Gustave Le Bon Por Alain de Benoist
«La masa es siempre intelectualmente inferior al hombre aislado. Pero, desde el punto de vista de los sentimientos y de los actos que los sentimientos provocan, puede, según las circunstancias, ser mejor o peor. Todo depende del modo en que sea sugestionada».
Este diagnóstico pertenece a un hombre que poseía una estatura imponente y un aspecto irónico y severo, figura un poco altanera, frente ancha, ojos penetrantes y barba a la antigua, evocando a los dioses retratados por el Renacimiento. Se llamaba Gustave Le Bon, y nació en 1841, en la villa de Nogent-le-Rotrou, en una familia bretona de larga tradición militar.
Gustave Le Bon (1841-1931) fue condiscípulo de Théodule Ribot (Las enfermedades de la personalidad) y de Henri Poincaré (La ciencia y la hipótesis). Su obra, una de las más importantes de los siglos XIX y XX, está dominada por dos títulos: Psicología de las masas (1895) y La evolución de la materia (1905).
Viajero infatigable, sus primeras expediciones (África del norte, India y Nepal) despiertan su atención. «Me fue evidente al espíritu –relata en su obra sobre Las leyes psicológicas de la evolución de los pueblos (1894)– que cada pueblo posee una constitución mental tan fija como sus caracteres anatómicos, de la que se derivan sus sentimientos, sus pensamientos, sus instituciones, sus creencias y su arte».
Precursor de la psicología social, también se interesa por la etnología y la antropología, la sociología, la filosofía de la historia, la física, la biología, la historia de las civilizaciones y de las doctrinas políticas, la cartografía, y (¿por qué no?) la psicología de los animales, especialmente del caballo, y la equitación.
Hombre de ciencia, vivía en solitario en su apartamento-laboratorio, inventó en 1898 el primer reloj que se daba cuerda a sí mismo, gracias a las variaciones de la temperatura diurna. Poco después demostró la existencia de la radioactividad. Antas que Einstein, también demostró la falsedad del dogma de indestructibilidad de la matera, estableciendo que la materia y la energía no son más que una sola y la misma cosa bajo dos aspectos diferentes (La evolución de la materia).
Dedicada a Théodule Ribot, la publicación de Psicología de las masas provoca un revuelo en los estudios de las mentalidades y consagra a su autor: en 1929 alcanza la edición número 67. La idea central es ésta: cuando se encuentra formando parte de las masas, el hombre individual se convierte en otra persona, en una «célula» cuyo comportamiento deja de ser autónomo, y que se subordina más o menos plenamente al grupo (permanente o pasajero) en el cual él es un simple componente.
La «unidad mental de las masas»
En un prólogo por otra parte sin gran interés, Otto Klineberg, profesor de la Sorbona, recuerda uno de los principios esenciales de la psicología de la forma (Gestalt): el todo es siempre más que la siempre suma de sus elementos.
Como en la teoría de conjuntos, la masa es más que la simple adición de los individuos que la componen. «Es así –escribe Le Bon–, que podemos ver como un jurado dictaría un veredicto que cada uno de los miembros desaprobaría individualmente, a una asamblea parlamentaria adoptar leyes y medidas que rechazarían particularmente cada uno de los miembros que la componen. Por separado, los miembros de la Convención eran unos burgueses pacíficos entregados a sus costumbres rutinarias. Reunidos en masa, bajo la influencia de los cabecillas, enviaban sin pudor a la guillotina a personas manifiestamente inocentes».
La sugestión se exagera cuando es recíproca. La masa criminal que asesinó, el 14 de julio de 1789, a Launay, gobernador de la Bastilla, estaba compuesta por honrados tenderos, boticarios y artesanos. Lo mismo puede decirse de las matronas tricotando su ganchillo que contemplaban el rodar de cabezas en la guillotina, de la noche de San Bartolomé, de los comuneros, de toda suerte de manifestaciones públicas que terminan en orgías de sangre, saqueos y destrucción.
El mismo desbordamiento puede ejercerse en sentido: «la renuncia a todos sus privilegios votada por la nobleza francesa la noche del 9 de agosto de 1789, jamás hubiera sido aceptada por ninguno de sus miembros individualmente».
Puede así ser enunciada una «ley de unidad mental de las masas» caracterizada por «el desvanecimiento de la personalidad consciente y la orientación de los sentimientos y los pensamientos en un único sentido».
«Hemos entrado en la era de las masas –escribe Gustave Le Bon –, que señala las consecuencias de la irrupción (legal) de las masas en la vida política. Consecuencias inquietantes, pues su dominación siempre representa una fase de desórdenes».
El barón Motono, antiguo ministro de asuntos exteriores del Japón, traductor, en 1914, a la lengua nipona de Psicología de las masas, escribió en el prólogo: «Con el progreso de la civilización, las razas, como los individuos de cada raza, tienden a mezclarse y a actuar por sintonía. Se avecinan, pues, tiempos muy peligrosos».
Le Bon estima, también, que el factor racial ocupa un primer rango, «porque él solo es mucho más importante que todos los demás en la determinación de las ideas y las creencias de las masas».
Apreciación que tiene del hecho de que los rasgos del carácter manifestados por las masas, que, siendo regulados por el inconsciente, «poseen la mayor parte de los individuos de una raza». La «masa psicológica» actúa así como desveladora del alma colectiva, en el sentido de Jung: «Lo heterogéneo se sumerge en lo homogéneo, y las cualidades inconscientes dominan».
Así se explica la poca disposición de las acciones de las masas: «Las decisiones de orden general tomadas por una asamblea de hombres distinguidos, pero de especialidades diferentes, no son sensiblemente superiores a las decisiones que pueda tomar una reunión de imbéciles. Solamente pueden asociar, en efecto, las cualidades mediocres que todo el mundo posee. Las masas acumulan no la inteligencia, sino la mediocridad».
Las tradiciones guían a los pueblos. Sólo se modifican las formas exteriores, que dan a las sociedades la ilusión de romper con su pasado. «Una masa latina –anota Le Bon–, por revolucionaria o conservadora que se la suponga, invariablemente apelará, para realizar sus exigencias, a la intervención del Estado. Es siempre centralista y más o menos cesarista. Una masa inglesa o americana, al contrario, no conoce al Estado y no se dirige más que a la iniciativa privada. Una masa francesa tiende ante todo a la igualdad, y una masa inglesa a la libertad. Estas diferencias de raza engendran especies distintas de masas y de naciones».
Y precisa: «El conjunto de caracteres comunes impuestos por el medio y la herencia a todos los individuos de un pueblo constituye el alma de ese pueblo».
Las masas son igualmente intolerantes y «femeninas» («pero las más femeninas de todas –asegura Le Bon– son las masas latinas»). En ellas el instinto siempre prima sobre la razón. Llevadas al primarismo, a los juicios excesivos, no soportan la contradicción. «Siempre dispuestas a sublevarse contra una autoridad débil, se muestran serviles antes una autoridad fuerte».
Hombres de acción
Conocer el arte de impresionar la imaginación de las masas es conocer el arte de gobernar. «Son siempre los lados maravillosos y legendarios de los sucesos los que más las impresionan. Así, los grandes hombres de estado de todas las edades y países, comprendidos los más absolutos déspotas han considerado la imaginación popular como el sostén de su poder».
Napoleón dijo al Consejo de Estado: «Comulgando en público terminé con la guerra de la Vendée; haciéndome pasar por musulmán me establecí en Egipto; con dos o tres declaraciones papistas me ganaré a todos los curas de Italia».
«El hombre puede siempre más de lo cree, pero no sabe siempre lo que cree ni lo que puede». Los dirigentes de masas así lo revelan. Estos dirigentes no son hombres de pensamiento, sino de acción. Son más energía que inteligencia pura. Su empresa toma la forma de un gran deseo que canaliza las voluntades y orienta los instintos.
Las ideas simples son las más seguras para conquistar a las masas, sobre todo las que son ricas en promesas, entre las cuales Le Bon cita «las ideas cristianas de la Edad Media, las ideas democráticas del siglo XVIII, las ideas socialistas del siglo XIX».
Georges Sorel, el autor de Reflexiones sobre la violencia, escribió: «Si la psicología debe ser añadida, algún día, al conjunto de conocimientos que debe poseer un hombre para decirse verdaderamente culto, se deberá a los esfuerzos perseverantes de Gustave Le Bon».
La Psicología de las masas, obra que diez años después de su aparición ya había sido traducida a más de diez idiomas, incluyendo el turco, el japonés y el árabe, anunciaba las grandes convulsiones revolucionarias del siglo XX y los desarrollos más recientes de la guerra psicológica. El oscurantismo durkheimiano, que después colonizaría la sociología francesa, no puede anular este hecho.
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