Si Moisés era egipcio…
En una contribución anterior a esta misma revista(18), procuré refirmar mediante un nuevo
argumento la conjetura de que Moisés, el libertador y legislador del pueblo judío, no era un judío
sino un egipcio. De antiguo se había señalado que su nombre proviene del léxico egipcio,
aunque sin extrae, las conclusiones correspondientes; yo agregué que la interpretación del mito
de abandono anudado a Moisés obligaba a inferir que él era un egipcio a quien la necesidad de
un pueblo quiso hacer judío. Al final de mi ensayo dije que de ese supuesto se deducían unas
importantes y muy vastas conclusiones; pero que no estaba yo dispuesto a abogar por ellas
ante el público, pues descansaban sólo en unas verosimilitudes psicológicas y carecían de
prueba objetiva. Cuanto más sustantivas son las intelecciones así obtenidas, más se me
impone la cautela de no exponerlas a la crítica pública sin fundamento seguro, como sí fueran
una figura de bronce sobre pies de barro. Ninguna verosimilitud, por seductora que sea,
resguarda del error; aunque todas las partes de un problema parezcan ordenarse como las
piezas de un rompecabezas, debiera tenerse en cuenta que lo verosímil no necesariamente es
lo verdadero y la verdad no siempre es verosímil. Y, por último, no es nada halagüeño que a uno
lo incluyan entre los escolásticos y talmudistas, quienes se solazan en el juego de su propia
agudeza, sin importarles cuán ajena a la realidad efectiva pueda ser su tesis.
A despecho de tales reparos, que hoy pesan tanto como entonces, de la querella entre mis
motivos ha salido adelante la decisión de continuar, como aquí lo hago, aquella primera
comunicación. Pero tampoco ahora es el todo, ni la pieza más importante de él.
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Si, pues, Moisés era egipcio ... la primera ganancia que de este supuesto obtenemos es un
enigma nuevo y de difícil respuesta. Cuando un pueblo o una estirpe(19) se dispone a acometer
una gran empresa, no se puede esperar sino que uno de sus miembros se erija en caudillo o
sea elegido para ese papel. Pero que un egipcio noble -quizá príncipe, sacerdote, alto
funcionario- fuera movido a ponerse a la cabeza de un grupo de inmigrantes, unos extranjeros
culturalmente atrasados, y abandonara con ellos el país, he ahí algo que no se colige bien. El
notorio desprecio de los egipcios hacia los extranjeros vuelve harto inverosímil un hecho así. Y
por esto, pienso yo, incluso aquellos historiadores que discernieron el nombre como egipcio y
atribuyeron a Moisés toda la sabiduría egipcia [AE, 23, págs. 8-9] no han querido admitir
la posibilidad evidente de que Moisés fuera egipcio.
A esta primera dificultad se suma pronto una segunda. No debemos olvidar que Moisés no fue
sólo el caudillo político de los judíos establecidos en Egipto, sino también su legislador, su
educador, y los compelió a servir a una religión que todavía hoy es llamada, a causa de él,
«mosaica». Pero, ¿tan fácilmente da un hombre en crear una religión nueva? Y si alguien quiere
influir sobre la religión de otro, ¿no es lo más natural que lo convierta a su propia religión? Es
seguro que el pueblo judío en Egipto no carecería de alguna forma de religión, y si Moisés, que
le dio una nueva, era egipcio, no se puede rechazar la conjetura de que esta otra religión nueva
fuera la egipcia.
Algo estorba esta posibilidad: el hecho de la fortísima oposición entre la religión judía, atribuida a
Moisés, y la egipcia. La primera, un monoteísmo de grandioso rigor; sólo hay un Dios, es único,
omnipotente, inaccesible; la vista humana no resiste su presencia, no es lícito crear ninguna
imagen de él ni se puede pronunciar su nombre. En la religión egipcia, una multitud casi
inabarcable de divinidades de diversa jerarquía y origen: algunas, personificaciones de grandes
poderes naturales, como cielo y tierra, Sol y Luna; otras, abstracciones, como Maat (verdad,
justicia), o una figura caricaturesca, como el enano Bes, pero la mayoría, dioses locales de la
época en que el país se fragmentó en innumerables distritos; son teromorfos, como sí aún no
hubieran superado el desarrollo desde los antiguos animales totémicos, y están mal
diferenciados entre sí: casi no es posible atribuirles funciones particulares. Los himnos en honor
de estos dioses dicen todos más o menos lo mismo, los identifican entre sí sin reparos, de un
modo que nos embrollaría sin remedio. Nombres de dioses se combinan unos con otros, de
suerte que uno es rebajado casi a apelativo del otro; así, en el apogeo del «Imperio Nuevo», el
dios principal de la ciudad de Tebas se llama Amón-Re, composición cuyo primer término
designa al dios de la ciudad, de cabeza de carnero, mientras que Re es el nombre del dios solar
de On [Heliópolis], de cabeza de gavilán. Acciones mágicas y ceremoniales, fórmulas de
ensalmo y amuletos, gobiernan el servicio de estos dioses así como la vida cotidiana de los
egipcios.
Muchas de estas diversidades pueden derivarse fácilmente de la oposición de principio entre un
monoteísmo riguroso y un politeísmo irrestricto. Otras son consecuencias evidentes del distinto
nivel espiritual, pues mientras una religión está muy próxima a fases primitivas, la otra, en un
ímpetu de elevación {aulschwingen}, ha subido hasta las alturas de una abstracción sublime.
Acaso se pueda hacer remontar a esos dos factores la impresión que se recibe en ocasiones:
que la oposición entre las religiones mosaica y egipcia se habría aguzado con voluntad y
deliberación. Por ejemplo, una condena con el máximo rigor toda clase de magia y de
hechicería, que en la otra, en cambio, proliferan enormemente. 10 bien al insaciable placer de
los egipcios por corporizar a sus dioses en arcilla, piedra y bronce, al que tanto deben hoy
nuestros museos, se contrapone la ríspida prohibición de figurar en efigie a seres vivos o
imaginados. Pero hay además otra oposición entre ambas religiones, en la que no aciertan las
explicaciones que hemos ensayado. Ningún pueblo de la antigüedad hizo tanto [como el egipcio]
por desmentir la muerte, ni tomó tan concienzudas previsiones para posibilitar una existencia en
el más allá; en consonancia con ello, Osiris, el dios de la muerte, el príncipe de ese otro mundo,
fue el más popular e indiscutido de los dioses egipcios. En cambio, el judaísmo antiguo renunció
por completo ‘ a la inmortalidad; nunca, ni en parte alguna, se menciona la posibilidad de una
continuación de la existencia tras la muerte. Y ello es tanto más asombroso cuanto que
posteriores experiencias han mostrado que la fe en una existencia en el más allá se puede
avenir muy bien con una religión monoteísta.
Esperábamos que el supuesto de que Moisés era egipcio resultaría fecundo y esclarecedor en
varías direcciones. Pero nuestra primera conclusión de ese supuesto -que la religión nueva por
él dada a los judíos sería la suya propia, la egipcia- naufraga al inteligir la diversidad, y aun
oposición, entre ambas religiones.
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Sin embargo, un hecho asombroso de la historia de la religión egipcia, que sólo tardíamente ha
sido discernido y apreciado, nos abre una perspectiva. Sigue siendo posible que la religión dada
por Moisés a su pueblo judío fuera la suya propia, una religión egipcia, aunque no la egipcia.
En la gloriosa dinastía decimoctava, aquella bajo la cual Egipto llegó a ser un imperio mundial,
advino al trono, cerca de 1375 a. C., un faraón joven, que como su padre se llamó primero
Amenhotep (IV)(20), pero luego trocó su nombre, y no sólo su nombre. Este rey se propuso
imponer a sus egipcios una religión nueva que contrariaba sus milenarias tradiciones y todos
sus familiares hábitos de vida. Era un monoteísmo riguroso, el primer ensayo de este tipo en la
historia universal hasta donde nuestro conocimiento alcanza; y con la fe en un dios único nació,
inevitablemente, la intolerancia religiosa que fuera ajena a la Antigüedad antes y hasta mucho
tiempo más tarde. Pero el gobierno de Amenhotep duró sólo 17 años; muy poco después de su
muerte, ocurrida en 1358, la religión nueva había sido eliminada, y proscrita la memoria del rey
hereje. A las ruinas de la nueva residencia que él había erigido y consagrado a su dios, y a las
inscripciones de las tumbas subterráneas adyacentes, debernos lo poco que de él sabemos.
Todo cuanto podamos averiguar sobre esta personalidad asombrosa y única será digno del
máximo interés (ver nota(21)).
Nada nuevo puede carecer de preparativos y precondiciones en lo anterior. Los orígenes del
monoteísmo egipcio pueden rastrearse hacia atrás, durante un tramo, con cierta seguridad (ver
nota(22)). En la escuela sacerdotal del templo del Sol, en On (Heliópolis), se mantenían activas
desde hacía mucho tiempo unas tendencias a desarrollar la representación de, un dios
universal y a destacar el aspecto ético de su esencia.’! Maat, la diosa de la verdad, el orden y la
justicia, era hija de Re, el dios del Sol. Ya bajo Amenhotep III, el padre y predecesor de nuestro
reformador, cobró nuevo ímpetu ascendente {Aulschwung} el culto del dios solar, es probable
que por enemistad con Amón de Tebas, devenido hiper-potente. Fue retomado un nombre
antiquísimo del dios solar, Atón o Atum, y en esta religión de Atón el joven rey halló preexistente
un movimiento al que podía adherir sin tener que promoverlo antes.
Por ese tiempo, las constelaciones políticas de Egipto habían empezado a influir de una manera
continua sobre su religión. Por los hechos de armas del gran conquistador Thotmés III(23),
Egipto se había convertido en un poder mundial; se habían agregado al imperio, por el sur, Nubia
y, por el norte, Palestina, Siria y un fragmento de la Mesopotamia. Y bien, este imperialismo se
espejó en la religión como universalismo y monoteísmo. Así como la tutela del faraón abarcaba
ahora Nubia y Siria, además de Egipto, también la divinidad debió resignar su limitación
nacional, y así como el faraón era el amo único e irrestricto del mundo conocido para los
egipcios, eso mismo debía ser su nueva divinidad Además, era natural que al ampliarse las
fronteras del imperio, Egipto fuese asequible a influjos extranjeros; muchas reinas eran
princesas asiáticas(24), y es posible que desde Siria entraran incitaciones directas al
monoteísmo.
Amenhotep nunca desmintió su adhesión al culto del Sol, de On. En dos himnos a Atón, que
han llegado hasta nosotros por las inscripciones funerarias y acaso él mismo compusiera,
alaba al Sol como creador y conservador de todo lo vivo tanto en Egipto como fuera de él, y lo
hace con un fervor que sólo muchos siglos después retornaría en los Salmos en loor del Dios
judío Yahvé. Pero no se conforma con esta asombrosa anticipación del discernimiento científico
sobre los efectos de la irradiación solar. Es indudable que dio un paso más, y no veneró al Sol
como objeto material, sino como símbolo de un ser divino cuya energía se trasuntaba en sus
rayos (ver nota(25)).
Pero no haríamos justicia al rey si lo consideráramos sólo como el secuaz y el promotor de una
religión de Atón que lo preexistió. Su actividad caló mucho más hondo. Aportó algo nuevo, lo
único en virtud de lo cual la doctrina del Dios universal se convierte en monoteísmo: el factor de
la exclusividad. En uno de sus himnos se declara directamente: «¡Oh, dios único junto al cual
no existe ningún otro!(26)». Y no olvidemos que para apreciar la nueva doctrina no basta con la
mera noticia de su contenido positivo; casi igual importancia posee su aspecto negativo, lo que
ella desestima. También sería un error suponer que la nueva religión fue llamada a la vida de un
golpe, ya lista y armada de todas armas, como salió Atenea de la cabeza de Zeus. Más bien
todo indica que durante el gobierno de Amenhotep se fortaleció poco a poco hasta adquirir una
claridad, una consecuencia, una aspereza y una intolerancia cada vez mayores. Es probable
que este desarrollo se consumara bajo el influjo de la violenta oposición que entre los
sacerdotes de Amón concitó la reforma del rey. En el sexto año de gobierno de Amenhotep, las
hostilidades ya se habían extendido tanto como para que el rey trocara su nombre, del que era
una parte el ahora desterrado nombre divino de Amón. En lugar de Amenhotep se llamó
Ikhnatón (ver nota(27)). Mas no sólo de su nombre tachó al dios odiado, sino de todas las
inscripciones, y aun allí donde se encontraba en el nombre de su padre Amenhotep III. A poco
de trocarse el nombre, Ikhnatón abandonó la Tebas dominada por Amón y erigió río abajo una
residencia nueva, que llamó «Akhetatón» («Horizonte de Atón»). El lugar de sus ruinas lleva hoy
el nombre de Tellel-Amarna (ver nota(28)).
Las persecuciones del rey alcanzaron a Amón con la mayor dureza, pero no sólo a él. Por
doquier en el reino se cerraron los templos, se prohibió el servicio divino, se expropió el
patrimonio de aquellos. Y el celo del rey se extremó hasta el punto de hacer investigar los viejos
monumentos para borrar en ellos la palabra «dios» cuando se la usaba en plural (ver nota(29)).
No es asombroso que estas medidas de Ikhnatón despertaran, en el sacerdocio oprimido y el
pueblo insatisfecho, un talante de fanática manía de venganza, que pudo manifestarse
libremente tras la muerte del rey. La religión de Atón no se había hecho popular; es probable que
permaneciera limitada a un pequeño círculo en derredor de su persona. La posteridad de
Ikhnatón queda para nosotros envuelta en sombras. Sabemos de algunos sucesores efímeros y
penumbrosos de su familia. Ya su yerno Tutankhatón se vio constreñido a volver a Tebas y a
sustituir en su nombre al dios Atón por Amón. Siguió un período de anarquía, hasta que en 1350
a. C. el general Haremhab logró restablecer el orden. Así se extinguía la gloriosa dinastía
decimoctava, al tiempo que se perdían sus conquistas en Nubia y Asia. En este turbio interregno
fueron reinstituidas las antiguas religiones de Egipto. La religión de Atón fue suprimida, destruida
y saqueada la residencia de Ikhnatón, y proscrita su memoria como la de un criminal.
Con un determinado propósito destacaremos ahora algunos puntos de la caracterización
negativa de la religión de Atón. En primer lugar, que de ella se excluía todo lo mítico, mágico y
ensalmador (ver nota(30)).
Además, el modo de figurar al dios solar, ya no, como en el período anterior, mediante una
pequeña pirámide y un halcón,(31) sino de un modo que se puede llamar casi sobrio, mediante
un disco redondo del que parten unos rayos rematados en manos humanas. No obstante el
entusiasmo artístico del período de Amarna, no se ha hallado una figuración diversa del dios del
Sol, una imagen personal de Atón, y es lícito decir, confiadamente, que no se la ha de encontrar
(ver nota(32)).
Y, por último, el total silencio sobre Osiris, el dios de la muerte, y su reino de los muertos. Ni los
himnos ni las inscripciones funerarias saben nada de quien acaso era el más cercano al
corazón de los egipcios. No se podría ilustrar mejor la oposición respecto de la religión popular
(ver nota(33)).
Arriesgaríamos ahora la inferencia: si Moisés era egipcio y si trasmitió a los judíos su propia
religión, fue la de Ikhnatón, la religión de Atón.
Comparamos antes la religión judía con la religión popular egipcia y establecimos la relación de
oposición entre ambas. Debemos emprender ahora una comparación de la religión judía con la
de Atón, en la expectativa de probar la identidad originaria entre ambas. Sabemos que no se nos
plantea una tarea fácil. Por obra de la manía de venganza de los sacerdotes de Amón, quizá
sea demasiado escaso lo que conocemos sobre la religión de Atón. Y en cuanto a la religión
mosaica, sólo tenemos noticia de ella en su plasmación última, tal como la fijó el sacerdocio
judío unos ochocientos años más tarde, en el período posterior al exilio. Y si a pesar del disfavor
del material halláramos algunos indicios favorables a nuestro supuesto, tendríamos derecho a
estimarlos en mucho.
Habría un atajo para probar nuestra tesis de que la religión mosaica no es otra que la de Atón, a
saber, a través de una confesión, una proclamación. Pero, me temo, se nos dirá que ese
camino no es transitable. Como es sabido, la confesión de la fe judía reza: «Shema Jisroel
Adonai Elohenu Adonai Ejod(34)». Si el nombre del egipcio Atón (o Atum) no suena parecido a
la palabra hebrea Adonai {Señor} y al nombre del dios sirio Adonis por mera casualidad, sino en
virtud de una comunidad primordial de lengua y de sentido, uno podría traducir así aquella
fórmula judía: «Escucha, Israel, nuestro dios Atón (Adonai) es el único Dios(35)». Por desdicha,
no tengo competencia alguna para responder esta cuestión; además, muy poco pude hallar en
la bibliografía sobre esto(36). Pero es improbable que nuestra tarea vaya a resultarnos tan fácil.
Por otra parte, hemos de volver otra vez a los problemas del nombre de Dios.
Tanto las semejanzas como las diferencias entre ambas religiones se echan de ver bien, pero
no nos brindan mayor esclarecimiento. Las dos son formas de un monoteísmo riguroso, y de
antemano uno se inclinará a reconducir a este rasgo fundamental las coincidencias entre ellas.
El monoteísmo judío tiene en muchos puntos un comportamiento más áspero que el egipcio:
por ejemplo, su total prohibición de las artes figurativas. La diferencia esencial reside
-prescindiendo del nombre de Dios- en que a la religión judía le falta por completo el culto solar,
en que la egipcia se apuntalaba todavía. Habíamos recibido la impresión, en nuestro examen
comparativo con la religión popular egipcia, de que en la diversidad entre ambas habría
participado, además de la oposición de principio, una contradicción deliberada. Ahora bien, esa
impresión nuestra parece justificarse sí en aquel examen comparativo sustituimos la religión
judía por la de Atón, desarrollada por Ikhnatón, como sabemos, en voluntaria enemistad contra
la religión popular. Con derecho nos asombrábamos de que la religión judía no quisiera saber
nada del más allá ni de la vida tras la muerte, pues -decíamos- esa doctrina habría sido
conciliable aun con el monoteísmo más riguroso. Tal asombro se disipa si de la religión judía
nos remontamos a la de Atón y suponemos que esa desautorización procedía de esta última;
en efecto, para Ihknatón ello era una necesidad en su combate contra la religión popular, en la
que el dios de la muerte, Osiris, desempeñaba un papel quizá mayor que cualquiera de los
dioses del mundo superior. La coincidencia de la religión judía con la de Atón en este importante
punto es el primer argumento fuerte en favor de nuestra tesis. Veremos que no es el único.
Moisés no sólo dio a los judíos una religión nueva: con igual certeza se puede aseverar que
introdujo entre ellos la costumbre de la circuncisión. A este hecho, que tiene una significatividad
decisiva para nuestro problema, nunca se le ha otorgado su valor. Es cierto que el testimonio
bíblico lo contradice en varios pasajes; por una parte, reconduce la circuncisión a la época de
los padres primordiales, como signo de la alianza entre Dios y Abraham; por la otra, en un
pasaje de notable oscuridad, narra que Dios se encolerizó con Moisés por haber omitido este
el uso sagrado(37), quería por eso darle muerte, y la esposa de Moisés, una madianita, salvó
de la cólera de Dios a su marido ejecutando con rapidez la operación (ver nota(38)). Pero son
desfiguraciones; no deben despistarnos: más adelante lograremos inteligir sus motivos. Lo
cierto es que para la pregunta sobre la procedencia de la costumbre de la circuncisión entre los
judíos hay una sola respuesta: les vino de Egipto. Herodoto, el «padre de la historia», nos dice
que regía allí desde tiempos remotos (ver nota(39)), y sus indicaciones han sido corroboradas
por momias que se han hallado, y aun por figuraciones en las paredes de ciertas tumbas.
Según lo que sabemos, ningún otro pueblo del Mediterráneo oriental practicaba esta costumbre;
sobre los semitas, babilonios, sumerios, cabe suponer con certeza que no eran circuncisos.
Acerca de los naturales de Canaán, la propia historia bíblica nos lo dice; es la premisa para el
desenlace de la aventura de la hija de Jacob con el príncipe de Sichem (ver nota(40)). Podemos
rechazar, como carente de todo asidero, la posibilidad de que los judíos establecidos en Egipto
adoptaran por otro camino, no a raíz del magisterio religioso fundacional de Moisés, la
costumbre de circuncidarse. Entonces, demos por establecido que la circuncisión se
practicaba en Egipto como una costumbre popularmente difundida, y aceptemos por un
momento el supuesto corriente de que Moisés era un judío que pretendía liberar a sus
compatriotas del tributo egipcio y conducirlos fuera del país para que desarrollaran una
existencia nacional autónoma y conciente de sí -lo cual aconteció, en efecto-; ¿qué sentido
podía tener que al mismo tiempo les impusiera una gravosa costumbre que en cierta medida los
convertía en egipcios, que no podía menos que mantener siempre vivo su recuerdo de Egipto,
cuando la aspiración de Moisés sólo podía ir dirigida a lo contrarío: que su pueblo se enajenara
del país de la servidumbre y venciera la añoranza por las «Ollas de Egipto»? No; aquel hecho de
que partimos y el supuesto que le agregamos son tan inconciliables entre sí que uno encuentra
osadía para extraer la conclusión Si Moisés no sólo dio a los judíos una religión nueva, sino
también el mandamiento de la circuncisión, él no era un judío, sino un egipcio; entonces, es
probable que la religión mosaica fuera una religión egipcia, y, por oposición a la popular, sería la
de Atón, con la cual en verdad la posterior religión judía coincide en algunos puntos notables.
Hemos apuntado ya que nuestro supuesto de no ser Moisés judío, sino egipcio, crea un nuevo
enigma. La manera de obrar que parecía bien entendible en el judío se vuelve incomprensible en
el egipcio. Pero si ahora situamos a Moisés en la época de Ikhnatón, y lo vinculamos con este
faraón, aquel enigma se disipa, y se revela la posibilidad de una motivación que da respuesta a
todas nuestras preguntas. Partamos de la premisa de que era Moisés un hombre noble y de alta
posición, acaso realmente, como lo afirma la saga, un miembro de la casa real. Sin duda era
conciente de sus grandes capacidades, ambicioso y activo; quizás hasta se le insinuaba la
meta de ser un día el jefe de su pueblo, gobernar el reino. Allegado al faraón, era un partidario
convencido de la religión nueva, cuyas ideas fundamentales había hecho suyas. A la muerte del
rey, y sobrevenida la reacción, vio destruidas todas sus esperanzas y perspectivas; si no quería
abjurar de sus convicciones, a él caras, Egipto ya no tenía nada más que ofrecerle: había
perdido su patria. En este aprieto halló una insólita salida. El soñador Ikhnatón se había
enajenado de su pueblo, y dejó que se le desmembrara su imperio mundial. Era acorde a la
naturaleza enérgica de Moisés fundar un nuevo reino, hallar un nuevo pueblo a quien donarle la
religión que los egipcios desdeñaron. Bien se lo discierne: era un intento heroico de cuestionar al destino, de resarcirse, en esos dos sentidos, de las pérdidas que le había traído la catástrofe
{Katastrophe(41)} de Ikhnatón. Acaso por ese tiempo era él virrey de aquella provincia fronteriza
(distrito) en que se habían asentado ciertas estirpes semíticas (¿todavía en tiempos de los
hicsos(42)?). Y las escogió para que fueran su nuevo pueblo. ¡Una decisión histórica de alcance
universal! (ver nota(43)). Se puso de acuerdo con ellos, asumió su jefatura, procuró su
emigración «con mano fuerte» (ver nota(44)). En total oposición a la tradición bíblica, cabría
suponer que el éxodo se consumó de manera pacífica y sin mediar persecución alguna. La
autoridad de Moisés lo posibilitaba, y en ese momento no existía un poder central que se lo
pudiera estorbar.
De acuerdo con esta construcción nuestra, el éxodo de Egipto ocurrió en el lapso entre 1358 y
1350 a. C., o sea tras la muerte de Ikhnatón y antes que Haremhab restableciera la autoridad
estatal(45). La meta de la migración sólo podía ser la tierra de Canaán. Allí, tras la quiebra del
imperio egipcio, habían irrumpido grupos de belicosos arameos en tren de conquista y pillaje,
mostrando de ese modo dónde un pueblo valeroso podía conseguir un nuevo patrimonio
territorial. Tenemos noticia de estos guerreros por las cartas halladas en 1887 en el archivo de
las ruinas de Amarna. En ellas se los llama «habiru», y ese nombre, no se sabe cómo, pasó a
los invasores judíos que llegaron después -«hebreos»-. Al sur de Palestina, en Canaán,
moraban también aquellas estirpes que tenían el más cercano parentesco con los judíos ahora
emigrantes de Egipto.
La motivación que hemos colegido para el éxodo como un todo alcanza también a la institución
de la circuncisión. Es conocida la conducta de los seres humanos, pueblos e individuos, frente
a este uso de antigüedad primordial, que apenas si es comprendido ya. A quienes no lo
practican les parece muy extraño, y los asusta un poco; en cuanto a los otros, los que han
adoptado la circuncisión, están orgullosos de ella. Se sienten elevados, como ennoblecidos, y
miran con desprecio a los demás, estimándolos impuros. Todavía hoy el turco insulta al
cristiano diciéndole «perro no circunciso». Es creíble que Moisés, circuncidado él mismo como
egipcio, compartiera esta actitud. Los judíos con quienes abandonó la patria debían ser para él
un sustituto mejor de los egipcios que dejaba atrás, en el país. De ningún modo podían irles en
zaga. Quería hacer de ellos un «pueblo santo», según lo dice de manera expresa el propio texto
bíblico(46) y como signo de esa santificación les impuso aquella costumbre que por lo menos
los igualaba a los egipcios. Además, no podía dejar de congratularse de que un signo así los
aislara y les impidiera mezclarse con los pueblos extranjeros hacia quienes debía llevarlos su
migración, así como los propios egipcios se habían segregado de todos los extranjeros (ver
nota(47)).
Sin embargo, la tradición judía se comportó más tarde como oprimida por la inferencia que
nosotros acabamos de desarrollar. De admitirse que la circuncisión era una costumbre egipcia
introducida por Moisés, importaba ello casi reconocer que la religión por él trasmitida había sido
también egipcia. Pero se tenían buenas razones para desmentir este hecho; y en
consecuencia, fue preciso contradecir también la relación de cosas con respecto a la
circuncisión.
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En este punto espero que se me habrá de hacer un reproche. Según mi construcción, Moisés,
el egipcio, se sitúa en la época de Ikhnatón; de las circunstancias políticas del país en esa
época se deduce su decisión de asimilarse al pueblo judío, y la religión que él dona o impone a
sus protegidos se discierne como la de Atón, que acababa de ser quebrantada en el propio
Egipto: se me dirá, pues, que a este edificio de conjeturas yo lo he presentado con una
precisión excesiva, no fundamentada en el material. Opino que el reproche es injustificado. Ya
en mis palabras introductorias puse de relieve el aspecto de la duda, por así decir lo coloqué
antes del paréntesis, y entonces tengo derecho a ahorrarme el repetirlo en cada término dentro
del paréntesis (ver nota(48)).
Proseguiré la elucidación con algunas de mis propias puntualizaciones críticas. La pieza
nuclear de nuestra tesis, la dependencia del monoteísmo judío respecto de aquel episodio
monoteísta de la historia de Egipto, ha sido columbrada e indicada por diversos autores. Omito
reproducir aquí estas voces, pues ninguna de ellas sabe señalar el camino por el cual se habría
consumado ese influjo. Si para nosotros este último permanece anudado a la persona de
Moisés, es cierto que cabe sopesar también posibilidades diversas de la que hemos preferido.
Es imposible suponer que el abatimiento de la religión oficial de Atón acabara por completo con
la corriente monoteísta en Egipto. La escuela sacerdotal de On, de la que había surgido, resistió
la catástrofe, y todavía generaciones después de Ilchnatón pudo proseguir su ilación de
pensamiento {Gedankengang}. Entonces, la hazaña de Moisés es concebible aunque no
hubiera vivido en la época de Ikhnatón ni experimentado su influjo personal; bastaría con haber
sido seguidor o aun miembro de la escuela de On. Esta posibilidad desplazaría el punto
temporal del éxodo y lo situaría más próximo a la fecha que se suele admitir (en el siglo ‘ xiii a.
C.), pero que no tiene en su favor nada más que la recomiende. Así se arruinaría la intelección
de los motivos de Moisés, y el éxodo ya no estaría facilitado por la anarquía reinante en el país.
Los reyes que siguieron, de la dinastía decimonovena, ejercieron un gobierno fuerte. Las
condiciones externas e internas propicias al éxodo se conjugan sólo en la época
inmediatamente posterior a la muerte del rey herético.
Los judíos poseen una abundante literatura extrabíblica, donde uno halla las sagas y mitos que
en el curso de los siglos se formaron en torno de la grandiosa figura de su primer caudillo y
fundador de su religión, glorificándola y oscureciéndola a la vez. Acaso dispersos en este
material haya fragmentos de buena tradición que no hallaron sitio en el Pentateuco. Una de
estas sagas describe en expresivos términos cómo la ambición de Moisés se exteriorizaba ya
en su infancia. Cierta vez que el faraón lo alzó en sus brazos y, jugando, lo levantó bien alto, el
niñito de tres años le arrebató la corona de la cabeza y se la colocó en la propia. El rey se
espantó de este augurio y no dejó de inquirir a sus sabios sobre el asunto (ver nota(49)). En otra
parte se narran unas victoriosas hazañas guerreras que consumó en Etiopía como general
egipcio, y a ello se anuda su huida de Egipto, pues debía temer la envidia de un partido de la
corte o del mismo faraón. El propio relato bíblico atribuye a Moisés algunos rasgos a los que uno
otorgaría veracidad. Lo describe como colérico, irascible; presa de indignación, da muerte al
brutal capataz que maltrata a un trabajador judío, tal como en su enojo por la apostasía del
pueblo hace pedazos las Tablas de la Ley que recibiera de Dios en el monte [Sinaí] (ver
nota(50)); y aun Dios mismo lo castiga, al final, a causa de un acto de impaciencia (no se nos dice cuál)(51). Como un rasgo así no seprestaba a la glorificación, acaso respondiera a la
verdad histórico-vivencial {historisch}. Tampoco se puede rechazar la posibilidad de que
muchos de los rasgos de carácter que los judíos imprimieron en la temprana representación de
su Dios, llamándolo celoso, severo e implacable, provinieran en el fondo del recuerdo de
Moisés, considerando que en realidad este hombre, y no un Dios invisible, los había
sacado de Egipto.
Otro rasgo que se le adscribe posee particulares títulos para nuestro interés. Se dice que era
«torpe de lengua», o sea, que tenía una inhibición de lenguaje o un defecto vocal, de suerte que
en sus presuntos tratos con el faraón necesitó que lo auxiliara Aarón, de quien se nos dice que
es su hermano (ver nota(52)). Acaso también esto sea una verdad histórica, y constituiría un
deseable aporte para animar la fisonomía del grande hombre; pero es posible que tenga un
significado diverso y más importante. Quizás esa noticia refiera con leve desfiguración el hecho
de que Moisés hablaba una lengua diferente que sus neoegipcios semitas y era incapaz de
tratar sin intérprete con ellos, al menos al comienzo de sus vínculos. Por tanto, otra
confirmación de la tesis: Moisés era egipcio.
Ahora bien, parece que nuestro trabajo ha alcanzado un término provisional. De nuestro
supuesto de que Moisés era egipcio, esté o no demostrado, no podemos por ahora deducir
nada más. En cuanto al relato bíblico sobre Moisés y el éxodo, ningún historiador puede
considerarlo sino como una piadosa pieza de ficción en la cual -al servicio de sus propias
tendencias- ha sido refundida una tradición remota. Desconocemos la letra originaria de esa
tradición; en cuanto a las tendencias que la desfiguraron, nos gustaría colegirlas, pero nuestra
ignorancia de los procesos históricos vividos {historisch} nos deja a oscuras. No puede
extraviarnos, pues, que nuestra reconstrucción se oponga al relato bíblico no dejando espacio
alguno para muchos de sus ornamentos, como las diez plagas, el cruce del Mar Rojo o el
.solemne estatuto de las leyes en el monte Sinaí. En cambio, no ha de sernos indiferente
hallarnos en contradicción con los resultados de la investigación historiográfica positiva de
nuestro tiempo.
Estos historiadores recientes, como exponente de los cuales reconoceríamos a E. Meyer
(1906), siguen al relato bíblico en un punto decisivo. También ellos opinan que las estirpes
judías de las que surgiría luego el pueblo de Israel adoptaron en cierto momento una religión
nueva. Pero este suceso no se consumó en Egipto, tampoco al pie de un monte en la península
del Sinaí, sino en un lugar que se llama Meribat-Qadesh(53), un oasis singularizado por su
abundancia de manantiales y fuentes en la faja de tierra que se extiende al sur de Palestina,
entre la salida oriental de la península del Sinaí y el borde occidental de Arabia (ver nota(54)). Allí
adoptaron el culto de un dios Yahvé, probablemente de la estirpe arábiga de los madianitas, que
vivían en esa comarca. Acaso otras estirpes vecinas eran también seguidoras de este dios.
Yahvé era, con seguridad, un dios volcánico. Ahora bien, como se sabe, en Egipto no hay
volcanes y tampoco los montes de la península del Sinaí han sido nunca volcánicos; en cambio,
se hallan volcanes, acaso activos hasta épocas tardías, a lo largo de la costa occidental de
Arabia. Por tanto, uno de esos montes tiene que haber sido el Sinaí-Horeb, concebido como la
morada de Yahvé(55). A pesar de las refundiciones sufridas por el informe bíblico, es posible,
según Meyer, reconstruir la imagen originaria del carácter de este dios: es un demonio ominoso,
sediento de sangre, que ronda por las noches y teme la luz del día (ver nota(56)).
El mediador entre Dios y el pueblo en esta fundación religiosa es llamado Moisés. Es yerno del
sacerdote madianita Jethro, y guardaba los rebaños de este cuando recibió el llamado divino. Y
allí mismo, en Qadesh, es visitado por Jethro, quien le imparte enseñanzas (ver nota(57)).
Aunque Meyer dice no haber dudado nunca de que la historia de la residencia en Egipto y de la
catástrofe de los egipcios contiene algún núcleo histórico (ver nota(58)), es evidente que no
sabe cómo situar y valorar el hecho por él reconocido. Sólo a la costumbre de la circuncisión
está dispuesto a derivarla de Egipto. Enriquece nuestra anterior argumentación mediante dos
importantes referencias. La primera, que Josué exhorta al pueblo a circuncidarse «para quitarse
el oprobio [o sea, el desdén] de los egipcios(59)»; la segunda, una cita de Herodoto, según la
cual «los propios fenicios (sin duda los judíos) y los sitios de Palestina admiten haber aprendido
de los egipcios la costumbre» (ver nota(60)). Pero Meyer ha dejado menos sitio para un Moisés
egipcio: «El Moisés de quien tenemos noticia es el antepasado de los sacerdotes de Qadesh,
vale decir, una figura de la saga genealógica que mantiene relación con el culto, no una
personalidad histórica {geschichtlich}. Y por otra parte (salvo los que aceptan a pie juntillas la
tradición como verdad histórica), ninguno de quienes lo consideran una figura histórica lo ha
llenado de contenido, cualquiera que fuese este, ni ha sabido presentarlo como una
individualidad concreta, ni indicar algo que él hubiera creado o que constituiría su obra histórica»
(ver nota(61)).
En cambio, no se cansa de destacar el vínculo de Moisés con Qadesh y Madián: «La figura de
Moisés, íntimamente enlazada a Madián y a los sitios de culto en el desierto» (ver nota(62)).
«Ahora bien, esta figura de Moisés se conecta de manera inseparable con Qadesh (Massá y
Meribá(63)), y su situación como yerno del sacerdote madianita proporciona el complemento.
Por el contrario, su conexión con el éxodo y la íntegra historia de su juventud son de todo punto
secundarias y simples consecuencias de haber sido entramado Moisés en una historia
legendaria de secuencia coherente» (ver nota(64)). Puntualiza, además, que todos los motivos
contenidos en la historia de la juventud de Moisés se abandonan más tarde: «Moisés en Madián
ya no es un egipcio, nieto del faraón, sino un pastor a quien Yahvé se revela. En los relatos
sobre las plagas nada se dice de sus antiguas vinculaciones, y eso que habría sido de gran
efecto; también se ha olvidado por completo la orden de matar a los niños varones israelitas
(ver nota(65)). En el éxodo y el sepultamiento {Untergang} de los egipcios, Moisés no
desempeña papel alguno, y ni siquiera se lo menciona. El carácter heroico, presupuesto en la
saga de su infancia, le falta por completo al Moisés posterior; ya es sólo el hombre de Dios, un
taumaturgo provisto por Yahvé de poderes sobrenaturales. . . » (ver nota(66)).
No podemos nosotros poner en entredicho la impresión de que este Moisés de Qadesh y
Madián, a quien la propia tradición pudo atribuirle erigir a una serpiente de metal como dios
curativo (ver nota(67)), es muy otro de aquel gran señor egipcio por nosotros inferido, el que
reveló al pueblo una religión de la que se proscribían de la manera más rigurosa toda magia y
todo ensalmo. Acaso nuestro Moisés egipcio no se diferencia menos del Moisés madianita que
el dios universal. Atón de Yahvé, aquel demonio que habitaba en la montaña de los dioses. Y
entonces, si hemos de dar algún crédito a las averiguaciones de los historiadores recientes,
habremos de admitir que se nos ha roto por segunda vez el hilo que pretendíamos devanar
desde el supuesto de que Moisés era egipcio. Esta vez, según parece, sin esperanza de
volver a anudarlo.
5
Pero, inesperadamente, torna a presentársenos una salida. Los empeños por discernir en
Moisés una figura que rebase al sacerdote de Qadesh y por confirmar una grandiosidad que la
tradición le alaba no se han aquietado después de Meyer (cf. Gressmann(68) y otros). En 1922,
Ernst Sellin ha hecho un descubrimiento que cobra decisivo influjo sobre nuestro problema. En
el profeta Oseas (segunda mitad del siglo VIII a. C.) encontró los indicios inequívocos de una
tradición cuyo contenido es que Moisés, el fundador de la religión, halló violento fin en una
revuelta de su pueblo, díscolo y contumaz, que al mismo tiempo repudió la religión por él
fundada. Ahora bien, esta tradición no se limita a Oseas; retorna en la mayoría de los profetas
siguientes y, más todavía, según Sellin, se convirtió en la base de todas las ulteriores
expectativas mesiánicas. Al término del exilio babilónico, se desarrolló en el pueblo judío la
esperanza de que volviera de entre los muertos aquel tan ignominiosamente asesinado, y
condujera a su arrepentido pueblo -acaso no sólo a este- al reino de la bienaventuranza
duradera. No han de ocuparnos aquí los evidentes vínculos con el destino de un fundador de
religión que después advendría.
Desde luego, tampoco en este caso estoy en condiciones de decidir si Sellin ha interpretado de
manera correcta los pasajes proféticos. Pero si está en lo cierto, es lícito atribuir credibilidad
histórica a la tradición por él discernida; en efecto, tales cosas no se inventan {erdichten} con
facilidad. Para ello falta un motivo asible y, por otra parte, si realmente acontecieron, bien se
comprende que se las quiera olvidar. No necesitamos admitir todos los detalles de la tradición.
A juicio de Sellin, debe designarse a Schittim, en la Trasjordania, como el sitio donde se produjo
el asesinato de Moisés. Enseguida veremos que esa localidad es inadmisible para nuestras
consideraciones.
De Sellin tomamos el supuesto de que el Moisés egipcio fue asesinado por los judíos, quienes
abandonaron la religión que él introdujo. Ese supuesto nos permite seguir devanando nuestros
hilos sin contradecir unos creíbles resultados de la investigación histórica. Pero en lo demás
osamos mantener independencia respecto de los autores, y «seguir la propia senda» de una
manera autónoma. El éxodo de Egipto sigue siendo nuestro punto de partida. Debió de haber
sido un número considerable de personas el que abandonara el país con Moisés; un grupo
pequeño no habría merecido los afanes de este hombre ambicioso que aspiraba a la grandeza.
Es probable que los inmigrantes permanecieran en el país el tiempo suficiente para convertirse
en un pueblo de nutridas filas. Mas no erraremos, ciertamente, si, con la mayoría de los autores,
suponemos que sólo una fracción del posterior pueblo judío experimentó los acontecimientos de
Egipto. Con otras palabras: la estirpe que regresaba de Egipto se reunió luego, en la faja de
tierra situada entre aquel país y Canaán, con otras estirpes emparentadas, allí establecidas
hacía largo tiempo. Esa unión, de la cual surgió el pueblo de Israel, se expresó adoptando una
religión nueva, común a todas las estirpes: la de Yahvé; suceso este que según Meyer(69) se
consumó en Qadesh bajo influjo madianita. Tras ello, el pueblo se sintió con fuerzas bastantes
para invadir el país de Canaán. Pues bien; con este curso de los hechos no se concilia que la
catástrofe de Moisés y de su religión ocurriera en la Trasjordania: tuvo que acontecer mucho
antes de aquella unificación.
Es cosa cierta que elementos asaz diversos confluyeron en la edificación del pueblo judío. Pero
la mayor diferencia entre estas estirpes no pudo menos que ser esta: que hubieran
co-vivenciado o no la estadía en Egipto, y lo que a ella siguió. Atendiendo a este punto, se puede
decir que la nación procedía de la reunión de dos elementos; y en consonancia con este hecho
se sitúa su separación, tras un breve período de unidad política, en dos fragmentos: el reino de
Israel y el reino de Judea. El acontecer histórico {Geschichte} ama tales restauraciones en que
se deshacen fusiones tardías, y anteriores divorcios salen de nuevo a la luz. Consabido es el
ejemplo más notable de ello: la Reforma, que tras un intervalo de más de un milenio saca a la
luz la frontera entre la Germania que antaño devino romana y la Germania que había preservado
su independencia. Para el pueblo judío no podríamos probar nosotros una reproducción tan fiel
del antiguo estado de cosas; nuestra noticia sobre esos tiempos es demasiado incierta para
permitirnos afirmar que en el reino del Norte se reencontraron los allí avecindados desde
siempre, y en el del Sur los que regresaron de Egipto, pero la posterior separación no puede
haber dejado de entramarse con la soldadura anterior. Es probable que los antaño egipcios
fueran menos numerosos que los otros, pero demostraron ser los más fuertes en lo cultural;
ejercieron un influjo mayor sobre el ulterior desarrollo del pueblo porque traían consigo una
tradición que faltaba a los otros.
Y quizás otra cosa aún, más asible que una tradición. Entre los mayores enigmas de la historia
judía se incluye el origen de los levitas. Se los deriva de una de las doce tribus de Israel, la tribu
de Levi, pero ninguna tradición ha osado indicar dónde seasentaba en su origen esta tribu o qué
parte se le asignó en el conquistado país de Canaán. Ocupan los más importantes cargos
sacerdotales. Sin embargo, se diferencian de los sacerdotes: un levita no es necesariamente un
sacerdote; tampoco es el nombre de una casta. Nuestra premisa sobre la persona de Moisés
nos sugiere una explicación. No es creíble que un gran señor como Moisés entrara sin
acompañantes en ese pueblo para él extranjero. Sin duda trajo consigo su séquito, sus
partidarios más próximos, sus escribas, sus criados. Y estos fueron originariamente los levitas.
Lo que la tradición afirma, que Moisés era un levita, parece una trasparente desfiguración del
estado de cosas: los levitas eran la gente de Moisés. Esta solución viene sustentada por el
hecho, que mencioné en mi ensayo anterior(70), de que sólo entre los levitas siguen
apareciendo más tarde nombres egipcios. Cabe suponer que buen número de esta gente de
Moisés escapó a la catástrofe que se abatió sobre él y la religión que él fundó. En las siguientes
generaciones se multiplicaron, se fusionaron con el pueblo dentro del cual vivían, pero
permanecieron fieles a su señor, guardaron su memoria y cultivaron la tradición de sus
enseñanzas. En la época de la reunión con los fieles de Yahvé, eran una minoría influyente, con
superioridad cultural sobre las otras.
Establezco este supuesto provisional: entre el sepultamiento {Untergang} de Moisés y la
fundación religiosa de Qadesh trascurrieron dos generaciones, y hasta quizás un siglo. No veo
ningún camino que nos permita decidir si los neoegipcios, como me gustaría llamarlos para
distinguirlos -vale decir, los que regresaban-, se encontraron con sus parientes por estirpe
después que estos ya habían adoptado la religión de Yahvé, o antes. Esto último se puede
considerar más verosímil. Pero no introduce diferencia alguna en el resultado final. Lo que
sucedió en Qadesh fue una solución de compromiso en que es inequívoca la participación de la estirpe de Moisés.
Tenemos derecho a invocar de nuevo aquí el testimonio de la circuncisión, que ya repetidas
veces, por así decir como un fósil de referencia, nos ha prestado los más importantes servicios.
Esta costumbre pasó a ser un mandamiento también en la religión de Yahvé, y como se enlaza
de manera indisoluble con Egipto, el aceptarla sólo pudo ser una concesión a la gente de
Moisés -o a los levitas entre ellos- que no quería renunciar a este signo de su santificación. Era
lo que pretendían rescatar de su antigua religión, y a cambio estaban dispuestos a aceptar la
nueva divinidad y cuanto de ella referían los sacerdotes de Madián. Es posible que impusieran
además otras concesiones. Ya hemos consignado que el ritual judío prescribía limitaciones en
el uso del nombre de Dios. En vez de «Yahvé», se debía decir «Adonai». Parece sugerente
introducir este precepto dentro de nuestra trama, pero es una conjetura que carece de otro
asidero. Como se sabe, la prohibición respecto del nombre de Dios constituye un tabú de
antigüedad primordial. Uno no comprende por qué se refrescaría justamente en la ley judía; no
está excluido que ello aconteciera bajo el influjo de un nuevo motivo. No debe creerse que la
prohibición se cumpla de modo consecuente; para la formación de nombres de pila teóforos
(vale decir, compuestos), se podía emplear el nombre de Dios Yahvé (Johanán, Jehú,
Josué(71)). Pero con este nombre ocurría un caso particular. Es sabido que la investigación
crítica de la Biblia acepta dos fuentes escritas para el Hexateuco(72). Son designadas «Y» y
«E» porque para el nombre de Dios una emplea «Yahvé» y la otra «Elohim». Y este último, no
«Adonai»; pero considérese lo que señala uno de nuestros autores: «Los nombres diferentes
son el nítido signo distintivo de dioses diversos en su origen» (ver nota(73)).
Hemos considerado que el conservar la circuncisión era prueba de que en la fundación religiosa
de Qadesh se produjo una solución de compromiso. Dilucidamos su contenido a partir de los
informes coincidentes de «Y» y «E», que por tanto se remontan en este punto a una fuente
común (a una tradición escrita u oral). La tendencia rectora era demostrar la grandeza y el
poder del nuevo Dios Yahvé. Como la gente de Moisés asignaba tan alto valor a su vivencia del
éxodo de Egipto, hubo que atribuirle a Yahvé ese acto libertador, y el suceso fue provisto de
unos adornos que testimoniaban la terrible grandiosidad del dios volcánico, como la columna de
humo [nube] que por la noche se mudaba en una columna de fuego, la tormenta que secó por
un instante el Mar Rojo de suerte que los perseguidores se ahogaron con las masas de agua
que volvían (ver nota(74)). De ese modo el éxodo y la fundación religios a se aproximaban entre
sí, y se desmentía el largo intervalo que los había separado; tampoco la dación de la Ley se
cumplía en Qadesh, sino al pie del monte de Dios bajo los signos de una erupción volcánica.
Pero esta presentación cometía grave injusticia a la memoria de Moisés; había sido él, no el,
dios volcánico, quien libertara al pueblo de su prisión egipcia. Se le debía un resarcimiento, y se
lo halló trasladando a Moisés hasta Qadesh o hasta el Sinaí-Horeb, en remplazo de los
sacerdotes madianitas. Que mediante esta solución se satisfacía una segunda tendencia, de
irrechazable imperio, es cosa que elucidaremos más adelante. De esta manera se producía,
por así decir, una compensación: Yahvé, quien moraba sobre un monte de Madián, era
extendido hacia Egipto y, a cambio, la existencia y la actividad de Moisés se prolongaban hacia
Qadesh y la Trasjordanía. Fue fusionado, así, con la persona del posterior fundador de religión,
el yerno del madianita Jethro, a quien prestó su nombre de Moisés. Pero sobre este otro Moisés
no sabemos enunciar nada personal: a tal punto está oscurecido por el otro, el Moisés egipcio.
Ello, a menos que recurramos a las contradicciones que hallamos en el texto bíblico sobre la
caracterización de Moisés. A menudo nos lo describe como despótico, colérico y aun violento, a
pesar de lo cual se nos dice que fue el más manso y paciente de los hombres (ver nota(75)). Es
claro que estas últimas propiedades habrían convenido poco al Moisés egipcio, que emprendió
con su pueblo tan grande y difícil hazaña; quizá pertenecieron al otro, al madianita. Yo creo que
se tiene derecho a volver a separar entre sí ambas personas y a suponer que el Moisés egipcio
nunca estuvo en Qadesh ni oyó jamás el nombre de Yahvé, así como el Moisés madianita
nunca puso el pie en Egipto ni supo nada de Atón. Con el fin de soldar ambas personas, la
tradición o la formación de saga se vio ante la tarea de llevar hasta Madián al Moisés egipcio, y
ya sabemos que sobre esto circulaba más de una explicación.
6
Estamos preparados para oír de nuevo el reproche de haber presentado con ilícita, con
excesiva certeza nuestra reconstrucción de la historia primordial del pueblo de Israel. Fácil le
será a esta crítica alcanzarnos, puesto que halla eco dentro de nuestro propio juicio. Bien
sabemos que nuestro edificio tiene sus puntos débiles. Pero también muestra sus lados
sólidos. En conjunto prevalece la impresión de que vale la pena proseguir la obra en la dirección
iniciada.
El informe bíblico que poseemos contiene unas indicaciones histórico-vivenciales valiosas y
hasta inapreciables, que, empero, han sido desfiguradas {dislocadas} por el influjo de
poderosas tendencias y adornadas con las producciones de una invención poética. En el curso
de nuestros anteriores empeños pudimos colegir una de esas tendencias desfiguradoras. Ese
hallazgo nos señala el camino a seguir. Debemos poner en descubierto otras tendencias de
esa índole. Si obtenemos puntos de apoyo para discernir las desfiguraciones que produjeron,
sacaremos a la luz, por detrás de ellas, nuevos fragmentos de la verdadera relación de cosas.
Hagamos que primero la investigación crítica de la Biblia nos refiera lo que ella sabe decir sobre
el acontecer histórico genético del Hexateuco (los cinco libros de Moisés y el libro de Josué, los
únicos que aquí nos interesan) (ver nota(76)). Se considera que la fuente escrita más antigua
es «Y», el «Yahvista», en quien recientemente se ha querido discernir al sacerdote Ebjatar, un
contemporáneo del rey David (ver nota(77)). Algo después -no se sabe cuánto tiempo despuésse
agrega el «Elohísta» [«E»], originario del Reino del Norte (ver nota(78)). Tras la ruina de este
último en 722 a. C., un sacerdote judío reunió entre sí fragmentos de «Y» y de «E»,
agregándoles aportes propios. Su compilación es designada «YE». En el siglo vii se suma el
Deuteronomio, el quinto libro, que supuestamente habría sido reencontrado íntegro en el
Templo. La refundición llamada «Código Sacerdotal» se sitúa en el período que siguió a la
destrucción del Templo (586 a. C.), durante el exilio y tras el regreso; en el siglo v la obra
experimenta su redacción definitiva, y desde entonces no fue alterada en lo esencial (ver
nota(79)).
La historia del rey David y de su tiempo es, con mucha probabilidad, obra de un contemporáneo.
Es verdadera historiografía, quinientos años anterior a Herodoto, el «padre de la historia». Uno
se acerca a entender ese logro si, en el sentido de nuestro supuesto, orienta su pensamiento hacía una influencia egipcia (ver nota(80)). Hasta ha aflorado la conjetura de que los israelitas de
aquel tiempo primordial, vale decir, los escribas de Moisés, no dejaron de partcipar en la
invención del primer alfabeto(81). Desde luego que se sustrae de nuestra noticia saber cuánto
de los informes sobre épocas anteriores se remonta a registros previos o a tradiciones orales,
así como ignoramos los intervalos de tiempo que en cada caso trascurrieron entre suceso y
fijación. Ahora bien, el texto como hoy lo poseemos nos narra bastantes cosas también sobre
sus propios destinos. Dos tratamientos contrapuestos entre sí han dejado en él sus huellas. Por
una parte, se apoderaron de él unas elaboraciones que lo falsearon, mutilaron y ampliaron,
hasta lo trastornaron hacia su contrario {in sein Gegenteil verkehren; «desvirtuaron»}, en el
sentido de sus secretos propósitos; por otro lado, reinaba en relación con él una respetuosa
piedad que quería conservarlo todo como estaba, sin importar que armonizase entre sí o se
anulase. Así, casi por todas partes aparecen lagunas llamativas, molestas repeticiones,
contradicciones palmarias; indicios todos que nos denuncian cosas cuya comunicación no fue
deliberada. Con la desfiguración de un texto pasa algo parecido a lo que ocurre con un
asesinato: la dificultad no reside en perpetrar el hecho, sino en eliminar sus huellas. Habría que
dar a la palabra «Entstellung» {«desfiguración»; «dislocación»} el doble sentido a que tiene
derecho, por más que hoy no se lo emplee. No sólo debiera significar «alterar en su
manifestación», sino, también, «poner en un lugar diverso», «desplazar a otra parte». Así, en
muchos casos de desfiguración-dislocación de textos podemos esperar que, empero,
hallaremos escondido en alguna parte lo sofocado y desmentido, si bien modificado y arrancado
del contexto. Y no siempre será fácil discernirlo.
Las tendencias desfiguradoras que queremos atrapar tienen que haber influido ya sobre las
tradiciones, antes de todo registro escrito. Hemos descubierto una de ellas, quizá la más fuerte.
Dijimos que la institución del nuevo dios Yahvé en Qadesh constriñó a hacer algo para
glorificarlo. Más correcto es decir: fue preciso instalarlo, crearle un espacio, borrar las huellas
de religiones anteriores. Al parecer, respecto de la religión de las estirpes afincadas se lo
consiguió en forma exhaustiva: ya no oiremos nada sobre ella. En cambio, no resultó tan fácil
con los que regresaban, pues no se dejaron arrebatar su éxodo de Egipto, su Moisés ni la
circuncisión. En efecto, habían estado en Egipto, pero habían vuelto a abandonarlo, y en lo
sucesivo se debía desmentir cualquier huella de influjo egipcio. A Moisés se lo tramitó
trasladándolo a Madián y a Qadesh, y fusionándolo con el sacerdote de Yahvé, de la fundación
religiosa. En cuanto a la circuncisión, el más gravitante indicio de la dependencia respecto de
Egipto, fue preciso mantenerla, pero no se omitió el intento de desligar a esta costumbre de
Egipto, en desafío a toda evidencia. Y sólo así, como una contradicción deliberada a la
delatadora relación de cosas, se puede concebir aquel enigmático pasaje del Exodo [4: 24-6],
estilizado basta volverse incomprensible, según el cual Yahvé se encolerizó una vez con Moisés
por omitir este la circuncisión, y su mujer madianita le salvó la vida haciéndole de prisa la
operación {a su hijo}. Enseguida sabremos de otra invención destinada a neutralizar ese
incómodo elemento de prueba.
Si asoman empeños por poner directamente en entredicho que Yahvé sea un dios nuevo,
extranjero para los judíos, es difícil designarlos como la aparición de una tendencia nueva; antes
bien, no harán sino continuar la anterior. Con aquel propósito se aducen las sagas de los padres
primordiales del pueblo, Abraham, Isaac y Jacob. Yahvé asegura que ya ha sido el Dios de
estos padres; no obstante, él mismo debe admitir qué no lo habían venerado bajo este nombre
suyo (ver nota(82)). Omite decir bajo cuál otro lo hacían.
Y aquí se halla la ocasión para un golpe decisivo contra el origen egipcio de la costumbre de la
circuncisión. Yahvé la demandó ya de Abraham, la instituyó como signo de la alianza entre él y
los descendientes de Abraham (ver nota(83)). Sin embargo, esta es una invención
particularmente indiestra. Como signo para separar a unos de otros y preferirlos frente a los
demás, se escogería algo que no se encontrara entre estos, y no algo que millones de otras
personas pudieran exhibir de igual manera. Un israelita trasladado a Egipto, en efecto, habría
debido reconocer a todos los egipcios como hermanos en la alianza, como hermanos en
Yahvé. Los israelitas que crearon el texto de la Biblia en modo alguno podían desconocer el
hecho de que la circuncisión era costumbre nativa en Egipto. El pasaje de Josué citado por
Meyer [cf. AE, 23, pág. 34] lo admite sin reparo alguno, pero ese hecho, justamente, debía ser
desmentido a toda costa.
A unas formaciones de mitos religiosos no se les puede exigir que tengan gran miramiento por
la coherencia lógica. De otro modo, en el sentir del pueblo habría podido mover a justificado
escándalo la conducta de una divinidad que establece con los antepasados un contrato con
obligaciones recíprocas, luego durante siglos no hace caso de su socio humano, hasta que de
pronto se le ocurre revelarse de nuevo a los descendientes. Más extraña todavía parece la
representación de que un dios «elija» a un pueblo de repente, lo haga su pueblo y se declare su
dios. Creo que es el único caso en la, historia de las religiones humanas. De ordinario, Dios y
pueblo se copertenecen de manera inseparable, son uno desde el comienzo mismo; nos
enteramos de muchos casos en que un pueblo adopta otro dios, pero de ninguno en que un
dios se busque otro pueblo. Quizá nos aproximemos a la inteligencia de este proceso único si
consideramos los vínculos entre Moisés y el pueblo judío. Moisés había descendido hasta los
judíos, los había hecho su pueblo; eran su «pueblo elegido» (ver nota(84)).
La referencia a los padres primordiales servía también a otro propósito. Ellos habían vivido en
Canaán, su memoria iba unida a ciertos lugares del país. Hasta es posible que en su origen
fueran héroes canaaneos o divinidades locales luego expropiados por los inmigrantes israelitas
para su prehistoria. Invocarlos era un modo de proclamarse oriundos del mismo suelo y de
prevenirse de la inquina que acompaña al conquistador extranjero. Era una hábil treta declarar
que el dios Yahvé sólo estaba devolviéndoles lo que sus antepasados habían poseído una vez.
En los posteriores agregados al texto bíblico se abrió paso el propósito de evitar la mención de
Qadesh. El monte de Dios, Sinaí-Horeb, se convirtió en el lugar definitivo de la fundación
religiosa. El motivo para ello no se advierte con claridad; quizá no querían que les fuera
recordado el influjo de Madián. En cuanto a todas las desfiguraciones posteriores, en particular
de la época del llamado «Código Sacerdotal», sirven a un propósito diverso. Ya no hacía falta
modificar en el sentido deseado informes sobre episodios, pues habían acontecido en tiempos
antiguos. En cambio, se empeñaron en remitir mandamientos e instituciones del presente a
épocas tempranas, fundándolas, por lo general, en la legislación mosaica para derivar de esta
sus títulos de sacralidad y fuerza obligatoria. Por más que de ese modo pudiera falsearse la
imagen del pasado, este proceder no carecía de cierta legitimidad psicológica. Espejaba el
hecho de que en el curso de largas épocas -desde el éxodo de Egipto hasta la fijación del texto
bíblico bajo Esdras y Nehemías trascurrieron alrededor de ochocientos años- la religión de
Yahvé había involucionado hasta la concordancia, quizás hasta la identidad, con la religión
originaria de Moisés.
Y este es el suceso esencial, el contenido con gravitación de destino en la historia religiosa
judía.
Entre todos los episodios de la prehistoria cuya elaboración emprendieron poetas, sacerdotes e
historiógrafos posteriores, se destaca uno que se imponía sofocar por los más evidentes y
mejores motivos humanos. Era el asesinato del gran caudillo y libertador Moisés, que Sellin ha
colegido por unas indicaciones de los profetas. No se puede llamar fantástica a la tesis de
Sellin; es bastante verosímil. Moisés, oriundo de la escuela de Ikhnatón, no se serviría de otros
métodos que el rey: impartiría órdenes, impondría su fe al pueblo (ver nota(85)). Acaso la
doctrina de Moisés fuera aún más rigurosa que la de su maestro; no le hacía falta conservar el
apuntalamiento en el dios solar pues la escuela de On carecía de todo significado para su
pueblo extranjero. Moisés, como Ikhnatón, hallaron el destino que aguarda a todos los déspotas
ilustrados. El pueblo judío de Moisés era tan incapaz como el egipcio de la dinastía decimoctava
para tolerar una religión tan espiritualizada, para hallar en su programa una satisfacción a sus
necesidades. En ambos casos aconteció lo mismo: los tutelados y empequeñecidos se
irguieron y arrojaron de sí el lastre de la religión que se les imponía. Pero mientras que los
domesticados egipcios esperaron hasta que el destino eliminara la santa persona del faraón, los
silvestres semitas tomaron el destino en sus manos y abatieron al tirano (ver nota(86)).
Por otra parte, no se puede afirmar que el texto bíblico conservado no nos prepare para un
desenlace así de Moisés. El informe sobre la «migración por el desierto» (ver nota(87)) -que
acaso coincidió con la época del imperio de Moisés- describe una cadena de serias
sublevaciones contra la autoridad, sofocadas -por mandamiento de Yahvé- con sangrientos
castigos. Es fácil imaginar que alguna de esas revueltas no terminara como el texto pretende.
También la apostasía del pueblo contra la nueva religión es narrada en el texto, si bien como un
episodio. Es la historia del Becerro de Oro, en la cual, con diestra vuelta {Wendung}, la quiebra
de las Tablas de la Ley («El ha quebrado las Tablas»), que ha de comprenderse
simbólicamente, es atribuida al propio Moisés y motivada por su colérica indignación (ver
nota(88)).
Llegó un tiempo en que se lamentó la muerte de Moisés y se procuró olvidarla. Sin duda ocurrió
cuando el encuentro en Qadesh. Y entonces, al aproximar el éxodo a la fundación religiosa en el
oasis [pág. 391 y al hacer obrar aquí a Moisés en remplazo del otro [el sacerdote madianita], no
sólo se satisfacía el reclamo de su gente: también se desmentía con éxito el penoso hecho de
su eliminación violenta. En realidad, es asaz improbable que Moisés, aunque no le abreviaran la
vida, hubiera podido participar en los sucesos de Qadesh.
Aquí debemos intentar el esclarecimiento de las relaciones temporales entre estos episodios.
Hemos situado el éxodo de Egipto en el período que siguió a la extinción de la dinastía
decimoctava (1350 a. C.). Pudo ocurrir entonces o algo después; en efecto, los cronistas
egipcios han incluido los subsiguientes años de anarquía dentro del período de gobierno de
Haremhab, quien le puso fin y reinó hasta 1315 a. C. El siguiente, pero también el único, punto
de apoyo para la cronología es proporcionado por la estela de Merneptah (1225-1215 a. C.),
quien se gloria del triunfo sobre Isiraal (Israel) y la devastación de sus sembradíos (?). Por
desdicha, hay dudas sobre el modo de valorar esta inscripción; se la suele considerar una
prueba de que estirpes israelitas ya estaban asentadas en Canaán (ver nota(89)). Meyer infiere
de esta estela, con razón, que Merneptah no pudo ser el faraón del éxodo, como antes se tendía
a suponer. El éxodo tuvo que producirse en una época anterior. La pregunta por el faraón del
éxodo nos parece por completo ociosa. No hubo tal, pues aquel sobrevino en un interregno.
Pero en cuanto a la posible fecha de la reunión y la aceptación de la religión nueva en Qadesh,
tampoco el descubrimiento de la estela de Merneptah arroja luz alguna. Todo cuanto podemos
decir con certeza es que ocurrió en algún momento entre 1350 y 1215 a. C. Conjeturamos que,
dentro de ese siglo, el éxodo se sitúa muy próximo a la fecha inicial, y los hechos de Qadesh,
no muy distantes de la última fecha. Y nosotros preferiríamos reclamar la mayor parte de ese
lapso para el intervalo entre ambos sucesos. En efecto, nos hace falta un período más largo
para que pudieran aquietarse entre los que regresaban las pasiones desatadas tras el asesinato
de Moisés, y el influjo de su gente, los levitas, se volviera tan grande como lo presupone el
compromiso de Qadesh. Dos generaciones, sesenta años, acaso bastaran para ello; pero el
lapso se nos estrecha demasiado. La fecha deducida de la estela de Merneptah nos resulta
demasiado temprana, y como admitimos que en este lugar de nuestro edificio un supuesto sólo
se funda sobre otro, confesamos que este examen pone en descubierto un punto débil de
nuestra construcción. Lástima que sea tan oscuro y confuso todo cuanto se refiere al
establecimiento del pueblo judío en Canaán. Acaso nos quede el expediente de que el nombre
de Israel en aquella estela no se refiera a las estirpes cuyos destinos estamos empeñados en
perseguir y que luego se reunieron en el posterior pueblo de Israel. Considérese que también se
ha traspasado a este pueblo el nombre, del período de Amarna, de los habiru (hebreos) [AE, 23,
pág. 29].
Ahora bien, no importa cuándo se reunieron las tribus en nación por el reconocimiento de una
religión común; muy bien podría haber sido ese un acto indiferente para la historia universal. La
nueva religión habría sido ahogada por la corriente de los acontecimientos, y así Yahvé habría
tenido derecho a ocupar un puesto dentro de la procesión de los dioses preferidos que vio el
poeta Flaubert(90), y de su pueblo se habrían «perdido» las doce tribus -y no sólo las diez que
los anglosajones han buscado durante tanto tiempo-. Es probable que el dios Yahvé, a quien el
Moisés madianita proporcionó entonces un pueblo nuevo, no fuera en ningún aspecto un ser
sobresaliente. Un dios local rudo, mezquino, violento y sediento de sangre; había prometido a
sus secuaces darles la tierra donde «mana leche y miel(91)», y los exhortó a desarraigar a los
presentes moradores «a filo de espada(92)». Cabe asombrarse de que, a pesar de todas las
refundiciones, se hayan dejado en los informes bíblicos tantos elementos que permiten discernir
aquella su originaria naturaleza. Ni siquiera es seguro que su religión fuera un monoteísmo real,
que cuestionara a las deidades de otros pueblos su naturaleza divina. Probablemente bastaba
con que el dios propio fuera más poderoso que todos los extranjeros. Entonces, si en la ulterior
trayectoria todo fue diverso de lo que hacían esperar tales comienzos, podemos hallar la causa
de ello en un hecho, y sólo en uno. Una parte del pueblo había recibido del Moisés egipcio otra
representación de Dios, más espiritualizada: la idea de una deidad única, abarcadora del
universo entero, que a todos ama y es omnipotente; enemiga de todo ceremonial y todo
ensalmo, ella fija a los hombres como meta suprema una vida en verdad y en justicia. En
efecto, por fragmentarías que sean nuestras noticias sobre el lado ético de la religión de Atón,
no puede ser irrelevante que Ikhnatón se califique de manera regular en sus inscripciones como
«el que vive en Maat» (verdad, justicia) (ver nota(93)). A la larga no importó que el pueblo,
probablemente al poco tiempo, repudiara la enseñanza de Moisés, eliminándolo además. De
ella quedaba la tradición, y su influjo consiguió, es cierto que poco a poco en el curso de los siglos, lo que a Moisés le había sido denegado. El dios Yahvé recibió unas honras inmerecidas
cuando desde Qadesh se le atribuyó la hazaña libertadora de Moisés, pero tuvo una seria
penitencia por esta usurpación. La sombra del dios cuyo puesto había usurpado se volvió más
fuerte que él; al final del desarrollo salió a la luz, tras su naturaleza, la naturaleza del olvidado
Dios mosaico. Nadie duda de que sólo la idea de este otro Dios ha permitido al pueblo de Israel
sobrellevar todos los golpes del destino, y lo ha conservado con vida hasta nuestra época.
En el triunfo final del Dios mosaico sobre Yahvé, ya no se puede comprobar más la
participación de los levitas. En su momento, cuando se concluyó el compromiso de Qadesh,
estos habían abogado por Moisés con el recuerdo todavía vivo del señor cuyo séquito y cuyos
compatriotas ellos eran. En los siglos siguientes se fusionaron con el pueblo o con la casta
sacerdotal, y el principal logro de los sacerdotes fue desarrollar el ritual y velar por él, guardar
además las escrituras sagradas y elaborarlas siguiendo sus propósitos. Pero todo sacrificio y
todo ceremonial, ¿no eran en el fondo sólo magia y ensalmo, eso mismo que la vieja doctrina de
Moisés había reprobado absolutamente? Y entonces, de las filas del pueblo se elevaron, en una
serie que ya no se interrumpiría más, hombres que no estaban ligados con Moisés por su
origen, pero sí cautivados por esa tradición grande y poderosa que había crecido poco a poco
en la sombra; y esos hombres, los profetas, fueron los infatigables heraldos de la vieja
enseñanza mosaica: la divinidad desdeña el sacrificio y el ceremonial, sólo demanda fe y una
vida en verdad y en justicia (Maat). Los empeños de los profetas tuvieron éxito duradero; las
enseñanzas con que restauraron la vieja fe se convirtieron en el contenido permanente de la
religión judía. Inmensa gloria es para el pueblo judío haber conservado una tradición así y
producido hombres que le dieran su voz, por más que la incitación a ello viniera de afuera, de un
grande hombre extranjero.
No me sentiría seguro de esta exposición mía si no pudiera invocar el juicio de otros
investigadores, de especialistas que ven bajo la misma luz el significado de Moisés para la
historia de la religión judía, aunque no reconozcan su origen egipcio. En este sentido, dice
Sellin(94): «Por tanto, tenemos que representarnos desde el comienzo la genuina religión de
Moisés, la creencia en un Dios ético por él proclamada, como patrimonio de un pequeño círculo
dentro del pueblo. En principio, no tenemos derecho a esperar encontrarla en el culto oficial, en
la religión de los sacerdotes, en la fe del pueblo. Al comienzo sólo podemos contar con el
surgimiento, ora aquí, ora allá, de una chispa del incendio espiritual que Moisés provocara; con
que sus ideas no hayan muerto, sino que, calladamente, influyan aquí o allí sobre la fe y la
costumbre, hasta que en algún momento, bajo el influjo de particulares vivencias o de
personalidades cautivadas por el espíritu de él, irrumpan de nuevo con fuerza y cobren influjo
sobre vastas masas del pueblo, La historia de la religión israelita antigua debe considerarse de
antemano bajo este punto de vista. Quien pretendiera construir la religión mosaica según los
documentos históricos de la vida popular durante los primeros cinco siglos en Canaán
cometería los mayores errores de método». Y Volz se pronuncia con mayor nitidez todavía(95).
Sostiene que «la obra celestial de Moisés al principio sólo halló un entendimiento y una
ejecución débiles y mezquinos, hasta que en el curso de los siglos fue penetrando más y más
y, por fin, encontró en los grandes profetas unos espíritus afines que prosiguieron la obra del
solitario».
Con esto yo habría llegado a la conclusión de m¡ trabajo, cuyo único propósito era insertar la
figura de un Moisés egipcio dentro de la trama de la historia judía. Para expresar nuestro
resultado en la fórmula más breve: a las consabidas dualidades de esa historia -dos masas de
pueblo, conjugadas para formar la nación; dos reinos, en que esta nación se fragmenta; dos
nombres de Dios en las fuentes escritas de la Biblia-, agregamos nosotros dos nuevas: dos
fundaciones de religión, reprimida {verdrüngen; «suplantada»} la primera por la segunda, si bien
luego sale triunfante a la luz por detrás de esta; y además, dos fundadores de religión, ambos
llamados con el mismo nombre de Moisés, pero cuyas personalidades nosotros tenemos que
separar. Y todas esas dualidades son consecuencias necesarias de la primera: el hecho de que
una parte del pueblo había tenido una vivencia valorada corno traumática, vivencia a que la otra
parte permaneció ajena. Más allá de esto, quedaría aún mucho por elucidar, por explicar y
aseverar. En verdad, sólo entonces hallaría justificación el interés por nuestro estudio
puramente histórico. Seductora tarea sería estudiar en el caso especial de la historia judía en
qué consiste la genuina naturaleza de una tradición y sobre qué descansa su particular poder;
cuán imposible es desconocer el personal influjo de algunos grandes hombres sobre la historia
universal; qué ultraje a la grandiosa diversidad de la vida humana se comete cuando sólo se
quieren reconocer unos motivos derivados de necesidades materiales; de qué fuente extraen
muchas ideas, en particular las religiosas, la fuerza con que subyugan a los hombres y a los
pueblos. Semejante continuación de mi trabajo retomaría el hilo de unas puntualizaciones por mí
consignadas hace veinticinco años en Tótem y tabú [1912-13]. Pero desconfío de mis fuerzas
para llevarlo a cabo.
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