– Un problema de lógica.
El director de la cárcel hace comparecer a tres detenidos selectos y les comunica el aviso siguiente:
«Por razones que no tengo por que exponerles ahora, señores, debo poner en libertad a uno de ustedes. Para decidir a cual, remito la suerte a una prueba a la que se someterán ustedes, si les parece.
«Son ustedes tres aquí presentes. Aquí están cinco discos que no se distinguen sino por el color: tres son blancos, y otros dos son negros. Sin enterarles de cuál he escogido, voy a sujetarle a cada uno de ustedes uno de estos discos entre los dos hombros, es decir fuera del alcance directo de su mirada, estando igualmente excluida toda posibilidad de alcanzarlo indirectamente por la vista, por la ausencia aquí de ningún medio de reflejarse.
«Entonces, Ies será dado todo el tiempo para considerar a sus compañeros y los discos de que cada uno se muestre portador, sin que les esté permitido, por supuesto, comunicarse unos a otros el resultado de su inspección. Cosa que por lo demás les prohibiría su puro interés. Pues será el primero que pueda concluir de ello su propio color el que se beneficiaría de la medida liberadora de que disponemos.
«Se necesitará además que su conclusión esté fundada en motivos de lógica, y no únicamente de probabilidad. Para este efecto, queda entendido que, en cuanto uno de ustedes esté dispuesto a formular una, cruzará esta puerta a fin de que, tomado aparte, sea juzgado por su respuesta. «
Aceptada la propuesta, se adorna a cada uno de nuestros sujetos con un disco blanco, sin utilizar los negros, de los cuales, recordémoslo, solo se disponía de dos.
¿Cómo pueden los sujetos resolver el problema?
– La solución perfecta.
Después de haberse considero entre ellos durante cierto tiempo, los tres sujetos dan juntos algunos pasos, que los llevan a cruzar la puerta todos a una. Separadamente, cada uno da entonces una respuesta semejante, que se expresa así:
»Soy un blanco, y he aquí como lo sé. Dado que mis compañeros eran blancos, pensé que, si yo fuese negro, cada uno de ellos hubiera podido inferir de ello lo siguiente: «Si yo también fuese negro, el otro, puesto que debería reconocer en esto inmediatamente que eI es blanco, habría salido en seguida; por lo tanto yo no soy un negro». Y los dos habrían salido juntos, convencidos de ser blancos Si no hacían tal cosa, es que yo era un blanco como ellos. Así que me vine a la puerta para dar a conocer mi conclusión».
Así es como los tres salieron simultáneamente, dueños de las mismas razones de concluir.
– Valor sofístico de esta solución.
Esta solución, que se presenta como la más perfecta que pueda tener el problema, ¿puede ser alcanzada en la experiencia? Dejamos a la iniciativa de cada uno el cuidado de decidirlo.
No ciertamente porque vayamos a aconsejar que se haga la prueba al natural, aunque el progreso antinómico de nuestra época parece desde hace algún tiempo poner sus condiciones al aIcance de un número cada vez mayor: tememos, en efecto, aun cuando aquí solo se trate de ganadores, que el hecho no se aparta demasiado de la teoría, y además no nos contamos entre esos recientes filósofos para quienes la opresión de cuatro muros no es sino un favor más para el cogollo de la libertad humana.
Pero, practicada en las condiciones inocentes de la ficción, la experiencia no decepcionará, lo garantizamos, a aquellos que conservan algún gusto por el asombro. Tal vez se muestra para el psicólogo de algún valor científico, por lo menos si damos fe a lo que nos pareció que se desprendía de ella, por haberla ensayado en diversos grupos convenientemente escogidos de intelectuales calificados, en cuanto a un muy especial desconocimiento, en esos sujetos, de la realidad del prójimo.
En cuanto a nosotros, no queremos detenernos aquí más que en el valor lógico de la solución presentada. Nos parece, en efecto, como un notable sofisma, en el sentido clásico de la palabra, es decir como un ejemplo significativo para resolver las formas de una función lógica en el momento histórico en que su problema se presenta al examen filosófico. Las imágenes siniestras del relato se mostrarán sin duda contingentes. Pero, por poco que nuestro sofisma no deje de responder a alguna actualidad de nuestro tiempo, no es superfluo que lleve su signo en tales imágenes, y por eso le conservamos su soporte, tal como el ingenioso anfitrión de una noche lo trajo a nuestra reflexión.
Nos ponemos ahora bajo los auspicios de ese que a veces se presenta en el hábito del filósofo, que con mas frecuencia debe buscarse ambiguo en los dichos del humorista, pero con quien se tropieza siempre en lo secreto de la acción del político: el buen lógico, odioso al mundo.
– Discusión del sofisma.
Todo sofisma se presenta en primer lugar como un error lógico, y la objeción a éste encuentra fácilmente su primer argumento. Llamaremos A al sujeto real que viene a concluir por si mismo, B y C a los otros reflejados sobre la conducta de los cuales establece su deducción. Si la convicción de B se nos dirá, se funda sobre la expectativa de C, la seguridad de aquélla debe lógicamente disiparse con la ruptura de ésta; recíprocamente para C: con relación a B; y tenemos a los dos quedándose en la indecisión. Nada hace pues necesaria su partida en el caso de que A fuese un negro. De donde resulta que A no puede deducir de ello que él sea un blanco.
A lo cual hay que replicar en primer lugar que toda esa cogitación de B y de C les es imputada en falso, puesto que la única situación que podría motivarla en ellos: ver un negro, no es la verdadera, y que se trata de saber si, suponiendo esa situación, su desarrollo lógico les es imputado sin razón. No hay nada de eso. Pues, en esa hipótesis, es el hecho de que ninguno de los dos haya partido eI primero el que permite a cada uno pensarse como blanco, y a claro que bastaría con que vacilasen un instante para que cada uno de ellos confirmase, sin duda posible, su convicción de ser un blanco. Porque la vacilación está excluida lógicamente para quienquiera que viese dos negros. Pero está excluida también realmente, en esta primera etapa de la deducción, pues no encontrándose ninguno en presencia de un blanco y de un negro, no cabe que nadie salga por la razón que de ello se deduce.
Pero la objeción se vuelve a presentar más fuerte en la segunda etapa de la deducción de A. Porque, si bien ha llegado con todo derecho a su conclusión de que eI es un blanco, estableciendo que si él fuese negro los otros no tardarían en saberse blancos y deberían salir, ahora tiene que abandonarla, apenas la ha formado, puesto que en el momento en que es movido por ella, ve a los otros hacer el mismo ademán que él.
Antes de responder a esto, volvamos a plantear bien los térrninos lógicos del problema, A designa a cada uno de los sujetos en cuanto que está eI mismo en la palestra y se decide o no a concluir sobre sí mismo. B y C son los otros dos en cuanto objetos del razonamiento de A. Pero si éste puede imputarle correctamente, acabamos de mostrarlo, una cogitación de hecho falsa, no podría en cambio tener en cuenta más que su comportamiento real.
Si A, al ver a B y C disponerse a moverse con él, vuelve a dudar de ser visto negro por ellos, basta con que vuelva a plantear la cuestión, deteniéndose, para resolverla. Los ve en efecto detenerse también: porque estando cada uno realmente en la misma situación que él, o, mejor dicho, siendo cada uno de los sujetos A en cuanto real, es decir en cuanto se decide o no a concluir sobre sí mismo, encuentra la misma duda en el mismo momento que él. Pero entonces, cualquiera que sea el pensamiento que, A impute a B y a C, con toda razón concluirá de nuevo que él es un blanco. Porque establece derechamente que, si él fuese un negro, B y C hubieran debido proseguir; o bien si admite que vacilan, según el argumento precedente, que encuentra aquí el apoyo de los hechos y que los haría dudar si no son ellos mismos negros, que por lo menos deberían volver a echar a andar antes que eI (puesto que, siendo negro, da a su vacilación misma su alcance seguro para que concluyan que son blancos), Y es porque, viéndolo de hecho blanco, no hacen tal cosa, por lo que toma el mismo la iniciativa de hacerla, es decir que vuelven a ponerse en marcha todos juntos, para declarar que son blancos.
Pero se nos puede oponer todavía que al levantar así el obstáculo no hemos refutado por ello la objeción lógica, y que va a presentarse otra vez igual con la reiteración del movimiento y a reproducir en cada uno de los sujetos la misma duda y la misma parada.
Sin duda, pero algún progreso lógico tiene que haberse cumplido. Por la razón de que esta vez A no puede sacar de la parada común sino una conclusión inequívoca. Es que, si éI fuese negro, B y C no hubiesen debido detenerse en absoluto. Pues en el punto presente queda excluido que puedan vacilar una segunda vez en concluir que son blancos: una sola vacilación, en efecto, es suficiente para que uno a otro se demuestren que ciertamente ni uno ni otro son negros. Si por lo tanto B y C se han detenido, A no puede ser sino un blanco. Es decir que los tres sujetos se encuentran esta vez confirmados en una certidumbre, que no permite ni a la objeción ni a la duda renacer.
El sofisma conserva pues, tras la prueba de la discusión, todo el rigor constrictivo de un proceso lógico, a condición de que se le integre el valor de las dos escansiones suspensivas, lo cual en esta prueba se muestra verificado en el acto mismo en que cada uno de los sujetos manifiesta que ello le ha llevado a su conclusión.
– Valor de las mociones suspendidas en el proceso.
¿Está justificado integrar en El valor del sofisma las dos mociones suspendidas aparecidas así? Para decidirlo, es preciso examinar cuál es su papel en la solución del proceso lógico.
Ese papel, en efecto, solo lo desempeñan después de la conclusión del proceso lógico, puesto que el acto que suspenden manifiesta esa conclusión misma. No se puede pues objetar con ello que hagan entrar en la solución un elemento externo al proceso lógico mismo.
Su papel, aunque crucial en la práctica del proceso lógico, no es el de la experiencia en la verificación de una, hipótesis, sino por cl contrario el de un hecho intrínseco a la ambigüedad lógica.
Por el primer aspecto, efectivamente, los datos del problema se descompondrían así:
. 1ro. Son lógicamente posibles tres combinaciones de los atributos característicos de los sujetos: dos negros, un blanco; un negro, dos blancos; tres blancos. Quedando excluida la primera por la observación de todos ellos, queda abierta una incógnita entre las otras dos, que viene a resolver:
. 2do. El dato de experiencia de las mociones suspendidas, que equivaldría a una señal por la cual los sujetos se comunican unos a otros, bajo la forma determinada por las condiciones de la prueba, lo que les está vedado intercambiar bajo una forma intencional: a saber lo que ve cada uno del atributo del otro.
No hay nada de esto, porque ello sería tanto como dar del proceso lógico una concepción especializada, aquella misma que asoma cada vez que toma el aspecto del error y que es la única que objeta a la solubilidad del problema.
Es precisamente porque nuestro sofisma no la tolera por lo que se presenta como una aporía para las formas de la lógica clásica, cuyo prestigio «eterno» refleja esa invalidez que no por ser la suya es menos reconocida: a saber que no aportan nunca nada que no pueda ya ser visto de un solo golpe.
Muy al contrario, la entrada en juego como significantes de los fenómenos aquí en litigio hace prevalecer la estructura temporal y no espacial del proceso lógico. Lo que las mociones suspendidas denuncian no es lo que los sujetos ven, es Io que han encontrado positivamente por lo que no ven: a saber el aspecto de los discos negros. Aquello por lo que son significantes está constituido no por su dirección sino por su tiempo de suspensión. Su valor crucial no es el de una elección binaria entre dos combinaciones yuxtapuestas en lo inerte y descabaladas por la exclusión visual de la tercera, sino la del movimiento de verificación instituido por un proceso lógico en que el sujeto ha transformado las tres combinaciones posibles en tres tiempos de posibilidad.
Por eso, también, mientras una sola señal debería bastar para la única elección que impone la primera interpretación errónea, dos escansiones son necesarias para la verificación de los dos lapsos que implica la segunda y única válida.
Lejos de ser un dato de experiencia externa en el proceso lógico, las mociones suspendidas son en él tan necesarias que solo la experiencia puede hacer que el sincronismo que implican de un sujeto de pura lógica deje de producirse en ese proceso y que fracase su función en el proceso de verificación.
No representan allí, en efecto, sino los niveles de degradación cuya necesidad hace aparecer el orden creciente de las instancias del tiempo que se registran en el proceso lógico para integrarse en su conclusión.
Como se ve en la determinación lógica de los tiempos de suspensión que ellas constituyen, la cual, objeción del lógico o duda del sujeto, se revela cada vez como el desarrollo subjetivo de una instancia del tiempo, o mejor dicho, como la fuga del sujeto en una exigencia formal.
Estas instancias del tiempo, constituyentes del proceso del sofisma, permiten reconocer en él un verdadero movimiento lógico. Este proceso exige el examen de la calidad de sus tiempos.
– La modulación del tiempo en el movimiento del sofisma; el instante de…
Se aíslan en el sofisma tres momentos de la evidencia, cuyos valores lógicos se revelarán diferentes y de orden creciente. Exponer su sucesión cronológica es también especializarlos según un formalismo que tiende a reducir los discursos a una alineación de signos. Mostrar que la instancia del tiempo se presenta bajo un modo diferente en cada uno de estos momentos es preservar su jerarquía revelando en ellos una discontinuidad tonal, esencial para su valor. Pero captar en la modulación del tiempo la función misma por donde cada uno de esos momentos, en el tránsito hasta el siguiente, se reabsorbe en él, subsistiendo únicamente el último que los absorbe, es restituir su sucesión real y comprender verdaderamente su génesis en el movimiento lógico. Es lo que vamos a intentar a partir de una formulación, tan rigurosa como sea posible, de esos momentos de la evidencia;
. 1ro. Estando ante dos negros, se sabe que se es un blanco.
Es ésta una exclusión lógica que da su base al movimiento. Que le sea anterior, que se la pueda considerar como dada a los sujetos con los datos del problema, los cuales prohiben la combinación de tres negros, es cosa independiente de la contingencia dramática que aísla su enunciado en prólogo. Expresándola bajo la forma dos negros :: un blanco, se ve el valor instantáneo de su evidencia, y su tiempo de fulguración, si así puede decirse, equivaldría a cero.
Pero ya desde el punto de partida su formulación se modula: por la subjetivación que se dibuja en ella, aunque impersonal bajo la forma de «se sabe que…», y por la conjunción de las proposiciones que, más que ser una hipótesis formal, representa una matriz suya todavía indeterminada, digamos esa forma de consecuencia que los lingüistas designan bajo los términos de prótasis y apódosis; «De ser. . ., sólo entonces se sabe que se es. . .»
Una instancia del tiempo cava el intervalo para que lo dado de la prótasis, «ante dos negros», se mude en el dato de la apódosis, «uno es un blanco»: se necesita para ello el instante de la mirada. En la equivalencia lógica de los dos términos: «Dos negros: un blanco», esta modulación del tiempo introduce la forma que, en el segundo momento, se cristaliza en hipótesis auténtica, porque va a apuntar a la incógnita real del problema, a saber el atributo ignorado del sujeto mismo. En este tránsito, el sujeto encuentra la siguiente combinación lógica y, siendo el único que puede asumir el atributo del negro, llega, en la primera fase del movimiento lógico, a formular así la evidencia siguiente:
. 2do. Si yo fuese un negro, los dos blancos que veo no tardarían en reconocerse como blancos.
Es ésta una intuición por la cual el sujeto objetiva algo más que los datos de hecho cuyo aspecto se le ofrece en los dos blancos; es cierto tiempo el que se define (en los dos sentidos de tomar su sentido y de encontrar su límite) por su fin, a la vez meta y término, a saber, para cada uno de los dos blancos el tiempo para comprender, en la situación de ser un blanco y un negro, que tiene en la inercia de su semejante la clave de su propio problema. La evidencia de este momento supone la duración de un tiempo de meditación que cada uno de los dos blancos debe comprobar en el otro y que el sujeto manifiesta en los términos que pone en labios del uno y el otro, como si los hubiera visto inscritos en un banderín: «Si yo fuese un negro, el habría salido sin esperar un instante. Si se queda meditando, es que soy un blanco».
Pero de este tiempo así objetivado en su sentido, ¿cómo medir el Iímite? El tiempo para comprender puede reducirse al instante de la mirada, pero esa mirada en su instante puede incluir todo el tiempo necesario para comprender. Así, la objetividad de este tiempo se tambalea en su limite. Sólo subsiste su sentido con la forma que engendra de sujetos indefinidos salvo por su reciprocidad, y cuya acción está suspendida por una causalidad mutua en un tiempo que se escabulle bajo el retorno mismo de la intuición que ha objetivado. Por esta modulación del tiempo es por la que se abre, con la segunda fase del movimiento Iógico, la vía que lleva a la evidencia siguiente:
. 3ro. Me apresuro a afirmar que soy un blanco, para que estos blancos, así considerados por mí, no se me adelanten en reconocerse por lo que son.
Es éste el aserto sobre uno mismo, por el que el sujeto concluye el movimiento lógico en la decisión de un juicio. El retorno mismo del movimiento de comprender, bajo el cual se ha tambaleado la instancia del tiempo que lo sostiene objetivamente, se prosigue en el sujeto en una reflexión, en la que esta instancia resurge para él bajo el modo subjetivo de un tiempo de retraso respecto de los otros en ese movimiento mismo, y se presenta lógicamente como la urgencia del momento de concluir.
Más exactamente, su evidencia se revela en la penumbra subjetiva, como la iluminación creciente de una franja en el límite del eclipse que sufre bajo la reflexión la objetividad del tiempo para comprender.
Este tiempo, en efecto, para que los dos blancos comprendan la situación que los coloca en presencia de un blanco y de un negro, aparece al sujeto que no difiere lógicamente del tiempo que éI ha necesitado para comprenderla, puesto que esa situación no es otra que su propia hipótesis. Pero, si esta hipótesis es verdadera, los dos blancos ven realmente un negro, no han tenido pues que suponer ese dato. Resulta pues de ello que, si tal es el caso, los dos blancos se le adelantan en el tiempo de compás que implica en su detrimento el haber tenido que formar esa hipótesis misma. Es pues el momento de concluir que él es blanco; efectivamente, si deja que se le adelanten sus semejantes en esa conclusión, ya no podrá reconocer si no es un negro. Pasado el tiempo para comprender eI momento de concluir es el momento de concluir eI tiempo para comprender. Porque de otra manera este tiempo perdería su sentido. No es pues debido a alguna contingencia dramática, la gravedad de lo que está en juego, o la emulación del juego, por lo que el tiempo apremia; es bajo la urgencia del movimiento lógico como el sujeto precipita a la vez su juicio y su partida, y el sentido etimológico del verbo, la cabeza por delante, da la modulación en que la tensión del tiempo se invierte en la tendencia al acto que manifiesta a los otros que el sujeto ha concluido. Pero detengámonos en este punto en que el sujeto en su aserto alcanza una verdad que va a ser sometida a la prueba de la duda, pero que no podría verificar si no la alcanzase primero en la certidumbre. La tensión temporal culmina en él, puesto que, ya lo sabemos, es el desarrollo de su relajamiento el que va a escandir la prueba de su necesidad lógica. ¿Cuál es el valor lógico de este aserto conclusivo? Es lo que vamos a intentar ahora poner en valor en el movimiento lógico en que se verifica.
– La tensión del tiempo en el aserto subjetivo y su valor manifestado en la demostración del sofisma.
El valor lógico del tercer momento de la evidencia, que se formula en el aserto por el que el sujeto concluye su movimiento lógico, nos parece digno de ser profundizado. Revela en efecto una forma propia de una Iógica asertiva, de la que hay que demostrar a qué relaciones originales se aplica.
Progresando sobre las relaciones proposicionales de los dos primeros momentos, apódosis e hipótesis, la conjunción aquí manifestada se anuda en una motivación de la conclusión, «para que no haya» (retraso que engendre el error), en la que parece aflorar la forma ontológica de la angustia, curiosamente reflejada en la expresión gramatical equivalente «ante eI temor de que» (el retraso engendre el error)…
Sin duda esta forma está en relación con la originalidad lógica del sujeto del aserto: por cuyo motivo lo caracterizamos como aserto subjetivo, a saber que el sujeto lógico no es allí otro que la forma personal del sujeto del conocimiento, aquel que solo puede expresarse por «yo» [«je»]. Dicho de otra manera, el juicio que concluye el sofisma no puede ser formulado sino por el sujeto que ha formado su aserto sobre sí, y no puede sin reservas serle imputado por algún otro, al contrario de lo que sucede con las relaciones del sujeto impersonal y del sujeto indefinido recíproco de los dos primeros momentos que son esencialmente transitivas, puesto que el sujeto personal del movimiento lógico las asume en cada uno de estos momentos.
La referencia a estos dos sujetos manifiesta bien el valor lógico del sujeto del aserto. El primero, que se expresa en el «se» del ,»se sabe que…», no da más que la forma general del sujeto noético: puede lo mismo ser dios, mesa o balde. El segundo, que se expresa en «los dos blancos» que deben reconocer-» se el uno al otro», introduce la forma del otro en cuanto tal, es decir como pura reciprocidad, puesto que el uno no se reconoce más que en el otro y no descubre el atributo que es suyo sino en la equivalencia del tiempo propio de los dos. El «yo» [je], sujeto del aserto conclusivo, se aísla por una pulsación de tiempo lógico respecto del otro, es decir respecto de la relación de recíprocidad. Este movimiento de génesis lógica del «yo» [«je»] por una decantación de su tiempo lógico propio es bastante paralelo a su nacimiento psicológico. Del mismo modo que, para recordarlo en efecto, el «yo» [«je»] psicológico se desprende de un transitivismo especular indeterminado, por el complemento de una tendencia despertada como celos, el «yo» de que se trata aquí se define por la subjetivación de una competencia con el otro en la función del tiempo lógico. Como tal, nos parece, da la forma lógica esencial (mucho más que la forma llamada existencial) del «yo» [«je»] psicológico.
Lo que manifiesta bien el valor esencialmente subjetivo («asertivo» en nuestra terminología) de la conclusión del sofisma, es la indeterminación en que será mantenido un observador (el director de la cárcel que vigila el juego, por ejemplo), ante la partida simultánea de los tres sujetos, para afirmar de alguno de ellos si ha concluido con justeza en cuanto al atributo de que es portador. El sujeto, en efecto, ha aprehendido el momento de concluir que el es un blanco bajo la evidencia subjetiva de un tiempo de retraso que le hace apresurarse hacia Ia salida, pero, si no ha aprehendido ese momento, no por ello actúa de modo diferente ante la evidencia objetiva de la partida de los otros, y sale a la vez que ellos, solo que convencido de ser un negro. Todo lo que puede prever el observador es que, si hay un sujeto que ha de declararse en la encuesta negro por haberse apresurado en seguimiento de los otros, será el único que se declarará tal en esos términos.
Finalmente, el juicio asertivo se manifiesta aquí por un acto. El pensamiento moderno ha mostrado que todo juicio es esencialmente un acto, y las contingencias dramáticas no hacen aquí más que aislar ese acto en el gesto de la partida de los sujetos, Podrían imaginarse otros modos de expresión del acto de concluir. Lo que hace la singularidad del acto de concluir en el aserto subjetivo demostrado por el sofisma, es que se adelanta a su certidumbre, debido a la tensión temporal de que esta cargado subjetivamente, y que bajo la condición de esa anticipación misma, su certidumbre se verifica en una precipitación lógica determinada por la descarga de esa tensión, para que finalmente la conclusión no se funde ya sino en instancias temporales totalmente objetivadas, y que el aserto se desubjetivice hasta el grado más bajo. Como lo demuestra lo que sigue.
En primer lugar reaparece el tiempo objetivo de la intuición inicial del movimiento que, como aspirado entre el instante de su comienzo y la prisa de su fin, había parecido estallar como una pompa. Bajo el impacto de la duda que exfolia la certidumbre subjetiva del momento de concluir, he aquí que se condensa como un núcleo en el intervalo de la primera moción suspendida y que manifiesta al sujeto su límite en el tiempo para comprender que ha pasado para los otros dos el instante de la mirada y que ha regresado el momento de concluir.
Ciertamente, si la duda, desde Descartes, está integrada en el valor del juicio, hay que observar que, para la forma de aserto aquí estudiada, este valor reside menos en la duda que lo suspende que en la certidumbre anticipada que lo introdujo.
Pero, para comprender la función de esta duda en cuanto al sujeto del aserto, veamos lo que vale objetivamente la primera suspensión para el observador a quien hemos interesado ya en la moción de conjunto de los sujetos. Nada más que esto: es que cada uno, si era imposible hasta ese momento juzgar en que sentido había concluido, manifiesta una incertidumbre de su conclusión, pero que seguramente la habrá confortado si era correcta, rectificado tal vez si era errónea.
Si, en efecto, subjetivamente, uno cualquiera ha sabido adelantarse, y se detiene, es que se ha puesto a dudar si ha aprehendido bien el momento de concluir que era un blanco, pero lo va a aprehender nuevamente de inmediato, puesto que ya ha hecho su experiencia subjetiva. Si, por el contrario, ha dejado que los otros se le adelanten y que cimenten así en él la conclusión de que es un negro, no puede dudar de que ha aprehendido bien el momento de concluir, precisamente porque no lo ha aprehendido subjetivamente (y en efecto podría incluso encontrar en la nueva iniciativa de los otros la confirmación lógica de su creencia en que él es desemejante de los otros). Pero si se detiene, es que subordina su propia conclusión tan estrechamente a lo que manifiesta la conclusión de los otros, que la suspende en seguida cuando ellos parecen suspender la suya, luego pone en duda que él sea un negro hasta que ellos le muestren de nuevo la vía o la descubra por si mismo, según lo cual concluirá esta vez ya sea que es un negro, ya sea que es un blanco: tal vez en falso, tal vez con acierto, punto que permanece impenetrable a cualquiera que no sea él.
Pero el descenso lógico prosigue hacia el segundo tiempo de suspensión. Cada uno de los sujetos, si ha vuelto a aprehender la certidumbre subjetiva del momento de concluir puede nuevamente ponerla en duda. Pero está ahora sostenida por la objetivación, ya hecha, del tiempo para comprender, y su puesta en duda durará tan solo el instante de la mirada, porque el solo hecho de que la vacilación aparecida en los otros sea la segunda basta para suprimir la suya apenas percibida, puesto que le indica inmediatamente que con seguridad no es un negro,
Aquí el tiempo subjetivo del momento de concluir se objetiva finalmente. Como lo prueba el hecho de que, incluso si uno cualquiera de los sujetos no lo hubiese aprehendido todavía, ahora sin embargo se impone a él; el sujeto, en efecto, que hubiese concluido la primera escansión siguiendo a los otros dos, convencido por ello de ser un negro, se vería en efecto, a causa de la presente y segunda escansión, obligado a invertir su juicio.
Así el aserto de certidumbre del sofisma llega, diremos, al término de la reunión lógica de las dos mociones suspendidas en el acto en que se acaban, a desubjetivizarse en lo más bajo. Como lo manifiesta el hecho de que nuestro observador, si las ha comprobado sincrónicas en los tres sujetos, no puede dudar que ninguno de ellos pueda dejar en la encuesta de declararse blanco.
Finalmente, puede observarse que en ese mismo momento, si todo sujeto puede en la encuesta expresar la certidumbre que finalmente ha verificado, por el aserto subjetivo que se la ha dado en conclusión del sofisma, a saber en estos términos: «Me he apresurado a concluir que yo era un blanco, porque si no, ellos debían adelantárseme en reconocerse recíprocamente como blancos (y si les hubiese dado tiempo para ello, los otros, gracias a aquello mismo que hubiese sido mi solución, me habrían lanzado en el error)», ese mismo sujeto puede también expresar esa misma certidumbre por su verificación desubjetivizada en lo más bajo del movimiento lógico, a saber en estos términos: «Se puede saber que se es un blanco, cuando los otros han vacilado dos veces en salir.» Conclusión que, bajo su primera forma, puede ser adelantada como verdadera por el sujeto, desde el momento en que ha constituido el movimiento lógico del sofisma, pero no puede como tal ser asumida por ese sujeto más que personalmente; pero que, bajo su segunda forma, exige que todos los sujetos hayan consumado el descenso lógico que se verifica el sofisma, pero es aplicable por cualquiera a cada uno de ellos. No estando ni siquiera excluido que uno de los sujetos, pero uno solo, llegue a ello sin haber constituido el movimiento lógico del sofisma y por haber seguido tan solo su verificación manifestada en los otros dos sujetos.
– La verdad del sofisma como referencia temporalizada de si al otro; el aserto…
Así, la verdad del sofisma no viene a ser verificada sino por su presunción, si puede decirse, en el aserto que constituye. Revela así depender de una tendencia que apunta a ella, noción que sería una paradoja lógica si no se redujese a la tensión temporal que determina el momento de concluir.
La verdad se manifiesta en esta forma como adelantándose al error y avanzando sola en el acto que engendra su certidumbre; inversamente el error, como confirmándose en su inercia y enderezándose difícilmente para seguir la iniciativa conquistadora de la verdad.
Pero ¿a que clase de relación responde tal forma lógica? A una forma de objetivación que ella engendra en su movimiento, es a saber a la referencia de un «yo» [«je»] a la común medida del sujeto recíproco, o también: de los otros en cuanto tales, o sea: en cuanto son otros los unos para los otros. Esta común medida está dada por cierto tiempo para comprender, que se revela como una función esencial de la relación lógica de reciprocidad. Esta referencia del «yo» [«je»] a los otros en cuanto tales debe, en cada momento crítico, ser temporalizada, para reducir dialécticamente el momento de concluir el tiempo para comprender a durar tan poco como el instante de la mirada.
Basta con hacer aparecer en el término lógico de los otros la menor disparidad para que se manifieste cuánto depende para todos la verdad del rigor de cada uno, e incluso que la verdad, de ser alcanzada solo por unos, puede engendrar, si es que no confirmar, el error en los otros. Y también esto: que, si bien en esta carrera tras la verdad no se está sino solo, si bien no se es todos cuando se toca lo verdadero, ninguno sin embargo lo toca sino por los otros.
Sin duda estas formas encuentran fácilmente su aplicación en la práctica en una mesa de bridge o en una conferencia diplomática, y hasta en la maniobra del «complejo» en la práctica psicoanalítica.
Pero quisiéramos indicar su aporte a la noción lógica de coIectividad.
Tres faciunt collegium, dice el dicho, y la coletividad está ya integramente representada en la forma del sofisma, puesto que se define como un grupo formado por las relaciones recíprocas de un número definido de individuos, al contrario de la generalidad, que se define como una clase que comprende de manera abstracta un número indefinido de individuos.
Pero basta con desarrollar por recurrencia la demostración del sofisma para ver que puede aplicarse Iógicamente a un número ilimitado de sujetos estando establecido que el atributo «negativo» no puede intervenir sino en un número igual al número de los sujetos menos uno. Pero la objetivación temporal es más difícil de concebir a medida que la colectividad crece, y parece obstaculizar una Iógica colectiva con Ia que pueda completarse la lógica clásica.
Mostraremos sin embargo qué respuesta debería aportar semejante lógica a la inadecuación que siente uno de una afirmación tal como «Yo soy un hombre» a una forma cualquiera de la lógica clásica, aun traída en conclusión de las premisas que se quieran. («El hombre es un animal racional…», etc.).
Mas cerca sin duda de su valor verdadero aparece presentada en conclusión de la forma aquí demostrada del aserto subjetivo anticipante, a saber como sigue:
1ro. Un hombre sabe lo que no es un hombre;
2do.Los hombres se reconocen entre ellos por ser hombres;
3ro.Yo afirmo ser un hombre, por temor de que los hombres me convenzan de no ser un hombre.
Movimiento que da la forma lógica de toda asimilación «humana», en cuanto precisamente se plantea como asimiladora de una barbarie, y que sin embargo reserva la determinación esencia al del «yo» [«je»]…