La angustia yace en esa relación fundamental donde el sujeto se encuentra en lo que hasta aquí llamé deseo del Otro.
El análisis siempre ha tenido y conserva por objeto el descubrimiento de un deseo. Ello por ciertas razones estructurales que este año fui inducido a desprender, a hacer funcionar como tales, circunscriptas, articuladas, y por la vía de una definición, digamos algebraica, de una articulación donde la función aparece en una suerte de abertura (béance), residuo de la función significante como tal; pero también lo hice paso a paso y es el camino que tomaré hoy.
En toda avanzada, en todo advenimiento de a como tal, la angustia se presenta justamente en función de su relación con el deseo del Otro. Pero ¿cual es su relación con el deseo del sujeto? Esta tiene que ser situada bajo la forma que en su momento anticipe: a no es el objeto del deseo aquél que buscamos revelar en un análisis, sino su causa.
Este rasgo es esencial; porque si la angustia marca la dependencia de toda constitución del sujeto —su dependencia del Otro—, el deseo del sujeto se ve suspendido de esa relación por intermedio de la constitución primera, antecedente, del a.
Tal es el interés que nos empuja a recordar de qué modo se anuncia esa presencia del a como causa dei deseo. Desde los primeros antecedentes de la investigación analítica se anuncia, de una manera más o menos velada, precisamente en la función de la causa.
Esta función es observable en los datos de nuestro campo, aquél por el cual se embarca la búsqueda, a saber, el campo del síntoma. En todo síntoma se manifiesta esa dimensión que hoy trataré de desplegar ante ustedes. Para ello partiré de uno del que no es casual que tenga tal función ejemplar, a saber, el síntoma del obsesivo. Pero si lo traigo, es porque nos permite entrar en esa localización de la función de a, en tanto que éste revela funcionar en los primeros datos del síntoma en la dimensión de la causa.
¿Qué nos presenta el obsesivo bajo la forma patológica de su posición?. La obsesión o compulsión, articulada o no para él en una motivación en su lenguaje interior: «haz esto o aquello, ve a verificar que la puerta, la canilla, está o no cerrada». Bajo su forma más ejemplar, este síntoma implica que la no continuación, por así decir, de su línea, despierta la angustia. Esto hace que él síntoma nos indique, en su fenómeno mismo, que nos hallamos en el nivel más favorable para enlazar la posición de a tanto con los aspectos de angustia como con los de deseo.
En efecto, la angustia se muestra; en cuanto al deseo, desde el comienzo, históricamente antes de la búsqueda freudiana, antes del análisis en nuestra praxis, ese deseo está escondido, y sabemos qué trabajo nos da desenmascararlo, si es que alguna vez lo logramos …
Pero aquí merece ser destacado un dato de nuestra experiencia que se presenta ya en las primerísimas observaciones de Freud y que constituye, diría yo, aunque no se lo haya observado como tal, quizás el paso más esencial en la avanzada por la neurosis obsesiva: que Freud y nosotros mismos hemos reconocido y podemos reconocer diariamente el hecho de que la marcha analítica no parte del enunciado del síntoma, tal como acabo de describirlo, es decir, según su forma clásica, definida desde el principio, la compulsión con la lucha ansiosa que la acompaña, sino del reconocimiento de lo siguiente: que eso funciona así. Este reconocimiento no es un efecto separado del funcionamiento del síntoma, no es epifenoménicamente como el sujeto tiene que darse cuenta de que eso funciona así.
El síntoma sólo queda constituido cuando el sujeto se percata de él; porque por experiencia sabemos que hay formas de comportamiento obsesivo donde el sujeto no sólo no reparo en sus obsesiones, sino que no las ha constituido como tales. Y en este caso, el primer paso del análisis — al respecto hay célebres pasajes de Freud — es que el síntoma se constituya en su forma clásica. Sin esto, no hay medio de salir de él, y no simplemente porque no hay medio de hablar de él, sino porque no hay medio de atraparlo con los oídos. ¿Qué es el oído en cuestión?. Algo que podemos llamar lo no—asimilado del síntoma por el sujeto.
Para que el síntoma salga del estado de enigma que aún no estaría formulado, el paso no es que se formule, sino que en el sujeto se dibuje algo cuya índole es que se le sugiere que hay una causa para eso. Esta es la dimensión original, tomada aquí en la forma del fenómeno, de la que en otra parte les mostraré dónde se la puede encontrar.
Esa dimensión —la de que hay una causa para eso— donde sólo la implicación del sujeto en su conducta se quiebra, tal ruptura es la complementación necesaria para que el síntoma nos sea abordable. Lo que pretendo decirles y mostrarles es que ese signo no constituye un paso en lo que podría llamar la inteligencia de la situación, sino que es algo más, que hay una razón para que ese paso sea esencial en la cura del obsesivo.
Esto es imposible de articular si no manifestamos de una manera radical la relación de la función de a, causa del deseo, con la dimensión mental de la causa. Ya lo indiqué en los apartes, por así decir, de mi discurso, y lo escribí en algún lugar que podría encontrar en el artículo Kant con Sade, publicado en el número de Abril de la revista Critique. Sobre esto aspiro a desplegar hoy lo principal de mi discurso.
Ven ahora el interés que reviste marcar, tornar verosímil el hecho de que la dimensión de la causa indica la emergencia, la presentificación, en datos de partida del análisis del obsesivo, de ese a en torno del cual — este es el futuro de lo que ahora trato de explicarles— en torno del cual debe girar todo análisis de la transferencia para no verse forzado a dar vueltas en círculo. Un círculo, ciertamente, no es nada, el circuito se recorre; pero resulta claro que hay — no fui yo quien lo enunció— problema del final del análisis que se enuncia así: la irreductibilidad de una neurosis de transferencia. Esa neurosis de transferencia es o no la misma que se podía localizar al comienzo. Pero ciertamente presenta la diferencia de estar presente toda entera; a veces aparece en forma de callejón sin salida, es decir que a veces desemboca en un perfecto estancamiento de las relaciones entre el analizado y el analista. En suma, no tiene más diferencia con todo lo que se produce de análogo al comienzo del análisis, que la de estar toda entera reunida.
Se entra en el análisis por una puerta enigmática; pues la neurosis de transferencia en cualquiera, hasta en Alcibíades, está aquí: a quien él ama es a Agatón. Incluso en un ser tan libre como Alcibiades, la transferencia es evidente. Aunque ese amor sea lo que llaman un amor real, lo que demasiado a menudo llamamos transferencia lateral, aquí está la transferencia . Lo asombroso es que se entre en el análisis a pesar de todo esto que nos retiene en la transferencia funcionando como real.
El verdadero tema de asombro en lo concerniente al circuito del análisis es cómo, entrando en él a pesar de la neurosis de transferencia, a la salida se puede obtener la neurosis de transferencia misma. Sin duda esto se debe a cierto malentendido relativo al análisis de la transferencia; sin ello, no vertamos manifestarse esa satisfacción que a veces oí expresar: la de que haber dado fuerza a la neurosis de transferencia no es quizá la perfección, pero sin embargo constituye un resultado; es cierto, pero se trata de un resultado bastante perplefijicante.
Si enuncio que el camino pasa por a, único objeto a proponer al análisis de la transferencia, esto no quiere decir que no se deje abierto otro problema. Precisamente en esta sustracción puede aparecer una dimensión esencial, la de una cuestión siempre planteada pero nunca re suelta, pues cada vez que se la plantea ia insuficiencia de las respuestas es verdaderamente clamorosa para todos: la del deseo del analista.
Una vez efectuada esta breve evocación, que evidencia el interés de lo que se halla en juego, volvemos a a, a es la causa, la causa del deseo. He indicado que no es una mala manera de comprenderlo volver al enigma que nos propone el funcionamiento de la categoría de causa. Pues finamente está bien claro que cualquiera que sea la crítica, el esfuerzo de reducción, fenomenológico o no, que le apliquemos, esa categoría funciona, y no como una etapa solamente arcaica de nuestro desarrollo.
Lo que indica la manera en que pretendo vincularla a la función original del objeto a como causa del deseo, significa la transferencia de la cuestión de la categoría de causalidad, de lo que yo llamaría con Kant la estética trascendental, a lo que — si ustedes consienten— llamaré mi «ética trascendental».
Y aquí me veo obligado a avanzar por un terreno del que estoy forzado simplemente a explorar sus costados laterales con un proyector. Convendría que los filósofos hicieran su trabajo, y se atrevieran a formular algo que nos permitiese situar verdaderamente en su lugar a esa operación, que indico diciendo que extraigo la función de la causa del campo de la «Estética Trascendental» de Kant; convendría que otros indicaran que ésta es apenas una extracción en cierto modo pedagógica, porque hay muchas cosas, otras cosas que conviene extraer de dicha Estética Trascendental.
Aquí me es preciso efectuar, al menos en estado de indicación, lo que la vez pasada logré eludir con un pase malabar cuando les hablé del campo escópico del deseo. No puedo evitarlo. Sin embargo, en el mismo momento en que sigo adelante, tengo que señalar algo ya implicado por lo que les decía, a saber, que el espacio no es en absoluto una categoría a priori de la intuición sensible, que es muy sorprendente que en el punto al que ha llegado la ciencia todavía nadie haya acometido directamente esto para lo cual todo nos reclama: la formulación de que el espacio no es un rasgo de nuestra constitución subjetiva más allá del cual la cosa en si hallaría, por así decir, un campo libre; que el espacio forma parte de lo real y que finalmente en lo que el año pasado enuncié, articulé, dibujé aquí con toda aquella topología, hay algo que por suerte algunos advirtieron: esa dimensión topológica, en el sentido de que su manejo simbólico trasciende el espacio, evocó para muchos y no sólo para algunos tantas formas que los esquemas del desarrollo del embrión nos hacen presentes, formas singulares a causa de la común singular Gestalt que la carácteriza y que nos lleva muy, muy lejos de la dirección seguida por la Gestalt, es decir, la dirección de la buena forma; por el contrario, nos muestra algo que se reproduce por doquier y de lo cual, con una notación impresionista, diré que es sensible en una suerte de torsión a la cual la organización de la vida parece obligarla para alojarse en el espacio real.
La cosa esta presente por doquier en lo que les expliqué el año pasado y también en éste, porque es justamente en esos puntos de torsión donde también se producen los puntos de ruptura cuyo alcance pretendo mostrarles en más de un caso, y de una manera ligada a nuestra propia topología, la del S, el A y el a, de una manera que sea más eficaz, más verdadera, más conforme con el juego de las funciones que todo lo que se observa en la doctrina de Freud, de una manera cuyas diferencias, cuyas vacilaciones indican ya la necesidad de lo que aquí hago, la que está ligada a la ambigüedad, en Freud, de las relaciones, por ejemplo, yo—no yo, contenido—continente, yo, mundo exterior. Salta a la vista que estas divisiones no se recubren. ¿Por qué?.
Hay que haber comprendido de que se trata y haber hallado otros indicadores en la topología subjetiva que exploramos. Acabo con esta acotación, cuyo alcance sé que al menos algunos conocen muy bien: captar la realidad del espacio en tanto que espacio de tres dimensiones es esencial para definir la forma que cobra, a nivel de ese escalón que en mi primera lección traté de esclarecer con la función del escalón escópico, la forma que en él cobra la presencia del deseo, especialmente como fantasma, a saber, que lo que traté de definir en la estructura del fantasma, o sea la función del marco — entiendan, de la ventana— no es una metáfora. Si el marco existe es porque el espacio es real.
En cuanto a la causa, tratemos de aprehender en esto mismo que es la maraña común de vuestros conocimientos, legados a ustedes desde cierta algazara de discusiones filosóficas por el paso a través de una clase designada con ese nombre, la filosofía, que está bien claro que un indicio sobre el origen de la función de la causa nos es dado en la historia con toda nitidez en la medida de la crítica de la función de la causa, de la tentativa de señalar que ella es inasequible, que lo que ella es forzosamente siempre es al menos una causa detrás de una causa, y que otra cosa tiene que ser para equivaler a ese incomprensible sin el cual, además, no podemos siquiera comenzar a articular nada. Pero desde luego, esa crítica posee su fecundidad, y se la ve en la historia: cuanto más criticada es la causa, más se han impuesto al pensamiento las exigencias del llamado «determinismo». Cuanto menos asequible es la causa, más causado aparece todo, y hasta, en último termino, sentido de la historia.
No puede decirse otra cosa: «todo está causado», salvo que todo lo que allí pasa preside y parte siempre de un «bastante causado», en nombre del cual se reproduce en la historia un comienzo, un no causado que no osaré llamar absoluto, pero que era ciertamente inesperado y que ofrece los clásicos hilos a retorcer a los profetas nachtraglich, que son el pan cotidiano, a los mencionados profetas que son los interpretadores profesionales del sentido de la historia.
Entonces, por lo que se refiere a la función de la causa, digamos sin más como la consideramos. A esa función presente por doquier en nuestro pensamiento la consideramos — diré primero, para hacerme entender— como la sombra portada; pero muy precisamente y mejor aún, la metáfora de esa causa primordial, sustancia de esa función de la causa, es precisamente el a, en tanto que anterior a toda esta fenomenología. Hemos definido a como el resto de la constitución del sujeto en el lugar del Otro en tanto que tiene que constituirse como sujeto hablante, sujeto tachado, $.
Si el síntoma es lo que decimos, o sea que resulta enteramente implicable en el proceso de la constitución del sujeto en cuanto tiene que efectuarse en el lugar del Otro, la implicación de la causa en el advenimiento sintomático, tal como lo define, forma parte legitima de dicho advenimiento. Esto quiere decir que la causa implicada en la cuestión del síntoma es literalmente, si gustan, una cuestión, pero de la que el síntoma no es el efecto. Es el resultado. El efecto es el deseo. Pero se trata de un efecto único y completamente extraño, por cuanto el es quien va a explicarnos, o al menos a hacernos entender, todas las dificultades que tuvo para ligar la relación común que se impone al espíritu, de la causa al efecto. Es que el efecto primordial de esa causa a, a nivel del deseo, ese efecto que se llama deseo y que acabo de calificar de extraño pues es precisamente el deseo, es un efecto que no tiene nada de efectuado.
El deseo, tomado en esta perspectiva, se sitúa en efecto esencialmente como una falta de efecto. La causa se constituye entonces suponiendo efectos por el hecho primordial de que el efecto falta. Y esto reaparece en toda su fenomenología. El «gap» entre la causa y el efecto, a medida que es llenado —y en cierta perspectiva a esto se le llama «progreso de la Ciencia»—, allí donde es llenado hace desvanecerse la función de la causa.
De igual modo, la explicación de lo que fuere culmina a medida que se concluye, no dejando allí más que conexiones significantes, volatilizando lo que la animaba en su principio, lo que pujó por explicarse, es decir, lo que no se comprende: la abertura (béance) efectiva. Y no hay causa que se constituya en el espíritu como tal que no implique esa abertura (béance). Todo esto puede parecerles muy superfluo. Sin embargo, es lo que permite comprender lo que yo llamaría ingenuidad de ciertas investigaciones psicológicas, y en especial las de Piaget.
Los senderos por los que este año me encamino pasan por cierta evocación de lo que Piaget llama «lenguaje egocéntrico», Como el mismo reconoce —lo ha escrito, no lo estoy interpretando— , su idea del egocentrismo de cierto discurso infantil parte de esta suposición: cree haber demostrado que los niños no se comprenden entre ellos, que hablan para sí mismos.—
No diré que el mundo de suposiciones que esto encubre sea insondable; podemos concretar la mayor de ellas, y se trata de una suposición excesivamente difundida: la de que la palabra está hecha para comunicar. Esto no es cierto. Si Piaget no puede comprender esa suerte de «gap», aunque sin embargo él mismo lo señale, en verdad éste es el interés de la lectura de sus trabajos. Les suplico que, vuelva o no yo a ellos, se apoderen de Lenguaje y pensamiento en el niño, que en resumidas cuentas es un libro admirable; en todo momento ilustra cuántos hechos recoge Piaget en esa marcha aberrante en su principio y demostrativa de algo muy diferente de lo que él piensa; naturalmente, como está lejos de ser un tonto, ocurre que sus propias observaciones siguen esta misma vía, en todo caso, por ejemplo, el problema de saber por qué ese lenguaje del sujeto está destinado esencialmente a él y jamás se produce en grupo.
Les ruego que lean esas páginas porque no puedo examinarlas con ustedes, pero a cada instante verán como se desliza su pensamiento, como se adhiere a una posición que justamente vela el fenómeno, por otra parte muy claramente manifestado; lo esencial es esto: que otra cosa es decir que la palabra tiene esencialmente el efecto de comunicar, mientras que el efecto de la palabra, el efecto del significante es hacer surgir en el sujeto la dimensión del significado, esencialmente.
Se nos pinta la relación con el otro como la clave, bajo el nombre de socialización del lenguaje, clave del punto de viraje entre lenguaje egocéntrico y lenguaje acabado; ese punto de viraje no es, en su función, un punto de efecto, de impacto efectivo; es denominable como deseo de comunicar. Además, puesto que ese deseo queda defraudado en Piaget — la cosa es sensible— , toda su pedagogía viene a levantar sus aparatos y sus espectros, en suma bastante afectados. Si el niño se le aparece como comprendiéndolo sólo a medias, él agrega: «Ni siquiera se comprenden entre ellos». Pero, ¿es ésta la cuestión?
Bien se ve en su texto que no es así. Se lo ve en la manera como articula lo que él llama comprensión entre niños. Piaget procede de este modo: comienza por tomar como ejemplo el esquema siguiente, describiéndolo sobre una imagen que será el soporte de las explicaciones; se trata del esquema de una canilla. Esto sería el corte de la canilla; se le dirá al niño, tantas veces como sea preciso: «Ves aquí un tubito, — que también llamaremos la puerta— : esta tapado, lo cual hace que el agua que hay ahí no pueda correr para venir a salir por aquí, esto que en cierto modo llamaremos la salida, etc.» aquí tienen el esquema, por si quieren controlarlo.
Además, Piaget creyó necesario completarlo con la presencia del recipiente, el cual no intervendrá en absoluto en los seis o nueve, siete puntos de la explicación que nos ofrece.
Y quedará totalmente sorprendido por esto: el niño repite muy bien todos los términos de la explicación que Piaget le ha dado. Ese niño le servirá como «explicador» para otro niño, al que caprichosamente llamará «reproductor».
Primer tiempo: no sin cierto asombro, observa que lo que el niño ha repetido tan bien, y esto para él implica que ha comprendido — no digo que esté equivocado, digo que Piaget ni siquiera se plantea el problema— , lo que el niño le ha repetido, a él, a Piaget, en la experiencia realizada con la perspectiva de ver qué había comprendido, no va a ser para nada idéntico a lo que ese niño va a explicar. A lo cual Piaget observa, con toda corrección, que lo que el niño elide en sus explicaciones es justamente lo que ha comprendido, sin percatarse de que dando esta explicación, eso implicaría que el niño no explica absolutamente nada, si en verdad lo comprendió todo, como dice Piaget. Desde luego, no es cierto que haya comprendido todo.
Con las explicaciones, muy insuficientes, que da el explicador al reproductor, lo que sorprende a Piaget es que en un campo como el de estos ejemplos, es decir, el campo que él llama de las explicaciones — porque les dejo de lado, por falta de tiempo, el campo que llama «de los cuentos». (sic)
Por lo que se refiere a los «cuentos», la cosa funciona de otro modo. Pero, ¿a qué le llama Piaget «cuentos»?. Les aseguro que su manera de transcribir la leyenda de Niobe es escandalosa. Porque no parece ocurrírsele que cuando uno habla de Niobé, habla de un mito, y que quizás haya una dimensión del mito que se impone y que se ajusta perfectamente al único término enunciado bajo el nombre propio Niobé, y que al transformarlo en una suerte de calducho emoliente — les ruego remitirse a este texto, que es sencillamente fabuloso— quizás se le esté proponiendo al niño algo que no es simplemente del orden de su alcance, sino que señala un profundo déficit del experimentador, el propio Piaget, frente a las funciones del lenguaje. Si se propone un mito, que lo sea, y no este vago cuentito: «Había una vez una dama que se llamaba Niobé y que tenía doce hijos y doce hijas; la dama encontró un hada que sólo tenía un hijo y una hija, y entonces se burló de ella porque sólo tenía un varón; el hada entonces se enojó y ato a la dama a un peñasco.La dama lloró durante diez años, y se transformó en un arroyo; sus lagrimas hicieron un arroyo que todavía corre».
Esto no tiene, en verdad, más equivalente que los otros dos «cuentos» que propone Piaget, el del pequeño Negro que come su torta a la ida y hace fundir el trozo de manteca a la vuelta; y ese otro, peor aún, de los niños transformados en cisnes, que a causa del maleficio quedan toda su vida separados de sus padres pero que, cuando vuelven, no sólo encuentran a sus padres muertos sino que recuperan su forma primitiva — lo cual no está indicado en la dimensión mítica— ; han recuperado su forma primitiva a pesar de haber envejecido, No conozco un sólo mito que durante la transformación deje que siga corriendo el envejecimiento. Para decirlo todo, las invenciones de estos «cuentos» de Piaget tienen en común con las de Binet el reflejar la profunda maldad de toda posición pedagógica.
Les pido perdón por haberme extraviado en este paréntesis. Volvamos a mis explicaciones. Al menos habrán conquistado con ellas la dimensión, apuntada por el propio Piaget, de esa suerte de pérdida, de entropía, por así decir, de la comprensión, que necesariamente va a degradarse por el hecho mismo de una necesidad verbal de la explicación. Piaget mismo comprueba, para su gran sorpresa, que hay un contraste enorme entre las explicaciones, cuando se trata de un tema como ése, explicativo, y lo que pasa en sus «cuentos», «cuentos» que pongo entre comillas, lo repito, Porque es muy probable que si los «cuentos» confirman su teoría relativa a la entropía — si se me permite la expresión— de la comprensión, es justamente porque no se trata de «cuentos»; si se tratara de «cuentos», del verdadero mito, probablemente no habría pérdida.
En todo caso les propongo un pequeño signo: cuando uno de esos niños tiene que repetir el cuento de Niobé hace surgir, en el punto en que Piaget nos dice que la dama fue atada a un peñasco — jamás, bajo forma ninguna, el mito de Niobé articuló un momento semejante— , se dirá que esto resulta fácil cuando se juega con un defecto de audición y con el retruecanos, pero por que justamente el niño hace surgir la dimensión de un peñasco que tiene una mancha, restituyendo las dimensiones que en mi seminario precedente les mostraba como esenciales para la víctima del sacrificio: las de no tenerla . Pero dejemos. Desde luego, esto no es una prueba, sólo una sugestión.
Vuelvo a mis explicaciones, y a la observación de Piaget de que, a pesar de las fallas de la explicación, quiero decir, a pesar de que el explicador explica mal, aquél a quien se le explica comprende mucho mejor de lo que, por la insuficiencia de sus explicaciones, el explicador muestra haber comprendido. Por supuesto, aquí la explicación surge siempre: él rehace el trabajo mismo. Porque, ¿cómo define Piaget la tasa de comprensión entre niños? Lo que el reproductor ha comprendido.
No sé si observan que aquí hay una sola cosa de la que nunca se habla, y es … de lo que el propio Piaget ha comprendido. Sin embargo, esto resulta esencial, ya que no abandonamos a los niños al lenguaje espontáneo, es decir a ver qué comprenden.
Pues bien está claro que lo que Piaget parece no haber visto es que su explicación, desde el punto de vista de cualquiera, de un tercero, no se comprende en absoluto. Porque antes les dije que si el tubito, tapado, es sometido a una operación cuya importancia resulta manifiesta para Piaget, la operación de los dedos que hacen girar la canilla de manera tal que el agua pueda correr, ¿esto quiere decir que corre? Al respecto no hay, por parte de Piaget, la menor precisión; por supuesto, él sabe bien que si no hay presión, la canilla no dará nada aunque se la haga girar, pero cree que puede omitir esto porque se pone en el nivel de la supuesta mente del niño. Déjenme seguir: esto parece muy. tonto, pero ya verán. El surgimiento, el brote, el sentido de toda la aventura no sale de mis especulaciones sino de la experiencia. Ya verán.
Sin embargo, de mi observación —no pretendo haber comprendido exhaustivamente— se desprende una cosa muy cierta: que si se trata de la canilla como causa, la explicación no estuvo bien dada al decir que su maniobra tan pronto abre y tan pronto cierra, La canilla está hecha para cerrar. Basta que alguna vez, con motivo de una huelga, ustedes no puedan saber en qué momento volverá la presión, basta esto para saber que, si la dejaron abierta, pueden producirse muchos inconvenientes, y que por lo tanto conviene que quede cerrada incluso cuando no hay presión.
Ahora bien, ¿qué cosa se destaca en la transmisión del explicador al reproductor? Algo que Piaget deplora: que el niño reproductor en apariencia no se interesa en absoluto por lo vinculado con la operación de los dedos y todo lo que le sigue. Sin embargo, el otro le ha transmitido una parte. La pérdida de comprensión le parece enorme, pero les aseguro que si leen las explicaciones enorme; pero les aseguro que si leen las explicaciones del pequeño tercero, del pequeño reproductor, del pequeño R.I.B. En el texto en cuestión, se percatarán de que precisamente pone el acento sobre dos cosas: el efecto de la canilla como algo que se cierra, y el resultado, a saber, que gracias a una canilla uno puede llenar un recipiente sin que desborde: surgimiento como tal de la dimensión de la canilla como causa. Por qué Piaget falla tanto con respecto al fenómeno que se produce, sino porque desconoce totalmente que lo que hay para un niño en una canilla como causa, son los deseos que en él provoca la canilla, a saber que, por ejemplo, la canilla le da ganas de hacer pipí o, como cada vez que uno se halla en presencia del agua, uno es en relación con ese agua un vaso comunicante, y no es casual que para hablarles de la libido haya elegido yo la metáfora de lo que sucede entre el sujeto y su imagen especular.
Si el hombre tendiera a olvidar que en presencia del agua es un vaso comunicante, allí estaría la lavativa, en la infancia de la mayoría, para recordarle que, efectivamente, lo que se produce en un niño de la edad de aquellos que Piaget nos designa, en presencia de una canilla, es el irresistible tipo de acting—out que consiste en hacer algo que ofrece los mayores riesgos de desmontarla, por medio de lo cual la canilla se encuentra una vez más en su lugar de causa, es decir, en el nivel de la dimensión fálica; pues esto necesariamente implica que la canillita es algo que puede tener relación con el plomero, que se la puede destornillar, desmontar, reemplazar … etc.: es – j [menos phi] no estoy subrayando el hecho de que se omitan esos elementos de la experiencia — que además Piaget, muy informado de las cosas analíticas, no ignora— , sino que él no ve la relación de esos vínculos que nosotros llamarnos «complexuales» con toda constitución original de aquello que pretende interrogar, la función de la causa.
Volveremos sobre el lenguaje del niño. Les he indicado que nuevos testimonios de trabajos originales, de los que sorprende que no hayan sido realizados hasta ahora, nos permiten captar verdaderamente in situs nascendi el primer juego del significante en esos monólogos hipnóticos del niñito muy pequeño, al límite de los dos años, y aprehender allí de manera fascinante el complejo de Edipo mismo ya articulado, prueba experimental de la idea que siempre sostuve, la de que el inconsciente es, esencialmente, efecto del significante.
Al respecto, terminaré con la posición de los psicólogos, porque el trabajo del que les hablo está prologado por un psicólogo en primer lugar muy simpático, en el sentido de que confiesa que nunca ha ocurrido que un psicólogo se interese por esas funciones, a partir, nos dice — confesión de psicólogo— , de la suposición de que en lo relativo a la entrada en juego del lenguaje en el sujeto no se advierte nada interesante, salvo a nivel de la educación; en efecto, eso se aprende.
¿Pero, qué hace el lenguaje, fuera del campo del aprendizaje? Fue necesaria la sugerencia de un lingüista para comenzar a interesarse en ello, y creemos que aquí el psicólogo se rinde. Pues con evidente humor señala este déficit en las investigaciones psicológicas.
Y bien, nada de eso. Al final de su prefacio, formula dos observaciones que muestran hasta que punto el hábito del psicólogo es verdaderamente inveterado. La primera alude al hecho de que el volumen tiene alrededor de trescientas páginas, y a que por haber recogido esos monólogos durante un mes y haber hecho de ellos una lista cronológica completa, resulta sumamente pesado.
La segunda es más fuerte todavía. resulta muy interesante apuntar todo esto, pero a mi me parece, dice ese psicólogo llamado Georges Miller, que lo único interesan te sería saber: «What of that he knows?» ¿Qué sabe el niño de lo que dice? Pues bien, ésta es la cuestión, precisamente. Precisamente, si no sabe lo que dice, es muy importante advertir que sin embargo lo dice, lo que sabrá o no sabrá más tarde, a saber, los elementos del complejo de Edipo.
Son las dos y diez. Al menos quisiera darles el esquemita de lo que anticiparé hoy con respecto al obsesivo.
Si los cinco pisos de la constitución de a en la relación de S con A, cuya primera operación ven aquí y puesto que el segundo tiempo no esta fuera de todo alcance de vuestra comprensión a partir de la división por mi agregada — está lejos de la transformación de S en S/ cuando pasa de esta parte a aquélla, el círculo de Euler tiene que ser precisado— , si los cinco pisos de la definición de a son definibles como les diré ahora, si en es te resumen de lo que desarrollé paso a paso en las lecciónes precedentes, a nivel de la relación con el objeto oral queda claro que éste es, no necesidad del Otro — rica ambigüedad de la que no rehusamos servirnos— sino necesidad en el otro en el nivel del Otro, es en función de la dependencia con el ser materno que se produce la función de la disyunción de ese sujeto con a, la mama, cuyo verdadero alcance sólo pueden advertir si ven que dicha mama forma parte del mundo interior del sujeto y no del cuerpo de la madre.
En el segundo piso, del objeto anal, tienen la demanda en el Otro, la demanda educativa por excelencia en tanto que se vincula con el objeto anal. No hay medio alguno de atrapar, de aprehender cuál es la verdadera función de ese objeto anal si no lo sienten como el resto en la demanda del Otro, que aquí llamo «demanda en el Otro». Toda la dialéctica de lo que les enseñé a reconocer en la función del – φ [menos phi] función única en relación con todas las otras, función de a en cuanto definida por una falta, por la falta de un objeto, esa falta se manifiesta como tal en la relación efectivamente central, — y esto es lo que justifica el centrado del análisis en la sexualidad que llamaremos aquí goce en el Otro.
La relación de dicho goce en el Otro con toda introducción del instrumento faltante que designa – φ [menos phi] es una relación inversa. Así lo articulé en mis dos últimas lecciónes, y constituye base bastante sólida de toda situación suficientemente eficaz de lo que llamamos angustia de castración.
En el piso escópico, que es propiamente el del fantasma, a nivel de A nos hallamos ante la potencia en el Otro, esa potencia en el Otro que es el espejismo del deseo humano, al cual condenamos, en lo que es para el la forma dominante mayor de toda posesión, la posesión contemplativa, a desconocer de que se trata, es decir, de un espejismo de potencia,
En el quinto y último piso, ¿qué hay a nivel del A? Provisoriamente diremos que aquí debe emerger, con una forma pura — digo que ésta es sólo una formulación provisoria— lo que por cierto está presente en todos los pisos, a saber, el deseo en el Otro. Nos lo confirma, en todo caso nos lo señala en el ejemplo del que hemos partido, el del obsesivo, la aparente dominancia de la angustia en su fenomenologia. El hecho estructural del que sólo nosotros nos percatamos en cierto momento del análisis es que, haga lo que haga, cualquiera que sea el refinamiento en que desemboquen sus fantasmas y sus prácticas al construirse, lo que el obsesivo aprehende de ellos es siempre el deseo en el Otro. Es en la medida del retorno de ese deseo en el Otro — en tanto que en él está esencialmente reprimido, que todo está comandado en la — síntomatología del obsesivo, y especialmente en los síntomas donde la dimensión de la causa es entrevista como angustiante. Conocemos la solución: para cubrir el deseo del Otro el obsesivo tiene un camino, el recurso a su demanda. Observen a un obsesivo en su comportamiento biográfico, lo que antes llamé sus tentativas de pasaje para con el deseo. Sus tentativas, aún las más audaces, siempre están marcadas por una condena original a alcanzar su fin. Por refinadas, por complicadas, por lujuriosas y perversas que sean sus tentativas de pasaje, siempre necesita hacérselas autorizar: es preciso que el Otro le demande eso, Tal es el resorte de lo que se produce en cierto hito decisivo de todo análisis de obsesivo.
En la medida en que el análisis sostiene una dimensión análoga, la de la demanda, algo subsiste hasta un punto muy avanzado —¿es incluso superable?— de ese modo de escape del obsesivo. Ahora bien, ven ustedes cuáles son las consecuencias. En la medida en que el evitamiento del obsesivo es la cobertura del deseo en el Otro por la demanda en el Otro, en esta medida a, el objeto como causa, viene a situarse allí donde la demanda domina, es decir, en el estadio anal, donde a es, no simplemente el excremento puro y simple, sino esto: el excremento en cuanto demandado.
Pero nunca se analizó nada de dicha relación con el objeto anal en estas coordenadas, que son las verdaderas. Para comprender la fuente de lo que podemos llamar angustia anal, en tanto resulta de un análisis de obsesivo proseguido hasta allí — lo que nunca ocurre— , la verdadera dominancia, el carácter de núcleo irreductible y en ciertos casos casi indominable de la aparición de la angustia, al extremo de que debe aparecer un punto terminal, esto sólo podremos observarlo la próxima vez, a condición de articular todo lo que resulta de la relación con el objeto anal como causa del deseo con la demanda que lo requiere, que no tiene nada que ver con ese modo de deseo que es, por esa causa, determinante.