Segunda parte
Las opiniones y las creencias de las masas
CAPÍTULO 2
FACTORES INMEDIATOS DE LAS OPINIONES DE LAS MASAS
Acabamos de examinar los factores lejanos y preparatorios que dotan al alma de los pueblos de una especial receptividad, haciendo posible que se produzca en las masas la eclosión de determinados sentimientos y de ciertas ideas. Nos quedan ahora por examinar los factores susceptibles de ejercer una acción inmediata. En un próximo capítulo veremos cómo deben manejarse dichos factores para producir todos sus efectos.
La primera parte de nuestra obra ha tratado acerca de los sentimientos, las ideas y los razonamientos de las colectividades, y dicho conocimiento podría proporcionar, evidentemente, de un modo general, los medios para impresionar su alma. Sabemos ya qué es aquello que despierta la imaginación de las masas, el poder y el contagio de las sugestiones, sobre todo de las presentadas en forma de imágenes. Pero al ser las posibles sugestiones de orígenes muy diversos, pueden ser muy diferentes los factores capaces de actuar sobre el alma de las masas. Es pues necesario examinarlos por separado. Las masas son, en cierto modo, como la esfinge de la antigua fábula: hay que saber resolver los problemas que su psicología nos plantea, o resignarse a ser devorado por ellas.
l. Las imágenes, las palabras y las fórmulas
Al estudiar la imaginación de las masas hemos visto que son impresionadas, sobre todo, por imágenes. Si no se dispone siempre de tales imágenes, es posible evocarlas mediante el juicioso empleo de palabras y fórmulas. Manejadas con arte, poseen auténticamente el misterioso poder que les atribuían antaño los adeptos de la magia. Provocan en el alma de las multitudes las más formidables tempestades y también saben calmarlas. Con las meras osamentas de las víctimas del poder de las palabras y de las fórmulas se podría elevar una pirámide más alta que la del viejo Kheops.
El poder de las palabras está vinculado a las imágenes que evocan y es, por completo, independiente de su significación real. Aquellas cuyo sentido está peor definido poseen a veces el máximo de capacidad de acción. Así, por ejemplo, términos como democracia, socialismo, igualdad, libertad, etc., cuyo sentido es tan vago que no son suficientes gruesos volúmenes para precisarlo. Y, sin embargo, a sus breves sílabas va unido un poder verdaderamente mágico, como si abarcasen la solución de todos los problemas. Sintetizan diversas aspiraciones inconscientes y la esperanza en su realización.
La razón y los argumentos son impotentes frente a determinadas palabras y ciertas fórmulas. Son pronunciadas con recogimiento ante las masas e, inmediatamente, los rostros expresan respeto y las frentes se inclinan. Muchos las consideran como fuerzas de la naturaleza, potencias sobrenaturales. Evocan en las almas imágenes grandiosas y vagas, pero esta misma vaguedad aumenta su misterioso poderío. Pueden ser comparadas a aquellas temibles divinidades ocultas tras el tabernáculo y a las que el devoto no se aproximaba sino temblando.
Al ser las imágenes evocadas por las palabras independientes de su sentido, varían de una época a otra, de un pueblo a otro, con identidad de las fórmulas. A determinadas palabras se agregan transitoriamente ciertas imágenes: la palabra no es sino la llamada que las hace aparecer.
No todas las palabras ni todas las fórmulas poseen el poder de evocar imágenes, y las hay que, una vez evocadas, se gastan y no despiertan ya nada más en el espíritu. Se convierten entonces en sonidos vacuos, cuya principal utilidad es la de evitar a quien las emplea la obligación de pensar. Con un pequeño stock de fórmulas y lugares comunes aprendidos en la juventud, poseemos cuanto hace falta para pasar por la vida sin la fatigosa necesidad de tener que reflexionar.
Si se considera un determinado idioma, veremos que las palabras de que se compone se modifican muy lentamente en el transcurso de las edades; pero cambian, sin cesar, las imágenes que evocan o el sentido que se les adjudica. Y, por ello, en otra obra he llegado a la conclusión de que la traducción exacta de un idioma, sobre todo cuando se trata de lenguas muertas, resulta totalmente imposible. ¿Qué es lo que hacemos, en realidad, sustituyendo por un término de nuestra lengua otro término latino, griego o sánscrito, o incluso cuando intentamos comprender un libro escrito en nuestro propio idioma hace varios siglos? Sustituimos sencillamente con imágenes e ideas, que la vida moderna ha suscitado en nuestra inteligencia, las nociones y las imágenes absolutamente distintas que la vida antigua había hecho nacer en el alma de razas sometidas a condiciones de existencia que no guardaban analogía con las nuestras. Los hombres de la Revolución Francesa, al imaginarse que copiaban a los griegos y los romanos, no hacían sino conferir a palabras antiguas un sentido que no tuvieron jamás. ¿Qué semejanza podía existir entre las instituciones de los griegos y aquellas que son designadas en nuestros días por los correspondientes vocablos? Una república, por ejemplo, no era entonces sino una institución esencialmente aristocrática formada por la reunión de pequeños déspotas que dominaban a una masa de esclavos mantenidos en la sujeción más absoluta. Estas aristocracias comunales, basadas en la esclavitud, no habrían podido existir ni un instante sin esta última.
Y la palabra libertad, ¿qué podía significar de semejante a lo que entendemos hoy por tal en una época en la que la libertad de pensamiento ni siquiera se sospechaba y en la que no había delito mayor y, por otra parte, más raro que discutir los dioses, las leyes y las costumbres de la ciudad? La palabra patria en el alma de un ateniense o un espartano significaba el culto de Atenas o el de Esparta, pero no en absoluto el de Grecia, compuesta por ciudades rivales y siempre en guerra. La palabra misma de patria, ¿qué sentido podía tener para los antiguos galos, divididos en tribus rivales, de razas, lenguas y religiones diferentes, y a los que venció tan fácilmente César porque encontró siempre aliados entre ellos? Tan sólo Roma dotó a la Galia de una patria, proporcionándole unidad política y religiosa. Y sin remontarse a épocas tan distantes, hace apenas dos siglos, ¿es que la palabra misma de patria era concebida como hoy día por los príncipes franceses que, como el Gran Condé, se aliaban al extranjero contra su soberano? Y esa misma palabra tenía un sentido muy diferente del moderno para los emigrados, que imaginaban obedecer a las leyes del honor combatiendo a Francia, obedeciendo así, en efecto, a su punto de vista, ya que la ley feudal vinculaba el vasallo al señor y no a la tierra, y allí donde mandaba el soberano, allí estaba la verdadera patria.
Son numerosas las palabras cuyo sentido ha cambiado profundamente de una época a otra. No podemos llegar a comprenderlas tal como lo eran en el pasado sino tras un largo esfuerzo. Son necesarias muchas lecturas, como se ha afirmado justificadamente, para llegar tan sólo a concebir lo que significaban para nuestros tatarabuelos palabras como rey y familia real. ¿Qué cabe esperar que suceda con respecto a términos más complejos?
Así pues, las palabras no tienen sino significados móviles y transitorios, que cambian de una época a otra y de un pueblo a otro. Cuando queremos actuar mediante palabras sobre la masa, hay que saber el sentido que éstas poseen para ella en un determinado momento y no el que tuvieron en el pasado o el que puedan tener para individuos de constitución mental diferente. Las palabras viven, al igual que las ideas.
Cuando las masas, seguidamente a convulsiones políticas, a cambios de creencias, terminan por profesar una profunda antipatía a las imágenes evocadas por determinadas palabras, el primer deber de un auténtico hombre de Estado consiste en cambiarlas, pero, claro está, sin tocar para nada las propias cosas. Estas últimas se hallan demasiado vinculadas a una constitución hereditaria como para poder ser transformada. El juicioso Tocqueville hace constar que el trabajo del Consulado y del Imperio consistió, sobre todo, en revestir con palabras nuevas a la mayoría de las instituciones del pasado, sustituyendo así las palabras que evocaban imágenes enojosas por otras cuya novedad impedía tales evocaciones. Así se hizo con los antiguos nombres de los impuestos, continuando su recaudación, pero con nombres nuevos.
Una de las funciones más esenciales de los hombres de Estado consiste, pues, en bautizar con palabras populares, o al menos neutras, las cosas detestadas por las masas bajo sus antiguas denominaciones. El poderío de las palabras es tan grande que basta con elegir bien los términos correspondientes para conseguir la aceptación de las cosas más odiosas. Taine hace constar, con razón, que invocando a la libertad y la fraternidad, palabras muy populares entonces, los jacobinos pudieron instalar un despotismo digno del Dahomey, un tribunal semejante al de la Inquisición, hecatombes humanas parecidas a las del antiguo Méjico. El arte de los gobernantes, como el de los abogados, consiste principalmente en saber manejar las palabras. Arte difícil, ya que en una misma sociedad palabras idénticas tienen con frecuencia significados diferentes para los distintos estratos sociales. Aparentemente emplean las mismas palabras, pero no hablan igual lenguaje.
En los ejemplos que preceden hemos hecho intervenir al tiempo como factor principal del cambio de sentido de las palabras. Si hacemos intervenir también a la raza, veremos cómo en una misma época, en pueblos igualmente civilizados pero de razas distintas, las palabras idénticas corresponden en muchas ocasiones a ideas extremadamente diferentes. Estas diferencias no pueden comprenderse sin numerosos viajes, y no insistiré más sobre ellas limitándome a hacer constar que son precisamente las palabras más utilizadas las que, de un pueblo a otro, poseen los sentidos más diferentes; por ejemplo, las palabras democracia y socialismo, de uso tan frecuente hoy día.
En realidad corresponden a ideas e imágenes completamente opuestas en las almas latinas y en las anglosajonas. Entre los latinos, la palabra democracia significa, sobre todo, desaparición de la voluntad y de la iniciativa del individuo ante las del Estado. Este último se encargaría cada vez más de dirigir, centralizar, monopolizar y fabricar. A él apelan constantemente todos los partidos, sin excepción: radicales, socialistas o monárquicos. Entre los anglosajones, sobre todo los de América, la misma palabra democracia significa por el contrario desarrollo intenso de la voluntad y del individuo, pasando a un segundo plano el Estado, al cual, aparte de la policía, el ejército y las relaciones diplomáticas, no se le deja dirigir nada, ni siquiera la instrucción pública. Por tanto, la misma palabra posee sentidos absolutamente contrarios en dichos dos pueblos15.
2. Las ilusiones
Desde la aurora de las civilizaciones, los pueblos han experimentado siempre la influencia de las ilusiones, y es a sus creadores a quienes se han elevado más templos, estatuas y altares. Antaño se trataba de ilusiones religiosas, hoy día de ilusiones filosóficas y sociales, pero siempre encontramos a tan formidables soberanas a la cabeza de todas las civilizaciones que sucesivamente han ido floreciendo en nuestro planeta. En su nombre fueron edificados los templos de Caldea y Egipto, los monumentos religiosos de la Edad Media y, en su nombre también, experimentó convulsiones Europa entera hace un siglo. No existe ni una de nuestras concepciones artísticas, políticas o sociales que no lleve marcada su poderosa huella. A veces, el hombre las derriba al precio de espantosas convulsiones, pero siempre parece condenado a volver a restablecerlas. Sin ellas no habría podido salir de la barbarie primitiva y volvería a caer muy pronto en la misma. Son vanas sombras, sin duda; pero estas hijas de nuestros sueños han incitado a los pueblos a crear todo aquello que constituye el esplendor de las artes y la grandeza de las civilizaciones.
Si se destruyeran los museos y las bibliotecas y se derribasen todos los monumentos artísticos que han inspirado las religiones, ¿qué quedaría de los grandes sueños humanos?, escribe un autor que resume nuestras doctrinas. Proporcionar a los hombres aquella porción de esperanza y de ilusiones sin la cual no pueden existir, he aquí la razón de ser de los dioses, los héroes y los poetas. Durante cierto tiempo, la ciencia pareció asumir esta tarea. No obstante, lo que la ha comprometido en los corazones, hambrientos de ideal, es el hecho de que no pretende ya prometer lo suficiente y no sabe mentir lo bastante.
Los filósofos del siglo pasado se consagraron con fervor a destruir las ilusiones religiosas, políticas y sociales de las que habían vivido nuestros padres durante prolongados siglos. Al destruirlas han cegado las fuentes de la esperanza y la resignación. Tras las quimeras inmoladas han hallado a las fuerzas ciegas de la naturaleza, inexorables para la debilidad y que no conocen la piedad.
Pese a todos sus progresos, la filosofía no ha podido ofrecer aún a los pueblos ningún ideal capaz de ilusionarlos. Al serles indispensables las ilusiones, se dirigen instintivamente, como el insecto hacia la luz, hacia los líderes que se las ofrecen. El gran favor de la evolución de los pueblos no ha sido jamás la verdad, sino el error. Y si el socialismo ve crecer hoy día su potencia es porque constituye la única ilusión aún viviente. Las demostraciones científicas no obstaculizan en absoluto su marcha progresiva. Su fuerza principal consiste en estar defendido por espíritus que ignoran lo bastante las realidades de las cosas como para atreverse a prometer audazmente la felicidad a los hombres. La ilusión social reina actualmente sobre todas las amontonadas ruinas del pasado y el porvenir le pertenece. Las masas no tienen jamás sed de verdades. Ante las evidencias que les desagradan, se apartan, prefiriendo divinizar al error, si el error las seduce. Quien sabe ilusionarlas se convierte fácilmente en su amo; el que intenta desilusionarlas es siempre su víctima.
3. La experiencia
La experiencia constituye casi el único procedimiento eficaz para establecer sólidamente una verdad en el alma de las masas y destruir las ilusiones que se han convertido en demasiado peligrosas. Debe realizarse a escala muy amplia y repetirse con mucha frecuencia. Las experiencias realizadas por una generación suelen ser inútiles para la siguiente y, por ello, no sirven los acontecimientos históricos invocados como elementos demostrativos. Su única utilidad consiste en demostrar hasta qué punto deben repetirse las experiencias de edad en edad para que ejerzan cierta influencia y para lograr eliminar un error sólidamente implantado.
Sin duda, nuestro siglo, así como el precedente, serán citados por los historiadores del futuro como era de curiosas experiencias. En ninguna época se había intentado tanto.
La experiencia más gigantesca ha sido la de la Revolución Francesa. Para descubrir que no puede rehacerse toda una sociedad a base de las indicaciones de la razón pura, fue necesario que muriesen varios millones de hombres y convulsionar a toda Europa durante veinte años. Para demostrar experimentalmente que los Césares cuestan caros a los pueblos que les aclaman, fueron necesarias dos ruinosas experiencias durante cincuenta años y, pese a su claridad, no parecen haber sido lo bastante convincentes. La primera, sin embargo, costó tres millones de hombres y una invasión; la segunda, un desmembramiento y la necesidad de ejércitos permanentes. Una tercera tentativa fracasó hace algunos años y es posible que se repita. Para que se acepte que el inmenso ejército alemán no era, como se enseñaba antes de 1870, una especie de inofensiva guardia nacional16 ha sido precisa la espantosa guerra que tan caro nos ha costado. Para reconocer que el proteccionismo acaba arruinando a los pueblos que lo aceptan, serán precisas desastrosas experiencias. Se podrían multiplicar indefinidamente estos ejemplos.
4. La razón
En la enumeración de factores capaces de impresionar el alma de las masas podríamos prescindir de mencionar a la razón, a no ser porque es preciso indicar el valor negativo de su influencia.
Ya hemos explicado que las masas no son influenciables mediante razonamientos y que no comprenden sino groseras asociaciones de ideas. A sus sentimientos, pero jamás a su razón, apelan los oradores que saben impresionarlas. Las leyes de la lógica racional apenas ejercen acción sobre ellas17. Para vencer a las masas hay que tener primeramente en cuenta los sentimientos que las animan, simular que se participa de ellos e intentar luego modificarlos provocando, mediante asociaciones rudimentarias, ciertas imágenes sugestivas; saber rectificar si es necesario y, sobre todo, adivinar en cada instante los sentimientos que se hacen brotar. Esta necesidad de variar el propio lenguaje con arreglo al efecto provocado en el momento en que se habla convierte de antemano en impotente todo discurso estudiado y preparado. Por este simple hecho, el orador que sigue su propio pensamiento y no el de sus oyentes pierde toda influencia.
Los espíritus lógicos, habituados a estrictas concatenaciones de razonamientos, no pueden evitar recurrir a este modo de persuasión cuando se dirigen a las masas, y siempre quedan sorprendidos al advertir que sus argumentos no ejercen efecto. Las consecuencias matemáticas usuales fundamentadas sobre el silogismo, es decir: sobre asociaciones de identidades, escribe un lógico, son necesarias (…). La necesidad forzaría incluso al asentimiento de una masa inorgánica, si ésta fuese capaz de seguir las asociaciones de identidades. Sin duda; pero la masa no es más apta para seguirlas que la masa inorgánica, ni incluso para escucharlas. Intentemos convencer mediante un razonamiento a espíritus primitivos, a salvajes o a niños, por ejemplo, y nos daremos cuenta del escaso valor que posee entonces este modo de argumentación.
No es siquiera necesario que descendamos hasta seres primitivos para comprobar la completa impotencia de los razonamientos cuando tienen que competir con los sentimientos. Recordemos, sencillamente, cuan tenaces han sido durante prolongados siglos las supersticiones religiosas, contrarias a la lógica más simple. Durante cerca de dos mil años, los genios más luminosos se han tenido que doblegar a sus leyes, y ha sido preciso llegar a los tiempos modernos para que su veracidad haya podido ser sencillamente discutida. En la Edad Media y en el Renacimiento existieron multitud de hombres ilustrados; pero no hubo uno tan sólo al que el razonamiento mostrase el aspecto infantil de dichas supersticiones, haciendo brotar en su mente una ligera duda acerca de las malas tretas del diablo o de la necesidad de quemar a los brujos.
¿Hay que lamentar que la razón no se erija en guía de las masas? No osaríamos decirlo. Es indudable que la razón humana no ha logrado impulsar a la humanidad por las vías de la civilización con el ardor y la osadía con que la han impulsado sus quimeras. Hijas del inconsciente que nos rige, tales quimeras eran probablemente necesarias. Cada raza es portadora en su constitución mental de las leyes de sus destinos y quizá obedezca a tales leyes a causa de un instinto ineludible, incluso en sus impulsos más aparentemente irracionales. En ocasiones parece que los pueblos están sometidos a fuerzas secretas análogas a las que obligan a la bellota a transformarse en encina o al cometa a seguir su órbita.
Lo poco que podemos presentir de estas fuerzas ha de buscarse en la marcha general de la evolución de un pueblo y no en los hechos aislados de los que esta evolución parece surgir a veces. Si no se considerasen más que estos hechos aislados, la historia parecería regida por absurdos azares. Resultaría inverosímil que un ignorante carpintero de Galilea pudiera convertirse durante dos mil años en un Dios todopoderoso, en nombre del cual fueron fundadas las más importantes civilizaciones; sería asimismo inverosímil que unas cuantas bandas árabes salidas de sus desiertos pudiesen conquistar la mayor parte del viejo mundo grecorromano y fundar un imperio mayor que el de Alejandro; inverosímil también que, en una Europa muy vieja y muy jerarquizada, un simple teniente de artillería consiguiese reinar sobre una multitud de pueblos y reyes.
Dejemos pues la razón a los filósofos, pero no exijamos que intervenga demasiado en el gobierno de los hombres. No con la razón, sino a pesar de ella, se han creado sentimientos tales como el honor, la abnegación, la fe religiosa, el amor a la gloria y a la patria, que han sido hasta ahora los grandes resortes de todas las civilizaciones.
Volver a «Psicología de las masas por Gustave Le Bon (índice)«
Notas:
15 En Les lois psychologiques de l’évolution des peuples he insistido. ampliamente, sobre la diferencia que separa al ideal democrático latino del ideal democrático anglosajón.
16 La opinión se había formado, en este caso, por toscas asociaciones de cosas diferentes entre sí. Ya he expuesto antes el correspondiente mecanismo. Nuestra guardia nacional de entonces se hallaba formada por pacíficos tenderos sin traza de disciplina y que no podían ser tomados en serio. Cuanto llevaba un nombre análogo evocaba las mismas imágenes y, en consecuencia, era considerado como inofensivo también. El error de las masas era compartido entonces, como con tanta frecuencia sucede con las opiniones generales, por sus líderes. En un discurso pronunciado el 31 de diciembre de 1867 en la Cámara de Diputados, un hombre de Estado que ha seguido con mucha frecuencia la opinión de las masas, Thiers, repetía que Prusia, aparte de un ejército activo aproximadamente igual en número al nuestro, no poseía sino una guardia nacional análoga a la que nosotros tenemos y, por tanto, sin importancia. Estas afirmaciones son tan exactas como las célebres previsiones del mismo hombre de Estado acerca del escaso porvenir de los ferrocarriles.
17 Mis primeras observaciones acerca del arte de impresionar a las masas y de los escasos recursos que ofrecen, desde este punto de vista, las reglas de la lógica datan del sitio de París, desde el día en que vi conducir al Louvre, donde se encontraba entonces el gobierno, al mariscal V…. al que una multitud furiosa pretendía haber sorprendido levantando un plano de las fortificaciones para vendérselo a los prusianos. Un miembro del gobierno. G. P…., célebre orador, salió para arengar a la masa, que exigía la inmediata ejecución del prisionero. Yo esperaba que el orador demostrase lo absurdo de la acusación diciendo que el mariscal acusado era, precisamente, uno de los constructores de dichas fortificaciones, cuyo plano, por otra parte, se vendía en todas las librerías. Con gran sorpresa por mi parte -yo era entonces muy joven- el discurso fue muy distinto. Se hará justicia -gritó el orador avanzando hacia el prisionero- y una justicia implacable. Dejad que el gobierno de la defensa nacional concluya vuestras averiguaciones. Mientras tanto vamos a encarcelar al acusado. La multitud se disolvió, calmada muy pronto por esta aparente satisfacción, y, al cabo de un cuarto de hora, el mariscal pudo volver a su domicilio. Seguramente habría sido linchado si su abogado hubiese expuesto a la multitud furiosa los razonamientos lógicos que mi extrema juventud me hacía estimar como convincentes.