Hamlet, lo hemos dicho, no puede soportar la cita: La cita es, siempre, demasiado temprano para él, y la retarda. Este elemento de la procastination no puede; de ningún modo —pese a ciertos autores de una literatura que yo he profundizado cada vez más, en el curso de este estudio— , ser descartado. La procastination queda como una de las dimensiones esenciales de la tragedia de Hamlet.
Por el contrario, cuando él actúa, es, siempre, con precipitación. El actúa de golpe, cuando parece que se ofrece una ocasión, cuando no sé qué llamado del acontecimiento, más allá de él mismo, de su resolución, parece ofrecerle no sé qué apertura ambigüa que es, para nosotros analistas, propiamente eso que ha introducido en la dimensión de la realización, esta perspectiva que llamamos huida.
Nada es más claro que este momento donde él se precipita sobre eso que se mueve detrás del tapiz, donde mata a Polonio. Otros momentos también, el modo cuasi misterioso, yo diría casi en estado segundo, cuando, en la noche, se despierta sobre ese barco en la tempestad, del cual él va a verificar los mensajes; romper los sellos del mensaje del cual Guildenstern y Rosencrantz son portadores. Y el modo cuasi automático en el cual sustituye un mensaje por otro; rehace, gracias a su anillo, el sello real. Y también va a reencontrar esta ocasión prodigiosa del abordaje de los piratas, para marcharse por las buenas, de sus guardias, que irán hacia su propia ejecución, sin sospecharlo.
Nosotros tenemos, allí, algo de una verdadera fenomenología —porque es necesario llamar las cosas por su nombre— , de la cual nosotros sabemos el acento fácilmente reconocible, familiar, casi, de nuestra experiencia, como también de nuestras concepciones, en la relación con la vida del neurótico. Es que eso que, la última vez, intenta hacerles sentir, más allá de esas carácterísticas tan sensibles, en esta referencia estructural que recorre toda la obra, Hamlet está, siempre, en la hora del Otro.
Seguro, no es más que un espejismo la hora del Otro —y es también eso que les he explicado cuando cité la última respuesta, en ese significante del Otro barrado— pues no hay —se los he dicho— Otro del Otro. No hay, en el significante mismo, garante de la dimensión de la verdad, instaurada por el significante.
No hay sino su hora. Y no hay, además, sino una sola hora: es la hora de su pérdida. Y toda la tragedia de Hamlet está para mostrarnos el recorrido implacable de Hamlet, hacia esa hora.
Lo que especifica su destino, lo que hace, de eso, el valor altamente problemático, ¿que es eso, pues?. Porque esa cita con la hora de su pérdida no es solamente la suerte común, que es significativa en todo destino humano. La fatalidad de Hamlet tiene un signo particular, pues de otro modo, no tendría, para nosotros, ese valor eminente. Es ahí, pues, donde estamos. Es ahí que estábamos la última vez, en el fin de nuestro discurso .
¿Qué le falta a Hamlet? ¿Y hasta qué punto el dibujo de la tragedia de Hamlet, tal como Shakespeare nos la ha compuesto, nos permite una articulación, un punto de referencia de esta falta, que va más allá de las aproximaciones con las cuales siempre nos contentamos y que, además, por el hecho de contentarnos con que ellas sean aproximativas, hace, también, lo confuso, no solamente de nuestro lenguaje, sino de nuestra conducta, de nuestras sugestiones —es necesario decirlo— con respecto al paciente?.
Comencemos, de todos modos, por esta aproximación de la que se trata,
Se puede decir que, en Hamlet, eso que falta en todo momento, es lo que podríamos llamar un lenguaje comunicable, en el lenguaje de todos los días, esta suerte de fijación de una meta, de un objeto en su acción, que comporte, siempre, algo de lo que se llama arbitrario.
Hamlet, lo hemos visto, incluso hemos comenzado a explorar por qué, es alguien que, como dicen las buenas mujeres, no sabe lo que quiere. Y en cierto modo esta primera dimensión está, para él, en el discurso que le hace pronunciar Shakespeare, presentificado.
Ella esta presentificada en cierto giro crucial que es tan significativo, por otra parto. Es el giro de su eclipse en su tragedia. Quiero decir, durante el corto tiempo donde él no va a estar allí, donde va a hacer ese circuito marino del cual va a volver excesivamente rápido, apenas salido del puerto, siempre obediente.
Se cruza con las tropas de Fortimbrás, que está ahí, en el trasfondo de la tragedia, evocado desde el principio y que, al final, viene a hacer la limpieza en el escenario, recoger los muertos, poner en orden los estragos.
Y vemos, ahí, cómo nuestro Hamlet habla de Fortimbrás. Está impresionado de ver esas tropas valientes que van a conquistar un pedazo de Polonia en nombre de un pretexto guerrero más o menos fútil, que es la ocasión de una vuelta sobre sí mismo.
«La menor ocasión me acusa. Aguijonea mi venganza que se adormece. ¿Qué es un hombre si su felicidad suprema, si el empleo de su tiempo, está solamente en comer y dormir? Una bestia, sin más. El que puso en nosotros este ojo de la razón…» En inglés es «Sure, he that nade us with such large discourse / looking before and after, gaye us not / that capability and god—like reason / to fust in us unusec». Lo que el traductor transcribe, por razón, es el gran discurso, el discurso fundamental, lo que yo llamaba, aquí, el discurso concreto.
«… que nos hace ver delante y atrás, y que nos da esta capacidad…»
Ahí la palabra ‘razón’ llega a su lugar «… seguramente no nos hizo ese don divino para que, a falta de empleo, quede enmohecido en nosotros». Ahí, dice nuestro Hamlet, ya sea «olvido bestial», «bestial oblivion» —es una de las palabras claves de la dimensión de su ser en la tragedia—, «ya sea cobarde escrúpulo (craven scruple), quien demasiado minucioso encara el desenlace» —pensamiento que, dividido en cuatro, tiene un cuarto de sabiduría contra tres cuartos de cobardía— «vivo diciendo, no sé demasiado por qué, esta cosa debe hacerse (this thing’s to do), cuando tengo lo mejor para hacerlo y puedo, (Sith I have cause, and will, and strength, and means / To do’t), «Cuando tengo la razón, la causa, la voluntad, la fuerza y los medios para hacerla» . Ejemplos grandes como el mundo me invitan, como esos grandes y onerosos ejércitos conducidos por un tierno y delicado príncipe, cuyo espíritu, alentado por una ambición divina, se burla del desenlace invisible, exponiendo su debilidad endeble y mortal a las audacias de la fortuna, del peligro y de la muerte, ‘even for an egg—shell’, «por una cáscara vacía».
«Ser grande, sin discusión, no es emocionarse sin demasiado motivo, es encontrar ese gran motivo en una pequeñez, cuando el honor está en juego». «Ringhtly to be great / is not to stir without great argument / but greatly to find quarrel in a straw / When honour’s at the stake».
«¿Qué soy, si mi padre muerto y mi madre mancillada, dos motivos, mi razón y mi sangre dejan todo dormitar, cuando veo, para mi vergüenza, él tránsito inminente de más de veinte mil hombres que, por un fantasma de gloria, van a la tumba así como a la cama, combatiendo por una parcela sobre la que: no pueden luchar tan pocos soldados, cuya capacidad, como tumba, no alcanza para los muertos?», «Which is not tomb enough and continent to hice the slain?».
«Y que, de ahora en adelante, mis pensamientos sean de sangre, o que no sean dignos de nada». «O, from this time / forth / My thoughts be bloody, or be nothing worth». Tal es la meditación de Hamlet sobre el objeto que yo llamaría, de la acción humana. Este objeto deja acá la puerta abierta a lo que llamaría todas las particularizaciones en las que nos detenemos.
Llamaremos a esto la oblatividad: derramar su sangre por una causa noble, por el honor.
El honor también es designado: Resultar comprometido por su palabra. Llamaremos, a esto, el don.En tanto que analistas, no podemos, efectivamente, no encontrar esta determinación concreta, no darnos cuenta de su peso, ya sea de carne o de compromiso. Lo que trato de mostrarles acá, es algo que no es solamente la forma común a todo esto, el más pequeño común denominador. No se trata, solamente, de una posición, de una articulación que podría carácterizarse como un formalismo.
Cuando les escribo la fórmula $ à a, puesta al final de la pregunta que el sujeto plantea en el Otro que, dirigiéndose a él, se llama el «¿qué quieres?». Esta pregunta que es el punto donde el sujeto está en la búsqueda de su última palabra, y que no tiene ninguna posibilidad, fuera de la exploración de la cadena inconsciente, en tanto que ella recorre el circuito superior de la cadena significante, pero que no es, fuera de las condiciones especiales que llamamos analíticas, nada que esté, efectivamente, abierto a la investigación… fuera del auxilio de la cadena inconsciente en tanto que ella ha sido, para el analista, descubierta por la experiencia freudiana, eso con lo que tenemos que ver, eso es algo en lo que puede acordarse, en un cortocircuito imaginario, en la relación a mitad de camino, de ese circuito del deseo con lo que está enfrente, a saber, el fantasma, y la estructura radical del fantasma, su estructura general, lo que yo expreso, a saber, una cierta relación del sujeto al significante, lo que es expresado por el ($), es el sujeto en tanto que afectado irreductiblemente por el significante, con todas las consecuencias que esto comporta, en una cierta relación específica con una coyuntura imaginaria en su esencia, a, no el objeto del deseo, sino el objeto en el deseo.
Es de esta función del objeto en el deseo, que se trata de aproximar, y es por cuanto que la tragedia de Hamlet nos permite aproximarla, articularla de un modo ejemplar, que nos acercamos con este interés insistente sobre la estructura de la obra de Shakespeare.
Aproximémonos más. $ (a, como tal, significa esto: es en tanto que el sujeto esta privado de algo de sí mismo , que ha tomado valor de significante, incluso en su alienación.
Ese algo es el falo. Es, pues, en tanto que el sujeto está privado de algo de su vida misma, por lo que ha tomado valor de lo que lo liga al significante. Es en tanto que está en esta posición, que un objeto particular deviene objeto de deseo. Ser objeto de deseo es algo esencialmente diferente que ser objeto de alguna necesidad. Es por esta subsistencia del objeto como tal, del objeto en el deseo, en el tiempo, que viene a tomar su lugar lo que, por su naturaleza, queda enmascarado para el sujeto, ese sacrificio de sí mismo, esta libra de carne empeñada en su relación con el significante. Es porque algo toma el lugar de eso, que ese algo deviene objeto en el deseo.
Y esto que es tan profundamente enigmático, por ser, en el fondo, una relación con lo escondido, con lo oculto, es porque es así, es porque —si me permiten una fórmula que es de las que vienen bajo la pluma de mis notas, y que me vuelve allá, pero no hagamos la fórmula doctrinaria, tómenla, a lo más, como una imagen— es en tanto que la vida humana podría definirse como un cálculo, del cual el cero sería irracional.
Esta fórmula no es sino una metáfora matemática, y es necesario dar, aquí, a lo irracional, su sentido matemático. No hago alusión, aquí, a un no sé qué afectivo insondable, sino a algo que se manifiesta en el interior mismo de las matemáticas, bajo la forma equivalente de lo que llamo un número imaginario, que es (Raíz cuadrada de –1]. Pues hay algo que no podría corresponder a nada intuible y que, sin embargo, quiere ser conservado en su plena función. Es esta relación, digo del objeto con este elemento escondido del soporte viviente, del sujeto en tanto tomando función de significante, no puede ser subjetivado como tal.
Es porque esto es así, que esta estructura, del mismo modo, en la misma relación que estamos con la raíz de menos uno ( –1) es algo que, en sí, no podría corresponder a nada real, incluso en el sentido matemático del término… Es, justamente, también a causa de ello que no podemos captar la verdadera función del objeto, sino haciendo el recorrido de una serie de sus relaciones posibles con el $, es decir con el S que, en el preciso punto donde el a toma el máximo de su valor, no puede estar sino ocultado.
Sería demasiado decir que es justamente el recorrido de las funciones del objeto, que la tragedia de Hamlet nos permite completar; pero seguramente, en todo caso, ella nos permite ir más lejos de lo que jamás hemos ido por ninguna otra vía.
Partamos del final, del punto de encuentro, de la hora de la cita, de este acto donde, al fin de cuentas —ustedes deben darse cuenta de que el acto final donde por fin arroja, como precio de su acción cumplida, todo el peso de su vida— ; ese acto merece ser llamado acto que él àpresura (activo) y padece. Hay, alrededor de este acto, un lado de acoso. En el momento donde su gesto se realiza, él es asimismo el ciervo forzado de Diana. Es alrededor del cual se cierne el complot urdido —yo no sé si se dan cuenta — con un cinismo y una maldad increíbles, entre Claudio y Laertes, cualesquiera hayan podido ser las razones de uno y de otro, probablemente, estando implicada, también, esta suerte de tarántula, el ridículo cortesano que vino a proponerle el torneo donde se esconde el complot.
Tal es la estructura. Es de las más claras. El torneo que le es propuesto lo pone en posición de campeón de un otro. He insistido sobre esto. El es el adalid del desafío de la apuesta de su tío y padrastro, Claudio.
Pasa algo, sobre lo cual ya he insistido la última vez, a saber, que en las apuestas, sobre los objetos (a) que se carácterizan allí con todo su brillo, a saber que, como todos los objetos y todas las apuestas, están, esencialmente, primero, en el mundo del deseo humano, carácterizados por lo que la tradición religiosa, en representaciones ejemplares, nos enseña a dominar una varitas, una suerte de tapiz de petit point. Es la acumulación de todos los objetos de valor que están ahí y puestos en una balanza frente a la muerte.
El apostó con Laertes seis caballos de Barbaria, contra los cuales el otro puso en la balanza seis espadas y seis puñales franceses; a saber, todo un aparataje de duelistas, con todo lo que depende de eso, como lo que sirve para colgarlos, sus vainas, pienso.
Y particularmente, hay tres que tienen lo que el texto llama los carriages. Esta palabra, carriage, es una forma particularmente rebuscada de designar una clase de hebillas de las que debe colgar la espada. Es una palabra de colecciónista, que crea ambigüedad con la cureña del cañón, de suerte que se establece un diálogo entre Hamlet y aquel que viene a referirle las condiciones del torneo. Durante un diálogo bastante largo, todo esta hecho para seducirlos: la calidad, el número, la panoplia de los objetos, dando todo su acento a esta suerte de prueba de la cual les he dicho el carácter paradojal, incluso absurdo, ese giro que se le propone a Hamlet.
Y sin embargo, Hamlet parece, una vez más, agachar la cabeza como si, en suma, nada en él pudiese oponerse a esta especie de disponibilidad fundamental.
Su respuesta es, allí, completamente significativa: «Señor, voy a quedarme en esta sala, no disguste a Su Majestad, es mi hora de recreación. Que traigan los floretes, a gusto del gentil hombre y, si el rey persiste en su decisión, lo haré ganar, si puedo. Si no, no ganaré más que mi humillación y las estocadas recibidas».
Ha aquí, pues, algo que, en el acto final, nos muestra la estructura misma del fantasma. En el momento donde está en el punto de su resolución, en fin, como siempre, en la víspera de su resolución, helo ahí que se alquila, literalmente, a otro y, además, para nada, del modo más gratuito, siendo este otro, justamente, su enemigo, y al cual debe abatir.
Y esto lo compara con las cosas del mundo, primero, las que le interesan menos, a saber, que no es en ese momento que todos los objetos de colección son su preocupación mayor, sino que va a esforzarse en ganar para otro.
Sin duda, en ese plano hay algo de lo cual los otros piensan que es con eso que se lo va a cautivar, y en que, por supuesto, a lo cual no es totalmente ajeno, no como los otros lo piensan, sino a pesar de todo, sobre el mismo plano donde los otros lo sitúan, a saber, que esta interesado, por honor, es decir, a un nivel de lo que Hegel llama la lucha por puro prestigio, interesado, por honor, en lo que va a oponerle un rival, por otra parte, admirado.
Y no podemos no detenernos un instante en la seguridad de esta conexión puesta ahí, avanzada por Shakespeare. Ustedes reconocerán ahí algo que es antiguo en nuestro discurso, en nuestro diálogo: a saber, el estadio del espejo.
Que Laertes, en ese nivel, sea su semejante, es lo que es expresamente articulado en el texto. Está articulado de un modo indirecto, quiero decir, en el interior de una parodia. Es cuando él responde a ese cortesano demasiado limitado, que se llama Osric, y que viene a proponerle el duelo, a hablarle de su adversario comenzando por hacer jugar ante sus ojos la eminente cualidad de aquel a quien deberá mostrar su mérito.
Le corta la palabra, haciéndolo aún mejor que el: «Sir, is definement suffers no perdition in you…». «Señor, su representación no sufre, en Usted, desfallecimiento. Si, como yo puedo divisar, sus méritos para hacer de ellos un inventario, debe exceder la aritmética de la memoria, y sin embargo, no podría desampararlo, tan maravillosamente grande es la rapidez de sus velos.»
Es un discurso extremadamente preciosista el que el persigue, muy alambicado, que parodia, de algún modo el estilo de su interlocutor, y por el cual concluye: «I take him to be a soul of great article». «Considero que su alma es un alma de un precio bastante alto, y que en él hay infundida una rareza tal, y un precio tal que, para hacer de él pronunciación verdadera, su semejante no puede ser sino su espejo, y qué otro podría trazar su retrato, si no por ser su propia sombra y nada más».
En resumen, esta referencia a la imagen del otro como lo que no puede sino absorber completamente al que la contempla, está ahí a propósito de los méritos de Laertes presentada, ciertamente, inflada de una manera muy gongorina. El amaneramiento es algo que tiene su precio más alto en este momento. Tanto más, cuanto que, como lo verán, es en esta actitud que Hamlet aborda a Laertes antes del duelo. Es sobre ese pie que él lo aborda, y que no deviene significativo más que en ese paroxismo de la absorción imaginaria, formalmente articulada como una relación especular, una reacción en espejo. Es ahí que es situado, igualmente, por el dramaturgo, el punto manifiesto de la agresividad.
Aquel al que más se admira, es aquel al que se combate. Aquel que es el Ideal del yo, también es aquel al que, según la fórmula hegeliana de coexistencia, debemos matar.
Esto no lo hace Hamlet, sino sobre un plano que podemos llamar desinteresado, en el plano del torneo. Se compromete, allí, de un modo que se puede calificar de formal, incluso ficticio. Es en su sin saber que el entra, en realidad, también, en el juego más serio.
¿Qué quiere decir esto?. Esto quiere decir que él no ha entrado, digamos, con su falo. Quiere decir que lo que se presenta para él, en esta relación agresiva, es un señuelo, es un espejismo, que es a pesar suyo que va a perder la vida, que sin saberlo, va, precisamente en ese momento, a la vez al encuentro de la realización de su acto y de su propia muerte, que casi al instante va a coincidir con él.
El no entró con su falo. Es un modo de expresar lo que estamos en vía de buscar, a saber, dónde está la falta, dónde esta la particularidad de esta posición del sujeto Hamlet en el drama.
Sin embargo, él entró, pues si los floretes están embotonados, no es sino en su engaño. En realidad, hay al menos uno que no está embotonado, que, en el momento de la distribución de espadas, fue cuidadosamente marcada por delante, para dársela a Laertes. Aquélla es una punta verdadera y, además, una punta envenenada.
Lo que es sorprendente es que, aquí, la despreocupación del guionista reúne lo que se puede llamar la formidable intuición del dramaturgo. Quiero decir que él no se toma demasiado trabajo para explicarnos que esta arma envenenada va a pasar, en la pelea, Dios sabe cómo —eso debe ser una de las dificultades del juego escénico— , de la mano de uno de los adversarios, a la mano del otro. Ustedes saben que es en una especie de cuerpo a cuerpo que ellos se confunden, después de que Laertes ha asestado la estocada de la cual Hamlet no puede curar, y por la cual debe perecer. En pocos instantes, resulta que esta misma espada está en la mano de Hamlet.
Nadie se preocupa por explicar tan sorprendente incidente. Por otra parte, nadie tiene que preocuparse en lo más mínimo, pues de lo que se trata es de eso, es decir, de mostrar que, aquí, en instrumento de la muerte, en la ocasión el instrumento más velado del drama, Hamlet sólo puede recibirlo del otro. El instrumento que hace morir es algo que está en otra parte distinta de la materialmente representable.
Aquí, uno es sorprendido por algo que, literalmente, se encuentra en el texto. Es claro que lo que estoy en vías de decirles es que, más allá de esta parada del torneo de la rivalidad con aquel que es su semejante, bajo el aspecto más favorable, el yo—mismo (moi-même) que él puede amar, más allá se juega el drama del cumplimiento del deseo de Hamlet. Más allá está el falo.
Y al fin de cuentas, es en este encuentro con el otro que Hamlet va, por fin, a identificarse con el significante fatal. Y bien, cosa muy curiosa, esta en el texto. Se habla de floretes, de ‘foils’, en el momento de ditribuirlos: «Give them the foils, young Osric (dale los floretes). Cousin Hamlet, you know the wager (ustedes conocen la apuesta)».
Y anteriormente, Hamlet dice: «Give us the foils».
Entre estos dos términos donde se trata de floretes, Hamlet hace un juego de palabras: «I’ll be your foil, Laertes: in my ignorance / your skill shall, like a star in the darkest night / Stick fiery off indeed». Lo que se tradujo al francés como se pudo: «Laertes, mi florete no será sino florcita cerca del tuyo». ‘Foil’ quiere decir florete, en el contexto. Aquí el ‘foil’ no puede tener ese sentido, y tiene un sentido perfectamente identificable, es un sentido perfectamente atestiguado en la apoca, y asimismo frecuentemente empleado.
Es el sentido donde ‘foil’, que en la misma palabra que ‘feuille’ (folio) en francés antiguo, está utilizada bajo una forma preciosista, para designar la ‘feuille’ (folio) en la cual algo precioso es guardado, es decir, un estuche. Aquí es utilizado para decir: «Yo no estaré allí sino para hacer resaltar vuestro brillo de estrella en la negrura del cielo, combatiendo con Usted».
Por otra parte, son las condiciones mismas en las cuales el duelo ha sido pactado; a saber, Hamlet no tiene ninguna posibilidad de ganar; que habrá ganado bastante si el otro sólo le gana tres puntos sobre doce. La apuesta es pactada en nueve contra doce, es decir, que se le da un handicap a Hamlet.
Yo diría que, en ese juego de palabras sobre ‘foil’, encontramos legítimamente esto que está incluido en lo oculto del retruécano… Quiero decir que es una de las funciones de Hamlet hacer, todo el tiempo, juegos de palabras, retruécanos, dobles sentidos, de jugar con el equívoco. Este juego de palabras no está ahí por azar. Cuando él le dice «yo seré vuestro estuche», emplea la misma palabra que hace juego de palabras con eso que está en juego en ese momento, a saber, la distribución de las espadas. Y más precisamente, en el retruécano de Hamlet hay, al fin de cuentas, esta identificación del sujeto al falo mortal, por eso de que él está ahí presente.
El le dice «yo seré vuestro estuche para favorecer vuestro méritos», pero lo que ocurrirá en un instante es que, verdaderamente, la espada de Laertes, que ha herido de muerte a Hamlet, pero que es asimismo la misma que va a tener en la mano para terminar su itinerario y matar, al mismo tiempo, a su adversario y al que es el último objeto de su misión, a saber, el rey al que debe hacer perecer inmediatamente después.
Esta referencia verbal, este juego de significante, ciertamente, no está ahí por azar. Está justificado hacerlo entrar en juego. No es, en efecto, un accidente en el texto. Una de las dimensiones en las que se presenta Hamlet, y su trama, es ésa, a través de todo el texto.
En Shakespeare —y esto, en sí, solo, merecería un desarrollo— , ustedes ven cómo, representando ahí un rol esencial, esos diversos personajes que uno llama ‘clowns’, uno llama los locos de la corte, que son , propiamente hablando, los que, teniendo la facultad de hablar francamente, pueden permitirse develar los motivos más escondidos, los rasgos de carácter que la cortesía prohibe abordar francamente. Es algo que no es simplemente cinismo y juego más o menos injurioso del discurso. Es esencialmente por la vía del equívoco, de la metáfora, del juego de palabras, de cierto uso del amaneramiento, de un hablar preciosista, de esas sustituciones de significantes sobre las que insisto aquí en cuanto a su función esencial. Ellos dan a todo el teatro de Shakespeare un estilo, un color, que es absolutamente carácterístico de ese estilo, y que crea, en él, esencialmente, la dimensión psicológica.
El hecho de que Hamlet sea una persona más angustiarte que otra, no debe disimularnos que la tragedia de Hamlet es la tragedia que, por cierto lado, al pie de la letra, lleva a este loco, a este ‘clown’, este hacedor de palabras, al rango de coro. Si, por alguna razón, se deja de lado esta dimensión de Hamlet de la obra de Shakespeare, más de las cuatro quintas partes de la obra desaparecerá, como alguien lo subrayó.
Una de las dimensiones donde se lleva a cabo la tensión de Hamlet, es este perpetuo equívoco, el que, en cierto modo, nos es disimulado por el lado máscara del asunto, si puedo decirlo. Quiero decir: Lo que se juega entre Claudio, el tirano, el usurpador, el asesino, y Hamlet es, a saber, desenmascarar las intenciones de Hamlet, a saber, por qué se hace el loco.
Pero lo que no se debe olvidar es el modo como se hace el loco, este modo que da a su discurso ese aspecto cuasi maníaco; este modo de atrapar al vuelo las ideas, las ocasiones del equívoco, las ocasiones de hacer brillar, un instante, delante de sus adversarios, esa suerte de chispa de sentido.
Hay ahí, en la obra, textos donde, ellos mismos, se ponen a construir, incluso a fabular. Lo que les sorprende no como algo discordante, sino como algo extraño por su caríz de especial pertinencia. Es en este juego, que no es solamente un juego de disimulación, sino un acertijo, un juego que se establece a nivel de los significantes, en la dimensión del sentido, que eso sostiene lo que se puede llamar el espíritu mismo de la obra.
Es en el interior de esta disposición ambigüa que hace de todos los propósitos de Hamlet y, al mismo tiempo, de la reacción de los que lo rodean, un problema donde el mismo espectador, el auditor, se extravía y se interroga sin cesar. Es ahí que hace falta situar la base, el plan sobre el cual la obra de Hamlet cobra su alcance.
Y yo recuerdo aquí, para indicarles que no hay nada de arbitrario ni de excesivo en dar todo su peso a ese último pequeño juego de palabras sobre el ‘foil’…
He ahí, pues, la carácterística de la constelación en la cual se establece el último acto: el duelo entre Hamlet y el que es, aquí, una suerte de semejante o de doble, más bello que él.
Hemos insistido sobre este elemento que está, en cierto modo, en el nivel inferior de nuestro esquema, i(a), que es ese que se encuentra remodelado por un instante, para Hamlet… que él, para quien ningún hombre o mujer es otra cosa que una sombra inconsistente y pútrida, encuentra, aquí, un rival de su talla.
Digámoslo: ese semejante remodelado, el que va a permitirle, al menos por un instante, sostener en su presencia la apuesta humana de ser, él también, un hombre. Pero esta remodelación no es más que una consecuencia, y no un punto de partida. Quiero decir que es la consecuencia de lo que se manifiesta en la situación del sujeto en presencia del otro como objeto del deseo, la presencia inmanente del falo, que no puede aparecer aquí en su función formal, sino con la desaparición misma del sujeto.
¿Qué hace posible el hecho de que el sujeto mismo sucumba, antes de echarle mano para devenir, él mismo, el asesino? .
Volvemos, una vez más, a nuestra encrucijada. Esta encrucijada tan singular de la cual he hablado, de la cual he marcado, en Hamlet, el carácter esencial: a saber, lo que pasa en el cementerio; a saber, algo que debería interesar mucho a uno de nuestros colegas, que trató en su obra, eminentemente, a la vez, los celos y el duelo. Esto es algo que es uno de los puntos más salientes de esta tragedia: El celo del duelo.
Les ruego, pues, trasladarse a la escena en que termina el acto del cementerio. Aquel sobre el cual los he llevado ya tres veces en el curso de mi exposición.
Lo que es absolutamente carácterístico, es que Hamlet no puede soportar la parada o la ostentación, y que articula como tal lo que hay de insoportable en la actitud de Laertes en el momento del entierro de su hermana, esta ostentación del duelo en su partenaire, por lo que se encuentra fuera de sí, trastornado, sacudido en sus cimientos, al punto de no poder tolerarlo como tal.
Y la primera rivalidad, la más auténtica — pues si es con toda la pompa de la cortesía y con un florete no embotonado, que Hamlet aborda el duelo, es a la garganta de Laertes que él salta, en el agujero donde se acaba de bajar el cuerpo de Ofelia, para decirle: «Muéstrame lo que podrás hacer.. ¿Llorarás, pegarás, ayunarás?… Yo lo haré. ¿Has venido para gimotear, mofarte de mí saltando en su tumba? Hazte enterrar vivo con ella, yo también lo haré. Y si tú parloteas de montañas, que se arrojen sobre nosotros millones de hectáreas, a tal punto que, después, esa colina que enrojecerá su cima en la zona de fuego, Ossa parecerá una verruga. Y si tú gritas, yo vociferaré».
Después de esto, todo el mundo se escandaliza, se deshace por separar a esos hermanos enemigos en vías de asfixiarse. Y Hamlet pronuncia, aún, esos propósitos, hablando a su partenaire: «Eh, Señor, ¿qué hace que te conduzcas de este modo conmigo? Yo le he amado siempre. No importa. Hércules hará lo mejor que pueda, el gato maullará y el perro tendrá siempre su día». Lo que, por otra parte, es un elemento proverbial y que aquí me parece tomar todo su valor de ciertas aproximaciones que algunos de ustedes pueden hacer, pero donde no puedo detenerme.
Lo esencial es que, cuando él hable con Horacio, le explicará: «No he podido soportar ver esta especie de ostentación de su duelo».
Henos aquí llevados al corazón de algo que va a abrirnos toda una problemática.
¿Qué relación hay entre lo que hemos aportado bajo la forma $ (a , en lo concerniente a la constitución del objeto en el deseo, y el duelo?.
Observemos esto: Abordemos por sus carácterísticas más manifiestas que pueden parecer, también, las más alejadas del centro que buscamos aquí, lo que se nos presenta.
Hamlet se condujo con Ofelia de manera despreciativa y cruel. He insistido sobre el carácter agresivo, desvalorizante, de humillación sin cesar, impuesto a esta persona que ha devenido, repentinamente, el símbolo mismo del rechazo, como tal, de su deseo. No podemos dejar de ser sorprendidos por algo que completa para nosotros, una vez más, bajo otra forma, bajo otro rasgo, la estructura, para Hamlet. Es que, repentinamente, este objeto va a retomar, para él, su presencia, su valor. El declara: «Yo amaba a Ofelia, y treinta y seis mil hermanos, con todo su amor, no llegarán jamás a la cantidad del mío. ¿Qué harás tú por ella?».
Es en estos términos que comienza el desafío dirigido a Laertes. Es de algún modo en la medida en que el objeto de su deseo se ha vuelto un objeto imposible, que vuelve a ser objeto de su deseo.
Una vez más creemos encontrarnos con un rodeo familiar, a saber, una de las carácterísticas del deseo del obsesivo. No nos detengamos demasiado rápido en las apariencias demasiado evidentes. Lo que carácteriza al obsesivo no es tanto que el objeto de su deseo sea imposible, en tanto que, por la estructura misma de los fundamentos del deseo, siempre hay esta nota de imposibilidad en el objeto del deseo.
Lo que carácteriza no es, pues, que el objeto de su deseo sea imposible. No es esto. Este rasgo no es más que una de las formas especialmente manifiestas de un aspecto del deseo humano. Lo que carácteriza al obsesivo es que pone el acento sobre el encuentro con esta imposibilidad.
Dicho de otro modo: Se las arregla para que el objeto de su deseo tome valor esencial de significante de esta imposibilidad.
Esto es una de las notas por la cual podemos abordar ya esta forma. Pero hay algo más profundo que nos solicita.
El duelo es algo que nuestra teoría, nuestra tradición, las fórmulas freudianas, nos han enseñado a formular en términos de relación de objeto. Es que, por cierto dado, no podemos ser sorprendidos por el hecho de que el objeto del duelo sea puesto de relieve por Freud, por primera vez, desde que hay psicólogos, y que piensan.
Es porque el objeto del duelo está en cierta relación de identificación, que él ha tratado de definir tan cuidadosamente, de llamar relación de incorporación con el sujeto, y es allí que toma su alcance, que se agrupan y se organizan, las manifestaciones del duelo. Entonces, ¿no podemos tratar, nosotros, de articular cuidadosamente, en el vocabulario que hemos aprendido a manejar aquí, qué puede ser esta identificación del duelo? ¿Cuál es la función del duelo?.
Si avanzamos por esta vía, veremos aparecer —y únicamente en función de los aparatos simbólicos que nosotros empleamos en esta exploración— en la función del duelo, consecuencias que creo nuevas y, para ustedes, eminentemente sugestivas. Quiero decir, destinadas a abrir apreciaciones eficientes y fecundas, a las cuales no podrían acceder por otra vía .
La pregunta de qué es la identificación debe esclarecernos por las categorías que son aquellas que aquí, delante de ustedes, desde hace años, yo promuevo, a saber, aquellas de lo simbólico, lo imaginario y lo real.
¿Qué es esta incorporación del objeto perdido? ¿En qué consiste el trabajo del duelo?.
Se permanece en algo vago, que explica la detención de toda especulación alrededor de esta vía abierta, sin embargo, por Freud, alrededor del duelo y la melancolía, por el hecho de que la pregunta no fue articulada convenientemente. Atengámonos a los primeros aspectos, a los más evidentes, de la experiencia del duelo.
El sujeto se hunde en el vértigo del dolor, se encuentra en una relación, en cierto modo, aquí ilustrada de la manera más manifiesta, por lo que vemos que ocurre en la escena del cementerio: el salto de Laertes en la tumba y el hecho de que abraza, fuera de sí, el objeto cuya desaparición es la causa de este dolor que, en realidad, en el tiempo, en el momento de este abrazo, es, de la manera más manifiesta, una especie de existencia tanto más absoluta, que no corresponde a nada que exista.
En otros términos, el agujero en lo real, provocado por una pérdida, una pérdida verdadera, esta especie de pérdida intolerable al se humano que provoca, en el duelo, ese agujero en lo real, se encuentra, por esta misma función, en esta relación que es la inversa que aquella que promuevo delante de ustedes bajo el nombre de Verwerfung.
Así como lo que es rechazado en lo simbólico reaparece en lo real, es que esas fórmulas deben ser tomadas en sentido literal, lo mismo la Verwerfung, el agujero de la perdida en lo real, de algo que es la dimensión, propiamente hablando, intolerable, ofrecida a la experiencia humana, y que es no la experiencia de la propia muerte, que nadie tiene, sino aquella de la muerte de otro que es, para nosotros, un ser esencial.
Esto es un agujero en lo real. Este agujero se encuentra en lo real, y es en razón de la misma correspondencia que la que articulo en la Verwergung, que ofrece el lugar donde se proyecta, precisamente, ese significante faltante, ese significante esencial, a, como tal, en la estructura del Otro, ese significante cuya ausencia vuelve al Otro impotente para darles vuestra respuesta.
Ese significante que sólo pueden pagar con vuestra carne y vuestra sangre, ese significante que es, esencialmente, el falo bajo el velo.
Es porque ese significante encuentra ahí su lugar y, al mismo tiempo, no puede encontrarlo, porque ese significante no puede articularse a nivel del Otro, que vienen, como en la psicosis —y es porque el duelo se emparenta con la psicosis— a pulular en su lugar todas las imagenes por las cuales aparecen los fenómenos del duelo, y por las cuales los fenómenos de primer orden, aquellos por los cuales se manifiesta, no tal o cual locura particular, sino una de las locuras colectivas más esenciales de la comunidad humana como tal, es, a saber, lo que esta ahí puesto en primer plano, en primer lugar, en la tragedia de Hamlet, a saber, el ghost, el fantasma, esta imagen que puede sorprender el alma de todos y cada uno.
Si en lo concerniente al muerto, aquel que acaba de desaparecer, no han sido cumplidos los ritos —¿los ritos destinados a qué, a fin de cuentas?, ¿qué son los ritos funerarios?— los ritos por los cuales nosotros satisfacemos eso que se llama la memoria del muerto, ¿qué es sino la intervención total, masiva, desde el infierno hasta el cielo, de todo el juego simbólico?. Yo querría también tener tiempo de darles algunos seminarios sobre este tema del rito funerario, a través de una investigación etnológica. Recuerdo, hace muchos años, haber pasado bastante tiempo sobre un libro que es una ilustración verdaderamente admirable, y que cobra todo su valor, para nosostros ejemplar, por ser de una civilización bastante distinta de la nuestra para que los relieves de esta función aparezcan verdaderamente de un modo brillante.
Este Li-ki, uno de los libros chinos consagrados. El carácter macroscópico de los ritos funerarios, a saber el hecho de que en efecto no hay nada que pueda colmar de significante ese agujero en lo real, sino es la totalidad del significante, el trabajo se efectúa a nivel del Logos —digo esto por no decir del grupo de la comunidad (es evidente que es el grupo y la comunidad en tanto que culturalmente organizados quienes son los soportes) el trabajo del duelo se presenta primero como una satisfacción dada en los elementos significantes para hacer frente al agujero creado en la existencia, por la puesta en juego total de todo el sistema significante alrededor del mínimo duelo.
Y es lo que nos explica que toda creencia floklórica establezca esencialmente la relación más estrecha entre el hecho de que algo fuese falido, elidido o rechazado en esta satisfacción al muerto, y el hecho que se produzcan esos fenómenos que corresponden a la influencia, a la entrada en juego, a la puesta en marcha de los fantasma y de los espectros en el lugar dejado libre por el rito significante.
Y aquí aparece una nueva dimensión de la tragedia de Hamlet. Se los he dicho al comienzo, es una tragedia del mundo subterráneo. El ghost surge de una ofensa inexpiable. Ofelia aparece en esta perspectiva, neutra, nada más que una víctima ofrecida a esta ofensa primordial. El asesinato de Polonio y el ridículo arrastre de su cadaver por el pie, por un Hamlet que deviene de repente literalmente desenfrenado, y que se divierte en mofarse de todo el mundo que le pregunta dónde está el cadáver, y que se divierte en proponer toda una serie de enigmas de muy mal gusto que culmina en la fórmula: «Hide fox, an all after» lo que evidentemente una referencia a una especie de juego de escondida…Esto quiere decir, el zorro está escondido, corramos detrás: el asesinato de Polonio es la extraordinaria escena del cadáver escondido a despecho de la sensibilidad y de la inquietud de todos los que lo rodean no es todavía más que una burla de lo que se trata, a saber de un duelo no satisfecho.
Estamos quí en algo que como ven no he podido todavía hoy darles la última palabra; este perspectiva, esa relación entre la fórmula $ à a, el fantasma, y algo que aparece paradojicamente alejado, a saber la relación de objeto, por cuanto que el duelo nos permitió esclarecerla.
La próxima vez, vamos a proseguir en detalle, mostrando, retomando los recovecos de la obra de Hamlet por cuanto que ella nos permita captar mejor la economía estrechamente ligada aquí a lo real, lo imaginado, lo simbólico.
Puede ser que en el curso de estas muchas ideas preconcebidas por ustedes queden atascadas, incluso espero estrelladas, pero pienso que estarán prepeardos por el hecho que porque comenzamos una tragedia donde apenas se economizan los cadáveres, esta suerte de estragos puramente ideicos les parecerán al lado de los estragos dejados por Hamlet tras él muy poca cosa, y en suma ustedes se consolarían del camino, puede ser difícil, que les he hecho recorrer con esta fórmula hamlética: no se hace Hamlet, sin romper los huevos.