Obras de S. Freud: Parte II. El sueño (1916 [1915-16]) – 5ª conferencia. Dificultades y primeras aproximaciones

1. Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17 [1915-17])

Parte II. El sueño (1916 [1915-16])

5ª conferencia. Dificultades y primeras aproximaciones

Señoras y señores: Un día se hizo el descubrimiento de que los síntomas patológicos de ciertos

neuróticos poseen un sentido (ver nota(64)). Sobre ello se fundó el procedimiento de la cura

psicoanalítica. En este tratamiento aconteció que los enfermos, en vez de sus síntomas,

presentaron también sueños. Así nació la sospecha de que también esos sueños poseen un

sentido (ver nota(65)).

Pero no seguiremos este camino histórico, sino que emprenderemos el inverso. Mostraremos

el sentido de los sueños como preparación para el estudio de las neurosis. Esta inversión está

justificada, pues el estudio del sueño no es sólo la mejor preparación para el de las neurosis,

sino que el sueño mismo es también un síntoma neurótico y, por cierto, de tal índole que posee

para nosotros la inapreciable ventaja de presentarse en todas las personas sanas (ver

nota(66)). Y aun si todos los hombres fueran sanos, con que sólo soñaran, de sus sueños

podríamos obtener casi todas las intelecciones que nos ha procurado la indagación de las

neurosis.

Así pues, el sueño pasa a ser objeto de la investigación psicoanalítica. Se trata, de nuevo, de un

fenómeno habitual, menospreciado, en apariencia de tan nulo valor práctico como las

operaciones fallidas, con las que tiene en común el hecho de presentarse en las personas

sanas. Pero, en cambio, ofrece para nuestro trabajo condiciones mucho más desfavorables.

Las operaciones fallidas habían sido descuidadas por la ciencia, poco caso se había hecho de

ellas, eso era todo; en definitiva, no era escandaloso considerarlas. Se argumentaba que

existían por cierto cosas más importantes, pero quizás algo pudiera obtenerse de ellas. En

cambio, el ocuparse del sueño no es sólo poco práctico y superfluo, sino directamente

desdoroso; atrae la acusación de falta de cientificidad y despierta la sospecha de una

inclinación personal al misticismo. ¡Que un médico se dedique al sueño cuando aun en la

neuropatología y en la psiquiatría hay tantas cosas más serias, tumores que alcanzan el tamaño

de una manzana y comprimen el órgano de la vida anímica, hemorragias, inflamaciones

crónicas, fenómenos todos en que las alteraciones de los tejidos pueden demostrarse al

microscopio! No; el sueño es un objeto demasiado desdeñable e indigno para la investigación.

Más todavía: su naturaleza misma desafía todas las exigencias de una investigación exacta. Es

que en la investigación del sueño no estamos ciertos ni siquiera del objeto. Una idea delirante,

por ejemplo, se nos aparece como algo que posee contornos claros y nítidos. «Yo soy el

emperador de China», dice el enfermo directamente. Pero, ¿y el sueño? Las más de las veces

ni siquiera es posible contarlo. Cuando alguien cuenta un sueño, ¿tiene la garantía de que lo

contó rectamente? ¿No lo habrá alterado, más bien, en el acto de contarlo? ¿No le habrá

inventado algo, forzado a ello por la imprecisión de su recuerdo? La mayoría de los sueños no pueden siquiera recordarse, se los ha olvidado hasta en sus pequeños fragmentos. ¿Y en la

interpretación de este material se fundaría una psicología científica o un método para el

tratamiento de enfermos?

Cuando en el enjuiciamiento se incurre en cierto exceso, cabe desconfiar. Las objeciones

dirigidas al sueño en cuanto objeto de investigación van evidentemente demasiado lejos. De la

nimiedad ya nos ocupamos con relación a las operaciones fallidas. Dijimos entonces que

grandes cosas pueden exteriorizarse también en pequeños indicios. Por lo que toca a la

imprecisión del sueño, ese es un rasgo como cualquier otro; no es posible prescribir a las

cosas su carácter. Además, hay también sueños claros y precisos. Hay otros objetos de la

investigación psiquiátrica que adolecen de ese mismo carácter impreciso; por ejemplo, en

muchos casos, las representaciones obsesivas, de que se han ocupado empero psiquiatras

respetables y prestigiosos (ver nota(67)). Quiero traer a cuento aquí el último caso con que me

topé en mi actividad médica. La enferma se me presentó con estas palabras: «Tengo un cierto

sentimiento como si yo hubiera dañado o hubiera querido dañar a un ser vivo. ¿Un niño? Pero

no, más bien un perro; quizá lo quise tirar abajo desde un puente… o alguna otra cosa». Al daño

del recuerdo incierto en el sueño(68) podemos remediarlo si establecemos que lo que ha de

considerarse el sueño del soñante es exactamente lo que este cuenta, sin atender a todo

cuanto él pueda haber olvidado o alterado en el recuerdo. Por último, ni siquiera puede

aseverarse en términos tan generales que el sueño es algo nimio. Sabemos por experiencia

propia que el talante con que despertamos de un sueño puede proseguir durante todo el día’, los

mé dicos han observado casos en que una enfermedad mental empieza con un sueño y retiene

una idea delirante proveniente de ese sueño; de personajes históricos se nos informa que

recibieron en sueños la incitación a emprender importantes hazañas. Por eso nos

preguntaremos: ¿De dónde proviene, en verdad, el desprecio que los círculos científicos

muestran por el sueño?

Opino que es la reacción frente a la sobrestimación de que fue objeto en épocas anteriores. La

reconstrucción del pasado, según se sabe, no es fácil, pero -y permítanme ustedes la bromahay

algo que podemos suponer con certeza: ya nuestros antepasados, hace 3.000 y más años,

soñaban como lo hacemos nosotros. Por lo que sabemos, todos los pueblos antiguos

concedieron gran importancia a los sueños y los juzgaron susceptibles de aplicación práctica.

Extrajeron de ellos indicios para el porvenir, y los examinaron en busca de presagios. Para los

griegos y otros pueblos orientales, una campaña militar sin intérpretes de sueños pudo haber

sido a veces tan imposible como lo sería hoy sin expertos en reconocimiento aéreo. Cuando

Alejandro Magno emprendió su campaña de conquista, en su séquito se contaban los más

famosos intérpretes de sueños. La ciudad de Tiro, por ese tiempo emplazada todavía sobre una

isla, ofreció tan encarnizada resistencia que el rey consideró la posibilidad de levantar el sitio;

soñó entonces una noche con un sátiro que danzaba como en triunfo, y cuando expuso este

sueño a sus intérpretes le respondieron que le había sido anunciada la victoria sobre la ciudad.

Ordenó el ataque y capturó Tiro (ver nota(69)). Entre los etruscos y romanos se usaban otros

métodos para la averiguación del porvenir, pero la interpretación de los sueños fue habitual y

muy estimada en toda la época helenístico-romana. De la bibliografía que se ocupaba de este

tema se ha conservado al menos la obra principal, el libro de Artemidoro Daldiano, que puede

datarse en el reinado del emperador Adriano (ver nota(70)). Yo no sabría decir por qué razones

el arte de la interpretación de los sueños declinó y el sueño cayó en descrédito. La difusión de

las luces no puede haber tenido mucha parte en ello, pues la oscura Edad Media preservó

fielmente cosas mucho más absurdas que la antigua interpretación de los sueños. El hecho es

que el interés por el sueño poco a poco se degradó a superstición y sólo pudo persistir en las

personas incultas. El último abuso de la interpretación de los sueños, todavía en nuestros días,

procura averiguar de ellos los números que están predestinados a extraerse en el juego de la

lotería. En cambio, la ciencia exacta contemporánea se ha ocupado repetidamente del sueño,

pero siempre con el exclusivo propósito de aplicarle sus teorías fisiológicas. Los médicos

juzgan al sueño, desde luego, como un acto no psíquico, como la exteriorización de estímulos

somáticos en la vida anímica. Binz (1878 [pág. 35]) declara al sueño «un proceso corporal en

todos los casos inútil y, en muchos, directamente patológico, sobre el cual el alma universal y la

inmortalidad se elevan tan majestuosamente como el éter azul sobre un arenal cubierto de

malezas en una depresión profundísima». Maury [1878, pág. 50] lo compara con las

convulsiones desordenadas del baile de San Vito, por contraste a los movimientos coordinados

del hombre normal; una antigua comparación establece el paralelo entre el contenido del sueño

y los sonidos que producirían «los diez dedos de un hombre ignaro en música al recorrer las

teclas del piano» [Strümpell, 1877, pág. 84].

Interpretar significa hallar un sentido oculto; ni hablar de ello, desde luego, si adoptamos la

mencionada manera de concebir la operación onírica. Revean ustedes la descripción que hacen

del sueño Wundt [1874], Jodl [1896] y otros filósofos más recientes; peyorativamente, se limitan

a enumerar las desviaciones que la vida oníríca presenta respecto del pensamiento de vigilia:

destacan la destrucción de las asociaciones, la supresión de la crítica, la cesación de todo

saber y otros signos de una operación disminuida. La única contribución valiosa al conocimiento

del sueño que debemos a la ciencia exacta se refiere a la influencia ejercida sobre el contenido

del sueño por ciertos estímulos corporales sobrevenidos mientras se duerme. De un autor

noruego fallecido hace poco, J. Mourly Vold, poseemos dos gruesos volúmenes de

investigaciones experimentales sobre el sueño (edición alemana, 1910 y 1912), que se ocupan

casi exclusivamente de las consecuencias de los cambios de posición de las extremidades.

Nos son recomendados como el paradigma de la investigación exacta sobre el sueño. Ahora,

¿imaginan ustedes lo que diría la ciencia exacta si se enterara de que nosotros nos

proponemos descubrir el sentido de los sueños? Quizá ya lo haya dicho. Pero no nos dejemos

atemorizar. Si las operaciones fallidas pudieron tener un sentido, tal vez ocurra lo mismo con el

sueño; y aquellas poseen en muchísimos casos un sentido que ha escapado a la investigación

exacta. Adhiramos simplemente al prejuicio de los antiguos y del pueblo, y sigamos las huellas

de los antiguos intérpretes de sueños.

En primer lugar, habremos de buscar orientación sobre la tarea que tenemos por delante, pasar

revista al ámbito de los sueños. ¿Qué es, pues, un sueño? Difícil resulta decirlo en un solo

enunciado. Pero no ensayaremos definición alguna donde basta con referirse a un material

conocido por todos (ver nota(71)). Deberíamos poner de resalto lo esencial del sueño. ¿Dónde

hallarlo? Es enorme la diversidad que encontramos dentro del marco que circunscribe nuestro

ámbito, diversidad en todas las direcciones. Lo esencial será, acaso, lo que podamos descubrir

como común a todos los sueños.

Y así, el primer rasgo común a todos los sueños sería que soñamos mientras dormimos. El

soñar es, evidentemente, la vida que es propia del alma mientras duerme; presenta ciertas

semejanzas con la que le es característica en la vigilia, y también grandes diferencias la

separan de ella. Esta era ya la definición de Aristóteles (ver nota(72)). Quizás entre soñar y dormir haya todavía relaciones más estrechas. Es posible ser despertado por un sueño, con

mucha frecuencia tenemos un sueño cuando despertamos espontáneamente o somos

arrancados del dormir con violencia. El sueño parece ser entonces un estado intermedio entre

el dormir y la vigilia. Así nos vemos remitidos al dormir. Ahora bien, ¿qué es el dormir?

Es este un problema fisiológico o biológico sobre el cual todavía hay mucho en discusión. Nada

podemos decidir al respecto, pero opino que estamos autorizados a buscar una característica

psicológica del dormir. Este es un estado en que yo no quiero saber nada del mundo exterior, en

que le he quitado mi interés. Me pongo a dormir cuando me retiro del mundo y mantengo lejos

de mí sus estímulos. Me duermo, también, cuando estoy cansado por él. Al adormecerme digo

entonces al mundo exterior: «Déjame en paz, pues quiero dormir». El niño dice, a la inversa:

«Todavía no voy a dormir, no estoy cansado, quiero quedarme un rato más». La tendencia

biológica del dormir parece entonces la reparación de fuerzas, y su carácter psicológico, la

suspensión del interés por el mundo. Nuestra relación con el mundo, al que hemos venido tan

sin quererlo, parece ser tal que no la resistimos ininterrumpidamente. Por eso de tiempo en

tiempo nos retiramos al estado premundano, o sea, a la existencia en el vientre materno. Al

menos nos procuramos una situación en todo semejante a la que entonces existía: calor,

oscuridad y ausencia de estímulos. Algunos de nosotros nos enroscamos como un apretado

paquete y adoptamos para dormir una postura corporal parecida a la que tuvimos en el vientre

materno. Parece como si los adultos no hubiéramos venido al mundo sino en las dos terceras

partes; en un tercio no hemos nacido todavía. Despertar por la mañana es entonces como

renacer. Y aun aludimos a nuestro estado después de dormir con estas palabras: «Me siento

como un chico recién nacido», con lo cual probablemente nos formamos un presupuesto muy

falso sobre el sentimiento general del recién nacido. Cabe suponer que éste se siente, más

bien, muy incómodo. También decimos que nacer es «ver la luz del mundo».

Si eso es el dormir, entonces el sueño en modo alguno está en sus planes, parece más bien un

intruso inoportuno. Opinamos, asimismo, que el dormir sin soñar es el mejor, el único correcto.

Mientras se duerme no debe haber actividad anímica ninguna; si ella se remueve, es porque no

hemos logrado producir el estado fetal de reposo: no hemos podido evitar todo resto de

actividad anímica. Esos restos, eso sería el soñar. Pero entonces parece que realmente el

sueño no necesita tener sentido alguno. En las operaciones fallidas la situación era diversa;

eran sin duda actividades de la vigilia. Pero si yo duermo, sí la actividad anímica cesa por

completo y sólo no he podido sofocar ciertos restos de ella, no es necesario en absoluto que

esos restos posean un sentido. Y ni siquiera puedo usar ese sentido, puesto que el resto de mi

vida anímica duerme. En realidad, no puede tratarse sino de reacciones del tipo de las

contracciones espasmódicas: de fenómenos anímicos que son resultado directo de una

estimulación somática. Los sueños serían entonces los restos de la actividad anímica de vigilia,

perturbadores del dormir, y deberíamos decidirnos de una buena vez a abandonar este tema,

inapropiado para el psicoanálisis.

Pero, por más que el sueño sea superfluo, no obstante existe; y podemos intentar dar razón de

su existencia. ¿Por qué la vida del alma no se duerme? Con probabilidad, porque algo no

permite al alma reposo alguno. Actúan sobre ella estímulos frente a los cuales tiene que

reaccionar. Detectamos aquí una vía de acceso a la comprensión del sueño. Ahora podemos

rebuscar en diversos sueños los estímulos que quieren perturbar al dormir y frente a los cuales

se reacciona con sueños. Así habríamos puesto de relieve el primer rasgo común a todos los

sueños.

¿Existe algún otro rasgo común? Sí, es un rasgo inequívoco, pero mucho más difícil de

aprehender y de describir. Los procesos anímicos que se producen mientras se duerme tienen

un carácter totalmente diverso de los de la vigilia. En el sueño se vivencian muchas cosas y se

cree vivenciarlas, cuando en verdad nada se vivencia, salvo, quizás, el estímulo que perturba al

soñante. Se vivencia predominantemente en imágenes visuales; ahí pueden entreverarse

también sentimientos, e incluso pensamientos; además, los otros sentidos pueden vivenciar

algo. Pero fundamentalmente se trata de imágenes.

Parte de la dificultad con que tropezamos para contar el sueño proviene de la necesidad de

traducir estas imágenes en palabras. «Podría dibujarlo -nos dice a menudo el soñante- pero no

sé cómo decirlo». Ahora bien, en verdad no hay aquí una actividad anímica disminuida, como

sería la del idiota en comparación con el genio; es algo cualitativamente diverso, pero resulta

difícil decir dónde reside la diferencia. G. T. Fechner [1889] expresó una vez la conjetura de que

el escenario en que se desarrollan los sueños (dentro del alma) sería distinto del que

corresponde al representar como actividad de vigilia (ver nota(73)). No comprendemos por

cierto eso, no sabemos qué pensar de ello, pero en verdad reproduce la impresión de ajenidad

que nos trasmiten la mayoría de los sueños. También fracasa aquí la comparación de la

actividad onírica con los productos {pianísticos} de una mano inexperta en música. Es que si se

recorren al azar sus teclas, el piano no responderá, es cierto, con melodías; pero las notas de

su registro son siempre las mismas. Pondremos cuidado en tener presente este segundo rasgo

común a todos los sueños, por más que pueda haber quedado incomprendido.

¿Existen todavía otros rasgos comunes? No hallo ninguno; veo por doquier sólo diferencias, y

por cierto en todos los respectos. Tanto por lo que toca a la duración aparente cuanto a la

nitidez, a la participación de los afectos, a la permanencia, etc. Nada de esto es realmente lo

que cabría esperar de una defensa forzada y elemental, como sería la de una contracción

muscular frente a un estímulo. Por lo que atañe a la dimensión de los sueños, los hay muy

breves, que contienen una sola imagen o unas pocas, un pensamiento, o aun una sola palabra;

y otros que tienen enorme riqueza de contenido, escenifican novelas enteras y parecen durar

largo tiempo. Hay sueños que son tan nítidos como la vivencia [de vigilia], tan nítidos que

después de despertar, durante un rato, todavía no los reconocemos como sueños; otros que

son indeciblemente débiles, son como sombras y borrosos; y aun dentro de un mismo sueño

pueden alternarse las partes hiperintensas y las desdibujadas y apenas aprehensibles. Algunos

sueños pueden poseer sentido pleno o al menos ser coherentes, y aun ingeniosos,

fantásticamente bellos; otros, en cambio, son confusos, como de un idiota, absurdos y muchas

veces directamente locos. Existen sueños que nos dejan totalmente fríos, y otros en que todos

los afectos se expresan distintamente, un dolor que llega a las lágrimas, una angustia que

culmina en el despertar, maravilla, arrobamiento, etc. Los sueños se olvidarlas más de las

veces enseguida después de despertar, o se conservan a lo largo del día de tal suerte que hacía

el atardecer se los recuerda cada vez más pálidos y llenos de lagunas; otros se mantienen tan

bien -p. ej., ciertos sueños de la infancia- que treinta años después están frente a la memoria

como una vivencia fresca. Pueden, como los individuos, aparecer una sola vez, y no retornar

nunca; o repetirse en la misma persona de manera idéntica o con pequeñas variantes. En

suma, este pedacito de actividad anímica nocturna dispone de un repertorio gigantesco; en

verdad, puede seguir creando todo lo que el alma crea durante el día, pero nunca es lo mismo.

Podría intentarse dar razón de estas diversidades del sueño suponiendo que corresponden a

diferentes estadios intermedios entre el dormir y la vigilia, a diferentes grados del dormir

incompleto. Muy bien; pero en tal caso al aumentar el valor, contenido y nitidez de la operación

onírica debería aumentar también el conocimiento de que se trata de un sueño, puesto que en

esa clase de sueños el alma se estaría acercando al despertar; y no podría suceder que a un

pequeño fragmento de sueño nítido y racional sucediese otro absurdo o desdibujado, tras lo cual

siguiera todavía otro buen trabajo. El alma no podría variar de manera tan brusca la profundidad

con que duerme. Esta explicación no vale entonces de nada; lisa y llanamente, no sirve.

Renunciemos provisionalmente al «sentido» de los sueños e intentemos, en cambio, abrirnos

paso hacia una mejor comprensión de ellos partiendo de sus rasgos comunes. Del vínculo del

sueño con el estado del dormir hemos inferido que el sueño es la reacción frente a un estímulo

que perturba a aquel. Como ya vimos, es este también el único punto en que puede venir en

nuestro auxilio la psicología experimental exacta; ella prueba que estímulos administrados

mientras se duerme aparecen en el sueño. Han sido muchas las investigaciones realizadas

hasta llegar a la ya citada de Mourly Vold; y creo que cualquiera de nosotros, por alguna

observación personal que eventualmente haya hecho, está en condiciones de corroborar este

resultado. Elijo comunicar algunos experimentos más antiguos. Maury [1878] los realizó en su

propia persona. Se le dio a oler agua de Colonia mientras dormía; soñó que se encontraba en El

Cairo, en la tienda de Johann María Farina, y después seguían locas aventuras. Se le pellizcó

ligeramente en la nuca; soñó que le habían colocado una cataplasma y con un médico que lo

trató en su infancia. Le vertieron unas gotas de agua sobre la frente; estaba entonces en Italia,

sudaba copiosamente y bebía el vino blanco de Orvieto (ver nota(74)).

Lo que nos resulta llamativo en estos sueños producidos experimentalmente podremos asirlo

quizá con mayor nitidez todavía en otra serie de sueños de estímulo. Se trata de tres sueños

comunicados por un agudo observador, Hildebrandt [1875], todos los cuales son reacciones

frente a la campanilla de un reloj despertador:

«Salgo entonces de paseo una mañana de primavera y vago por los campos enverdecidos

hasta llegar a una aldea vecina; ahí veo a sus moradores vestidos de fiesta, el misal bajo el

brazo, que en gran número se encaminan a la iglesia. ¡Justo! Hoy es domingo y pronto se

iniciará la misa matinal. Decido participar de ella, pero antes, porque estoy un poco acalorado,

voy a refrescarme a la quinta del camposanto que rodea a la iglesia. Mientras leo ahí diversos

epitafios. oigo al sacristán que trepa al campanario y ahora veo en su cima a la campanita de

aldea que dará la señal para el comienzo del oficio religioso. Durante un buen rato todavía pende

ella ahí, inmóvil, después empieza a oscilar … y de pronto resuenan sus repiques intensos y

penetrantes, tan intensos y penetrantes que ponen fin a mi dormir. Pero las campanadas venían

del despertador.

»Una segunda combinación. Es un diáfano día de invierno; las calles están cubiertas por un

espeso manto de nieve. He comprometido mi participación en un viaje en trinco, pero debo

esperar largo rato hasta que se me avisa que el trineo está a la puerta. Ahora hago los

preparativos para subir a él; me pongo el abrigo de pieles, busco la manta para los pies … y por

fin tomo asiento en mi lugar. Pero todavía se demora la partida, hasta que las riendas trasmiten

la señal a los caballos expectantes; ahora ellos se ponen en marcha; los cascabeles, sacudidos

con violencia, inician su bien conocida música con una fuerza tal que al instante desgarra la

telaraña del sueño. Otra vez, no es sino el estridente sonar del despertador.

»Todavía un tercer ejemplo. Veo a una mucama que avanza a lo largo del pasillo, en dirección al

comedor, llevando unas docenas de platos apilados. Me parece que la pila de porcelanas que

lleva en sus brazos amenaza perder el equilibrio. «Ten cuidado -le advierto-; toda esa carga se

irá al suelo». Desde luego, la réplica de rigor no se hace esperar: ella está acostumbrada a tales

cosas, etc.; mientras, yo sigo sus pasos con mirada inquieta. Y justo en el umbral de la puerta

da un tropezón … La frágil vajilla cae con estrépito, se hace añicos y se esparce en cien

pedazos por el piso. Pero el estrépito, que prosigue sin término, no es, como pronto observo, el

de una vajilla sino en verdad el sonar de un timbre; y con ese sonar, como ahora lo advierte el

que y a se despertó, el despertador cumplía su tarea». (Ver nota(75))

Estos sueños son muy bonitos, provistos en un todo de sentido, en modo alguno tan

incoherentes como suelen serlo los sueños. No me propongo oponerles reparos en cuanto a

eso. Lo común a ellos es que la situación en cada caso desemboca en un ruido que, tras

despertar, se individualiza como el del despertador. Entonces, aquí vemos producirse un sueño,

pero averiguamos algo más. El sueño no reconoce al despertador -y tampoco este aparece en

el sueño-, sino que sustituye el ruido del despertador por otro; interpreta el estímulo que pone fin

al dormir, pero en cada caso lo interpreta de manera diversa. ¿Por qué así? No hay respuesta,

parece ser arbitrario. Pero comprender el sueño equivaldría a poder indicar la razón por la cual

ha escogido precisamente este ruido y no otro para interpretar el estímulo que ofició de

despertador. Parecida objeción podría hacerse a los experimentos de Maury: bien se ve que el

estímulo suministrado emerge en el sueño, pero no se advierte la razón por la cual lo hace

precisamente en esa forma, que no parece consecuencia de la naturaleza del estímulo

perturbador del dormir. Además, en los experimentos de Maury al resultado directo del estímulo

se anuda casi siempre una buena cantidad de material onírico diverso -p. e¡., las locas

aventuras en el sueño del agua de Colonia-, para el cual no se atina a dar razón alguna.

Y aun tengan ustedes en cuenta que los sueños de despertar {Wecktraum} son los que ofrecen

las mejores posibilidades de comprobar la influencia de estímulos externos perturbadores del

dormir. En la mayoría de los otros casos eso será más difícil. No todos los sueños provocan el

despertar, y si por la mañana se recuerda un sueño habido a la noche, ¿cómo descubrir un

estímulo perturbador que quizás ha tenido efecto de noche? Una vez me fue dado comprobar

con posterioridad un estímulo sonoro de esa índole, claro que sólo por obra de circunstancias

particulares. Cierta mañana desperté, estando en un lugar de las montañas del Tirol, con la

certeza de haber soñado que el papa había muerto. No pude explicarme ese sueño, pero horas

más tarde me preguntó mi mujer: «¿Has oído hoy por la mañana el espantoso atronar de las

campanas echadas a vuelo en todas las iglesias y capillas?». No; nada había oído, mi dormir es

más resistente que eso, pero gracias a esa comunicación pude comprender mi sueño (ver

nota(76)). ¿Con cuánta frecuencia estimulaciones así incitan al durmiente a soñar, sin que con

posterioridad tenga noticia de ellas? Quizá muy a menudo, quizá no. Puesto que el estímulo ya

no es más comprobable, no puede obtenerse certidumbre alguna. Pero aun sin considerar eso,

desistimos de ponderar los estímulos externos perturbadores del dormir, puesto que sabemos

que pueden explicarnos sólo un pequeño fragmento del sueño y no la reacción onírica entera.

Mas no por eso hemos de desechar por completo esa teoría. Es susceptible de un desarrollo ulterior. No importa, evidentemente, qué sea lo que perturbe el dormir e incite al alma a soñar. Si

no en todos los casos puede estar en juego un estímulo que venga del exterior, quizá lo

remplace uno de los llamados estímulos corporales, provenientes de los órganos internos. Esta

conjetura es muy sugerente, y además responde a la opinión más popular sobre la génesis de

los sueños. Los sueños vienen del estómago, se nos dice. Por desdicha, cabe suponer que

también aquí es frecuente el caso de un estímulo corporal que influyó durante la noche pero tras

el despertar ya no puede detectarse más y, por tanto, se ha vuelto indemostrable. Pero, no

queremos desconocerlo, la tesis de que los sueños derivan de un estímulo corporal es apoyada

por un número considerable de buenas experiencias. Es en general indudable que el estado de

los órganos internos puede influir sobre el sueño. El vínculo entre el contenido de muchos

sueños y la repleción de la vejiga o un estado de excitación de los órganos sexuales es nítido e

inequívoco. De estos casos trasparentes se pasa a otros en que el contenido de los sueños

permite, al menos, conjeturar con fundamento la influencia de estímulos corporales de esa

índole, puesto que incluye algo que puede concebirse como procesamiento, figuración o

interpretación de esos estímulos. Scherner (1861), estudioso de los sueños, ha sostenido con

particular vigor que el sueño deriva de estímulos de órgano, aduciendo en favor de su tesis

algunos bellos ejemplos. Cuando él, verbigracia, ve en un sueño «dos hileras de hermosos

muchachos de blonda cabellera y pálido rostro que se enfrentan con ánimo de pelea, se

separan, después se precipitan unos sobre otros y vuelven a separarse de nuevo para tomar

otra vez la posición que tenían antes y repetir enseguida todo el proceso», la interpretación de

estas hileras de muchachos como los dientes habla por sí misma, y parece hallar su validación

plena cuando tras esa escena el soñante «se extrae de la mandíbula un largo diente» (ver

nota(77)). También parece concluyente la interpretación de «pasadizos largos, estrechos y

tortuosos» como de estímulo intestinal, y ello corrobora la tesis de Scherner según la cual el

sueño busca sobre todo figurar el órgano que envía el estímulo mediante objetos que se le

parecen.

Consiguientemente, tenemos que estar dispuestos a admitir que estímulos internos pueden

desempeñar para el sueño el mismo papel que los externos. Por desdicha, su ponderación

tropieza con las mismas objeciones. En un gran número de casos la interpretación sobre la

base de un estímulo corporal sigue siendo incierta o indemostrable; no todos los sueños, sino

sólo algunos, despiertan la sospecha de que estímulos de órgano han colaborado en su

génesis; y, en definitiva, el estímulo corporal interno es tan incapaz como el estímulo sensorial

externo de explicar del sueño algo más que lo relativo a la reacción directa frente al estímulo.

¿De dónde proviene el resto del sueño? He ahí algo que permanece en las sombras.

Reparemos, empero, en una peculiaridad de la vida onírica, que sale a la luz a raíz del estudio

de estos efectos de estímulo. El sueño no devuelve simplemente el estímulo, sino que lo

procesa, alude a él, lo inserta dentro de una concatenación, lo sustituy e por algo diverso. Es un

aspecto del trabajo del sueño(78) que ha de interesarnos, porque quizá nos acerque más a la

esencia del sueño: Cuando un individuo hace algo movido por una incitación, esta última no

agotará forzosamente la obra de aquel. Por ejemplo, Macbeth, de Shakespeare, es una pieza

de ocasión, compuesta para celebrar el acceso al trono del rey que por primera vez ceñía en su

cabeza las coronas de los tres reinos. Pero, ¿agota esta ocasión histórica el contenido del

drama, nos explica su grandeza y sus enigmas? Quizá también los estímulos internos y

externos que afectan al durmiente no sean sino los incitadores del sueño, de cuya esencia no

nos delatan nada.

El otro rasgo común de los sueños, su particularidad psíquica, es por una parte difícil de

aprehender y, por la otra, no ofrece asideros para una ulterior pesquisa. La mayoría de las

veces, en el sueño vivenciamos algo en formas visuales. ¿Pueden los estímulos dar algún

esclarecimiento sobre esto? ¿Es en realidad el estímulo lo que vivenciamos? ¿Por qué,

entonces, la vivencia es visual cuando los casos de sueños por estimulación ocular son los

más raros? ¿O puede demostrarse, cuando soñamos con dichos, que mientras dormíamos

impresionó nuestro oído una conversación o algún ruido parecido? Me atrevo a rechazar

terminantemente esta posibilidad.

Si los rasgos comunes de los sueños no nos permiten avanzar, hagamos el ensayo con sus

diferencias. Es cierto que a menudo los sueños carecen de sentido, son confusos, absurdos;

pero los hay plenos de sentido, sobrios, racionales. Examinemos estos últimos, los provistos de

sentido, para ver si pueden aclararnos algo sobre los disparatados. Les comunicaré el último

sueño racional que me fue contado, el sueño de un joven: «Estoy de paseo por la

Kärntnerstrasse(79), y allí me encontré con el señor X, a quien acompañé un rato; después, fui

al restaurante. Dos damas y un señor se sentaron a mi mesa. Primero me fastidió y no quise ni

mirarlos. Después los miré y hallé que eran amabilísimos». El soñante observa que la tarde

anterior al sueño efectivamente pasó por la Kárntnerstrasse, que es su camino habitual, y se

encontró allí con el señor X. La otra parte del sueño no es una reminiscencia directa, sino que

sólo tiene cierto parecido con una vivencia muy anterior. Ahora otro sueño sobrio, de una dama:

«Su marido pregunta: «¿No debemos hacer afinar el piano?». Ella: «No vale la pena, de todos

modos hay que forrarle de nuevo los macillos»» (ver nota(80)). Este sueño repite un diálogo que

en términos casi idénticos se desarrolló entre su marido y ella el día anterior al sueño. ¿Qué nos

enseñan estos dos sueños sobrios? Unicamente que hallamos en ellos repeticiones de la vida

diurna o anudamientos {Anknüpfung} con ella. Ya sería algo, si se lo pudiera afirmar de los

sueños en general. Pero ni hablar de ello: también esto es válido únicamente para una minoría;

en los más de los sueños no hallamos anudamiento alguno a la víspera (ver nota(81)) y a partir

de esto no echamos ninguna luz sobre los sueños disparatados y absurdos. Sólo sabemos que

nos hemos topado con una nueva tarea. No solamente queremos saber lo que un sueño dice,

sino que, cuando lo dice de manera nítida (como sucede en nuestros ejemplos), también

queremos saber por qué y para qué se repite en el sueño eso conocido vivenciado poco tiempo

antes.

Creo que estarán ustedes fatigados, como lo estoy yo, de emprender ensayos como los que

hemos venido haciendo, Bien vemos que todo el interés por un problema no basta si no se

conoce un camino practicable que lleve a la solución. Hasta ahora no tenemos ese camino. La

psicología experimental no nos ha aportado más que algunas indicaciones, muy estimables,

sobre la importancia de los estímulos como incitadores del sueño, De la filosofía nada tenemos

que esperar: de nuevo nos pondrá por delante, desdeñosamente, la inferioridad intelectual de

nuestro objeto; y de las ciencias ocultas no queremos tomar nada. La historia y la opinión

popular nos dicen que el sueño posee sentido y significado, que escruta el porvenir; pero es

algo difícil de aceptar y, por cierto, indemostrable. Así nuestro primer empeño nos deja en un

desconcierto total.

Inesperadamente nos llega un indicio de un lado al que hasta ahora no habíamos atendido. El

uso lingüístico, que nada tiene de contingente, sino que es la sedimentación de una vieja sabiduría, aunque no pueda empleársela sin precaución; nuestro lenguaje, entonces, conoce

algo que extrañamente llama «sueños diurnos» {Tagtraum}. Los sueños diurnos son fantasías

{Phantasie} (producciones de la fantasía); son fenómenos muy difundidos, que también se

observan tanto en los sanos como en los enfermos, y se prestan con facilidad para ser

estudiados en la persona propia. Lo más llamativo en estas formaciones fantásticas es que

hayan recibido el nombre de «sueños diurnos», pues nada tienen de los rasgos comunes a los

sueños. Su vínculo con el estado del dormir ya es contradicho por su nombre, y por lo que toca

al segundo rasgo, en ellos no se vivencia ni se alucina nada, sino que es representado algo; se

sabe que se está fantaseando, no se ve, sino que se piensa. Estos sueños diurnos emergen en

la prepubertad, a menudo ya al final de la niñez, persisten hasta que se llega a la madurez y

entonces se los abandona o se los conserva hasta la edad proyecta. El contenido de estas

fantasías está presidido por una motivación muy trasparente. Son escenas o circunstancias en

que encuentran satisfacción los afanes de ambición o de poder, o los deseos eróticos de la

persona. En los hombres jóvenes prevalecen casi siempre las fantasías de ambición, y en las

mujeres, que han puesto su ambición en el éxito amoroso, las eróticas. Pero con harta

frecuencia también en los hombres la necesidad erótica se insinúa en el trasfondo; todas las

hazañas heroicas y los triunfos están exclusivamente destinados a pasmar a las mujeres y a

granjearse su favor. Por lo demás, estos sueños diurnos son muy variados y sufren cambiantes

destinos. Con cualquiera de ellos puede ocurrir que se lo abandone tras un breve lapso y se lo

sustituya por otro, o que se lo conserve y se lo urda en largas historias y se lo vaya adecuando

a los cambios de las circunstancias vitales. Marchan, por así decir, junto con la época, y de ella

reciben un «sello fechador» que atestigua la influencia de la situación nueva. Son la materia

prima de la producción literaria, pues el artista, tras ciertos arreglos, disfraces y omisiones

deliberadas, crea a partir de sus sueños diurnos las situaciones que introduce en sus novelas o

sus piezas teatrales. Pero el héroe del sueño diurno es siempre la persona propia, ya

directamente o por trasparente identificación con otra (ver nota(82)).

Quizá los sueños diurnos lleven este nombre a causa de una idéntica relación con la realidad:

para indicar que su contenido ha de juzgarse tan poco real como el de los sueños. Pero podría

ser que esta comunidad de nombre descansase en un carácter psíquico del sueño, todavía

desconocido para nosotros, y tal vez uno de los que buscamos. También es posible que nos

equivoquemos queriendo asignar un significado a esta identidad de designación. Sólo más

adelante podrá aclararse esto.

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