Se trata de reubicar la cuestión fundamental planteada por la transferencia, orientando nuestro pensamiento hacia lo que debe ser para responder a ese fenómeno; la posición del analista. Desde allí, en el nivel más esencial, en el punto de lo que designo como momento de esa llamada del ser del paciente, en el momento en que él les pide ayuda, la cuestión que planteo, de lo que puede ser el deseo del analista. Uno no puede contentarse con pensar que el analista, por su experiencia y la doctrina que él representa, es algo que sería el equivalente moderno, el representante armonía natural accesible en los rodeos de una experiencia renovada del equivalente del derecho de la naturaleza, algo que nos designaría la vía de una.
Este año volví a partir de la experiencia socrática para centrar alrededor de ese punto por el cual somos interrogados en tanto que sabiendo, y aún portadores de un secreto que no es el secreto de todo, sino un secreto único , que sin embargo, vale más que lo que se ignora. Esto está dado desde el comienzo, en la condición de la experiencía analítica: aquellos que acuden a nosotros ya saben —si no es que están orientados por nuestra experiencia, acerca de que ese secreto que supuestamente detentamos, es precioso en esto: que ese secreto va a responder acerca de la particularidad de aquélla que se sabe. ¿Es esto verdadero? Es así como la experiencia analítica propone que puede definir se lo que ella introduce de nuevo en el horizonte de un hombre.
En el fondo de quien intenta esta experiencia, analizado o analista, está esta suposición que, a un nivel central, el más esencial a nuestra conducta (es como una tentativa), los callejones sin salida debidos a nuestra ignorancia, de hecho tal vez sólo están determinados porque nos equivocamos acerca de las relaciones de fuerza de nuestro saber, es por eso que nos planteamos, en suma, falsos problemas. Esta suposición, esta esperanza, se halla favorecida por esto que viene de la conciencia común: que nuestros deseos no se presentan a cara descubierta, que no están en el lugar que la experiencia secular de la filosofía les ha designado para contenerlos y excluirlos, de cierta manera, del derecho de dirigirnos; muy lejos de ello que, aún al combatirlos, no hacemos otra cosa que satisfacer allí. Digo allí y no los pues satisfacerlos sería toda vía tenerlos demasiado por aprehensibles, saber dónde están; satisfacer allí (y satisfaire) está dicho en el sentido de cortar allí (y couper) o no cortar allí (n’y pas couper); uno no corta allí (on n’y coupe pas), y tan poco, que no nos basta evitarlos para no sentirnos más o menos culpables por ello. Lo que nos enseña la experiencia analítica, en primer lugar, es que el hombre está marcado, agujereado por todo lo que se llama síntoma, por lo mismo que el síntoma es eso; es en estos deseos, de los cuales no pueden seros designados ni el límite ni el lugar, que hay que satisfacer allí y lo que es más, sin placer. Una doctrina tan amarga implicaría que el analista fuera, en algún nivel, el detentar de la más extraña medida. Pues, si el acento está puesto, (según una extensión tan grande del desconocimiento fundamental de lo vivido, y no como hasta entonces, en una forma especulativa que sólo surgiría con la cuestión de conocer, sino en una forma textual, un desconocimiento entramado en la construcción personal en el sentido más extendido), hacer esta suposición , que el analista, en mucho, está supuesto, si no de haber sobrepasado, al menos de deber sobrepasar el resorte de ese desconocimiento, haber hecho saltar en él ese punto de detención del «¿Che vuoi?», en el que vendría a rebotar el límite del conocimiento de sí, que por lo menos el propio bien en tanto que acuerdo consigo mismo en el plano de lo auténtico debería estar abierto al analista para sí mismo, y que por lo menos sobre ese punto de su experiencia particular, algo debería ser aprehendido, algo que se sostendría con su propia ingenuidad, este algo de lo cual ustedes saben que, fuera de la experiencia analítica, no sé qué escepticismo, repugnancia, ha asido el conjunto de nuestra cultura en cuanto a lo que se puede designar como la medida del hombre.
Lo que se supone del analista, no debería limitarse al campo de su acción, a ver su alcance local en tanto que él ejerce hic et nunc, sino serle atribuido como habitual, en el sentido pleno de habitus: de integración de sí mismo a su constancia de actos y firmas en su propia vida, a aquella que constituye el fundamento de toda virtud hasta el hábito en tanto que él se engancha en la noción de pasividad.
No debemos llegar al punto de hacerle a este ideal una cruz encima, no porque no pueda ser encontrado, pero no es sin embargo ni lo común ni la reputación del analista, y no podríamos designar fácilmente, en todo momento, nuestras razones de decepción en cuanto a estas formulas débiles que nos escapan cada vez que formulamos nuestro magisterio, algo que alcanzaré valor de una ética. No es por placer que me detengo en una carácterología analítica para mostrar su carácter de falsa visión, de pueril oposición, cuyos esfuerzos recientes trato de depurar, para reparar los ideales de nuestra doctrina de un carácter genital, además de identificación con puro y simple levantamiento de callejones sin salida identificados con lo pregenital. Una tal impotencia para pensar la realidad de nuestra experiencia, supone consecuencias .
No; es en otro relativismo que se expresa la búsqueda del deseo humano. Somos con nuestro paciente simples compañeros de, esta búsqueda. No perdamos jamás de vista que el deseo del otro no puede comprenderse en la alienación ; no ligado a la lucha del hombre con el hombre, sino con el lenguaje. Ese deseo del Otro, no solamente subjetivo sino objetivo, ese deseo en el lugar donde está el Otro, deseo de alguna alteridad; para satisfacer en el lugar donde está el deseo de aquel que viene a encontrarnos, debemos ponernos en el lugar de ése subjetivo para representar, no el objeto como se cree (irrisorio, confiésenlo), no el objeto que apunta al deseo , pero lo significa , lo que es a la vez menos y más; pensar que debemos mantener ese lugar vacío donde es llamado el significante, que no puede estar sino para anular a todos los otros, ése (…falta en el original) cuya condición central trato de mostrarles. Todas nuestras dificultades se reducen a saber llenar ese lugar mientras que el sujeto debe señalar el significante faltante. Y que, pues, por una antinomia, una paradoja que es la de nuestra función, es en el mismo lugar donde somos supuestos, que somos llamados a no ser nada más que la presencia Real en tanto que ella es inconsciente. En último término, en el horizonte que es nuestra función, estamos allí en tanto ello que se calla en tanto que falta en ser (manque à être). Somos en último término nuestro propio sujeto, en el punto donde él está suprimido, barrado, y es por eso que podemos llenar el lugar en el que el paciente se subordina a todos los significantes de su propia demanda: $(D
Esto no se produce solamente a nivel de la representación de los tesoros significantes en el inconsciente, del vocabulario del Wunsch descifrado en el análisis, sino en último término a nivel del Fantasma, único equivalente del descubrimiento personal por donde es posible que el Sujeto designe el lugar de la respuesta: $(A
El fin del desciframiento de la transferencia apuntando a ese $(A, el fantasma en tanto que el sujeto se aprehende en él como objeto privilegiado, degradación imaginaria de ese Otro en tanto que desfallecimiento. Se trata de saber si en el nivel de la transferencia entramos para el sujeto en el fantasma en el nivel, el que supone que seamos verdaderamente ese $, el que ve a a, el objeto del fantasma, que seamos capaces de cualquier experiencia que sea, aún la más extraña a nosotros mismos, que seamos el vidente del objeto del deseo del otro, a cualquier distancia de sí mismo que ese otro esté.
Es porque es así, que ustedes me ven interrogar no solamente a la experiencia, sino a la tradición, dar vueltas alrededor de esta cuestión de lo que es el deseo del hombre, y alternar, desde la definición científica que ha sido intentada hacia algo totalmente opuesto, mientras que esto sea aprehensible en los monumentos de la memoria humana en su experiencia trágica, ya sea que se trate de Hamlet, o de lo que la tragedia antigua quiera decir. Me ha parecido, por un encuentro que hice por azar con una de las formulaciones ni más ni menos buenas del fantasma, en el último Boletín de Psicología una articulación que me hizo sobresaltar por su mediocridad, —que me hacía falta volver a pasar por uno de esos desvíos, y buscar en nuestra experiencia contemporánea algo donde pudiera engancharse lo que trato de mostrarles, que debe estar siempre allí y no un milagro pequeño burgués vienés.
Por supuesto, está en nuestra época la dramaturgia que debe permitir poner en su nivel el drama de aquél con quien tenemos que vérnoslas en lo concerniente al deseo; no el fantasma de estudiante identificado con el hecho, ciertamente mentiroso, de un mercader de feria que había sido liberado del temor de las enfermedades venéreas a partir del momento en que supo que no tenía más que doce meses de vida, y liberado de su fantasma. Tal es este nivel incriticado y sospechoso adonde es llevado el nivel del deseo humano.