Primera parte: El alma de las masas
CAPÍTULO 2
SENTIMIENTOS Y MORALIDAD DE LAS MASAS
Tras haber señalado de un modo muy general las principales características de las masas, vamos a estudiarlas ahora en detalle.
Varios de sus rasgos especiales, como la impulsividad, irritabilidad, incapacidad de razonar, ausencia de juicio y de espíritu crítico, exageración de los sentimientos, etc., pueden observarse también en seres pertenecientes a formas inferiores de evolución, como son el salvaje y el niño. Se trata de una analogía que no señalo más que de pasada. Su demostración excedería el marco de esta obra. Por otra parte, sería inútil para las personas que están al corriente de la psicología de los primitivos y apenas convencería a quienes la ignoran.
Voy a abordar ahora, sucesivamente, las diversas características fáciles de observar en la mayoría de las masas.
1. Impulsividad, movilidad e irritabilidad de las masas
Ya hemos dicho al estudiar las características fundamentales de la masa que ésta es conducida casi exclusivamente por el inconsciente. Sus actos están mucho más influidos por la médula espinal que por el cerebro. Las acciones realizadas pueden ser perfectas en cuanto a su ejecución, pero al no estar dirigidas por el cerebro, el individuo actúa según los azares de la excitación. La masa, juguete de todos los estímulos exteriores, refleja las incesantes variaciones de los mismos. Es, por tanto, esclava de los impulsos recibidos. El individuo aislado puede hallarse sometido a las mismas excitaciones que el hombre-masa; pero cuando su razón le muestra los inconvenientes de someterse a las mismas, no cede. Desde el punto de vista fisiológico, puede definirse este fenómeno diciendo que el individuo aislado posee la aptitud de dominar sus reflejos, mientras no ocurre así en la masa.
Los diversos impulsos a los cuales obedecen las masas podrán ser, según las excitaciones, generosos o crueles, heroicos o pusilánimes, pero siempre serán tan imperiosos que el propio instinto de conservación se borrará ante ellos.
Las masas son extremadamente móviles por ser diversos los excitantes susceptibles de sugestionarlas y por obedecer ellas siempre a los mismos. En un instante pasan desde la ferocidad más sanguinaria a la generosidad o el heroísmo más absolutos. La masa se convierte con facilidad en verdugo, pero no menos fácilmente en mártir. De su seno han surgido los torrentes de sangre exigidos para el triunfo de toda creencia. No hay que remontarse a las edades heroicas para ver de lo que son capaces las masas. Jamás escatiman su vida en un motín, y no hace muchos años un general, convertido súbitamente en popular, habría encontrado fácilmente cien mil hombres dispuestos a hacerse matar por su causa.
En las masas no se da, pues, nada premeditado. Pueden recorrer sucesivamente la gama de los más contradictorios sentimientos, bajo la influencia de momentáneas excitaciones. Se asemejan a las hojas que el huracán eleva, dispersa en todas las direcciones, para luego dejar caer. El estudio de algunas masas revolucionarias nos proporcionará diversos ejemplos de la variabilidad de sus sentimientos.
Esta movilidad de las masas las hace muy difíciles de gobernar, sobre todo cuando ha caído en sus manos parte de los poderes públicos. Si las necesidades de la vida cotidiana no constituyesen una especie de regulador invisible de los acontecimientos, las democracias no podrían subsistir en absoluto. Pero las masas, que apetecen las cosas con frenesí, no las desean durante mucho tiempo. Son tan incapaces de voluntad persistente, como de pensamiento.
La masa no sólo es impulsiva y móvil. Al igual que el salvaje, no admite obstáculos entre su deseo y la realización de éste, y ello tanto menos, puesto que el número le proporciona un sentimiento de poder irresistible. Para el individuo integrado en una masa desaparece la noción de imposibilidad. El hombre aislado se da cuenta de que por sí solo no puede incendiar un palacio, saquear unos almacenes; no surge así en él la tentación de hacerlo. Pero cuando forma parte de una masa, toma conciencia del poder que le confiere el número y cederá inmediatamente a la primera sugerencia de muerte y pillaje. El obstáculo inesperado será destrozado con frenesí. Si el organismo humano permitiese la perpetuidad del furor, podría decirse que éste sería el estado normal de la masa contrariada.
En la irritabilidad de las masas, en su impulsividad y su movilidad, así como en todos los sentimientos populares que estudiaremos, siempre intervienen las características fundamentales de la raza. Constituyen el suelo invariable en el que germinan nuestros sentimientos. Indudablemente, las masas son irritables e impulsivas, pero con grandes variaciones en cuanto a grado. Resulta notable, por ejemplo, la diferencia entre una masa latina y una anglosajona. Los hechos recientes de nuestra historia arrojan viva luz sobre este punto. En 1870, la publicación de un simple telegrama que relataba un supuesto insulto bastó para determinar una explosión de furor de la que surgió inmediatamente una guerra terrible. Algunos años más tarde, el anuncio telegráfico de un insignificante fracaso en Langson provocó una nueva explosión que dio lugar a la caída instantánea del gobierno. En el mismo momento, el fracaso mucho más grave de una expedición inglesa ante Jartum no produjo en Inglaterra más que escasa emoción y no fue cambiado ningún ministro. Las masas son siempre femeninas, pero las más femeninas de todas son las masas latinas. Quien se apoye en ellas puede ascender muy alto y con mucha rapidez, pero bordeando sin cesar la roca Tarpeya y con la certeza de ser precipitado desde ella algún día.
2. Sugestibilidad y credulidad de las masas
Ya hemos dicho que una de las características generales de las masas es una sugestibilidad excesiva y hemos mostrado cuan contagiosa es una sugestión en toda aglomeración humana. Esto explica la rápida orientación de los sentimientos en un determinado sentido.
Por neutra que se la suponga, la masa se encuentra generalmente en un estado de atención expectante favorable a la sugestión. La primera sugestión formulada se impone inmediatamente, por contagio, a todos los cerebros y establece en seguida la orientación. En los seres sugestionados, la idea fija tiende a transformarse en acto. Ya se trate de incendiar un palacio o de realizar un sacrificio, la masa se entrega a ello con idéntica facilidad. Todo dependerá de la naturaleza del excitante y no, como en el individuo aislado, de las relaciones existentes entre el acto sugerido y las razones que pueden oponerse a su realización.
Constantemente errante por los límites de la inconsciencia, sometida a todas las sugestiones, animada de la violencia de sentimientos propia de los seres que no pueden apelar a influencias racionales, desprovista de sentido crítico, la masa no puede sino manifestar una credulidad excesiva. Para ella no existe lo inverosímil, y es preciso recordar esto para comprender la facilidad con la que se crean y propagan las leyendas y los relatos más extravagantes5.
La creación de las leyendas que circulan tan fácilmente entre las masas no sólo son el resultado de una credulidad completa, sino también de las prodigiosas deformaciones que experimentan los acontecimientos en la imaginación de individuos agrupados. El más simple hecho, visto por la masa, se convierte rápidamente en un acontecimiento desfigurado. La masa piensa mediante imágenes y la imagen evocada promueve, a su vez, una serie de ellas sin ningún nexo lógico con la primera. Podemos concebir fácilmente tal estado pensando en las extrañas sucesiones de ideas a las que nos conduce, a veces, la evocación de un hecho cualquiera. La razón muestra la incoherencia de tales imágenes, pero la masa no la ve, y lo que su imaginación deformante agregue al acontecimiento lo confundirá con éste. Incapaz de separar lo subjetivo de lo objetivo, admitirá como reales las imágenes evocadas en su espíritu, las cuales generalmente no poseen más que un parentesco lejano con el hecho observado.
Al parecer, las deformaciones que una masa imprime a un acontecimiento cualquiera, del cual es testigo, deberían ser innumerables y en diversos sentidos, ya que los hombres que componen la masa son de temperamentos muy variados. Pero no sucede así. A consecuencia del contagio, las deformaciones son de la misma naturaleza y en el mismo sentido para todos los individuos de la colectividad. La primera deformación percibida por un sujeto forma el núcleo de la sugestión contagiosa. San Jorge, en lugar de aparecerse en los muros de Jerusalén a todos los cruzados, seguramente no fue visto más que por uno de los presentes, pero por sugestión y contagio el milagro fue aceptado inmediatamente por todos.
Este es el mecanismo de las alucinaciones colectivas, tan frecuentes en la historia, y que parecen poseer todas las características clásicas de la autenticidad, puesto que se trata de fenómenos comprobados por millares de personas.
La calidad mental de los individuos de los que se compone la masa no contradice este principio. Esta calidad carece de importancia. Desde el momento en que forman una masa, el ignorante y el sabio se convierten en idénticamente incapaces de observación.
La tesis puede parecer paradójica. Para demostrarla habría que mencionar un gran número de hechos históricos y no bastarían varios volúmenes.
Ya que, sin embargo, no queremos dejar al lector la impresión de que afirmamos sin contar con pruebas, voy a poner algunos ejemplos tomados al azar entre todos los que podrían citarse.
El siguiente hecho es uno de los más típicos, pues ha sido elegido entre las alucinaciones colectivas de una masa en la que se encontraban individuos de todas clases, tanto ignorantes como cultos. Es referido incidentalmente por el teniente de navío Julien Félix en su libro sobre las corrientes marinas.
La fragata La Belle-Poule navegaba en busca de la corbeta Le Berceau, de la que se había separado por una violenta tempestad. Era completamente de día y lucía el sol. De pronto, el vigía señaló una embarcación a la deriva. La tripulación dirige sus miradas hacia el punto indicado y, tanto oficiales como marineros, perciben claramente una balsa cargada de hombres, remolcada por embarcaciones sobre las cuales flotaban señales de socorro. El almirante Desfossés hizo armar una embarcación para acudir en socorro de los náufragos. Al aproximarse, los marineros y los oficiales que la tripulaban veían masas de hombres que se agitaban, que tendían sus manos y escuchaban el ruido sordo y confuso de gran número de voces. Cuando llegaron a la supuesta balsa, se encontraron sencillamente frente a unas cuantas ramas de árboles, cubiertas de hojas y arrancadas a la vecina costa. Ante una evidencia tan palpable, la alucinación se desvaneció.
Este ejemplo revela muy claramente el mecanismo de la alucinación colectiva que hemos expuesto. Por una parte, una masa en estado de atención expectante; por otra, una sugestión operada por el vigía al señalar un navío a la deriva en alta mar y aceptada por contagio por todos los presentes, tanto oficiales como marineros.
No es preciso que la masa sea numerosa para que su facultad de ver correctamente quede destruida, siendo los hechos reales sustituidos por alucinaciones que no se relacionan con ellos. La reunión de unos cuantos individuos constituye una masa y, aun cuando se trate de sabios eminentes, asumen todas las características de las masas en aquellos temas que se salen de su especialidad. Se esfuman la facultad de observación y el espíritu crítico que individualmente poseen.
Un ingenioso psicólogo, Davey, nos proporciona un ejemplo muy curioso de ello, publicado por los Annales des Sciences psychiques y que merece ser relatado aquí. Davey convocó una reunión de distinguidos observadores, entre los que se hallaba uno de los primeros sabios de Inglaterra, Wallace, y ejecutó ante ellos, tras haberles dejado examinar los objetos y poner sellos de lacre donde quisieran, todos los fenómenos clásicos de los espiritistas: materialización de espiritus, escritura en encerados, etc. Después de obtener informes escritos por tan ilustres espectadores, en los que aseguraban que los fenómenos observados no podían conseguirse más que por medios sobrenaturales, les reveló que no eran sino el resultado de supercherías muy simples. Lo más asombroso de la investigación de Davey, escribe el autor del relato, no es lo maravilloso de los trucos mismos, sino la escasa consistencia de los informes realizados por los testigos no iniciados. Así, dice, los testigos pueden realizar numerosos relatos posítivos, que son completamente erróneos, pero cuyo resultado es que, si se aceptan sus descripciones como exactas, los fenómenos que citan son inexplicables por la superchería. Los métodos inventados por Davey eran tan sencillos que asombra el que tuviese la audacia de emplearlos; pero tenía tal poder sobre el espíritu de la masa que podía persuadirla de que estaba viendo aquello que, en realidad, no veía. Se trata del poder del hipnotizador sobre el hipnotizado. Cuando se ve (como en este caso) cómo es ejercido tal poder sobre espíritus superiores, a los cuales se ha hecho además desconfiar previamente, se advierte con qué facilidad se ilusionan las masas ordinarias.
Son innumerables los ejemplos análogos. Hace algunos años, los diarios refirieron la historia de dos niñas de corta edad ahogadas en el Sena y cuyos cadáveres habían sido recuperados. Primeramente, dichas niñas fueron reconocidas del modo más categórico por una docena de testigos. Ante afirmaciones tan concordantes, el juez de instrucción no tuvo duda alguna y permitió extender el certificado de defunción; pero en el momento en que iba a procederse a la inhumación de los cadáveres, el azar hizo que se descubriese que las supuestas víctimas estaban perfectamente vivas y, por otra parte, tan sólo guardaban una lejana semejanza con las pequeñas ahogadas. Al igual que en los ejemplos anteriormente citados, la afirmación de un primer testigo, víctima de una ilusión, había bastado para sugestionar a todos los demás.
En casos similares, el punto de partida de la sugestión es siempre la ilusión producida en un individuo por medio de reminiscencias más o menos vagas, surgiendo luego el contagio mediante la afirmación de dicha ilusión inicial. Si el primer observador es muy impresionable, bastará que el cadáver al cual cree reconocer presente -fuera de toda auténtica semejanza- alguna particularidad (una cicatriz, un detalle del atuendo) capaz de evocarle la idea de tratarse de otra persona. Tal idea se convierte entonces en el núcleo de una especie de cristalización que invade el campo del entendimiento y paraliza toda facultad crítica. Lo que el observador ve entonces no es ya el objeto mismo, sino la imagen evocada en su espíritu. Así se explican los reconocimientos erróneos de cadáveres de niños por su propia madre, como en el siguiente caso, ya antiguo, y en el que vemos, precisamente, cómo se manifiestan las dos clases de sugestión cuyo mecanismo acabo de indicar.
El níño fue reconocido por otro, el cual se equivocaba. Entonces tuvo lugar la serie de reconocímientos inexactos. Y pudo observarse algo muy extraordinario. Al día siguiente de haber reconocido un escolar el cadáver, una mujer gritó: ¡Ay, Dios mío! ¡Pero si es mi hijo! Se la lleva junto al cadáver, examina sus defectos, comprueba la presencia de una cicatriz en la frente. Claro que es mi pobre hijo -dice- desaparecido desde el mes de julio. ¡Me lo han robado y me lo han matado! La mujer era portera en la Rue du Four y se llamaba Chavandret. Se hizo venir a su cuñado, el cual afirmó, sin vacilar: ¡Es el pequeño Philibert! Varios vecinos de la calle reconocieron a Philibert Chavandret, aparte de su propio maestro de escuela, para el cual era un indicador la medalla que llevaba. Pues bien, los vecinos, el cuñado, el maestro de escuela y la madre se habían equivocado. Seis semanas más tarde fue establecida la identidad del cadáver. Se trataba de un niño asesinado en Burdeos y cuyo cadáver había sido enviado a París a través de una agencia. ( Éclair del 21 de abril de 1895.)
Hemos de hacer constar que, generalmente, estos reconocimientos son realizados por mujeres y niños, es decir: precisamente por los seres más impresionables. Demuestran el poco valor que pueden tener estos testimonios en asuntos judiciales. Principalmente, las afirmaciones de los niños no deberían tenerse en cuenta jamás. Los magistrados repiten, como un lugar común, que a dicha edad no se miente. Por el contrario, una cultura psicológica algo menos sumaria les enseñaría que a dicha edad se miente casi siempre. Indudablemente se trata de mentiras inocentes, pero no por ello son menos mentiras. Valdría más jugar a cara o cruz la condena de un acusado que decidirla, como tantas veces se hace, con arreglo al testimonio de un niño.
Volviendo a las observaciones realizadas por las masas, podemos afirmar que son las más erróneas de todas y representan, generalmente, la simple ilusión de un individuo que, a través de un contagio, ha sugestionado a los demás.
Innumerables hechos demuestran la absoluta desconfianza que debe inspirar el testimonio de las masas. Millares de hombres asistieron a la célebre carga de caballería de la batalla de Sedan y, sin embargo, resulta imposible, ya que los testimonios visuales son de lo más contradictorio, saber quién la ordenó. En un reciente libro, el general inglés Wolseley ha demostrado que hasta ahora se han cometido los errores más graves acerca de los hechos más destacados de la batalla de Waterloo, que fueron presenciados, sin embargo, por centenares de testigos6.
Todos estos ejemplos muestran, repito, el valor que puede tener el testimonio de las masas. Los tratados de lógica incluyen la unanimidad de numerosos testigos dentro de la categoría de las pruebas más demostrativas de la exactitud de un hecho. Pero lo que sabemos acerca de la psicología de las masas muestra cuán propensas son a experimentar ilusiones a este respecto. Los acontecimientos más dudosos son, desde luego, los observados por el mayor número de personas. Afirmar que un hecho ha sido comprobado simultáneamente por millares de testigos equivale a decir que el hecho real es, en general, muy distinto del correspondiente relato.
De cuanto precede se desprende claramente que los libros de historia han de considerarse como obras de pura imaginación. Se trata de relatos fantaseados relativos a hechos mal observados, acompañados de explicaciones establecidas a posteriori. Si el pasado no nos hubiese legado sus obras literarias, artísticas y monumentales, no conoceríamos nada real. ¿Sabemos una sola palabra de verdad acerca de grandes hombres que desempeñaron papeles preponderantes en la humanidad, tales como Hércules, Buda, Jesús o Mahoma? Probablemente, no. Por otra parte, en el fondo nos importa poco lo que fue exactamente su vida. Los seres que han impresionado a las masas fueron héroes legendarios y no héroes reales.
Desgraciadamente, las propias leyendas no tienen tampoco consistencia alguna. La imaginación de las masas las transforma sin cesar según las épocas y, sobre todo, según las razas. Hay mucha distancia del Jehovah sanguinario de la Biblia al Dios de amor de Santa Teresa; y el Buda adorado en China no tiene ya ningún rasgo común con el que se venera en la India. Incluso no es necesario que hayan transcurrido siglos para que las leyendas acerca de los héroes sean transformadas por la imaginación de las masas. La transformación tiene a veces lugar en unos cuantos años. Hemos visto en nuestros días cómo la leyenda acerca de uno de los mayores héroes históricos se ha modificado varias veces en menos de cincuenta años. Bajo los Borbones, Napoleón se convirtió en una especie de personaje idílico, filántropo y liberal, amigo de los humildes, los cuales, según los poetas, habrían de conservar su recuerdo durante mucho tiempo. Treinta años después, el héroe paternal se había convertido en un déspota sanguinario, usurpador del poder y de la libertad y que sacrificó por su ambición a tres millones de hombres. Actualmente, la leyenda se sigue transformando. Cuando hayan transcurrido varias decenas de siglos, los sabios del futuro, en presencia de tan contradictorios relatos, dudarán quizá acerca de la existencia del héroe, Como nosotros dudamos en ocasiones de la de Buda, y no verán en él sino algún mito solar o una variante de la leyenda de Hércules. Se consolarán fácilmente, sin duda, de esta incertidumbre, ya que, mejor iniciados que en la actualidad a la psicología de las masas, sabrán que la historia no puede eternizar sino mitos.
3. Exageración y simplismo de los sentimientos de las masas
Los sentimientos buenos o malos, manifestados por una masa, presentan la doble característica de ser muy simples y muy exagerados. En este aspecto, así como en tantos otros, el individuo-masa se aproxima a los seres primitivos. Inaccesible a los matices, ve las cosas en bloque y no conoce transiciones. En la masa, la exageración de un sentimiento está fortalecida por el hecho de que, al propagarse muy rápidamente por sugestión y contagio, la aprobación de la que es objeto acrecienta su fuerza de modo considerable.
La simplicidad y la exageración de los sentimientos de las masas los preservan de la duda y la incertidumbre. Al igual que las mujeres, tienden inmediatamente a los extremos. La sospecha enunciada se transforma de manera inmediata en evidencia indiscutible. Un inicio de antipatía y desaprobación que permanecería poco acentuado en el individuo aislado se convierte rápidamente en un odio feroz en el individuo-masa.
La violencia de los sentimientos de las masas se exagera más aún, sobre todo en las masas heterogéneas, por la ausencia de responsabilidad. La certeza de la impunidad, tanto más acentuada cuanto más numerosa es la masa, y la noción de un considerable poder momentáneo debido al número, hacen factibles para la colectividad sentimientos y actos que resultan imposibles para el individuo aislado. En las masas, el imbécil, el ignorante y el envidioso se ven liberados del sentimiento de su nulidad y su impotencia, sustituido por la noción de una fuerza brutal, pasajera, pero inmensa.
Frecuentemente, en las masas, la exageración se refiere por desgracia a malos sentimientos, reliquia atávica de los instintos del hombre primitivo, y que el miedo al castigo obliga a refrenar en el individuo aislado y con sentimiento de responsabilidad. Así se explica la facilidad con que se entregan las masas a los peores excesos.
Hábilmente sugestionadas, las masas se hacen capaces de heroísmo y sacrificio. Incluso son más aptas que el individuo aislado. Volveremos a insistir sobre este punto al estudiar el tema de la moralidad.
Al no ser impresionada la masa más que por los sentimientos excesivos, el orador que desee seducirla debe abusar de las afirmaciones violentas. Exagerar, afirmar, repetir y no intentar jamás demostrar nada mediante razonamiento: he aquí los procedimientos de argumentación familiares a los oradores de las reuniones populares.
La masa reclama también idéntica exageración en los sentimientos de sus héroes. Sus cualidades y virtudes aparentes han de estar siempre amplificadas. En el teatro, la masa exige del protagonista de la obra unas virtudes, un valor, una moralidad que jamás se dan en la vida corriente.
Se ha hablado, con razón, de la óptica especial del teatro. Existe, sin duda; pero, generalmente, sus reglas no guardan relación alguna con el buen sentido y la lógica. El arte de hablar a las masas es de un orden inferior, pero exige aptitudes muy especiales. A veces, al leerlas, no se comprende el éxito obtenido por ciertas obras teatrales y los empresarios, cuando las reciben, generalmente están muy inseguros respecto al éxito que puedan obtener, ya que para juzgarlas tendrían que transformarse en masa7. De poder abordar esta cuestión más a fondo, sería fácil demostrar también la influencia preponderante de la raza. Ocasionalmente, una obra teatral que en un país entusiasma a la masa del público, no obtiene éxito alguno en otro, o no lo logra más que de manera relativa, ya que no pone en juego resortes capaces de entusiasmar a su nuevo público.
Notas:
5 Las personas que asistieron al sitio de París (durante la guerra franco-prusiana) vieron numerosos ejemplos de esta credulidad de las masas para cosas absolutamente inverosímiles. Una vela encendida en el piso superior de una casa era inmediatamente considerada como una señal a los sitiadores. Dos segundos de reflexión habrían demostrado, sin embargo, que era absolutamente imposible percibir esta luz a varias leguas de distancia
6 ¿Conocemos cómo transcurrió exactamente una sola batalla? Lo pongo muy en duda. Sabemos quiénes fueron los vencedores y los vencidos, pero probablemente nada más. Lo que d’Harcourt, actor y testigo, informa acerca de la batalla de Solferino, puede aplicarse a todas las batallas: Los generales (informados como es natural por centenares de testimonios) transmiten sus informes oficiales; los oficiales encargados de transmitirlos modifican estos documentos y redactan el proyecto definitivo; e] jefe de estado mayor lo critica y lo redacta de nuevo. Se lleva al mariscal y éste grita: ¡Está usted completamente equivocado! y ejecuta una nueva redacción. No queda casi nada del informe primero; d’Harcourt relata este hecho como prueba de la imposibilidad de establecer la verdad acerca de un acontecimiento, por llamativo que éste sea y por mucho que se le observe.
7 Esto permite comprender por qué ciertas obras teatrales rechazadas por todos los empresarios obtienen un prodigioso éxito cuando, por azar, son representadas. Sabido es el éxito logrado por la obra de Coppée Pour la couronne, rechazada durante diez años por los empresarios de los principales teatros, a pesar del renombre de su autor. La tía de Carlos, montada por un agente de cambio, tras sucesivos rechazos, obtuvo más de doscientas representaciones en Francia y más de mil en Inglaterra. Sin la explicación, antes expuesta, de la imposiblidad de que los empresarios se sitúen mentalmente en el puesto de la masa, resultarían incomprensibles tales aberraciones de juicio por parte de Individuos competentes y sumamente interesados en no cometer errores tan notorios.
Creemos inútil añadir que la exageración de las masas se refiere tan sólo a los sentimientos y de ningún modo a la inteligencia. Como ya he señalado, por el simple hecho de estar el individuo inmerso en una masa, desciende considerablemente su nivel intelectual. Tarde lo ha constatado también en sus investigaciones acerca de los crímenes de las masas. Así pues, únicamente en el plano de los sentimientos pueden las masas elevarse muy altas o descender, por el contrario, muy bajo.
4. Intolerancia, autoritarismo y conservadurismo de las masas
Al no conocer las masas sino sentimientos simples y extremos, las opiniones, ideas y creencias que se las sugiere son aceptadas o rechazadas en bloque, siendo consideradas como verdades absolutas o errores no menos absolutos. Siempre sucede así con las creencias determinadas mediante sugestión, en lugar de haber sido engendradas por razonamiento. Sabido es cuan intolerantes son las creencias religiosas y qué despótico es el imperio que ejercen sobre las almas.
No teniendo duda alguna acerca de que lo que cree es verdad, o por el contrario, error, y poseyendo, por otra parte, la clara noción de su fuerza, la masa es tan autoritaria como intolerante. El individuo puede aceptar la contradicción y discusión, mientras que la masa no las soporta jamás. En las reuniones públicas, la más ligera contradicción por parte de un orador es inmediatamente acogida con rugidos de furor y violentas invectivas, seguidas muy pronto por vías de hecho y expulsión, a poco que éste insista. En muchas ocasiones, sin la presencia inquietante de los agentes de la autoridad, el contradictor sería incluso linchado.
El autoritarismo y la intolerancia son generales en todas las categorías de masas, pero se presentan en grados muy diversos. Y aquí reaparece también la noción fundamental de raza, dominadora de los sentimientos y los pensamientos de los hombres. El autoritarismo y la intolerancia están desarrollados sobre todo en las masas latinas, hasta el punto de haber destruido aquel sentimiento de la independencia individual que tan acentuado se halla entre los anglosajones. Las masas latinas no son sensibles más que a la independencia colectiva de su secta, y la característica de esta independencia consiste en la necesidad de someter, inmediata y violentamente, a sus creencias a todos los disidentes. En los pueblos latinos, los jacobinos de todas las épocas, desde la de la Inquisición, no han podido elevarse a otra concepción de la libertad.
El autoritarismo y la intolerancia constituyen para las masas sentimientos muy claros, que soportan tan fácilmente como practican. Respetan la fuerza y no les impresiona la bondad, considerada sencillamente como una forma de debilidad. Sus simpatías jamás se han orientado hacia los jefes paternales, sino a los tiranos que las han dominado vigorosamente. Siempre es a éstos a quienes se erigen las más altas estatuas. Si gustan de pisotear al déspota derribado, es porque al perder su fuerza queda incluido en la categoría de los débiles a quienes se desprecia y a los que no temen. El tipo de héroe querido por las masas tendrá siempre la estructura de un César. Les seduce su pompa, su autoridad les amilana y su sable les atemoriza.
Dispuesta siempre a sublevarse contra una autoridad débil, la masa se inclina servilmente ante una autoridad fuerte. Si la acción de la autoridad es intermitente, la masa, siempre obediente a sus sentimientos extremos, pasa, alternativamente, desde la anarquía al servilismo, y de éste a la anarquía. Por otra parte, supondría desconocer la psicología de las masas creer que en ellas existe un predominio de los instintos revolucionarios. Son tan sólo sus violencias las que nos inducen a error a este respecto. Las explosiones de rebelión y destrucción son siempre muy efímeras. Están regidas en gran medida por el inconsciente y demasiado sometidas, en consecuencia, a la influencia de herencias seculares, como para no mostrarse extremadamente conservadoras. Abandonadas a sí mismas, se les ve muy pronto cansarse de sus desórdenes y dirigirse instintivamente hacia la servidumbre. Los jacobinos más fieros e intratables aclamaron enérgicamente a Bonaparte cuando suprimió todas las libertades e hizo sentir duramente su mano de hierro.
La historia de las revoluciones populares es casi incomprensible si se desconocen los instintos profundamente conservadores de las masas. Desean, desde luego, cambiar los nombres de sus instituciones e incluso realizan, a veces, violentas revoluciones para obtener dichos cambios; pero el fondo de tales instituciones expresa demasiado las necesidades hereditarias de la raza como para que las masas no retornen siempre al mismo. Su incesante movilidad no se refiere sino a cosas superficiales. De hecho, tienen irreductibles instintos conservadores y, como todos los primitivos, un respeto fetichista por las tradiciones, un horror inconsciente a las novedades capaces de modificar sus condiciones reales de existencia. Si el actual poder de las democracias hubiera existido en la época en que fueron inventados los oficios mecánicos, el vapor y los ferrocarriles, la realización de estos inventos habría resultado imposible, o sólo se hubiese logrado al precio de reiteradas revoluciones. Felizmente para los progresos de la civilización, la supremacía de las masas no nació sino cuando ya se habían realizado los grandes descubrimientos de la ciencia y de la industria.
5. Moralidad de las masas
Si adjudicamos a la palabra moralidad el sentido de respeto constante de ciertas convenciones sociales y de represión permanente de los impulsos egoístas, resulta evidente que las masas son demasiado impulsivas y móviles como para ser capaces de moralidad. Pero si incluimos dentro de dicho término la aparición momentánea de determinadas cualidades, como la abnegación, el desinterés, el sacrificio de sí mismo, la necesidad de equidad, podemos afirmar que, por el contrario, las masas son a veces capaces de mostrar una moralidad muy elevada.
Los escasos psicólogos que las han estudiado no lo han hecho más que desde el punto de vista de sus actos criminales, y como han observado que tales actos se producen con frecuencia, han asignado a las masas un nivel moral muy bajo.
No cabe duda de que lo manifiestan a menudo; pero, ¿por qué? Sencillamente porque los instintos de ferocidad destructiva son residuos de edades primitivas que permanecen en el fondo de cada uno de nosotros. Para el individuo aislado sería peligroso satisfacerlos, mientras que el hecho de su absorción por una masa irresponsable, en la que está asegurada su impunidad, le deja en plena libertad para seguirlos. Al no poder ejercer, habitualmente, estos instintos destructivos en nuestros semejantes, nos limitamos a satisfacerlos en los animales. La pasión por la caza y la ferocidad de las masas proceden de una misma fuente. La masa que despedaza lentamente a una víctima indefensa demuestra una crueldad muy cobarde, pero para el filósofo, dicha crueldad está próximamente emparentada con la de los cazadores que se reúnen por docenas para asistir al despedazamiento de un desdichado ciervo por sus perros.
Si la masa es capaz de asesinar, de incendiar y de toda clase de crímenes, lo es también de actos de sacrificio y de desinterés, mucho más elevados que aquellos de los que es capaz el individuo aislado. Cuando se invocan sentimientos de gloria, de honor, de religión y de patria se actúa sobre todo sobre el individuo inmerso en la masa. La historia está llena de ejemplos análogos a los de los cruzados y de los voluntarios de 1793. Únicamente las colectividades son capaces de grandes sacrificios desinteresados. ¡Cuántas multitudes se han hecho exterminar heroicamente por creencias e ideas que apenas comprendían! Las masas que acuden a las huelgas van más bien a obedecer una consigna que por obtener un aumento de salario. El interés personal raras veces constituye un motivo poderoso para ellas, mientras que es el móvil casi exclusivo en el individuo aislado. No ha sido ciertamente el interés personal el que ha guiado a las masas en tantas guerras, casi siempre incomprensibles para su inteligencia, y en las que se dejaron masacrar con tanta facilidad como las alondras hipnotizadas por el espejo del cazador.
Los más perfectos canallas, por el simple hecho de estar reunidos en masa, adquieren a veces principios de moralidad muy estrictos. Taine refiere que los asesinos de las matanzas de septiembre acudían a depositar sobre la mesa de los comités las carteras y las alhajas encontradas en sus víctimas y que, sin dificultad alguna, habrían podido robar. La masa vociferante, agitada y miserable que invadió las Tullerías durante la revolución de 1848 no se apoderó de ninguno de los objetos que la deslumbraron y, de los cuales, uno tan sólo representaba pan para muchos días.
Desde luego, esta moralización del individuo por la masa no es una regla constante, pero se observa con frecuencia e incluso en circunstancias mucho más graves de las que acabo de mencionar. En el teatro, como ya he dicho, la masa exige exageradas virtudes al protagonista de la obra, y el público, incluso el compuesto por personas de clase social baja, se muestra en ocasiones muy gazmoño. El vividor profesional, el chulo, el maleante, murmuran con frecuencia ante una escena algo atrevida o una frase procaz, que resultan sin embargo anodinas en comparación con sus conversaciones habituales.
Así pues, las masas, que se entregan con frecuencia a los más bajos instintos, proporcionan también, en ocasiones, ejemplos de actos de una elevada moralidad. Si el desinterés, la resignación, la absoluta entrega a un ideal quimérico o real constituyen virtudes morales, puede afirmarse que, en ocasiones, las masas las poseen en un grado tal que raramente ha sido alcanzado por los más sabios filósofos. Sin duda las practican inconscientemente, pero ello no importa. Si las masas hubieran razonado con frecuencia y consultado sus intereses inmediatos, quizá no se hubiese desarrollado civilización alguna en la superficie de nuestro planeta y la humanidad no habría tenido historia.
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