Seminario 16: Clase 19: del 7 de Mayo de 1969

La angustia, he dicho en un tiempo, no es sin objeto. Eso quiere decir que ese algo que se llama objetivo, a partir de una cierta concepción del sujeto, que hay algo análogo al responder a la angustia. Algo es así que uno se expresa en el psicoanálisis en la angustia es señal en el sujeto. He ahí el sentido de ese «no sin» de la fórmula que no devela otra cosa que no falta, este término, ese algo análogo al objeto. Pero ese «no sin» no lo designo. El presupone, solamente, el apoyo del hecho de la falta. Pues toda evocación de la falta supone instituido un orden simbólico, es más, no sólo una ley, sino una acumulación y aún, numerado, un rango. Lo he subrayado en su tiempo. Si definimos lo real por una suerte de abolición pensada del material simbólico, no puede nunca faltar nada. El animal, cualquiera que sea, que reviente (crêve) en razón de un conjunto de efectos fisiológicos perfectamente adaptados, por lo cual, el hecho de llamar a eso, efectos de hambre, por ejemplo, está enteramente excluido. Este es el fin del organismo en tanto que soma. No falta nada. Hay suficientes recursos en su perímetro de organismo para asegurar su reducción llamada mortal. El cadáver es también un real.

Los efectos por los cuales el organismo subsiste; esto es por lo que estamos forzados a concebir lo imaginario. Algo le indica que tal elemento del exterior, del medio, del Umweit, como se dice, es absorbible o más generalmente propicio a su conservación. Eso quiere decir que el Umwelt es una suerte de halo, de doble del organismo, y además, eso es todo. Esto es lo que se llama lo imaginario. Todo un orden del Umwelt es describible, ciertamente, en términos de adecuación. Sin eso, el organismo no subsistiría un instante. La categoría de lo imaginario implica en sí misma que este Umwelt es capaz de fallecimiento. Pero el desfallecimiento, allí, no más, no es falta de nada. Es el comienzo de una serie de efectos por donde el organismo se reduce como hace un momento, llevando consigo su Umwelt. El muerto con su espejismo que puede muy bien ser eso que se llama, no se sabe demasiado por que epifenómeno de este hambre que evocaba hace un momento. Pues, hasta allí todo se reducía a un diverso nivel de estructuración de lo real. Para que el hecho de la falta aparezca, es necesario que se diga en alguna parte «no hay cuenta». Para que algo falte es necesario que haya cuenta. A partir del momento en que hay cuenta, hay también, efectos de la cuenta sobre el orden de la imagen.

Esos son los primeros pasos de la episteme de la ciencia. Las primeras copulaciones del acto de contar con la imagen es el reconocimiento de un cierto número de armonías, por ejemplo, musicales. Ellas dan el tipo. Es que allí pueden constatarse faltas que no tienen nada que hacer con lo que se plantea en la armonía, solamente, como intervalo. Hay encrucijadas donde no hay cuenta. Toda la ciencia que llamaremos antigua consiste en apostar a que esos lugares, donde no hay cuenta, se redujeran un día a los ojos del sabio, a los intervalos constitutivos de una armonía musical. Se trata de instaurar un orden del otro, gracias a lo cual lo real toma su estatuto de mundo cosmos implicando esta armonía. La cosa está hecha así; desde que hubo mundo, en este mundo de aventura y de concreto que se llama histórico, hay emporios, negocios donde todo está bien guardado. Los emporios y los imperios que existen desde hace tiempo no somos nosotros quienes los hemos inventado son la misma cosa. Es el doblez y el soporte de esta concepción de la ciencia antigua que reposa, en suma, sobre lo que fuera hace un tiempo admitido, como saber y poder. Es la misma cosa por la razón que aquel que sabe contar puede repartir, que él distribuye y, por definición, aquél que distribuye es justo. Todos los imperios son justos. Si se ha planteado allí, recientemente, alguna duda, eso debe tener una razón. El horizonte de lo que ocurre allí, y allí está la excusa de ese discurso público, en ese algo que yo prosigo pese a que él no se dirige en principio más que a los psicoanalistas; es esto de lo cual el tiempo testimonia por algo de lo cual los sabios no quieren ver lo que ya no es más totalmente un prodromo, sino un patente desgarro.

Es que la discordancia estalla entre saber y poder. Se trata esto es interesante para que, simplemente, las cosas no se encadenen mucho tiempo en esta discordancia con todo lo que ella comporta de galimatías extraño, de redichos, de absurdas colisiones. Se trata de definir en qué, en esta disyunción, se opera, y de denominarla así, de no pensar que se va a adornar allí con no sé qué modo episódico de retornar la chaqueta del poder, de decir que todo se arregla porque aquéllos que hasta aquí eran oprimidos van ahora a ejercerlo, por ejemplo.

No, ciertamente, que descarte personalmente, de ningún modo, el posible vencimiento, pero me parece seguro que esto no tiene sentido más que en la medida que ello se inscribe en eso que acabo de llamar el viraje esencial, el único de naturaleza capaz de cambiar el sentido de todo lo que se ordena como imperio presumido, fuera éste del saber mismo; esto es, a saber: esta disyunción del saber y del poder.

Esta fórmula que no tiene más que un valor grosero, que no induce a nada, hablando con propiedad, que no consiste en ninguna weltanschauung, presunción utópica o no, de una mutación impulsada por no se sabe qué, esto debe ser articulado y debe serlo, en razón no de que Freud dé la aprehensión innovando con un sistema que sería, cualquiera que fuera, comparable a eso donde ha querido hacerse perdurar el mito de la conjunción del saber y del poder. Freud es él mismo aquí el paciente, aquél que, por su palabra, una palabra de paciente, testimonia de lo que yo inscribo aquí bajo este título: la disyunción del saber y del poder. El no sólo testimonia de ello. El lo lee en los síntomas que se producen en un cierto nivel de lo subjetivo y que él trata de adornar, y precisamente allí donde se lee que él mismo con ellos, aquéllos que testimonian en su particularidad de esta disyunción del saber y del poder, es como ellos, paciente de este esfuerzo, de este trabajo, de eso de lo cual testimonian en un punto los efectos que yo intitulo de la disyunción del saber y del poder.

He aquí, como en el punto donde yo mismo no soy otra cosa que la continuidad  de un tal discurso, donde en mi discurso mismo yo testimonio de ello, a lo que conduce la prueba de esta disyunción, es decir a nada que la colme aparentemente, ni que permita esperar reducirla jamás a una norma, a un cosmos. He allí el sentido de lo que yo trato de proseguir ante ustedes de un discurso que inaugura Freud, y eso, porque he comenzado por una lectura atenta de eso de lo que testimonia ese discurso, y no sólo en su dominio, sino muy precisamente por que es por sus insuficiencias que él es más instructivo.

He releído ese seminario que yo hice en 1956-1957; irrisoria distancia de trece años que, no obstante, me permite medir algo del camino recorrido, ¿por quién? ¿para qué?; por mi discurso, por una parte, y después, por otro lado, por una suerte de evidencia, de manifestación del desgarro que ese discurso designa, que, bien entendido, no debe nada a ese discurso que no diré, ciertamente, al día, pero digamos no demasiada a la zaga de lo que se ha producido. Dicho esto, en razón de leyes que valen por ser  las leyes reinantes, aquéllas que uno llama estatuto de la Universidad, es necesario, en efecto, que ese discurso no sólo esté a la saga, sino que esté forzado de retomarse siempre al principio como nachträglich, a posteriori. Esto en razón del hecho que nada lo registra en una renovación de fuerza, ni sería aquél donde subsiste eso de lo cual se trata, de grandes pasos hechos después de un tiempo en el saber, y tal como él se marca: internamente disyunto a todo efecto de ese saber. Volvamos a partir del principio y ese término que produje, que no estaba en 1956-57, de objeto a, en tanto que yo trato de descifrar que, si este algo fuera ahora publicado, más allá de un resumen, por otra parte no tan mal hecho, que no fuera un dato en el Boletín de Psicología bajo el término de «La Relación de objeto y las estructuras freudianas», podría si pudiera hacerlo por su lado, sobre el texto mismo de lo que durante más de un trimestre yo estoy en la traza de ese texto, en él mismo tan confuso por su aspecto de laberinto, por su atestiguación de una suerte de deletreo balbuceante, girando en redondel, y a decir verdad, cuyo resultado, aparte de que el pequeño Hans no tiene más miedo a los caballos; ¿y después?. ¿Allí está el interés de una búsqueda tal, el hacer que uno o mil otros pequeños hombrecitos sean librados de algo embarazoso, que se llama una fobia?. La experiencia prueba que las fobias no ocupan mucho más tiempo en curarse espontáneamente que con una investigación tal como aquélla de la que se trata en la ocasión, la de su padre, alumno de Freud, y de Freud mismo. Lo que era necesario en esa época, hace trece años, lo que subrayo, deletreo, es la apuesta verdadera de la que se trata; del estudio de la frontera, del límite de lo que se juega a cada instante que va más allá del caso de la frontera, del límite entre lo imaginario y lo simbólico y que allí está todo lo que se juega. Volveré quizá a ello con algunos trazos en el curso de lo que enuncio.

Pero volvamos a partir del punto en que tenemos q fijar lo que se refiere al juego  de esos tres órdenes: lo real, lo simbólico y lo imaginario, en lo que pertenece a algo verdaderamente, ese punto de giro donde todos nosotros somos los pacientes, cualquiera que puedan ser, en cada una de nuestras desventuras y nuestros síntomas, a saber lo que yo designo como una cierta disyunción del saber al poder. Planteemos en alguna parte, en un punto seamos groseros, seamos sumarios eso que yo he llamado, hace un momento, lo real, el cual es enteramente evidente que, tal como lo he descrito, interesa. No he ido aún a verlo, pero hay un film de Louis Mallé sobre Calcuta. Allí se ve una gran cantidad de gente que muere de hambre. Eso es lo real. Allí donde las gentes mueren de hambre, ellos mueren de hambre. Nada falta, ¿por qué se comienza a hablar de falta?. Porque ellos han formado parte de un imperio, sin el cual, parece, ni siquiera habría Calcuta. Pues, es en razón, parece yo no soy historiador suficiente, pero lo admito en tanto eso se nos ha dicho, que sin las necesidades del imperio, no existiría en este lugar aglomeración.

Los imperios modernos dejan estallar su parte de falta, justamente en que el saber ha tomado allí un cierto crecimiento, sin duda desmesurado, a los efectos de poder. Existe esta propiedad, el imperio moderno, que se extiende por todos lados; donde extiende su ala, también ocurre esta disyunción. Y esto es, únicamente en nombre de ello: que se puede hacer un motivo de la harina de las Indias, que nos incite a una subversión o a una revisión universal, a algo. Para que haya simbólico, es necesario que se cuente al menos 1. Durante mucho tiempo se ha creído que contar podía reducirse al Uno, al Uno del Dios, no hay más que uno de ellos al Uno del imperio, al Uno de Proclo, al Uno de Plotino. No hay nada más abusivo que el que simbolicemos aquí el campo de lo simbólico por ese Uno.

Lo que es necesario captar es que, seguramente ese 1 que no es simple y del cual rápidamente allí ha estado todo el progreso uno se ha dado cuenta que funciona como 1 numérico; es decir, engendrando una infinidad de sucesores, a condición que haya un cero, eso para atendernos a ejemplificaciones de ese simbólico, por uno de los sistemas que son, actualmente, mejores de todos los establecidos. Es necesario inscribir esto: este conteo, cualquiera que sea a efectos en lo imaginario, y lo que se instituye, lo que se ordena en mi discurso a aquéllos que lo siguen toca probarlo es que esos efectos del conteo simbólico que hemos evocado hace un momento de lo imaginario; a saber, en que lo imaginario es el orden por lo cual lo real de un organismo es decir un real enteramente situado se completa por un Umwelt. El conteo tiene, al nivel de lo imaginario, este efecto de hacer aparecer allí lo que yo llamo el objeto a. Pues en el ser humano— y sin que esto haga de él,  en el dominio de lo viviente una excepción— una imagen, como en otros animales, juega allí un rol privilegiado. Es ella quien está al principio de esta dimensión que nosotros llamamos el narcisismo.
seminario 16, clase 19
Es la imagen especular. Sabemos que esto no es el privilegio del hombre, que en muchos otros animales, a cierto nivel de su comportamiento, de eso que se llama la etología, costumbres animales, las imagenes de una estructura aparentemente equivalente del mismo modo privilegiadas, ejercen una función decisiva en lo que se refiere al organismo. Todo lo que es observado por el psicoanálisis, articulado como momento de las relaciones entre i(a) y este objeto a, es el punto vivo que para nosotros es de primer interés, para estimar en su valor de modelo todo lo que libera el psicoanálisis en el nivel de los síntomas.

Esto en función de eso que pertenece, patente en nuestra época, a los efectos de

A   :    i  ( a )

a

disyunción entre saber y poder. Entonces, en primer lugar, he definido el objeto a como esencialmente fundado en los efectos de lo que ocurre en el campo del Otro, en el campo de lo simbólico, en el campo de la ubicación en rangos, en el campo del orden, en el campo del sueño de la unidad, de esos efectos maliciosos en el campo de lo imaginario.  Observen que esto implica la estructura misma del campo del Otro como tal como yo he tratado, gracias a un esquema, de hacérselos sentir en más de una de mis lecciónes precedentes de este año. Lo que se indica aquí como efecto en el campo de lo imaginario, no es otra cosa que el hecho que ese campo del Otro tiene, si pudiera decírselo, forma de a. Al nivel de ese campo, esto se inscribe en una topología que, de imaginarla, pues seguramente no es allí más que imagen intuitiva, se presenta como el (…).

El paso siguiente, aquél que di al anunciar de un modo que, después de todo sorprende que yo diga cosas como esas, eso ocurre, eso entra como manteca, lo que prueba, evidentemente, que los analistas no tienen una idea tan segura de eso en lo cual ellos pueden sostenerse en tal campo he dicho algo simple, esto es, a saber, que hacer retornar esos efectos en lo imaginario al Otro, el campo de donde ellos parten, darle a César lo que es de César, si puedo decirlo, como ha dicho, ustedes lo saben, un día un pequeño astuto ¡pues lo era, el individuo que esa era la esencia de la perversión: dar a aquél de quien él proviene; el gran Otro. Es un modo, seguramente, un poquito apologético de presentar las cosas. Eso que se trata de saber, es lo que se puede extraer de ello. Si, efectivamente lo que sea el sujeto, por algún lado, pues un efecto de lo simbólico sobre el campo de lo imaginario podemos considerarlo como algo aún problemático ¿qué lugar va a tomar aquél?. Pero eso toca al sujeto. Nosotros no podemos dudar de ello, nosotros que hacemos del sujeto algo que no se inscribe más que a partir de una articulación, un pie afuera, un pie adentro del campo del Otro. Tratemos de reconocer esta faz de lo que se trata en lo concerniente al sujeto.

Hay interés. Tiene importancia reconocer aquí lo que pertenece a un término que ha promovido Freud, aquél que antes de mí ha comenzado a tomar la medida de una cierta cámara, cuya negrura es de otro modo menos fácil de calibrar que aquélla que yo evocaba la última vez, aquélla que sirvió durante más de dos siglos en nombre de un modelo óptico. Que haya hecho varias veces el giro y denominado con nombres diferentes a las mismas cosas, que se las encuentre volver después de su periplo, no es para sorprendernos. Freud ha hablado mucho del amor, con la distancia que convenía. No es por eso que haya subido a la cabeza de aquéllos que lo han seguido, que nosotros no debamos volver a poner las cosas al nivel del cual les ha hecho partir él. Al nivel del amor él ha distinguido la relación anaclítica y la relación narcisista. Como se encontró que en otros lugares el oponía el investimento del objeto al del cuerpo propio, llamado en esta ocasión narcisista, se creyó poder edificar allí no sé qué cosa del tipo de los vasos comunicantes, gracias a lo cual es el investimento del objeto el que, por sí solo, probaba que se ha salido de sí, que se ha hecho pasar la sustancia libidinal allí donde era necesario— Es allí donde reposa esta elucubración que es la que he puesto este año allí porque ella era aún vivaz que se llama la relación de objeto, con todo ese mito del estadio pretendido oblativo, aún calificado de genital.

Me parece que lo que Freud articula de lo anaclítico, del apoyo tomado al nivel del otro, con lo que él implica del desarrollo seguido de una suerte de mitología de la dependencia —como si fuera eso de lo que se trata—, lo anaclítico toma su estatuto, su verdadera relación por definir, propiamente, lo que yo sitúo al nivel de la estructura fundamental de la perversión; esto es, a saber ese juego por el cual el estatuto del Otro se asegura de estar cubierto, de estar colmado, de estar enmascarado por un cierto juego llamado perverso, del juego del a, y que por ese hecho se hace un estadio, al tomar, digo discursivamente, si queremos dar una aproximación lógica a lo que está en juego en toda suerte de efectos que nos interesan: la relación anaclítica como siendo aquí primera.

Y por otra parte allí está el único fundamento por el cual pueden justificarse toda una serie de matices pretendidamente significativos, por los cuales el niño añoraría su paraíso en no sé qué cerco materno que, hablando con propiedad, nunca ha existido bajo esta forma de ideal. Esto es, únicamente esencial como un juego de este objeto definible como efecto de lo simbólico en lo imaginario, como juego de este imaginario a la vista de algo que puede pretender, a algún título, durante un tiempo y en el lugar de la madre, puede jugar por otra parte el rol, ese rol que no importa algún otro: el padre, una institución, hasta una isla desierta. Es como juego del a, como enmascarada, que he recordado esta misma estructura que es la misma cosa que ese a; el enforma de a del Otro. Es únicamente en esta fórmula que puede aprehenderse eso que puede llamarse efecto de enmascaramiento, el efecto de enceguecimiento que es precisamente eso con lo que se colma toda relación analítica.

Al expresar las cosas bajo esta forma, lo importante no es lo que ella dice pues, como pueden verlo, eso no es de fácil acceso, precisamente sobre el plano de lo que se llama imaginación, pues la imaginación viva, aquélla donde tomamos, donde recogemos lo que llamamos, ávidamente, significación, diversamente plegable, releva otra suerte de imagen, y al menos oscura: la imagen especular.

Mucho menos oscura, sobre todo, después que nuestros espejos son claros. Nunca se sabrá, salvo por reflexionar allí un poquito, lo que debemos a ese surgimiento de los espejos claros. Cada vez que en la antigüedad —y eso perdura aún en tiempos de los Padres de la Iglesia— ustedes vean algo que se indica como en un espejo, quiere decir todo lo contrario de lo que es para nosotros: sus espejos, por ser de metal pulido, dan efectos muchos más oscuros. Esto es, quizá, lo que ha permitido que subsista tanto tiempo una visión especular del mundo. El mundo debía, como a nosotros, parecerles oscuro, pero eso no iba tan mal con lo que se veía en el espejo. Eso pudo hacer durar aún, bastante tiempo, una idea del cosmos. Simplemente, era suficiente perfecciónar los espejos. Es por ello que lo hemos hecho y con otra cosa conjunta— precisamente la elucidación de la simbólico— las cosas nos parecen menos simples. Destaquemos que en esto no hemos avanzado mucho aún, pero en tanto se trata del saber, observaremos que acerca del orden de satisfacción rendida al Otro, por la vía de esta inclusión del a, la novedad, aquélla que nos permite encarar la experiencia analítica es precisamente aquélla que, cualquiera que sea, aquel que puede encontrarse en su rol, en postura de funcionar como este Otro, el gran Otro, aquel parece, que desde siempre, desde que él funciona, de eso que ocurre allí, él no ha sabido nunca nada. Esto es lo que me permito articular, a algún título de ello, planteando cuestiones insidiosas a los teólogos, del tipo de saber, por ejemplo, si es tan seguro que Dios cree en Dios. Si esto es pensable, la cuestión introducida como  fundamental para toda marcha psicoanalítica, creo haberla formulado en la línea de algo que, como todos los prodromos, había comenzado por desearse en un cierto giro filosófico. Esto es, que lo interesante, de un modo enteramente vivo, y ello a medida que progresan más los atolladeros donde nos enclava el saber, no es saber lo que el Otro sabe, es saber lo que él quiere, a saber, con su forma en forma de a, que se esboza enteramente de otro modo que en un espejo, sino por una explotación apenas aflorada, por otra parte, de la perversión, que nos hace decir que esta topología que se dibuja y que precisa otros niveles que los de las experiencias patológicas, la avanzada del saber, ¿qué es lo que quiere?, ¿a qué conduce?. Esto no es enteramente, por otra parte, la misma cosa. La cuestión hace rentable su estudio. Si uno se figura que, aún sobre las perversiones, el psicoanálisis cierra el círculo, que él encuentra la última palabra aún al usar de un modo más aplicado que lo que puedo hacer aquí acerca de la relación al objeto a, eso fallaría.

Lo importante es retomar, a título de síntomas, y de alguna suerte esclareciéndose, sobre lo que se refiere a las relaciones del sujeto al Otro; antiguos temas que no son los mismos en cualquier época, y si yo no he podido aquí hacer lugar a Angelus Silesius, a «El peregrino querubínico», del cual he hecho un tiempo un uso, en esos años tan perdidos de los cuales no sé aún si, algún día, alguien dará la medida del camino por el cual yo podía poner al día la continuidad precaria de ese discurso, del cual hice un uso tal, esto es: es a la luz de esta relación tal como la definí, como analítica, que podrían ser retomados los hemistíquios de su «Peregrino querubínico», esos dísticos, contados, equilibrados en cuatro miembros en los cuales se dibuja la identidad propia de lo que a él le parece lo más esencial, imposible de aprehender de otro modo más que en el término del objeto a y de Dios mismo. Que sea suficiente percibir que todo lo que puede inscribirse en función de orden y jerarquía y por otra parte de división, todo lo que es del orden de ese hecho del intercambio, del transitivismo, de la identificación misma, todo eso participa de la diferente relación que nosotros planteamos como especular.

Todo eso se relacióna con el estatuto de la imagen del cuerpo en tanto que ella se plantea en un cierto giro de principio como ligada a ese algo de esencial de la economía libidinal considerado como siendo el dominio motriz del cuerpo.

No es por nada que las mismas consonantes se reencuentran en una y otra: dominio (maitrice), motriz (motrice). Todo está allí. Y es por lo cual testimonia, en toda ocasión, un comportamiento llamado de bien. Gracias a ese dominio motriz, el organismo calificable por sus relaciones a lo simbólico, en la ocasión, el hombre, como se lo llama, se desplaza sin salir jamás de un área bien definida en lo que ella interesa a una región propiamente central que es la del goce. Es por allí que la imagen del cuerpo, tal como yo la ordene toma su  toma su importancia a partir de la relación narcisista.

Si ustedes se remiten al esquema que he hecho bajo el título de «Consideraciones a algunas proposiciones de un señor», del cual, gracias a mí, subsistirá el nombre; verán allí que la relación que ahí se designa es, muy precisamente aquélla que se establece entre la relación del sujeto y el campo del Otro, en tanto que allí yo no puedo hacer otra cosa en imagen, que, una homogénea al espacio común y es precisamente por ello que yo hago funcionar allí al Otro, y por qué no, en tanto, por otra parte, él no se sustrae a lo imaginario, como un espejo, esto al sólo fin de poder plantear el segundo término: el significante, cerca del cual se representa por otro significante, el sujeto. Se encuentra allí puntuado en una encrucijada que no es otra cosa que lo que se designa aquí por esa I enigmática, aquélla de donde se presenta a él la conjunción, del a y  la imagen del cuerpo. Esto es precisamente lo que designa lo que ocurre al nivel de la fobia.

Si tomamos cualquier observación de fobia, por poco que ella testimonia con un poco de seriedad lo que viene al caso, no se paga el lujo de publicar en psicoanálisis una observación sin una anamnesis bastante completa para tomar como ejemplo, en el libro de Helen Deutsch sobre las neurosis, los capítulos que se refieren a la fobia, ¿qué vemos nosotros, por ejemplo, al tomar cualquiera de ellos?. Alguien que fue llamado a intervenir; ¿en nombre de que él ha tenido en un momento la fobia a las galinas?. ¿Qué vemos nosotros?. La cosa está perfectamente articulada, pero no se revela, seguramente, más que en un segundo tiempo de exploración, esto es, a saber: que en la época anterior desencadenamiento del síntoma, esas galinas no eran, seguramente, nada para él. Eran las bestias que él iba a cuidar en compañía de la madre y por otra parte, a hacer, también, la recolección de los huevos. Todos los detalles nos son dados, a saber: que en el modo en que hacen, en efecto, todos aquéllos que tienen la práctica de esas aves de corral, el palpar exterior de algún modo la cloaca, es suficiente para percibir si el huevo está allí, listo para llegar. Después de lo cual no hay más que esperar. Esto es, en efecto aquello en lo cual, al más alto grado, se interesaba el pequeño X. El caso en cuestión, esto es a saber que, cuando él se hacía bañar por su madre, él le decía hacer otro tanto sobre su propio perineo. ¿Cómo no reconocer que aquí, allí mismo, él se dibuja como aspirando, justamente, a proveer el objeto de lo que, sin duda por razones que no están de otro modo profundizadas pero que son allí sensibles, él era para la madre el objeto de un interés enteramente particular?.

El primer tiempo es bien evidente: «Porque los huevos te interesan sería necesario que yo te los ponga». Pero, por otra parte, no es por nada que el huevo, toma aquí su peso: si puede hacerse que el objeto haya tenido tanto interés es precisamente en ese sentido que hay una faz demográfica si puedo decirlo en las relaciones entre los sujetos que implica que bastante naturalmente lo que hace se encuentre en el lugar de un huevo.

Yo lo repito, no evoqué, en primer lugar, ese tiempo más que para liberar inmediatamente el sentido de eso de lo cual se tratará cuando un hermano mayor sensiblemente mayor, por otra parte, más fuerte que él, un día lo toma por detrás, y ese muchacho, que sabía perfectamente con seguridad, todo lo que se refiere a lo que ocurre en el galinero, le dice: «Yo soy el gallo y tú, tú eres la galina». El se defiende, se insurrecta con la mayor vivacidad y declara: «Yo no quiero» («I won’t be the hen»). Destáquen que ese «hen» en inglés tiene exactamente la misma pronunciación, con el espíritu rudo, que la «n» del uno («un») del cual les hablaba hace un momento.

El no quiere ser la «hen». Ya existía un llamado Alain que creía haber hecho un gran descubrimiento diciendo qué pensar es decir no. El dice no: ¿por qué dice él no en tanto que, tiempo antes, él se encontraba tan bien con su madre al poder ser para ella, sí puedo decirlo, una galina más; una galina de lujo, aquélla que no estaba en el galinero si no es porque allí está interesado el narcisismo, a saber la rivalidad con el hermano, el pasaje como está bien probado a una relación de poder?. El otro lo sostiene por el talle, por las caderas, lo inmoviliza en tanto que él quiere mantenerse en una cierta posición.

El viramiento (virement) de un registro al otro— no digo el viraje (virage)— de lo que está investido con una cierta significación; allí está el punto donde tropieza la función precedente y donde nace lo que la galina va a tomar en lo sucesivo para él, a saber: una función perfectamente significante y totalmente imaginaria, a saber: que ella le provoca temor. El pasaje del campo de la angustia, aquél por el cual he inaugurado hoy mi discurso, a saber que no es sin objeto, a condición que se vea que este objeto es la apuesta misma del sujeto en el campo del narcisismo, es aquél donde se devela la verdadera función de la fobia, que está en sustituir al objeto de la angustia por un significante que provoca temor.

A la vista del enigma de la angustia, la relación señalada de peligro es tranquilizadora. Por otra parte, lo que la experiencia nos muestra es que, a condición que se produzca ese pasaje al campo del Otro, el significante se presenta como lo que él es a la vista del narcisismo, a saber: como devorando. Y es precisamente allí, donde se origina el espacio de prevalencia que, en la teoría clásica, ha tomado la pulsión oral.

Lo que yo quería apuntar hoy es, precisamente, que es al nivel de la fobia donde podemos ver, no enteramente, algo que sería una entidad clínica, sino de algún modo, una encrucijada, algo que elucidar en sus relaciones con eso hacia lo cual vira generalmente, a saber los dos grandes ordénese de la neurosis: histeria y neurosis obsesiva. Pero por otra parte, por la juntura que ella realiza con la estructura de la perversión que esta fobia nos esclarece sobre eso que se refiere a toda suerte de consecuencias y que no tienen ninguna necesidad de limitarse a un sujeto particular para ser perfectamente perceptibles, en tanto, no se trata de algo que sea aislable, desde el punto de vista clínico, sino más bien, de una figura clínicamente ilustrada de un modo restallante, sin duda, pero en contextos infinitamente diversos.

Es desde el punto de esta fobia que reinterrogaremos eso de lo cual, hoy hemos podido partir: la disyunción del saber y del poder.