Verdad y saber. El cogito de los dentistas. El yo (je) no es el yo , el sujeto no es el individuo. La crisis de 1920.
Buenos días, amigos míos, otra vez reunidos.
Definir la naturaleza del yo lleva muy lejos. Pues bien, vamos a partir de este muy lejos para volver hacia el centro, lo cual nos conducirá de nuevo al muy lejos.
Nuestra mira de este año es el Yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Pero no sólo en esta teoría y en esta técnica tiene el yo un sentido, y eso complica el problema.
La noción del yo fue elaborada al correr de los siglos tanto por aquellos a los que llaman filósofos, y con los cuales no tememos aquí comprometernos, como por la conciencia común. Vale decir que hay cierta concepción preanalítica del yo —llamémosla así por convención, para orientarnos— que ejerce su atracción sobre aquello radicalmente nuevo que en lo concerniente a esta función introdujo la teoría de Freud.
Podría sorprendernos una tal atracción, y hasta subducción o subversión, si la noción freudiana del yo no produjese una conmoción tan grande que merece que a su respecto se introduzca la expresión revolución copernicana, cuyo sentido hemos ido entreviendo en el curso de nuestras reuniones del año pasado, base de las que sostendremos en éste.
Los resultados que hemos llegado a alcanzar serán integrados casi por completo en la nueva fase en que ahora retornamos la teoría de Freud, que sigue siendo nuestro hilo conductor: no olviden que éste es un seminario de textos.
Las nuevas perspectivas abiertas por Freud estaban llamadas a abolir las precedentes. Sin embargo, por mil flancos algo se produjo en el manejo de los términos teóricos, y reapareció una noción del yo absolutamente distinta de la que implica el equilibrio del conjunto de la teoría de Freud, y que, por el contrario, tiende a la reabsorción, como se dice además con toda claridad, del saber analítico en la psicología general, que en este caso significa psicología preanalítica. Y, al mismo tiempo, puesto que teoría y práctica no son separables, la relación analítica, la dirección de la práctica, vieron cambiar su orientación. La historia actual de la técnica psicoanalítica lo demuestra.
Esto sigue siendo muy enigmático. Sería incapaz de afectarnos si no trascendiera el conflicto entre escuelas, entre retrógrados y avanzados, ptolemaicos y copernicanos. Pero va mucho más allá. Se trata del establecimiento de una complicidad concreta, eficaz, entre el análisis, manejo liberador, desmistificante, de una relación humana, y la ilusión fundamental de lo vivido por el hombre, al menos por el hombre moderno.
El hombre contemporáneo cultiva cierta idea de sí mismo, idea que se sitúa en un nivel semi-ingenuo, semi-elaborado. Su creencia de estar constituido de tal o cual modo participa de un registro de nociones difusas, culturalmente admitidas. Puede este hombre imaginar que ella surgió de una inclinación natural, cuando de hecho, en el estado actual de la civilización, le es enseñada por doquier. Mi tesis es que la técnica de Freud, en su origen, trasciende esta ilusión, ilusión que ejerce concretamente una influencia decisiva en la subjetividad de los individuos. El problema entonces es saber si el psicoanálisis se dejará llevar poco a poco a abandonar lo que por un momento fue vislumbrado o si, por el contrario, manifestará otra vez, dándole nueva vida, su relieve.
De ahí la utilidad de referirse a ciertas obras de cierto estilo.
En mi opinión, no es conveniente dividir nuestros comentarios en las diferentes series en que se despliegan. Por ejemplo, lo que introdujo Alexandre Koyré en su conferencia de anoche, acerca de la función del diálogo platónico, precisamente a partir del Merlón, puede insertarse sin artificio en la cadena de la enseñanza que aquí se va desarrollando. Las conferencias de los martas, llamadas con justicia extra-ordinarias, tienen la función de permitir que cada uno de ustedes cristalice las interrogaciones suspendidas en las fronteras de lo que desarrollamos en este seminario.
Anoche, en las pocas palabras que pronuncié, destaqué, transformando las ecuaciones menonianas, lo que podemos llamar la función de la verdad en estado naciente. En efecto, el saber al cual se anuda la verdad debe estar dotado, sin duda, de una inercia propia, que le hace perder algo de la virtud a partir de la cual comenzó a depositarse como tal, ya que muestra una evidente propensión a desconocer su propio sentido. No hay sitio donde esta degradación sea más evidente que en el psicoanálisis, y por sí sólo este hecho revela la posición de encrucijada que el psicoanálisis ocupa realmente en un cierto progreso de la subjetividad humana.
Esta singular ambigüedad del saber y la verdad se ve desde el origen, aunque nunca se esté por completo en el origen, pero tomemos a Platón por origen, en el sentido en que se habla de origen de las coordenadas. La vimos revelarse ayer en el Menan, pero igualmente podríamos haber tomado el Protágoras, del que no se habló.
¿Quién es Sócrates? Sócrates es quien inaugura en la subjetividad humana el estilo del que brotó la noción de un saber vinculado a determinadas exigencias de coherencia, saber previo a todo progreso ulterior de la ciencia en cuanto experimental; tendremos que definir el significado de esa suerte de autonomía que adquirió la ciencia con el registro experimental. Pues bien, en el momento preciso en que se inaugura ese nuevo ser-en-el-mundo que aquí designo como una subjetividad, Sócrates advierte que en lo tocante a lo más precioso, la areté, la excelencia del ser humano, no es la ciencia la que podrá transmitir las vías que a ella conducen. Ya ahí se produce un descentramiento; a partir de esta virtud se abre un campo al saber, pero esta virtud misma, en cuanto a su transmisión, su tradición, su formación, queda fuera del campo. Esto es algo en lo que vale la pena detenerse, antes de àpresurarse a pensar que al final todo se arreglará, que se trata de la ironía de Sócrates, que un día u otro la ciencia conseguirá recuperar eso mediante una acción retroactiva. Empero, en el transcurso de la historia nada hasta hoy nos lo ha probado.
¿Qué pasó después de Sócrates? Muchas cosas y, en particular, que la noción del yo vio la luz.
Cuando algo ve la luz, algo que estamos obligados a admitir como nuevo, cuando otro orden de la estructura emerge. ¡Pues bien! Este crea su propia perspectiva en el pasado y decimos:
Nunca pudo no estar ahí, existe desde siempre. ¿No es ésta, por lo demás, una propiedad que nuestra experiencia demuestra?
Piensen en el origen del lenguaje. Imaginamos que hubo un momento en que, sobre esta tierra, se tuvo que empezar a hablar. Admitimos, por tanto, que hubo una emergencia. Pero a partir del momento en que esa emergencia es aprehendida en su estructura propia, nos es absolutamente imposible especular sobre aquello que la precedió si no lo hacemos mediante símbolos que siempre han podido aplicarse. Lo nuevo que surge parece extenderse siempre en la perpetuidad, indefinidamente, más acá de sí mismo. Con el pensamiento no podemos abolir un orden nuevo. Esto se aplica a todo lo que quieran, incluido el origen del mundo.
De igual modo, ya no podemos dejar de pensar con ese registro del yo que hemos adquirido en el transcurso de la historia, aún cuando nos encontremos con las huellas de la especulación del hombre sobre sí mismo en épocas en que dicho registro como tal no estaba promovido.
Nos parece entonces que Sócrates y sus interlocutores debían poseer, como nosotros, una noción implícita de esta función central; que el yo debía de ejercer en ellos una función análoga a la que ocupa en nuestras reflexiones teóricas, pero también en la aprehensión espontánea que tenemos de nuestros pensamientos, tendencias, deseos, de lo que es nuestro y de lo que no es nuestro, de lo que admitimos como expresiones de nuestra personalidad o de lo que rechazamos como parásito en ella. Nos es muy difícil pensar que toda esta psicología no es eterna.
¿Lo es? Vale, al menos, hacer la pregunta.
Hacerla nos incita a examinar con mayor detenimiento si, en efecto, no existe un momento en que esa noción del yo se deja aprehender en su estado naciente. No hace falta ir tan lejos: los documentos aún están bien frescos. La cosa no se remonta mucho más atrás de esa época, todavía reciente, en que se produjeron tantos progresos en nuestra vida que nos causa gracia leer en el Protágoras, cuando alguien llega por la mañana a lo de Sócrates: ¡Hola! Entre, ¿qué pasa?-Ha llegado Protágoras. Lo que nos divierte es que todo sucede, y lo dice Platón como al azar, en una negra oscuridad. Esto nunca nadie lo observó, porque sólo puede interesar a personas que, como nosotros, desde hace escasos setenta y cinco años están habituados a encender la luz eléctrica.
Fíjense en la literatura. Dicen ustedes que eso es propio de la gente que piensa, pero que la gente que no piensa siempre debería tener, de manera más o menos espontánea, alguna noción de su yo. ¿Qué saben ustedes de eso? Ustedes, en todos los casos, están del lado de la gente que piensa, o al menos vienen después de gente que pensó en ello. Tratemos entonces de abrir la cuestión, antes que zanjarla con tanta facilidad.
La clase de personas que definiremos, por notación convencional, como los dentistas, están muy seguras del orden del mundo porque piensan que el señor Descartes expuso en El Discurso del Método las leyes y los procesos de la razón clara. Su pienso, luego soy es absolutamente fundamental en lo tocante a la nueva subjetividad, no es sin embargo tan sencillo como les parece a estos dentistas, y algunos creen tener que reconocer en él un puro y simple escamoteo. Si es verdad, en efecto, que la conciencia es transparente a sí misma, y se aprehende como tal, resulta evidente que el yo (je) no por ello le es transparente. No le es dado en forma diferente a un objeto. La aprehensión de un objeto por la conciencia no le entrega al mismo tiempo sus propiedades. Lo mismo sucede con el yo (je).
Si este yo (je) nos es ofrecido como una suerte de dato inmediato en el acto de reflexión en que la conciencia se aprehende transparente a sí misma, nada indica que la totalidad de esa realidad y ya es mucho decir que se desemboca en un juicio de existencia quede con ello agotada.
Las consideraciones de los filósofos nos llevaron a una noción del yo cada vez más puramente formal y, para decirlo todo, a una crítica de dicha función. El progreso del pensamiento se desvió, cuando menos provisionalmente, de la idea de que el yo fuese sustancia, como de un mito que debe ser sometido a una estricta crítica científica. Legítimamente o no, poco importa, el pensamiento se embarcó en el intento de considerarla como puro espejismo, con Locke, con Kante incluso con los psicofísicas, que no tenían más que ir tras estos, claro que con otras razones y otras premisas. Ellos consideraron con el mayor recelo la función del yo, en la medida en que ésta perpetúa de manera más o menos implícita el sustancialismo implicado en la noción religiosa del alma, en cuanto sustancia revestida, por lo menos, con las propiedades de la inmortalidad.
¿No es llamativo que mediante un extraordinario malabarismo de la historia por haber abandonado un instante lo subversivo de la aportación de Freud, lo cual, en cierta tradición de elaboración del pensamiento puede pasar por un progreso—, se haya retornado más acá de esta crítica filosófica, que no es reciente?
Para calificar el descubrimiento de Freud hemos usado el término revolución copernicana. Esto no implica que lo que no es copernicano sea absolutamente unívoco. Los hombres no siempre creyeron que la Tierra era una especie de planicie infinita, también le atribuyeron límites, formas diversas, a veces la de un sombrero de mujer. Pero, en fin, pensaban que había cosas que estaban abajo, digamos en el centro, y que el resto del mundo se edificaba encima. Pues bien, si no sabemos exactamente lo que un contemporáneo de Sócrates podía pensar acerca de su yo, así y todo había algo que tenía que estar en el centro, y no parece que Sócrates lo ponga en duda. Probablemente no se trataba de algo hecho como el yo, que comienza en una época que podemos situar hacia mediados del siglo dieciséis, comienzos del diecisiete. Pero estaba en el centro, en la base. En relación con esta concepción, el descubrimiento freudiano tiene exactamente el mismo sentido de descentramiento que aporta el descubrimiento de Copérnico. Lo expresa muy bien la fulgurante fórmula de Rimbaud los poetas, que no saben lo que dicen, sin embargo siempre dicen, como es sabido, las cosas antes que los demás—: Je est un autre (yo es otro).
No se dejen impresionar por esto, no se pongan a propagar por doquier que yo es otro; créanme, no surte ningún efecto. Y además, no quiere decir nada. Porque primero hay que saber qué quiere decir otro. Otro: no se babeen con este término.
Uno de nuestros colegas, de nuestros ex colegas, que tuvo algún trato con Les Temps Modernes la revista del existencialismo, como le dicen, nos presentaba como una gran audacia la idea de que para que alguien pueda hacerse analizar tiene que ser capaz de aprehender al otro como tal. Tipo listo ése. Habríamos podido preguntarle: ¿Qué quiere decir usted con eso, el otro? ¿Su semejante, su prójimo, su ideal del yo (je), una palangana? Todo eso, son otros.
El inconsciente escapa por completo al círculo de certidumbres mediante las cuales el hombre se reconoce como yo. Es fuera de este campo donde existe algo que posee todo el derecho a expresarse por yo (je), y que demuestra este derecho en la circunstancia de ver la luz expresándose a título de yo (je). Lo que en el análisis viene a formularse como, hablando con propiedad, el yo (je), es precisamente lo más desconocido por el campo del yo.
Tal es el registro donde lo que Freud nos enseña sobre el inconsciente puede cobrar su alcance y su relieve. El hecho de haberlo expresado llamándolo inconsciente lo arrastra a verdaderas contradicciónes in adjecto, lo lleva a hablar de pensamientos él mismo lo dice, sic venia verbo, por lo que se disculpa todo el tiempo—, pensamientos inconscientes. Todo esto aparece enormemente complicado, porque desde la perspectiva de la comunicación, en la época en que Freud comienza a expresarse, está obligado a partir de la idea de que lo que pertenece al orden del yo también pertenece al orden de la conciencia. Pero esto no es seguro. Si él lo dice, es debido a cierto progreso en la elaboración filosófica, que por entonces formulaba la equivalencia yo = conciencia. Pero Freud, cuanto más avanza en su obra, menos consigue situar la conciencia, y debe confesar que ella es, en definitiva, insituable. Todo se organiza cada vez más en una dialéctica donde el yo (je) es distinto del yo. Finalmente, Freud abandona la partida: tiene que haber ahí, dice, condiciones que se nos escapan, el futuro nos dirá de qué se trata. Este año intentaremos vislumbrar de qué modo es posible situar la conciencia, de una vez por todas, en la funcionalización freudiana.
Con Freud irrumpe una nueva perspectiva que revoluciona el estudio de la subjetividad y muestra, precisamente, que el sujeto no se confunde con el individuo. Esta distinción, que les presenté primeramente en el plano subjetivo, es también y quizá se trate del paso más decisivo desde el punto de vista científico asequible en el plano objetivo.
Si se considera, a la manera de los conductistas, lo que en el animal humano, en el individuo en cuanto organismo, se propone objetivamente, salen a luz cierto número de propiedades, desplazamientos, determinadas maniobras y relaciones, y de la organización de estas conductas se infiere la mayor o menor amplitud de los rodeos de que es capaz el individuo para obtener cosas que por definición son planteadas como sus metas. Con ello nos hacemos una idea de la dimensión de sus relaciones con el mundo exterior, medimos el grado de su inteligencia, fijamos —en suma el nivel, el estiaje con el que evaluar el perfecciónamiento, o la areté de su especie. Pues bien, Freud nos aporta lo siguiente: las elaboraciones del sujeto en cuestión de ningún modo son situables sobre un eje donde, a medida que fueran más elevadas, se confundirían cada vez más con la inteligencia, la excelencia, la perfección del individuo.
Freud nos dice: el sujeto no es su inteligencia, no está sobre el mismo eje, es excéntrico. El sujeto como tal, funcionando en tanto que sujeto, es otra cosa y no un organismo que se adapta. Es otra cosa, y para quien sabe oírla, toda su conducta habla desde otra parte, no desde ese eje que podemos captar cuando lo consideramos como función en un individuo, es decir, con un cierto número de intereses concebidos sobre la areté individual.
Por ahora nos atendremos a esta metáfora tópica: el sujeto está descentrado con respecto al individuo. Yo es otro quiere decir eso.
En cierto modo esto estaba ya al margen de la intuición cartesiana fundamental. Si para leer a Descartes se quitan las gafas del dentista, percibirán los enigmas que nos propone, en particular el de cierto Dios engañoso. Cuando se aborda la noción del yo, no es posible dejar de concluir al mismo tiempo que en alguna parte hay error. El Dios engañoso es, a fin de cuentas, la reintegración de aquello de lo que había rechazo, ectopia.
Hacia la misma época, uno de esos espíritus frívolos aficionados a ejercicios de salón donde a veces comienzan cosas muy sorprendentes, pequeñas recreaciones hacen surgir de cuando en cuando un orden nuevo de fenómenos—, un tipo muy curioso, que responde muy poco a la noción corriente de lo clásico, La Rochefoucauld para nombrarlo, tuvo de pronto el antojo de enseñarnos algo singular que no había merecido bastante atención, y que él llama amor propio. Es curioso que se haya considerado esto tan escandaloso, porque, ¿qué dijo La Rochefoucauld? Hizo hincapié en que hasta nuestras actividades aparentemente más desinteresadas se hacen por afán de gloria, incluso el amor-pasión o el más secreto ejercicio de la virtud.
¿Qué dijo, exactamente? ¿Dijo que lo hacíamos por nuestro placer? Cuestión ésta muy importante porque en Freud todo va a girar alrededor de ella. Si La Rochefoucauld sólo hubiera dicho eso, no habría hecho más que repetir lo que se venía enseñando en las escuelas desde siempre; nada es nunca desde siempre, pero pueden advertir la función que en esta ocasión cumple desde siempre. Era así desde Sócrates: el placer es la búsqueda del propio bien. Aunque se crea otra cosa, se persigue el propio bien, se busca el propio bien. El problema está únicamente en saber si tal animal humano, captado como hace un momento en su comportamiento, es lo bastante inteligente para aprehender su verdadero bien: si comprende dónde está ese bien, obtiene el placer que de él siempre resulta. El señor Bentham llevó esta teoría hasta sus últimas consecuencias.
Pero La Rochefoucauld pone otra cosa de relieve: que al embarcarnos en acciones consideradas como desinteresadas, nos figuramos liberarnos del placer inmediato y buscar un bien de orden superior, pero nos engañamos. Esto es lo nuevo. No se trata de una teoría general como la de que el egoísmo engloba todas las funciones humanas. Esto ya lo dice la teoría física del amor en santo Tomás: el sujeto, en el amor, busca su propio bien. Santo Tomás, que sólo decía lo que se venía diciendo desde hacía siglos, fue contradicho, por otra parte, por un tal Guillaume de Saint-Amour, quien hacía notar que el amor debía de ser otra cosa que la búsqueda del propio bien. Lo escandaloso en La Rochefoucauld no es que considere el amor propio como el fundamento de todos los comportamientos humanos, sino que es engañoso, inauténtico. Hay un hedonismo propio del ego, y es esto precisamente lo que nos embarca, es decir nos frustra a la vez de nuestro placer inmediato y de las satisfacciónes que podríamos extraer de nuestra superioridad con respecto a dicho placer. Separación de plano, relieve por primera vez introducido y que comienza a abrirnos, por obra de una cierta diplopía, a algo que se mostrará como una separación de plano real.
Esta concepción se inscribe en una tradición paralela a la de los filósofos, la tradición de los moralistas. No son éstas personas que se especializan en la moral, sino que introducen una perspectiva llamada de verdad en la observación de los comportamientos morales o de las costumbres. Esta tradición culmina en la genealogía de la moral, de Nietzsche, que permanece toda ella en la perspectiva, de algún modo negativa, según la cual el comportamiento humano está como tal, entrampado. En este hueco, en este tazón viene a verterse la verdad freudiana. Están ustedes entrampados, no cabe duda, pero la verdad está en otra parte. Y Freud nos dice dónde.
Lo que irrumpe en ese momento, con ruido atronador, es el instinto sexual, la libido. Pero, ¿qué es el instinto sexual? ¿Qué es la libido? ¿Qué es el proceso primario? Creen ustedes saberlo (yo también), lo cual no significa que estemos tan seguros como parece. Habrá que volver a ver esto de cerca, y es lo que trataremos de hacer este año.
¿A qué hemos llegado hoy? A una cacofonía teórica, a una impresionante revolución de posición. ¿Y por qué? Antes que nada, porque la obra metapsicológica de Freud posterior a 1920 fue leída de través, interpretada en forma delirante por la primera y la segunda generación después de Freud; esos ineptos.
¿Por qué decidió Freud introducir estas nuevas nociones metapsicológicas, denominadas tópicas, que se llaman yo, superyó y ello? En la experiencia iniciada tras su descubrimiento se produjo un viraje, una crisis concreta. En una palabra, el nuevo yo (je), con el que se tenía que dialogar, al cabo de cierto tiempo se negó a responder.
Esta crisis se muestra claramente expresada en los testigos históricos de los años 1910 a 1920. En la época de las primeras revelaciones analíticas, los sujetos se curaban de forma más o menos milagrosa, lo cual nos resulta también perceptible cuando leemos las observaciones de Freud, con sus interpretaciones fulgurantes y las explicaciones de nunca acabar. Pues bien: es un hecho que esto funcionó cada vez menos, que se fue debilitando con el correr del tiempo.
Lo cual hace pensar que hay alguna realidad en lo que les estoy explicando, esto es, en la existencia de la subjetividad como tal, y sus modificaciones en el transcurso del tiempo según una causalidad, una dialéctica propia que va de subjetividad a subjetividad, y que tal vez escapa a cualquier especie de condicionamiento individual. En esas unidades convencionales que llamamos subjetividades en razón de particularidades individuales, ¿qué sucede, qué se cierra, qué resiste?
Fue precisamente en 1920, es decir, justo después del viraje del que acabo de hablarles la crisis de la técnica analítica— cuando Freud decidió introducir sus nuevas nociones metapsicológicas. Y si se lee con atención lo que escribió a partir de 1920, se advierte que hay un estrecho lazo entre esa crisis de la técnica que había que superar y la fabricación de estas nuevas nociones. Pero para eso hay que leer sus escritos, y en orden, es preferible. El hecho de que Más allá del principio del placer fue escrito antes que Psicología de las masas y análisis del yo, y antes que El yo y el ello, es algo que debería suscitar ciertas preguntas: nadie nunca se las ha hecho.
Lo que Freud introdujo a partir de 1920 son las nociones suplementarias entonces necesarias para mantener el principio del descentramiento del sujeto. Pero lejos de habérselo comprendido como debía, hubo una avalancha general, verdadera liberación de colegiales: ¡Ah, el buen yo, otra vez con nosotros! ¡Qué alivio, volvemos a los caminos de la psicología general! ¿Cómo no volver a ellos con regocijo cuando esta psicología general no sólo es asunto de escuela o de comodidad mental, sino realmente la psicología de todo el mundo? Fue una alegría poder creer nuevamente que el yo es central. Y, como su más reciente manifestación, tenemos las geniales elucubraciones que en este momento nos llegan de ultramar.
El señor Hartmann, querubín del psicoanálisis, nos anuncia la gran nueva, después de la cual podremos dormir tranquilos: la existencia del ego autónomo. A este ego que desde el inicio del descubrimiento freudiano siempre fue considerado conflictivo, que incluso cuando se lo situó como una función vinculada a la realidad nunca dejó de ser tenido por algo que, al igual que ésta, se conquista en un drama, a ese ego de pronto nos lo restituyen como un dato central. ¿Qué necesidad interior satisface el hecho de decir que en alguna parte tiene que haber un autonomous ego?
convicción desborda la ingenuidad individual del sujeto que cree en sí, que cree que él es él, locura harto común y que no es una locura completa porque forma parte del orden de las creencias. Es evidente que todos tendemos a creer que nosotros somos nosotros. Pero observen con atención y verán que no estamos tan seguros como parece. En muchas circunstancias, muy precisas, dudamos, y sin sufrir por ello ninguna despersonalización. No sólo se nos quiere hacer volver a esa ingenua creencia; se trata de un fenómeno, para ser exactos, sociológico, que concierne al análisis como técnica o, si lo prefieren, como ceremonial, como sacerdocio determinado en un cierto contexto social.
¿Por qué reintroducir la realidad trascendente del autonomus ego? Bien mirado, se trata de autonomous egos más o menos iguales según los individuos. Volvemos aquí a una entificación conforme a la cual no sólo los individuos en cuanto tales existen sino que además algunos existen más que otros. Esto contamina, más o menos implícitamente, las llamadas nociones del yo fuerte y el yo débil, que son otros tantos modos de eludir los problemas planteados tanto por la comprensión de las neurosis como por el manejo de la técnica.
Todo esto lo veremos en el momento y lugar oportunos.
Proseguiremos, pues, este año, el examen y la crítica de la noción del yo en la teoría de Freud, precisaremos su sentido en función del descubrimiento de Freud y de la técnica psicoanalítica, y al mismo tiempo, en forma paralela, estudiaremos algunas de sus incidencias actuales, enlazadas a cierto modo de concebir, en el análisis, la relación de individuo a individuo.
La metapsicología freudiana no comienza en 1920. Está enteramente presente al principio, vean lo que se recopiló sobre los comienzos del pensamiento de Freud, las cartas a Fliess y los escritos metapsicológicos de este período ,y continúa al final de la Traumdeutung. Está lo bastante presente entre 1910 y 1920 para que hayan reparado en ello el año pasado. A partir de 1920, se entra en lo que podemos llamar el último período metapsicológico. En cuanto a este período, Más allá del principio del placer es el texto primero, el trabajo-pivote. Es el más difícil. No resolveremos de entrada todos sus enigmas.
Pero así fue: Freud lo aportó primero, antes de elaborar su tópica. Y si para abordarlo se espera hasta haber profundizado, haber creído profundizar, en los trabajos del período que sigue, será imposible no cometer los más grandes errores. Así es como la mayoría de los analistas, en lo que respecta al famoso instinto de muerte, se dan por vencidos.
Desearía que alguien de buena voluntad, Lefebvre-Pontalis por ejemplo, hiciera una primera lectura de Más allá del principio del placer.