante de pulsión es desfigurada, desplazada, etc., en tanto que la libido de la moción pulsional es mudada en angustia. Ahora bien, la indagación de las fobias, que serían las llamadas por excelencia a demostrar esa tesis, no la corrobora y aun parece contradecirla directamente. La angustia de las zoofobias es la angustia de castración del yo; la de la agorafobia, estudiada con menor profundidad, parece ser angustia de tentación, que genéticamente ha de entramarse sin duda con la angustia de castración. La mayoría de las fobias, hasta donde podemos abarcarlas hoy, se remontan a una angustia del yo, como la indicada, frente a exigencias de la libido. En ellas, la actitud angustiada del yo es siempre lo primario, y es la impulsión para la represión. La angustia nunca proviene de la libido reprimida. Si antes me hubiera conformado con decir que tras la represión aparece cierto grado de angustia en lugar de la exteriorización de libido que sería de esperar, hoy no tendría que retractarme de nada. Esa descripción es correcta, y en efecto se da la correspondencia aseverada entre el vigor de la moción por reprimir y la intensidad de la angustia resultante. Pero confieso que creía estar proporcionando algo más que una mera descripción; suponía haber discernido el proceso metapsicológico de una trasposición directa de la libido en angustia; hoy no puedo seguir sosteniéndolo.
Por lo demás, no pude indicar entonces el modo en que se consumaría una trasmudación así.
Pero, ¿de dónde extraje la idea de esa trasposición? Del estudio de las neurosis actuales, en una época en que todavía estábamos muy lejos de distinguir entre procesos que ocurren en el yo y procesos que ocurren en el ello. Hallé que determinadas prácticas sexuales -como el coitus interrup-tus, la excitación frustránea, la abstinencia forzada- provocan estallidos de angustia y un apronte angustiado general; ello sucede, pues, siempre que la excitación sexual es inhibida, detenida o desviada en su decurso hacia la satisfacción. Y puesto que la excitación sexual es la expresión de mociones pulsionales libidinosas, no parecía osado suponer que la libido se mudaba en angustia por la injerencia de esas perturbaciones. Ahora bien, esa observación sigue siendo válida hoy; por otra parte, no puede desecharse que la libido de los procesos-ello experimente una perturbación incitada por la represión; en consecuencia, puede seguir siendo correcto que a raíz de la represión se forme angustia desde la investidura libidinal de las mociones pulsionales. Pero, ¿cómo armonizar este resultado con el otro, a saber, que la angustia de las fobias es una angustia yoica, nace en el yo, no es producida por la represión, sino que la provoca? Parece una contradicción, y solucionarla no es cosa simple. No es fácil reducir esos dos orígenes de la angustia a uno solo. Puede ensayarse con el supuesto de que el yo, en la situación del coito perturbado, de la excitación suspendida, de la abstinencia, husmea un peligro frente al cual reacciona con angustia; pero no salimos adelante con ello. Por otra parte, el análisis de las fobias, tal como lo hemos emprendido, no parece admitir una enmienda. «Non fiquet!»
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