Dostoievski y el parricido
Lo lamento, pero no puedo evitar que estas puntualizaciones sobre las actitudes de odio y de amor hacia el padre, y sus mudanzas bajo el influjo de la amenaza de castración, parezcan de mal gusto e increíbles al lector desconocedor del psicoanálisis. Y aun estoy seguro de que justamente el complejo de castración será objeto de la desautorización más universal. No obstante, puedo aseverar que la experiencia psicoanalítica ha destacado esas constelaciones por encima de cualquier duda, y nos ordena discernir en ellas la clave de toda neurosis.
Ensayémoslo también con la sedicente epilepsia de nuestro literato. ¡Tan ajenas a nuestra
conciencia son las cosas por las que está gobernada nuestra vida anímica!
Las consecuencias de la represión del odio al padre dentro del complejo de Edipo no se
agotan en lo comunicado hasta aquí. Hay algo más, a saber, que la identificación-padre se
conquista a la postre un lugar duradero dentro del yo. Es acogida en el yo, pero allí se
contrapone al otro contenido del yo como una instancia particular. La llamamos entonces el
superyó y le atribuimos a ella, la heredera del influjo parental, las más importantes funciones.
Si el padre fue duro, violento, cruel, el superyó toma de él esas cualidades y en su relación
con el yo vuelve a producirse la pasividad que justamente debía ser reprimida. El superyó ha
devenido sádico, el yo deviene masoquista, es decir, en el fondo, femeninamente pasivo. Dentro
del yo se genera una gran necesidad de castigo, que en parte está pronta como tal a acoger al
destino, y en parte halla satisfacción en el maltrato por el superyó (conciencia de culpa). En
efecto, cada castigo es en el fondo la castración y, como tal, el cumplimiento de la vieja actitud
pasiva hacia el padre. Y el destino mismo no es en definitiva sino una tardía proyección del
padre.
Los procesos normales de la formación de la conciencia moral tendrían que ser semejantes a
los anormales aquí expuestos. Empero, no hemos logrado establecer el deslinde entre ambos.
Como se advierte, aquí se atribuye la máxima participación en el desenlace a los componentes
pasivos de la feminidad reprimida. Además, un factor accidental no puede menos que pesar:
que el padre temido sea muy violento también en la realidad. Esto se aplica al caso de
Dostoievski, y reconduciremos a un componente femenino particularmente intenso el hecho de
su extraordinario sentimiento de culpa así como su modo masoquista de vida. He aquí, pues, la
fórmula para Dostoievski: Una persona de disposición bisexual particularmente intensa, que
puede defenderse con particular intensidad del vasallaje de un padre particularmente duro.
Agregamos este carácter de la bisexualidad a los componentes de su ser ya discernidos. El
temprano síntoma de los «ataques de muerte» puede comprenderse entonces como una
identificación-padre del yo, consentida por el superyó a modo de castigo. «Tú has querido matar
a tu padre para ser tú mismo el padre. Ahora eres el padre, pero el padre muerto»: el
mecanismo habitual de los síntomas histéricos. Y además: «Ahora el padre te mata». Para el
yo, el síntoma de la muerte es una satisfacción en la fantasía del deseo viril, y al mismo tiempo
una satisfacción masoquista; para el superyó, una satisfacción de castigo, vale decir, sádica.
Ambos, yo y superyó, siguen desempeñando el papel del padre.
En el conjunto, la relación entre la persona y el objeto-padre se ha mudado, conservando su
contenido, en una relación entre yo y superyó, una reescenificación en un nuevo teatro. Tales
reacciones infantiles provenientes del complejo de Edipo pueden extinguirse cuando la realidad
no les aporta alimento alguno. Pero el carácter del padre permanece idéntico … no: empeora
con los años, y entonces se conserva también el odio de Dostoievski al padre, su, deseo de que
muera ese padre malo. Ahora bien, es peligroso que la realidad cumpla tales deseos
reprimidos. La fantasía ha devenido realidad, y entonces son reforzadas todas las medidas de
defensa. En lo sucesivo los ataques de Dostoievski cobran carácter epiléptico, siguen
significando la identificación-padre a guisa de castigo, es cierto, pero se han vuelto temibles,
como lo fue la propia muerte terrorífica del padre. No se alcanzan a colegir otros contenidos,
sobre todo sexuales, que acaso tomaran.
Hay algo curioso: dentro del aura del ataque es vivenciado un momento de beatitud suprema,
que muy bien puede haber fijado el triunfo y la liberación por la noticia de la muerte, a los que
siguió en el acto el castigo tanto más cruel. Una sucesión así de triunfo y duelo, festividad y
duelo, la hemos colegido también entre los hermanos de la horda primordial que asesinaron al
padre, y lo hallamos repetido en la ceremonia del banquete totémico (1). Si fuera
cierto que Dostoievski se vio liberado de ataques en Siberia, ello no haría sino confirmar que sus
ataques eran su castigo. Ya no le hacían falta, pues era castigado de otro modo. Sólo que esto
es incomprobable. Mejor testimonio sobre la existencia de esa necesidad de castigo en la
economía anímica de Dostoievski es el hecho de que no lo quebrantaran esos años de miseria
y humillaciones. La condena de Dostoievski como criminal político era injusta, él tenía que
saberlo, pero aceptó el inmerecido castigo del padrecito Zar como sustituto del castigo que
había merecido por sus pecados hacia el padre real. En lugar de autocastigarse, se hizo
castigar por el subrogado del padre. Aquí penetramos un poco en la justificación psicológica de
los castigos impuestos por la sociedad. La verdad es que grandes grupos de criminales piden el
castigo. Su superyó lo pide, y así se ahorra imponer él mismo las penas (2).
Quien tenga noticia de las complejas mudanzas de significado de los síntomas histéricos
comprenderá que aquí en modo alguno se intenta averiguar el sentido de los ataques de
Dostoievski (3) más allá de ese comienzo.’ Basta con que pueda suponerse legítimamente
que su sentido originario permaneció inmutable tras todas las superposiciones ulteriores. Puede
decirse que Dostoievski nunca se liberó de la hipoteca que el propósito del parricidio hizo contraer a su conciencia moral. Determinó también su conducta hacia los otros dos campos en que es decisiva la relación con el padre: hacia la autoridad política y hacia la fe en Dios. En el primero, terminó en la total sumisión al padrecito Zar, que había jugado una vez con él, en la realidad, la comedia del asesinato que su ataque solía espejarle tan a menudo.
Aquí la penitencia salió ganadora. En el campo religioso le quedó más libertad; según informes
al parecer fidedignos, osciló hasta el último instante de su vida entre la fe y el ateísmo. Su gran
intelecto le impidió pasar por alto algunas de las dificultades lógicas a que conduce la fe. En una
repetición individual de un desarrollo de la historia universal, esperaba hallar en el ideal de Cristo
una salida y una liberación de la culpa, y usar su propia pasión como un título que le diera
derecho al papel de un Cristo. Sí en definitiva no se pronunció por la libertad y devino
reaccionario, se debió a que la culpa humana universal, la culpa del hijo, sobre la que se edifica
el sentimiento religioso, había alcanzado en él una intensidad supraindividual y permaneció
indoblegable aun para su gran inteligencia. Aquí nos exponemos al reproche de abandonar la neutralidad del análisis y someter a Dostoievski a valoraciones sólo justificadas desde el punto de vista partidista de determinada cosmovisión. Un conservador tomaría el partido del Gran Inquisidor y formularía un juicio diverso sobre Dostoievski. El reproche es justificado; para moderarlo sólo cabe decir que la decisión de Dostoievski parece comandada por la inhibición de pensamiento que le provocaba su neurosis.
Difícilmente se deba al azar que las tres obras maestras de la literatura de todos los tiempos traten del mismo tema, el del parricidio: Edipo Rey, de Sófocles;Hamlet, de Shakespeare, y Los hermanos Karamazov, de Dostoievski. Además, en las tres queda al descubierto como motivo del crimen la rivalidad sexual por la mujer. Sin duda la figuración más sincera es la del drama que retoma la saga griega. En él, es el héroe mismo quien cometió el crimen. Pero la elaboración poética no es posible sin suavizamiento y disfraz. La confesión desnuda del propósito de parricidio, como la obtenemos en el análisis, parece insoportable sin preparación analítica. En el drama griego, el indispensable debilitamiento, pero con preservación de la trama efectiva, es logrado con mano maestra proyectando a lo real el motivo inconciente del héroe, como si fuera una compulsión del destino ajena al héroe mismo. Este comete el crimen sin intención y al parecer sin influencia de la mujer; empero, el drama da razón de aquel nexo haciendo que pueda alcanzar a la madre reina sólo tras repetir la hazaña en el monstruo, que
simboliza al padre. Y descubierta su culpa, hecha ella conciente, no sigue intento alguno de
aventarla invocando la construcción auxiliar de la compulsión del destino, sino que es
reconocida y punida como una plena culpa conciente, lo cual puede parecer injusto a la
reflexión, pero es perfectamente correcto desde el punto de vista psicológico.
La figuración del drama inglés es más indirecta; no ha sido el héroe sino otro quien consumó la acción, y para este no significa un parricidio. Por eso no hace falta disfrazar el motivo escandaloso de la rivalidad sexual por la mujer. También vemos por asídecir bajo una luz refleja el complejo de Edipo del héroe, a medida que nos enteramos del efecto que el crimen del otro ejerce sobre él. Debería vengarlo, pero se encuentra asombrosamente incapaz de hacerlo.
Nosotros sabemos que es su sentimiento de culpa el que lo paraliza; de una manera por entero
adecuada a los procesos neuróticos, el sentimiento de culpa es desplazado a la percepción de
su insuficiencia para cumplir esa tarea. Se recogen indicios de que el héroe siente esa culpa
como supraindividual. Desprecia a los demás no menos que a sí mismo. «Dad a cada hombre
el trato que se merece, y ¿quién se salvaría de ser azotado?(4)».
La novela del autor ruso avanza otro paso en esta dirección. También aquí es otro quien
consumó el asesinato, pero uno que tenía frente al asesinado el mismo vínculo filial que el héroe
Dmitri, respecto de quien se admite francamente el motivo de la rivalidad sexual; es, pues, otro
hermano, a quien Dostoievski, significativamente, atribuye su misma enfermedad, la supuesta epilepsia, como si quisiera confesar que el epiléptico, el neurótico en mí, es un parricida. Y luego, en el alegato frente al tribunal, viene el famoso escarnio de la psicología, la que sería «una vara de dos puntas (5)».` Un grandioso disfraz, pues sólo hace falta invertirlo para hallar el sentido más profundo de la concepción de Dostoievski. No es la psicología la que merece el escarnio, sino el procedimiento judicial mismo. En efecto, es indiferente quién ejecutó de hecho
el crimen; a la psicología sólo le importa quién lo quiso en su sentimiento y, una vez producido,
lo saludó con beneplácito (6). Por eso frente a Aliosha, la figura de contraste, todos
los hermanos -el apasionado gozador, el cínico escéptico y el criminal epiléptico- son culpables
por igual. En Los hermanos Karamazov se encuentra una escena en extremo definitoria para Dostoievski. En la conversación con Dmítri, el staretz (7) ha reconocido que él mismo lleva en sí la disposición al parricidio, y se arroja a sus pies. No puede tratarse de una expresión de reverencia; tiene que significar que el Santo arrojaba de sí la tentación de despreciar o aborrecer al asesino, y por eso se humilla ante él. La simpatía de Dostoievski por el criminal es de hecho ¡limitada, va mucho más allá de la compasión a que el desdichado tiene derecho, y recuerda el horror sagrado con que la Antigüedad consideró al epiléptico y al enfermo mental. El criminal es para él casi como un redentor que ha tomado sobre sí la culpa que los otros habrían debido llevar. Después que él ya ha asesinado, no hace falta asesinar; antes bien, es preciso estarle agradecido, pues de lo contrario uno mismo habría debido asesinar. Esto no es sólo compasión indulgente; es identificación sobre la base de los mismos impulsos asesinos, en verdad un narcisismo apenas desplazado {descentrado}. No por ello cabe impugnar el valor ético de esa bondad. Acaso sea, en general, el mecanismo de la complicidad indulgente con otros seres
humanos el que vemos con particular claridad aquí, en el caso extremo del creador literario
gobernado por la conciencia de culpa. No hay duda de que esta simpatía de identificación ha presidido decisivamente la elección temática de Dostoievski. Ahora bien, trató primero del criminal común -por codicia-, del criminal político y religioso, antes de regresar, al final de su
vida, al criminal primordial, al parricida, y exponer su confesión poética a raíz de él.
La publicación de la obra póstuma de Dostoievski y del diario íntimo de su mujer ha arrojado viva luz sobre un episodio de su vida, la época en que estuvo poseído en Alemania por la manía del juego. (Cf. Fülop-Miller y Eckstein, 1925.) Un inequívoco ataque de pasión patológica, que por
otra parte nadie pudo valorar de otro modo. No faltaron racionalizaciones para este obrar
asombroso e indigno. Como no es raro que suceda en los neuróticos, el sentimiento de culpa
se había procurado una subrogación palpable mediante un cúmulo de deudas {Schttldentast}, y
Dostoievski podía alegar que quería conquistarse mediante la ganancia en el juego la posibilidad de regresar a Rusia sin ser encarcelado por sus acreedores. Pero era sólo un subterfugio; Dostoievski era bastante agudo como para discernirlo, y bastante honrado para confesarlo. Sabía que lo principal era el juego en sí y por sí, «le jeu pour le jeu (8)». Todos los detalles de su conducta apasionada, {triebhaft} y absurda prueban esto y algo más aún. Nunca descansaba hasta perderlo todo. El juego era para él también una vía de autocastigo. Innumerables veces había prometido y hasta dado su palabra de honor a su joven mujer de no jugar más o no
hacerlo ese día y, como ella nos dice, la quebrantaba casi siempre. Y si las pérdidas los habían
llevado a él y a ella a la miseria más extrema, extraía de ahí una segunda satisfacción
patológica. Podía insultarse, humillarse ante ella, exhortarla a despreciarlo, conmiserarla por
haberse casado con él, viejo pecador, y tras este aligeramiento de la conciencia moral el juego
proseguía al día siguiente. Y la joven esposa se acostumbró a ese ciclo porque había notado
que lo único de que cabía esperar la salvación en la realidad, la producción literaria, nunca
marchaba mejor que después que lo habían perdido todo y empeñado su último haber. Desde
luego, ella no comprendía los nexos. Cuando el sentimiento de culpa {Schuld} de él era
satisfecho por los castigos que él mismo se imponía, cedía su inhibición para el trabajo, se
permitía dar algunos pasos por el camino que llevaba al éxito (9).
La pieza del vivenciar infantil ha tiempo soterrado que se conquista una repetición en la
compulsión al juego puede colegirse sin dificultad apoyándose en una novela de un literato más
joven. Stefan Zweig, quien por lo demás ha consagrado un estudio a Dostoievski (en Tres
maestros [ Zweig, 1920] ), relata, en su colección de tres novelas La confusión de los
sentimientos [1927], una historia que titula «Veinticuatro horas en la vida de una mujer». Esta
pequeña obra maestra sólo quiere, presuntamente, mostrar cuán irresponsable criatura es la
mujer, qué trasgresiones, sorprendentes para ella misma, puede verse empujada a cometer por
obra de una impresión vital inesperada. Empero, la novela dice mucho más; si se la somete a
una interpretación analítica -y esta nos acude de manera tan insinuante que no podemos
rechazarla-, figura, prescindiendo de aquella intención de disculpa, algo muy diverso,
universalmente humano o más bien masculino. Es característico de la naturaleza de la creación
artística que el autor, que es amigo mío, asegurara ante mis preguntas que la interpretación que
yo le comunicaba había sido por completo ajena a su saber y a su propósito, aunque en el relato
había entretejidos muchos detalles que parecían calculados para indicar esa pista secreta.
En la novela de Zweig, una anciana y noble dama cuenta al escritor una vivencia que tuviera
unos veinte años atrás. Había enviudado joven; madre de dos hijos que ya no la necesitaban,
apartada de toda expectativa vital, tenía cuarenta y dos años cuando en uno de sus viajes sin
objeto se encontró en la sala de juego del Casino de Mónaco y, entre todas las maravillosas
impresiones del lugar, pronto se vio fascinada por la visión de dos manos que parecían traslucir,
con una sinceridad e intensidad conmovedoras, todas las sensaciones del jugador desdichado.
Esas manos pertenecían a un hermoso jovencito -el escritor le asigna como al descuido la edad
del primer hijo de la espectadora-, quien, tras perderlo todo, abandona la sala presa de la más
honda desesperación, previsiblemente para poner fin en el parque a su desesperanzada vida.
Una inexplicable simpatía la constriñe a seguirlo y a emprender todos los intentos para salvarlo.
El la juzga una de las tantas mujeres fastidiosas del lugar y quiere quitársela de encima, pero
ella permanece a su lado y de la manera más natural se ve precisada a compartir su albergue
en el hotel y, finalmente, su cama. Tras esta improvisada noche de amor, en las circunstancias
más solemnes se hace prometer por el jovencito, al parecer tranquilizado, que nunca más
jugará; le facilita dinero para regresar a su casa y le promete encontrarlo en la estación antes de
la partida del tren. Pero luego se le despierta una gran ternura hacia él, quiere sacrificarlo todo
para protegerlo, se resuelve a viajar con él en vez de despedirlo. Infimas contingencias la
detienen, de suerte que pierde el tren; en su añoranza por el ausente vuelve a visitar la sala de
juegos, y ahí reencuentra horrorizada las manos que habían encendido su simpatía; olvidado de
sus juramentos, él había vuelto a jugar. Ella le recuerda su promesa, pero, poseído por la
pasión, él la moteja de aguafiestas, le ordena que se marche y le arroja el dinero con que ella
pretendía redimirlo. Se ve obligada a escapar en medio de la más honda vergüenza, y tiempo
después se entera de que no había conseguido preservarlo del suicidio.
Esta historia, brillantemente contada, sin lagunas en su trama de motivos, es sin duda viable por
sí sola y tiene asegurado un gran efecto sobre el lector. Empero, el análisis enseña que su
invención reposa en la base primordial de una fantasía de deseo de la pubertad, que muchas
personas incluso recuerdan concientemente. La fantasía reza que ojalá la propia madre
introdujera al jovencito en la vida sexual para salvarlo de los temidos perjuicios del onanismo.
Las fantasías de redención, tan frecuentes, tienen el mismo origen. El «vicio» del onanismo es
sustituido por la manía del juego, (10) derivación esta que se trasluce en la insistencia sobre la
apasionada actividad de las manos. Real y efectivamente la furia del juego es un equivalente de
la antigua compulsión onanista, y en la crianza de niños no se usa otro término que el de
«jugar» para nombrar el quehacer de las manos en los genitales. Lo irrefrenable de la tentación,
los solemnes y nunca respetados juramentos de no volver a hacerlo, el placer atolondraste y la
mala conciencia de que uno se arruinaría (suicidio), se han conservado inmutados a pesar de la
sustitución. Es sin duda la madre, no el hijo, la relatora en la novela de Zweig. No puede menos
que lisonjear al hijo, haciéndole pensar: «Si la madre supiera los peligros en que me pone el
onanismo, me salvaría de él consintiendo todas las ternuras en su propio cuerpo». La igualación
de la madre con la prostituta, que el jovencito consuma en la novela de Zweig, se integra dentro
de la misma fantasía. Vuelve fácilmente alcanzable lo inalcanzable; la mala conciencia que
acompaña a esta fantasía impone el mal desenlace de la creación literaria. Es también
interesante notar cómo la fachada que el escritor da a la novela busca encubrir su sentido
analítico. En efecto, es harto discutible que la vida amorosa de la mujer esté gobernada por
impulsos repentinos y enigmáticos. El análisis descubre más bien una motivación suficiente
para la sorpresiva conducta de esa señora hasta entonces extrañada del amor. Fiel a la
memoria de su esposo perdido, se ha abroquelado contra toda pretensión como las de él, pero
-y en esto acierta la fantasía del hijo- no escapó, como madre, a una trasferencia amorosa
sobre el hijo, por entero inconciente para ella; y en este lugar desprotegido puede pillarla el
destino. Si la manía del juego, con sus infructuosas luchas por deshabituarse y sus
oportunidades de autocastigo, es una repetición de la compulsión onanista, no nos asombrará que se haya conquistado tan gran espacio en la vida de Dostoievski. Es que no hallamos ningún caso ,de neurosis grave en que la satisfacción autoerótica de la primera infancia y de la pubertad no hubiera cumplido su papel, y los vínculos entre los empeños por sofocarla y la angustia frente al padre son demasiado notorios para necesitar elucidación (11).
Notas:
1- [Véase Tótem y tabú (1912-13) [AE, 13, pág. 142].
2- [Cf. «Los que delinquen por conciencia de culpa», el tercero de los ensayos de Freud en su trabajo «Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico» (1916d), AE, 14, pág. 338.]
3- El propio Dostoievski proporciona la mejor referencia acerca del sentido y el contenido de sus ataques cuando comunica a su amigo Strajov que su irritabilidad y depresión tras un ataque epiléptico se deben a que se ve como un criminal y no puede apartar de sí el sentimiento de cargar con una culpa desconocida, de haber cometido un gran crimen que lo oprime. (Fülop-Miller, 1924, pág. 1188.) En acusaciones como esta el psicoanálisis ve cierto discernimiento de la «realidad psíquica» y se empeña por hacer conocida para la conciencia esa culpa desconocida.
4- [HamIet, acto II, escena 2.]
5- [La frase aparece en el libro XII, capítulo X, de la novela de Dostoievski.]
6- [Se hallará una aplicación práctica de estas ideas a un caso judicial real en «El dictamen de la Facultad en el proceso HaIsmann» (1931d), donde vuelve a someterse a examen Los hermanos Karamazov.]
7- {Palabra rusa que significa «monje» o «eremita»; en la obra de Dostoievski es el padre Zosima.}
8- «Lo principal es el juego mismo», escribe en una de sus cartas. «Juro que no se trata de codicia, aunque por cierto el dinero es lo que más falta me hace».
9- «Siempre permanecía junto a la mesa de juego hasta perderlo todo, hasta quedar totalmente arruinado. Sólo cuando el infortunio quedaba consumado, se retiraba al fin el demonio de su alma y dejaba sitio al genio creador». (Fulöp-Miller y Eckstein, 1925, pág.lxxxvi.)
10- [En una carta a Fliess del 22 de diciembre de 1897, Freud argüía que el onanismo es la «adicción primordial», de la cual son sustitutos todas las posteriores adicciones (Freud, 1950a, Carta 79), AE, 1, pág. 314.]
11- La mayoría de las opiniones aquí expuestas están contenidas también en un excelente libro de Jolan Neufeld (1923).