Estamos intentando articular por qué motivo anuncié, para situarles la angustia, que me es preciso arribar al campo central, ya trazado en el seminario sobre la Ética, y que era el campo del goce. Saben ya por cierto número de abordajes, y especialmente el que realicé en aquel año, que a ese goce es preciso concebirlo tan míticamente que deberíamos situar su punto como profundamente independiente de la articulación del deseo, esto porque el deseo se constituye más acá de esa zona que separa uno de otro, goce y deseo, y que es la falla donde se produce la angustia.
Está claro que no digo que el deseo en su estatuto no concierne al otro real, a aquél que está interesado en el goce; yo diría que es normativo que el deseo no concierne a ese otro, que la ley que lo constituye como deseo no llega a concernirlo en su centro, que sólo lo concierne excéntricamente y de costado, a sustituto de A.
Y por lo tanto todos los Erniedrigungen, todas las degradaciones de la vida amorosa que vienen a despuntar, señaladas por Freud, son los efectos de una estructura fundamental irreductible. Tal es la abertura (béance) que no entendemos encubrir, si por otra parte pensamos que complejo de castración y penis-neid, que en ella florecen, no son los últimos términos para designarla.
Tal dominio, el dominio del goce, es el punto donde, por así decir, gracias a él la mujer muestra ser algo así como superior, justamente por el hecho de que su lazo en el nudo del deseo es mucho más flojo. Esa falta, ese signo «menos» por el que se halla marcada la función fálica en el hombre, que hace que para él su ligazón con el objeto deba pasar por la negativización del falo por medio del complejo de castración, esa necesidad que es el estatuto del – j [menos phi] ,en el centro del deseo del hombre, esto para la mujer no es un nudo necesario.
Lo cual no significa que ella carezca de relación con el deseo del Otro; sino que precisamente es al deseo del Otro como tal que está en cierto modo enfrentada, confrontada. Es una gran simplificación que para ella el objeto fálico sólo llegue, con relación a esa confrontación, en segundo lugar, y en la medida en que desempeña un papel en el deseo del Otro.
Tal relación simplificada con el deseo del Otro permite a la mujer, cuando se dedica a nuestra noble profesión, hallarse, con respecto a dicho deseo, en una relación que es preciso decir se manifiesta cada vez que ella aborda el campo confusamente designado como contratransferencia, en una relación de la que sentimos que es mucho más libre, no obstante las particularidades que pueda representar en una relación, por así decir, esencial.
Por cuanto en su relación con el Otro no está tan esencialmente interesada como el hombre, tiene ella esa mayor libertad, esencialmente, Wesentlich. ¿Qué quiere esto decir ahora? Quiere decir que, por naturaleza, no está tan esencialmente interesada como el hombre en lo que respeta al goce.
Y aquí no puedo dejar de recordarles, en la misma línea de lo que el otro día encarné a nivel de la caída de los ojos de Edipo, que Tiresias, el vidente, ese que debería ser el maestro de los psicoanalistas, quedó ciego a causa de una venganza de la diosa suprema, Juno, la celosa; y, como bien nos explica Ovidio en el libro tercero de las »Metamorfosis», del verso 316 al verso 338 —les ruego remitirse a ese texto, del que T.S. Eliot, en una nota del Wasteland, subraya lo que llama su gran interés antropológico— si Tiresias ofendió a Juno fue por que, consultado así, en broma — los dioses no siempre miden las consecuencias de sus actos— por Júpiter, quien por una vez tenía una relación tranquila con su mujer, la hizo rabiar con el hecho de que seguramente la voluptuosidad que ustedes experimentan es mayor — es él quien habla— que la que siente el hombre. Pero al respecto dice: «A propósito, ¡haberlo pensado!: Tiresias fue siete años mujer. «Siete años; cada siete años — la panadera cambiaba de piel, cantaba Gulileume Apollinaire— Tiresias cambia de sexo, no por simple periodicidad sino a causa de un accidente: encontró a las dos serpientes acopladas, las que vemos en nuestro caduceo, y tuvo la imprudencia de turbar su acoplamiento. Dejaremos de lado el sentido de esas serpientes, que no es posible desanudar sin correr también un gran peligro. Al repetir su atentado vuelve a encontrar su posición primera, la de un hombre. De todos modos, durante siete años fue una mujer. Por eso puede atestiguar ante Júpiter y Juno, y, cualesquiera que deban ser las consecuencias, debe dar testimonio de la verdad y corroborar lo que dice Júpiter: las que gozan son las mujeres.
Su goce es más grande, así sea en un cuarto o un décimo de más, que el del hombre; hay versiones más precisas. La proporción importa poco, ya que en suma no depende sino de la limitación que impone al hombre su relación con el deseo, es decir, lo que yo designo situando para él el objeto en la columna de lo negativo, el (- φ ) [menos phi]. Contrariamente a lo que el profeta del saber absoluto le enseña a ese hombre, vale decir, que él hace su agujero en lo real, lo que en Hegel se llama negatividad, de lo que se trata es de otra cosa: el agujero comienza en su bajo vientre, al menos si queremos remontarnos a la fuente de lo que en él constituye el estatuto del deseo Evidentemente, aquí un Sartre-posthegeliano, con lo que yo llamaría su maravilloso talento de descarriados, deslizó la imagen que ustedes bien conocen, imagen del niñito a quien nos hace burgués nato —cuestión de complicar un poco el asunto—, que al hundir su dedo en la arena de la playa imita a sus ojos y a nuestra intención el acto que sería el acto fundamental. Por cierto, a partir de aquí puede ejercerse una merecida irrisión de la pretensión de esa nueva forma que hemos dado al hombrecito que está en el hombre, a saber, que ahora encarnamos a ese hombrecito en el niño, sin percatarnos de que el niño merece todas las objeciones filosóficas que se han hecho al hombrecito.
Pero, en fin, bajo la figura con la que Sartre la representa, ¿qué hace resonar en el inconsciente?. Y bien, mi Dios, no otra cosa que esa deseada sumersión de todo su cuerpo en el seno de la tierra-madre, cuyo sentido Freud denuncia como conviene cuando dice textualmente, al final de un capitulo de «Hemmung, Symptom und Angst», que el retorno al seno materno es un fantasma de impotencia.
Así, el niñito que Sartre se aplica a empollar en el hombre y que en toda su obra incita a compartir el único atractivo de la existencia, se dejará ser ese falo — el acento está aquí sobre el ser— el falo que pueden ver encarnado en una imagen que está al alcance de vuestra búsqueda, la que hallamos encubierta por las valvas de esos animalitos que llamemos «navajas», y a los que espero que alguna vez todos ustedes hayan podido ver sacándoles la lengua súbitamente en la sopera en que colocaron su cosecha, la cual se hace como la de los espárragos, con un largo cortaplumas y un simple tallo de alambre que se engancha en el fondo de la arena.
En verdad, no se si todos ustedes han visto como en opostótonos salir esas lenguas de la navaja; en todo caso, se trata de un espectáculo único que es preciso ofrecerse si aún no se lo ha visto, y del cual me parece evidente su relación con un fantasma sobre el cual saben que Sartre insiste en «La Náusea», en el que se ven lenguas semejantes lanzarse bruscamente de una muralla o de cualquier otra superficie, esto en la temática de expulsar la imagen del mundo a una insondable artificialidad.
Y bien, cabe preguntarse: «¿Y después?». No creo que para exorcizar el cosmos —ya que al fin de cuentas de esto se trata: de socavar, tras los términos fundamentales de la teología, la cosmología, que allí es sin duda de la misma naturaleza— , no creo que este curioso empleo de las lenguas sea el buen camino, sino más bien que creyéndolo como hace poco, duplicado esencialmente en wesentlich — y habría querido poder sonorizarlo para ustedes en muchos otros— me encuentro en cierto babelismo del que se acabará por hacer, si se me excita, uno de los puntos claves de lo que tengo que defender.
De todos modos, esta referencia les indica por qué mi propia experiencia de lo que se ve en la playa, cuando uno es pequeño y está en la playa, es decir, allí donde no puede hacerse un agujero sin que el agua se le suba, y bien, lo confieso, es una irritación que también sube —pero en mi— ante el andar oblicuo del cangrejo siempre listo para esconder su intención de pellizcarles los dedos.
¡Es muy hábil el cangrejo!. Pueden darle a barajar los naipes —es mucho menos difícil que abrir un mejillón, lo que hace todos los días— y bien, aún si sólo tiene dos cartas, siempre tratará de mezclarlas.
Así, por ejemplo, se dice: lo real está siempre lleno. Esto produce efecto, suena con un airecito que da crédito a la cosa, el de un lacanismo de buena ley ¿Quién puede hablar así de lo real?: yo.
Para mi el fastidio es que nunca dije eso. En lo real los huecos hormiguean, e incluso en él puede hacerse el vacío. Lo que digo es que no le falta nada, lo cual es muy diferente.
Agregué que si hacemos vasijas, hasta todas parecidas, es bien seguro que dichas vasijas son diferentes. Incluso es increíble que bajo el nombre de «principio de individuación» esto ofrezca todavía tanta tela al pensamiento clásico.
Veamos dónde nos hallamos aún, a nivel de Bertrand Russel: para sostener la distinción de los individuos es preciso movilizar el tiempo y el espacio entero, lo cual, confiésenlo, es una verdadera humorada.
El tiempo siguiente de mis vasijas es que la identidad, o sea lo substituible entre ellas, es el vacío alrededor del cual la vasija está hecha. El tercer tiempo es que la acción humana comenzó cuando ese vacío es tachado para llenarse con lo que va a hacer de lado el vacío de la vasija; dicho de otro modo, cuando estar semillena es lo mismo para una vasija que estar semivacía, vale decir, cuando eso no se escapa por todas partes.
Y en todas las culturas, pueden estar seguros de que una civilización completa queda obtenida cuando aparecen las primeras cerámicas.
En mi casa de campo contemplo algunas veces una bellísima colección de vasos de mi propiedad. Es manifiesto que para esa gente, en aquella época, como muchas otras culturas lo atestiguan, tales vasos eran su bien principal pero en ellos sensiblemente aún si no podemos leer lo que de manera magnifica, lujosa, está pintado sobre sus paredes, traducirlo en un lenguaje articulado de ritos y mitos, sabemos que en esos vasos está todo, que ellos bastan, que la relación del hombre con el objeto y con el deseo es allí enteramente sensible y superviviente.
Por otra parte, y volviendo hacia atrás, esto legitima el famoso tarro de mostaza que hizo rechinar los dientes durante más de un año a mis colegas, al punto de que yo, siempre gentil, acabé por devolverlo al estante de los tarros de cola, aunque, como dije desde el comienzo, ese tarro de mostaza me servía de ejemplo, ya que siempre está vacío sobre la mesa, nunca hay mostaza, salvo cuando se les sube a la nariz.
Dicho esto, acerca del uso de esas vasijas, ya que recientemente se planteó para nosotros un problema de este orden, no soy en absoluto tacaño, como se cree; Piera Aulagnier, espíritu firme como saben serlo las mujeres, sabe muy bien que es licito poner la etiqueta «mermelada de grosellas» en el frasco que contiene ruibarbo. Basta con saber a quién se quiere purgar por ese medio, y esperar para obtener del sujeto lo que se pretendía.
Sin embargo, cuando les traigo baterías de refinadas vasijas — pues no crean que dejé de convertir a muchas de ellas en chatarra, en mi buena época también yo hice discursos enteros donde la acción, el pensamiento, la palabra hacían la ronda de manera de apestar la simetría; y bien, acabaron en el cesto—, cuando pongo «impedimento» (empechement) arriba de la columna que contiene el acting-out, «embarazo» (embarras) arriba de la que contiene el pasaje al acto, si usted, Piera, quiere distinguir el caso de acting-out que observó —y muy bien— , si quiere distinguirlo por ser lo que usted llama transferencia actuada — idea ésta que merece discutirse— , de todos modos es a mi cuadro que usted se remitirá, ya que en ese texto invoca el embarazo en el que se habría encontrado su sujeto. Y como este término casi no fue empleado fuera de aquí, fue aquí donde usted tomó nota de él.
Ahora bien, en la observación se manifiesta que el enfermo fue impedido por el partero de asistir a la salida de su vástago fuera de las puertas maternas, y que es la turbación (émoi) de ser impotente para superar un nuevo impedimento de ese orden que lo amenaza, lo que le precipita a arrojar a los guardianes del orden en la angustia por medio de la reivindicación escrita del derecho del padre a lo que llamaré «filiofagia», para precisar la noción que viene a representar la imagen de la devoración de Saturno: porque en fin, aparece escrito en la observación que ese señor se presenta en la comisaría para decir que nada en la ley le impide comerse a su bebé, que acaba de morir. Por el contrario, y de manera manifiesta, es el embarazo en que lo sume la calma que en esta ocasión guarda el comisario — que no nació ayer— y el choque de la turbación que quería provocar, lo que lo hace pasar al acto, a actos que por naturaleza lo harían enjaular. Entonces, no reconocer, cuando manifiestamente lo comprenden, que yo no podía encontrar observación más adecua da para explicar lo que ustedes saben, lo que ustedes entienden muy bien, es un poco traicionarse a ustedes mismos, lo cual, por supuesto, a nadie podría reprocharle cuando se trata del manejo de cosas como ésta, recién salidas. Podríamos poner allí un poco de (…), Pero sin embargo esto me autoriza a recordar que mi trabajo, el mío, sólo posee interés si se lo emplea como es debido —esto no se dirige a usted, Piera— , es decir, no como nos hemos acostumbrado, mala costumbre con respecto a nociones que en general se agrupan en la enseñanza según una especie de recolección que sólo cumple una función de relleno. Recordado esto, sobre lo que de algún modo les confiere el derecho de velar por lo que les aporto, elegido con tanto esmero, retomo mi exposición.
Y volviendo a la mujer, también yo trataré, con una de mis observaciones, de hacerles sentir lo que pretendo decir en cuanto a su relación con el goce y el deseo. Se trata de una mujer que un día —coordenadas de longitud y latitud— me comenta que su marido, cuyas insistencias, por así decir, son de cimiento en el matrimonio, la deja de lado desde hace un tiempo demasiado largo como para que no lo haya notado, dada la forma en que ella, siempre acoge lo que por su parte experimenta poco más o menos como una torpeza. Eso más bien la consolaría.
Sin embargo, voy a extraer una frase — no se precipiten de inmediato a saborear una ironía que se me atribuiría indebidamente— en la que se expresa como sigue: «Poco me importa que él me desee, dado que no desea a otra».
No llegaré a decir que aquí tenemos una posición común ni regular. Esto sólo cobra su valor en la continuación de la constelación tal como va a desarrollarse por las asociaciones que constituyen este monólogo. Hela aquí, pues, hablando de su estado —por una vez, pase— con singular precisión. Como la tumescencia, pienso, no es privilegio del hombre, no me sorprenderá que ella, cuya sexualidad es totalmente normal — hablo de esta mujer afirme que si, por ejemplo, mientras conduce surge la alerta de un móvil que la hace monologar: «¡Dios, un coche!», y bien, inexplicablemente esto es lo que ese día la impresiona: advierte la existencia de una hinchazón vaginal que observa responder en ciertos períodos al surgimiento en su campo de cualquier objeto preciso, en apariencia completamente extraño a las imagenes o al espacio sexual. Ese estado, dice, no desagradable sino más bien de la naturaleza de lo molesto, cede por sí mismo.
«Me fastidia, dice, conectar con lo que voy a decirle, porque desde luego que no hay ninguna relación.» Me dice entonces que cada una de sus iniciativas está dedicada a mi. «Lo digo» —pienso que ya lo han comprendido: su analista soy yo—. «No puedo decir que se las consagre, eso querría decir que lo hago con cierto fin. No, cualquier objeto me obliga a evocarlo a usted como testigo, aunque no para obtener la aprobación de lo que veo . No, simplemente la mirada. Al decir esto me comprometo un poquito demasiado. Digamos que esa mirada me ayuda a hacer que cada cosa cobre su sentido.»
En este punto, evocación irónica de un tema hallado en un momento juvenil de su vida, el bien conocido título de la pieza de Steve Passeur «Viviré un gran amor». ¿Conoció ella en otros momentos de su existencia esa referencia al otro? Esto la hace trasladarse al comienzo de su vida matrimonial, y después remontarse más allá y dar testimonio, en efecto, de lo que fue aquél que no se olvida, su primer amor.
Se trataba de un estudiante del que muy pronto resultó separada, y con el cual quedó en correspondencia, en el pleno sentido del término. Según dice, todo lo que ella le escribía era verdaderamente «un tejido de mentiras».
«Yo creaba, hilo por hilo, un personaje, lo que deseaba ser ante sus ojos y no era de ninguna manera. Sospecho que se trató de una empresa puramente novelesca que proseguí de la manera más obstinada». Envolverme, dice, en una especie de capullo. Y agrega, muy graciosamente: «Usted sabe, le costó confiar en eso …»
Ahora vuelve sobre lo que produjo para mi: «Es todo lo contrario de lo que aquí me esfuerzo en ser: me esfuerzo en ser siempre verdadera con usted. Cuando estoy con usted no escribo una novela, la escribo cuando no estoy con usted.» Vuelve al tejido, siempre hilo por hilo, de esa dedicatoria de cada gesto que no es forzosamente un gesto hecho para complacerme, ni siquiera para dejarme forzosamente conforme. No hace falta decir que ella forzaba su talento. Lo que al fin y al cabo queda no es tanto que yo la mire, sino que mi mirada venga a sustituirse a la suya. «Lo que invoco es el auxilio de usted mismo. La mirada, la mía, es insuficiente para captar todo lo que hay que absorber del exterior. No se trata de mirarme hacer, se trata de hacer por mi.»
En resumen, pongo fin a esto, de lo que todavía me queda una gran página, y de la cual sólo quiero extraer el único elemento de mal gusto que en esta última página aparece:
«Estoy, dice, telecomandada, lo cual, créame, no expresa ninguna metáfora No hay ningún sentimiento de influencia. Pero si produzco esta fórmula es para recordarle que pudo leerla en los diarios a propósito de ese hombre de izquierda que después de haberse hecho voltear en un falso atentado creyó deber darnos este ejemplo inmortal: el de que en política, la izquierda siempre es teleguiada por la derecha. Así es, además, como una relación estrechamente paritaria puede establecerse entre eses dos partes.»
¿A donde nos conduce todo esto? Al vaso, el vaso femenino: ¿está vacío?, ¿está lleno? Qué importa, pues aunque sea, como se expresa mi paciente, para consumirse tontamente, se basta a sí mismo. No le falta nada. En él, la presencia del objeto está, digámoslo así, por añadidura. ¿Por qué? Porque esa presencia no está ligada a la falta del objeto causa del deseo, al [menos phi], al que si está vinculada en el hombre. La angustia del hombre está enlazada a la posibilidad de no poder; de allí el mito que hace de la mujer —mito bien masculino— el equivalente de una de sus costillas: le sacaron esa costilla, no se sabe cual, y por otra parte no le falta ninguna. Pero está claro que en el mito de la costilla se trata, precisamente, de ese objeto perdido; para el hombre, la mujer es un objeto que está hecho con eso.
La angustia también existe en la mujer. E inclusive Kierkegaard, quien debió tener algo de la naturaleza ·de Tiresias probablemente más que lo que yo tengo a mi parecer, Kierkegaard dice que la mujer está más abierta a la angustia. ¿Habrá que creerle? En verdad, lo que nos importa es aprehender su lazo con las posibilidades infinitas, indeterminadas, del deseo alrededor de ella misma en su campo. Ella se tienta tentando al otro, y aquí también nos servirá el mito. Al fin de cuentas, para ella cualquier cosa es buena para tentarlo, como lo muestra el complemento del mito anterior, la famosa historia de la manzana; cualquier objeto, aún superfluo para ella Porque después de todo, ¿qué tiene que hacer con esa manzana?. No más de lo que tiene que hacer con un pescado. Pero sucede que con esa manzana ya tiene bastante para enganchar al pescadito. Lo que le interesa es el deseo del otro. Para ubicar un poco mejor el acento, diré que del precio en el mercado de ese deseo — porque el deseo es cosa mercantil: hay una cotización del deseo que se hace subir y bajar culturalmente— , del precio que se da al deseo en el mercado depende en cada momento el modo y el nivel del amor.
Como él mismo es valor — muy bien lo dicen los filósofos— está hecho de la idealización del deseo .Digo «la idealización», porque no es en cuanto enferma que nuestra paciente hablo así del deseo de su marido. Que a ella le apetezca, eso es el amor. Que ella no considere tanto lo que el le manifiesta, esto no es forzoso pero está en el orden de las cosas.
En este sentido la experiencia nos enseña que en el goce de la mujer, que merece —y sabe muy bien— concentrar sobre ella toda suerte de cuidados por parte del compañero, la impotencia, las ofensas técnicas, la impotencia de ese compañero puede ser muy bien recibida. Y la cosa también se manifiesta en ocasión del fiasco, pues como nos lo hizo notar Stendhal hace tiempo, en las relaciones en que dicha impotencia es duradera parece que si a veces se ve a la mujer tomar, tras cierto tiempo, alguna ayuda reputada más eficaz, más bien seria por una especie de pudor, para que no se diga que, por el motivo que fuere, eso le es rehusado.
Les recuerdo de paso mis fórmulas de la vez pasada sobre el masoquismo. Como verán, están destinadas a reintegrar al masoquismo, se trate del masoquismo del perverso, del masoquismo moral, del masoquismo femenino, su unidad de otro modo inasequible. Y verán que el masoquismo femenino cobra un sentido muy diferente, bastante irónico, si esa relación de ocultamiento en el otro del goce en apariencia alegado del otro, de ocultamiento por ese goce del otro de una angustia que indiscutiblemente se trata de despertar.
Esto confiere al masoquismo femenino un alcance muy distinto, que sólo se atrapa comprendiendo en primer lugar lo que hay que poner al principio, a saber, que es un fantasma masculino.
Lo segundo es que en ese fantasma, resulta en suma por procuración y en relación con esa estructura imaginada en la mujer que el hombre hace que su goce se sostenga de algo que es su propia angustia, lo que recubre para el hombre el objeto y la condición del deseo; el goce depende de esa condición. Ahora bien, el deseo no hace más que encubrir la angustia. De este modo, pueden ver el margen que le queda por recorrer para hallarse al alcance del goce. Para la mujer, el deseo del otro es el medio, ¿para que? Para que su goce tenga un objeto, por así decir, ¡conveniente! Su angustia no está sino delante del deseo del otro, del que al fin de cuentas ella no sabe bien que encubre. Y para avanzar más con mis fórmulas, diré que por este hecho en el reino del hombre siempre tenemos la presencia de cierta impostura.
En el de la mujer, como ya dijimos en su momento —recuerden el articulo de Joan Riviere—; si algo le corresponde, es el disfraz; pero esto es completamente distinto. En conjunto, la mujer es mucho más real y mucho más verdadera, por cuanto sabe dónde le aprieta el zapato en su trato con el deseo. Pasa por allí con enorme tranquilidad y manifiesta, por así decir, cierto menosprecio por su equivocación, lujo que el hombre no se puede dar. El hombre no puede menospreciar la equivocación del deseo, porque su cualidad de hombre es evaluar. Evidentemente, dejar que la mujer vea su deseo es, llegado el caso, angustiante. ¿Por qué? Porque es dejar que se vea, y de paso les ruego que observen la distinción de la dimensión del dejar ver con relación al par voyeurisme-exhibicionismo, no hay más que el mostrar y el ver: está el dejar-ver para la mujer, cuyo peligro a lo sumo viene del disfraz, lo que hay para dejar que se vea es lo que sin duda hay. Si no hay gran cosa, es angustiante, pero es siempre lo que hay; en cambio, dejar ver su deseo para el hombre es, esencialmente, dejar ver lo que no hay.
No crean por ello que a esta situación, cuya demostración puede parecerles bastante compleja, haya que tomarla necesariamente por desesperada. Seguramente, si ella no les representara esto como fácil ustedes podrían ignorar el acceso al goce para el hombre. De todos modos, todo esto es muy manejable si de ello no se espera más que felicidad.
Siendo conclusiva esta acotación, entramos en el ejemplo que en definitiva me hallaré en postura de hacerles aprovechar — todos debemos a Granoff el favor de haberlo introducido—, a saber, Lucy Tower.
Ya les dije: para comprender lo que nos dice Lucy Tower a propósito de dos varones que tuvo en sus manos, no creo poder encontrar mejor preámbulo que la imagen de Don Juan.
Últimamente he trabajado mucho la cuestión para ustedes. No puedo hacer que vuelvan a recorrer sus laberintos. Lean ese execrable libro que se llama «Die Don Juan Gestalt», de Rank; en él una gata no encontraría a sus gustitos; pero con el hilo que les voy a dar parecerá mucho más claro.
Don Juan es un sueño femenino. Llegado el caso haría falta un hombre que fuera perfectamente igual a sí mismo, como en cierto modo la mujer puede jactarse de serlo con relación a él; un hombre al que no le faltara nada. Esto es perfectamente sensible en un término sobre el que tendré que volver a propósito de la estructura general del masoquismo —y decirlo casi parece una broma—: la relación de Don Juan con la imagen del padre en tanto que no castrado, es decir, una pura imagen, una imagen femenina.
La relación se lee perfectamente en lo que podrán encontrar en el laberinto y en el rodeo de Rank: que de lo que se trata en Don Juan, si lo vinculamos con cierto estado de los mitos y de los ritos, Don Juan representaría, nos dice Rank — y aquí lo guía su buen olfato aquél que en épocas superadas era capaz de dar el alma sin perder por ello la suya. La famosa (….) se fundaría en esto, la existencia que ustedes saben mítica del sacerdote desflorador de la primera noche está aquí, en esta zona.
Pero Don Juan es una bella historia que funciona y produce su efecto, incluso para quienes no conocen todas sus gentilezas, que seguramente no están ausentes del canto mozartiano y que han de encontrarse más bien del lado de las «Bodas de Figaro» que de «Don Giovanni».
La huella sensible de lo que estoy diciendo acerca de Don Juan es que la compleja relación del hombre con su objeto está borrada para él, pero al precio de la aceptación de su impostura radical. El prestigio de Don Juan está ligado a la aceptación de esa impostura. Siempre está allí, en el lugar de otro: es, por así decir, el objeto absoluto.
Observen que no digo que él inspire el deseo. Si por éste se desliza, en la cama de las mujeres, está allí no se sabe cómo. Hasta puede decirse que tampoco lo tiene, que se encuentra en relación con algo frente a lo cual cumple cierta función. Llamen a esto odor di femina, y nos llevará lejos. Pero el deseo juega tan poco en el asunto que, cuando pasa el odor di femina, es capaz de no percatarse de que es Doña Elvira, a saber, aquélla de la que no puede estar más harto, quien acaba de atravesar la escena.
Hay que decirlo, no se trata de lo que para la mujer constituye un personaje angustiante. Ocurre que la mujer siente ser verdaderamente el objeto en el centro de un deseo. Y bien, créanme, es de esto que ella escapa verdaderamente en la historia de Lucy Tower
Lucy Tower tiene dos hombres, quiero decir en análisis. Como ella expresa, siempre tuvo con ellos relaciones humanamente muy satisfactorias.
No me hagan decir que el asunto es sencillo, ni que ellos no tengan la sartén por el mango. Ambas son neurosis de angustia. Al menos este es el diagnóstico por el que ella se decide, una vez bien examinado todo. Estos dos hombres que han tenido, como conviene, algunas dificultades con sus madres, y con — se suele decir female-seemings, lo que quiere decir hermanas, pero lo cual los sitúa en una equivalencia con los hermanos, estos dos hombres se encuentran ahora juntados con mujeres, se nos dice, a las que han elegido realmente para poder ejercer cierto número de tendencias agresivas y otras, y protegerse en ellas de una inclinacion, mi Dios, analíticamente no discutible hacia el otro sexo.
«En cuanto a estos dos hombres —dice Lucy Tower— yo estaba perfectamente al tanto de lo que pasaba con sus mujeres, y especialmente que eran demasiado sometidos, demasiado hostiles y en un sentido demasiado devotos, y que las dos mujeres —pues entra de lleno en la apreciación con el punto de vista de los prismáticos— que las dos mujeres se hallaban frustradas por esa falta de una suficientemente non-inhibited masculine assertiveness, de una manera de afirmarse como hombre en forma no inhibida.
En otras palabras — entramos de inmediato en lo importante del tema—, ellos no simulan lo suficiente. En cuanto a Lucy Tower, desde luego, sin saber que algo en la cuestión amenaza hacerla caer en la trampa, se siente muy protective, un poco demasiado protective, aunque de manera diferente en el caso del primer hombre: Tower dice que ella protege un poquitín demasiado a su mujer, y en el segundo un poquitin demasiado a él.
A decir verdad, lo que la tranquiliza es que se siente mucho más atraída por el segundo, y esto —sin embargo hay que leer las cosas en su inocencia y su frescura porque el primero tiene algunos psichosexual problems no demasiado seductores.
Este, el primero, se manifiesta de una manera no tan distinta de la del otro. Ambos realmente la fatigan con sus refunfuños, sus detenciones en la palabra, su circunstancialidad —esto quiere decir que hablan mucho y exageradamente—, su manera de repetirse y su minucia. En fin, sin embargo ella es analista: lo que observa en el primero es la tendencia a atacarla en su potencia de analista.
El otro tiene otra tendencia: para él más bien se trata de ir a tomar en ella un objeto, que propiamente de destruirla como frustrante. y a ese propósito Lucy Tower se dice: «Y bien, después de todo, lo que pasa es que el segundo quizás sea más narcisista».
En verdad, esto no pega —como pueden observarlo quienes tienen un poco de cultura con las otras referencias que poseemos en lo relativo al narcisismo. Porque por otra parte, aquí no le concierne tanto el narcisismo como lo que llaman la vertiente anaclítica, como bien advertirá ella después.
Además, nos dice, por largo y fastidioso que haya sido el camino recorrido con uno y con otro sin que nada manifieste la eficacia del análisis de la transferencia, de todos modos en todo esto queda algo que no tiene nada básicamente desagradable, y que al fin y al cabo todas las respuestas contratransferenciales que ella percibe como propias no superan, dice, en absoluto, razonablemente, ese límite en el que podríamos decir que estaría expuesta a perderse, a propósito de personajes tan válidos, cualquier analista femenina que no estuviese sobre aviso.Ella lo está, y muy especialmente. Y, muy especialmente, presta atención a lo que sucede del lado de esa mujer sobre la cual ella vela quizás un poco más específicamente: la mujer de su primer paciente. Se entera de que ha tenido un pequeño accidente psicosomático y se dice: «Mi Dios, no está mal. Como lo que yo temía, que ella derive un poco hacia la psicosis, he aquí una angustia bien fijada.»
Y no piensa más en ello. No piensa más en ello y la situación continúa, es decir que por más que analice todo lo que ocurre en la transferencia, y por lo tanto hasta el uso que puede hacer en su análisis el paciente —hablo del primero— de sus conflictos con su mujer, para obtener de su analista tanta más atención, para obtener de ella las compensaciones que nunca encontré del lado de su madre, las cosas siguen como estaban. ¿Qué es lo que va a desencadenar las cosas, hacer que progresen? Un sueño, nos dice, soñado por ella misma, la analista. ¿Qué ocurre en ese sueño? Ocurre que allí advierte que él quizás no esté tan seguro de que la cosa ande tan mal del lado de la mujer. En primer lugar, por que en el sueño esa mujer la acepta a ella, la analista, excesivamente bien, le demuestra por todos los medios que no tiene ninguna intención — en el sueño— de torpedear el análisis de su marido — lo cual hasta allí se contaba entre los presupuestos del asunto— , y que dicha mujer está por lo tanto bien dispuesta a encontrarse con ella en una disposición que, para traducir la atmósfera del sueño, llamaremos «cooperativa».
Esto le pone a nuestra analista, Lucy Tower, la mosca detrás de la oreja. Comprende que hay algo que hace falta revisar en su integridad. Este tipo es en verdad alguien que en su economía familiar busca hacer lo necesario para la comodidad de su mujer; dicho de otro modo, el deseo propio de este buen hombre no esta, pues, tan a la deriva. El muchachito se toma en serio: es posible ocuparse de él; en otros términos, es capaz de tomarse por aquello de que se trata y cuya dignidad hasta allí se le rehusaba: tomarse por un hombre, obstinarse en ello. Una vez hecho este descubrimiento, una vez recentrada su relación con el deseo de su paciente, y habiendo advertido que hasta entonces desconocía dónde se situaban las cosas, puede verdaderamente hacer con él una revisión de todo lo que hasta entonces se había jugado con ella en el señuelo. Las mismas reivindicaciones de transferencia eran una impostura. Y, nos dice, a partir de ese momento todo cambia. ¿Pero cómo y en qué sentido cambia todo?
Hay que leerla para comprender que en ese preciso momento el análisis se vuelve particularmente duro de soportar. Porque a partir de ese momento todo se desarrolla en medio de una tormenta de movimientos depresivos y rabias desnudas, como si a mi, la analista, el paciente me pusiera a prueba en cada uno de mis más pequeños pedazos .
Si un instante de desatención, nos dice, hacia que cada uno de esos pedacitos no sonase verdadero, que uno de ellos resultara imitación, yo tenía la sensación de que mi paciente se iría todo entero en pedazos. Ella misma califica como puede — no es que lo vea todo, pero designa bien lo que encuentra— que aquí hay algo, nos dice, verdaderamente del orden del sadismo fálico inscripto en un lenguaje oral.
¿Qué va a retenernos de todo esto? Dos cosas. En primer lugar la confirmación, por los mismos términos empleados, de lo que señale como la naturaleza del sadismo —porque las anomalías, no todas atractivas del paciente, son por cierto de este orden—, que lo que se pretende en la búsqueda sádica es en el objeto el pedacito que falta, el objeto; y en la manera como, una vez reconocida la verdad de su deseo, el paciente se comporta, es de una búsqueda del objeto que se trata.
Esto para mostrarles también que ponerse en la línea por donde pasa la búsqueda del objeto sádico de ningún modo implica ser masoquista. Nuestra Lucy Tower no se acusa de nada parecido, y tampoco tenemos necesidad de imputarselo. Simplemente, ella se atrae una tormenta y —lo subraya con particular valentía— con respecto a un personaje con el cual sólo se ha puesto en relación a partir del momento en que su deseo la ha concernido.
No disimula que en la función donde ella misma se encuentra en postura de rivalidad tercera con los personajes de su historia, y que manifiestamente su deseo no era todo, soporta las consecuencias de ese deseo al punto de que experimenta el fenómeno que los analistas engloban y han denominado carry-over, que quiere decir «suma y sigue», o bien designa el punto donde de la manera más manifiesta pueden denotarse los efectos de la contra transferencia: cuando uno sigue pensando en un paciente y está con otro. Sin embargo, nos dice, cuando casi había llegado al final de mis fuerzas todo esto desaparece por azar, amusingly, realmente de la manera más divertida y súbita: al partir de vacaciones en una de las pausas anuales se percata de que del asunto no queda nada, el asunto no le interesa en absoluto. Ella es verdadera mente la encarnante en la posición mítica del más libre y aéreo Don Juan saliendo de la habitación donde acaba de hacer las suyas.
Tras esta escisión, su eficacia, su adaptación en este caso y, por así decir, la implacable desnudez de su mirada es esencialmente posible en la medida en que una relación que por una vez no es más que una relación con un deseo como tal, por complejo que ustedes lo supongan —y ella indica que también tiene sus problemas— nunca es, al fin y al cabo, más que una relación con la cual puede conservar sus distancias. Con este punto proseguiré la vez que viene.