Segunda parte
Las opiniones y las creencias de las masas
CAPÍTULO 1
FACTORES LEJANOS DE LAS CREENCIAS Y OPINIONES DE LAS MASAS
Acabamos de estudiar la constitución mental de las masas. Conocemos sus maneras de sentir, de pensar, de razonar. Examinemos ahora cómo nacen y se establecen sus opiniones y sus creencias.
Los factores que determinan dichas opiniones y creencias son de dos órdenes: factores lejanos y factores inmediatos.
Los factores lejanos hacen que las masas sean capaces de adoptar determinadas convicciones y las imposibilitan para dejarse convencer por otras. Preparan el terreno en el que se ve cómo germinan de pronto ideas nuevas, cuya fuerza y cuyos resultados asombran, pero que no tienen de espontáneo sino la apariencia. La explosión y la puesta en acción de determinadas ideas se dan a veces en las masas con fulminante rapidez. Pero esto no constituye más que un efecto superficial, tras el cual hay que buscar, casi siempre, una prolongada evolución previa.
Los factores inmediatos son aquellos que superpuestos a dicha prolongada evolución, sin la cual no podrían actuar, provocan la persuasión activa en las masas, es decir: hacen adoptar forma a la idea y la desencadenan, con todas sus consecuencias. Bajo el impulso de estos factores inmediatos surgen las resoluciones que sublevan bruscamente a las colectividades; debido a ellos estalla un motín o se decide una huelga; por su causa, mayorías enormes elevan a un hombre al poder o derriban un gobierno.
En todos los grandes acontecimientos históricos se comprueba la acción sucesiva de dichos dos órdenes de factores. La Revolución Francesa, por no destacar sino uno de los más llamativos ejemplos, contó entre sus factores lejanos con las críticas de los escritores, con los abusos del antiguo régimen. El alma de las masas, así preparada, fue sublevada a continuación fácilmente por factores inmediatos tales como los discursos de los oradores y las resistencias de la corte frente a reformas insignificantes.
Entre los factores lejanos, los hay de índole general, que se encuentran en el fondo de todas las creencias y opiniones de las masas. Se trata de la raza, las tradiciones, el tiempo, las instituciones, la educación. Vamos a estudiar los respectivos papeles que desempeñan.
l. La raza
Este factor, la raza, ha de situarse en primer plano, ya que por sí solo es mucho más importante que todos los demás. Ha sido estudiado suficientemente en una obra anterior a la presente como para que consideremos útil insistir sobre él. En dicha obra hemos mostrado lo que es una raza histórica y cómo, una vez constituidas sus características, todos los elementos de su civilización -sus instituciones, sus artes, sus creencias- se convierten en la expresión exterior de su alma. El poder de la raza es tal que ningún elemento podría pasar de un pueblo a otro sin experimentar las más profundas transformaciones8.
El medio ambiente, las circunstancias, los acontecimientos, representan las sugestiones sociales del momento. Pueden ejercer una acción importante, pero siempre momentánea, si es contraria a las sugestiones de la raza, es decir: de toda una serie de antepasados.
En diversos capítulos de esta obra tendremos también ocasión de insistir sobre la influencia de la raza y asimismo podremos ver que dicha influencia es tan grande que domina sobre las características especiales del alma de las masas. Por ello, las multitudes de los diversos países presentan diferencias muy acentuadas en sus creencias y su conducta y no pueden ser influidas del mismo modo.
2. Las tradiciones
Las tradiciones representan las ideas, necesidades y sentimientos del pasado. Son la síntesis de la raza y gravitan, con todo su peso, sobre nosotros.
Las ciencias biológicas han sido transformadas desde que la embriología ha mostrado la inmensa influencia del pasado en la evolución de los seres; y las ciencias históricas lo serán también, paralelamente, cuando esta noción se difunda con más amplitud. Ahora aún no lo está bastante, y muchos hombres de Estado han permanecido fieles a las ideas de los teóricos del pasado siglo, imaginando que una sociedad puede romper con su pasado y ser reconstruida de arriba a abajo adoptando como guías las luces de la razón.
Un pueblo es un organismo creado por el pasado. Al igual que todo organismo, no puede modificarse sino mediante lentas acumulaciones hereditarias.
Los auténticos conductores de los pueblos son sus tradiciones y, como he repetido en numerosas ocasiones, no cambian fácilmente sino las formas externas. Sin tradiciones, es decir, sin alma nacional, no es posible civilización alguna.
Las dos grandes ocupaciones del hombre, desde que existe, han sido las de crearse una red de tradiciones y destruirla luego cuando están ya exhaustos sus efectos bienhechores. Sin tradiciones estables no hay civilización; sin la lenta eliminación de dichas tradiciones no hay progreso. La dificultad consiste en hallar un equilibrio justo entre la estabilidad y la variabilidad. Tal dificultad es inmensa. Cuando un pueblo deja que sus costumbres se fijen demasiado sólidamente durante numerosas generaciones, no puede ya evolucionar y se convierte, como China, en incapaz de perfeccionamientos. Incluso las revoluciones violentas resultan impotentes, ya que sucede entonces que se sueldan de nuevo los rotos eslabones de la cadena y el pasado vuelve a imperar sin cambios, o bien los fragmentos dispersos engendran la anarquía y una rápida decadencia.
Así, la tarea fundamental de un pueblo debe consistir en guardar las instituciones del pasado e irlas modificando poco a poco. Difícil tarea. Los romanos en los tiempos antiguos y los ingleses en los modernos son casi los únicos que lo han conseguido.
Son precisamente las masas las que más tenazmente conservan las ideas tradicionales y las que con mayor obstinación se oponen a su cambio y, sobre todo, las categorías de masas que constituyen las castas. Ya he insistido sobre este espíritu conservador mostrando que muchas de las rebeliones no desembocan sino en cambios de denominaciones, de palabras. A finales del pasado siglo, ante las iglesias destruidas, los sacerdotes expulsados o guillotinados, la universal persecución del culto católico, se podía creer que las viejas ideas religiosas habían perdido todo poder; y, sin embargo, unos años más tarde, las reclamaciones universales dieron lugar al restablecimiento del culto abolido9. Ningún ejemplo muestra mejor el poder de las tradiciones sobre el alma de las masas. No son los templos los que albergan a los ídolos más temibles, ni los palacios a los tiranos más despóticos. Se les destruye fácilmente. Los amos invisibles que reinan sobre nuestras almas escapan a todo esfuerzo y no ceden sino a la lenta usura de los siglos.
3. El tiempo
Tanto en los problemas sociales como en los biológicos, uno de los más enérgicos factores es el tiempo. Representa el auténtico creador y el gran destructor. Es él quien ha edificado las montañas con granos de arena y el que ha elevado hasta la dignidad humana a la oscura célula de las épocas geológicas. Para transformar un fenómeno cualquiera basta con hacer intervenir a los siglos. Se ha afirmado, con razón, que una hormiga que pudiese contar con el tiempo necesario para ello, lograría nivelar el Mont Blanc. Un ser que poseyese el poder mágico de variar el tiempo a su placer tendría la potencia que los creyentes atribuyen a sus dioses.
Pero no vamos a ocuparnos aquí más que de la influencia que ejerce el tiempo sobre la génesis de las opiniones de las masas. Desde este punto de vista, su acción es aún inmensa. Mantiene bajo su dependencia a las grandes fuerzas, tales como la raza, que no pueden formarse sin él. Hace evolucionar y morir a todas las creencias. Gracias a él adquieren su poderío y también gracias a él lo pierden.
El tiempo prepara las opiniones y las creencias de las masas, es decir: el terreno en el que germinarán. De ello se deduce que ciertas ideas, que son realizables en una época, no lo son en otra. El tiempo acumula el inmenso residuo de creencias y pensamientos sobre el que nacen las ideas de una época. No germinan al azar y a la aventura. Sus raíces se hunden en un largo pasado. Cuando florecen, el tiempo había preparado su eclosión y siempre hay que remontarse hacia el pasado para concebir su génesis. Son hijas del pasado y madres del porvenir, esclavas, siempre, del tiempo.
Este último es, pues, nuestro auténtico dueño, y basta con dejarle actuar para ver cómo se van transformando todas las cosas. Hoy día nos inquietan mucho las amenazadoras aspiraciones de las masas, las destrucciones y convulsiones que presagian. El tiempo, por sí solo, se encargará de restablecer el equilibrio. Ningún régimen -escribe muy justificadamente Lavisse- se fundó en un día. Las organizaciones políticas y sociales son obras que requieren siglos; el feudalismo existió informe y caótico durante siglos antes de encontrar sus reglas; la monarquía absoluta, antes de hallar medios regulares de gobierno, vivió también durante siglos, y durante dichos períodos de espera hubo grandes alteraciones.
4. Las instituciones políticas y sociales
La idea de que las instituciones pueden poner remedio a los defectos de las sociedades, de que el progreso de los pueblos resulta del perfeccionamiento de las constituciones y de los gobiernos y de que los cambios sociales se operan a golpes de decretos, se halla aún muy extendida. La Revolución Francesa la tuvo como punto de partida y las teorías sociales actuales se apoyan en ella.
Las experiencias más continuadas no han logrado conmocionar tan temible quimera. En vano han intentado demostrar filósofos e historiadores lo absurda que es. Sin embargo, no les ha resultado difícil demostrar que las instituciones son hijas de las ideas, de los sentimientos y de las costumbres, y que no se renuevan las ideas, los sentimientos y las costumbres rehaciendo los códigos. Un pueblo no elige a su gusto instituciones, como no elige el color de sus ojos o de sus cabellos. Las instituciones y los gobiernos representan el producto de la raza. Lejos de ser los creadores de una época, son las creaciones de la misma. Los pueblos no son gobernados con arreglo a sus caprichos del momento, sino tal como lo exige su carácter. A veces son precisos siglos para formar un régimen político y siglos también para cambiarlo. Las instituciones no poseen ninguna virtud intrínseca; en sí no son buenas ni malas. Pueden ser buenas en un determinado momento y para un determinado pueblo, mientras que resultan detestables para otro.
Un pueblo no puede, por tanto, cambiar realmente sus instituciones. Será capaz, desde luego, al precio de revoluciones violentas, de modificar el nombre de dichas instituciones, pero el fondo no se modifica. Los nombres son vanas etiquetas que el historiador, preocupado por el valor real de las cosas, no ha de tener en cuenta. Así, por ejemplo, el país más democrático del mundo es Inglaterra10, sometido sin embargo a un régimen monárquico, mientras que las repúblicas hispanoamericanas, regidas por constituciones republicanas, sufren los más pesados despotismos. Es el carácter de los pueblos y no los gobiernos lo que determina sus destinos. He intentado establecer esta verdad en un volumen precedente basándome en categóricos ejemplos.
Perder el tiempo fabricando constituciones es, pues, una tarea pueril, un inútil ejercicio de retórica. La necesidad y el tiempo se encargan de elaborarlas, cuando se deja actuar a estos dos factores. Macaulay, el gran historiador, muestra en un pasaje que los políticos de todos los países latinos deberían aprender de memoria cómo los anglosajones han abordado el problema constitucional. Tras haber explicado los beneficios de leyes que, desde el punto de vista de la razón pura, semejan un caos de absurdos y de contradicciones, compara las docenas de constituciones muertas en las convulsiones de los pueblos latinos de Europa y América con la de Inglaterra, y pone de manifiesto que esta última no ha cambiado sino muy lentamente, por partes, bajo la influencia de necesidades inmediatas, pero jamás por razonamientos especulativos. No inquietarse nada por la simetría e inquietarse mucho por la utilidad; no suprimir jamás una anomalía tan sólo por tratarse de una anomalía; no innovar jamás a no ser que se haga sentir algún malestar, e innovar entonces lo justo para desembarazarse de él; no establecer jamás una proposición más amplia que el caso particular al que se pone remedio; tales son las reglas que desde la época de Juan hasta la época de Victoria han guiado por lo general las deliberaciones de nuestros doscientos cincuenta parlamentos.
Habría que considerar una por una las leyes, las instituciones de cada pueblo, para mostrar hasta qué punto son la expresión de las necesidades de su raza y que, por ello, no conviene transformarlas violentamente. Cabe disertar filosóficamente, por ejemplo, acerca de las ventajas y de los inconvenientes de la centralización; pero cuando vemos a un pueblo compuesto por razas diferentes dedicar mil años de esfuerzos para llegar progresivamente a dicha centralización, cuando comprobamos que una gran revolución que tenía como finalidad la de destruir todas las instituciones del pasado fue obligada, no sólo a respetar dicha centralización, sino incluso a exagerarla, podemos llegar a la conclusión de que es hija de imperiosas necesidades, que se trata de una condición para la existencia misma y lamentar los escasos alcances de aquellos políticos que hablan de destruirla. Si por casualidad llegase a triunfar su opinión, ello sería la señal de una profunda anarquía11 que, por otra parte, conduciría a una nueva centralización más acentuada que la antigua.
A partir de lo que precede llegamos a la conclusión de que no es en las instituciones en las que hay que buscar el medio de actuar profundamente sobre el alma de las masas. Algunos países, como los Estados Unidos, prosperan maravillosamente con instituciones democráticas, mientras que otros, como las repúblicas hispanoamericanas, vegetan en la más lamentable anarquía pese a tener instituciones parecidas. Tales instituciones son tan ajenas a la grandeza de los unos como a la decadencia de los otros. Los pueblos permanecen gobernados por su carácter, y todas aquellas instituciones que no están íntimamente amoldadas a dicho carácter no representan sino a modo de ropas prestadas, un disfraz provisional. Desde luego, se han producido y producirán guerras sangrientas y violentas revoluciones para imponer instituciones a las que se atribuye el poder sobrenatural de crear la felicidad. Podría afirmarse pues, en cierto modo, que esas estructuras actúan sobre el alma de las masas, ya que engendran tales convulsiones. Pero sabemos que, en realidad, triunfantes o vencidas, no poseen en sí mismas virtud alguna. Procurando su conquista no se persiguen sino ilusiones.
5. La instrucción y la educación
Entre las ideas dominantes de nuestra época se encuentra en primer plano la siguiente: la instrucción tiene, como resultado cierto, mejorar a los hombres e incluso hacerles iguales. Debido al simple hecho de la repetición, tal idea ha llegado a convertirse en uno de los más inquebrantables dogmas de la democracia. En la actualidad sería tan difícil abordarlo como lo fue antaño criticar los de la Iglesia.
Pero acerca de este punto, como en tantos otros, las ideas democráticas se hallan en un profundo desacuerdo con los datos de la psicología y de la experiencia. Varios filósofos eminentes, y sobre todo Herbert Spencer, no tuvieron que esforzarse mucho para demostrar que la instrucción no hace al hombre más moral ni más feliz, que no cambia sus instintos y sus pasiones hereditarias y que, mal dirigida, puede convertirse en más perniciosa que útil. Las estadísticas han confirmado estas afirmaciones señalando que la criminalidad aumenta con la generalización de la instrucción, o al menos de una determinada instrucción, y que los peores enemigos de la sociedad -los anarquistas- se reclutan con frecuencia entre los alumnos más destacados de las escuelas. Un distinguido magistrado, Adolphe Guillot, señalaba que existen en la actualidad tres mil criminales cultos frente a mil analfabetos y que, en cincuenta años, la criminalidad ha pasado de 227 por 100.000 habitantes a 552, es decir, que ha aumentado en un 133 por 100. Ha observado asimismo, junto con sus colegas, que la criminalidad progresa sobre todo entre los jóvenes en los que la escuela gratuita ha sustituido al patronato.
Desde luego, nadie ha sostenido jamás que la instrucción bien dirigida no pueda proporcionar resultados prácticos muy útiles, y aunque no sea para aumentar la moralidad, sirva al menos para desarrollar las capacidades profesionales. Desgraciadamente, los pueblos latinos, sobre todo desde hace unos treinta años, han basado su sistema de instrucción en principios muy defectuosos y, pese a las observaciones de destacadas personalidades, persisten en sus lamentables errores. Yo mismo, en diversas obras12, he mostrado que nuestra actual educación transforma en enemigos de la sociedad a un gran número de quienes la han recibido y que recluta a muchos discípulos para las peores formas del socialismo.
El primer riesgo de esta educación (calificada muy justificadamente como latina) depende de que se basa en un error psicológico fundamental: el de creer que la recitación de manuales desarrolla la inteligencia. Desde un principio se intenta que aprendan al máximo en este sentido y, desde la escuela primaria hasta el doctorado, el joven no hace sino intentar asimilar el contenido de los libros, sin ejercitar jamás su juicio ni su iniciativa. La instrucción consiste para él en recitar y obedecer. Aprenderse lecciones, saberse de memoria una gramática o un compedio, repetir bien, imitar bien -afirmaba un antiguo ministro de Instrucción Pública, Jules Simon, he aquí una educación en la que todo esfuerzo es un acto de fe ante la infalibilidad del maestro y que no tiene por resultado sino rebajarnos y volvernos impotentes.
Si esta educación fuese tan sólo inútil, podríamos limitarnos a compadecer a los desdichados niños a los que, en lugar de tantas cosas necesarias, se ha preferido enseñarles la genealogía de los hijos de Clotario, las luchas de la Neustria y la Austrasia o las clasificaciones zoológicas; pero ofrece el peligro, mucho más serio, de inspirar a quien la recibe un violento rechazo de la condición en la que ha nacido y un intenso deseo de salirse de la misma. El obrero no quiere continuar siendo obrero, el campesino no desea ser campesino y el último de los burgueses no ve para sus hijos otra carrera posible sino la de funcionario a sueldo del Estado. En lugar de formar hombres para la vida, la escuela no les prepara más que para funciones públicas en las que el éxito no exige ninguna iniciativa. En la parte inferior de la escala social crea ejércitos de proletarios descontentos de su suerte y prestos siempre a la revuelta; en la parte superior, nuestra frívola burguesía, a la vez escéptica y crédula, impregnada de una confianza supersticiosa en el Estado providencia (al cual, sin embargo, critica sin cesar), inculpando siempre al gobierno de sus propias faltas y siendo incapaz de emprender nada sin la intervención de la autoridad.
El Estado, que fabrica a golpe de manual a todos estos diplomados, sólo puede utilizar un reducido número de ellos dejando, forzosamente, a los demás sin empleo. Tiene que resignarse, por tanto, a alimentar a los primeros y a tener por enemigos a los segundos. Desde el vértice hasta la base de la pirámide social, la formidable masa de los diplomados asalta en la actualidad las carreras. Un hombre de negocios encontrará muy difícilmente un agente que vaya a representarle en las colonias, pero los más modestos puestos oficiales son solicitados por millares de candidatos. El departamento del Sena, por sí solo, cuenta con veinte mil maestros y maestras de primera enseñanza sin trabajo y que, despreciando el campo y el taller, apelan al Estado para vivir. Al ser limitado el número de los elegidos, el de los descontentos es forzosamente inmenso. Estos últimos están dispuestos a todas las revoluciones sean cuales fueren los jefes y la finalidad perseguida. La adquisición de conocimientos inutilizables es un medio seguro para transformar a un hombre en un rebelde13. Evidentemente, es demasiado tarde para remontar tal corriente. Sólo la experiencia, educadora en último término de los pueblos, se encargará de revelarnos nuestro error. Unicamente ella demostrará la necesidad de reemplazar nuestros odiosos manuales, nuestros lamentables concursos, por una instrucción profesional capaz de conducir a la juventud hacia el campo, los talleres, las empresas coloniales, tan descuidados en la actualidad.
Esta instrucción profesional, que hoy reclaman todos los espíritus ilustrados, fue la que recibieron antaño nuestros padres y que han sabido conservar los pueblos que debido a su voluntad, su iniciativa, su espíritu emprendedor, dominan actualmente al mundo. En unas memorables páginas, cuyos párrafos esenciales reproduciré más adelante, Taine ha mostrado de forma clara que nuestra educación antigua era, aproximadamente, lo que es hoy la educación inglesa o la americana y, estableciendo un notable paralelismo entre el sistema latino y el anglosajón, hace ver claramente las consecuencias de ambos métodos.
Quizá pudieran aceptarse todos los inconvenientes de nuestra educación clásica, aunque no produjese más que marginados y descontentos, si la adquisición superficial de tantos conocimientos, la recitación perfecta de tantos manuales, elevasen el nivel de inteligencia. Pero, ¿logra en realidad este resultado? Desde luego que no. El juicio, la experiencia, la iniciativa, el carácter, son las premisas del éxito en la vida y no es en los textos donde se aprenden. Los libros son a modo de diccionarios útiles para consultar, pero es perfectamente superfluo almacenar en la cabeza largos fragmentos de los mismos.
Taine ha mostrado muy bien, en los siguientes pasajes, cómo la instrucción profesional puede desarrollar la inteligencia en una medida que se le escapa por completo a la instrucción clásica:
Las ideas no se forman más que en su medio natural y normal; lo que hace que su germen vegete son las innumerables impresiones sensibles que el joven recibe a diario en el taller, la mina, el tribunal, el estudio, la obra, el hospital, ante la contemplación de las herramientas, los materiales y las operaciones, en presencia de los clientes, de los obreros, del trabajo, de la obra bien o mal hecha, dispendiosa o lucrativa; pequeñas percepciones particulares de los ojos, el oido, las manos, e incluso el olfato que, involuntariamente recogidas y vagamente elaboradas, se organizan en él para sugerirle más pronto o más tarde una combinación nueva, o una simplificación, una economía, un perfeccionamiento, una invención. De todos estos preciosos contactos, de todos estos elementos asimilables e indispensables, queda privado el joven francés y precisamente en la edad más fecunda. Durante siete u ocho años permanece secuestrado en una escuela, lejos de la experiencia directa y personal que le habría proporcionado la noción exacta y viva de las cosas, de los hombres y de los distintos modos de manejarlos. (…) Nueve, por lo menos, de cada diez han perdido el tiempo y sus esfuerzos durante varios años de su vida, y años eficaces, importantes o incluso decisivos: contemos en primer término la mitad o las dos terceras partes de los que se presentan a examen (me refiero a los rechazados). Luego, entre los admitidos, graduados, titulados o diplomados, también la mitad o las dos terceras partes de los mismos: me refiero a los agotados. Se les ha exigido demasiado al pedirles que tal día, sentados en una silla o ante un encerado, fuesen durante dos horas, y para un grupo de ciencias, repertorios vivientes de todo el conocimiento humano. En efecto, así lo han sido, o casi lo han sido dicho día, durante dos horas; pero un mes más tarde ya no lo son; no podrían soportar de nuevo el examen; sus adquisiciones, demasiado numerosas y densas, se deslizan incesantemente fuera de su espíritu y no realizan adquisiciones nuevas. Su vigor mental ha cedido; la savia fecunda se ha secado; el hombre hecho, formado, parece, y con frecuencia es, el hombre acabado. En el puesto que se le ha adjudicado, casado, resignado a recorrer ya constantemente el mismo circulo, por tiempo indefinido. se encierra en su restringido ámbito profesional; cumple correctamente con la misión que le han asignado, pero no pasa de ahí. Tal es el rendimiento medio y, desde luego, el resultado no justifica el gasto. En Inglaterra y en América, o como se hacía en Francia antes de 1789, se emplea el procedimiento inverso, siendo igual o superior el rendimiento obtenido.
El ilustre historiador nos muestra a continuación la diferencia entre nuestro sistema y el de los anglosajones. Entre éstos, la enseñanza no procede del libro, sino de la cosa misma. El ingeniero, por ejemplo, se forma en un taller y jamás en una escuela; cada cual puede alcanzar exactamente el grado que corresponde a su inteligencia, el de obrero o capataz si no puede llegar más lejos, de ingeniero si sus aptitudes lo permiten. Se trata de un procedimiento más democrático y útil para la sociedad que hacer depender toda la carrera de un individuo de un concurso, de unas horas de duración, sufrido a los dieciocho o los veinte años.
En el hospital, en la mina, en la fábrica, junto al arquitecto, junto al abogado, el alumno, admitido desde muy joven, realiza su aprendizaje profesional. Aproximadamente como, entre nosotros, lo hace un estudiante en su biblioteca o un aprendiz en su taller. Previamente y antes de ingresar ha seguido algún curso general y sumario, a fin de poseer un cuadro amplio en el que irá situando las observaciones que va a realizar en lo sucesivo. Sin embargo, tiene casi siempre a su alcance varios cursos técnicos que podrá seguir en sus horas libres, a fin de ir coordinando poco a poco las experiencias cotidianas que vaya realizando. Con un régimen así, la capacidad práctica crece y se desarrolla por sí misma, hasta el grado que lo permitan las facultades del alumno, y en la dirección requerida por las futuras necesidades de la especial actividad a la cual desea adaptarse desde el presente. De este modo. en Inglaterra y Estados Unidos, el joven llega rápidamente a emplear a fondo sus aptitudes. A partir de los veinticinco años, o incluso ante, y si no carece de contenido ni de fondo, no solamente es un útil ejecutor, sino también un emprendedor ejecutivo; no sólo una rueda de la maquinaria sino, además, un motor. En Francia, donde ha prevalecido el procedimiento inverso y se va haciendo más complejo a cada generación, el total de energías perdidas es enorme.
Y el gran filósofo llega a la siguiente conclusión acerca del creciente desacuerdo entre nuestra educación latina, por una parte, y la vida, por otra.
En las tres etapas de la instrucción -en la infancia, la adolescencia y la juventud- se ha prolongado y sobrecargado la preparación teórica y escolar en los bancos, libresca, centrada exclusivamente en el examen, la graduación, la obtención del título, y ello por los peores medios: por la aplicación de un régimen antinatural y antisocial, mediante el excesivo retraso del aprendizaje práctico, el internado, el entrenamiento artificial y el cumplimiento mecánico de tareas, por la sobrecarga, sin tener para nada en cuenta el porvenir que le espera al hombre, una vez adulto y las profesiones viriles que ejercerá; sin considerar el mundo real en el que va a ingresar a poco el joven, la sociedad a la cual hay que adaptarle o frente a la cual se tiene que resignar de antemano, el conflicto humano en el que, para defenderse y aguantar, ha de ser previamente equipado, armado, ejercitado, endurecido. Este indispensable equipamiento, esta adquisición, más importante que todas las demás, esta solidez del sentido común, de la voluntad y de los nervios, no es algo que proporcionen nuestras escuelas; lejos de capacitarle, le descalifican para su próximo y definitivo destino. Su entrada en el mundo y sus primeros pasos en el campo de la acción práctica no son la mayoría de las veces sino una serie de dolorosas caídas; queda marcado por ellas, malherido, o incluso inválido ya para siempre. Se trata de una dura y peligrosa prueba; el equilibrio moral y mental se altera y corre el riesgo de no restablecerse; sobreviene la desilusión de un modo brusco y total; las decepciones han sido demasiado grandes y los disgustos muy intensos14.
¿Nos habremos alejado, en lo que precede, de la psicología de las masas? Ciertamente que no. Para comprender las ideas, las creencias que germinan actualmente y brotarán mañana, es preciso saber cómo se ha preparado el terreno. La enseñanza proporcionada a la juventud de un país permite prever, hasta cierto punto, su destino. La educación de la generación actual justifica las más sombrías previsiones. La instrucción y la educación mejoran o alteran, en parte, el alma de las masas. Era pues necesario mostrar cómo la ha formado el sistema actual, y cómo la masa de indiferentes y neutros se ha convertido progresivamente en un inmenso ejército de descontentos, presto a seguir todas las sugestiones de los utópicos y los oradores. La escuela forma en la actualidad descontentos y anarquistas y prepara horas de decadencia para los pueblos latinos.
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Notas:
8 Al ser aún muy nueva esta propuesta, sin la cual permanece ininteligible la historia, he dedicado varios capítulos de mi obra (Les lois psychologiques de l’évolution des peuples) a su demostración. El lector podrá ver en dicho libro que, pese a engañosas apariencias, ni la lengua, ni la religión. ni las artes, ni, en una palabra, ningún elemento de civilización, pueden pasar intactos de un pueblo a otro.
9 El informe del antiguo miembro de la Convención, Fourcroy, citado por Taine es muy ilustrativo en este sentido:
Lo que se ve en todas partes sobre la celebración del domingo y la visita a los templos demuestra que la mayoría de los franceses desea retornar a los antiguos usos y que no hay ya por qué resistirse a esta tendencia nacional (…).
La gran masa de los hombres tiene necesidad de religión, de culto y de sacerdotes. Un error de algunos filósofos modernos, en el cual he incurrido yo mismo, es creer en la posibilidad de una instrucción lo suficientemente extendida como para destruir los prejuicios religiosos: para la mayoría de los desgraciados son una fuente de consuelo (…)
Hay que dejar por tanto a la masa del pueblo, sus sacerdotes, sus altares y su culto.
10 Esto lo reconocen, incluso en los Estados Unidos, los republicanos más avanzados. El periódico americano Forum expresaba esta categórica opinión en los términos que reproduzco aquí, según la Review of Reviews de diciembre de 1894: No se debe olvidar jamás, incluso por parte de los más fervientes enemigos de la aristocracia, que Inglaterra es hoy día el país más democrático del universo, aquel donde más respetados son los derechos de los individuos y donde éstos poseen más libertad.
11 Si se asocian las profundas disensiones religiosas y políticas que separan a las diversas partes de Francia y que son, sobre todo, una cuestión relativa a la raza, con las tendencias separatistas manifestadas en la época de la Revolución y que apuntaron de nuevo hacia finales de la guerra franco-alemana, se advierte que las diversas razas que existen en nuestro suelo se hallan muy lejos aún de estar fusionadas. La enérgica centralización de la Revolución y la creación de departamentos artificiales destinados a mezclar a las antiguas provincias fueron ciertamente su obra más útil. Si se llevase a cabo la descentralización de la cual hablan hoy tantos espíritus imprevisores, desembocaría rápidamente en las más sangrientas discordias. Ignorar esto equivale a olvidarse por completo de nuestra historia.
12 Véase Psychologie du socialisme, 7a. ed., y Psychologie de l’éducation, 14a.ed.
13 No se trata, por otra parte, de un fenómeno especial de los pueblos latinos. Se observa también en China, país conducido asimismo por una sólida jerarquía de mandarines, y en el que el mandarinato se obtiene también mediante concursos, cuya prueba única consiste en la imperturbable recitación de densos manuales. El ejército de los letrados sin empleo es considerado hoy día en China como una auténtica calamidad nacional. Lo mismo sucede en la India, en la que desde que los ingleses han abierto escuelas, no para educar, como en Inglaterra, sino simplemente para ínstruir a los indígenas, se ha formado una clase especial de letrados -los babús-, los cuales, cuando no pueden lograr una posición, se convierten en irreconciliables enemigos del dominio inglés. En todos los babús, ya posean o no un empleo, el primer efecto de la instrucción ha consistido en rebajar enormemente el nivel de su moralidad. He insistido mucho acerca de este punto en mi libro Les civilisations de l’Inde. Todos los autores que han visitado la gran península lo han constatado también.
14 Taine. Le régime moderne, t. II, 1894. Estas páginas son casi las últimas que escribió Taine. Resumen admirablemente los resultados de su larga experiencia. La educación es el único medio que tenemos para influir algo en el alma de un pueblo. Es sumamente triste que casi nadie llegue a comprender en Francia cuán temible elemento de decadencia hay en nuestro actual sistema de enseñanza. En lugar de educar a la juventud, la rebaja y la pervierte.