Quizás algunos de ustedes que, por azar fueran filósofos, podrían entrever que una cuestión un poco superada por un efecto de lasitud, antes que haber recibido una efectiva solución, aquella que se abre entre los términos de idealismo y realismo, se encuentra aquí renovada.
Como lo vamos a ver en un momento, el idealismo es bastante simple de elevar al cubo. No hay más que recogerlo bajo la pluma de aquellos que se han hecho sus doctrinarios. Verán que hasta un cierto punto, me apoyaré sobre aquello que no ha sido refutado. No ha sido refutado filosóficamente. Eso quiere decir que el sentido común, que es realista, seguramente realista, en los términos en que el idealismo plantea la cuestión, a saber: que no conoceríamos de entenderlo, más real que las representaciones. Está claro que esta posición que, a partir de un cierto esquema es irrefutable; es al menos refutable a partir del momento en que no se hace de la representación el reflejo puro y simple de lo real. Volveré allí.
Es notable que sea del interior mismo de la filosofía que hayan sido dados golpes decisivos al idealismo. Esto es, a saber, que lo que se ha promovido en primer lugar, en la mitología de la representación ha podido ser reemplazado y desplazado en otra mitología: aquella que pone en cuestión, no la representación, sino la función del pensamiento en tanto que ideología. El idealismo no se sostenía más que al confundir el orden del pensamiento con el de la representación. La cosa se articula, ustedes lo ven, muy simplemente, y uno puede creerse realista al hacer del pensamiento eso que él es: algo dependiente de lo que, en la ocasión, se llama lo real. ¿Es esto suficiente?. Es difícil no percibir que aún en el interior de la mitología es así que yo llamo a la ideología como dependiente, dependiente de un cierto número de condiciones, especialmente sociales, a saber, las de la producción ù es posición de realismo sólo si se refiere a un real que, en tanto que tal, a saber en que el pensamiento le es siempre dependiente, no puede, por ese hecho, ser plenamente aprehendido y esto en tanto más, porque a ese real hablando con propiedad consideramos que estamos en estado de transformarlo. Estas reflexiones son masivas. Lo que yo entiendo hacer observar, es que de real, por relación al cual debemos considerar allí está el sentido de la crítica llamada de la ideología— nuestro saber como en progreso, es parte integrante de una subversión que nosotros introducimos en lo real.
La cuestión es ésta: ese saber en progreso, ¿está él ya allí, en alguna parte?. Esta es la pregunta que he planteado bajo los términos del sujeto supuesto saber. Esto es siempre como un presupuesto y, para decirlo todo, un prejuicio tanto menos crítico en relación a no ser percibido, que, hasta al excluir lo que indica de místico la idea del conocimiento, hasta de haber comprendido que el paso de la ciencia consiste hablando con propiedad en haber renunciado a él; a constituir un saber que es aparato, desarrollándose a partir del presupuesto radical que debemos enfrentar a otra cosa no distinta que a los aparatos, de los que no sólo maneja el sujeto sino donde él puede purificarse en tanto que tal; no siendo nada más que el soporte de lo que se articula como saber ordenado en un cierto discurso, un discurso separado del de la opinión y que como tal no se distingue de él como discurso de la ciencia. Eso, ese paso no fue llevado a una cuestión seria, sobre las implicaciones que pese a nosotros persisten de ese prejuicio, en tanto que él no es criticado; esto es a saber, que ese saber, al descubrirlo, debemos, sí o no, pensar ahecho de pensamiento que él es un lugar donde ese saber, lo queramos o no, lo concebimos como ya ordenado. En tanto que no son ensayadas hablando con propiedad las consecuencias de una puesta en suspenso, radical, de esta cuestión la del sujeto supuesto saber permanecemos en el idealismo, y para decirlo todo, bajo su forma más atrasada, bajo aquélla, al fin de cuentas, inconmovible en una cierta estructura y que se llama, ni más ni menos, teología. El sujeto supuesto saber, es Dios. Un punto, es todo. Y puedo ser un sabio de genio, y no, que yo sepa en la medida que sea un oscurantista; para decirlo todo, se puede ser Einstein y recurrir, a ese Dios, del modo más articulado. Es necesario que ya lo sea allí, sujeto supuesto saber, en tanto Einstein, argumentando contra una reestructuración de la ciencia sobre fundamentos probabilistas, arguye que el saber que supone en alguna parte, ese que él articula en su teoría, se recomienda por algo que es homogéneo a lo que es un supuesto concerniente a ese sujeto. El lo nombra en los términos tradicionales del viejo buen Dios, quizá difícil de penetrar en lo que él sostiene del orden del mundo. Pero él no es mentiroso. Es legal. No cambió los datos del juego, en el curso del mismo.
Y es sobre esta admisión que las reglas ya existen, que, en alguna parte, el juego aquél que preside a ese desciframiento que se llama saber y sus reglas son instituidos, porque sólo ya el saber existe en Dios. Es a ese nivel que uno puede interrogar a eso que resulta de un verdadero ateísmo, el único, como lo ven, que merece ese nombre, que es éste: si es posible al pensamiento sufrir el tener que afrontar la puesta en cuestión del sujeto supuesto saber.
Este es necesario decirlo cuestionamiento que, si lo reformulo, no es de ningún modo para decir esta fórmula, que aún constituye allí hasta un paso en lo que sea. No ciertamente porque no sea un paso que me ocupa esencialmente. Es que, en eso que tengo que articular, que le es solidario, a saber, el psicoanálisis, no puedo hacer más que tener que hacer pasar, en primer lugar, eso que tengo que solicitar de los analistas, el tener, al menos, un discurso al día de lo que ellos efectivamente manejan. Llamen a eso como quieran: tratamiento, experiencia analítico. Es todo uno. Y en ese sitio su pensamiento permanece retardatario, al punto que es fácil palpar que es a una de las formas al fin de cuentas sumarias de resumir del sujeto a las que se refieren tales nociones no inofensivas, en la medida que al no dar cuenta de lo que hace en el tratamiento, el sujeto, al rendir cuenta de ello por medio de términos que, de referirse a prejuicios, aquéllos sumarios, son una verdadera degradación de lo que ha podido tocar en uno de esos giros un pensamiento crítico. No deja de tener consecuencias múltiples. En primer lugar reforzar todo lo que, en el pensamiento nos es señalado como constituido esencialmente por una resistencia. Enseguida, modos de intervención que no pueden más que reforzar en el sujeto llamado paciente, más o menos a justo título, pero, en todo caso, sea lo que sea, tratado, trenzado en el acto mismo de la experiencia psicoanalítica, refuerza en ese sujeto los mismos prejuicios.
Y para decir todo eso de lo que se trata, de verdaderamente manifiesto, yo lo centraría sobre esos términos que uno evoca, del adentro y el afuera. Que esos términos estén seguramente, desde el origen en el discurso de Freud, no es una razón para que nosotros no lo interroguemos del modo más estrecho, falto de lo cual nos arriesgamos a ver producirse esas suerte de desviaciones que traban lo que podría ser percibido en la experiencia analítica, como lo que es de naturaleza para nutrir, o al menos para confluir con la cuestión esencial: la del sujeto supuesto saber. En tanto que el sujeto supuesto saber, antes que lo sepamos, no haya sido cuestionado del modo más serio, se podría decir que toda nuestra marcha permanecerá suspendida de lo que, en un pensamiento que no se destaca de ello, es factor de resistencia en tanto una concepción viciosa del terreno sobre el cual planteamos las cuestiones, lleva inevitablemente su distorsión principal. ¿Cómo, con el uso que es hecho corrientemente, no sólo día tras día, sino a cada minuto, por el analista, de los términos de proyección e introyección, si ellos no son criticados en ellos mismos, criticados de un modo correcto, cómo no podemos ver su efecto inhibidor sobre el pensamiento del analizado mismo y más, su efecto sugestivo en la intervención interpretativa y bajo el modo en el cual no hay ningún exceso en decir que no puede ser más que cretinizante?.
Es que un adentro y un afuera, lo que tiene el aire de ir de suyo si consideramos al organismo, a saber un individuo que, en efecto, está precisamente allí, lo que está adentro en un saco de piel y lo que está afuera es todo lo que resta, se hace de allí el paso que, lo que él se representa de ese afuera debe estar también en el interior del saco de piel. Esto es algo que, en un primer abordaje, parece un paso modesto y como yendo de suyo. Es exactamente allí que, después de todo, reposa la articulación del obispo Berkeley de lo que está en el exterior. Después de todo, ustedes no saben más que lo que hay en vuestra cabeza y lo que, por consiguiente, a algún título será siempre representación. Aunque ustedes avanzaran en lo concerniente a este mundo, yo podría siempre remarcar que es eso, que ustedes se lo representan. Es verdaderamente singular que una tal imagen haya podido tomar, en un momento de la historia, el carácter de prevalencia, al punto que un discurso haya podido apoyarse allí, y que efectivamente podía, en un cierto contexto, el de la representación, que está hecho para sostener esta idea de la representación, ser refutado.
Querría imaginar esta representación, que permite dar a la representación esta ventaja en la cual consiste, al fin de cuentas, el nudo secreto de lo que se llama idealismo. Es por cierto, totalmente sorprendente, que sólo al aproximarnos del modo que yo lo hago, la tela si puede decírselo vacila. Si esto fuera tan simple, ¿cómo han podido hasta detenerse allí?. Y para nutrir esta vacilación, quiero hacer lo que seguramente se impone, a saber: mostrar como está construida esta representación de espejismo. Ella es todo lo que hay de más simple. No hay, siquiera necesidad de recurrir a algo que es, al menos, bastante sorprendente— el texto de Aristóteles, en su pequeño tratado de la sensación— para darse cuenta del estilo con el cual él aborda lo que se refiere a la vista, el ojo.
Eso que dice de eso, por lo cual él lo aborda, eso donde él entiende dar cuenta del hecho de la visión, tiene algo que nos hace, por sí sólo, percibir que de modo sorprendente le falta algo, lo cual, para nosotros, no hace cuestión, a saber: el aparato más elemental de la óptica, acerca del cual, después de todo, es allí precisamente, la ocasión de decir que ventaja habría en que se haga un estudio del punto donde estaba, en lo concerniente a la óptica hablando con propiedad la ciencia antigua. Esta ciencia que ha ido demasiado lejos, mucho más lejos aún, de lo que se cree en toda suerte de vistas mecánicas, pero de lo cual, parece, en efecto, que sobre el punto propio de la óptica presenta un destacable blanco. En ese modelo que da su estatuto a ese tiempo la representación donde se ha cristalizado el núcleo del idealismo, el modelo simple, como todo, es el de la cámara negra; a saber, un espacio cerrado, al abrigo de toda luz, en el cual sólo un pequeño agujero se abre al mundo exterior. Si ese mundo exterior está esclarecido, su imagen se pinta y se agita a medida de lo que ocurre afuera, sobre la pared interior de la cámara negra. Es extremadamente sorprendente ver que en un cierto rodeo de la ciencia, que no es para nada el de Newton, el cual, ustedes lo saben, ha sido tan inaugurante y genial en cuanto a la óptica como lo ha sido en cuanto a la ley de gravitación, acerca de lo cual no es por nada, en ese giro que recordaré que, la altura esto fue articulado, y por los mejores espíritus de los designios de Dios, que se llegó a descifrar eso para confirmar la distinción que yo hacía, hace un momento, del desarrollo teológico de los primeros pasos de nuestra ciencia.
La óptica es, pues, esencial para esta imaginación del sujeto como algo que está en un adentro. Cosa singular, parece admitido el lugar del pequeño agujero de donde depende el sitio de la imagen; es suficiente, porque ese pequeño agujero, este lugar, es indiferente; él reproducirá siempre, en efecto, en la cámara negra una imagen en alguna parte. En el opuesto del pequeño agujero, diferencia del lugar del pequeño agujero, no parece haber cuestión sobre esto: es que uno no ve al mundo más que del lado en que es girado ese pequeño agujero. Parece estar implicado, en esta función del sujeto modelado sobre la cámara negra, que en la cámara, este aparato del pequeño agujero sea compatible con eso de lo que está afuera, y que no es más que imagen, para no traducirse más que como imagen en el adentro. En el afuera, en un espacio que nada limita, en principio todo puede llegar a ocupar lugar en el interior de la cámara. Es, sin embargo, manifiesto que si los pequeños agujeros se multiplicaran, no habría ya en ninguna parte, ninguna imagen.
Por otra parte no insistiremos pesadamente sobre esta cuestión. No es ella la que nos importa. Es simplemente destacar que allí, y sólo allí, toma su apoyo el que lo que concierne al psiquismo debe situarse en un adentro limitado por una superficie. Una superficie, seguramente, se nos dice ya es algo, en el texto de Freud. Que esa superficie esté girada hacia afuera y que desde entonces sea sobre esta superficie que localizamos al sujeto, es, como se dice, sin defensa, a la vista de lo que hay adentro y que no son, simplemente, las representaciones, pero que, al mismo tiempo, porque las representaciones no pueden ser puestas, por otra parte, más que al mismo tiempo, se pone allí todo el resto, a saber: eso que se llama, diversa, confusamente, afectos, instintos, pulsiones. Todo ello está en el adentro. ¿Qué razón hay para saber la relación de una realidad con su lugar, ya sea que esté adentro o bien, afuera?. Convendría, en primer lugar, interrogarse sobre lo que ella deviene en tanto que realidad, y para ello debemos, quizá, destacar esta virtud fascinante que hay allí en eso, por lo que nosotros no podemos concebir la representación de un ser viviente más que en el interior de su cuerpo.
Salgamos de allí un instante y planteemos la cuestión de saber lo que ocurre en el adentro y el afuera cuando se trata, por ejemplo, de una mercadería. Se nos ha esclarecido, comúnmente, la naturaleza de la mercadería para que sepamos que ella se distingue entre valor de uso y valor de cambio. El valor de cambio es cuando lo que funciona está afuera. Pero esta mercadería, pongámosla en un depósito. Es allí donde se la guarda, donde se la conserva. Los toneles de aceite, cuando están afuera, se intercambian, y después se los consume: valor de uso. Es bastante curioso que es cuando están adentro cuando están reducidos a su valor de cambio. En un depósito, por definición, no están ni para horadarlos ni para consumirlos. Se los guarda. El valor de uso, en el interior, es allí donde se lo espera, está precisamente interdicto, y no subsiste allí más que por su valor de cambio. Allí donde esto es más enigmático, es cuando no se trata más de la mercadería, sino del fetiche por excelencia: de la moneda. Entonces, allí, esta cosa que no tiene valor de uno, que no tiene valor de cambio, ¿qué valor conserva cuando está en un cofre?. Sin embargo, está bien claro que se la pone allí y allí se la guarda. ¿Qué es ese adentro que parece convertir a lo que guarda en algo completamente enigmático?. A la vista de ello, por relación a lo que hace a la esencia de la moneda; ¿eso no es un adentro enteramente afuera, afuera de lo que hace a la esencia de la moneda?.
Estas distinciones no tienen interés más que por introducir lo que se refiere al pensamiento, que tiene también algo que hacer con el valor de cambio; en otros términos: que circula. Esta simple distinción debería bastar para marcar la oportunidad de la cuestión a aquellos que aún no han comprendido que un pensamiento no se concibe —propiamente hablando— más que por estar articulado, más que al inscribirse en el lenguaje, al poder ser sostenido en condiciones que se llaman la dialéctica, la que quiere decir un cierto juego de la lógica, con reglas y saber.
Entonces, si podemos, de algún modo, interrogarnos exactamente del mismo modo que lo hacíamos hace un momento, para la moneda puesta en un cofre: ¿qué quiere decir un pensamiento, cuando se lo guarda? y si uno no sabe lo que él es cuando se lo guarda, es, después de todo, porque su esencia debe estar en otra parte, es decir ya en el afuera, sin que se tenga necesidad de hacer la proyección para decir que el pensamiento se pasea allí. En otros términos, es necesario destacar lo que no ha aparecido, quizá, en un primer abordaje a todos, que cualquiera sea el convencimiento del argumento de Berkeley, lo que hace su afuera es, quizá, esta intuición fundada sobre un modelo: la representación, no puedo tenerla en otra parte. Pero lo importante en la historia no es eso, a saber, que nos dejemos llevar a una imagen más, y especialmente dependiente de un cierto estado de la técnica. Es que, efectivamente, su argumentación es irrefutable. Para que el idealismo se sostenga, es necesario que exista, no sólo el obispo Berkeley, sino algunos otros personajes con los cuales, sobre ese asunto de saber si nosotros no tenemos del mundo más que una aprehensión que define los límites filosóficos del idealismo, es en la medida en que no se puede salir de allí, donde, en el discurso, no se tiene nada que reargüirle, él es irrefutable.
Entonces, sobre el asunto del idealismo-realismo, existen evidentemente, aquéllos que tienen razón y aquéllos que yerran. Aquéllos que tienen razón están en lo real, hablo desde el punto de vista de los realistas. Aquéllos que yerran ¿dónde están?. Eso también necesitaría ser inscripto en el esquema.
Lo importante es esto: que, al nivel del debate, de la discusión articulable, Berkeley, en el punto en que él se refiere a la discusión filosófica en su época, está en el bien manifiesto, seguramente que él yerra. Es justamente en esto que se demuestra que el primer diseño del campo de la objetividad fundado sobre la cámara negra —dibujo 1— es falso. Pero, entonces, ¿es necesario o no sustituirlo por otro?. Y ¿cómo hacer?. ¿Qué devienen el adentro y el afuera?. Y si eso que estamos forzados volver a dibujar para no encontrarnos sobre este límite, sobre este médium entre simbólico e imaginario que comanda un mínimo de soporte a nuestras cogitaciones, de soporte intuitivo, ¿esto no implica que en la intervención analítica, deberíamos abandonar radicalmente esos términos de proyección e introyección, como nos hemos servido de ellos sin cesar, sin aportar la menor crítica al esquema que llamaremos, para designarlo, berkeliano, aquél donde se marca ese pequeño círculo arriba, que es la cámara negra, en el cual he puesto al sujeto de la representación –dibujo 2 — con un real en el exterior que se distingue por ser simplemente esto, como si ello fuera suyo?. Todo lo que está afuera es lo real.
Otra aprehensión, probablemente muy molesta de las cosas: no distinguir en todo lo que está allí construido en el afuera, diferentes órdenes de real. plantear la cuestión simplemente de la que esta construcción, esta casa, debe a un orden que no es, enteramente, forzosamente lo real, en tanto es nuestra fabricación. Es lo que convendría poder poner en su lugar si tenemos que intervenir en un campo que no es enteramente el que se ha dicho ser —aquél de hechos elementales, orgánicos, carnales, de impulsos biológicos—, sino algo que se llama el inconsciente y que, para ser simplemente articulable como siendo del orden del pensamiento no escapa a que él se articula en términos de lenguaje. El carácter radical de lo que está en el fundamento, no de lo que yo enseño, sino de lo que no tengo más que reconocer en nuestra práctica cotidiana y en los textos de Freud. He ahí donde se plantea la cuestión de lo que está adentro y afuera, y del modo en el cual podemos y debemos concebir lo que está adentro y afuera, y del modo en el cual podemos y debemos concebir lo que responde a esos hechos siempre tan torpemente manejados en los términos de introyección, en el punto en que Freud —es necesario decirlo— osa, en el origen de la definición del yo (moi) articular las cosas en esos términos; a saber que, de un cierto estado de confusión con el mundo, el psiquismo se separa en un adentro y un afuera, y que allí, en su discurso, nada es distinguido de lo que pertenece a ese afuera, a saber, si es él identificable— ese afuera— a este espacio indeterminado y este adentro a ese algo que, de ahora en adelante— tendremos para fundar una regla del organismo en la cual iremos a buscar todos los componentes del adentro. Está claro que se puede hacer un paso ya, para demostrar lo que tiene de impensable el esquema de la cámara negra. No hay necesidad de remontarnos a Aristóteles para darnos cuenta que las cuestiones, por el hecho que él no se refiere a la cámara negra, son para él completamente diferentes de aquellas que se plantean a nosotros y vuelven— hablando propiamente— impensable toda una concepción, digamos, del sistema nervioso.
Lean ese texto— es agudo— ese texto por donde debutan algunos capítulos de un pequeño tratado que se intitula: «De la sensación». El ya huele el problema, a saber, ese algo al que va a dar tanto desarrollo a continuación, a saber que hay algo en la visión que abre a la reflexión. El «viéndose verse» (se voyant se voir) de Válery, él lo cerca del modo más gracioso, en ese hecho que, cuando uno se apoya sobre un ojo, eso produce fosfenos, es decir, algo que semeja la luz. Es allí, solamente donde él cree aprehender que este ojo que ve, también se ve de algún modo, en tanto produce luz si ustedes se apoyan encima. Muchas otras cosas son agudas y las fórmulas en las cuales él constituye su conclusión, al terminar, dan por esencial la dimensión de lo diáfano a las cosas, es por lo que se da cuenta que el ojo ve de esto y de esto únicamente que, en este orden de lo diáfano él representa un aparato particularmente calificado, es decir que, por otra parte, lejos que tengamos algo que, de algún modo, semeje un adentro y a un afuera; es en tanto que, si puede decírsele, el ojo articula una cualidad, diríamos visionaria, que el ojo ve. Esto no es tan estúpido. Es un cierto modo de sumergir al sujeto en el mundo.
La cuestión ha devenido un poco diferente y, en verdad, la gente con que Aristóteles ha tenido que combatir, a saber, mil otras teorías enunciadas en su tiempo de las cuales, todas por otra parte, por algún lado participan de algo que no tendremos ningún esfuerzo en reencontrar en nuestras imagenes, comprendida allí la de proyección, pues se los pido, ¿qué es lo que supone ese término de proyección cuando ya no se trata de lo que se ve, sino de lo imaginario, si esto no es lo que suponemos a la vista de una cierta configuración afectiva, que es aquella alrededor de la cual, en tal momento, en tal fecha, suponemos que el sujeto paciente modifica el mundo?. ¿Qué es esta proyección sino la suposición de que es desde el adentro que el haz luminoso que parte va a pintar el mundo, como en los tiempos antiguos había algunos de ellos que, para imaginar esos rayos que partiendo del ojo, irían en efecto a esclarecernos el mundo y los objetos, por enigmática que fuera esa radiación de la visión?. Pero nosotras podemos, lo probamos en nuestras metáforas, estar aún allí. Y cuando unos se refiere a ese texto aristotélico, no lo es menos brillante de lo que él nos muestra, que se toca de alguna suerte con el dedo, no de tal modo de lo que él construye, él mismo, que de todo eso a lo cual él se refiere, especialmente Empédocles, que hace parte para la función del ojo, del fuego, a lo cual él mismo rearguye por un llamado al elemento del agua, accesoriamente,lo que lo molesta es que no hay más que cuatro elementos y como hay cinco sentidos, no se ve bien como se hará el enlace. El lo dice con todas las letras; ocurre al final que se sustrae de ello unificando el gusto y el tacto como referidos igualmente a la tierra. Pero no nos divertimos durante mucho tiempo. Al final esas cosas no tienen nada en ellas mismas de tan especialmente cómico, sino más bien de ejemplar.
Lo que aparece de algún modo, al leer esos textos, es ese algo que —para nosotros— localiza ese campo de la visión, la reanima, si pudiera decirlo, a partir de lo que hemos puesto allí, gracias a la perversión, de inserto en el deseo. Esto se ve al dejarse simplemente impregnar, si se puede decir, por lo que anima esos textos que por fútiles que nos parezcan, no eran dichos, sin embargo, por gente estúpida; que haya podido decirse así que el resorte nos es sugerido, de algún modo, por poco que algún ejercicio haya sido tomado por nosotros, de lo que se refiere en el campo visual a la función del objeto a. El objeto a en el campo visual, resurge a la vista de la estructura objetiva, en la función de ese tercer término del cual es sorprendente que, literalmente, los antiguos no sepan que hacer con él, le yerran el golpe aunque sea al menos la cosa más gruesa que fuera.
Ellos también se encuentran entre dos: la sensación, es decir, el sujeto, y después el mundo que es sentido. Que sea necesario que se sacudan, si puede decírselo, para hacer intervenir como tercer término muy simplemente, la luz, el foco luminoso, en tanto que son sus rayos quienes se reflejan sobre los objetos y que para nosotros mismos, vienen al interior de la cámara negra a formar una imagen. ¿Y después?. Después tenemos esta maravillosa estupidez de la síntesis de la conciencia que está en alguna parte y parece particularmente bien pensable, únicamente por el hecho que podemos ubicarla en una circunvolución. ¿y por qué en la circunvolución, llegaría a ser, de golpe —porque ella está en una circunvolución más bien que sobre la retina— algo sintético?. El concepto del objeto a nos está suficientemente indicado por los tanteos que se han delineado al menos desde la tradición y que han hecho, en efecto, que ellos se den cuenta demasiado bien que la solución del problema de la visión no es simplemente la luz es una condición, seguramente. Para que se vea algo, es necesario que se haga de día. Pero, ¿en qué explica esto que se vea?.
El objeto a, en lo que concierne al campo escoptofílico, si tratamos de traducirlo al nivel de la estrella, es exactamente lo que ustedes quieran: ese blanco o ese negro, ese algo que falta detrás de la imagen, si puede decírselo, y que podemos poner tan fácilmente por un efecto puramente logomáquico de la síntesis, en alguna parte, en una circunvolución.
Es precisamente, en tanto que algo falta en lo que se da como imagen, que es el punto de resorte del cual no hay más que una solución: esto es, que como objeto a, es decir, precisamente en tanto que falta y si ustedes quieren, en tanto que mancha; la definición de la mancha, es justamente lo que, en el campo, se distingue como el agujero, como una ausencia, y sabemos justamente por la zoología que la primera condición de este algo que nos maravilla, que está tan bien construido como un pequeño aparato óptico, y que se llama un ojo, al nivel de ser laminosos, comienza por una mancha. De esta mancha haremos, pura y simplemente, un efecto pues la luz produce manchas. Esta es una cosa cierta. Nosotros ya no estamos allí. Poner la mancha como esencial y estructurante a título de lugar de falta en toda visión, poner la mancha en el lugar del tercer término del campo objetivado, poner la mancha en el lugar de la luz, como los antiguos no podían impedir hacerlo— y allí estaba su galimatías— he ahí algo que no es más galimatías. Si nos damos cuenta que este efecto de metáfora, de metáfora desde el punto negado en el campo de la visión, como puesto al principio de lo que hace, no su despliegue sino más o menos de espejismo, pero que allí liga al sujeto en tanto que ese sujeto es algo cuyo saber está enteramente determinado por otra falta más radical, más esencial, que es aquélla de lo que le concierne en tanto ser sexuado; allí está lo que hace aparecer el campo de la visión insertándose en el deseo. Y después de todo ¿por qué no se puede admitir que lo que hace que haya vista, contemplación, todas esas relaciones que retienen al ser parlante, que todo eso no toma verdaderamente su lazo, su raíz, más que al nivel mismo de lo que, de ser mancha en ese campo, puede servir para tapar, colmar eso que pertenece a la falta, de la falta misma perfectamente articulada y articulada como falta, a saber ese que es el único término gracias al cual lo que se refiere al ser parlante, ¿puede ubicarse a la vista de lo que se relacióna a su pertenencia sexual?. Es a nivel de este objeto a que puede concebirse esta división articulable del sujeto, en un sujeto, en un sujeto que yerra porque él está en lo verdadero— este es el obispo Berkeley— y otro sujeto que, poniendo en duda que el pensamiento valga algo, en realidad hace la prueba de que el pensamiento es en sí censura y que lo que importa es situar la mirada en tanto que subjetiva, por eso que él no ve y que es aquello que hace pensable que el pensamiento mismo se asiente en que es sólo censura. Esto es lo que permite articularlo metafóricamente como haciendo mancha en el discurso lógico.
Lo que hoy, a continuación de esta muy larga articulación, quiero decir — al menos podré apuntarlo— es esto: hemos fallado al nivel de la perversión fundada en otro modo de inscribirse en este afuera. Este afuera, para nosotros no es un espacio abierto al infinito donde ponemos no importa que, bajo el nombre de real. A lo que tenemos que atender es a este Otro que tiene como tal su estatuto. No es ciertamente, sólo por el esfuerzo de los psicoanalistas que, actualmente, podemos articular este estatuto como representante, y explorarlo a partir de una interrogación solamente lógica, como marcado por una falla, lo que en el esquema que está aquí —dibujo 3 — dá el gran Otro, el signo, como dado el término de eso que se dice al novel de la enunciación, de la enunciación deseante; esto es, que la respuesta que él dé es exactamente la falla que representa ese deseo. Después de todo no es por nada que esos términos son manifestados aquí por pequeñas letras, por una álgebra. Lo propio de un álgebra es poder tener diversas interpretaciones. S (A) puede querer decir toda suerte de cosas, hasta la comprendida allí la función de la muerte del padre. Pero al nivel radical de la logificación de nuestra experiencia, S (A) es exactamente, si está en alguna parte y plenamente articulable, lo que se llama la estructura, si se puede en algún término, calificar de estructuralismo; y ustedes saben que reservas hago sobre esos alfileteos filosóficos.
Esto es, en tanto que la relación entre lo que permite edificar una lógica rigurosa con lo que, por otra parte, en el inconsciente, nos es mostrado con ciertos defectos de articulación irreductibles, de donde procede este mismo esfuerzo que testimonia del deseo de saber, se los he dicho, lo que yo defino como perversión, es la restauración, de algún modo primera, la restitución en ese campo del A (Otro) del a en que la cosa es hecha posible, de lo que es ese a, un efecto de la toma de algo primitivo, primordial y, ¿por qué no admitirlo? a condición de no hacer de ello un sujeto. Esto es en la medida en que este ser animal— que tomamos hace un momento a nivel de su saco de piel— es tomado en el lenguaje, que algo en él se determina como a, ese a dado al Otro, si puede decírselo. Es precisamente por ello que el otro día, introduciendo ante ustedes al perverso, lo comparaba al hombre de fe, hasta al cruzada, irónicamente; él da a Dios su verdadera plenitud. Y si me permiten terminar con algunos juegos de palabras, de algún modo humorísticos, si es verdad que el perverso es la estructura del sujeto para quien la referencia de la castración, el hecho que la mujer se distingue porque ella no tiene el falo, que por esta operación misteriosa del objeto a es tapado, enmascarado y colmado, ¿no es allí donde se articula esta fórmula que ya una vez impulsé hacia adelante, este modo de adornar en la hiancia radical en el orden del significante que representa el recurso a la castración, de adornar allí lo que es la base y el principio de la estructura perversa, proveyendo de algo que colma, que reemplaza la falta fálica, proveyendo a este Otro, y en tanto que él es asexuado?. ¿No es lo que un día, ante ustedes, designé con el término de hommel?
He ahí una referencia que, en cuanto al asentamiento de un cierto afuera, a l avista del juego del inconsciente, les rendirá— en su delineado que parecería sólo pintoresco— algunos servicios. Pero, para dejarlos y, por otra parte, porque hoy no puedo recorrer como es habitual el campo tan lejos como quisiera, para abrirles, pues de él se trata, del campo que de la perversión conduce a la fobia, viendo allí el intermediario que nos permitirá, al fin, situar auténticamente al neurótico, y a su nivel eso que de él está adentro y afuera, si este hommell lo escribimos, modificando el término que está aquí —S(A/) [A mayúscula barrada]— al modificarlo en ese sentido que es de un A no definido, de un significante del A, que se trata y que da la clave de la perversión. ¿Es que —se los mostraré anticipadamente en nuestra próxima reunión— no es, inversamente, al nivel del significado de la falla —s(A/) [A mayúscula barrada—, la división de ese A, lo que se lleva en el neurótico? Esto tiene un gran interés de ordenamiento topológico, pues es, también, mostrar que es al nivel del enunciado que el texto del síntoma neurótico se articula, es decir que es así que se explica que sea entre el campo del yo (moi) tal como se ordena especularmente, y del deseo en tanto que él se articula por relación al campo dominado por el objeto a, que la suerte de la neurosis se juega.
Esto es lo que veremos mejor la próxima vez, dónde esto está fundado en esos antiguos grafos, que podría mostrarles el lugar exacto que tienen, en el juego de la necrosis, y lo retomaré en la fobia, en primer lugar retomando todo lo que ya he articulado a propósito del pequeño Hans y que ha sido —me doy cuenta de ello— bastante insuficientemente transmitido en los resúmenes que de ello han sido dados. Entonces, si ese significado del A en tanto que tachado, en tanto que marcado por su desfallecimiento lógico, si él viene, en el neurótico a significarse plenamente, es en la medida en que ella nos esclarece acerca de lo que ha habido de inaugural en la experiencia del neurótico. El no enmascara lo que se refiere a la articulación conflictual al nivel de la lógica misma. De eso que el pensamiento desfallece en su lugar mismo de juego reglado, he ahí que da su verdadero alcance de la distancia que toma de ello su experiencia el neurótico mismo y, para decirlo todo y para terminar sobre ese juego de palabras que les he anunciado, qué sorprendente si nos divertimos con la palabra hommell y en el piso de abajo la transformamos en famila, los juegos y los encuentros que permite el estado de la lengua!. Esa familia, ¿no ven, verdaderamente que parece mostrarnos como una especie de relámpago entre dos puestas lo que se refiere a la función metafórica de la familia (famille) misma?. Si para el perverso es necesario que haya una mujer no castrada, o más exactamente si el la hace tal (telle) y hommell, ¿no es notorio en el horizonte del campo de la neurosis que ese algo que es un «él», en alguna parte del cual el yo (je) es verdaderamente la apuesta de eso de lo que se trata en el drama familiar, esto es ese objeto a en tanto que liberado?. Es el que plantea todos los problemas de la identificación. Es con lo que le falta, al nivel de la neurosis, al terminar, para terminar, para que la estructura se revele de lo que se trata de resolver, a saber la estructura, simplemente, el significante del A/ [A mayúscula barrada.