El último día terminé con una formula que tuve ocasión de darme cuenta de que gustó, lo cual sólo puedo atribuir a lo que contiene de promesa, puesto que, bajo su forma aforisística, todavía no estaba desarrollada.
Dije que íbamos a contar con la siguiente formula – la transferencia es la puesta en acto de la realidad del inconsciente. Lo que aquí se anuncia es, precisamente, lo que más se tiende a evitar en el análisis de la transferencia.
Por enunciar esta fórmula me encuentro en una posición problemática -¿qué es lo que ha promovido mi enseñanza en lo referente al inconsciente? El inconsciente, son los efectos de la palabra sobre el sujeto, es la dimensión donde el sujeto se determina en el desarrollo de los efectos de la palabra, en consecuencia de lo cual el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Esta es una buena dirección para arrancar aparentemente toda captación del inconsciente de un objetivo de realidad, distinta que el de la constitución del sujeto. Y sin embargo, esta enseñanza tuvo, en su objetivo, una finalidad que he calificado de transferencial. Para volver a centrar a aquellos oyentes míos que más consideraba -los psicoanalistas- en un objetivo conforme a la experiencia analítica, el propio manejo del concepto, según el nivel de donde parte la palabra del enseñante, ha de tener en cuenta los efectos, en el oyente, de la formulación. Todos nosotros somos en tanto que estamos, incluido el que enseña, en relación con la realidad del inconsciente, que nuestra intervención no sólo saca a la luz, sino que, hasta un cierto punto, engendra.
Vayamos al grano. La realidad del inconsciente es -verdad insostenible- la realidad sexual. En cada ocasión Freud lo ha articulado, por así decirlo, con tesón. ¿por qué es una realidad insostenible?
Sobre la cuestión del sexo, desde los tiempos en que Freud articulaba su descubrimiento del inconsciente, es decir, los años 1900, y los que preceden inmediatamente, hemos hecho algunos progresos científicos. Por integrada que esté en nuestra imaginería mental, no hemos de considerar sin embargo, que la ciencia que hemos adquirido del sexo desde entonces ha estado ahí desde siempre. Sabemos un poco más sobre el sexo. Sabemos que la división sexual, en tanto que reina sobre la mayor parte de los seres vivos, es lo que asegura el mantenimiento del ser de una especie.
Qué coloquemos, con Platón, el ser de una especie entre las ideas, o que digamos, con Aristóteles, que no está en ninguna otra parte que en los individuos que la sostienen, poco importa en este caso. Decimos que la especie subsiste bajo la forma de sus individuos. Sin embargo la supervivencia del caballo como especie tiene un sentido, cada caballo es transitorio, y muere. Pueden percibir con ello que la vinculación del sexo con la muerte, quiero decir con la muerte del individuo, es fundamental.
La existencia, gracias a la división sexual, descansa en !a copulación, acentuada en dos polos que la tradición secular se esfuerza en carácterizar como el polo macho y el polo hembra. Ahí yace el resorte de la reproducción. Desde siempre, en torno a esta realidad fundamental se han agrupado, armonizado, otras carácterísticas, más o menos vinculadas a la finalidad de la reproducción, aquí sólo puedo indicar lo que, en el recurso biológico, se asocia a la diferenciación sexual, bajo la forma de carácteres y funciones sexuales secundarios. En la actualidad sabemos cómo, en este terreno, se ha fundado en la sociedad todo un reparto de funciones dentro de un juego de alternancias. Esto es lo que el estructuralismo moderno ha sabido precisar mejor, al mostrar que es al nivel de la alianza, en tanto que opuesta a la generación natural, a la descendencia biológica, donde se ejercen los intercambios fundamentales -al nivel, pues, del significante -y donde encontramos las estructuras – más elementales del funcionamiento social, a inscribir en los términos de una combinatoria.
La integración de esta combinatoria a la realidad sexual hace surgir la cuestión de saber si no es por ahí que ha llegado el significante al mundo del hombre. Lo que legitimaría sostener que por la realidad sexual el significante ha entrado en el mundo -lo cual quiere decir que el hombre ha aprendido a pensar, éste es el reciente campo de descubrimientos que empiezan por un estudio más correcto de la mitosis. Se han revelado entonces los modos bajo los que se opera la maduración de las células sexuales, a saber, el doble proceso de reducción. De lo que se trata, en esta reducción, es de la pérdida de un cierto número de elementos que conocemos, los cromosomas. Todos sabemos que todo esto nos ha conducido a una genética. ¿Qué se desprende de esta genética si no la función dominante, en la determinación de ciertos elementos del organismo vivo, de una combinatoria, que opera en algunos de sus tiempos mediante la expulsión de restos?
Haciendo referencia aquí a la función de la a minúscula, no me precipito en una especulación analógica. Tan sólo indico una afinidad de los enigmas de la sexualidad con el juego del significante.
Aquí tan sólo rindo luz y justicia a la observación de que efectivamente en la historia la ciencia primitiva se arraigó en un modo de pensamiento que, desenvolviéndose en una combinatoria, en oposiciones como las del Ying y el Yang, del agua y el fuego, de lo caliente y lo frío, le permitía dirigir el baile -la palabra se ha escogido por su alcance más que metafórico, pues su baile se basa en ritos de bailes principalmente motivados por los repartos sexuales en la sociedad.
No puedo ponerme aquí a darles un curso, incluso abreviado, de astronomía china. Entreténganse abriendo el libro de Leopoldo de Saussure- hay así, de vez en cuando, gente genial en esa familia. En él verán que la astronomía china está basada en el juego de los significantes que re-percuten de arriba abajo en la política la estructura social, la ética, la regulación de los actos más mínimos, y que es, aún con eso, una ciencia astronómica muy buena. Cierto es que, hasta un cierto momento, toda la realidad del cielo puede inscribirse en nada más que una vasta constelación de significantes.
En el límite, la ciencia primitiva sería -vayamos hasta lo extremo- una especie de técnica sexual. El límite no es posible trazarlo, pues es una ciencia. Sus observaciones perfectamente válidas nos muestran que los chinos poseían un sistema perfectamente eficaz en cuanto a la previsión de las variaciones diurnas y nocturnas, por ejemplo, en una época muy precoz que a causa de su anotación significante podemos fechar, ya que es lo bastante lejana como para que la precisión de los equinoccios se marque allí en la figura del cielo y para que la estrella polar no esté allí en el mismo sitio que está actualmente. No hay ahí línea divisoria entre la colación experimental que permanece válida, para todos y los principios que la guiaron. Como tampoco se puede decir, Claude Lévi-Strauss lo señala, que todo es fantasía y humo en la magia primitiva, puesto que en ella se almacena toda una enorme colación de experiencias perfectamente utilizables.
Tan sólo que llega, sin embargo, un momento en el que la amarra con la iniciación sexual del mecanismo se rompe. Por paradójico que esto parezca, la ruptura se realiza tanto más tarde cuanto más implícita, menos señalizada, está la función del significante.
Aclararé lo que quiero decir. Mucho después de la revolución cartesiana y la revolución newtoniana todavía vemos, en el corazón de la doctrina positivista, una teoría religiosa de la tierra como gran fetiche, perfectamente coherente con el siguiente enunciado de Comte -que nunca podremos conocer nada de la composición química de los astros, que los astros continuarán estando clavados en su sitio, es decir, si sabemos aportar otra perspectiva- o en pura función de significantes. Mala pata, casi en aquellos días, el análisis de la luz nos permitía ver en los astros mil cosas a la vez, incluida su composición química. Se consuma entonces la ruptura entre la astronomía y la astrología -lo cual no quiere decir que la astrología no viva todavía para un gran número de gente.
¿Hacia donde tiende todo este discurso? -a preguntarnos si hemos de considerar el inconsciente como una remanencia de esa empalmadura con la realidad sexual. Si la sexualidad es la realidad del inconsciente -comprendan bien lo que aquí hay que dilucidar- la cuestión es de un acceso tan difícil que quizá no podamos aclararla más que considerando la historia.
Restituir el nivel en el que el pensamiento del hombre sigue las vertientes de la experiencia sexual, que ha reducido la invasión de la ciencia, es la solución que, en la historia, tomó cuerpo en el pensamiento de Jung -lo cual conduce a encarnar la relación del psiquismo del sujeto con la realidad con el nombre de arquetipo.
Ahora bien, el jungismo -por cuanto convierte esos modos primitivos de la articulación del mundo en algo subsistente: el núcleo, dice, de la propia psique- viene acompañado necesariamente de la repudiación del término libido, de la neutralización de esta función mediante el recurso a una noción de energía psíquica, a una noción mucho más generalizada de interés.
No se da ahí una simple versión de escuela, pequeña diferencia. Pues lo que Freud quiere presentificar en la función de la libido no es en absoluto una relación arcaica, un modo de acceso primitivo de los pensamientos, un mundo que estaría ahí como la sombra subsistente de un viejo mundo a través del nuestro. La libido es la presencia, efectiva, como tal, del deseo. Eso es lo que falta ahora por señalar del deseo -que no es substancia, que está ahí al nivel del proceso primario y gobierna el modo mismo de nuestro acceso.
Recientemente releí, a propósito de una intervención que hice para un congreso que tuvo lugar en 1960, lo que enunciaba sobre el inconsciente alguien del exterior, que intentaba aproximarse lo más que pudo, desde el lugar en que está, para conceptualizar nuestro dominio -su nombre, el Sr. Ricoeur.
Había ido de seguro lo bastante lejos como para acceder a lo que es de más difícil acceso para un filósofo, a saber, el realismo del inconsciente -que el inconsciente no es ambigüedad de las conductas, futuro saber que ya se sabe no saberse, sino un corte, ruptura que se inscribe en cierto carencia. El Sr. Ricoeur decide que hay algo de esta dimensión que debe ser retenido. Simplemente, como filósofo que es, se lo acapara. Llama a eso la hermenéutica.
En la actualidad se usa lo que se llama la hermenéutica. La hermenéutica no objeta tan sólo a lo que he llamado nuestra aventura analítica, objeta al estructuralismo, tal como se enuncia en los trabajos de Lévi-Strauss. Ahora bien, ¿qué es la hermenéutica? -si no leer, en la serie de las mutaciones del hombre, el progreso de los signos según los que constituye su historia, el progreso de su historia- una historia que además puede prolongarse, en los bordes, en tiempos más indefinidos, Y el Sr. Ricoeur puede remitir a la pura contingencia eso con lo que los analistas tienen que ver a cada paso- Es preciso añadir que, desde fuera, la corporación de los analistas no le da la impresión de un acuerdo tan fundamental que pueda impresionarle. Sin embargo, ello no es razón para dejarle un terreno conquistado.
Sostengo que es al nivel del análisis -si puede darse algún paso adelante- que debe revelarse lo que pasa con ese punto nodal por el que la pulsación del inconsciente está ligada a la realidad sexual. Este punto nodal se llama el deseo, y toda la elaboración teórica que he proseguido durante estos últimos años se encamina a mostrarles al paso de la clínica, cómo se sitúa el deseo en la dependencia de la demanda -la cual al articularse en significantes, deja un resto metonímico que corre bajo ella, elemento que no esta indeterminado, que es una condición a la vez absoluta e imperceptible, elemento necesariamente en impasse, insatisfecho, imposible, ignorado, elemento que se llama el deseo. Eso es lo que realiza la unión con el campo definido por Freud como el de la instancia sexual al nivel del proceso primario.
La función del deseo es residuo último del efecto del significante en el sujeto. Decidero es el cogito freudiano, a partir de ahí se instituye necesariamente, lo esencial del proceso primario. Observen bien lo que dice Freud de ese campo, en el que el impulso se satisface esencialmente con la alucinación.
Ningún esquema-mecanismo podrá responder nunca de lo que se da por una regresión en el arco reflejo. Lo que llega por el sensorium debe irse por el motorium, y si el motorium no funciona eso vuelve para atrás. Pero, diablos, si eso vuelve para atrás, ¿cómo podemos concebir que eso tenga una percepción? -a no ser por la imagen de algo, que de una corriente detenida hace fluir de nuevo la energía bajo la forma de una lámpara que se enciende ¿pero para quien?. La dimensión del tercero es esencial en esta pretendida regresión. No puede concebirse más que bajo una forma estrictamente análoga a lo que el otro día dibujé ,en la pizarra, bajo la forma de la duplicidad del sujeto del enunciado y ,el sujeto de la enunciación. Sólo la presencia del sujeto que desea, y que desea sexualmente, nos proporciona esta dimensión de metáfora natural, de donde se decide la pretendida identidad de la percepción.
Freud mantiene la libido como el elemento esencial del proceso primario. Lo cual quiere decir -en contra de la apariencia de los textos en los que quiere intentar aclarar su teoría -que en la alucinación, la alucinación más simple de la más simple de las necesidades, la alucinación alimenticia misma, tal como se produce en el sueño de la pequeña Ana cuando dice ya no sé qué, tarta, fresa, huevos, y, otras menudas golosinas, no hay pura y simplemente presentificación de los objetos de una necesidad. Sólo a causa de la sexualización de esos objetos es posible la alucinación del sueño -pues, pueden observarlo, la pequeña Ana sólo alucina los objetos prohibidos. La cosa debe discutirse en cada caso, pero es absolutamente esencial que en toda alucinación se señale la dimensión de significación para permitirnos comprender lo que esto en cuestión en el principio del placer. Desde el punto en que el sujeto desea se da la connotación de realidad en la alucinación. Y si Freud opone el principio de realidad al principio del placer es, precisamente, en la medida que la realidad allí se define como desexualizada.
A menudo se habla, en las teorías analíticas más recientes, de funciones desexualizadas. Se dice, por ejemplo, que el ideal del yo reposa en la catexis de una libido desexualizada. Me parece muy difícil hablar de una libido desexualizada. Pero que el acceso de la realidad implica una desexualización, eso es lo que está, en efecto en el principio de la definición de Freud de los Zwei Prinzipien des psichischen Geschehem, de los dos principios entre los que se reparte todo acontecimiento psíquico.
¿Qué significa esto? Que en la transferencia hemos de ver inscribirse el peso de la realidad sexual. En su mayor parte desconocida y, hasta un cierto punto, velada, corre bajo lo que sucede al nivel del discurso analítico, que, a medida que toma forma, es completamente el de la demanda -por algo toda la experiencia nos ha conducido a volcarla en el platillo de los términos de frustración y gratificación.
He intentado inscribir en la pizarra la topología del sujeto según una sigla que en su momento llamé el ocho interior, seguramente es algo que recuerda los famosos círculos de Euler, excepto que en ese caso pueden ver claramente que se trata de una superficie, que ustedes mismos pueden fabricar. Su borde es continuo, excepto en un punto que no deja de estar ocultado por la superficie que se a desplegado anteriormente, este dibujo visto desde una cierta perspectiva puede dar la impresión de que representa dos campos que se cortan.
La libido la he inscripto en el que el lóbulo definido como campo del desenvolvimiento viene a cubrir y ocultar al otro lóbulo, el de la realidad sexual. La libido seria así lo que pertenece a ambos -el punto de intersección como se dice en lógica. Pero eso es justamente lo que no quiere decir. Pues este sector donde los campos parecen cubrirse es, si ven el verdadero perfil de la superficie, un vacío.
Esta superficie pertenece a otra, cuya topología describe en su momento a mis alumnos, llamada el cross-cap o en otras palabra la mitra. No la he dibujado aquí, pero les ruego que observen su carácterística, que salta a la vista. Pueden obtenerla a partir del ocho interior. Unan dos a dos los bordes, tal como aquí se presenta, mediante una superficie complementaria, y ciérrenla. En cierta manera desempeña el mismo papel de complemento con respecto al ocho inicial que la esfera con respecto a un círculo que cerraría lo que ya el circulo se ofrece a contener. Pues bien esta superficie es una superficie de Moebius, y su haz continúa su envés. Una segunda necesidad resultante de esta figura es que, para cerrar su curva, ha de atravesar en alguna parte la superficie precedente en este punto, según la línea que acabo de reproducir aquí en el segundo modelo.
Esta imagen nos permite representar el deseo como lugar de unión del campo de la demanda en el que se presentifican los síncopes de la demanda, con la realidad sexual. Todo ello depende de una línea que llamaremos del deseo, ligada a la demanda, y por ella se presentifica en la experiencia la incidencia sexual.
Este deseo ¿cual es?. ¿Piensan que es ahí donde designo la instancia de la transferencia?. Si y no. Verán que la cosa no es tan simple si les digo que el deseo en cuestión es el deseo del analista.
Para no dejarles estupefactos con una afirmación que puede parecerles aventurada, no haré otra cosa que recordarles la puerta de entrada al inconsciente en el horizonte de Freud.
Ana O. -dejemos esta historia de O y llamémosla por su nombre: Bertha Pappenheim, uno de los grandes nombres de la asistencia social alemana -no hace mucho tiempo que uno de mis alumnos me dio, para divertirme, un pequeño sello timbrado en Alemania con su imagen, con lo cual quiero decirles que ha dejado algunas huellas en la historia. Pues bien, fue a propósito de Ana O. como se descubrió la trasferencia. Breuer estaba totalmente encantado con la operación que se seguía con la susodicha persona, todo iba como sobre ruedas. En aquellos momentos el significante, nadie lo habría discutido, si se hubiera sabido hacer revivir esta palabra el vocabulario estoico. Cuantos más significantes daba Ana y más parloteaba, mejor iba todo. Era la chimney-cure, la limpieza de chimenea. Ninguna huella en todo ello de la menor cosa molesta, retengan la observación. Nada de sexualidad, ni con microscopio, ni con lupa.
La entrada de la sexualidad, sin embargo se realiza por Breuer, empieza a sucederle algo, que proviene de él. -Te ocupas de eso demasiado. Sobre este asunto, el buen hombre alarmado, y por lo demás buen esposo, encuentra que ya basta con eso -gracias a lo cual, como saben, la O, muestra las magníficas y dramáticas manifestaciones de eso que llamamos, en el lenguaje científico, pseudociesis, lo cual quiere decir simplemente el pequeño balón -de un embarazo que se califica de nervioso.
¿Qué muestra allí? -podemos especular, pero es preciso que todavía no nos precipitemos sobre el lenguaje del cuerpo. Digamos simplemente que el dominio de la sexualidad muestra un funcionamiento natural de los signos. A ese nivel no son significantes, pues el falso balón es un síntoma y, según la definición del signo, algo para alguien. Siendo el significante otra cosa, pues representa un sujeto para otro significante.
Gran diferencia que en este caso hemos de proferir, pues, y con motivo, se tiende a decir que todo eso es culpa de Bertha. Pero les ruego que por un momento suspendan su pensamiento ante esta tesis -¿por qué el embarazo de Bertha no tendríamos que considerarlo más bien según mi formula: el deseo del hombre es el deseo del otro, como la manifestación del deseo de Breuer? Por que no llegan hasta pensar que era Breuer el que tenía deseo de tener un hijo? Les daré un principio de prueba, se trata de que Breuer, al partir hacia Italia con su mujer, se àpresura a dar a ésta una hija, como lo recuerda Jones a su interlocutor -una hija que, al nacer en esas condiciones, dice ese galés imperturbable, acaba, en el momento que Jones hablaba, de suicidarse.
Dejemos a un lado lo que podamos pensar, en efecto, de un deseo al que incluso esta salida no es en modo alguno indiferente.
Pero observemos lo que dice Freud a Breuer -¡pero cómo!,¡que cosa!. La transferencia es la espontaneidad del inconsciente de la llamada Bertha. No es el tuyo, no es tu deseo -no sé si se tuteaban pero es probable- es el deseo del otro. En lo cual considera que Freud trata a Breuer como un histérico, puesto que le dice -Tu deseo es el deseo del otro.
Cosa curiosa, no lo desculpabiliza, pero de seguro lo desangustia -los que conocen la diferencia que hago entre esos dos niveles pueden tomar indicación de ello.
Esto nos introduce en la cuestión de lo que el deseo de Freud determinó, al desviar toda la comprensión de la transferencia en ese sentido que ahora ha llegado al último término del absurdo, hasta el punto que un analista puede decir que toda la teoría de la transferencia no es más que una defensa del analista.
Yo volteo este término extremo. Muestro exactamente su otra carta. Es menester que me sigan. Todo esto no lo hago simplemente para poner las cosas patas arriba. Con esta clave lean una revista general sobre la cuestión de la transferencia -como pueden encontrarla bajo la pluma de no importa quién, pues alguien que puede escribir un «Que sais-je?» sobre el psicoanálisis, también puede escribirles una revista general sobre la transferencia. Lean, pues, esta revista general sobre la transferencia que aquí designo suficientemente, y sitúense en este punto de mira.
La contribución que cada uno aporta al resorte de la transferencia, ¿no es, aparte de Freud, algo donde su deseo es perfectamente legible’? Yo les analizaría a Abraham simplemente a partir de su teoría de los objetos parciales. No hay en el asunto solamente lo que el analista quiere hacer de su paciente. También hay lo que el analista quiere que su paciente haga de él, abraham, digámoslo, quería ser una madre completa.
Además, también podré entretenerme señalando los márgenes de la teoría de Ferenczi, con una célebre canción de Georgius -Ya soy hijo-padre.
Nünberg también tiene sus intenciones, y en su artículo verdaderamente notable sobre «Amor y Transferencia», se muestra en una posición de árbitro de las potencias de vida y muerte en la que no podemos dejar de ver la aspiración a una posición divina.
Todo esto puede ser tan sólo participación en una especie de divertimiento. Pero es a través de una historia de esas que podemos aislar funciones como las que he querido reproducir aquí en la pizarra.
Para conjugar el esquema de la nasa con lo que hice con motivo de una respuesta a una teoría psicologizante de la personalidad psicoanalítica, basta con que conviertan el obturador del que les hablé en un obturador de manija fotográfica, excepto que se tratará de un espejo. Es en este pequeño espejo, que viene a obturar lo que pertenece al otro lado, donde el sujeto ve perfilarse el juego gracias al cual -según la ilusión de lo que se obtiene en la experiencia del ramillete invertido, es decir, una imagen real- puede acomodar su propia imagen en torno a lo que aparece la a minúscula. Es en la suma de estas acomodaciones de imagenes que el sujeto ha de encontrar la ocasión de una integración esencial. ¿Que sabemos de todo esto?, -a no ser que en las fluctuaciones en la historia del psicoanálisis, del compromiso del deseo de cada analista, hemos llegado a añadir tal pequeño detalle, tal observación complementaria, tal adición o refinamiento de incidencia que nos permite calificar la presencia, al nivel del deseo, de cada uno de los analistas, es ahí que Freud dejó esta banda, como él dice, que le sigue.
Después de todo, la gente que seguía a Cristo no era tan lúcida. Freud no era Cristo, pero quizás era algo así como Viridiana, aquellos que se fotografían, tan irónicamente, en ese film, con un pequeño aparato, a veces me evocan, invenciblemente, el grupo, igualmente fotografiado numerosas veces, de los que fueron apóstoles y epígonos de Freud. ¿Significa eso disminuirlos? No más que los apóstoles. Es precisamente a ese nivel que podían dar el mejor testimonio. Es desde una cierta ingenuidad, de una cierta pobreza, de una cierta inocencia, que nos han instruido más. Cierto es que en torno a Sócrates la asistencia era mucho más lúcida y no nos enseña menos sobre la transferencia –los que se acuerdan de mi seminario sobre este tema pueden testimoniarlo.
Ahí volveré a continuar mi marcha el próximo día, intentando articularles la imposición de la función del deseo del analista.
J.-A. Miller: -Se plantea la cuestión de la relación específica de estos discursos, el discurso científico y el discurso del Otro, o sea el inconsciente, a diferencia de los discursos que preceden a su surgimiento la ciencia no se fundamenta en la combinatoria inconsciente, se instaura al establecer con el inconsciente una relación de no-relación. Esta desconectada. El inconsciente no por ello desaparece de ella, y sus incidencias continúan haciéndose sentir. Quizás reflexionar sobre la cientificidad del psicoanálisis, que usted postula, conduciría a escribir una nueva historia del pensamiento científico. Me gustaría saber lo que usted piensa sobre esto.
J. LACAN: -Aquí se traza un cuestionario doble. Si podemos enganchar el psicoanálisis al tren de la ciencia moderna, a pesar de la incidencia esencial, y en devenir, del deseo del analista, tenemos derecho a plantear la cuestión del deseo que hay detrás de la ciencia moderna. Hay ciertamente desconexión del discurso científico de las condiciones del discurso del inconsciente. Lo vemos en la teoría de los conjuntos. En una época en la que la combinatoria esto agarrada a la captura de la sexualidad, la teoría de los conjuntos no puede salir a la luz. ¿Cómo es posible esta desconexión? Es al nivel de un deseo que podremos responder.