Principio del análisis del delirio. La interlocución delirante. El dejar plantado. Diálogo y voluptosidad. La política de Dios.
A propósito de una expresión empleada por Schreber, para decir las voces le señalan que les falta algo, yo les hacía notar que tales expresiones no existen porque sí, que nacen en el curso de la historia de la lengua, y en un nivel de creación suficientemente elevado como para que sea precisamente en un círculo interesado en las cuestiones del lenguaje. Estas expresiones parecen ser la consecuencia natural de determinado ordenamiento del significante, pero se puede certificar históricamente su aparición en un momento preciso.
Decía pues que le mot me manque (me falta la palabra), expresión que parece tan natural, aparece en el Saumaize con la indicación de que nació en las conversaciones de las preciosas. En aquella época llamaba tanto la atención, que él acota su aparición, atribuyéndosela a Saint- Amant. Encontré casi cien expresiones como ésa: c’est la plus naturelle des femmes (Es la más natural de las mujeres) – II est brouillé avec Untel (Esta disgustado con Fulano) – II a le sens droit (Tiene el juicio recto) – Tour de visage (Contorno del rostro) – Je me connais un peu en gens (Entiendo bastante de gente) – Jouer à coup sûr (Jugar sobre seguro) – II agit sans façons (No hace aspavientos) – II m’a fait mille amitiés (Me hizo mil sonrisas) – Cela est assez de mon gout (Esto es de mi agrado) – Il n’entre dans aucun détail (No entra en detalles) – Il s’est embarqué en une mauvaise affaire (Se embarcó en un mal negocio) – Il pousse les gens a bout (Saca de quicio a la gente) – Sacrifier ses amis (Sacrificar a sus amigos) – Cela est fort (Es un descaro) – Faire des avances (Hacer avances) Faire figure dans le monde (Figurar en sociedad). Estos giros, que les parecen de lo más naturales, y que se han vuelto usuales, están registrados en el Saumaize, y también en la Retórica de Berry, que es de 1663, como creados en el círculo de las preciosas. Esto les muestra cómo no hay que hacerse ilusiones con la idea de que el lenguaje está moldeado por una aprehensión simple y directa de lo real. Todos suponen una larga elaboración, implicaciones, reducciónes de lo real, lo que podríamos llamar un progreso metafísico. Que las personas actúen de determinada manera con ciertos significantes, entraña todo tipo de presupuestos. Me falta la palabra, por ejemplo, supone, primero, que la palabra tiene que estar.
1)
Retomaremos hoy nuestro comentario siguiendo tos principios metódicos que hemos postulado. Para avanzar un poquito en el delirio del presidente Schreber, procederemos a tomar el documento. Es, por cierto, lo único que tenemos.
Señalé que Schreber había redactado el documento en una época en que su psicosis. estaba lo bastante avanzada como para que pudiese formular su delirio. A raíz de esto, admito ciertas reservas, legítimas, puesto que se nos escapa algo que podemos suponer más primitivo, anterior, originario: la vivencia, la famosa vivencia, inefable e incomunicable de la psicosis en su período primario o fecundo.
Cada quien es libre de dejarse hipnotizar por eso, y de pensar que perdemos lo mejor. Deplorar que se pierde lo mejor suele ser una manera de evitar lo que se tiene a mano, y que quizá valdría la pena considerar.
¿Por qué un estado terminal sería menos instructivo que un estado inicial? No es seguro que el estado terminal signifique una minusvalía, a partir del momento en que postulamos el principio que, en materia de inconsciente, la relación del sujeto con lo simbólico es fundamental.
Este principio exige que abandonemos la idea, implícita en muchos sistemas, de que lo puesto en palabras por el sujeto es una elaboración impropia y siempre distorsionada, de una vivencia que sería una realidad irreductible. Es efectivamente la hipótesis sobre la cual descansa La Conciencia Mórbida de Blondel, buen punto de referencia al que a veces recurro con ustedes. Según Blondel, la vivencia del delirante tiene algo tan original e irreductible que, cuando el la expresa, lo que nos ofrece sólo puede engañarnos. Sólo queda renunciar a penetrar esa vivencia impenetrable. La misma suposición psicológica, implícita en lo que cabe llamar el pensamiento de nuestro tiempo, marca el empleo usual y abusivo de la palabra intelectualización. Para todo un tipo de intelectuales modernos, existe algo irreductible que la inteligencia esta destinada, por definición, a no alcanzar. Bergson hizo mucho para establecer este peligroso prejuicio.
Una de dos: o bien el delirio no pertenece en grado alguno a nuestro dominio, el del análisis, nada tiene que ver con el inconsciente; o bien depende del inconsciente tal como nosotros—es un trabajo que hemos hecho juntos—hemos creído poder elaborarlo en el curso de estos últimos años.
En su fondo, el inconsciente está estructurado, tramado encadenado, tejido de lenguaje. Y el significante no sólo desempeña en él un papel tan importante como el significado, sino que desempeña el papel fundamental. En efecto, lo que carácteriza al lenguaje, es el sistema del significante en cuanto tal. El juego complejo del significante y del significado plantea problemas a orillas de los cuales nos mantenemos, porque no hacemos aquí un curso de lingüística. Pero han entrevisto lo suficiente para saber que la relación del significante y del significado dista mucho de ser, como se dice en teoría de conjuntos, bi-unívoca.
El significado no son las cosas en bruto, dadas de antemano en un orden abierto a la significación. La significación es e! discurso humano en tanto remite siempre a otra significación. Saussure en sus celebres cursos de lingüística, representa un esquema con un flujo que es la significación y otro que es el discurso, lo que escuchamos. Este esquema muestra que la segmentación de una frase en sus diversos elementos entraña ya cierta arbitrariedad. Existen sin duda esas unidades que son las palabras, pero cuando se las examina detenidamente, no son tan unitarias. Aquí poco importa. Pues bien, Saussure piensa que lo que permite la segmentación del significante es una determinada correlación entre significante y significado. Evidentemente, para que ambos puedan ser segmentados al mismo tiempo, es necesaria una pausa
Este esquema es discutible. En efecto, se aprecia claramente que, en sentido diacrónico, con el tiempo, se producen deslizamientos, y que en cada momento el sistema en evolución de las significaciónes humanas se desplaza, y modifica el contenido de los significantes, que adquieren empleos diferentes. Espero haberlo hecho sentir con los ejemplos que acabo de dar. Bajo los mismos significantes, se producen, con el correr de los años, deslizamientos de significación como esos que prueban que no puede establecerse una correspondencia bi-unívoca entre ambos sistemas.
Un sistema del significante, una lengua, tiene ciertas particularidades que especifican las sílabas, los empleos de las palabras, las locuciones en que se agrupan, y ello condiciona, hasta en su trama más original, lo que sucede en el inconsciente. Si el inconsciente es tal como Freud lo describió, un retruécano puede en sí mismo ser la clavija que sostiene un síntoma, retruécano que no existe en una lengua vecina. Esto no quiere decir que el síntoma esté fundado siempre en un retruécano, pero siempre esta fundado en la existencia del significante en cuanto tal, en una relación compleja de totalidad a totalidad, o más exactamente de sistema entero a sistema entero, de universo de significante a universo de significante.
Hasta tal punto es esta la doctrina de Freud, que no puede darse otro sentido a su termino de sobredeterminación, y a la necesidad que el postula de que, para que haya síntoma, es necesario que haya al menos duplicidad, al menos dos conflictos en causa, uno actual y otro antiguo. Sin la duplicidad fundamental del significante y el significado, no hay determinismo psicoanalítico concebible. El material vinculado al antiguo conflicto es conservado en el inconsciente a título de significante en potencia, de significante virtual, para poder quedar capturado en el sentido del conflicto actual y servirle de lenguaje, es decir de síntoma.
En consecuencia, cuando abordamos los delirios con la idea de que pueden ser comprendidos en el registro psicoanalítico, en el orden del descubrimiento freudiano, y según el modo de pensamiento que éste permite en lo concerniente al síntoma, ven claramente que no hay razón alguna para rechazar, como producto de un compromiso puramente verbal, como una fabricación secundaria del estado terminal, la explicación que Schreber da de su sistema del mundo, aún si el testimonio que nos entrega no siempre esta, sin duda, más allá de toda crítica.
Sabemos bien que el paranoico, a medida que avanza, vuelve a pensar retroactivamente su pasado, y encuentra hasta en años muy lejanos el origen de las persecuciones de las que fue objeto. A veces, situar un acontecimiento le cuesta muchísimo trabajo, y percibimos claramente su tendencia a proyectarlo, por un juego de espejos, hacia un pasado que también se vuelve bastante indeterminado, un pasado de eterno retorno, como dice Schreber. Pero esto no es lo esencial. Un escrito tan extenso como el del presidente Schreber, conserva todo su valor a partir del momento en que suponemos una solidaridad continua y profunda de los elementos significantes, desde el inicio hasta el final del delirio. En una palabra, el ordenamiento final del delirio permite captar los elementos primarios que estaban en juego; en todo caso, podemos legítimamente buscarlos.
Por ello, el análisis del delirio nos depara la relación fundamental del sujeto con el registro en que se organizan y despliegan todas las manifestaciones del inconsciente. Quizás, incluso, nos dará cuenta, si no del mecanismo último de la psicosis, al menos de la relación subjetiva con el orden simbólico que entraña. Quizá podremos palpar cómo, en el curso de la evolución de la psicosis, el sujeto se sitúa en relación al conjunto del orden simbólico, orden original, medio distinto del medio real y de la dimensión imaginaria, con el cual el hombre siempre tiene que vérselas, y que es constitutivo de la realidad humana.
So pretexto de que el sujeto es un delirante, no debemos partir de la idea de que su sistema es discordante. Es sin duda inaplicable, lo cual es uno de los signos distintivos de un delirio. En lo que se comunica en el seno de la sociedad, es absurdo, como se dice, e incluso harto embarazoso. La primera reacción del psiquiatra ante un sujeto que empieza a contarle disparates, es de molestia. Escuchar a un señor proferir afirmaciones a la vez perentorias y contrarias a lo que se suele admitir como orden normal de la causalidad, es algo que lo perturba, y su principal preocupación en el interrogatorio es que las clavijas encajen en los agujeritos, como decía Péguy en sus últimos escritos, refiriéndose a la experiencia que el asumía, y a esas personas que quieren, en el momento en que se declara la gran catástrofe, que las cosas conserven las mismas relaciones que antes. Proceda con orden, señor, dicen al enfermo, y los capítulos ya están escritos.
Al igual que todo discurso, un delirio ha de ser juzgado en primer lugar como un campo de significación que ha organizado cierto significante, de modo que la primera regla de un buen interrogatorio, y de una buena investigación de la psicosis, podría ser la de dejar hablar el mayor tiempo posible. Luego, uno se hace una idea. No digo que en la observación siempre suceda así, y, en general, los clínicos han sabido abordar las cosas bastante bien. Pero la noción de fenómeno elemental, las distinciones de las alucinaciones, los trastornos de la percepción, de la atención, de los diversos niveles en el orden de las facultades, han contribuido sin duda alguna a oscurecer nuestra relación con los delirantes.
En cuanto a Schreber, lo dejaron hablar, por la sencilla razón de que no le decían nada, y tuvo todo el tiempo del mundo para escribir su gran libro.
2)
Vimos ya la vez pasada que Schreber introduce distinciones en el concierto de las voces, en tanto productos de esas diferentes entidades que llama los reinos de Dios.
Esta pluralidad de agentes del discurso plantea por sí sola un grave problema, porque no es concebida por el sujeto como una autonomía. Hay cosas de gran belleza en este texto cuando habla de las voces, y hace ver su relación con el fondo divino, de donde no deberíamos pasar a decir que emanan, porque entonces empezaríamos nosotros a hacer una construcción. Hay que seguir el lenguaje del sujeto, y el no habló de emanación.
El ejemplar que tuve entre manos, tenía en el margen las anotaciones de una persona que debía creerse muy letrada, porque había puesto explicaciones de este tipo frente al término schreberiano de procesión. Esta persona había oído hablar sin duda de Plotino, pero ésta es una de las comprensiones àpresuradas que debemos evitar. No creo que se trate de algo parecido a una procesión plotiniana.
En el pasaje que leí, el sujeto insiste en que el ruido que hace el discurso es tan moderado que lo llama cuchicheo Pero ese discurso está ahí todo el tiempo, sin discontinuidad El sujeto puede taparlo, así se expresa, mediante sus actividades y sus propias palabras, pero siempre está listo para volver a adquirir la misma sonoridad.
A título de hipótesis de trabajo, como se dice hoy en día, puede admitirse que no es imposible que este discurso sea sonoro para el sujeto. Es mucho decir, quizá demasiado, pero dejemos eso por el momento. En todo caso, este discurso está relaciónado con lo que suponemos ser el discurso continuo, que memoriza para todo sujeto su conducta en cada momento, y que de algún modo dobla su vida. No sólo estamos obligados a admitir esta hipótesis debido a lo que hace poco supusimos era la estructura y la trama del inconsciente, sino que es lo que podemos percibir en la experiencia más inmediata.
Alguien me contó, no hace mucho tiempo, haber tenido la experiencia siguiente. Sorprendido por la brusca amenaza de un automóvil a punto de atropellarlo, hizo—todo indica que fue así—los gestos necesarios para evitarlo, y entonces surgió un término, en su cabeza por así decir, vocalizado mentalmente, el de traumatismo craneano. No se puede decir que esta verbalización sea una operación que forme parte de la cadena de los reflejos adecuados para evitar el choque que hubiera podido provocar un traumatismo craneano, por el contrario, está ligeramente distante de la situación, además de que supone en la persona una serie de determinaciones que hacen del traumatismo craneano algo especialmente significativo para ella. Vemos surgir así a ese discurso latente siempre dispuesto a asomar, y que interviene en su propio plano, en otra clave que la música de la conducta total del sujeto.
Este discurso se presenta al sujeto Schreber, en la etapa de la enfermedad de la que habla, con un carácter dominante de Unsinn. Pero ese Unsinn no es para nada simple. El sujeto que escribe y nos hace sus confidentes se pinta como padeciendo ese discurso, pero el sujeto que habla—están relaciónados de alguna manera, si no, no lo estaríamos calificando de loco— dice cosas muy claras, esta que ya cité: Aller Unsinn hebt sich auf!; ¡Todo sin-sentido se anula, se eleva, se transpone! El presidente Schreber dice escuchar esto, en el registro de la alocución que le dirige su interlocutor permanente.
Ese Aufheben es un termino muy rico, es el signo de una implicación, de una búsqueda, de un recurso propio del Unsinn, que como dice Kant en su análisis de los valores negativos, dista mucho de ser una pura y simple ausencia, una privación de sentido. Es un Unsinn muy positivo, organizado, son contradicciónes que se articulan, y por supuesto, en el esta presente todo el sentido del delirio de nuestro sujeto, que vuelve tan apasionante a su novela. Ese Unsinn es lo que del delirio se opone, se compone, se continua, se articula. La negación no es en este caso una privación, y vamos a ver con respecto a que tiene validez.
¿Cual es la articulación, en este discurso, del sujeto que habla en las voces y del sujeto que relata esas cosas como significantes? Es sumamente complejo.
La última vez empecé a esbozar esta demostración insistiendo en el carácter significativo de la suspensión de sentido, que se produce por el hecho de que las voces no terminan sus frases.
Hay allí un procedimiento particular de evocación de la significación, que nos ofrece sin duda la posibilidad de concebirla como una estructura, la que destaque a propósito de esa enferma que, en el momento en que escuchaba que le decían Marrana, murmuraba entre dientes Vengo del fiambrero; a saber, la voz alusiva, la mención indirecta del sujeto. Ya habíamos podido vislumbrar en ese caso una estructura muy cercana al esquema que damos de las relaciones entre el sujeto que habla concretamente, que sostiene el discurso, y el sujeto inconsciente, que está ahí, literalmente, en ese discurso alucinatorio. Esta ahí, señalado, no podemos decir que en un más allá, puesto que precisamente en el delirio falta el otro, pero en un más acá, una especie de más allá interior.
Proseguir esta demostración no sería imposible. Pero tal vez sería introducir demasiado rápido, si queremos proceder con todo rigor, esquemas que podrían parecer preconcebidos en relación a los datos. En el contenido del delirio, sobran datos de más fácil acceso, que nos permiten proceder de otro modo, y tomarnos nuestro tiempo.
A decir verdad, tomarse su tiempo participa de esa actitud de buena voluntad cuya necesidad preconizo aquí para avanzar en la estructura del delirio. Ponerlo de entrada en el paréntesis psiquiátrico es efectivamente la fuente de la incomprensíon en que hasta el presente se ha mantenido. De partida postulan, que se trata de un fenómeno anormal, con lo cual, se condenan a no comprenderlo. Se guardan de el, se guardan así de su seducción, tan aparente en el presidente Schreber, quien le pregunta al psiquiatra lisa y llanamente: ¿Acaso no teme volverse loco de vez en cuando? Totalmente cierto. Alguno de los buenos maestros que conocimos tenía idea clara de adonde lo llevaría escuchar a esos tipos que largan todo el día cosas tan singulares.
¿Acaso no sabemos nosotros, los psicoanalistas, que el sujeto normal es en lo esencial alguien que se pone en posición de no tomar en serio la mayor parte de su discurso interior? Observen bien en los sujetos normales, y por ende en ustedes mismos, la cantidad de cosas que se dedican fundamentalmente a no tomar en serio. Es tal vez, sencillamente, la primera diferencia entre ustedes y el alienado. Por eso en gran medida, el alienado encarna, sin pensarlo siquiera, aquello en lo cual iríamos a parar si empezáramos a tomar las cosas en serio.
Tomemos pues en serio, sin demasiado temor, a nuestro sujeto, nuestro presidente Schreber y, como no podemos discernir de una vez ni el objetivo, ni las articulaciones, ni los fines de ese singular Unsinn, intentemos abordar mediante ciertas preguntas lo que vislumbramos, y veamos dónde disponemos de brújula.
Primero, ¿hay un interlocutor?
Si, hay uno, que en el fondo es único. Es sumamente entretenido analizar esa Einheit, si pensamos en ese texto de Heidegger sobre el logos que traduje, que aparecerá en el primer numero de nuestra nueva revista, La Psychanalyse, que identifica el logos con el En heracliteano. Precisamente, veremos que el delirio de Schreber, a su manera, es un modo de relación del sujeto con el conjunto del lenguaje.
Lo que Schreber expresa nos muestra la unidad que el percibe en quien sostiene ese discurso permanente ante el cual se siente alienado, y al mismo tiempo una pluralidad en los modos y los agentes secundarios a quienes atribuye las diversas partes del discurso. Sin embargo, la unidad es efectivamente fundamental, ella domina, y él la llama Dios. Aquí estamos en terreno conocido. Para decir que es Dios, el hombre tendrá sus razones. ¿Por qué negarle el manejo adecuado de un vocablo cuya importancia universal conocemos, que es incluso para algunos una de las pruebas de su existencia? Bastante sabemos cuán difícil es, para la mayoría de nuestros contemporáneos, distinguir cuál es su contenido preciso, entonces, ¿por qué en el caso del delirante, en especial, nos tenemos que negar a dar crédito a lo que nos dice ?
Lo notable es que Schreber es un discípulo de la Aufklärung, es incluso uno de sus últimos florones, pasó su infancia en una familia donde la religión no contaba, nos da la lista de sus lecturas: todo ello le sirve como prueba de la seriedad de lo que experimenta. Después de todo, no entra en discusiones para saber si se equivocó o no, dice: Es así. Es un hecho del que he tenido las pruebas más directas, sólo puede ser Dios, si la palabra tiene algún sentido. Hasta entonces nunca había tomado en serio esa palabra, y a partir del momento en que experimenté estas cosas, hice la experiencia de Dios. La experiencia no es la garantía de Dios, Dios es la garantía de mi experiencia. Yo les hablo de Dios, tengo que haberlo sacado de algún lado, y como no lo saque del cúmulo de mis prejuicios de infancia, mi experiencia es verdadera. En este punto es muy fino. No sólo es, en suma, un buen testigo, sino que no comete abusos teológicos. Esta, además, bien informado, yo hasta diría que es un buen psiquiatra clásico.
Encontramos en su texto una cita de la sexta edición de Kraepelin, leída por el en detalle, que le permite reírse de lo que este considera una rareza: que lo que experimenta el delirante tiene un gran poder de convicción.
Atención, dice Schreber, no se trata de eso para nada. Esto evidencia muy bien que no soy un delirante como dicen los médicos, pues soy totalmente capaz de reducir las cosas, no sólo a lo que dice el medio que frecuento, sino incluso al sentido común. Así, a veces, oigo el ruido del tren o del vapor arrastrado por cadenas, que hacen un ruido enorme, y las cosas que pienso se inscriben en los intervalos regulares de esos ruidos monótonos, igual que, estando en un vagón de tren, uno modula los pensamientos que tiene en la cabeza siguiendo los ruidos que todos conocemos. Pero yo distingo muy bien las cosas, y las voces que oigo son algo diferente, a lo cual ustedes no le conceden el alcance y sentido que tiene.
Este análisis schreberiano brinda la oportunidad de criticar desde su interior ciertas teorías genéticas de la interpretación o de la alucinación. Hay muchos ejemplos más en el texto.
Entonces, ese Dios que se le reveló, ¿cuál es? Es primero presencia. Y su modo de presencia es el modo hablante.
Un comentario primero. No tendré que buscar demasiado los testimonios que necesito, para mostrar la importancia de la función providencial en la idea que los sujetos se hacen de la divinidad. No digo que sea la mejor manera de abordar las cosas desde el punto de vista teológico, pero, en fin, abriendo un poco al azar un libro que intenta hablarnos de los dioses de Epicuro, leí estas líneas muy bien escritas: Desde que existe la creencia en los dioses, existe el convencimiento de que ellos regulan los asuntos humanos, de que ambos aspectos de la fe son conexos (..) La fe nació de la observación mil veces repetida de que la mayoría de nuestros actos no alcanzan su objetivo, siempre queda necesariamente un margen entre nuestros designios mejor concebidos y su cumplimiento; permanecemos así en la incertidumbre, madre de la esperanza y del temor.
El texto es del Padre Festugière, muy buen escritor, y excelente conocedor de la Antigüedad griega. Sin duda el estilo algo apologético de esta introducción, consagrada a la constancia de la creencia en los dioses, está algo sesgado por su tema, a saber, que el epicureísmo se construyó por entero en torno a la cuestión de la presencia de los dioses en los asuntos humanos, porque no puede dejar de asombrarnos la parcialidad de esta reducción de la hipótesis divina a la función providencial, es decir a la exigencia de que seamos recompensados por nuestras buenas intenciones: cuando son amables, les ocurren cosas buenas. Pero, en fin, es significativo.
Sobre todo que no hay huella de ella en Schreber, cuyo delirio es en gran parte teológico, que tiene una pareja que es divina. Ciertamente, la notación de una ausencia es menos decisiva que la notación de una presencia, y el hecho de que algo no este debe siempre, en el análisis de los fenómenos, estar sujeto a precauciones. Si contásemos con más precisiones sobre el delirio del presidente Schreber, quizá se podría contradecir esto. Ahora bien, la notación de una ausencia es extraordinariamente importante para la localización de una estructura. Entonces, señalo lo siguiente: válida o no teológicamente, no hay huella alguna en Schreber de la noción de providencia, de la Instancia que remunera, tan esencial al funcionamiento del inconsciente y que aflora en lo consciente En consecuencia, digamos, para ir rápido, que esta erotomanía divina ciertamente no debe inscribirse de inmediato en el registro del superyó.
Entonces, aquí tenemos a ese Dios. Ya sabemos que es el que habla todo el tiempo, el que no cesa de hablar para no decir nada. Hasta tal punto es esto cierto que Schreber consagra muchas páginas a examinar qué querrá decir ese Dios que habla para no decir nada, que, sin embargo, habla sin parar.
Esta función inoportuna no puede distinguirse ni por un instante del modo de presencia propio de Dios. Pero las relaciones de Schreber con el de ningún modo se limitan a esto, y quisiera poner el énfasis ahora en la relación fundamental y ambigüa en que esta Schreber respecto a su Dios, que se sitúa en la misma dimensión que la de su parloteo incesante.
De algún modo, esta relación está presente desde el origen, aún antes de que Dios se haya descubierto, en el momento en que el delirio tiene como sostenes a personajes del tipo Flechsig y en primer término al propio Flechsig, su primer terapeuta. La expresión alemana que, siguiendo a Freud, voy a subrayar, expresa para el sujeto su modo de relación esencial con el interlocutor fundamental, y permite establecer una continuidad entre los primeros y los últimos interlocutores del delirio en la cual reconocemos que hay algo en común entre Flechsig, las almas examinadas, los reinos de Dios con sus diversas significaciónes, posteriores y anteriores, superiores e inferiores, y por fin el Dios último, en el que todo parece al fin resumirse, instalándose Schreber al mismo tiempo en una posición megalomaníaca. Ya sea al comienzo del delirio, cuando está en juego la inminencia de una violación, de una amenaza contra su virilidad, sobre la que Freud puso todo el énfasis; ya sea al final cuando se establece una efusión voluptuosa donde se supone que Dios encuentra una satisfacción aún mayor que nuestro sujeto, el asunto es el siguiente, lo más atroz es que lo van a dejar plantado.
La traducción de ese liegen lassen no es mala, pues tiene sonoridades sentimentales femeninas. En alemán, está mucho menos marcado, y es también mucho más amplio, es dejar yacer. A lo largo de todo el delirio schreberiano, la amenaza de ese dejar plantado retorna como un tema musical, como el hilo de Ariadna que volvemos a encontrar en el tema literario o histórico.
Justo al comienzo, forma parte de las negras intenciones de los violadores perseguidores, y es lo que a cualquier precio debe evitarse. Es imposible no tener la impresión de que la relación global del sujeto con el conjunto de los fenómenos de los que es presa consiste en esta relación esencialmente ambivalente: cualquiera sea el carácter doloroso, pesado, inoportuno, insoportable de esos fenómenos, el mantenimiento de su relación con ellos constituye una necesidad cuya ruptura le seria absolutamente intolerable. Cuando ella se encarna, vale decir cada vez que pierde contacto con ese Dios—con quien esta en relación en un doble plano, el de la audición y otro más misterioso, el de su presencia, vinculado a lo que llama la beatitud de la pareja, y sobre todo la de su pareja más que la suya—, cada vez que se interrumpe la relación, que se produce el retiro de la presencia divina, estallan toda suerte de fenómenos internos de desgarramiento, de dolor, diversamente intolerables.
Este personaje con el que tiene que ver Schreber en una doble relación, dialogo y relación erótica, distintas y sin embargo nunca disyuntas, se carácteriza también por lo siguiente: nunca entiende nada de lo que es propiamente humano. Este rasgo es a menudo acerado bajo la pluma de Schreber. Sobre las preguntas que Dios le hace para incitarlo a respuestas implícitas en la interrogación misma, que Schreber no se permite dar, dice: Se me tienden trampas demasiado necias. Schreber hace incluso toda suerte de desarrollos bastante agradablemente racionalizados acerca de las dimensiones de la certeza, y propone una explicación. ¿Como llegar a concebir que Dios sea tal que de verdad no comprenda nada de las necesidades humanas? ¿Cómo se puede ser necio hasta el punto de creer, por ejemplo, que si dejo un instante de pensar en algo, me he vuelto completamente idiota, o incluso que he vuelto a caer en la nada? Esto, empero, es lo que hace Dios, y se aprovecha de ello para retirarse. Cada vez que esto se produce, me dedico a una ocupación y manifiesto mi presencia. Para que Dios, a pesar de sus miles de experiencias pueda creer esto, tiene que ser verdaderamente ineducable.
Schreber hace sobre este punto desarrollos que están lejos de ser tontos, emite hipótesis, argumentos, que no desentonarían en una discusión estrictamente teológica. Siendo Dios perfecto e imperfectible, la noción misma de un progreso a través de la experiencia adquirida es totalmente impensable. El propio Schreber piensa, sin embargo, que este argumento es un poco sofisticado, porque esa perfección irreductible es completamente sorda a las cosas humanas. A diferencia del Dios que sondea los riñones y los corazones, el Dios de Schreber sólo conoce la superficie de las cosas, no ve más que lo que ve, y nada comprende de lo que es interior, pero como todo esta inscrito en algún lado con lo que el llama el sistema de notación, en fichitas, al final, al cabo de esta totalización, estará de todos modos perfectamente al tanto de todo.
Schreber explica muy bien por otra parte que es obvio que Dios no puede tener el menor acceso a cosas tan contingentes y pueriles como la existencia de máquinas de vapor y locomotoras. Pero, como las almas que ascienden hacia las beatitudes han registrado todo esto en forma de discurso, Dios lo recoge y tiene así de todos modos alguna idea de lo que pasa en la tierra en cuanto a esas menudas invenciones, desde el trompo hasta la bomba atomice. Es un sistema muy lindo, y tenemos la impresión de que es descubierto por un progreso extraordinariamente inocente, por el desarrollo de consecuencias significantes, en un despliegue armonioso y continuo a través de diversas fases, cuyo motor es la relación perturbada que mantiene el sujeto con algo que toca al funcionamiento total del lenguaje, del orden simbólico y del discurso.
No puedo decirles todas las riquezas que entraña Hay, por ejemplo, una discusión de las relaciones de Dios con los juegos de azar, de un brío extraordinario. ¿Puede Dios prever el número que saldrá en la lotería? No es una pregunta Idiota y ya que hay aquí personas que tienen una fuerte creencia en Dios, que se hagan la pregunta. El orden de omnisciencia que supone el hecho de adivinar el papelito que saldrá de una gran bola presenta dificultades considerables. Desde el punto de vista de lo real, no hay «en esa masa equilibrada», diferencia alguna entre los pedazos de papel, salvo una diferencia simbólica. Hay pues que suponer que Dios entra en el discurso. Es una prolongación de la teoría de lo simbólico, lo imaginario y lo real.
Entraña algo: que las intenciones de Dios no son claras. Nada es más impresionante que ver cómo la voz delirante surgida de una experiencia indiscutiblemente original conlleva en el sujeto una especie de quemazón del lenguaje que se manifiesta por el respeto con que mantiene la omnisciencia y las buenas intenciones como sustanciales a la divinidad. Pero no puede dejar de ver, particularmente al comienzo de su delirio, cuando los fenómenos penosos provenían de toda suerte de personajes nocivos, que Dios de todas maneras lo permitió todo. Ese Dios lleva a cabo una política absoluta mente inadmisible, de medias tintas, de semi-travesuras y Schreber desliza al respecto la palabra perfidia. A fin de cuentas, debe suponerse que hay una perturbación fundamental del orden universal. Como dicen las voces: Recuerden que todo lo mundializante entraña en sí una contradicción. Es de una belleza cuyo relieve no necesito señalar.
Nos detendremos por ahora en este análisis de la estructura de la persona divina.
El paso siguiente consistirá en analizar la relación de la fantasmagoría en su conjunto con lo real mismo. Con el registro simbólico, el registro imaginario, el registro real, haremos un nuevo progreso, que nos permitirá descubrir, espero, la naturaleza de lo que esta en juego en la interlocución delirante.