Obras de S. Freud. Análisis terminable e interminable (1937)

Análisis terminable e interminable (1937)

«Die endliche und die unendliche Analyse»

I

La experiencia nos ha enseñado que la terapia psicoanalítica, o sea, el librar a un ser humano

de sus síntomas neuróticos, de sus inhibiciones y anormalidades de carácter, es un trabajo

largo. Por eso desde el comienzo mismo se emprendieron intentos de abreviar la duración de

los análisis. Tales empeños no necesitaban ser justificados; podían invocar los móviles más

razonables y acordes al fin. Pero es probable que obrara en ellos todavía un resto de aquel

impaciente menosprecio con que en un período anterior de la medicina se abordaban las

neurosis, como unos resultados ociosos de daños invisibles. Y si ahora uno estaba obligado a

considerarlas, trataba de acabar con ellas lo más pronto posible.

Un intento particularmente enérgico en esta dirección fue el que hizo Otto Rank basándose en

su libro El trauma del nacimiento (1924). Supuso que el acto del nacimiento era la genuina

fuente de la neurosis, pues conllevaba la posibilidad de que la «fijación primordial» a la madre no

se superara y prosiguiera como «represión primordial». Mediante el trámite analítico,

emprendido con posterioridad, de ese trauma primordial, Rank esperaba eliminar la neurosis

íntegra, de suerte que una piecita de trabajo analítico ahorrara todo el resto. Unos pocos meses

bastarían para esa operación. Uno no duda de que la ilación de pensamiento de Rank fue audaz

y conceptuosa; pero no resistió a un examen crítico. Por lo demás, el intento de Rank era hijo de

su época: fue concebido bajo el influjo de la oposición entre la miseria europea de posguerra y la

«prosperity» norteamericana, y estaba destinado a acompasar el tempo de la terapia analítica a

la prisa de la vida norteamericana. No se ha sabido mucho de lo conseguido con la ejecución

del plan de Rank para casos patológicos. No más, probablemente, de lo que conseguiría el

cuerpo de bomberos si para apagar el incendio de una casa, provocado por el vuelco de una

lámpara de petróleo, se conformara con retirar esta de la habitación donde nació el incendio. Es

cierto que de tal manera se alcanzaría una abreviación considerable del procedimiento de

extinción. Hoy, la teoría y la práctica del intento de Rank pertenecen al pasado … no menos que

la propia «prosperity» norteamericana(199).

Aun antes de la guerra, yo mismo ensayé otro camino para apresurar el decurso de una cura

analítica. En esa época emprendí el tratamiento de un joven ruso, quien, malcriado por la

riqueza, había llegado a Viena en un estado de total desvalimiento, acompañado por su médico

personal y un valet (ver nota(200)). En el curso de algunos años se logró devolverle gran parte

de su autonomía, despertar su interés por la vida, poner en orden sus vínculos con las personas

más importantes para él. Pero ahí se atascó el progreso; no avanzaba el esclarecimiento de la

neurosis infantil sobre la cual sin duda se fundaba la afección posterior, y se discernía con toda

nitidez que el paciente sentía asaz cómodo el estado en que se encontraba y no quería dar paso

alguno que lo acercase a la terminación del tratamiento. Era un caso de autoinhibición de la

cura; corría esta el riesgo de fracasar a causa de su propio éxito parcial. En esta situación,

recurrí al medio heroico de fijarle un plazo (ver nota(201)). Al comienzo de una nueva temporada

de trabajo, revelé al paciente que ese año sería el último del tratamiento, sin que importase lo

que él consiguiera en el tiempo que así se le concedía. Primero no me dio crédito alguno, pero

luego que se hubo convencido de la seriedad absoluta de mi propósito, le sobrevino el cambio

deseado. Sus resistencias se quebraron, y en esos últimos meses pudo reproducir todos los

recuerdos y hallar todos los nexos que parecían necesarios para entender su neurosis

temprana y dominar su neurosis presente. Cuando se despidió de mí en pleno verano de 1914,

sin sospecha alguna, como todos nosotros, de los sucesos tan inminentes que habrían de

sobrevenir, yo lo consideré curado radical y duraderamente.

En una nota agregada al historial clínico en 1923 informé ya que estaba en un error. Hacia el

final de la guerra regresó a Viena como fugitivo sin recursos; debí prestarle entonces auxilio

para dominar una pieza no tramitada de la trasferencia; se lo consiguió en algunos meses, y

pude concluir aquel agregado comunicando que «el paciente, a quien la guerra privó de su

patria, de su fortuna y de todos sus vínculos familiares, se sintió normal y tuvo un

comportamiento intachable». Si los quince años que siguieron no aportaron un mentís a ese

juicio, hicieron necesarias empero ciertas salvedades. El paciente ha permanecido en Viena,

conservando cierta posición social, aunque modesta. Pero en ese lapso su bienestar fue

interrumpido varías veces por unos episodios patológicos que sólo podían ser aprehendidos

como unos vástagos de su vieja neurosis. La habilidad de una de mis discípulas, la doctora

Ruth Mack Brunswick, puso término a esos estados, uno por uno, tras breve tratamiento;

espero que ella habrá de informar pronto sobre estas experiencias (ver nota(202)). Algunos de

esos ataques estaban referidos todavía a restos trasferenciales; mostraron con nitidez, a pesar

de su fugacidad, un carácter paranoico. En otros, sin embargo, el material patógeno consistía

en fragmentos de su historia infantil que en su análisis conmigo no habían salido a la luz y ahora

eran repelidos con efecto retardado {nachträgtich} -no puede uno evitar la comparación- como

unos hilos tras una operación o unos fragmentos óseos neuróticos. Encontré el historial de

curación de este paciente casi tan interesante como su historial clínico.

Después, en otros casos, he utilizado la fijación de un plazo, y también he tenido noticias de las

experiencias de otros analistas. No puede dudarse del valor de esta medida coactiva. Ella es

eficaz, bajo la premisa de que se la adopte en el momento justo, pero no puede dar ninguna

garantía de la tramitación completa de la tarea. Al contrario, se puede estar seguro de que

mientras una parte del material se vuelve asequible bajo la compulsión de la amenaza, otra

parte permanece retenida y en cierto modo enterrada; así, se pierde para el empeño

terapéutico. En efecto, no es lícito extender el plazo una vez que se lo fijó; de lo contrario, el

paciente no prestaría crédito alguno a la continuación. El expediente inmediato sería proseguir la

cura con otro analista; pero bien se sabe que semejante cambio de vía implica una nueva

pérdida de tiempo y una renuncia al rédito del trabajo gastado. Por otra parte, no se puede

indicar con carácter de validez universal el momento justo para la introducción de este violento

recurso técnico; queda librado al tacto. Un yerro será irreparable. No se debe olvidar el aforismo

de que el león salta una vez sola.

II

Las elucidaciones sobre el problema técnico del modo en que se podría apresurar el lento

decurso de un análisis nos llevan ahora a otra cuestión de más profundo interés, a saber: si

existe un término natural para cada análisis, si en general es posible llevar un análisis a un

término tal. El uso lingüístico de los analistas parece propiciar ese supuesto, pues a menudo se

oye manifestar, a modo de lamento o de disculpa, sobre una criatura humana cuya

imperfección se discierne: «Su análisis no fue terminado», o «No fue analizado hasta el final».

Primero hay que ponerse de acuerdo sobre lo que se mienta con el multívoco giro «final o

término de un análisis». En la práctica es fácil decirlo. El análisis ha terminado cuando analista y

paciente ya no se encuentran en la sesión de trabajo analítico. Y esto ocurrirá cuando estén

aproximadamente cumplidas dos condiciones: la primera, que el paciente ya no padezca a

causa de sus síntomas y haya superado sus angustias así como sus inhibiciones, y la segunda,

que el analista juzgue haber hecho conciente en el enfermo tanto de lo reprimido, esclarecido

tanto de lo incomprensible, eliminado tanto de la resistencia interior, que ya no quepa temer que

se repitan los procesos patológicos en cuestión. Y si se está impedido de alcanzar esta meta

por dificultades externas, mejor se hablará de un análisis imperfecto {unvollständig} que de uno

no terminado {unvollendet}.

El otro significado de «término» de un análisis es mucho más ambicioso. En nombre de él se

inquiere si se ha promovido el influjo sobre el paciente hasta un punto en que la continuación del

análisis no prometería ninguna ulterior alteración. Vale decir, la pregunta es si mediante el

análisis se podría alcanzar un nivel de normalidad psíquica absoluta, al cual pudiera atribuirse

además la capacidad para mantenerse estable -p. ej., sí se hubiera logrado resolver todas las

represiones sobrevenidas y llenar todas las lagunas del recuerdo-. Primero examinaremos la

experiencia para ver si tal cosa ocurre, y luego la teoría, para saber si ello es en general posible.

Todo analista habrá tratado algunos casos con tan feliz desenlace. Se ha conseguido eliminar la

perturbación neurótica preexistente, y ella no ha retornado ni ha sido sustituida por ninguna otra.

Por lo demás, no se carece de una intelección sobre las condiciones de tales éxitos. El yo de

los pacientes no estaba alterado(203) de una manera notable, y la etiología de la perturbación

era esencialmente traumática. Es que la etiología de todas las perturbaciones neuróticas es

mixta; o se trata de pulsiones hiperintensas, esto es, refractarias a su domeñamiento [cf. AE,

23, pág. 227 y n. 8] por el yo, o del efecto de unos traumas tempranos, prematuros, de los que un yo inmaduro no pudo enseñorearse. Por regla general, hay una acción conjugada de ambos

factores, el constitucional y el accidental. Mientras más intenso sea el primero, tanto más un

trauma llevará a la fijación y dejará como secuela una perturbación del desarrollo; y cuanto más

intenso el trauma, tanto más seguramente exteriorizará su perjuicio, aun bajo constelaciones

pulsionales normales. No hay ninguna duda de que la etiología traumática ofrece al análisis, con

mucho, la oportunidad más favorable.

Sólo en el caso con predominio traumático conseguirá el análisis aquello de que es

magistralmente capaz: merced al fortalecimiento del yo, sustituir la decisión deficiente que viene

de la edad temprana por una tramitación correcta. Sólo en un caso así se puede hablar de un

análisis terminado definitivamente. Aquí el análisis ha hecho su menester y no necesita ser

continuado. Si el paciente así restablecido nunca vuelve a producir una perturbación que le

hiciere necesitar del análisis, uno en verdad no sabe cuánto de esta inmunidad se debe al favor

del destino, que quizá le ha ahorrado unas pruebas demasiado severas.

La intensidad constitucional de las pulsiones y la alteración perjudicial del yo, adquirida en la

lucha defensiva, en el sentido de un desquicio y una limitación, son los factores desfavorables

para el efecto del análisis y capaces de prolongar su duración hasta lo inconcluible. Uno está

tentado de responsabilizar a la primera -la intensidad pulsional- por la plasmación de la otra -la

alteración del yo-, pero parece que esta última tiene su propia etiología, y en verdad hay que

confesar que con estas constelaciones no estamos lo bastante familiarizados. Es que sólo

ahora se han convertido en asunto del estudio analítico. Me parece que en este campo el interés

de los analistas en modo alguno tiene el enfoque correcto. En vez de indagar cómo se produce

la curación por el análisis, cosa que yo considero suficientemente esclarecida, el planteo del

problema debería referirse a los impedimentos que obstan a la curación analítica.

En este contexto, me gustaría abordar dos problemas que brotan de manera directa de la

práctica analítica, como habrán de mostrarlo los siguientes ejemplos. Un hombre que ha

ejercido él mismo el análisis con gran éxito juzga que su relación con el hombre y con la mujer

-con los hombres que son sus competidores y con la mujer a quien a mano está, empero,

exenta de estorbos neuróticos, y por eso se hace objeto analítico de otro a quien considera

superior a él(204). Este alumbramiento crítico de su persona propia le trae pleno éxito. Desposa

a la mujer amada y se convierte en el amigo y el maestro de los presuntos rivales. Así pasan

varios años, en los que permanece también imperturbado el vínculo con su antiguo analista.

Pero luego, sin ocasión externa registrable, sobreviene una perturbación. El analizado entra en

oposición con el analista, le reprocha haber omitido brindarle un análisis integral {vollständig}.

Es que habría debido saber, y debió tenerlo en cuenta, que un vínculo trasferencial nunca puede

ser meramente positivo; tendría que haber hecho caso de la posibilidad de una trasferencia

negativa. El analista se disculpa diciendo que en la época del análisis no se notaba nada de una

trasferencia negativa. Pero aun suponiendo que hubiera descuidado unos levísimos indicios de

esta última -lo cual no estaría excluido, dada la estrechez del horizonte en aquella temprana

época del análisis-, seguiría siendo dudoso que tuviera el poder de activar por su mero

señalamiento un tema o, como dice, un «complejo», mientras este no fuera actual en el

paciente mismo. Para ello, sin duda habría necesitado emprender alguna acción contra el

paciente, una acción inamistosa en el sentido objetivo. Y además, no toda buena relación entre

analista y analizado, en el curso del análisis y después de él, ha de ser estimada como una

trasferencia. Existen también -siguió diciendo el analista- vínculos amistosos de fundamento

objetivo y que demuestran ser viables.

Agrego enseguida el segundo ejemplo, que plantea el mismo problema. Una señorita mayor

está desde su pubertad aquejada de una incapacidad para caminar a consecuencia de unos

fuertes dolores en las piernas, lo cual la ha apartado de la vida corriente. El estado, de evidente

naturaleza histérica, ha desafiado a muchos tratamientos; una cura analítica de tres trimestres

lo elimina y devuelve a esta persona capaz y valiosa sus derechos a participar de la vida. Los

años que siguen a la curación no aportan nada bueno: hay catástrofes en la familia, pérdida de

la fortuna, y, con lo avanzado de la edad, se esfuma toda perspectiva de dicha amorosa y

casamiento. Pero la ex enferma todo lo soporta con valentía y en tiempos difíciles obra como un

sostén para los suyos. Ya no sé sí doce o catorce años después de terminado el tratamiento,

unas profusas hemorragias hicieron necesario el examen ginecológico. Se halló un mioma, que

justificaba la extirpación total del útero. Desde esta operación la señorita volvió a enfermar. Se

enamoró del cirujano; se regodeaba en fantasías masoquistas sobre las terribles alteraciones

producidas en su interior, con las cuales escondía su novela de amor; probó ser inasequible

para un nuevo intento analítico y hasta el final de su vida ya no volvió a ser normal. Aquel exitoso

tratamiento es tan remoto que no es lícito hacerle grandes demandas: corresponde a los

primeros años de mi actividad analítica. Comoquiera que sea, es posible que la segunda

contracción de enfermedad brotara de la misma raíz que la primera, felizmente superada; que

fuera una expresión alterada de las mismas mociones reprimidas que en el análisis sólo habían

hallado una tramitación imperfecta {unvollkommen}. Pero yo me inclino a creer que sin el nuevo

trauma no se habría llegado al estallido más reciente de la neurosis.

Estos dos casos, que he escogido adrede entre muchos otros semejantes, han de bastar para

iniciar la discusión sobre nuestros temas. Escépticos, optimistas, ambiciosos, los valorarán de

manera por entero diversa. Los primeros dirán que así quedó probado: ni siquiera un tratamiento

analítico exitoso protege a la persona por el momento curada de contraer luego otra neurosis, y

hasta una neurosis de la misma raíz pulsional, vale decir, en verdad, un retorno del antiguo

padecer. Los otros no darán por aportada esa prueba. Objetarán que ambas experiencias

provenían de las épocas tempranas del análisis, veinte y treinta años atrás. Desde entonces

-argüirán- nuestras intelecciones se han profundizado y ensanchado, y nuestra técnica se ha

alterado en consonancia con las nuevas conquistas. Hoy sí sería lícito pedir y esperar que una

curación analítica demostrara ser duradera o, al menos, qué una afección más reciente no se

revelara como reanimación de la perturbación pulsional anterior dentro de nuevas formas

expresivas. La experiencia -concluirán- no nos constriñe a limitar de una manera tan sustancial

los reclamos hechos a nuestra terapia.

Desde luego, he escogido aquellas dos observaciones por ser muy distantes en el tiempo. Bien

se entiende que, mientras más reciente sea el éxito del tratamiento, menos se prestará para

nuestras reflexiones, pues no tenemos medio alguno de prever el destino ulterior de una

curación. Es manifiesto que las expectativas de los optimistas presuponen muchas cosas en

modo alguno evidentes: en primer lugar, que es perfectamente posible tramitar de manera

definitiva y para todo tiempo un conflicto pulsional (mejor: un conflicto del yo con una pulsión); en

segundo lugar, que, mientras se trata a un hombre a raíz de un conflicto pulsional, es hacedero

vacunarlo, por así decir, contra todas las posibilidades de conflicto semejantes; y, en tercer

lugar, que uno tiene el poder de despertar, con el fin de realizar un tratamiento profiláctico, un

conflicto patógeno así, el cual por el momento no se denuncia en indicio alguno, y que es sabio obrar de ese modo. Yo formulo estas cuestiones sin pretender responderlas en el presente. Es

que quizá nos resulte imposible dar por ahora una respuesta cierta.

Es probable que unas reflexiones teóricas nos permitan contribuir en algo para su apreciación.

Pero otra cosa se nos ha vuelto clara desde ahora: el camino para cumplimentar esas

demandas acrecentadas que se dirigen a la cura analítica no lleva al acortamiento de su

duración o no pasa por este atajo.

III

Una experiencia analítica que ya tiene varias décadas y un cambio sobrevenido en la modalidad

de mi quehacer me alientan a ensayar la respuesta a las preguntas planteadas. En épocas

anteriores me veía frente a una mayoría de pacientes que, como es natural, esforzaban hacia

una tramitación rápida; en los últimos años me dediqué de manera prevaleciente a los análisis

didácticos, y un número proporcionalmente menor de enfermos graves siguió conmigo un

tratamiento continuado, si bien interrumpido por pausas más o menos largas. En estos últimos,

la meta terapéutica había devenido otra. No entraba en cuenta una abreviación de la cura; el

propósito era producir un agotamiento radical de las posibilidades de enfermedad y una

alteración profunda de la persona.

De los tres factores que hemos reconocido como decisivos para las posibilidades de la terapia

analítica -influjo de traumas, intensidad constitucional de las pulsiones, alteración del yo- nos

interesa aquí sólo el del medio, la intensidad de las pulsiones. La más somera reflexión nos

sugiere la duda sobre si es indispensable la limitación que introduce el atributo «constitucional»

(o «congénita»). Por decisivo que sea desde todo comienzo el factor constitucional, es empero

concebible que un refuerzo pulsional sobrevenido más tarde en la vida exteriorice los mismos

efectos. Habría, pues, que modificar la fórmula: intensidad pulsional «por el momento», en lugar

de «constitucional». La primera de nuestras cuestiones rezaba: ¿Es posible tramitar de manera

duradera y definitiva, mediante la terapia analítica, un conflicto de la pulsión con el yo o una

demanda pulsional patógena dirigida al yo? Acaso no sea ocioso, para evitar malentendidos,

puntualizar con más precisión lo que ha de entenderse por la frase «tramitación duradera de

una exigencia pulsional». No es, por cierto, que se la haga desaparecer de suerte que nunca

más dé noticias de ella. Esto es en general imposible, y tampoco sería deseable. No, queremos

significar otra cosa, que en términos aproximados se puede designar como el

«domeñamiento(205)» de la pulsión: esto quiere decir que la pulsión es admitida en su totalidad

dentro de la armonía del yo, es asequible a toda clase de influjos por las otras aspiraciones que

hay en el interior del yo, y ya no sigue más su camino propio hacia la satisfacción. Si se

pregunta por qué derroteros y con qué medios acontece ello, no es fácil responder. Uno no

puede menos que decirse: «Entonces es preciso que intervenga la bruja(206)». La bruja

metapsicología, quiere decir. Sin un especular y un teorizar metapsicológicos -a punto estuve

de decir: fantasear- no se da aquí un solo paso adelante. Por desgracia, los informes de la bruja

tampoco esta vez son muy claros ni muy detallados. Tenemos sólo un punto de apoyo -si bien

inestimable-: la oposición entre proceso primario y secundario, y a este he de remitir aquí.

Si ahora regresamos a la primera pregunta, hallamos que nuestro nuevo punto de vista nos

impone una precisa decisión. Aquella indagaba si es posible tramitar de manera duradera y

definitiva cierto conflicto pulsional, o sea, «domeñar» de esa manera la exigencia pulsional. En

este planteo del problema, la intensidad pulsional ni se menciona, pero justamente de ella

depende el desenlace. Partamos de que el análisis no consigue en el neurótico más de lo que el

sano lleva a cabo sin ese auxilio. Ahora bien, en el sano, como lo enseña la experiencia

cotidiana, toda decisión de un conflicto pulsional vale sólo para una determinada intensidad de la

pulsión; mejor dicho, sólo es válida dentro de una determinada relación entre robustez de la

pulsión y robustez del yo (ver nota(207)). Si esta última se relaja, por enfermedad, agotamiento,

etc., todas las pulsiones domeñadas con éxito hasta entonces volverán a presentar de nuevo

sus títulos y pueden aspirar a sus satisfacciones sustitutivas por caminos anormales (ver

nota(208)). La prueba irrefutable de ello la proporciona ya el sueño nocturno, que frente al

acomodamiento del yo para dormir reacciona con el despertar de las exigencias pulsionales.

Tampoco da lugar a dudas el material del otro lado [la intensidad pulsional]. Por dos veces en el

curso del desarrollo individual emergen refuerzos considerables de ciertas pulsiones: durante la

pubertad y, en la mujer, cerca de la menopausia. En nada nos sorprende que personas que

antes no eran neuróticas devengan tales hacia esas épocas. El domeñamiento de las

pulsiones, que habían logrado cuando estas eran de menor intensidad, fracasa ahora con su

refuerzo. Las represiones se comportan como unos diques contra el esfuerzo de asalto

{Andrang} de las aguas. Lo mismo que producen aquellos dos refuerzos pulsionales puede

sobrevenir de manera irregular en cualquier otra época de la vida por obra de influjos

accidentales. Se llega a refuerzos pulsionales en virtud de nuevos traumas, frustraciones

impuestas, influjos colaterales recíprocos de las pulsiones. El resultado es en todos los casos

el mismo y confirma el poder incontrastable del factor cuantitativo en la causación de la

enfermedad.

En este punto tengo la impresión de que debería avergonzarme por todas estas trabajosas

elucidaciones, ya que lo que ellas dicen es algo hace mucho consabido y evidente. Y, en efecto,

siempre nos hemos comportado como si lo supiéramos; sólo que en nuestras

representaciones teóricas las más de las veces hemos omitido tomar en cuenta el punto de

vista económico en la misma medida que el dinámico y el tópico. Mi disculpa es, pues, advertir

así sobre esa omisión (ver nota(209)).

Ahora bien, antes que nos decidamos por cierta respuesta a nuestra pregunta, hemos de

atender a una objeción cuya fuerza consiste en que probablemente nos tenga ganados de

antemano. Ella dice que todos nuestros argumentos han sido derivados de los procesos

espontáneos entre el yo y la pulsión, y presuponen que la terapia analítica no puede hacer nada

que no acontecería por sí solo en condiciones normales, favorables. Pero, ¿es efectivamente

así? ¿Acaso nuestra teoría no reclama para sí el título de producir un estado que nunca

preexistió de manera espontánea en el interior del yo, y cuya neocreación constituye la

diferencia esencial entre el hombre analizado y el no analizado? Veamos en qué se basa ese

título. Todas las re. presiones acontecen en la primera infancia; son unas medidas de defensa

primitivas del yo inmaduro, endeble. En años posteriores no se consuman represiones nuevas, pero son conservadas las antiguas, y el yo recurre en vasta me. dida a sus servicios para

gobernar las pulsiones. En nuestra terminología, los conflictos nuevos son tramitados por una

«posrepresión» {«Nachverdrängung»} (ver nota(210)). Acerca de las represiones infantiles,

acaso valga lo que hemos sostenido con carácter universal, a saber: que dependen

enteramente de la proporción relativa entre las fuerzas y no son capaces de sostenerse frente a

un acrecentamiento de la intensidad de las pulsiones. Y bien, el análisis hace que el yo

madurado y fortalecido emprenda una revisión de estas antiguas represiones; algunas serán

liquidadas y otras reconocidas, pero a estas se las edificará de nuevo sobre un material más

sólido. Estos nuevos diques tienen una consistencia por entero diversa que los anteriores; es

lícito confiar en que no cederán tan fácil a la pleamar del acrecentamiento de las pulsiones. La

rectificación, con posterioridad {nachträglich}, del proceso represivo originario, la cual pone

término al hiperpoder del factor cuantitativo, sería entonces la operación genuina de la terapia

analítica.

Hasta ahí nuestra teoría, a la que no podemos renunciar si no media una compulsión

irrecusable. ¿Y qué dice la experiencia sobre esto? Quizá no sea todavía lo bastante

abarcadora para pronunciar una decisión segura. Asaz a menudo corrobora nuestras

expectativas, pero no siempre. Uno tiene la impresión de que no habría derecho a sorprenderse

si, al cabo, resultara que el distingo entre el no analizado y la conducta ulterior del analizado no

es tan radical como lo ambicionamos, esperamos y afirmamos. Según eso, el análisis lograría,

sí, muchas veces, desconectar el influjo del refuerzo pulsional, pero no lo conseguiría de

manera regular. O bien su efecto se limitaría a elevar la fuerza de resistencia de las

inhibiciones, de suerte que tras el análisis ellas estarían a la altura de unos reclamos mucho

más intensos que antes de él o sin él. Realmente no me atrevo a formular aquí decisión alguna,

y tampoco sé si ella es posible por el momento.

Pero hay otro ángulo desde el cual aproximarse al entendimiento de este efecto inconstante del

análisis. Sabemos que el primer paso hacia el dominio intelectual del mundo circundante en que

vivimos es hallar universalidades reglas, leyes, que pongan orden en el caos. Mediante ese

trabajo simplificamos el mundo de los fenómenos, pero no podemos evitar el falsearlo también,

en particular cuando se trata de procesos de desarrollo y trasmudación. Nos interesa asir un

cambio cualitativo, y para hacerlo solemos descuidar, al menos en un principio, un factor

cuantitativo. En la realidad objetiva, las transiciones y las etapas intermedias son mucho más

frecuentes que los estados opuestos por separaciones tajantes. En el caso de desarrollos y

mudanzas, nuestra atención se dirige sólo al resultado; tendemos a omitir que tales procesos

de ordinario se consuman de manera más o menos imperfecta, o sea que en el fondo son

propiamente unas alteraciones sólo parciales. El agudo satírico del viejo imperio austríaco,

Johann Nestroy, manifestó cierta vez: «Todo progreso nunca es sino la mitad de grande de lo

que al comienzo se esperaba(211)». Uno estaría tentado de atribuir validez universal a esta

maliciosa sentencia. Casi siempre hay fenómenos residuales, un retraso parcial. Si el dadivoso

mecenas nos sorprende con un rasgo aislado de mezquindad, si el hiperbueno se deja llevar de

pronto a una acción hostil, he ahí unos «fenómenos residuales» inapreciables para la

investigación genética. Nos muestran que aquellas loables y valiosas cualidades descansan

sobre una compensación y sobrecompensación, que, como era de suponer, no han cuajado por

entero, no han cuajado en la plenitud de su monto. En nuestra primera descripción del

desarrollo libidinal dijimos que una fase oral originaria deja sitio a la fase sádicoanal, y esta a la

fálico-genital; la investigación ulterior no lo ha contradicho, pero ha agregado, a modo de

enmienda, que estas sustituciones no se producen de manera repentina, sino poco a poco, de

suerte que en cada momento unos fragmentos de la organización anterior persisten junto a la

más reciente, y aun en el caso del desarrollo normal la trasmudación nunca acontece de modo

integral {vollständig}; por eso, en la plasmación definitiva pueden conservarse unos restos de

las fijaciones libidinales anteriores. Vemos lo mismo en ámbitos totalmente diversos. De las

supuestamente superadas supersticiones y creencias erróneas de la humanidad, no hay

ninguna de la que no pervivan restos hoy entre nosotros, en los estratos más bajos de los

pueblos civilizados o aun en los estamentos superiores de la sociedad culta. Una vez que algo

ha nacido a la vida, sabe afirmarse con tenacidad. Uno a menudo dudaría de que los dragones

del tiempo primordial se hayan extinguido realmente.

Apliquemos lo dicho a nuestro caso; opino que la respuesta a la pregunta sobre cómo se

explica la inconstancia de nuestra terapia analítica bien podría ser esta: No hemos alcanzado

siempre en toda su extensión, o sea, no lo bastante a fondo, nuestro propósito de sustituir las

represiones permeables por unos dominios {BewäItigung} confiables y acordes al yo. La

trasmudación se consigue, pero a menudo sólo parcialmente; sectores del mecanismo antiguo

permanecen intocados por el trabajo analítico. Es difícil probar que en efecto sea así; para

apreciarlo no poseemos otro camino que el resultado mismo que es preciso explicar. Ahora

bien, las impresiones que uno recibe en el curso del trabajo analítico no contradicen nuestro

supuesto; por el contrario, parecen corroborarlo. Sólo que no debe tomarse la claridad de

nuestra propia intelección como medida del convencimiento que despertamos en el analizado.

Acaso le falte «profundidad», podemos decir; se trata siempre del factor cuantitativo, que tanto

se descuida. Si esta es la solución, cabe afirmar que el título reivindicado por el análisis, de que

él cura las neurosis asegurando el gobierno sobre lo pulsional, es siempre justo en la teoría,

pero no siempre lo es en la práctica. Y ello porque no siempre consigue asegurar en medida

suficiente las bases para el gobierno sobre lo pulsional. Es fácil descubrir la razón de este

fracaso parcial. El factor cuantitativo de la intensidad pulsional se había contrapuesto en su

momento a los empeños defensivos del yo; por eso debimos recurrir al trabajo analítico, y ahora

aquel mismo factor pone un límite a la eficacia de este nuevo empeño. Dada una intensidad

pulsional hipertrófica, el yo madurado y sustentado por el análisis fracasa en la tarea de manera

semejante a lo que antes le ocurriera al yo desvalido; el gobierno sobre lo pulsional mejora, pero

sigue incompleto, porque la trasmudación del mecanismo de defensa ha sido imperfecta, Nada

hay de asombroso en ello, pues el análisis no trabaja con recursos ¡limitados, sino restringidos,

y el resultado final depende siempre de la proporción relativa entre las fuerzas de las instancias

en recíproca lucha.

Es sin duda deseable abreviar la duración de una cura analítica, pero el camino para el logro de

nuestro propósito terapéutico sólo pasa por el robustecimiento del auxilio que pretendemos

aportar con el análisis al yo. El influjo hipnótico parecía ser un destacado medio para nuestro fin;

es bien conocida la razón por la cual debimos renunciar a él, Hasta ahora no se ha hallado un

sustituto de la hipnosis. Desde este punto de vista uno comprende los empeños terapéuticos,

vanos por desdicha, a que un maestro del análisis como Ferenczi consagró los últimos años de

su vida.

IV

Las dos cuestiones subsiguientes -si durante el tratamiento de un conflicto pulsional uno puede

proteger al paciente de conflictos futuros, y si es realizable y acorde al fin despertar con fines

profilácticos un conflicto pulsional no manifiesto por el momento- deben tratarse juntas, pues es

evidente que la primera tarea sólo se puede solucionar si se resuelve la segunda, vale decir, si

uno muda en conflicto actual, y somete a su influjo, el conflicto posible en el futuro. Este nuevo

planteo del problema no es en el fondo sino continuación del anterior, Si antes se trataba de

prevenir el retorno del mismo conflicto, ahora se trata de su posible sustitución por otro. Lo que

así se emprende suena muy ambicioso, pero uno sólo quiere tener en claro los límites con que

tropieza la capacidad de operación de una terapia analítica.

Por atractivo que resulte para la ambición terapéutica plantearse semejantes tareas, la

experiencia nos ha preparado un rotundo rechazo. Si un conflicto pulsional no es actual, no se

exterioriza, es imposible influir sobre él mediante el análisis. La advertencia de no despertar a

los perros dormidos, que tan a menudo se opone a nuestros empeños por explorar el mundo

psíquico subterráneo, es particularmente ociosa respecto de las constelaciones de la vida

anímica. En efecto, sí las pulsiones crean perturbaciones, eso es prueba de que los perros no

están dormidos; y sí en efecto parecen dormir, no está en nuestro poder despertarlos. Esta

última afirmación, sin embargo, no parece del todo acertada; reclama un examen más

detallado. Reflexionemos sobre los medios que poseemos para volver actual un conflicto

pulsional latente por el momento. Es evidente que sólo dos cosas podemos hacer: producir

situaciones donde devenga actual, o conformarse con hablar de él en el análisis, señalar su

posibilidad. El primer propósito puede ser alcanzado por dos diversos caminos: primero, dentro

de la realidad objetiva, y segundo, dentro de la trasferencia, exponiendo al paciente en ambos

casos a cierta medida de padecer objetivo mediante frustración y estasis libidinal. Ahora bien,

es cierto que ya en el ejercicio corriente del análisis nos servimos de una técnica así. Si no,

¿cuál sería el sentido del precepto según el cual el análisis tiene que ejecutarse «en la

frustración» {Versagung, «denegación»}? (Ver nota(212)). Pero esa es una técnica para el

tratamiento de un conflicto ya actual. Buscamos agudizar ese conflicto, llevarlo a su plasmación

más neta para acrecentar la fuerza pulsional que habrá de solucionarlo. La experiencia analítica

nos ha mostrado que lo mejor es enemigo de lo bueno, que en cada fase del restablecimiento

tenemos que luchar con la inercia del paciente, quien está pronto a conformarse con una

tramitación imperfecta.

Pero si procuramos un tratamiento profiláctico de conflictos pulsionales no actuales, sino

meramente posibles, no bastará regular un padecer presente e inevitable; habrá que resolverse

a llamar a la vida un padecer nuevo, cosa que hasta hoy acertadamente se dejó librada al

destino. De todas partes le advertirían a uno contra la temeridad de entrar en competencia con

el destino mediante unos experimentos tan crueles con las pobres criaturas humanas. ¿Y de

qué índole serían tales intentos? ¿Puede uno, al servicio de la profilaxis, hacerse responsable

por destruir un matrimonio satisfactorio, o por imponer la renuncia a un empleo del que obtiene

el analizado la seguridad de su sustento? Por suerte, nunca se llega a la situación de reflexionar

siquiera sobre la legitimidad de tales intervenciones en la vida real; es que en modo alguno está

uno facultado a efectuarlas, y el individuo que es objeto de ese experimento terapéutico

ciertamente no lo aceptaría. Así pues, semejante cosa está poco menos que excluida en la

práctica; por su parte, la teoría tiene otras objeciones que hacerle. En efecto, el trabajo analítico

se cumple de manera óptima cuando las vivencias patógenas pertenecen al pasado, de suerte

que el yo pudo ganar distancia de ellas. En estados de crisis aguda, el análisis es poco menos

que inutilizable. En tal caso, todo interés del yo será reclamado por la dolorosa realidad objetiva

y se rehusará al análisis, que pretende penetrar tras esa superficie y poner en descubierto los

influjos del pasado. Así, crear un conflicto fresco no haría más que prolongar y dificultar el

trabajo analítico.

Se objetará que estas elucidaciones son de todo punto ociosas. Nadie piensa en crear la

posibilidad de tratar el conflicto pulsional latente convocando, de manera deliberada, una nueva

situación de padecer. Y no seria ese, por lo demás, un glorioso logro profiláctico. También se

dirá, por ejemplo, que si bien una escarlatina deja inmunidad para el retorno de esa misma

enfermedad, no por eso se les ocurre a los internistas infectar con escarlatina a un sano, que

tiene la posibilidad de padecerla, a fin de obtener aquella garantía . A la acción protectora no le

está permitido producir idéntica situación de peligro que la enfermedad misma, sino sólo una de

peligro mucho menor, tal como se la consigue con la vacunación antivariólica y muchos otros

procedimientos. Por tanto, en una profilaxis de los conflictos pulsionales sólo entrarían en

cuenta los otros dos métodos: la producción artificial de conflictos nuevos dentro de la

trasferencia, a los que les faltará el carácter de la realidad objetiva, y el despertar tales conflictos

en la representación del analizado hablando de ellos y familiarizándolo con su posibilidad.

Yo no sé si es lícito aseverar que el primero de estos dos procedimientos más benignos sería

totalmente inaplicable en el análisis. Faltan para ello indagaciones especiales. Lo cierto es que

al punto emergen dificultades que no hacen aparecer muy promisoria la empresa. En primer

lugar, que se está muy limitado en la selección de tales situaciones para la trasferencia. El

analizado mismo no puede colocar todos sus conflictos dentro de la trasferencia; y tampoco el

analista puede, desde la situación trasferencial, despertar todos los conflictos pulsionales

posibles del paciente. Tal vez, por ejemplo, le dé celos o le haga vivenciar desengaños de amor,

mas para ello no hace falta ningún propósito técnico. Tales cosas sobrevienen de todos modos,

espontáneamente, en la mayoría de los análisis. En segundo lugar, no se olvide que todas esas

escenificaciones necesitan de unas acciones inamistosas hacia el analizado, y mediante ellas

uno daña la actitud tierna hacia el analista, la trasferencia positiva, que es el motivo más

poderoso para la participación del analizado en el trabajo analítico en común. Por tanto, no sería

lícito esperar demasiado de este procedimiento.

Sólo resta, entonces, aquel camino que es probable que haya sido el único originariamente

considerado. Uno le cuenta al paciente sobre las posibilidades de otros conflictos pulsionales y

despierta su expectativa de que tales cosas podrían suceder también en él. Ahora bien, uno

espera que tal comunicación y advertencia tendrá por resultado activar en el paciente uno de los

conflictos indicados, en una medida moderada, aunque suficiente para el tratamiento. Pero esta

vez la experiencia da una respuesta unívoca. El resultado que se esperaba no comparece. El

paciente escucha, sí, la nueva, pero no hay eco alguno. Acaso piense entre sí: «Esto es muy

interesante, pero no registro nada de eso». Uno ha aumentado el saber del paciente, sin alterar

nada más en él. El caso es más o menos el mismo que el de la lectura de escritos

psicoanalíticos. El lector sólo se «emocionará» con aquellos pasajes en los que se sienta

tocado, vale decir, que afecten los conflictos eficaces en su interior por el momento. Todo lo demás lo dejará frío. Opino que es posible hacer experiencias análogas si se dan

esclarecimientos sexuales a niños. Lejos estoy de afirmar que sea este un proceder dañino o

superfluo, pero es evidente que se ha sobrestimado en mucho el efecto profiláctico de estas

liberales prevenciones. Los niños saben ahora algo que antes ignoraban, pero no atinan a nada.

con las nuevas noticias que les regalaron. Uno se convence de que ni siquiera están prontos a

sacrificar tan rápido aquellas teorías sexuales -uno diría: naturales- que ellos han formado en

acuerdo con su organización libidinal imperfecta y en dependencia de esta: el papel de la

cigüeña, la naturaleza del comercio sexual, la manera en que los niños vienen al mundo.

Todavía largo tiempo después de haber recibido el esclarecimiento sexual se comportan como

los primitivos a quienes se les ha impuesto el cristianismo y siguen venerando en secreto a sus

viejos ídolos (ver nota(213)).

V

Comenzamos averiguando cómo se podría abreviar la duración fatigosamente larga de un

tratamiento analítico, y luego, guiados siempre por nuestro interés en las relaciones de tiempo,

hemos pasado a preguntarnos si se puede alcanzar una curación duradera y si mediante un

tratamiento profiláctico es posible prevenir enfermedades futuras. Así llegamos a discernir como

decisivos para el éxito de nuestro empeño terapéutico los influjos de la etiología traumática, la

intensidad relativa de las pulsiones que es preciso gobernar, y algo que llamamos alteración del

yo. [Cf. AE, 23, pág. 227.]. Sólo consideramos en detalle el segundo de esos factores, y al

hacerlo tuvimos ocasión de reconocer la sobresaliente importancia del factor cuantitativo y de

insistir en los títulos con que cuenta el abordaje metapsicológico para cualquier intento de

explicación.

Acerca del tercer factor, la alteración del yo, no hemos manifestado nada todavía. Si nos

volvemos hacia él, recibimos como primera impresión que hay aquí mucho por preguntar y por

responder, y lo que tenemos para decir demostrará ser asaz insuficiente. Es ta primera

impresión se sostiene aun luego de habernos ocupado más del problema. Como es sabido, la

situación analítica consiste en aliarnos nosotros con el yo de la persona objeto a fin de someter

sectores no gobernados de su ello, o sea, de integrarlos en la síntesis del yo. El hecho de que

una cooperación así fracase comúnmente con el psicótico ofrece un punto firme para nuestro

juicio. El yo, para que podamos concertar con él un pacto así, tiene que ser un yo normal. Pero

ese yo normal, como la normalidad en general, es una ficción ideal. El yo anormal, inutilizable

para nuestros propósitos, no es por desdicha una ficción. Cada persona normal lo es sólo en

promedio, su yo se aproxima al del psicótico en esta o aquella pieza, en grado mayor o menor, y

el monto del distanciamiento respecto de un extremo de la serie y de la aproximación al otro nos

servirá provisionalmente como una medida de aquello que se ha designado, de manera tan

imprecisa, «alteración del yo».

Si preguntamos de dónde provienen las modalidades y los grados, tan diversos, de la alteración

del yo, he aquí la inevitable alternativa que se presenta: son originarios o adquiridos. El segundo

caso será más fácil de tratar. Si se los ha adquirido, fue sin duda en el curso del desarrollo

desde las primeras épocas de la vida. Desde el comienzo mismo, en efecto, el yo tiene que

procurar el cumplimiento de su tarea, mediar entre su ello y el mundo exterior al servicio del

principio de placer, precaver al ello de los peligros del mundo exterior. Si en el curso de este

empeño aprende a adoptar una actitud defensiva también frente al ello propio, y a tratar sus

exigencias pulsionales como peligros ex. ternos, esto acontece, al menos en parte, porque

comprende que la satisfacción pulsional llevaría a conflictos con el mundo exterior. El yo se

acostumbra entonces, bajo el influjo de la educación, a trasladar el escenario de la lucha de

afuera hacia adentro, a dominar el peligro interior antes que haya devenido un peligro exterior, y

es probable que las más de las veces obre bien haciéndolo. Durante esta lucha en dos frentes

-más tarde se agregará un tercer frente(214)-, el yo se vale de diversos procedimientos para

cumplir su tarea, que, dicho en términos generales, consiste en evitar el peligro, la angustia, el

displacer. Llamamos «mecanismos de defensa» a estos procedimientos. No nos resultan

todavía consabidos de manera exhaustiva. Un trabajo publicado por Anna Freud (1936) nos ha

permitido echar una primera mirada a su diversidad y su multilateral intencionalidad

{Bedeutung}.

De uno de esos mecanismos, la represión {esfuerzo de desalojo y suplantación}, ha partido el

estudio de los procesos neuróticos en general. Nunca se dudó de que la represión no es el

único procedimiento de que dispone el yo para sus propósitos. Empero, es algo particularísimo,

separado de los otros mecanismos de manera más tajante que estos entre sí. Querría

patentizar su relación con ellos por medio de una comparación, pero bien sé que en estos

campos las comparaciones no nos llevan muy lejos. Piénsese, pues, en los posibles destinos

de un libro en la época en que todavía no se hacían ediciones impresas, sino que se los copiaba

uno por uno; y que uno de estos libros contuviera referencias que en épocas posteriores se

consideraron indeseadas -tal como, según Robert Eisler (1929), los escritos de Flavio Josefo

debieron de contener pasajes sobre Jesucristo chocantes para la posterior cristiandad-. La

censura oficial de nuestros días no emplearía otro mecanismo de defensa que la confiscación y

destrucción de cada ejemplar de la edición entera. En aquella época se utilizaban métodos

diversos para volver inocuo el libro. O bien los pasajes chocantes se tachaban con un trazo

grueso, de suerte que se volvían ilegibles, y, si después no se los reescribía, el siguiente copista

del libro brindaba un texto irreprochable, pero lagunoso en algunos pasajes y quizás ininteligible

ahí. O bien, no conformes con ello, querían evitar también el indicio de la mutilación del texto;

procedíase entonces a desfigurar {dislocar} el texto. Se omitían algunas palabras o se las

sustituía por otras, se interpolaban frases nuevas; lo mejor era suprimir todo el pasaje e insertar

en su lugar otro, que quería decir exactamente lo contrario. El copista siguiente del libro podía

producir entonces un texto insospechable, pero que estaba falsificado; ya no contenía lo que el

autor había querido comunicar, y muy probablemente las correcciones introducidas no se

orientaban en el sentido de la verdad.

Si no se establece la comparación en términos demasiado estrictos, se puede decir que la

represión es a los otros métodos de defensa como la omisión a la desfiguración de] texto, y en

las diversas formas de esta falsificación puede uno hallar analogías para las múltiples

variedades de la alteración del yo. Alguien podría objetar que esta comparación falla en un punto

esencial, pues la desfiguración del texto es obra de una censura tendenciosa, de la que el

desarrollo yoico no muestra ningún correspondiente; pero no hay tal, pues esa tendencia está

subrogada en vasta medida por la compulsión del principio de placer. El aparato psíquico no tolera el displacer, tiene que defenderse de él a cualquier precio, y si la percepción de la realidad

objetiva trae displacer, ella -o sea, la percepción- tiene que ser sacrificada. Contra el peligro

exterior, uno puede encontrar socorro durante un tiempo en la huida y la evitación de la situación

peligrosa, hasta adquirir fortaleza bastante para cancelar la amenaza mediante una alteración

activa de la realidad objetiva. Pero de sí mismo uno no puede huir; contra el peligro interior no

vale huida alguna, y por eso los mecanismos de defensa del yo están condenados a falsificar la

percepción interna y a posibilitarnos sólo una noticia deficiente y desfigurada de nuestro ello. El

yo queda entonces,. en sus relaciones con el ello, paralizado por sus limitaciones o

enceguecido por sus errores, y el resultado en el acontecer psíquico será por fuerza el mismo

que si un peregrino no conociera la comarca por la que anda y no tuviera vigor para la marcha.

Los mecanismos de defensa sirven al propósito de apartar peligros. Es incuestionable que lo

consiguen; es dudoso que el yo, durante su desarrollo, pueda renunciar por completo a ellos,

pero es también seguro que ellos mismos pueden convertirse en peligros. Muchas veces el

resultado es que el yo ha pagado un precio demasiado alto por los servicios que ellos le

prestan. El gasto dinámico que se requiere para solventarlos, así como las limitaciones del yo

que conllevan casi regularmente, demuestran ser unos pesados lastres para la economía

psíquica. Y, por otra parte, estos mecanismos no son resignados después que socorrieron al yo

en los años difíciles de su desarrollo. Desde luego que cada persona no emplea todos los

mecanismos de defensa posibles, sino sólo cierta selección de ellos, pero estos se fijan en el

interior del yo, devienen unos modos regulares de reacción del carácter, que durante toda la

vida se repiten tan pronto como retorna una situación parecida a la originaria. Así pasan a ser

infantilismos, comparten el destino de tantas instituciones que se afanan en conservarse

cuando ha pasado la época de su idoneidad. «La razón para en locura, la obra de bien en

azote», según la queja del poeta(215). El yo fortalecido del adulto sigue defendiéndose de unos

peligros que ya no existen en la realidad objetiva, y aun se ve esforzado a rebuscar aquellas

situaciones de la realidad que puedan servir como sustitutos aproximados del peligro originario,

a fin de justificar su aferramiento a los modos habituales de reacción. Bien se entiende, pues,

que los mecanismos de defensa, mediante una enajenación respecto del mundo exterior, que

gana más y más terreno, y mediante un debilitamiento permanente del yo, preparen y

favorezcan el estallido de la neurosis.

Pero en este momento nuestro interés no se dirige al papel patógeno de los mecanismos de

defensa; queremos indagar cómo influye sobre nuestro empeño terapéutico la alteración del yo

que les corresponde. El ya citado libro de Anna Freud proporciona el material para responder

esta pregunta. Lo esencial respecto de esto es que el analizado repite tales modos de reacción

aun durante el trabajo analítico, los muestra a nuestros ojos, por así decir; en verdad, sólo por

esa vía tomamos noticia de ellos. No querernos decir con esto que imposibiliten el análisis. Más

bien, conforman una mitad de nuestra tarea analítica, La otra, la que el análisis abordó primero

en su historia temprana, es el descubrimiento de lo escondido en el ello. Durante el tratamiento,

nuestro empeño terapéutico oscila en continuo péndulo entre un pequeño fragmento de análisis

del ello y otro de análisis del yo. En un caso queremos hacer conciente algo del ello; en el otro,

corregir algo en el yo. Y el hecho decisivo es que los mecanismos de defensa frente a antiguos

peligros retornan en la cura como resistencias al restablecimiento. Se desemboca en esto: que

la curación misma es tratada por el yo corno un peligro nuevo.

El efecto terapéutico se liga con el hacer conciente lo reprimido -en el sentido más lato- en el

interior del ello; preparamos el camino a este hacer conciente mediante interpretaciones y

construcciones(216), pero habremos interpretado sólo para nosotros, no para el analizado,

mientras el yo se aferre al defender anterior, mientras no resigne las resistencias. Ahora bien,

estas resistencias, aunque pertenecientes al yo, son empero inconcientes y en cierto sentido

están segregadas dentro del yo. El analista las discierne más fácilmente que a lo escondido en

el ello; debería bastar que se las tratase como partes del ello y, haciéndolas concientes, se las

vinculase con el yo restante. Por este camino habría que tramitar una mitad de la tarea analítica;

no cabría contar con una resistencia al descubrimiento de resistencias. No obstante, sucede lo

siguiente. Durante el trabajo con las resistencias, el yo se sale -más o menos seriamente- del

pacto en que reposa la situación analítica. El yo deja de compartir nuestro empeño por poner en

descubierto al ello, lo contraría, no observa la regla analítica fundamental, no deja que afloren

otros retoños de lo reprimido. No se puede esperar del paciente una convicción sólida sobre el

poder curativo del análisis; acaso ya traía alguna confianza en el analista, confianza que se

refuerza y se torna productiva en virtud de los factores, que es preciso despertar, de la

trasferencia positiva. Bajo el Influjo de las mociones de displacer, que se registran ahora por la

reescenificación de los conflictos defensivos, pueden cobrar preeminencia unas trasferencias

negativas y cancelar por completo la situación analítica. El analista es ahora sólo un hombre

extraño que le dirige al paciente desagradables propuestas, y este se comporta frente a aquel

en un todo como el niño a quien el extraño no le gusta, y no le cree nada. Si el analista intenta

demostrar al paciente una de las desfiguraciones emprendidas en la defensa y corregírsela, lo

halla irrazonable e inaccesible para los buenos argumentos. Así pues, existe realmente una

resistencia a la puesta en descubierto de las resistencias, y los mecanismos de defensa

merecen realmente el nombre con que se los designó al comienzo, antes de ser investigados

con precisión; son resistencias no sólo contra el hacer-concientes los contenidos-ello, sino

también contra el análisis en general y, por ende, contra la curación.

Al efecto que en el interior del yo tiene el defender podemos designarlo «alteración del yo»,

siempre que por tal comprendamos la divergencia respecto de un yo normal ficticio que

aseguraría al trabajo psicoanalítico una alianza de fidelidad inconmovible. Ahora es fácil creer lo

que la experiencia cotidiana enseña: tratándose del desenlace de una cura analítica, este

depende en lo esencial de la intensidad y la profundidad de arraigo de estas resistencias de la

alteración del yo. De nuevo nos sale al paso aquí la significatividad del factor cuantitativo, de

nuevo somos advertidos de que el análisis puede costear sólo unos volúmenes determinados y

limitados de energías, que han de medirse con las fuerzas hostiles. Y es como si efectivamente

el triunfo fuera, las más de las veces, para los batallones más fuertes.

VI

El próximo interrogante es si toda alteración del yo -en el sentido en que nosotros la

entendemos- es adquirida durante las luchas defensivas de la edad temprana. La respuesta es

inequívoca. No hay razón alguna para impugnar la existencia y significatividad de diversidades originarias, congénitas, del yo. Un hecho es decisivo: cada persona selecciona siempre sólo

algunos de los mecanismos de defensa posibles, y los emplea luego de continuo [AE, 23, págs.

239-40].

Esto señala que el yo singular está dotado desde el comienzo de predisposiciones y tendencias

individuales, sólo que nosotros no somos capaces de indicar su índole ni su condicionamiento.

Además, sabemos que no es lícito extremar el distingo entre propiedades heredadas y

adquiridas hasta convertirlo en una oposición; entre lo heredado, lo adquirido por los

antepasados constituye sin duda un sector importante. Cuando hablamos de «herencia

arcaica(217)», solemos pensar únicamente en el ello y al parecer suponemos que un yo no está

todavía presenta al comienzo de la vida singular. Pero no descuidemos que ello y yo

originariamente son uno, y no significa ninguna sobrestimación mística de la herencia

considerar verosímil que el yo todavía no

existente tenga ya establecidas las orientaciones del desarrollo, las tendencias y reacciones

que sacará a la luz más tarde. Las particularidades psicológicas de familias, razas y naciones,

incluso en su conducta frente al análisis, no admiten ninguna otra explicación. Más aún: la

experiencia analítica nos ha impuesto la convicción de que incluso ciertos contenidos psíquicos

como el simbolismo no poseen otra fuente que la trasferencia heredada, y diversas

indagaciones de la psicología de los pueblos nos sugieren presuponer en la herencia arcaica

todavía otros precipitados, igualmente especializados, del desarrollo de la humanidad temprana.

Con la intelección de que las propiedades del yo que registramos como resistencia pueden ser

tanto de condicionamiento hereditario cuanto adquiridas en las luchas defensivas, el distingo

tópico entre yo y ello ha perdido mucho de su valor para nuestra indagación. Un paso ulterior en

nuestra experiencia analítica nos lleva a resistencias de otra índole, que ya no podemos

localizar y que parecen depender de constelaciones fundamentales dentro del aparato anímico.

Sólo puedo ofrecer algunas muestras de ese género, pues todo este campo es todavía ajeno y

enmarañado, no está bien explorado. Por ejemplo, uno encuentra personas a quienes atribuiría

una particular «viscosidad de la libido(218)». Los procesos que la cura inicia en ellas trascurren

mucho más lentamente que en otras, porque, según parece, no pueden decidirse a desasir

investiduras libidinales de un objeto y desplazarlas a uno nuevo, aunque no se encuentren

particulares razones para tal fidelidad a las investiduras. También uno se topa con el tipo

contrapuesto, en que la libido aparece dotada de una especial movilidad, entra con rapidez en

las investiduras nuevas propuestas por el análisis y resigna a cambio las anteriores. Es un

distingo como el que podría registrar el artista plástico según trabaje con piedra dura o con

blanda arcilla. Por desdicha, los resultados analíticos en este segundo tipo suelen ser muy

lábiles: las investiduras nuevas se abandonan muy pronto, y uno recibe la impresión, no de

haber trabajado con arcilla, sino de haber escrito en el agua. Vale aquí la admonición: «Lo que

pronto se gana, más rápido se pierde».

En otro grupo de casos, uno es sorprendido por una conducta que no puede referir sino a un

agotamiento de la plasticidad, de la capacidad para variar y para seguir desarrollándose, que de

ordinario se espera. Sin duda que en el análisis estamos preparados para hallar cierto grado de

inercia psíquica; cuando el trabajo analítico ha abierto caminos nuevos a la moción pulsional, se

observa casi siempre que no se los emprende sin una nítida vacilación. A esta conducta la

hemos designado, de manera quizá no del todo correcta, «resistencia del ello(219)». Pero en

los casos que ahora consideramos, todos los decursos, vínculos y distribuciones de fuerza

prueban ser inmutables, fijos, petrificados. En gente de edad muy avanzada, a esto uno lo halla

explicable por la llamada «fuerza de la costumbre», el agotamiento de la capacidad receptiva

-una suerte de entropía psíquica(220)-; pero aquí se trata de individuos todavía jóvenes. Nuestra

preparación teórica parece insuficiente para concebir correctamente los tipos que responden a

esa descripción; tal vez intervengan unos caracteres temporales, variaciones, dentro de la vida

psíquica, de un ritmo de desarrollo que todavía no ha sido apreciado.

Acaso provengan de una base diversa, más honda aún, las diferencias yoicas a las cuales, en

un grupo más amplio de casos, cabe inculpar como fuentes de la resistencia a la cura analítica

e impedimentos del éxito terapéutico. Aquí entra en juego lo último que la exploración

psicológica es capaz de discernir: la conducta de las dos pulsiones primordiales, su

distribución, mezcla y desmezcla, cosas estas que no se deben representar limitadas a una

sola provincia del aparato anímico (ello, yo o superyó). Durante el trabajo analítico no hay

impresión más fuerte de las resistencias que la de una fuerza que se defiende por todos los

medios contra la curación y a toda costa quiere aferrarse a la enfermedad y el padecimiento. A

una parte de esa fuerza la hemos individualizado, con acierto sin duda, como conciencia de

culpa y necesidad de castigo, y la hemos localizado en la relación del yo con el superyó. Pero

se trata sólo de aquella parte que ha sido, por así decir, psíquicamente ligada por el superyó, en

virtud de lo cual se tienen noticias de ella; ahora bien: de esa misma fuerza pueden estar

operando otros montos, no se sabe dónde, en forma ligada o libre. Si uno se representa en su

totalidad el cuadro que componen los fenómenos del masoquismo inmanente de tantas

personas, la reacción terapéutica negativa y la conciencia de culpa de los neuróticos, no podrá

ya sustentar la creencia de que el acontecer anímico es gobernado exclusivamente por el afán

de placer. Estos fenómenos apuntan de manera inequívoca a la presencia en la vida anímica de

un poder que, por sus metas, llamamos pulsión de agresión o destrucción y derivamos de la

pulsión de muerte originaria, propia de la materia animada. No cuenta aquí tina oposición entre

teoría optimista y pesimista de la vida; sólo la acción eficaz conjugada y contraria (ver

nota(221)) de las dos pulsiones primordiales, Eros y pulsión de muerte, explica la variedad de

los fenómenos vitales, nunca una sola de ellas.

De qué manera sectores de las dos variedades pulsionales se conjugan entre sí para la

ejecución de las diversas funciones vitales; bajo qué condiciones tales reuniones se aminoran o

descomponen; qué perturbaciones corresponden a esas alteraciones, y con qué sensaciones

responde a ellas la escala perceptiva del principio de placer: poner en claro todo ello sería la

tarea más lucrativa de la investigación psicológica. Provisionalmente nos inclinamos frente al

hiperpoder de las potencias ante las cuales vemos naufragar nuestros empeños. Ya conseguir

influjo psíquico sobre el masoquismo simple pone a dura prueba nuestro poder.

En el estudio de los fenómenos que prueban el quehacer de la pulsión de destrucción no

estamos limitados a observaciones de material patológico. Numerosos hechos de la vida

anímica normal exigen una explicación así, y cuanto más se aguce nuestra mirada, tanto más

abundantes habrán de parecernos. Es un tema demasiado nuevo e importante como para

tratarlo en esta elucidación de pasada; me limitaré a espigar unas pocas muestras.

Valga lo siguiente como ejemplo. Es notorio que en todas las épocas existieron, y existen

todavía, hombres que pueden tomar como objeto sexual a personas de su mismo sexo tanto como del otro. Los llamamos «bisexuales», señalamos su existencia sin asombrarnos mucho

por ello. Pero hemos aprendido que todos los seres humanos son bisexuales en ese sentido;

que distribuyen su libido, de manera manifiesta o latente, entre objetos de ambos sexos. Sólo

que algo nos llama la atención sobre esto. Mientras que en el primer caso las dos orientaciones

se han conciliado sin recíproco choque, en el otro y más frecuente caso se hallan en el estado

de un conflicto no conciliado. La heterosexualidad de un varón no tolera ninguna

homosexualidad, y lo mismo a la inversa. Si la primera es la más fuerte, consigue mantener

latente a la segunda y la esfuerza a apartarse {abdrängen} de la satisfacción real; por otra parte,

no hay mayor peligro para la función heterosexual de un varón que su perturbación por la

homosexualidad latente. Se podría ensayar la explicación de que sólo se dispone de un monto

preciso de libido, por el cual se ven obligadas a luchar las dos orientaciones que rivalizan entre

sí; pero no se intelige por qué los rivales no se reparten el monto disponible de libido según su

fuerza relativa, como en muchos casos pueden hacerlo. Uno tiene toda la impresión de que la

inclinación al conflicto es algo particular, algo nuevo que viene a sumarse a la situación,

independientemente de la cantidad de libido. Y semejante inclinación al conflicto, que aparece

de manera independiente, difícilmente se pueda reducir a otra cosa que a la injerencia de un

fragmento de agresión libre.

Si el caso aquí elucidado se reconoce como una exteriorización de la pulsión de destrucción o

de agresión, se plantea enseguida este problema: si no se debería extender esta misma

concepción a otros ejemplos de conflicto, y, más aún, si todo nuestro saber sobre el conflicto

psíquico en general no debería revisarse desde este nuevo punto de vista. Es que suponemos

que en el camino de desarrollo desde el primitivo al hombre de cultura sobreviene una muy

considerable interiorización, una vuelta hacia adentro de la agresión, y los conflictos internos

serían sin duda el equivalente exacto de las luchas externas así suspendidas. Sé perfectamente

bien que la teoría dualista que pretende poner una pulsión de muerte, de destrucción o de

agresión como copartícipe con iguales derechos junto a Eros, que se da a conocer en la libido,

ha hallado en general poco eco y en verdad no se ha abierto paso ni siquiera entre los

psicoanalistas. Por ello mismo debía regocijarme el reencontrar nuestra teoría, no hace mucho

tiempo, en uno de los grandes pensadores de la aurora griega. A esta corroboración sacrifico de

buena gana el prestigio de la originalidad, tanto más cuanto que, dada la extensión de mis

lecturas en años tempranos, nunca puedo estar seguro de que mi supuesta creación nueva no

fuera una operación de la criptomnesia (ver nota(222)).

Empédocles de Acragas (Girgenti(223)) (ver nota(224)) nacido hacia 495 a. C., aparece como

una de las figuras más grandiosas y asombrosas de la historia de la cultura griega. Su

multifacética personalidad se afirmó en las más diversas orientaciones; fue investigador y

pensador, profeta y mago, político, filántropo y médico naturista; de él se cuenta que libró de la

malaria a la ciudad de Selinonte, y sus contemporáneos lo veneraban como a un dios. Su

espíritu parece haber reunido dentro de sí los más tajantes opuestos; exacto y sobrio en sus

investigaciones tísicas y fisiológicas, no retrocede ante una oscura mística, y edifica una

especulación cósmica de una osadía asombrosamente fantástica. Capelle lo compara con el

doctor Fausto, «a quien tantos secretos fueron revelados(225)». Nacido en una época en que el

reino del saber no se fragmentaba aún en tantas provincias, muchas de sus doctrinas no

pueden sino sonarnos primitivas. Explicó la diversidad de las cosas por unas mezclas de los

cuatro elementos: tierra, agua, fuego y aire; creyó en el carácter animado de la naturaleza

entera, y en la trasmigración de las almas; pero también entran en su edificio doctrinal ideas tan

modernas como un desarrollo por etapas de los seres vivos, la supervivencia de los más aptos

y el reconocimiento del papel del azar (tuch) en ese desarrollo.

Pero aquí merece nuestro interés aquella doctrina de Empédocles tan próxima a la teoría

psicoanalítica de las pulsiones que uno está tentado de afirmar que ambas serían idénticas, si

no mediara el distingo de que la del griego es una fantasía cósmica, mientras que la nuestra se

ciñe a pretender una validez biológica. Es cierto que sustrae a esta diferencia buena parte de su

significado la circunstancia de que Empédocles atribuyera al universo el mismo carácter

animado que al ser vivo singular.

El filósofo enseña, pues, que existen dos principios del acontecer así en la vida del mundo como

en la del alma, dos principios que mantienen eterna lucha entre sí. Los llama jilia (amor) y

ueicoz (discordia). Uno de estos poderes, que en el fondo son para él «unas fuerzas naturales

de eficiencia pulsional, en modo alguno unas inteligencias concientes de fines» (ver nota(226))

aspira a aglomerar en una unidad las partículas primordiales de los cuatro elementos; el otro, al

contrario, quiere deshacer todas esas mezclas y separar entre sí esas partículas primordiales.

Empédocles concibe al proceso del mundo como una alternancia continuada, que nunca cesa,

de períodos en que una u otra de las dos fuerzas fundamentales conquista la victoria, de suerte

que una vez el amor y la vez siguiente la discordia imponen de manera plena su propósito y

gobiernan al mundo, tras lo cual la otra parte, la derrotada, se recobra y a su turno vence al

copartícipe.

Los dos principios básicos de Empédocles, jilia y ueicoz , son, por su nombre y por su

función, lo mismo que nuestras dos pulsiones primordiales, Eros y destrucción, empeñada la

una en reunir lo existente en unidades más y más grandes, y la otra en disolver esas reuniones

y en destruir los productos por ellas generados. Mas no ha de asombrarnos que esta teoría

haya reaparecido alterada luego de dos mil quinientos años. Aun si prescindimos de la limitación

a lo biopsíquico, que nos es impuesta, nuestras sustancias básicas ya no son los cuatro

elementos de Empédocles; la vida se ha separado para nosotros tajantemente de lo inanimado,

ya no pensamos en una mezcla y un divorcio de partículas de sustancia, sino en una soldadura

y una desmezcla de componentes pulsionales. Por otra parte, en cierta medida hemos dado

infraestructura biológica al principio de la «discordia» reconduciendo nuestra pulsíón de

destrucción a la pulsión de muerte, el esfuerzo de lo vivo por regresar a lo inerte. Esto no pone

en entredicho que una pulsión análoga pueda haber existido ya antes, y desde luego no

pretende afirmar que una pulsión así se ha engendrado sólo con la aparición de la vida. Y nadie

puede prever bajo qué vestidura el núcleo de verdad de la doctrina de Empédocles habrá de

mostrarse a una intelección posterior (ver nota(227)).

VII

Una conferencia de rico contenido, pronunciada por S. Ferenczi en 1927, «El problema de la

terminación de los análisis(228)», concluy e con esta consoladora seguridad: « … el análisis no

es un proceso sin término, sino que puede ser llevado a un cierre natural si el analista tiene la

pericia y paciencia debidas». Opino que ese trabajo equivale más bien a una advertencia de no

poner como meta del análisis su abreviación, sino su profundización. Ferenczi añade todavía la

valiosa puntualización de que es igualmente decisivo para el éxito que el analista haya aprendido

bastante de sus propios «yerros y errores», y cobrado imperio sobre los «puntos débiles de su

propia personalidad». Esto proporciona un importante complemento para nuestro tema. No sólo

la complexión yoica del paciente: también la peculiaridad del analista demanda su lugar entre los

factores que influyen sobre las perspectivas de la cura analítica y dificultan esta tal como lo

hacen las resistencias.

Es indiscutible que los psicoanalistas no han alcanzado por entero en su propia personalidad la

medida de normalidad psíquica en que pretenden educar a sus pacientes. Opositores del

análisis suelen señalar en son de burla ese hecho y emplearlo como argumento para demostrar

la inutilidad del empeño analítico. Uno podría rechazar esta crítica como reclamo ilegítimo. Los

analistas son personas que han aprendido a ejercer un arte determinado y, junto a ello, tienen

derecho a ser hombres como los demás. En otro orden, nadie afirma que un individuo es inepto

como médico para enfermedades internas si sus propios órganos internos no están sanos; al

contrario, se puede hallar cierta ventaja en que alguien amenazado de tuberculosis se

especialice en el tratamiento de tuberculosos. Sin embargo, no son iguales los casos. Al

médico enfermo de los pulmones o del corazón, siempre que haya conservado la capacidad de

trabajar, su condición de enfermo no lo estorbará en el diagnóstico ni en la terapia de las

afecciones internas, mientras que el analista, a consecuencia de las particulares condiciones

del trabajo analítico, será efectivamente estorbado por sus propios defectos para asir de

manera correcta las constelaciones del paciente y reaccionar ante ellas con arreglo a fines. Por

tanto, tiene su buen sentido que al analista se le exija, como parte de su prueba de aptitud, una

medida más alta de normalidad y de corrección anímicas; y a esto se suma que necesita de

alguna superioridad para servir al paciente como modelo en ciertas situaciones analíticas, y

como maestro en otras. Por último, no se olvide que el vínculo analítico se funda en el amor por

la verdad, es decir, en el reconocimiento de la realidad objetiva, y excluye toda ilusión y todo

engaño.

Detengámonos un momento para asegurar al analista nuestra simpatía sincera por tener que

cumplir él con tan difíciles requisitos en el ejercicio de su actividad. Y hasta pareciera que

analizar sería la tercera de aquellas profesiones «imposibles» en que se puede dar

anticipadamente por cierta la insuficiencia del resultado. Las otras dos, ya de antiguo

consabidas, son el educar y el gobernar (ver nota(229)). No puede pedirse, es evidente, que el

futuro analista sea un hombre perfecto antes de empeñarse en el análisis, esto es, que sólo

abracen esa profesión personas de tan alto y tan raro acabamiento. Entonces, ¿dónde y cómo

adquiriría el pobre diablo aquella aptitud ideal que le hace falta en su profesión? La respuesta

rezará: en el análisis propio, con el que comienza su preparación para su actividad futura. Por

razones prácticas, aquel sólo puede ser breve e incompleto; su fin principal es posibilitar que el

didacta juzgue si se puede admitir al candidato para su ulterior formación. Cumple su cometido

si instila en el aprendiz la firme convicción en la existencia de lo inconciente, le proporciona las

de otro modo increíbles percepciones de sí a raíz de la emergencia de lo reprimido, y le enseña,

en una primera muestra, la técnica únicamente acreditada en la actividad analítica. Esto por sí

solo no bastaría como instrucción, pero se cuenta con que las incitaciones recibidas en el

análisis propio no han de finalizar una vez cesado aquel, con que los procesos de la

recomposición del yo continuarán de manera espontánea en el analizado y todas las ulteriores

experiencias serán aprovechadas en el sentido que se acaba de adquirir. Ello en efecto

acontece, y en la medida en que acontece otorga al analizado aptitud de analista.

Es lamentable que además de ello acontezca otra cosa todavía. Cuando quiere describirlo, uno

sólo puede basarse en ciertas impresiones. Hostilidad por un lado, partidismo por el otro, crean

una atmósfera que no es favorable a la exploración objetiva. Parece, pues, que numerosos

analistas han aprendido a aplicar unos mecanismos de defensa que les permiten desviar de la

persona propia ciertas consecuencias y exigencias del análisis, probablemente dirigiéndolas a

otros, de suerte que ellos mismos siguen siendo como son y pueden sustraerse del influjo

crítico y rectificador de aquel. Acaso este hecho da razón al poeta cuando nos advierte que, si a

un hombre se le confiere poder, difícil le resultará no abusar de ese poder (ver nota(230)).

Entretanto, a quien se empeña en entender esto se le impone la desagradable analogía con el

efecto de los rayos X cuando se los maneja sin particulares precauciones. No sería asombroso

que el hecho de ocuparse constantemente de todo lo reprimido que en el alma humana pugna

por libertarse conmoviera y despertara también en el analista todas aquellas exigencias

pulsionales que de ordinario él es capaz de mantener en la sofocación. También estos son

«peligros del análisis», que por cierto no amenazan al copartícipe pasivo, sino al copartícipe

activo de la situación analítica, y no se debería dejar de salirles al paso. En cuanto al modo, no

pueden caber dudas. Todo analista debería hacerse de nuevo objeto de análisis periódicamente,

quizá cada cinco años, sin avergonzarse por dar ese paso. Ello significaría, entonces, que el

análisis propio también, y no sólo el análisis terapéutico de enfermos, se convertiría de una

tarea terminable {finita} en una interminable {infinita}.

No obstante, es tiempo de aventar aquí un malentendido. No tengo el propósito de aseverar que

el análisis como tal sea un trabajo sin conclusión. Comoquiera que uno se formule esta

cuestión en la teoría, la terminación de un análisis es, opino yo, un asunto práctico. Todo

analista experimentado podrá recordar una serie de casos en que se despidió del paciente para

siempre «rebus bene gestis(231)». Mucho menos se distancia la práctica de la teoría en casos

del llamado «análisis del carácter». Aquí no se podrá prever fácilmente un término natural, por

más que uno evite expectativas exageradas y no pida del análisis unas tareas extremas. Uno no

se propondrá como meta limitar todas las peculiaridades humanas en favor de una normalidad

esquemática, ni demandará que los «analizados a fondo» no registren pasiones ni puedan

desarrollar conflictos internos de ninguna índole. El análisis debe crear las condiciones

psicológicas más favorables para las funciones del yo; con ello quedaría tramitada su tarea.

VIII

Tanto en los análisis terapéuticos como en los de carácter es llamativo el hecho de que dos

temas se destaquen en particular y den guerra al analista en medida desacostumbrada. No

pasa mucho tiempo sin que se reconozca lo acorde a ley que ahí se exterioriza. Los dos temas están ligados a la diferencia entre los sexos; uno es tan característico del hombre como lo es el

otro de la mujer. A pesar de la diversidad de su contenido, son correspondientes manifiestos.

Algo que es común a ambos sexos ha sido comprimido, en virtud de la diferencia entre los

sexos, en una forma de expresión otra.

Esos dos temas en recíproca correspondencia son, parala mujer, la envidia del pene -el positivo

querer-alcanzar la posesión de un genital masculino-, y para el hombre, la revuelta contra su

actitud pasiva o femenina hacia otro hombre. Eso común ha sido destacado muy temprano en

la nomenclatura psicoanalítica como conducta frente al complejo de castración, y más tarde

Alfred Adler ha impuesto el uso de la designación, enteramente acertada para el caso del

hombre, de «protesta masculina(232)»; yo creo que «desautorización de la feminidad» habría

sido desde el comienzo la descripción correcta de este fragmento tan asombroso de la vida

anímica de los seres humanos.

En el intento de articularlo dentro de nuestro edificio doctrinal teórico, no se podría descuidar

que este factor, por su naturaleza, no admite la misma colocación en ambos sexos. En el

varón, la aspiración de masculinidad aparece desde el comienzo mismo y es por entero acorde

con el yo; la actitud pasiva, puesto que presupone la castración, es enérgicamente reprimida, y

muchas veces sólo unas sobre-compensaciones excesivas señalan su presencia. También en

la mujer el querer-alcanzar la masculinidad es acorde con el yo en cierta época, a saber, en la

fase fálica, antes del desarrollo hacia la feminidad. Pero luego sucumbe a aquel sustantivo

proceso de represión, de cuyo desenlace, como a menudo se ha expuesto, dependen los

destinos de la feminidad (ver nota(233)). Mucho importa, para estos, que se haya sustraído de la

represión en bastante medida el complejo de masculinidad, influyendo de manera permanente

sobre el carácter; grandes sectores del complejo son trasmudados de manera normal para

contribuir a la edificación de la feminidad; del insaciable deseo del pene devendrán el deseo del

hijo y del varón, portador del pene. Pero con insólita frecuencia hallaremos que el deseo de

masculinidad se ha conservado en lo inconciente y despliega desde la represión sus efectos

perturbadores.

Como se advierte por lo dicho, lo que en ambos casos cae bajo la represión es lo propio del

sexo contrario. Ya he mencionado en otro lugar(234) que este punto de vista me fue expuesto

en su tiempo por Wilhelm Fliess, quien se inclinaba a declarar que la oposición entre los sexos

era la ocasión genuina y el motivo primordial de la represión. No hago más que repetir mi

discrepancia de entonces si desautorizo sexualizar la represión de esa manera, vale decir,

fundarla en lo biológico en vez de hacerlo en términos puramente psicológicos.

La sobresaliente significatividad de ambos temas -el deseo del pene en la mujer y la revuelta

contra la actitud pasiva en el varón- no ha escapado a la atención de Ferenczi. En su

conferencia de 1927 plantea, para todo análisis exitoso, el requisito de haber dominado esos

dos complejos(235). Por experiencia propia yo agregaría que hallo a Ferenczi demasiado

exigente en este punto. En ningún momento del trabajo analítico se padece más bajo el

sentimiento opresivo de un empeño que se repite infructuosamente, bajo la sospecha de

«predicar en el vacío», que cuando se quiere mover a las mujeres a resignar su deseo del pene

por irrealizable, y cuando se pretende convencer a los hombres de que una actitud pasiva frente

al varón no siempre tiene el significado de una castración y es indispensable en muchos

vínculos de la vida. De la sobrecompensación desafiante del varón deriva una de las más

fuertes resistencias trasferenciales. El hombre no quiere someterse a un sustituto del padre, no

quiere estar obligado a agradecerle, y por eso no quiere aceptar del médico la curación. No

puede establecerse una trasferencia análoga desde el deseo del pene de la mujer; en cambio,

de esa fuente provienen estallidos de depresión grave, por la certeza interior de que la cura

analítica no servirá para nada y de que no es posible obtener remedio. No se le hará injusticia si

se advierte que la esperanza de recibir, empero, el órgano masculino que echa de menos

dolidamente fue el motivo más intenso que la esforzó a la cura.

Pero de ahí uno aprende que no es importante la forma en que se presenta la resistencia, si

como trasferencia o no. Lo decisivo es que la resistencia no permite que se produzca cambio

alguno, que todo permanece como es. A menudo uno tiene la impresión de haber atravesado

todos los estratos psicológicos y llegado, con el deseo del pene y la protesta masculina, a la

«roca de base» y, de este modo, al término de su actividad. Y así tiene que ser, pues para lo

psíquico lo biológico desempeña realmente el papel del basamento rocoso subyacente. En

efecto, la desautorización de la feminidad no puede ser más que un hecho biológico, una pieza

de aquel gran enigma de la sexualidad (ver nota(236)). Difícil es decir si en una cura analítica

hemos logrado dominar este factor, y cuándo lo hemos logrado. Nos consolamos con la

seguridad de haber ofrecido al analizado toda la incitación posible para reexaminar y variar su

actitud frente a él.

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