Nos reencontramos este año para un seminario cuyo título he elegido: «De un Otro al otro», para indicar lo que serán los grandes hitos alrededor de los cuales debe —hablando propiamente— girar mi discurso. Es en esto que ese discurso, en el punto del tiempo en que estamos, es crucial. Lo es en la medida en que define lo propio de ese discurso que se llama el discurso psicoanalítico, cuya introducción, su entrada en juego en estos tiempos, importa tantas consecuencias.
Sobre ese proceso del discurso ha sido puesta una etiqueta: el estructuralismo, palabra que, por otra parte no tiene necesidad del publicista que, repentinamente, mi Dios, no hace tan gran número de meses, la ha impulsado para englobar a un cierto número, cuyo trabajo, desde hace tiempo, había trazado algunos caminos de ese discurso. Acabo de hablar de un publicista. Todos saben los juegos de palabras que me he permitido alrededor de la «poubellication». Henos allí pues, a un cierto número —por la gracia de lo que es el oficio— reunidos en la misma «poubelle». Podría tenerse compañía más desagradable. En verdad, aquéllos junto a los cuales me he encontrado, no eran más que gentes por cuyo trabajo tengo la más grande estima. No podría, de todos modos encontrarme mal, sobre todo que, en lo que se refiere a la «poubelle», dominada en ese momento por el genio de Samuel Becket, conocíamos un cabo de ella. Personalmente para mí, después de haber habitado durante treinta años, hasta hoy en tres secciónes de quince, diez y cinco años, en tres sociedades psicoanalíticas, he conocido una punta sobre lo que se refiere a cohabitar con la basura dirigida.
En lo que se refiere al estructuralismo, en verdad, se comprende el malestar que puede producirse en algunos acerca del manejo, pretendidamente del exterior impuesto a nuestro habitar común, y por otra parte, que pueda sentirse al anhelo de salir de él un poco para estirar las piernas.
No resta menos que, después que esta impaciencia parezca, según toda apariencia, tocar a algunos, me de cuenta que, en esta casta, después de todo, no me encuentro tan mal. En tanto que, a mis ojos, este estructuralismo no me parece poder ser identificado a otra cosa que a lo que yo llamaría, muy simplemente: lo serio. En ningún grado, ciertamente, se podría llamar una filosofía, si por esta palabra, se designa una visión del mundo o hasta algún modo de asegurar, a derecha e izquierda, las posiciones de un pensamiento. Sería suficiente para refutar el primer caso, que fuera verdad que el psicoanálisis no pretende, de ningún modo, introducir lo que se intitula, ridículamente, una Antropología psicoanalítica. Sería suficiente recordar, a la entrada misma de ese dominio de las verdades constituyentes, todo lo que aporta en ese campo el psicoanálisis, a saber, que no existe unión del hombre y de la mujer sin que: a) la castración no determine a título de fantasma, precisamente, la realidad del partenaire en quien ella es imposible; b) sin que ella —la castración— se juegue en esta suerte de recelo que la plantea como verdad en el partenaire, a quien ella es realmente —salvo exceso accidental— economizada. Insistamos precisamente en que, retomando esta fórmula del Génesis de que Dios los crea —existe también él «crea»— hombre y mujer. Es el caso de decir que Dios sabe por qué. En uno lo imposible de su efectuación en la castración, viene a plantearse como determinando su realidad; en el otro lo peor, pues ella amenaza como posible y no tiene necesidad de arribar para ser verdad, en el sentido en que ese término no comporta recurso. Ese sólo recuerdo, parece, implica que, al menos en el seno del campo que —aparentemente— es el nuestro, ninguna armonía, de cualquier modo que la designemos, es puesta de ningún modo. Seguramente se impone algún propósito a nosotros, que es precisamente del discurso que conviene.
Para conducirlo tendremos que plantearnos, de algún modo, la pregunta de donde ha partido toda la filosofía, esto es que, a la vista de tanto saber, no sin valor no eficacia, ¿Qué es lo que puede distinguir ese curso, asegurado por sí mismo que, fundándose sobre un criterio que tomaría su propia medida del pensamiento, merecería intitularse: episteme, ¿la ciencia?. Somos llevados por ese desafío que acabo de designar como el que es llevado por la verdad a lo real, a tener más prudencia, en esta marcha de puesta de acuerdo del pensamiento consigo mismo. Una regla de pensamiento que debe asegurarse del no-pensamiento como de lo que puede ser su causa. He ahí a lo que estamos confrontados con la noción del inconsciente. No es más que en la medida del fuera de sentido de los propósitos y no más, como uno se imagina, y como toda la fenomenología lo supone, el sentido que yo soy como pensamiento. Mi pensamiento no es regulable —se ajuste o no, ¡ay de mí!, a mi gusto— él es regulado. En mi acto, no a punto a expresarlo sino a causarlo. Pero no se trata del acto. En el discurso, no debo seguir su regla sino encontrar su causa. En el entre-sentido —entiendan tan obsceno como puedan imaginarlo— está el ser del pensamiento.
Lo que tiene que pasar por mi pensamiento, la causa, deja pasar pura y simplemente lo que ha sido como ser, y esto por el hecho que ya, y siempre, allí donde él ha pasado, lo ha hecho siempre produciendo efectos de pensamiento. «Llueve!» (Il pleut) es un acontecimiento del pensamiento cada vez que es enunciado, y el sujeto és, en primer lugar, este «il «, este «ille» diría yo, que él constituye un cierto número de significaciónes. Y por eso que este «il» se encuentra a su gusto en todo lo que sigue, pues a «llueve» (il pleut), ustedes pueden dar «llueven verdades primeras» (il pleut des verités premieres); hay abuso allí (il y a de l’ abus) sobre todo en confundir la lluvia, el meteoro, con la pluvia, l’ aqua pluvia. la lluvia, el agua que de ella se recoge. El meteoro es propicio a la metáfora. Y, ¿por qué? Porque él ya está hecho de significantes. Llueve. El ser del pensamiento es la causa de un pensamiento en tanto que fuera de sentido. El era ya y siempre, antes, ser de un pensamiento. Pues, la práctica de esta estructura rechaza toda promoción de alguna infalibilidad. Ella no se ayuda, precisamente, más que de la falla, o más bien de su mismo proceso, pues existe un proceso de la falla y éste es ayudarse de ella más que en seguirla, lo que no es de ningún modo superarla, sólo permitir su aprehensión. La consecuencia de esto es su coagulación en el tiempo, en el punto mismo donde la reproducción del proceso se detiene.
Es decir que es su tiempo de detención el que marca el resultado y esto es lo que explica, digámoslo aquí con un toque discreto al pasar que todo arte sea defectuoso. Es de la recopilación de aquello que, en el punto donde su desfallecimiento de ser lleva a cabo su hoquedad, es de esa recopilación que él toma su fuerza, y es por ello que la música y la arquitectura son las artes supremas —entiendo supremas técnicamente— como máximo en lo basal, produciendo la relación del número armónico con el tiempo y el espacio, bajo el ángulo, precisamente, de su incompatibilidad. Pues el número armónico no es, ahora se lo sabe bien, más que colador que no retiene ni el uno ni el otro, ni ese tiempo, ni ese espacio. He allí eso de lo cual el estructuralismo es tomar en serio. Es el tomar en serio el saber como causa, causa del pensamiento, y lo más habitual —es necesario decirlo— es una intención delirante.
No se asusten. Estos son propósitos iniciales, recuerdos de certitudes, no de verdades. Y quisiera —antes de introducir hoy los esquemas de los cuales intento partir— marcar que, si algo de ahora en más, debe quedarles en el hueco de la mano, es lo que he tomado cuidado en escribir, hace un momento en el pizarrón, sobre la esencia de la teoría: «La esencia de la teoría psicoanalítica es un discurso sin palabra». La esencia de la teoría psicoanalítica es la función del discurso y precisamente en lo que podría parecerles nuevo, o al menos paradojal: que yo lo diga sin palabra. Se trata de la esencia de la teoría en tanto que eso es lo que está en juego.
¿Que ocurre con la teoría en el campo psicoanalítico? Alrededor de eso, escucho rugir alrededor de mí, extraños ecos. El malentendido no falta y bajo el pretexto que al plantear todo un campo del pensamiento como manipulación, parezco cuestionar principios tradicionales. Yo oigo —y esto es traducido sorprendentemente por estar en lugares o cabezas que me son próximas por no se qué, que se llamaría «de la imposibilidad teórica». Hasta he encontrado eso en el decurso de algunas líneas, eso que un día he anunciado en un contexto que expresaba precisamente lo que quiere decir: que no hay universo del discurso. Entonces, ¿para qué fatigarnos? parece concluirse.
Sin duda importa menos a mis ojos el corregir mi decir, pues no se presta a ninguna ambigüedad y se ve en el hecho que se lo puede enunciar precisamente por lo que se ha enunciado: que no hay punto de clausura del discurso, que el discurso es en esa medida —bien lejos de ello, ni imposible, ni aún sólo desvalorizado— es precisamente a partir de allí que, de ese discurso tienen ustedes su peso, y especialmente el de conducirlo bien, teniendo en cuenta lo que quiere decir este enunciado: que no hay universo del discurso. No hay, ciertamente entonces, bajo este punto de vista nada a corregir de mi parte; simplemente volver a allí para hacer los pasos siguientes, de las consecuencias que se inducen del discurso ya anticipado, pero también, quizá, volver sobre lo que puede hacer, que, estando ligado tanto como puede estarlo un analista a las condiciones de ese discurso, puede en todo momento mostrar, así, su desfallecimiento. Hubo un tiempo —permítaseme antes de entrar en ese dominio un poco de música— en que yo había tomado el ejemplo del pote, no sin que se produjera tal escándalo que dejé ese pote, si pudiera decirse, al margen de mis «Escritos».
Se trataba de que el pote es, de algún modo, la imagen sensible, que es esta significación por sí misma modelada, gracias a la cual, manifestando la apariencia de una forma y un contenido, permite introducir en el pensamiento el hecho, que el contenido es la significación. Como si el pensamiento manifestara allí esa necesidad de imaginarse como teniendo otra cosa que contener, pues eso es lo que el término contener designa cuando se lleva a propósito de un acto intempestivo.
El pote, lo llamé de mostaza para destacar que lejos de contenerla forzosamente, es, precisamente por estar vacío que él toma su valor de pote de mostaza. A saber, que es porque la palabra mostaza (moutarde) está escrita encima, pero mostaza que quiere decir que a él lo vacía tarde (moule lui tarde), a ese pote, para alcanzar su vida eterna de pote, que comienza en el momento en que él será agujereado; pues es bajo este aspecto, a través de los tiempos, que lo recogemos en las excavaciones, a saber, buscando en tumbas lo que nos testimonia del estado de una civilización. El pote está agujereado, se dice, en homenaje al difunto y para que el viviente no pueda servirse de él. Esta es, con seguridad, una razón. Pero existe quizá otra que sería ésta: que ese agujero estaría hecho para producir, para que ese agujero se produzca ilustrando el mito de las Dananides….. Es en ese estado que, ese pote, cuando lo obtenemos así de su lugar de sepultura resucitado, viene a alardear de superioridad sobre el anaquel del colecciónista y, en ese momento de gloria, le es propio lo que es también para Dios: es en esta gloria que él revela precisamente su naturaleza.
Allí aparece lo que es la estructura del pote —no digo su materia— que es correlativa de la función del tubo y del tambor y, si vamos a buscar las preformas en la naturaleza, veremos que los cuernos o las caracolas, después que la vida les ha sido extraída muestran lo que es su esencia: a saber, su capacidad sonora. Civilizaciones enteras no son representadas para nosotros más que por esos potecitos que tienen la forma de una cabeza, o de algún animal cubierto él mismo de tantos signos impenetrables desde entonces para nosotros, a falta de documentos correlativos. Aquí sentimos la significación, la imagen; está precisamente bien en el exterior, lo que está en el interior va a ser, precisamente, lo que yace en la tumba donde lo encontramos; a saber, materias preciosas, sustancias preciosas, perfumes, oro, incienso y mirra, como se dice. El pote, ¿explica la significación de lo que está allí, a título de qué? A título de un valor de uso, digamos más bien de un valor de cambio con otro mundo y otra dignidad, de un valor homenaje.
El hecho que sea en potes que hayamos encontrado los manuscritos del Mar Muerto, está hecho para hacernos sentir que no es el significado lo que esta en el interior, es muy precisamente el significante y que es a él a lo que debemos atender cuando se trata de aquello que nos importa, a saber: la relación del discurso y la palabra en la eficiencia analítica. Aquí, demando que se me permita un cortocircuito en el momento de introducir lo que, pienso, les imaginarizará la unidad de la función teórica en esta marcha, propia o impropiamente llamada estructuralista. Apelaré a Marx por el cual estoy apenado, importunado desde hace tiempo, por no haber introducido sus propósitos en un campo donde, sin embargo, está perfectamente en su lugar. Quiero hoy introducir a propósito del objeto a, el lugar donde vamos a situar su función esencial. En tanto que es necesario, procederá por un alcance homológico, y recordaré en primer lugar aquello que, por trabajos recientes hasta aquí precisamente, y hasta por retractación del autor designado como estructuralista, ha sido perfectamente puesto en evidencia —y no muy lejos de aquí— en un comentario de Marx.
La cuestión es planteada por el autor que acabo de evocar, con respecto a lo que es el objeto del capital, Veremos lo que, paralelamente, la investigación psicoanalítica permite enunciar sobre ese punto. Marx parte de la función del mercado. Su novedad es el lugar donde él sitúa el trabajo. No es porque el trabajo sea nuevo que se posibilita su descubrimiento, es por que él es comprado, es porque existe un mercado del trabajo. Es eso lo que le permite demostrar lo que hay de inaugural en su discurso y que se llama la plusvalía. El encuentra que esta marcha (demarche) sugiere el acto revolucionario que se conoce —más bien que se conoce demasiado mal— pues no es seguro que la toma del poder haya resuelto lo que yo llamaría la subversión del sujeto capitalista, que es alcanzada por este acto. Pero por el momento, poco nos importa. No es seguro que los marxistas no hayan tenido que recoger, por ese hecho, bastantes consecuencias poco fastas. Lo importante es que Marx designa lo que quiere decir se marcha (demarche) .
Tanto que sus comentarios sean estructuralistas o no, parece, sin embargo haber demostrado que él es estructuralista. Pues, precisamente, es por el hecho de ser en ese punto —como ser de pensamiento— que determina la predominancia del mercado del trabajo, y se desprende así como causa de su pensamiento, esta función obscura —es necesario decirlo, si esta obscuridad se reconoció en la confusión de los comentarios— que es la plusvalía. La identidad del discurso con sus condiciones —he ahí lo que yo espero— encontrará esclarecimiento por lo que diré de la marcha (demarche) analítica. No por que el trabajo haya sido algo nuevo en la producción de la mercadería, no por la renuncia al goce, cuya relación al trabajo no voy a definir aquí, ello no es novedad en tanto que, desde el principio, y precisamente contrario a lo que dice o parece decir Hegel, es aquél quien constituye al amo que espera hacer, precisamente de él, el principio de su poder. Lo que es nuevo es que haya un discurso que articula esta renuncia y que hace aparecer allí —pues allí esta la esencia del discurso analítico— lo que yo llamaría la función del «plus de gozar».
Esta función aparece por el hecho del discurso, por lo que ella demuestra ser, en la renuncia al goce, un efecto del discurso mismo. Para marcar las cosas es necesario suponer que en el campo del Otro existe ese mercado, si ustedes lo quieren que totaliza sus méritos, sus valores, la organización de las elecciónes, de las preferencias, que implica una estructura ordinal, hasta cardinal. El discurso conserva los medios de gozar en tanto que implica al sujeto. No habría ninguna razón de sujeto, en el sentido en que puede decirse razón de Estado, si no hubiera en el mercado del otro, un correlativo. Es que se establece un plus de gozar que es captado por algunos. Es necesario un discurso bastante potente para demostrar como el plus de gozar sostiene la enunciación, pues es producido por el discurso para que aparezca como efecto. Pero por otra parte no hay allí algo tan nuevo a vuestras orejas si han leído «Kant con Sade», pues éste es el objeto de mi escrito, donde se hace la demostración de la total reducción de ese plus de gozar al acto de aplicar sobre el sujeto lo que es el término a del fantasma, por el cual el sujeto puede ser planteado como causa de sí, en el deseo.
Elaboraré esto en tiempos venideros por un rodeo sobre esa apuesta de Pascal, que ilustra tan bien la relación de la renuncia al goce, a ese elemento de apuesta donde la vida misma, en su totalidad, se reduce a un elemento de valor. Extraño modo de inaugurar el mercado del goce, hacerlo, digo bien, en el campo del discurso. Pero, después de todo, ¿no es esa una simple transición con lo que hemos visto inscribirse hace un momento en la historia, en esta función de los bienes dedicados a los muertos?
Por otra parte, no está allí lo que para nosotros está en cuestión, ahora. Debemos atender a la teoría en tanto ella se aligera, precisamente, por la introducción de esta función que es la del plus de gozar. Alrededor del plus de gozar se juega la producción de un objeto esencial cuya función se trata ahora de definir: el objeto a. La rudeza de los ecos que ha recogido la introducción de ese término es y permanece siendo para mi la garantía de que él es, en efecto, precisamente, del orden de eficacia que le confiero. Dicho de otro modo, es conocido, ubicado y célebre, el pasaje donde Marx saborea, en los tiempos en que él ponía en el desarrollo de su teoría, la ocasión de ver nadar lo que era la encarnación viviente del desconocimiento.
Yo he enunciado: el significante es lo que representa a un sujeto para otro significante. Para ésta, como para toda definición le es exigible ser correcta. Es exigible que una definición sea correcta y que una enseñanza sea rigurosa. Es enteramente intolerable en el momento en que el psicoanálisis es llamado a dar algo, lo cual no crean que tengo la intención de eludir: en la crisis que atraviesa la relación del estudiante con la Universidad, es impensable que se responda por el enunciado de que hay cosas que no podrían, ningún modo, definirse en un saber. Si el psicoanálisis no puede enunciarse como un saber y enseñarse como tal, no tiene estrictamente nada que hacer allí donde no se trata de otra cosa. Si el mercado de los saberes esta precisamente agitado por el hecho que la ciencia le aporta esa unidad de valor que permite sondear lo que pertenece a su intercambio, hasta a sus funciones más radicales, no es cierto que lo que puede aquí articular algo de eso, a saber, el psicoanálisis, tenga que presentar su propia dimisión.
Todos los términos que pueden ser empleados a ese propósito, ya sean los de «no conceptualización» o cualquier otra evocación de no se que imposibilidad, no pueden designar en todo caso más que la incapacidad de quienes los promueven. No es por la razón de que no hay ninguna intervención particular llamada interpretación, donde puede residir la estrategia con la verdad que es la esencia de la terapéutica —punto donde seguramente toda suerte de funciones particulares, de juegos felices en el orden de la variable pueden encontrar su oportunidad, pero no tienen sentido más que situándose en el punto preciso donde la teoría les da su peso. He ahí, precisamente, de lo que se trata. Es en el discurso sobre la función de la renuncia al goce donde se introduce el término del objeto a. El plus de gozar como función de esta renuncia bajo el efecto del discurso ; he allí lo que da su lugar al objeto a en el mercado, a saber en lo que define algún objeto del trabajo humano como mercadería, así cada objeto lleva en sí mismo algo de la plusvalía, así el plus de gozar es lo que permite el aislamiento de la función del objeto a.
¿Qué hacemos nosotros en el análisis sino instaurar por la regla, un discurso tal, que el sujeto suspende algo allí? ¿Qué? Lo que precisamente es su función de sujeto, es decir, ser dispensado de sostener su discurso de un «yo digo», pues es otra cosa hablar que plantear «yo digo lo que acabo de enunciar». El sujeto del enunciado dice: «yo digo», dice «yo planteo» como yo hago aquí con mi enseñanza. Yo articulo esta palabra; esto no es poesía, Digo lo que está escrito y hasta puedo repetirlo, lo que es esencial, bajo la forma en que, repitiéndolo —para decirlo todo— agrego que lo he escrito. He ahí a ese sujeto dispensado de sostener lo que enuncia. Es pues, por allí que arribará a esa pureza de la palabra, esa palabra plena de la cual he hablado en un tiempo de evangelización, es necesario decirlo, pues el discurso que se llama «Discurso de Roma» ¿a quién estaba dirigido, más que a orejas de las más cerradas para escucharlo? No calificaré lo que hacía a esas orejas estar provistas de esas cualidades opacas ; eso sería llevar allí una apreciación que no podría ser, de ningún modo, más que ofensiva.
Pero observen esto : que hablando de la cosa freudiana me ha ocurrido lanzarme en algo que yo mismo he llamado una prosopopeya. Se trata de la verdad que enuncia : «Soy, pues, para vosotros el enigma de aquélla que se oculta inmediatamente que aparece ; hombres que tanto entienden disimularme bajo los oropeles de vuestras conveniencias, yo no admito menos por ello. que vuestro embarazo sea sincero». Noto que el término embarazo (embarras) ha sido puntuado por su función en otra parte.» Pues aún cuando fueran mis heraldos no valen más por llevar mis colores, que esos hábitos que son los vuestros, y parecidos a ustedes mismos, los fantasmas que son. ¿Dónde voy a transcurrir yo entre vosotros, donde estaba yo antes de ese pasaje? Quizás, un día os lo diré.»
Se trata allí del discurso. «Pero para que ustedes me encuentren donde estoy, les enseñaré bajo que signo reconocerme. Hombres, escuchad, os doy el secreto : Yo, la verdad hablo» (Moi, la verité je parle). No he escrito de ningún modo «Yo digo» (Je dis) . Lo que habla, seguramente, si ocurriera —como lo he escrito irónicamente también— el análisis, bien entendido, sería cerrado. Pero es, precisamente o lo que no ocurre, o lo que cuando ocurre, merece ser puntuado de un modo diferente. Y, para ello, es necesario retomar lo que se refiere a ese sujeto cuestionado aquí, por un procedimiento de artificio, el cual ha sido demandado, en efecto, a no ser aquel que sostiene todo lo que está anticipado. No hay que creer, sin embargo, que él se disipa, pues el psicoanalista está precisamente allí para representarlo, quiero decir mantenerlo todo el tiempo que él no pueda, en efecto, reencontrarse en cuanto a la causa de su discurso. Y es así que se trata ahora de referirse a las fórmulas fundamentales, a saber aquélla que define el significante como siendo lo que representa un sujeto para otro significante.
¿Qué es lo que quiere decir esto? Estoy sorprendido que nunca nadie haya destacado al respecto que lo que resulta de ello como corolario, es que un significante no podría representarse a sí mismo. Con seguridad esto no es nuevo ya, pues en lo que he articulado alrededor de la repetición, era precisamente de eso de lo que se trataba. Pero allí debemos detenernos un instante para aprehenderlo en vivo. ¿Qué es lo que puede querer decir, en el desvío de esta frase, ese sí mismo del significante? Observen bien que cuando hablo del significante, hablo de algo opaco. Cuando digo que es necesario definir el significante como lo que representa un sujeto para otro significante, eso quiere decir que nadie podría hacerlo salvo otro significante. Y el otro significante, eso no tiene cabeza, es un significante. El sujeto está allí sofocado, borrado inmediatamente al mismo tiempo que aparecido. Se trata justamente de ver por qué algo de ese sujeto que desaparece como ser surgiente, producido por un significante para inmediatamente apagarse en un otro, como en alguna parte, ese algo puede constituirse y puede, en el límite, hacerse tomar al fin, por una Sebst-Bewutssein por algo que se satisface por ser idéntico a sí mismo.
Pues, precisamente, lo que quiere decir esto, es que el significante bajo cualquier forma que sea que se produzca, en su presencia de sujeto, bien entendido, no podría reunirse en representante de significante sin que se produzca esta pérdida de identidad que se llama —hablando propiamente— el objeto a. Esto es lo que designa la teoría de Freud en lo concerniente a la repetición, mediante la cual nada es identificable a ese algo que es el recurso al Goce (Jouissanse), en el cual, por la virtud del signo, algo distinto viene a su lugar; es decir, el trazo que la marca no puede producirla sin que un objeto se haya perdido allí. Un sujeto es lo que puede ser representado por un significante para otro significante. Pero, ¿no hay allí algo calcado sobre el hecho que, valor de cambio, el sujeto del cual se trata, en lo que Marx descifra —a saber, la realidad económica— el sujeto del valor de cambio está representado cerca de qué? Del valor de uso. Y es en esta falla que se produce, que cae, lo que se llama la plusvalía. A nuestro nivel no cuenta más que esta pérdida. No idéntico. en adelante, a sí mismo, el sujeto ciertamente no goza mas, pero lo llamado el plus de gozar está perdido. Esto es estrictamente correlativo a la entrada en juego de lo que desde entonces determina todo lo que se refiere al pensamiento.
Y, en el síntoma, ¿de qué se trata? De otro, a saber, de la mayor o menor facilidad de la marcha alrededor de ese algo, que el sujeto es incapaz de nombrar, pero sin el giro de lo cuál él no podría ni proceder en lo que fuera, que no tuviera realmente que ver con las relaciones con sus semejantes, con su relación más profunda, con la relación llamada vital y para la cual las referencias, las configuraciones económicas son, caso contrario, más propicias que aquellas lejanas —aunque seguramente no enteramente impropias— que en la ocasión son las que se ofrecían a Freud: las de la termodinámica. He ahí, pues, el medio, el elemento que puede permitirnos avanzar en lo que se trata y concierne al discurso analítico. Si hemos planteado teóricamente a priori y sin ninguna duda, sin haber tenido necesidad de un largo recurso, para constituir esas premisas, si se trata en la definición del sujeto, como causado por la relación intersignificante, de algo que, de algún modo, nos impide aprehenderlo nunca, he ahí también la ocasión de darse cuenta de lo que le da esta unidad —digámosla provisoriamente— preconsciente, no inconsciente, que es la que ha permitido hasta el presente el sostener el sujeto en su pretendida suficiencia. Lejos que él sea suficiente, es alrededor de la formula $(a. esto es a saber, es alrededor del ser del a alrededor del plus de gozar que se constituye la relación que nos permite hasta un cierto punto ver hacerse esta soldadura, esta precipitación, este gel que hace que podamos unificar un sujeto como sujeto de todo discurso.
Haré en la ocasión, en el pizarrón, algo que figura de un cierto modo aquello de lo que se trata:
He ahí lo que ocurre con la relación de un significante a otro significante, a saber, que es el sujeto quien se representa allí, quien nunca lo sabrá. De ahí que, un significante cualquiera, en la cadena puede ser puesto en relación con lo que no es, sin embargo, más que un objeto, a saber, lo que se fabrica en esa relación al plus de gozar, en ese algo que se encuentra por apertura del juego del organismo, pudiendo tomar figura de esas entidades evanescentes —de las cuales ya he dado la lista— que van del ceño a la deyección y de la voz a la mirada, fabricación del discurso de la renuncia al goce. El resorte de esta fabricación es que, alrededor de ellos puede producirse el plus de gozar. Que seguramente si ya les he dicho, a propósito de la apuesta de Pascal, que no había más que una vida que apostar a ganar más allá de la muerte, que bien valdría que trabajásemos en ella suficiente, para saber como conducirnos en la otra. Es en el trabajo y en su intercambio de apuestas con algo, cuando sabemos que vale la pena encontrar el resorte de eso. En el fondo mismo de la idea que Pascal maneja, parecería —con la extraordinaria ceguera de aquel que está, él mismo, al comienzo de un período de desencadenamiento de la función del mercado —que ellas son correlativas. Si él ha introducido el discurso científico, no olvidemos que es también aquél que quería en los momentos más extremos de su retiro y de su conversión, inaugurar en París una compañía de ómnibus parisinos. Si ese Pascal no sabe lo que dice cuando habla de una vida feliz, es porque tenemos allí con él la encarnación; ¿qué otra bajo el termino de «feliz» es aprehensible sino precisamente esta función que se encarna en el plus de gozar? .
Y `por otra parte, no tenemos necesidad de apostar sobre el más allá para saber lo que de él vale allí donde el plus de gozar se devela bajo una forma desnuda. Eso tiene un nombre: se llama la perversión.Y es precisamente por ello que, a santa mujer hijos perversos (fils pervers). Ninguna necesidad del más allá para ver lo que ocurre en la transmisión del uno al otro en un juego del esencial discurso.
He ahí pues abierta la figura, el esquema:
…De lo que permite concebir como es alrededor del fantasma, a saber la relación de la reiteración del significante que representa al sujeto en relación a sí mismo, que se juega lo que se refiere a la producción del a. Pero inversamente, por ese hecho, su relación toma consistencia y es por ello que se produce aquí algo que no es más sujeto ni objeto, sino lo que se llama fantasma. Desde ese momento los otros significantes pueden encadenarse, articularse y al mismo tiempo, helarse en el efecto de significación, introduciendo este efecto de metonimia que hace que el sujeto, cualquiera que sea, esté en la frase al nivel del niño, al nivel del » pa» (pa) al nivel del «se» (on); algo equivalente suelda a ese sujeto y lo hace ese ser solidario del cual, en el discurso, tenemos la debilidad de dar la imagen como siendo omnivalente, como si pudiera haber allí un sujeto de todos los significantes. Si algo, a partir de la regla analítica puede ser relajado en esta cadena suficientemente para que se produzca en ella efectos renovadores, ¿qué sentido, qué acento debemos darle para que esto tenga un alcance?.
El ideal, sin duda, es ese » Yo hablo» mítico que hará, en la experiencia analítica, efecto, imagen de aparición de la verdad. Es aquí, precisamente, que se trata de comprender que esta verdad emitida está allí suspendida, tomada entre dos registros que son lo que precisamente he planteado como los mojones en los dos términos que figuran en el título de mi seminario de este año. Pues este «o bien» se refiere al campo donde el discurso del sujeto tomaría consistencia; es decir, al campo del Otro que es aquel que definido como ese lugar donde todo discurso, al menos se plantea, para poder ofrecerse en lo que es o no su refutación bajo la forma más simple que él puede demostrarse. Me excusarán de no tener tiempo de hacerlo hoy; el problema de saber si es o no un Dios quien garantiza el campo de la verdad, como para Descartes, está totalmente desplazado. Nos basta que pueda demostrarse que, en el campo del Otro no ha y posibilidad de entera consistencia del discurso y espero poder, la próxima vez, poder articularlo, precisamente, en función de la existencia del sujeto.
Lo he escrito alguna vez muy rápidamente el pizarrón. Esta es una demostración muy fácil de encontrar en el primer capítulo de lo que se llama la teoría de los conjuntos, sería necesario aún —para una parte de las orejas que están aquí— mostrar en qué es pertinente introducir en la alucinación de la función de un discurso como el nuestro, a nosotros analistas, alguna función extraída de una lógica, de la cual sería enteramente un error creer que es un modo de excluirla del vecino anfiteatro, el llamarla lógica matemática.
Si en ninguna parte del Otro puede ser asegurada la consistencia de lo que se llama verdad ¿dónde, pues está ella, sino en lo que de ella responde esta función del a?. Por otra parte, ¿no he emitido ya en alguna otra ocasión, lo que se refiere al grito de la verdad? He escrito: » yo la verdad hablo» . Yo soy pura articulación emitida para vuestro embarazo. Allí está, para emocionarnos, lo que puede decir la verdad; pero lo que dice aquél que está padeciendo (en souffrance) para ser esta verdad, aquél debe saber que su grito no es más que grito mudo, grito en el vacío, —grito que ya en un tiempo he ilustrado con el célebre grabado de Munch— porque a ese nivel ninguna otra cosa puede responderle en el Otro, más que eso que hace su consistencia y en su fe ingenua en lo que él es como yo (moi), esto es, a saber, eso que se refiere al verdadero soporte, a saber, su fabricación como objeto a. Frente a él, no hay nada más que aquél, uno más en medio de tantos otros y no puede de ningún modo responder a ese grito de la verdad, sino porque es precisamente su equivalente, el no goce, la miseria, la angustia y la soledad. Es la contrapartida de ese a, de ese plus de gozar que hace la coherencia del sujeto, en tanto que yo (moi).
No hay otra cosa por hoy, salvo que pretender dejarlos sobre algo que hace sonreír un poco más: el que retome las palabras que, en el Eclesiastés dice un viejo rey que no ve la contradicción entre ser el rey de la sabiduría y poseer un harén, quien le dice: «todo es vanidad, sin duda, goza de la mujer que amas» . Es decir : haz anillo de ese agujero, de ese vacío que esta en el centro de tu ser. No existe prójimo si no es ese agujero mismo que esta en ti. Es el vacío de ti mismo. Pero en esa relación, seguramente sólo garantizada por la figura que permite a Freud, sin duda sostenerse a través de todo ese camino peligroso y permitirnos esclarecer las relaciones que, sin ese mito, no nos habrían sido de otro modo soportables. La ley divina que deja en su entera primitividad ese goce entre el hombre y la mujer, de la cual es necesario decir: dadle lo que tu no tienes,. en tanto que lo que puede unirte a ella es sólo un goce. Es en ese punto que al modo de un simple, total y religioso enigma que no es apropiado más que en la cábala, les diré hoy, quitus.