Apertura de la sesión por el profesor Jean Delay.
En ocasión del centenario del nacimiento de Freud, quien nació el 16 de Mayo de 1856, han sido organizados, en París, actos para conmemorarlo.
Conviene recordar que en París, siguiendo las enseñanzas de Charcot en la Salpêtrière, cuando tenía tan sólo veintinueve años, Freud encontró su camino. El mismo, en el artículo de la edición de sus Obras Completas, subrayó toda su deuda para con la enseñanza de la Salpêtrière.
En nada empaña esta filiación su evidente originalidad, deslumbrante, pues a él verdaderamente le debemos el psicoanálisis en tanto método y en tanto doctrina. Se pueden, incluso se deben, formular reservas ante ciertos aspectos teóricos y prácticos del psicoanálisis. A pesar de ello, sigue siendo cierto que al poner en evidencia el papel de los conflictos afectivos y los trastornos del instinto en las neurosis, aportó una contribución de suma importancia a la psiquiatría. Por otra parte, al poner en evidencia el papel del inconsciente en todas las manifestaciones de la vida mental, puede decirse que aportó una contribución que supera el marco delas ciencias médicas, y que se aplica al conjunto de las ciencias del hombre.
Por ello me pareció necesario, en ocasión de este centenario. pedirle a Jacques Lacan, quien aquí dirige, junto con Daniel Lagache y la señora Favez-Boutonier, la Sociedad francesa de psicoanálisis, que hiciese una exposición sobre Freud y su influencia en el siglo. Me pareció particularmente calificado para ello, puesto que conoce admirablemente la vida y la obra de Freud.
Así pues, hoy estoy encargado por el profesor Jean Delay, de una misión que, por ser distinta de la enseñanza que aquí se desarrolla cada semana el mismo día bajo su patronazgo, mucho me honra… señaladamente, hablar de Freud ante la audiencia, nueva en la materia, de los estudiantes de la pasantía en psiquiatría, con el propósito de conmemorar el centenario de su nacimiento.
Hay en ello una dualidad de fines que impone quizá cierta diplopia a mi discurso, la de instruir honrando, la de honrar instruyendo; y seria necesario que pidiera disculpas por ello, si no esperase acomodar la mira de este discurso hasta hacer coincidir la llegada del hombre al mundo y su llegada al sentido supremo de su obra.
Por ello mi titulo, Freud en el siglo, pretende sugerir más que una referencia cronológica.
1)
Quiero comenzar diciendo aquello que, por aparecer bajo el nombre de Freud, supera el tiempo de su aparición, y escamotea su verdad hasta en su revelación misma: el nombre de Freud significa alegría.
Freud mismo era consciente de ello, como lo testimonian muchas cosas, cierto análisis de un sueño que pocha citarles —dominado por una suma de palabras compuestas, especialmente por una palabra de resonancia ambigüa anglófona y germanófona—donde enumera los encantadores rinconcitos de los alrededores de Viena.
No me detengo en este nombre por procedimiento panegírico. Anticipo una articulación de mi discurso, recordando que su familia, como todas las familias de Moravia, de Galitzia, de las provincias limítrofes de Hungría, debió, a causa de un edicto de José II, de 1785, elegir ese nombre entre una lista de apellidos; es un apellido femenino, utilizado frecuentemente en esa época. Pero, más antiguamente, es este un nombre judío que ya encontramos en el curso de la historia, traducido de otro modo.
Esto esta mandado a hacer para recordarnos que a través de la asimilación cultural de los significantes ocultos, persiste la recurrencia de una tradición puramente literal, que nos lleva hasta muy adentro sin duda del núcleo de la estructura con la que Freud respondió a sus preguntas. Ciertamente, para percibirlo en forma adecuada, sería necesario evocar desde ya hasta que punto el reconocía su pertenencia a la tradición judía y a su estructura literal, que llega, dice Freud, hasta imprimirse en la estructura de la lengua. Freud pudo decir, de modo deslumbrante en oportunidad de su sexagésimo aniversario, en un mensaje dirigido a una comunidad confesional, que reconoce en ella su más íntima identidad.
Existe sin duda un contraste entre este reconocimiento y su rechazo precoz, agresivo—casi agraviante para aquellos de sus íntimos que más razones tenía para tratar consideradamente—de la fe religiosa de sus padres. Quizás este ángulo es el que mejor nos introduciría a lo que haría comprender de qué manera las preguntas se formularon para Freud.
No es por ahí, empero, por donde lo abordare. Ya que, a decir verdad, no siempre los abordajes más sencillos son los que parecen más claros. Para decirlo todo, no son aquellos para los que estamos mejor preparados. Y el que a menudo sea necesario, para hacer escuchar verdades, pasar por vías más complejas, tiene sin duda su razón de ser.
Tampoco encontraremos en la biografía de Freud la raíz de la subversión aportada por su descubrimiento.
No parece que un toque de neurosis, que ciertamente puede servir para comprender a Freud, haya guiado a nadie antes por la misma vía. Nada menos perverso, me parece, que la vida de Freud. Si el asunto fuera buscar por ese lado el precio de sus audacias, ni la pobreza del estudiante, ni los años de lucha del padre de familia numerosa, me parecen bastar para explicar algo que yo llamaré una abnegación en cuanto a las relaciones del amor, que bien es preciso señalar cuando se trata del renovador de la teoría del Eros.
Las recientes revelaciones, las cartas a su novia, gran atractivo de una reciente biografía, me parece que se completan con algo que denominaría un enternecedor egocentrismo, consistente en exigir al otro una conformidad sin reservas a los ideales de su alma bella, y en desgarrarse pensando en el favor concedido a otro la noche memorable en que recibió de ella la primera prenda de su amor. Todo ello se reduce a lo que llamaré una candidez de señorito, que podemos perdonar, encontrando su equivalente no menos indiscreto en cartas semejantes a la novia de nuestro Víctor Hugo que han sido publicadas.
Esta divulgación, a fin de cuentas bastante oportuna, me impide, en lo que a mí respecta, detenerme en la dignidad de una unión cuyo respeto mutuo y la vigilancia de las tareas parentales las confidencias de Freud mismo indican, en una palabra, la elevada tradición de las virtudes familiares judías. Pues, a través de esas primeras cartas no puede dejar de aparecer no se qué reducción al mínimo común denominador de una convención pequeño burguesa, de un amor cuyo lujo sentimental no excluye la economía y el rencor largo tiempo conservado por Freud contra su novia, por haberle hecho perder debido a un desplazamiento inoportuno la gloria de ser el inventor del uso quirúrgico de la cocaína. Esto permite vislumbrar una relación de fuerzas psíquicas para la cual el término de ambivalencia, empleado a diestra y siniestra, sería un disparate.
A decir verdad, no seguiremos la geografía de estos estragos a través del tiempo.
Escuché un día hablar de Freud en estos términos Sin ambición y sin necesidades. La cosa es cómica si se piensa en la cantidad de veces, a lo largo de toda su obra, en que Freud confiesa su ambición, avivada sin duda por tantos obstáculos, pero que va mucho más allá en el inconsciente, como él nos lo supo mostrar. ¿Será necesario, para que lo perciban, pintarles —como lo hizo Jung un día hablando conmigo—la recepción de Freud en la Universidad que él equiparaba a la atención mundial? Quiero decir, pintar el flujo—cuya significación simbólica el fue el primero en mostrar—que engalanó con una mancha que iba creciendo su pantalón claro.
¿Lo diré? No es este el relieve con el que anhelo esclarecer la figura de Freud, ya que a decir verdad me parece que nada puede ir más allá de la confidencia que el mismo ofreció en esa larga autobiografía que constituyen sus primeras obras, la Traumdeutung, la Psicopatología de la vida cotidiana, y el Witz. Nadie, en un sentido, llego tan lejos en la confesión, al menos en la medida que le impone a un hombre la preocupación por su autoridad. Y esto en nada disminuye su alcance. El estremecimiento en que estas confidencias se detienen da quizá la impresión de una barrera, pero nada ha permitido pasarla luego: incluso los más indiscretos hacedores de hipótesis nunca pudieron agregar nada a lo que el mismo nos confió.
Hay en esto algo que merece nos detengamos, y que está mandado a hacer para hacernos sentir el valor de un método crítico al que los introduciré por sorpresa, diciéndoles que una obra se juzga midiéndola con sus propios criterios.
Si el descubrimiento del psicoanálisis estriba realmente en haber reintegrado a la ciencia todo un campo objetivable del hombre y haber mostrado su supremacía, y si ese campo es el del sentido, ¿por qué buscar la génesis de este descubrimiento fuera de las significaciónes que su inventor encontró en sí mismo en la vía que lo llevaba a él, por qué buscar fuera del registro al que éste debe con estricto rigor confinarse? Si debemos recurrir a algún resorte ajeno al campo descubierto por nuestro autor, y por nadie sino él, para explicar lo que es, la prevalencia de ese campo, por estar subordinada, se vuelve caduca.
Postular la supremacía y no la subordinación del sentido en tanto causa eficiente es aparentemente renegar de los principios de la ciencia moderna. En efecto, para la ciencia positiva, a la que pertenecen los maestros de Freud esa pléyade que Jones evoca con toda razón al comienzo de su estudio— toda dinámica del sentido es, por petición de principio, descartable, fundamentalmente superestructura. La ciencia que Freud aporta, si tiene el valor que él pretende, es por tanto una revolución.
¿Tiene ese valor? ¿Tiene esa significación?
Quiero detenerme aquí para intentar restituir la perspectiva que muestra el relieve propio de la obra de Freud, actualmente borrado.
Les pido que de inmediato presten atención a un contraste entre lo que la obra de Freud significa auténticamente y lo que actualmente se les ofrece como el sentido del psicoanálisis. Para muchos de ustedes, los estudiantes, y, a medida que se van acercando más a las cosas de la esfera mental, el psicoanálisis es un medio de abordaje que permite comprender mejor, dicen, al enfermo mental.
Nunca podré recomendar lo suficiente, a aquellos de ustedes que frecuentan la literatura analítica—y Dios sabe que se ha vuelto enorme, casi difusa—que unan a esa lectura una dosis al menos proporcional de lectura de Freud mismo. Verán resplandecer la diferencia.
El término frustración, por ejemplo, se ha vuelto el leitmotiv de las madres ponedoras de la literatura analítica de lengua inglesa, con todo lo que entraña de abandonismo y relación de dependencia. Ahora bien, este término esta mera y simplemente ausente de la obra de Freud. El uso primario de nociones sacadas de su contexto, como la de prueba de realidad, o de nociones bastardas como la de relación de objeto, el recurso a lo inefable del contacto afectivo y de la experiencia vivida, todo esto es estrictamente ajeno a la inspiración de la obra de Freud.
Este estilo tiende desde hace algún tiempo a rebajarse al nivel de un optimismo bobo utilizado como principio de un moralismo equivoco, y fundado en un esquematismo igualmente grosero, que es realmente la imagen más somera que le haya tocado al hombre para recubrir su propio desarrollo la famosa sucesión de las fases llamadas pregenitales de la libido. La reacción no dejo de hacerse sentir, de tal modo que ahora hemos caído en la pura y simple restauración de una ortopedia del yo, que hubiese hecho sonreír a todo el mundo hace tan sólo cien años como una petición de principio de las más simplistas.
Este deslizamiento bastante inverosímil se debe, creo, a lo siguiente: pensar que el análisis está destinado a servir de pasarela para acceder a una especie de penetración intuitiva, y de comunicación fácil con el paciente, indica un profundo desconocimiento. Si el análisis no hubiese sido más que un perfecciónamiento de la relación médico-enfermo, literalmente no lo necesitaríamos.
Hace muy poco, leyendo un viejo texto de Aristóteles, la Etica a Nicomaco, con la intención de encontrar en él el origen de los temas freudianos sobre el placer—es una lectura saludable—tropecé con un termino curioso que quiere decir algo así como temible. Eso me explicó muchas cosas, en particular por que son a veces las mejores mentes entre los jóvenes psiquiatras las que se precipitan en esta vía errónea, que parece cautivarlos. Pienso en efecto, que paradójicamente son los mejores, muchachos terriblemente inteligentes. Temen serlo, y se dan miedo: ¿Adónde iríamos si nos dejáramos Levar por nuestra bella inteligencia? Entonces inician un análisis donde se les enseña que su intelectualización es una forma de resistencia. Cuando salen de él, están encantados, aprendieron con que vara se medía esa famosa intelectualización que durante largo tiempo fue para ellos una barrera. Llegados ahí, mi discurso ya no puede estarles destinado.
En contraste, ¿de que trata la obra de Freud? ¿Cuál fue su relieve, y, para decirlo todo, su estilo? Su estilo por sí sólo bastaría para dar idea de su alcance. Para saberlo, les ruego se remitan a otra forma de resistencia que no fue mucho mejor vista que esa a la que aludí hace un instante.
Durante mucho tiempo se pensó que la primera resistencia encontrada por la obra de Freud se debía a que tocaba cosas de la sexualidad. ¿ Por que, Dios mío, las cosas de la sexualidad habrían de ser menos bien recibidas en esa época que en la nuestra en la que parecen hacer las delicias de todos?
Por otra parte, hubo que esperar hasta nuestra época para que algún bienintencionado docto señale el parentesco de la obra de Freud con la Naturphilosophie que reinó en Alemania a comienzos del siglo XIX. Tan lejos esta este momento de haber sido fugaz y contingente que Jones lo representa, desde una perspectiva anglosajona, y tampoco faltaban en Francia, sobre todo en la época en que Freud comenzó a difundirse entre nosotros, de ciertas tendencias irracionalistas o intuicionistas, que preconizan el retorno a la efusión afectiva, incluso sentimental, para comprender al hombre, incluso a los fenómenos naturales; no necesito evocar el nombre de Bergson ¿Por qué la gente honesta y culta, vio de inmediato en la obra de Freud no se qué exceso de cientificismo? ¿Por qué los científicos mismos, que parecían contrariados por los resultados y la originalidad del método cuyo estatuto no identificaron de inmediato, nunca intentaron remitir a Freud a la filosofía vitalista o irracionalista que era entonces mucho más vivaz?
A decir verdad, nadie se engañó al respecto. En efecto, el psicoanálisis es realmente una manifestación del espíritu positivo de la ciencia en tanto explicativa. Esta lo más lejos posible de un intuicionismo. Nada tiene que ver con esa comprensión àpresurada, cortocircuitada, que tanto reduce y simplifica su alcance. Para volver a colocarlo en su verdadera perspectiva, basta con abrir la obra de Freud, y ver el lugar que ocupa en ella cierta dimensión que nunca ha sido adecuadamente destacada. El valor de oposición que adquiere ante la actual evolución del psicoanálisis puede ser ahora reconocido, nombrado y orientado hacia una verdadera reforma de los estudios analíticos.
Suelto prenda, y les digo qué es, de un modo que intentara ser rápido e impactante.
Abran la Ciencia de los sueños. Nada verán en ella que se asemeje a esa grafología de dibujos infantiles que terminó convirtiéndose en el tipo mismo de la interpretación analítica, nada de esas manifestaciones crecientes y decrecientes del sueño despierto. Si a algo se parece, es a un desciframiento. Y la dimensión en juego es la del significante. Tomen un sueño de Freud, verán que domina en el una palabra como Autodidasker. Es un neologismo. A partir de ella encuentran el Askel, y algunos recuerdos más. Cuando se trata de interpretar, la forma misma de la palabra es absolutamente esencial. Una primera interpretación, orientación o dicotomía, nos dirigirá hacia la sala. Daremos con Alex, el hermano de Freud, por intermedio de otra transformación, puramente fonética y verbal. Freud encuentra en su memoria una novela de Zola en la que figura un personaje llamado Sandoz. Tal como Freud lo reconstruye, Zola hizo Sandoz a partir de Aloz, anagrama de su nombre, reemplazando el Al, comienzo de Alejandro por la segunda sílaba sana. Pues bien, así como pudo hacerse Sandoz con Zola, Alex esta incluido en el Askel que Freud soñó. Como la ultima parte de la palabra Autodidasker.
Les digo qué hizo Freud. Les digo cómo procede su método. Y, en verdad, basta abrir una página cualquiera de la Traumdeutung para encontrar algo equivalente. Habría podido tomar cualquier otro sueño, por ejemplo el sueño en que habla de las bromas que le hicieron a propósito de su nombre, o ése en que figura una vejiga natatoria. Encontraran siempre una sucesión de homonimias o de metonimias, de formaciones onomásticas que son absolutamente esenciales para la comprensión del sueño, y sin las cuales este se disipa, se desvanece.
Emil Ludwig escribió un libro de una injusticia casi difamatoria contra Freud, en el cual evoca la impresión de alienación delirante que según él provoca su lectura. Casi diría que prefiero un testimonio como éste al borramiento de los ángulos, a la reducción melosa a la que se dedica la literatura analítica que pretende seguir a Freud. La incomprensión, el rechazo, el choque manifestados por Emil Ludwig honesto o de mala fe, poco importa es el mejor testimonio de que la disolución de la obra de Freud culmina en la decadencia en la que esta cayendo el análisis.
¿Como pudo omitirse el papel fundamental de la estructura del significante? Evidentemente, comprendemos por que. Lo que se expresa en el seno del aparato y del juego del significante es algo que sale del fondo del sujeto, algo que puede llamarse su deseo. A partir del momento en que el deseo está capturado por el significante, es un deseo significado. Y todos estamos entonces fascinados por la significación de ese deseo. Y olvidamos, a pesar de que Freud lo recuerda, el aparato del significante.
Freud, sin embargo, subraya que la elaboración del sueño es lo que hace del sueño el primer modelo de la formación de síntomas. Ahora bien, esta elaboración se asemeja mucho a un análisis lógico y gramatical, que se ha vuelto simplemente un poco más erudito que el que habíamos cuando íbamos a la escuela. Este registro es el nivel normal de trabajo freudiano. Es el mismo registro que hace de la lingüística la más avanzada de las ciencias humanas, siempre y cuando se quiera simplemente reconocer que la ciencia positiva, la ciencia moderna, se distingue no por la cuantificación, sino por la matematización, y más precisamente la matematización combinatoria, es decir lingüística, incluyendo la serie y la recurrencia.
Este es el relieve de la obra freudiana, sin el cual nada de lo que luego desarrolla es ni siquiera pensable.
No soy el único que lo dice. Publicamos recientemente el primer volumen de la revista con que inauguramos nuestro intento de retomar la inspiración freudiana, y allí podrán leer como encontramos, en el fondo de los mecanismos freudianos, esas viejas figuras de retórica, que con el tiempo terminaron perdiendo su sentido para nosotros, pero que durante siglos suscitaron un prodigioso interés. La retórica, o arte del orador, era una ciencia y no sólo un arte. Nos preguntamos ahora, como ante un enigma, por que esos ejercicios cautivaron durante tanto tiempo a grupos enteros de hombres. Si es una anomalía, es análoga a la de la existencia de los psicoanalistas, y quizá la misma anomalía está en juego en las relaciones del hombre con el lenguaje, y reaparece en el curso de la historia de modo recurrente bajo diversas incidencias, y se presenta ahora en el descubrimiento freudiano, bajo el ángulo científico. Freud se encontró con ella en su práctica medica, cuando tropezó con ese campo donde se ve a los mecanismos del lenguaje dominar y organizar sin que lo sepa el sujeto, fuera de su yo concierte, la construcción de ciertos trastornos que se llaman neuróticos.
Vean otro ejemplo que da Freud al comienzo de la Psicopatología de la vida cotidiana, y que comenté en mi seminario. Freud no recuerda el nombre Signorelli, y se le presentan una serie de otros nombres, Botticelli, Boltraffio, Trafoi. ¿Como construye Freud la teoría de este olvido? Hablando con alguien en el transcurso de un corto viaje por Bosnia- Herzegovina tiene esta especie de perdida del nombre. Está también el comienzo de una frase pronunciada por un paisano: ¿Herr, que puede decirse ahora? Se trata de la muerte de un enfermo, ante la cual un medico nada puede. Entonces tenemos Herr, y la muerte, que esta oculta, porque Freud, igual que cualquiera de nosotros, no tiene ninguna razón particular para detenerse a pensar en ella. ¿En qué otro lugar Freud tuvo ya oportunidad de rechazar la idea de la muerte? En un lugar cercano a Bosnia, donde recibió muy malas nuevas sobre uno de sus enfermos.
Ven ustedes el mecanismo. Su esquema, análogo al de un síntoma, basta para demostrar la importancia esencial del significante. En la medida en que Signorelli, y la serie de nombres, son palabras equivalentes, traducciones unas de otras, metáfrasis si quieren, la palabra está vinculada con la muerte reprimida, rechazada por Freud. Y las tacha todas, hasta en el interior de la palabra Signorelli que sólo esta relaciónada del modo más lejano: Signor, Herr.
¿Qué surge en su lugar como respuesta? Surge el otro, que es y no es Freud, el otro que está del lado del olvido, el otro del que el yo de Freud se retiró, y que responde en su lugar. No da la respuesta, porque le está prohibido hablar, pero da el comienzo del telegrama, responde Trafoi y Boltraffio, a los que hace intermediarios de la metonimia, del deslizamiento entre Herzegovina y Bosnia. Freud tiene de este mecanismo exactamente la misma concepción que la que aquí expongo. Verifíquenlo.
De igual modo, lo que aporto Freud de luminoso, de único, sobre el tema del Witz, sólo se concibe a partir del material significante en juego.
Esto es lo que más allá de todos los determinismos y de todas las formaciones, más allá de todos los presentimientos, Freud encuentra pasada la cuarentena. Ya lo sabemos, tenía un padre, tenía una madre, como todo el mundo, y su padre esta muerto, todos saben que eso no pasa desapercibido, pero estos datos no deben hacernos desconocer la importancia del descubrimiento del orden positivo del significante al cual sin duda algo en el lo preparaba, la larga tradición literaria, literalista, a la que pertenecía.
El descubrimiento que hizo en el manejo de los sueños, se distingue radicalmente de toda intepretación intuitiva de los sueños, tal como pudo practicarse anteriormente. Tenla, por lo demás, una elevada conciencia del carácter crucial en su pensamiento de esa aventura que es la Traumdeutung, y escribiendo a Fliess, habla de ella con una especie de fervor la llama algo así como mi planta de jardinero. Con eso quiere decir que una nueva especie salió de su vientre.
3)
La originalidad de Freud—que desconcierta nuestro sentimiento, pero que es la única que permite comprender el efecto de su obra—es el recurso a la letra. Es la sal del descubrimiento freudiano y de la practica analítica. Si no quedase fundamentalmente algo de eso aún, hace mucho que nada quedarla del psicoanálisis. Todo se desprende de ahí. ¿Cuál es ese otro que habla en el sujeto, y del cual el sujeto no es ni el amo ni el semejante, cuál es ese otro que habla en él? Ese es todo el asunto.
No basta decir que es su deseo, pues su deseo es libido, cosa que, no lo olvidemos, quiere decir ante todo antojo, deseo desmedido, porque habla. Si dos significantes no estuviesen para sostener esa ruptura, esas fragmentaciones, esos desplazamientos, esas transmutaciones, esas perversiones, esos aislamientos del deseo humano, éste no tendría ninguno de los carácteres que hacen el fondo del material significativo que el análisis brinda.
Tampoco basta decir que ese otro es en cierto modo nuestro semejante, so pretexto de que habla la misma lengua que lo que podemos llamar el discurso común, el que se cree racional, y que en efecto, a veces lo es. Porque en ese discurso del otro, lo que creo ser yo ya no es sujeto, sino objeto. Es una función de espejismo donde el sujeto no se encuentra más que como desconocimiento y negación.
Conviene comprender la teoría del yo a partir de esto
Freud la produjo en varias etapas, y sería errado creer que hay que fecharla a partir de Das Es. Quizás ustedes ya han oído hablar de la famosa tópica freudiana. Temo que hayan escuchado demasiado hablar de ella, pues el modo en que es interpretada va en sentido contrario de aquello para lo que Freud la introdujo. Freud hizo una teoría del yo, anterior a esta tópica que ahora ocupa el primer plano, a partir de 1914, con su artículo capital, Introducción al narcisismo.
La referencia principal, única de la teoría y la práctica analíticas actuales, a saber, las famosas etapas llamadas pregenitales de la libido, que se suele pensar que son el inicio de la obra freudiana, son de 1915, el narcisismo es de 1914.
Freud enfatizó la teoría del yo con fines que no se pueden desconocer. Se trataba de evitar dos escollos. El primero, es el dualismo. Hay una especie de manía en cierto número de analistas que consiste en hacer del inconsciente otro yo, un yo malo, un doble, un semejante simétrico del yo, cuando en cambio la teoría del yo en Freud está hecha para mostrar que lo que llamamos nuestro yo es cierta imagen que tenemos de nosotros mismos, que nos proporciona un espejismo, de totalidad sin duda. Esos espejismos-pilotos, para nada polarizan al sujeto en el sentido del conocimiento de sí que se llama profundo; en lo que a mi respecta no tengo mucho apego por ese adjetivo. La función del yo es designada principalmente por Freud como análoga en todo a lo que se llama en la teoría de la escritura un determinativo.
No todas las escrituras son alfabéticas. Algunas son ideofonéticas, y conllevan determinativos. En chino un signo como éste quiere decir una cosa casi justa, pero si le agregan esto, que es un determinativo, quiere decir gobernar. Y si en lugar de poner ese determinativo ponen otro, quiere decir enfermedad. El determinativo acentúa de cierta manera, hace entrar en una clase de significaciónes algo que ya tiene su individualidad fonética de significante. Pues bien, el yo es exactamente para Freud una especie de determinativo, mediante el cual algunos de los elementos del sujeto son asociados a una función especial que surge en ese momento en el horizonte de su teoría, a saber la agresividad, considerada como carácterística de la relación imaginaria con el otro en la que el yo se constituye por identificaciones sucesivas y superpuestas. Su valor móvil, su valor de signo, lo distingue esencialmente de la entidad del organismo como un todo. Y, efectivamente, ese es el otro escollo que Freud evita.
En efecto, Freud, al tiempo que adscribía a un centro la personalidad que habla en el inconsciente, quiso evitar el espejismo de la famosa personalidad total que no dejó de reconquistar el terreno a través de toda la escuela americana, la cual no cesa de relamerse con este término, para preconizar la restauración de la primacía del yo. Es un desconocimiento completo de la enseñanza de Freud. La personalidad total es precisamente lo que Freud distingue como fundamentalmente ajeno a la función del yo tal como había sido vista hasta entonces por los psicólogos.
Hay una doble alienación en el movimiento de la teoría freudiana.
Está el otro como imaginario. La tradicional Selbst-Bewusstsein o conciencia de sí se instaura en la relación imaginaria al otro. De ningún modo la unidad del sujeto puede realizarse en este sentido. El yo ni siquiera es el lugar, la indicación, el punto de alineamiento, el centro organizador del sujeto, él le es profundamente disimétrico. Aunque al comienzo va a hacer comprender la dialéctica freudiana en este sentido: de ningún modo puedo esperar mi realización y mi unidad del reconocimiento de un otro que esta capturado conmigo en una relación de espejismo.
Esta también el otro que habla desde mi lugar, aparentemente, ese otro que esta en mí. Es un otro cuya Índole es totalmente diferente que la del otro, mi semejante.
Esto aporta Freud.
Si aún hubiese que confirmarlo, sólo tendríamos que señalar de que modo se prepara la técnica de la transferencia. Todo está hecho para evitar la relación yo a yo, el espejismo Imaginario que podría establecerse con el analista. El sujeto no está cara a cara con el analista. Todo está hecho para borrar todo lo que tenga que ver con una relación dual, de semejante a semejante.
Por otra parte, la técnica analítica deriva de la necesidad de una oreja, de un otro oyente. El análisis del sujeto sólo puede realizarse con un analista. Esto nos recuerda que el inconsciente es esencialmente palabra, palabra del otro, y sólo puede ser reconocida cuando el otro se la devuelve a uno.
Antes de terminar, quisiera aún decirles qué agrega Freud al final de su vida, cuando hace ya mucho que ha dejado atrás a la tropa de sus seguidores. Me basta como único testimonio el tono y el estilo del dialogo de Freud con todos los que le rodeaban, para impedirme dudar siquiera un instante de la profunda noción que tenía de la insuficiencia total de su radical incomprensión. Hay un momento de la obra de Freud en que éste simplemente se desengancha, entre 1920 y 1924. Sabe que ya no le queda mucho tiempo de vida, muerto a los 83 años en 1939, y va directamente al fondo del problema, a saber, el automatismo de repetición.
Esta noción de repetición nos incomoda hasta el punto que se atenta reducirla a una repetición de necesidades. Si, en cambio, leemos a Freud, vemos que el automatismo de repetición, al igual que desde el inicio toda su leería de la memoria, está fundado en la pregunta que le formula la insistencia de una palabra que, en el sujeto, regresa hasta haber dicho su ultima palabra, una palabra que debe regresar, a pesar de la resistencia del yo que es defensa, es decir: adhesión al contrasentido imaginario de la identificación al otro. La repetición es fundamentalmente insistencia de una palabra.
Y, en efecto, la última palabra de la antropología freudiana, concierne a lo que posee al hombre y hace de él, no el sostén de un irracional—el freudismo no es un irracionalismo, al contrario—, sino el sostén de una razón de la que es más víctima que amo, y por la que está condenado de antemano.
Esta es la última palabra, el hilo de Ariadna que atraviesa toda la obra freudiana. De cabo a rabo, desde el descubrimiento del complejo de Edipo hasta Moisés y el Monoteísmo, pasando por la paradoja, extraordinaria desde el punto de vista científico, de Totem y Tabú. Freud personalmente sólo se formuló una única pregunta: ¿como ese sistema del significante sin el cual no hay encarnación posible, ni de la verdad, ni de la justicia, cómo ese logos literal puede tener influencia sobre un animal que ni sabe qué hacer con el, ni puede curarse de él?, ya que en grado alguno interesa sus necesidades. Es, sin embargo, precisamente esto lo que hace el sufrimiento neurótico.
El hombre está poseído efectivamente por el discurso de la ley, y con el se castiga, en nombre de esa deuda simbólica que no cesa de pagar cada vez más en su neurosis. ¿Cómo puede establecerse esta captura, cómo entra el hombre en esa ley, que le es ajena, con la que, como animal, nada tiene que ver? Para explicarlo Freud construye el mito del asesinato del padre. No digo que sea una explicación, pero muestro por que Freud fomentó ese mito. Es necesario que el hombre tome partido en el como culpable. Esto subsiste en la obra de Freud hasta el final, y confirma lo que aquí presento, y que en otro lado enseño.
A partir de aquí, ¿cuál es el centro de gravedad del descubrimiento freudiano, cuál es su filosofía? No es que Freud haya hecho filosofía, siempre repudió que se le considerase filósofo. Pero, formularse una pregunta es ya serlo, aún cuando uno no sepa que se la formula. ¿Qué enseña pues Freud el filósofo ? Para dejar en su proporción, en su lugar, las verdades positivas que aportó, no olvidemos que su inspiración es fundamentalmente pesimista. Niega toda tendencia al progreso. Es fundamentalmente ami-humanista, en la medida en que en el humanismo existe ese romanticismo que quiere hacer del espíritu la flor de la vida. Freud debe situarse en una tradición realista y trágica, lo que explica que sus luces nos permitan hoy comprender y leer a los trágicos griegos.
¿Pero, para nosotros, trabajadores, para nosotros, científicos, para nosotros, médicos, para nosotros técnicos, qué dirección indica este retorno a la verdad de Freud?
La de un estudio positivo cuyos métodos y cuyas formas están dadas en esa esfera de las ciencias llamadas humanas que conciernen el orden del lenguaje, la lingüística. El psicoanálisis debería ser la ciencia del lenguaje habitado por el sujeto. la perspectiva freudiana, el hombre, es el sujeto capturado y torturado por el lenguaje.
Indudablemente, el psicoanálisis nos introduce a una psicología, pero ¿cual? La psicología propiamente dicha es efectivamente una ciencia, y de objetos perfectamente definidos. Pero, sin duda a causa de las resonancias significativas de la palabra, nos deslizamos hasta confundirla con algo que se relacióna con el alma. Se piensa que cada quien tiene su psicología. Mejor seria, en este segundo empleo, darle el nombre que podría tener. No nos engañemos: el psiconálisis no es una egología. En la perspectiva freudiana de la relación del hombre con el lenguaje, ese ego no es para nada unitario, sintético, está descompuesto, complejificado en distintas instancias, el yo, el superyó, el ello. Convendría, por cierto, que no se hiciese de cada uno de estos términos un pequeño sujeto a su modo, mito grosero que no lleva a nada, no esclarece nada.
Freud no pudo tener dudas sobre los peligros que corría su obra. En 1938 en el momento en que toma la pluma para su ultimo prefacio a Moisés y el Monoteísmo, pone una nota muy curiosa: No comparto, dice, la opinión de mi contemporáneo Bernard Shaw, quien pretende que el hombre sería capaz de algo si le estuviese permitido llegar a la edad de trescientos años. No pienso que esta prolongación de la existencia tuviese la menor ventaja, a menos —dice la traducción— que las condiciones del porvenir fueran totalmente transformadas.
Vemos aquí el triste carácter de estas traducciones. En alemán, tiene un sentido muy distinto: sería necesario que hubiesen cambiado muchas otras cosas, en la raíz, en la base en las determinaciones de la vida.
Este comentario del viejo Freud que sigue desarrollando su meditación antes de abandonar su mensaje a la descomposición, me parece un eco de los términos con que el coro acompaña los últimos pasos de Edipo hacia el bosquecillo de Colona. Acompañado de la sabiduría del pueblo, medita sobre los deseos que hacen que el hombre persiga sombras, designa ese desvarío por el que ni siquiera puede saber dónde están esos bosques. Me asombra que nadie —salvo alguien que lo tradujo al latín, no demasiado mal— haya nunca sabido traducir bien el mé phunaï que entonces profiere el coro. Se lo reduce al valor de un verso que dice que sería mejor no haber nacido, mientras que el sentido es totalmente claro: el único modo de sobrepasar todos esos asuntos de logos, el único modo de terminar con ellos sería no haber nacido tal. Este es el sentido mismo que acompaña el gesto del viejo Freud, en el momento en que rechaza con su mano todo anhelo de que su vida se prolongue.
Es cierto que el mismo, en algún lado en su trabajo sobre el Witz, en otras palabras, sobre la agudeza, indica una respuesta: Sería mejor no haber nacido: desgraciadamente sólo ocurre una vez en 200.000.
Les doy esta respuesta.