Es éste mi título y mi tema de este año. Es un buen título, aunque no un tema cómodo. No pienso que ustedes tengan la idea de que sea una operación o un proceso muy fácil de concebir. Si es fácil de constatar, sería tal vez preferible sin embargo, para constatarlo bien, que hagamos para concebirlo un pequeño esfuerzo. Seguramente hemos encontrado suficientes efectos como para atenernos al sumario, quiero decir, cosas que son sensibles incluso a nuestra experiencia interna, para que ustedes tengan un cierto sentimiento de lo que es. Este esfuerzo de concebir les parecerá, al menos este año, es decir un año que no es el primero de nuestra enseñanza, sin ninguna duda por los lugares, los problemas a los cuales este esfuerzo conducirá, justificado après coup.
Vamos a dar hoy un primer paso en este sentido. Les pido perdón, esto va a llevarnos tal vez a realizar estos esfuerzos que se llaman, hablando con propiedad, de pensamiento: lo que no nos ocurrirá a menudo, a nosotros no más que a otros.
La identificación, si la tomamos como título, como tema de nuestra charla, conviene que hablemos de ella de otra manera que bajo la forma, se podría decir mítica bajo la cual la dejé el año pasado. Había algo de este orden, eminentemente del orden de la identificación, que estaba implicado, ustedes lo recuerdan, en este punto donde dejé mi charla el año pasado, a saber, donde —si puedo decir— la napa húmeda con la cual ustedes se representan los efectos narcicísticos qué ciernen esa roca, lo que permanecía emergido en mi esquema, esa roca autoerótica de la que el falo simboliza la emergencia: isla en suma agitada por la espuma de Afrodita, falsa isla, puesto que por otro lado, al igual que aquélla donde figura el Proteo de Claudel, es una isla sin amarras, una isla que va a la deriva. Ustedes saben lo que es el Proteo de Claudel. Es la tentativa de completar la Orestía a través de la farsa bufona que en la tragedia griega obligatoriamente la completa y de la cual no nos quedan en toda la literatura más que los restos de Sófocles y un Heracles de Eurípides, si recuerdo bien.
No es sin intención que evoco esta referencia respecto a la manera en la que el año pasado terminaba mi discurso sobre la transferencia en esta imagen de la identificación. Por más que intenté, no logré marcar bien la barrera donde la transferencia encuentra su límite y su pivote. Sin ninguna duda, no estaba allí la belleza de la que les he enseñado es el límite de lo trágico, el punto donde la cosa inasible nos vierte su eutanasia. No embellezco nada, aunque uno imagina escuchar a veces algunos rumores acerca de lo que enseño: no les hago la partida demasiado fácil (trop belle). Lo saben aquellos que han escuchado anteriormente mi seminario sobre la Etica, en donde abordé exactamente la función de esta barrera de la belleza bajo la forma de la agonía, que exige de nosotros la cosa para que se la junte (joigne).
Allí terminaba la transferencia el año pasado. Se los he indicado a todos aquellos que asistieron a las jornadas provinciales de Octubre, se los he señalado sin poder decir más, había allí una referencia oculta en un cómico, que es el punto más allá del cual yo no podía llevar más lejos lo que apuntaba en una cierta experiencia, indicación, si puedo decir, a reencontrar en el sentido oculto de lo que se podrían llamar los criptogramas de este seminario, y del que, después de todo, no desespero que un día un comentario lo desprenda y lo ponga en evidencia, pues también me ha sucedido obtener ese testimonio que, en este lugar es buena esperanza: es que el seminario del penúltimo año sobre la Etica, ha sido efectivamente retomado, y al decir de aquellos que han podido leer el trabajo- con pleno éxito para quien se ha dado la tarea de releerlo para resumir sus elementos, para nombrarlo, M. SAFOUAN, y espero que quizás esas cosas puedan ser puestas rápidamente al alcance de ustedes para que aquí pueda encadenarse lo que voy tratar de aportarles este año. Un año que salta sobre el segundo después de él, puede parecerles plantear un problema, aún lamentarse como un retraso; lo que no está sin embargo enteramente fundado y verán que si toman la serie de mis seminarios desde el año 1953: el primero sobre Los Escritos Técnicos, el siguiente sobre el Yo, La Técnica y la teoría freudianas psicoanalítica; el tercero sobre Las Estructuras freudianas de la psicosis, el cuarto sobre La Relación de Objeto, el quinto sobre Las Formaciones del Inconsciente, el sexto sobre El Deseo y su Interpretación, luego la Etica, la Transferencia, la Identificación, al cual llegamos: he aquí nueve, en los que ustedes pueden encontrar fácilmente una alternancia, una pulsación. Verán que de dos en dos alternativamente domina la temática del sujeto y la del significante lo que, dado que es por el significante, por la elaboración de la función de lo simbólico que hemos comenzado, hace recaer también este año sobre el significante, puesto que estamos en la cifra impar, ya que de lo que se trata en la identificación debe ser la relación del sujeto al significante.
Esta identificación, de la que nos proponemos este año dar una noción adecuada, el análisis la ha vuelto bastante trivial para nosotros; alguien que me es muy próximo y me escucha muy bien, me dijo: «He aquí pues lo que tú tomas este año: la identificación», y esto con una mueca: «La explicación para todo», dejando percibir al mismo tiempo alguna decepción concerniente en suma al hecho de que se esperaba de mi otra cosa. ¡Que esta persona se desengañe! En efecto, su expectativa de verme escapar del tema, si puedo decirlo, será decepcionada, pues espero tratarlo bien, y espero también que la fatiga que este tema le sugiere de antemano será disuelta. Hablaré de la identificación misma. Para precisar enseguida lo que entiendo por esto, diré que cuando se habla de identificación, se piensa de entrada en el otro, al que uno se identifica, y que la puerta me es abierta fácilmente para poner el acento, para insistir, sobre esta diferencia del otro al Otro, del pequeño otro al gran Otro, que es un tema del que puedo decir que ya están familiarizados.
No es sin embargo por este sesgo que intento comenzar. Voy sobre todo a poner el acento sobre lo que, en la identificación, se plantea enseguida como idéntico, como fundado en la noción de lo mismo (même), y aún de lo mismo al mismo (du même au même), con todo lo que esto conlleva de dificultades.
Ustedes no dejan de saber, inclusive sin poder situar lo suficientemente rápido que dificultades nos ofrece desde siempre al pensamiento, dado: A = A. ¿Por que separarlo tan pronto de sí mismo para enseguida volver a reubicarlo allí? No es pura y simplemente un pasatiempo. Díganse por ejemplo, que en la línea de un movimiento de elaboración conceptual que se llama el lógico-positivismo, donde tal o cual puede esforzarse por alcanzar una cierta meta, que sería por ejemplo la de no plantear problemas lógicos a menos que haya un sentido señalable como tal en alguna experiencia crucial, estaría decidido a rechazar lo que fuere del problema lógico que no pueda de alguna manera ofrecer ese garante último diciendo que es un problema desprovisto de sentido como tal.
Sólo que si Russell puede dar a sus principios matemáticos un valor, a la ecuación, a la puesta en igualdad de A = A, tal otro, Wittgenstein, se opondrá allí en razón propia de los impasses que le parecen resultar en nombre de los principios de partida, y este rechazo será incluso opuesto algebraicamente, siendo obligada tal igualdad a un rodeo de notación para encontrar lo que puede servir de equivalente en el reconocimiento de la identidad A es A.
En cuanto a nosotros, dejando en claro que no es en absoluto la vía del positivismo lógico la que nos parece en materia de lógica ser la más justificada, vamos a interrogarnos; quiero decir, a nivel de una experiencia de palabra a la cual acordamos más confianza a través de sus equívocos, incluso sus ambigüedades sobre lo que podemos abordar bajo este tema de la identificación.
Ustedes no dejan de saber que se observan en el conjunto de las lenguas ciertos virajes históricos lo bastante generales incluso universales como para que se pueda hablar de sintaxis moderna, oponiéndolos globalmente a las sintaxis no arcaicas sino simplemente antiguas, entendamos lenguas de lo que se denomina la Antigüedad. Esas especies de virajes generales, se los he indicado, son de sintaxis. No es tampoco el léxico donde las cosas son mucho más móviles de alguna manera, cada lengua aporta en relación a la historia general del lenguaje, vacilaciones propias a su genio que las vuelven, tal o tal, más propicias para poner en evidencia la historia de un sentido. Es así como podremos detenernos en lo que es el término, o lo que substantifica la noción del término de identidad; (en identidad, identificación, se encuentra el término latino idem.) Y esto para mostrarles que alguna experiencia significativa está soportada en el término francés vulgar même (mismo), soporte de la misma función significante. Parece en efecto que es el em sufijo de i en idem, en donde encontramos operar la función, diría radical, en la evolución del indoeuropeo a nivel de cierto numero de lenguas itálicas; este em se halla aquí redoblado, consonante antigua que se encuentra pues como el residuo, la reliquia, el retorno a una temática primitiva, pero no sin haber recogido a su paso la metipsissium en el latín familiar, e incluso un metipsissimum en el bajo latín expresivo, que lleva pues a reconocer en qué dirección la experiencia nos sugiere aquí buscar el sentido de toda identidad, en el corazón de lo que se designa por una especie de redoblamiento del moi-même (mí mismo), ese mí mismo que es, ustedes lo ven ya, ese metipsissimum, una especie de «en el día de hoy» ( «au jour d’aujourd’ hui») del cual nosotros no nos percatamos y que esta allí en el mí mismo.
Es entonces en un metipsissimum que se hunden después del yo, el tú, el él, el ella, el ellos, el nosotros, el vosotros y hasta el sí (soi), que se encuentra ser en francés un sí mismo (soi-même). También vemos allí, en suma, en nuestra lengua, una especie de indicación de un trabajo de una tendencia significativa especial que ustedes me permitirán calificar de «mihilismo» por lo que a este acto esta experiencia del yo (moi) se refiere.
Seguramente la cosa no tendría más que un interés incidental si no tuviéramos que encontrar otro rasgo donde se revela este hecho, esta diferencia neta y fácil de señalar, si pensamos que en griego, el (escritura en griego) del sí (soi) es el que sirve para designar también lo mismo, lo mismo que en alemán y en inglés el Selbst o el self que vendrán a funcionar para designar la identidad. Entonces, esta especie de metáfora permanente en la locución francesa, creo que no por nada la destacamos aquí y nos interrogamos. Dejaremos entrever que no puede estar aquí sin relación con el hecho de muy otro nivel: de que sea en francés, quiero decir en Descartes, que se haya podido pensar el ser como inherente al sujeto, bajo un modo que en suma diremos bastante cautivante, como para que desde que la fórmula ha sido propuesta al pensamiento, se pueda decir que una buena parte de los esfuerzos de la filosofía consiste en buscar librarse de ella, y en nuestros días de una manera cada vez más abierta, no habiendo, si puedo decir, ninguna temática de la filosofía que no comience, salvo raras excepciones, por intentar superar ese famoso: «pienso luego existo».
Creo que no es para nosotros una mala puerta de entrada ese «pienso, luego existo», que señala el primer paso de nuestra búsqueda. Se entiende que ese «pienso, luego existo» está en el recorrido de Descartes. Pensaba indicarlo al pasar pero se los digo enseguida: no es un comentario de Descartes el que puedo de ninguna manera intentar abordar hoy, y no tengo intención de hacerlo. El «pienso luego existo», si se remiten al texto de Descartes, es seguramente tanto en el Discurso del Método como en las Meditaciones, infinitamente más fluyente, más deslizante, más vacilante que esa especie lapidaria en la que se marca tanto en vuestra memoria como en la idea pasiva o seguramente inadecuada que ustedes pueden tener del proceso cartesiano (¿Cómo no seria inadecuada si además no es un comentador que acuerda con el otro para darle su exacta sinuosidad?).
Es entonces no sin alguna arbitrariedad, y sin embargo con suficientes razones, por el hecho de que esta fórmula tenga sentido para ustedes y sea de un peso que supera seguramente la atención que pueden haberle acordado hasta aquí, por lo que voy a detenerme hoy para mostrar una especie de introducción que podemos encontrar allí. Se trata para nosotros, en el punto de elaboración al cual hemos llegado, de intentar articular de un modo más preciso lo que hemos avanzado más de una vez como tesis: que nada soporta la idea tradicional filosófica de un sujeto, sino la existencia del significante y sus efectos.
Una tesis tal, que ustedes lo verán, será esencial a toda encarnación que a continuación podamos dar de los efectos de la identificación, exige que intentemos articular más precisamente como concebimos efectivamente esta dependencia de la formación del sujeto en relación a la existencia de efectos del significante como tal. Iremos aún más lejos, para decir que ni damos a la palabra pensamiento un sentido técnico: el pensamiento de aquellos cuyo oficio es pensar, podemos percatarnos mirando de más cerca, y de alguna manera après coup, de que nada de lo que se denomina pensamiento hizo nunca otra cosa que alojarse en alguna parte en el interior de este problema.
A este respecto, constataremos que no podemos decir, por lo menos, que no proyectemos pensar, sino de una cierta manera, que lo querramos o no, que lo hayan sabido o no, toda búsqueda, toda experiencia del inconsciente, que es la nota aquí sobre lo que es esta experiencia, es algo que se ubica en ese nivel de pensamiento del que, en la medida en que vayamos sin duda juntos pero no sin que yo los conduzca, la relación sensible más presente, más inmediata, la más encarnada de este esfuerzo, es la cuestión que ustedes pueden plantearse en este esfuerzo sobre ese «¿Quién soy?» (Qui suis-je ?).
No es éste un juego abstracto de filósofo; porque sobre este tema del ¿quien soy? (qui suis-je ?) en el que intento iniciarlos, ustedes no ignoran -al menos algunos de entre ustedes- que de éso las veo de todos los colores. Los que lo saben pueden ser, por supuesto, aquellos de quienes lo oigo, y no pondré a nadie en la penuria de publicar lo que de eso oigo. Por otra parte,¿por qué lo haría, ya que voy a aceptarles que la pregunta es legítima?. Puedo conducirlos muy lejos en esta pista sin que por un sólo instante la verdad de lo que les digo les sea garantizada, aún cuando en lo que les digo no se trata nunca sino de la verdad, y en lo que oigo de eso, ¿por qué después de todo no decir que aparece hasta en los sueños de los que se dirigen a mi? Me acuerdo de uno de ellos, —se puede citar un sueño— : «¿Por qué?, -soñaba uno de mis analizandos- ¿no dice la verdad de la verdad?».
Era de mí que se trataba en este sueño. Este sueño no dejaba de desembocar, en mi sujeto, despierto para reprocharme este discurso del que, de oírlo, faltaría siempre la última palabra. No es resolver la cuestión, decir: los niños que ustedes son esperan siempre para creerme, que diga la verdadera verdad; porque este término, la verdadera verdad, tiene un sentido, y diré más: es sobre este sentido que está edificado todo el crédito del psicoanálisis. El psicoanálisis es presentado de entrada al mundo como siendo aquél que aportaba la verdadera verdad. Seguramente, se recae rápidamente en toda clase de metáforas que hacen huir la cosa. Esta verdadera verdad, es el reverso de las cartas. Habrá siempre uno, incluso en el discurso filosófico más riguroso: es sobre esto que se funda nuestro crédito en el mundo, y lo asombroso es que ese crédito dure siempre, aunque desde hace un buen tiempo no se ha hecho el menor esfuerzo por dar un pequeño inicio de comienzo a algo que responda a ello.
Desde entonces no me siento mal honrado de que se me interrogue sobre este tema: ¿Dónde está la verdadera verdad de su discurso?. Y puedo después de todo, encontrar que es justamente en tanto no se me toma por filósofo sino por piscoanalista, que se me plantea esta pregunta. Pues una de las cosas más destacables en la literatura filosófica es hasta qué punto entre filósofos, entiendo en tanto que filosofantes, no se plantea al fin de cuentas nunca la misma cuestión a los filósofos, excepto para admitir con una facilidad desconcertante que los más grandes de entre ellos no han pensado una palabra de lo que nos han testimoniado en letras de molde, y se permiten pensar a propósito de Descartes, por ejemplo, que no tenía en Dios sino la fe más incierta, porque esto conviene a tal o cual de sus comentadores, a menos que sea lo contrario lo que le convenga.
Hay algo, en todo caso, que nunca le pareció a nadie hacer vacilar el crédito de los filósofos. Y es que se haya podido hablar a propósito de cada uno, y de los más grandes de ellos, de una doble verdad ¿Qué entonces para mí que al entrar en el psicoanálisis meto en suma los pies en el plato, al plantear esta cuestión de la verdad, y siento de repente al dicho plato calentarse bajo la planta de mis pies? No es, después de todo más que algo de lo que puedo complacerme, porque si reflexionan, soy yo sin embargo quién ha reabierto el gas. Pero dejemos esto por ahora, y entremos en esas relaciones de la identidad del sujeto, por la fórmula cartesiana de la que ustedes van a ver como pienso abordarla hoy.
Es evidente que no es en absoluto cuestión de pretender superar a Descartes, sino más bien de extraer el máximo de efectos de la utilización de los impasses, cuyo fondo él nos connota; si se me sigue entonces en una crítica, no un comentario de texto, que se tenga a bien recordar lo que espero extrae para beneficio de mi propio discurso. «Pienso luego existo» me parece bajo esta forma ir contra los usos comunes al punto de convertirse en esta moneda gastada, sin rostro, a la cual Mallarmé hace alusión en alguna parte. Si lo retenemos un instante, e intentamos pulir la función de signo, reanimar su función de acuerdo a nuestro uso, quisiera señalar que: esta fórmula que, les repito no encontramos bajo su forma concentrada en Descartes, más que en cierto puntos del Discurso del Método, no es bajo esta forma densificada que está expresada. Ese «pienso luego existo» tropieza con esta objeción —y creo que no ha sido nunca hecha—, es que «yo pienso» no es un pensamiento. Descartes nos propone estas fórmulas al final de un largo proceso de pensamiento, y de seguro el pensamiento del que se trata es un pensamiento del pensador. Diré mas: esta carácterística es un pensamiento de pensador, no es exigible para que hablemos de pensamiento. Un pensamiento para decirlo todo, no exige en absoluto que se piense en el pensamiento.
Para nosotros particularmente, pensamiento comienza en el inconsciente. Uno no puede sino sorprenderse de la timidez que nos hace recurrir a la fórmula de los psicólogos cuando intentamos decir algo sobre el pensamiento, la fórmula de decir que es una acción en estado de esbozo, en estado reducido, pequeño modelo económico de la acción. Ustedes me dirán, que eso se encuentra en Freud en alguna parte, pero por supuesto se encuentra todo en Freud; a la vuelta de algún párrafo ha podido hacer uso de esta definición psicológica del pensamiento. Pero finalmente, es imposible eliminar que es en Freud donde encontramos, también, que el pensamiento es un modo perfectamente eficaz y de algún modo suficiente en sí mismo, de satisfacción masturbatoria. Esto para decir que, en aquello de lo que se trata en lo que, concierne al sentido del pensamiento tenemos quizás una medida un poco más larga que los otros obreros. Lo que no impide que interrogando la fórmula en cuestión «pienso luego existo»‘; podamos decir que por el uso que se hace de ella, no puede sino plantearnos un problema; pues conviene interrogar esta palabra «pienso» por largo que sea el campo que hayamos reservado al pensamiento, para ver satisfechas las carácterísticas del pensamiento, para ver satisfechas las carácterísticas de lo que podemos Ilamar un pensamiento. Podría ocurrir que fuese una palabra que se revelara completamente insuficiente para sostener cualquier cosa que podamos finalmente situar de esta presencia : «soy»( «je suis»).
Es justamente lo que pretendo. Para esclarecer mi propósito, puntualizaré esto: que «yo pienso», tomado bajo esta forma abreviada, no es más sostenible lógicamente, no más sustentable que el «yo miento», Que ya ha traído problemas a cierto número de lógicos, ese «yo miento» que no se sostiene sino de la vacilación lógica, vacía sin duda pero sostenible, que despliega esa apariencia de sentido, muy suficiente por otra parte para hallar un lugar en lógica formal. «Yo miento» si yo lo digo, es verdad, así que no miento, pero miento bien sin embargo puesto que diciendo «yo miento» afirmo lo contrario.
Es muy fácil desarmar esta pretendida dificultad lógica y mostrar que la pretendida dificultad en la que reposa ese juicio viene a caer en esto: el juicio que comporta no puede apoyarse sobre su propio enunciado, es un colapso: es sobre la ausencia de la distinción de dos planos, del hecho de que el acento recae sobre el «yo miento» mismo sin que se lo distinga, que nace esta pseudo dificultad; esto para decirles que, a falta de esta distinción, no se trata de una auténtica proposición.
Estas pequeñas paradojas, con las que los lógicos hacen gran alboroto para llevarlas, por otra parte inmediatamente, a su justa medida, pueden pasar por simples divertimentos; tienen sin embargo su interés: deben ser retenidas para abrochar en suma la verdadera posición de toda lógica formal, hasta inclusive ese famoso positivismo lógico del que les hablaba hace un rato.
Entiendo con esto que a nuestro parecer no se ha hecho suficiente uso de la famosa aporía de Epimenides -que no es sino una forma más desarrollada de lo que les acabo de presentar respecto del «yo miento»- de que «todos los cretenses son mentirosos». Así habla Epiménides, el Cretense, y ustedes ven enseguida el pequeño embrollo que se genera. No se lo ha usado lo suficiente para demostrar la vanidad de la famosa proposición llamada afirmativa universal A. Porque en efecto, se encuentra allí, lo veremos, la forma más interesante de resolver la dificultad. Pues, observen bien lo que ocurre si se le plantea esto que es posible, que ha sido planteado en la crítica de la famosa afirmativa universal A, de la que algunos han pretendido no sin fundamento, que su substancia no ha sido nunca otra que la de una proposición universal negativa: «no hay cretense que no sea capaz de mentir»; de ahí en más, no hay problema. Epiménides puede decirlo por la razón de que expresado así, no dice en absoluto que haya alguno, aún cretense, que pueda mentir en forma continua (à jet continu), sobre todo al percibir que mentir tenazmente implica una memoria sostenida, que terminaría por orientar el discurso en el sentido del equivalente a una confesión, de manera tal que, aún si «todos los cretenses son mentirosos» quiere decir que no hay un cretense que no quiera mentir en forma continua, la verdad terminará por escapársele al dar la vuelta, y en la medida misma del rigor de esta voluntad; lo que es el sentido más plausible de la confesión del cretense Epiménides, de que todos los cretenses son mentirosos, sentido que no puede ser sino éste:
1 – él se glorifica de esto;
2 – quiere con esto desviarlos previniéndoles verídicamente de su método; pero esto no tiene otra voluntad, tiene el mismo éxito que este otro procedimiento que consiste en anunciar que no se es gentil, que se es de una franqueza absoluta. Es el tipo que les sugiere avalar todos sus bluffs.
Lo que sugiero decirles es que toda afirmativa universal, en el sentido formal de la categoría, tiene los mismos fines oblicuos y es muy lindo que manifiesten esos fines en los ejemplos clásicos. Que sea Aristóteles quien toma cuidado de revelar que Sócrates es mortal debe sin embargo inspirarnos algún interés, lo que quiere decir ofrecer apoyo a lo que podemos llamar entre nosotros interpretación, en el sentido en que este término pretende llegar un poco más lejos que la función que se encuentra justamente en el título mismo de uno de los libros de la lógica de Aristóteles. Pues si evidentemente en tanto animal humano aquél que Atenas llama Sócrates está asegurado de la muerte, es justamente en tanto llamado Sócrates que de ahí escapa, y esto evidentemente no sólo porque su renombre dure todavía todo el tiempo que viva la fabulosa operación de transferencia operada por Platón. sino aún más precisamente porque no es sino en tanto que habiendo logrado constituirse a partir de su identidad social, este ser de atopía que lo carácteriza que el llamado Sócrates, aquél que se llama así en Atenas -y es por lo cual no podía exilarse- ha podido sustentarse en el deseo de su propia muerte hasta hacer de esto el acting-out de su vida. Agrego además esta flor al fusil de desligarse del famoso gallo de Asclepio, del cual se hubiera tratado si hubiera tenido que hacer la recomendación de no herir al vendedor de castañas de la esquina.
Hay pues en Aristóteles, algo que podemos interpretar como alguna tentativa de exorcisar una transferencia justamente que consideraba un obstáculo al desarrollo del saber. Era, por otro lado un error de su parte puesto que el fracaso es patente. Era necesario ir seguramente un poco más lejos que Platón en la desnaturalización del deseo, para que las cosas desembocaran de otro modo. La ciencia moderna ha nacido en un hiperplatonismo y no en el retorno aristotélico sobre, en suma la función del saber según el estatuto del concepto. Ha sido necesario, en efecto, algo que podemos llamar la segunda muerte de los Dioses, a saber, su reaparición fantasmática (fantomatique), en el momento del Renacimiento, para que el verbo nos mostrara su verdad verdadera, aquélla que disipa no las ilusiones, sino las tinieblas del sentido de donde surge la ciencia moderna.
Entonces -lo hemos dicho- esta frase de: «yo pienso», tiene el interés de mostrarnos -es lo mínimo que podemos deducir de esto- la dimensión voluntaria del juicio. No tenemos necesidad de decir tanto: las dos líneas que distinguimos como enunciación y enunciado nos resultan suficientes para que podamos afirmar que es en la medida en que estas dos líneas se embrollan y se confunden que podemos encontrarnos ante tal paradoja que lleva a este impasse del «yo miento», sobre el cual los he detenido hace un instante: y la prueba de que de esto se trata es, a saber, que puedo a la vez mentir y decir por la misma voz que miento; si distingo esas voces, es enteramente admisible. Si digo: el dice que yo miento, esto marcha solo, no hace objeción, no más que si dijera: el miente, pero puedo aún decir: digo que yo miento.
Hay aquí sin embargo, algo que debe detenernos, es que si digo «sé que miento» esto tiene aún algo de enteramente convincente que debe reternos como analistas, ya que, como analistas, sabemos que lo original, lo vivo y lo apasionante de nuestra intervención es que podemos decir que estamos hechos para decir, para desplazarnos en la dimensión exactamente opuesta, pero estrictamente correlativa, la de decir: «pero no, tú no sabes que dices la verdad»; lo que va inmediatamente más lejos. Aún mas: «tú no la dices sino en la medida misma en que crees mentir y cuando no quieres mentir, es para resguardarte de esta verdad».
Esta verdad parece que no puede alcanzarse sino a través de sus reflejos, la verdad hija (vérité fille) en esto ustedes recuerdan nuestros términos- que no sería en esencia como toda otra hija, sino una extraviada, y bien, es lo mismo para el «yo pienso». Parece que si tiene el curso tan fácil, para los que deletrean o redifunden el mensaje, los profesores, esto no puede ser sino por no detenerse demasiado. Si tenemos para el «yo pienso» las mismas exigencias que para el «yo miento», o esto quiere decir: «pienso que pienso» lo que no es entonces en absoluto hablar de ninguna otra cosa sino del «yo pienso» de opinión o de imaginación, el «yo pienso» que ustedes dicen cuando dicen «yo pienso que ella me ama», que quiere decir que las tonterías van a comenzar. Siguiendo a Descartes, inclusive en el texto de las Meditaciones, uno se sorprende del número de incidencias bajo las cuales ese «yo pienso» no es otra cosa más que esta dimensión propiamente imaginaria sobre la cual ninguna evidencia, digamos, radical, puede siquiera estar fundada a detenerse. 0 sino esto quiere decir: «soy un ser pensante» -lo que es, ciertamente, entonces, atropellar de entrada todo el proceso que apunta justamente a hacer salir del «yo pienso» un estatuto sin prejuicios, como sin infatuación de mi existencia. Si comienzo por decir: «soy un ser», esto quiere decir: «soy un ser esencial al ser», no hay necesidad de poner más, uno puede guardar su pensamiento para uso personal.
Puntualizado esto, nos encontraremos con algo que es importante: nos encontramos hallando ese nivel, ese tercer término que hemos evocado a propósito del yo miento, a saber que se puede decir: «Yo sé que miento», lo que absolutamente merece que los detenga. En efecto, se encuentra ahí el soporte de todo lo que una cierta fenomenología ha desarrollado concerniente al sujeto, y aquí traigo una fórmula que es aquella a la que nos veremos conducidos a retomar las próximas veces; es esto: aquello con lo que tenemos que vérnoslas, y como esto nos es dado en tanto psicoanalistas, es de subvertir radicalmente, volver imposible este prejuicio, el más radical, y entonces es el prejuicio que es el verdadero soporte de todo este desarrollo de la filosofía del que se puede decir que está en el límite más allá del cual nuestra experiencia ha pasado, el límite más allá del cual comienza la posibilidad del inconsciente.
Es que no ha habido nunca, en la linea filosófica que se desarrolla a partir de las investigaciones cartesianas llamadas del cogito, no ha habido nunca sino un sólo sujeto que prenderé con alfileres, para terminar bajo esta forma: el sujeto supuesto saber. Es necesario que ustedes otorguen a esta fórmula una resonancia especial que de alguna forma lleva consigo su ironía, su pregunta, y observen que al referirla a la fenomenología y particularmente a la fenomenología hegeliana, la función de ese sujeto supuesto saber toma su valor de ser apreciado en cuanto a la función sincrónica que se despliega en ese propósito: su presencia siempre allí, desde el comienzo de la interrogación fenomenológica, en un cierto punto, en cierto nudo de la estructura, nos permitirá desprendernos del despliegue diacrónico supuesto llevarnos al saber absoluto.
Este saber absoluto mismo -lo veremos a la luz de esta cuestión- cobra un valor singularmente refutable pero por hoy sólo esto: detengámonos a plantear esta moción de desconfianza de atribuir este supuesto saber a quien fuera, ni de suponer (subjicere) ningún sujeto al saber. El saber es intersubjetivo lo que no quiere decir que es el saber de todos, ni que es el saber del Otro -con una gran O-, y al Otro lo hemos planteado. Es esencial mantenerlo como tal: el Otro no es un sujeto, es un lugar al cual uno se esfuerza- dice Aristóteles- por transferir el saber del sujeto.
Ciertamente, de esos esfuerzos queda lo que Hegel ha desplegado como la historia del sujeto; pero esto no quiere decir en absoluto que el sujeto sepa en esto un pepino más sobre aquello de lo que retorna. No tiene, si puedo decirlo, inquietud sino en función de una suposición indebida, a saber que el Otro sepa que hay un saber absoluto, pero el Otro sabe de esto aún menos que él, por la buena razón, justamente, de que él no es un sujeto. El Otro es el basurero de los representantes representativos de esta suposición de saber, y es esto lo que llamemos inconsciente en la medida en que el sujeto se perdió él mismo en esta suposición de saber. Arrastra éso (ça) sin saberlo, éso, son los restos que le vuelven de lo que padeció su realidad en esta cosa, vestigios más o menos desfigurados. Los ve volver, puede decir o no decir: es éso o bien no es en absoluto éso: es absolutamente éso de todas maneras.
La función del sujeto en Descartes, es aquí que retomaremos la próxima vez nuestro discurso, con las resonancias que le encontramos en el análisis. Intentaremos, la próxima vez, señalar las referencias a la fenomenología del neurótico obsesivo en una escansión significante, donde el sujeto se encuentra inmanente a toda articulación.