Quisiera hoy comenzar a introducir la cuestión de las identificaciones. Para aquellos que no estaban aquí la última vez y también para aquellos que sí estaban, les recuerdo el sentido de lo que se ha dicho. Traté de llevar de nuevo la atención sobre las dificultades que plantea la noción de la fase fálica, de mostrar que lo que Freud ha despejado de la experiencia, se experimente alguna dificultad para hacerla entrar en una racionalidad biológica que toma inmediatamente más claridad, si planteamos que el falo es tomado en una cierta función subjetiva que debe ejercer un determinado rol, que llamo un rol de significante, bien entendido, este falo en tanto que significante no cae del cielo.
Por otra parte es necesario que haya en su origen, que es un origen imaginario, alguna propiedad para ejercer esta función significante, que no es cualquiera; que es una función de significante más especialmente adaptada que otra a lo que pasa —en suma— en el enganche del sujeto humano en el conjunto del mecanismo significante.
Es, en alguna medida, un significante «cruce de caminos» un significante hacia el cual converge más o menos lo que pasa en la toma del sujeto humano, en el sistema significante, en la medida en que es necesario que su deseo pase por ese sistema para hacerse reconocer, y que sea profundamente modificado. Esto es un dato experimental que se deduce de: de que este falo lo reencontramos literalmente a cada paso de nuestra experiencia, de nuestra experiencia en el conflicto, del drama edípico. Es su entrada en el drama edípico, y las salidas del drama edípico, e incluso de cierta forma problemática, desbordando este drama edípico, ya que además no se puede dejar de estar afectado por el problema que plantea la presencia de este falo, y del falo paterno, especialmente, en los fantasmas kleinianos primitivos, en la medida en que justamente es su presencia la que plantea la cuestión de saber ¿en qué registro vamos a insertar estos fantasmas kleinianos?
En el registro de la manera en la que la misma Melanie Klein lo ha propuesto, en la admisión de una suerte de Edipo ultra precoz, o al contrario para admitir el funcionamiento imaginario primitivo que vamos a clasificar como pre-edípico.
Se diría, casi, que la cuestión puede ser dejada en suspenso, al menos provisoriamente.
Para esclarecer esta función que se presenta aquí, de una manera del todo general —justamente porque se presenta esencialmente como una función de significante, como una función simbólica— debemos incluso antes de llevar nuestras fórmulas al último término, ver en cuál economía significante está implicado este falo; dicho de otro modo, este algo que la exploración de Freud ha articulado bajo esta forma a la salida del Edipo, después del rechazo del deseo de Edipo, el sujeto sale nuevo, ¿provisto de qué? La respuesta es: de un ideal del Yo.
En el Edipo normal, el rechazo, que resulta del paso, del «passing» del más allá del Edipo, de la salida del Edipo, es que se ha constituido en el sujeto, algo que está con respecto a él, en un rapport, propiamente hablando, ambigüo.
Sobre este asunto conviene que procedamos todavía paso a paso, porque siempre se va demasiado aprisa. Hay una cosa, en todo caso, que se desprende de una manera unívoca, entiendo que de una sola vía, de lo que Freud en principio, y sobre esto todos los autores, no pueden no plantear como fórmula mínima: es que es una identificación distinta de la identificación del Yo, suponiendo que aquí está en un cierto rapport del sujeto a la imagen del semejante que nosotros podemos… … desprender la estructura que se llama el Yo.
La del ideal del Yo plantea un problema que le es propio: el ideal del Yo no se propone (es casi una….. (ilegible) que de decirlo) como un Yo ideal.
He señalado frecuentemente que los dos términos son distintos en Freud y en este mismo texto sobre el Narcisismo; y sobre esto miremos bien con una lupa: advertimos que en el texto es muy difícil la distinción. No es exacto en un principio (pero lo sería) que debamos por convención darnos cuenta que no existe ninguna sinonimia entre lo que es atribuido en los textos de Freud, tomado de la experiencia, a la función del ideal del Yo, con el nombre que podemos dar a la imagen del yo tan exaltada como la suponemos, cuando hacemos de esto una imagen ideal a la que el sujeto se identifica como siendo una composición de logro de sí mismo, modelado —si se puede decir— de sí mismo; aquello con lo que el sujeto se confunde, se tranquiliza a sí mismo de su «enteridad»
Por ejemplo aquello que está amenazado, aquello que está aquejado cuando hacemos alusión a las necesidades de reaseguramiento narcisista, a los temores de ataque narcisista al propio cuerpo, de algo que podemos meter en el registro de este Yo ideal, el ideal del Yo, sabemos que ya interviene en las funciones que son frecuentemente las funciones depresivas, incluso agresivas con respecto al sujeto. Freud lo hace intervenir en las diversas formas de depresión.
Ustedes saben que tiende hacia el final del capítulo, que en la escena psicológica y de análisis del Yo se llama un …., que es precisamente la primera vez que introduce de una manera decisiva y articulada esta noción del ideal del yo. Tiende a poner todas las depresiones a la cabeza y bajo el registro, no del ideal del Yo, sino de algún rapport vacilante, de algún rapport conflictual entre el Yo y el Ideal del Yo.
Admitamos que se puede tomar todo lo que pasará bajo este registro depresivo, o al contrario, de las relaciones de exaltación, bajo el ángulo de una hostilidad abierta entre las dos instancias —si se puede decir— de alguna instancia que para la declaración de las hostilidades, sea lo que fuere el Yo se subleva; sea que el ideal del Yo devenga demasiado severo con aquello que comportan las consecuencias y los contragolpes de todo desequilibrio de este rapport excesivo.
Entonces, este ideal del Yo, en todo caso, es algo que nos propone su problema. Se nos dice: el Ideal del Yo sale de una identificación, de una identificación tardía ligada a la relación en todo caso tercera, que es aquella del Edipo, una relación en la que se mezclan de una manera compleja las relaciones de deseo con las relaciones de rivalidad, de agresión, de hostilidad. Algo se juega, y la salida del conflicto es el objeto de un equilibrio.
Es incierto que la desembocadura del conflicto se propone en todo caso como habiendo acarreado una transformación subjetiva, que la introducción, la introyección decimos, en el interior de una cierta estructura (de algo que se encuentra en relación al sujeto para ser en lo sucesivo una parte de sí mismo) haya no obstante conservado una cierta relación con un objeto exterior. Si las dos cosas no estuvieran, si no tocáramos el tema de manera ligera, el análisis nos enseña que no pueden estar separadas intrasubjetividad e intersubjetividad, es decir que en el interior del sujeto, en las funciones que él lleva a todos lados consigo, cualquiera que sean las modificaciones que intervienen en su entorno y su medio, lo que es adquirido como Ideal del Yo es algo que está en el sujeto como el exiliado que lleva su patria en la suela de sus zapatos, su ideal del Yo bien le pertenece, es algo adquirido, no es un objeto, es algo que está en más en el sujeto.
Quiero decir entonces, que estas insistencias sobre la noción de que intrasubjetividad e intersubjetividad deben quedar ligadas en todo camino analítico correcto, es que las relaciones entre las instancias de las que se trata, (y esto es probado por los usos corrientes, por las mínimas necesidades del lenguaje cuando hablamos de los rapports entre Yo (moi) e ideal del Yo), son rapports, decimos de ordinario en el análisis, se habla de esto como de rapports que pueden ser buenos o malos, conflictuales o conciliados. Se deja entre paréntesis o no se acaba de formular lo que debe ser formulado: es que estos rapports están estructurados, articulados como rapports intersubjetivos.
En el interior del sujeto se reproduce (y ustedes lo ven bien, no puede reproducirse más que a partir de una organización significante), el mismo modo de rapports que existen entre los sujetos. No podemos pensar —aunque lo digamos, que esto puede ir diciéndose— que el superyó es efectivamente algo severo que acecha ahí al Yo en un recodo, para infligirle atroces miserias. NO es una persona, funciona en el interior del sujeto, como un sujeto se comporta en relación a otro sujeto, y justamente en esto que hay un rapport entre los sujetos, que no implica por eso la existencia de la persona. Bastan las condiciones introducidas por la existencia, el funcionamiento como tal del significante, para que los rapports intersubjetivos puedan establecerse.
Es esta intersubjetividad en el interior, pues de la persona viviente lo que es este algo del cual tenemos necesidad en el análisis.
Es en esta intersubjetividad que debemos hacernos una idea de lo que es esta función de ideal del Yo. Ustedes lo saben, no irán a encontrar esta función en un dicciónario, y no se les dará una respuesta unívoca, encontrarán allí los más grandes obstáculos. Esta función seguramente no es confundida con la del Superyó, esta ha venido casi a la vez, es cierto, en la terminología pero, se ha incluido distinguido de este mismo hecho. Está de igual forma, en parte, confundida, pude tener las mismas instancias. No obstante está más orientada hacia algo que en el deseo del sujeto juega una función tipificante que quizás parece bien ligada a la asunción ni más o menos que del tipo sexual en tanto que está implicado en toda la economía (diríamos incluso en esta ocasión) social; en la asunción de las funciones masculinas y femeninas, no simplemente en tanto que estas conducen al acto necesario para que la reproducción resulte, sino para todo un modo de relaciones entre el hombre y la mujer.
¿Cuál es el interés de la experiencia del análisis sobre este tema?
Es haber podido penetrar en algo que no se muestra, en cierto modo, más que en la superficie, y por estos resultados haber penetrado por el sesgo de los casos donde el resultado falta, y es precisamente el método bien conocido, —llamado psicopatológico— que consiste en descomponernos, en desarticularnos una función, aprehendiéndola allí donde ella se encuentra insensiblemente desfasada, desviada, donde de este mismo hecho, lo que se inserta de manera habitual más o menos normalmente en un complemento de entorno— nos revela tener sus raíces, sus detenciones.
Quisiera tomar la experiencia que hemos adquirido de la incidencia en parte faltante, o que suponemos provisoriamente faltante, de la identificación de un cierto tipo de sujeto con lo que se puede llamar su tipo regular, su tipo satisfactorio. Vamos a ver allí cómo elegimos —porque es necesario elegir bien— un caso particular. Tomemos, pues, el caso de las mujeres, de lo que se llama el «masculinity complexe», el complejo de masculinidad, de la manera en que se lo articula con la existencia de la fase fálica. Podemos hacerlo, porque de la existencia de esta fase fálica, les he mostrado, al principio, su lado problemático.
¿Hay ahí algo instintual?, ¿una especie de vicio del desarrollo instintual, el que hace que (en alguna forma se nos diría) de la existencia del clítoris sería ella sola la responsable, la causa que lo traduciría al extremo de la cadena la existencia del complejo de masculinidad?
De aquí en más estamos preparados para comprender que esto no debe ser tan simple, y que además si se lo mira de cerca, en Freud esto no es tan simple y en todo caso el debate que ha seguido, está hecho para mostrarnos que esto no es tan simple, incluso si este debate estuviera mal inspirado, a saber, si partiera de alguna manera de peticiones de principio, a saber, como que eso no pudiera ser así.
No es menos cuestionable que él vio que esto no era así, que no era pura y simplemente una cuestión de rodeo la que es exigida en el desarrollo femenino, por una anomalía natural, o simplemente por la famosa bisexualidad, de lo que se trata, que es de seguro más complejo, que no somos por eso capaces de formular de inmediato y simplemente lo que es, pero que seguramente lo que vemos, es que en la vicisitud de lo que se presenta como complejo de masculinidad en la mujer, hay algo que nos muestra de aquí en más una conexión de este elemento fálico, un juego, un uso de este elemento fálico que en todos los casos merece ser retenido, ya que además es por lo que un elemento puede ser puesto en uso, y asimismo con miras a esclarecernos sobre lo que es, este elemento en el fondo.
Qué nos dicen, pues, los analistas, especialmente los analistas femeninos que han abordado este tema?.
No diremos hoy todo lo que nos dicen. Me refiero especialmente a dos de estas analistas que están en un segundo plano de la discusión jonesiana del problema, que son: Hélène Deutch y Karen Horney.
Aquellos entre ustedes que leen inglés podrán remitirse a un artículo de Hélene Deutch, por un lado, que se llama: «The significant of masochisme…» (Enero 1930, parte I, Vol. 13) y, por otro lado, a un artículo de Karen Horney (vol. 5, Enero 1924). Tomemos Karen Horney, ¿qué nos dice Karen Horney? Karen Horney, cualquier cosa que sea lo que pueda pensar de las formulaciones de los últimos términos a los cuales ella ha llegado tanto en la teoría como en la técnica, ha sido sobre el plano clínico desde el comienzo y hasta la mitad de su carrera, indiscutiblemente, una creadora, que ha visto cosas que guardan su carrera, indiscutiblemente, una creadora, que ha visto cosas que guardan todo su valor, aunque haya podido deducir de esto algo más o menos endeble, concerniente a la situación antropológica del psicoanálisis. No es menos cierto que sus descubrimientos conservan todo su valor.
¿Qué es lo que resalta en su artículo sobre el complejo de castración?
Lo que resalta puede expresarse de una manera resumida en esto: ella remarca la ligazón, la analogía clínica de formación en al mujer de todo lo que se ordena alrededor de la idea de la castración, con todo lo que esto comporta de resonancias, de marcas clínicas en lo que el sujeto en análisis articula de reivindicaciones, propiamente hablando, del órgano como de algo que le falta.
Ella muestra por una serie de ejemplos clínicos, —y conviene que se remitan a este texto— que no hay diferencia de naturaleza, las cosas se continúan insensiblemente con aquellos que se presentan como ciertos tipos de homosexualidad femenina, a saber, aquellos en los que a lo que se identifica el sujeto en una cierta posición para con su partenaire, es a la imagen paterna.
Los tiempos están compuestos de la misma manera, los fantasmas, los sueños, las inhibiciones, los síntomas son los mismos. Parece una forma —no se puede incluso decir— atenuada de la otra, simplemente que ha o no ha superado una cierta frontera la cual permanece incierta.
El punto sobre el cual, a este propósito, Karen Horney pone el acento, es este: lo que pasa para estos casos nos incita a concentrar nuestra atención sobre un cierto momento del complejo de Edipo, que no es el primero, que no es tampoco el del medio, que está muy lejos, hacia el final, ya que supone alcanzado ya este momento donde no solamente la relación al padre está constituida, sino donde ésta está tan bien constituida que se forma en el sujeto niña pequeña bajo el aspecto de un deseo expreso del pene paterno, de algo —se nos dice y subraya— que implica, pues, un reconocimiento de esta realidad del pene, incluso no fantasmática, incluso no en general, no en esta media luz ambigüa que nos hace preguntarnos a cada instante que es lo que es el falo; sobre este plan, sobre el plan de la cuestión; ¿es este imaginario o no? Y en su función central implica esta existencia imaginaria, este falo en el que a diversas fases del desarrollo de esta relación, el sujeto femenino puede frente y contra todo mantener que lo posee, sabiendo perfectamente que no lo posee.
Lo posee simplemente en tanto que imagen, ya sea que lo haya tenido en lo que articula, ya sea que deba tenerlo, como es frecuente.
Aquí se trata de otra cosa, se nos dice. Se trata de un pene realizado como real, como siendo como tal, esperado. Yo no podría siquiera avanzar en esto, si ya no les hubiera hecho notar (modulando en tres tiempos el complejo de Edipo) que es bajo modos diversos que este llega en cada uno de los tres tiempos, y el padre en tanto que posee el pene real, es algo que interviene en el tercer tiempo. Se los he dicho especialmente en el niño varón, he aquí las cosas perfectamente situadas, pues, en la niña pequeña.
¿Qué pasa, según lo que se nos dice?
Se nos dice que en los casos de los cuales se trata, es de la privación de lo que aquí es esperado que va a resultar este fenómeno que no es inventado por Karen Horney, que está en el texto de Freud todo el tiempo puesto en acción, que es esta transformación, este viraje, esta mutación que hace que esto que era amor sea transformado en identificación, en la medida en la que el padre defrauda una espera orientada de una cierta manera, que comporta ya una maduración avanzada de la situación, en la medida en la que a esta exigencia del sujeto llegado (en suma, se podría decirlo de una cierta manera) a la cumbre de la situación edípica (si justamente su función no consistiera en esto que deba ser superado, es decir que es en su superación que el sujeto debe encontrar esta identificación satisfactoria, aquella a su propio sexo) se produce ese algo que anhela y que está articulado como tal, como un problema, como planteando un misterio. En Freud mismo está subrayado que este juego que admitimos como siendo la posibilidad por excelencia de la transformación del amor en identificación, es algo que no va totalmente solo.
Sin embargo es esto que nosotros admitimos en este caso para una primera razón en principio, que constatamos que es en este momento que se trata de articular, de dar una fórmula que nos permita concebir lo que es esta identificación en tanto que ligada a un momento de privación.
Es esto por lo cual yo quisiera tratar de darles algunas fórmulas, porque considero que son útiles para distinguir lo que esto es de lo que esto no es, en otros términos, introducir este elemento esencial de dialéctica, de articulación significante que no se los doy, acá, por placer, si puedo decirlo, ni por el gusto de reencontrarnos en las palabras; sino, al contrario, para que el uso que hacemos habitualmente de las palabras y de los significantes no sea un uso parecido a aquel que se llama confundir oro por baratijas, es decir, las cosas insuficientemente articuladas por cosas suficientemente claras en sí mismas. Es articulándolas bien que podremos medir efectivamente lo que pasa, y distinguir lo que pasa en un caso de lo que pasa en otro.
¿Qué sucede cuando el sujeto en cuestión, el sujeto femenino ha tomado una cierta posición de identificación al padre?
La situación, si ustedes quieren, es la siguiente: he aquí el padre, algo aquí a nivel del infante ha sido esperado; en fin, el resultado paradojal, singular es que bajo un cierto ángulo y de una cierta manera se nos dice que el infante deviene en tanto que ideal del yo, este padre.
El, por supuesto, no deviene realmente el padre, y aquí, siempre una mujer (en este caso) puede verdaderamente hablar de sus relaciones con su padre, basta escucharla de la manera más abierta decir: «Yo toso como él» por ejemplo. Es de algo que es una identificación de lo que se trata. Entonces tratemos de ver lo que pasa, tratemos de ver paso a paso la economía de la transformación.
La niña pequeña no está, por eso, transformada en hombre. Lo que encontramos como signos, como estigmas de esta identificación, son cosas que se expresan en parte, que pueden salir como aquellas, que pueden incluso ser señaladas por el sujeto, de las que el sujeto puede jactarse hasta una cierta medida.
¿Qué es esto?
Esto, aquí, no plantea ninguna duda. Son elementos significantes. Si una mujer dice: «Yo toso como mi padre» o «Je ne pousse du ventre ou du corps comme lui» hay aquí a pesar de todo elementos significantes de los que provisoriamente se trata.
Más exactamente, para despejar aquello de lo que se trata, le daremos un término especial porque no son significantes que están puestos en juego en una cadena significante. Los llamaremos las «insignias» del padre.
La actitud psicológica muestra aquí en la superficie esto: el sujeto, en suma —para llamar las cosas por su nombre — se presenta bajo la máscara, o se instala sobre ese algo que está sobre el lado parcialmente indiferenciado que hay en todo sujeto como tal, se coloca las insignias de la masculinidad.
Conviene quizá plantearse la cuestión, (con la lentitud que es lo que siempre debe guardarnos del error), de eso en lo que deviene con el andar, el deseo.
¿De qué es parte todo esto? El deseo, después de todo, no era un deseo viril. ¿Y qué es el deseo en la medida en que el sujeto ha tomado aquí, a este nivel, las insignias del padre? Estas insignias van a ser empleadas ¿frente a quién?
Frente a algo tercero, frente a algo de lo cual se nos dirá que toma —porque la experiencia nos lo muestra— el lugar de lo que en la primitiva evolución del Complejo de Edipo estaba en ese tercer lugar, es decir la madre.
El análisis mismo de un caso como éste, nos mostrará que a partir del momento de la identificación, es decir, a partir del momento en el que el sujeto se reviste de las insignias de aquello a lo cual está identificado, hay, pues, una transformación del sujeto en un cierto sentido, que le es del orden de un pasaje al estado de significante, de algo que es esto, las insignias.
Pero el deseo que entra en juego no es más el mismo que si fuera lo que era esperado en ese rapport al padre, si fuera algo (que podemos suponer al punto en que las cosas han llegado, en este punto en el que estamos en este momento en el Complejo de Edipo), algo extremadamente próximo a una posición genital pasiva, un deseo apasionado, un llamado propiamente femenino.
Está bien claro que no es el mismo el que está aquí, después de la transformación. Dejamos por el momento en cuestión saber lo que le ha pasado a este deseo. Hace un rato hemos dicho privación. Esto merece que lo retomemos, ya que además se podría decir frustración.
¿Por qué privación más bien que frustración?
Indico aquí que este hilo queda pendiente.
Sea lo que sea, lo que se va a establecer en la medida en que el sujeto que aquí ha llegado, también en la medida en que tiene un ideal del yo, algo puede pasar en el interior del mismo, que está estructurado como en la intersubjetividad; este sujeto va a ejercer un cierto deseo, ¿que es qué?
Sobre este esquema, lo que aparece, son las relaciones del padre a la madre. Está bien claro que lo que encontramos en un análisis, en el análisis de un sujeto como este en el momento en que lo analizamos, no es el doble, la reproducción de lo que pasaba entre el padre y la madre, por toda suerte de razones, no sería más que porque el sujeto no ha accedido más que del todo imperfectamente, que la experiencia muestra que por el contrario que va a venir en la relación, es todo lo pasado, toda la vicisitud de las relaciones extremadamente complejas que hasta aquí han modulado los rapports del infante con la madre, es decir todo lo que desde el origen, desde las frustraciones, las decepciones ligadas a lo que existe —forzosamente— de contratiempo, de sacudidas en las relaciones del infante con la madre, con todo lo que acarrean de una relación extraordinariamente complicada, especialmente hacemos intervenir con un acento totalmente particular las relaciones agresivas, las relaciones agresivas en su forma más original, relaciones también de rivalidad, todas las incidencias por ejemplo, de la llegada de elementos extraños al trío, a saber, todos los hermanos o hermanas que han podido intervenir más o menos inoportunamente en la evolución del sujeto y en sus relaciones con su madre.
Todo esto llevará su trazo y su reflejo para atemperar o para reforzar lo que se presentará, entonces, como reivindicación de las insignias de la masculinidad. Es esto lo que va a proyectarse en las relaciones que, en el joven sujeto, serán desde entonces comandadas, con su objeto a partir de este punto de la identificación en el que el sujeto, en suma, reviste las insignias de aquello a lo cual está identificado, en tanto que ha devenido, o que juega en él, el rol y la función de ideal del yo. Bien entendido, esta es una manera de imaginar los lugares de los que hablo, pero esto supone, evidentemente, .—si Uds. quieren comprenderlo— una suerte de idas y venidas.
Estas insignias, el sujeto las vuelve a traer consigo después del movimiento de oscilación del que se trata. Se reencuentra constituido de una cierta manera, y con un nuevo deseo.
Esta fórmula, este mecanismo de la transformación, con lo que este comporta, a saber: la intervención al principio de un elemento que debe ser primero libidinal, en segundo lugar la existencia junto a un tercer término con el cual el sujeto está en un rapport que permite la distinción de este tercer término, y que para esto exige en todo caso que en el pasado de la relación con este tercer término, haya intervenido este elemento radicalmente diferenciador que se llama la competencia, y en tercer lugar ese algo que hace que se produzca una suerte de intercambio, lo que ha sido el objeto de la relación libidinal deviene otra cosa, es transformado para el sujeto en funciones significantes, y su deseo pasa a otro plano, al plano del deseo establecido precedentemente con el tercer término, este resulta en el fondo de la operación, el mismo; quiero decir, el otro deseo, aquel que viene a substituir al deseo rechazado. El mismo está, sin embargo, transformado. Es esto lo que constituye el proceso de la identificación.
Es necesario que exista primero el elemento libidinal que apunte a un cierto objeto en tanto que objeto. Este objeto deviene en el sujeto un significante para ocupar el lugar que se llamará desde entonces ideal del yo.
El deseo por otra parte, sufre ese algo que comporta un …. Es otro deseo que viene en lugar del primero. Este otro deseo no es un deseo que viene de nada, éste no es la nada, este existía antes, concernía al tercer término, y sale de allí transformado.
He aquí el esquema que les ruego retengan en sus espíritus, porque es en alguna forma el esquema mínimo de todo proceso de identificación en el propio sentido, de identificación a nivel secundario, de identificación en tanto que funda el ideal del yo. No falta jamás ninguno de estos tres términos y este cambio de sitio que resulta de la transformación por una parte, de un objeto trans-significante, de la toma de lugar que este significante realiza en este momento en el sujeto (y que constituye, propiamente hablando, la identificación) es ese algo que encontramos en la base de lo que constituye un ideal del yo, y esto se acompaña siempre, también, de este algo que podemos llamar transferencia del deseo a saber, que otro deseo sobreviene, por otro lado que es un rapport con un tercer término que no tenía nada que ver con la primera relación libidinal puesta en causa, y que este deseo que viene a substituir al primero es, en esta sustitución y por esta sustitución, transformado.
Esto es completamente esencial. Podemos todavía explicarlo, pero de otra manera. Decimos que para retomar nuestro esquema bajo la forma en la que nosotros lo presentamos habitualmente, el infante en un primer rapport con el objeto primordial —esta es la fórmula general— toma la posición simétrica de la del padre. Entra en rivalidad, se sitúa en una posición contraria con respecto a la relación primitiva al objeto, en un punto X. Es en al medida en que deviene algo que puede revestirse de las insignias de aquello con lo cual él entra en rivalidad, que encuentra luego su lugar allí donde él está forzosamente, en una posición contraria a este punto X donde las cosas pasan; y allí donde vienen a constituirse bajo esta nueva forma que se llama ideal del yo. Retiene algo de este pasaje bajo la forma más general.
Se trata aquí de algo, en el que bien lo ven, no se trata más ni de padre ni de madre, se trata de rapports con el objeto. La madre es el objeto primitivo, el objeto por excelencia. Lo que él deduce en este caso, en esta ida y venida lo cual lo hace —en relación al objeto— entrar en rivalidad con un tercer término, es algo que se carácteriza por lo que se puede llamar el factor común que resulta de la existencia de los significantes, del hecho que en el psiquismo humano, en la medida en que los hombres tienen que ver con el mundo significante, y que son los significantes la condición necesaria, el desfiladero por donde es necesario que pase su deseo; en esta ida y venida hay siempre algo que implicará este factor común a la incidencia del signIficante en el deseo, a aquello que lo significa, a aquello que lo hace necesariamente un deseo significado. Este factor común es precisamente el falo. ES porque siempre forma parte de esto, que es el mínimo común denominador de este factor común, que lo encontramos siempre aquí en todos los casos, se trate del hombre o de la mujer.
En otros términos, es para esto que nos ubicamos aquí, en este x, el falo, el pequeño Y; ustedes ven lo que resulta de esto, es que está siempre con respecto al yo; es decir, ese algo que está establecido en un rapport del sujeto consigo mismo, y siempre más o menos frágilmente constituído; son respecto a la identificación primitiva— y ésta, en efecto, más o menos ideal, que el sujeto se hace de sí con un imagen siempre más o menos controvertida que no tiene nada que hacer con ese rapport de fondo que él tiene con eso a lo cual dirige sus demandas, es decir el objeto.
El ideal del yo se constituye en esta ida y vuelta siempre en una posición contraria, si se puede decir, de ese punto virtual donde se produce la puesta en competencia, la controversia del tercer término. Es en una posición contraria, que tiene siempre un cierto rapport con este factor común metonímico que es el falo, que se reencuentra en todas partes, y —entendiendo bien— lo que pasa a nivel del ideal del yo consiste esencialmente a tener el mínimo este factor común, y entendámoslo bien, compuesto de una manera que no lo deje ver, o que no lo deje ver más que como algo que se nos cuela siempre entre los dedos, ese algo que corre en el fondo de toda especie de asunción significante.
Es esto; es que este significante en todos los casos, avanza sobre el significado. El ideal del yo se constituye en este rapport con el padre, éste implica siempre el falo. Aquí es el padre el tercer término, éste implica siempre el falo, este lo implica siempre y únicamente en la medida en que este falo es el factor común, es el factor pivote de esta instancia del significante.
¿Qué nos dice por ejemplo una vez más una Hélène Deutch?
Karen Horney nos ha mostrado la continuidad del complejo de castración con la homosexualidad femenina. Hélène Deutch nos hablará de otra cosa. También ella nos dirá que la fase fálica bien juega el rol que nos dice Freud, lo que le importa es darse cuenta también de su vicisitud ulterior, esta vicisitud, ella la verá en esto: que la adopción, dice ella, de la posición masoquista que es esencial, constitutiva, dice ella, de la posición femenina, se basa sobre este plano que, es en la medida en que el goce clitoridiano se encuentra prohibido en la niña pequeña, que ella se encontrará encontrar su satisfacción de una posición que no será más pues, únicamente una posición pasiva, sino una posición de goce, asegurada en esta misma privación que le es impuesta del goce clitoridiano. Hay aquí alguna paradoja; pero una paradoja que Hélène Deutch sostiene de algo que va en ella hasta preceptos técnicos, constataciones de experiencia, y que llegan bien lejos en su paradoja. Quiero decir que les refiero aquí los datos de experiencia de una artista sometida como tal a una cierta elección (sin duda alguna) del material, pero que vale la pena que uno se detenga aquí.
Para Hélène Deutch la cuestión de la satisfacción femenina es algo que se presenta de una manera bastante compleja, porque ella considera que una mujer en su naturaleza de mujer y femenina, puede encontrar una satisfacción bastante cabal para que no aparezca nada que se presente como neurótico o atípico en su comportamiento, en su adaptación a sus funciones de mujer, sino que se presente para ella, bajo ninguna forma bien marcada, la satisfacción propiamente genital.
Lo repito, es la posición de la Sra. Deutch. A saber que, en suma, el cumplimiento de la satisfacción de la posición femenina, puede encontrarse enteramente sobre el plano de la relación maternal, en todo lo que implica en todas sus etapas al cumplimiento de la función de reproducción, a saber, en las satisfacciónes propias del estado de embarazo, del amamantamiento y de la conservación de la posición maternal, la maduración de la satisfacción, ligada al acto genital en sí mismo del órgano en sí mismo, para llamarlo por su nombre, que son algo que está bastante ligado a esta dialéctica de la privación fálica, ya que Hélène Deutch formula que entre los sujetos, ella ha reencontrado de una manera más o menos expuesta, de una manera más o menos inducida, esta implicación en la dialéctica fálica, a saber, que es en relación al hombre, en relación a un cierto grado de identificación masculina, que se constituye un equilibrio (forzosamente éste) conflictual, precario, de la personalidad.
Una reducción demasiado inducida de esta relación compleja, un avance a un grado llevado al extremo del análisis, es como para frustrar al sujeto de lo que hasta aquí, más o menos felizmente, ha realizado del goce en el plano genital, y llega a comportar para ella la indicación de dejar en alguna medida al sujeto el pene de sus identificaciones más o menos logradas en este plano, en todo caso adquiridas, de no —por un análisis demasiado avanzado— reducir, si así se puede decir, descomponer, analizar estas identificaciones, por no ponerlo en posición de pérdida en relación a lo que estos análisis revelan como ser el fondo, la estructura del goce adquirido, conquistado hasta aquí, hasta el análisis en tanto que estaría ligado, adquirido, —en el plano del goce genital, a algo que es justamente el pasado del sujeto en relación a sus identificaciones en tanto que el goce puede consistir en la frustración masoquista de una cierta posición que ha sido conquistada en un momento, y para que la frustración sea mantenida necesita al mismo tiempo la conservación de las posiciones de donde esta frustración puede ejercerse.
En otros términos, en ciertas condiciones, la reducción de identificaciones que son propiamente identificaciones masculinas, puede constituir un peligro para aquello que ha sido conquistado por el sujeto en el plano del goce en la dialéctica misma de esta identificación.
Esto vale lo que vale. Aquí la cuestión es simplemente que esto haya podido ser expuesto, que esto ha sido expuesto seguramente por alguien que no carece de experiencia, y que no sería más que por sus reflexiones que se manifiesta seguramente como alguien que reflexiona sobre su metiér y sobre las consecuencias de lo que ella hace. Por el contrario, es a este título y a este sólo título que esto merece ser mantenido en cuestión.
Les repito, y para resumir la posición de la Sra. Deutch, es —en suma— en el más allá del acto genital tal como se presenta efectivamente en las relaciones interhumanas; yo no digo que se presenta de la misma manera entre los petirrojos y entre las mantis religiosas, pero en la especie humana parecería que el centro de gravedad, el elemento de satisfacción mayor de la posición femenina, se encontraría en el más allá de esta relación genital como tal.
De alguna manera todo lo que pudiera ser aquí encontrado por la mujer, se ligaría esencialmente a una dialéctica de la que no debemos sorprendernos que intervenga aquí. ¿Qué quiere decir esto?
Esto quiere decir que este algo que está también muy manifiesto en la posición del hombre frente al acto genital, a saber, la importancia extrema de lo que se llama el placer preliminar, es aquí aquello que da, quizá, simplemente de una forma más acentuada, los materiales libidinales para poner en causa, pero que esos materiales libidinales entran en juego efectivamente a partir de su toma en la historia del sujeto, en una cierta dialéctica significante que implica la intrusión de la identificación posible al tercer objeto que es el padre en esta ocasión, y que todo lo que viene bajo el título de reivindicación fálica, e identificación al padre; complicada, de la relación de la mujer con su objeto; no es simplemente que la elaboración significante de aquello a lo cual se encuentran tomadas a préstamos las satisfacciónes que se producen propiamente en el acto genital, a saber, lo que he llamado hace un instante: placer preliminar; el orgasmo en sí mismo, y como tal, sería identificado con la cumbre del acto en sí mismo, plantea efectivamente a la experiencia el problema en la mujer de algo que merece, en efecto, ser planteado; dado que todo lo que sabemos fisiológicamente de la ausencia de una organización nerviosa directamente del acto en sí mismo, plantea efectivamente a la experiencia el problema en la mujer de algo que merece, en efecto, ser planteado; dado que todo lo que sabemos fisiológicamente de la ausencia de una organización nerviosa directamente formada para provocar la voluptuosidad en la vagina.
Esto nos lleva a tratar de formular esta cuestión de la relación del ideal del yo a una cierta vicisitud del deseo, y para formularla así: tenemos tanto en el varón como en la niña, en un momento dado, una relación a un cierto objeto cualquiera, a un objeto de aquí en más constituido, constituído en su realidad de objeto, y este objeto va a devenir algo que es el ideal del Yo. Va a devenir esto por sus insignias.
¿Por qué el deseo del que se trata en esta relación con el objeto ha sido llamado en esta ocasión privación?
Ha sido llamado en esta ocasión privación porque lo que constituye su carácterísticas es, no como se le dice, que concierne a un objeto real, es necesario, entender bien, que el padre en el momento en el que interviene en el primer ejemplo que he dado en la evolución en la niña, sea en efecto un ser bastante real en su constitución fisiológica, para que el falo pase a un estado de evolución que va más allá de la función puramente imaginaria, que pueda conservar largo tiempo en el penis-neid. Es cierto. Lo que constituye la privación del deseo es no que éste apunte a algo real en esta ocasión, sino que apunta a algo que puede ser demandado. No puede aquí haber e instaurarse —propiamente hablando— dialéctica de privación, más que cuando se trata de algo que el sujeto puede simbolizar. Es en la medida en que el pene paterno puede ser simbolizado, puede ser demendado, que se produce lo que pasa a nivel de la identificación de la que hoy se trata.
Hay aquí algo totalmente distinto de lo que interviene a nivel de lo prohibido que se constituye a pesar, por ejemplo, del goce fálico.
El goce clitoridiano, para llamarlo por su nombre, es quizás en un momento dado de la evolución, prohibido.
Lo que está prohibido rechaza al sujeto hasta algo donde no encuentra más nada para significarse. Es esto lo que produce, propiamente hablando, el carácter doloso, y es en la medida en que el yo puede (de parte del ideal del yo, por ejemplo, en esta ocasión) encontrarse en esta posición de rechazo, que se establece el estado —propiamente dicho— melancólico.
Volveremos sobre la naturaleza de este rechazo, pero entiendan de aquí en más aquí, que esto a lo cual hago alusión puede ser puesto en relación con el mismo término alemán que es en nuestro vocabulario lo que he puesto en relación con este rechazo, a saber, el término de Verwerfung.
Es en la medida en que de parte del ideal del yo del sujeto pueda encontrarse él mismo en su realidad viviente en esta posición de exclusión, de toda significación posible, de exclusión, que se establece el estado depresivo como tal.
Pero de lo que se trata en la formación del ideal del Yo, es un proceso totalmente opuesto: consiste en esto, en suma, que este objeto que se encuentra confrontado a algo que hemos llamado privación, en la medida en que es un deseo negativo, que es algo que puede ser demandado, que es en el plano de la demanda que el sujeto se ve rehusar este deseo, esta ligazón entre el deseo en tanto que rehusado, y el objeto. Es esto lo que está al principio, la constitución de este objeto como un cierto significante que toma un cierto lugar, que se substituye al sujeto que deviene una metáfora del sujeto, lo que se produce en la identificación al objeto del deseo, en el caso en el que la hija se identifica a su padre.
Es esto: este padre que ella ha deseado, y quien le ha rehusado el deseo de su demanda, deviene algo que está en su lugar. El carácter metafórico de la formación del ideal del yo es un elemento esencial, y de igual que en la metáfora lo que resulta de esto es la modificación de algo que no tiene nada que hacer con el deseo interesado en la constitución del objeto, que es un deseo que está en otra parte en este momento, el deseo que había ligado la niña pequeña a su madre, llamémosle en relación a la gran D, pequeña d. Toda la aventura precedente de la niña pequeña con su madre, viene aquí a tomar lugar en la cuestión y sufre las consecuencias de esta metáfora. Deviene ligado.
Reencontramos aquí la fórmula de la metáfora, que yo les he dado, en tanto que es, ustedes lo saben:
es decir algo que resulta de un cambio de significación. Después de la metáfora, este cambio de significación, es algo que se produce en las relaciones hasta aquí establecidas por la historia del sujeto, ya que, en suma, estamos siempre en el primer ejemplo de la niña pequeña con la madre. Lo que desde entonces modelará sus relaciones con su objeto, será esta historia, esta historia modificada por la instauración de esta función nueva en él, que se llama ideal del yo.